El sargento Bermejo observaba, incrédulo, al cabo Klemper.
—Hijo de puta —dijo.
—Ahora ya no hay por qué matarlos —repuso Klemper, impertérrito.
Por un momento, Faura temió que el sargento se abalanzara contra el cabo, o que ordenara a Balaguer y a López, tan atónitos como el resto, que acabaran a bayonetazos con él. Pero Klemper no iba a ponérselo fácil. Mientras le sostenía la mirada a Bermejo, volvió a cargar el fusil.
—Vámonos, mi sargento —pidió—. Aquí ya no hay más que hacer.
No era raro que los hombres del Tercio riñeran entre sí, ni hacía falta demasiado para provocarlo. Tampoco era infrecuente que la bronca se saliera de madre, que alguien tirase de navaja y el asunto acabara con heridos o muertos, ya fuera por la diligencia de los propios contendientes o la de los oficiales que mandaban fusilar a los participantes en las reyertas más graves, a fin de que no se desmandara la disciplina. A veces, para desencadenar estos incidentes, bastaba una supuesta trampa con los naipes, una palabra equívoca, una mala mirada o tan sólo un poco de ingesta etílica, mezclada o no con lo anterior. Con arreglo a las costumbres legionarias, por tanto, Klemper, dejando a un lado la insubordinación, había hecho méritos sobrados para ganarse un buen escarmiento. Pero aquellos hombres, el sargento incluido, que acaso se le habrían arrancado por cualquier nadería, se abstuvieron de arremeter contra él por haberlos traicionado para proteger a un puñado de moros, por haberlos puesto en peligro de muerte y por haber alzado el arma contra ellos, sus propios camaradas. Tal vez los detuvo eso mismo, la persuasión del máuser cebado con una bala que nadie quería llevarse, o tal vez la que Klemper ejercía sobre ellos con el peso de su edad y de sus razones. Por muy borrachos de sangre que a esas alturas estuvieran, a nadie podía escapársele la indignidad que entrañaba cargarse a las criaturas que se juntaban como corderillos en aquel rincón.
A Bermejo, con todo, lo que más debió de pesarle fue advertir que ya no había motivos para liquidarlos, y que ahora, en cambio, las circunstancias apremiaban para salir de allí. Tampoco era aquélla una situación en la que pudiera o debiera lanzar a sus hombres unos contra otros. Emergió de la bruma de su ofuscación el jefe que tenía la responsabilidad de devolverlos a todos vivos al campamento, redoblada en su caso porque sin órdenes se los había llevado de él. Y tragándose el orgullo, aunque por dentro se la jurara para siempre al cabo, dijo:
—Está bien, Klemper. Te sales con la tuya. Espero que algún día uno de esos moros chicos crezca y vaya a cortarte el pescuezo.
—No estaré aquí para entonces —profetizó Klemper, aún fusil en alto.
—Vamos —ordenó Bermejo—. Afuera todos. Echando hostias.
Nadie se hizo de rogar. Faura partió de los primeros, después de echar una última ojeada a los muertos y a los vivos, y entre éstos, a la mujer desconocida en la que había dejado su rastro, sin sospechar que al fijarse en ella no hacía sino servir, a la inversa, al rastro que ella iba a dejar para siempre en él. Su memoria la guardaría así, aquella espalda medio descubierta y arqueada sobre los niños, aquellas costillas que se marcaban en la piel azulada por la luz de la luna, entre las que quedaba latiendo un corazón que iba a aborrecerle hasta la muerte.
Bermejo abandonó el patio el penúltimo, aceptando, como una postrera concesión que también tendría que cobrarse, que fuera Klemper el que marchara después de él. Lo miró de reojo, mientras entraba en la casa, lo justo para ver cómo el austríaco se despegaba de aquella gente a la que había salvado la vida y, sin volverse hacia ellos en ningún momento, echaba a andar con el fusil ya bajo hacía la puerta.
Los legionarios aguardaban tras el muro de chumberas. Varios se habían desplegado para avizorar los alrededores. Buscaban algún movimiento en los montes, en torno a las siluetas de los aduares. A lo lejos ladraban unos cuantos perros, pero no se oía nada más.
—Sigue en calma pueblo, parece —dijo López, aguzando la vista.
—Sí, ya, verás tú —temió Gallardo, inquieto—. Joder, el puto cabo.
—A ver ahora cómo hacemos —se preguntó Navia.
—Pues qué vamos a hacer —rezongó Bermejo, que en ese momento llegaba y se asomaba a un hueco entre las chumberas—. Salir y tirar para el campamento a paso ligero. No podemos dejar que se nos haga de día en tierra de la morisma. En marcha.
El sargento dio ejemplo. Fue el primero en trasponer la barrera de chumberas, con tal empuje que una de ellas le desgarró el brazo.
—Me cago, en… —masculló.
Los hombres le siguieron. Uno a uno salieron al terreno descubierto, con el fusil prevenido y los ojos y los oídos alerta. Buscaron el cobijo de un puñado de árboles escuálidos que había un poco más abajo. Desde allí, Bermejo examinó el campo que tenía ante sí, en la dirección que debían tomar para volver al campamento, y que le marcaba aproximadamente el pico achatado del monte Uixan. Vio la rajadura de un torrente que más o menos llevaba hacia allí. En caso de apuro podía servirles de trinchera, al menos para salvar el primer trecho.
—Seguidrne —ordenó—. Faura, López, haced vosotros la cobertura.
Faura estaba habituado a desempeñar aquella función, y lo mismo López. Era la servidumbre que tenían por ser los mejores tiradores del pelotón. Mientras los hombres corrían hacia la hendidura del torrente, a ellos les tocó vigilar que nadie les cortase la carrera. Y sólo cuando vieron apostarse allí abajo a Balaguer y a Navia, y éstos les hicieron la seña, echaron a correr a su vez. Al reclamar a sus piernas más velocidad, Faura notó el cansancio, y también, conforme atravesaba el aire, el frescor de la noche que se agudizaba y que casi, por primera vez desde que habían salido del campamento, llegaba a parecerle frío.
Se dejaron caer dentro de la grieta donde les esperaban los otros. El hueco abierto por el torrente tenía buena anchura y profundidad suficiente como para que sólo les asomara la cabeza. En contrapartida, el suelo era más accidentado que en el campo. En fila india, con Balaguer en la posición de vanguardia y el sargento justo detrás, el pelotón se puso en movimiento. Para poder seguir las zancadas del cubano, los demás avanzaban a un ritmo de marcha fronterizo con la carrera.
—Más vivo, Balaguer —le conminaba, así y todo, el sargento.
Y el mulato apretaba, y los demás, sobre todo Faura y López, a la cola del grupo, ya se veían obligados a seguirle corriendo. Pudieron hacer por el curso varios cientos de metros, hasta que llegaron a una loma. Allí el torrente se torcía en una dirección distinta de la que les interesaba y se vieron obligados a abandonarlo. Ante ellos se alzaban dos colinas sobre las que distinguieron manchas de vegetación y un par de casas. Entre ambas, se abría un desfiladero que parecía el camino natural. No era muy ventajoso y estaba expuesto, pero no tenían más remedio que probar por ahí. El sargento se volvió y dijo:
—Ahora de uno en uno. Deprisa. Y no os juntéis.
Balaguer salió el primero, Gallardo fue después y, justo cuando iba a asomar la cabeza Casals, sonó el primer disparo. Bermejo comprendió entonces que habían debido de estarlos vigilando desde el principio, y que les habían dejado meterse en una ratonera para poder cazarlos a placer. Lo que le pareció, también, fue que los moros se habían dado mucha prisa en organizarse para ir por ellos. Tenía que haber sido antes, por culpa de algún grito, cuando habían dado la alarma, de tal manera que ya en el momento en que Klemper había hecho uso de su fusil debían de estarles acechando. No había otra explicación. En todo caso, el sargento Bermejo no tuvo tiempo ni tranquilidad para profundizar en estas consideraciones. Al primer tiro, el que echó abajo la mole humana de Balaguer, siguió un enjambre de ellos, que también hirieron a Gallardo y zumbaron como avispas furiosas por encima de la trinchera natural que cobijaba al resto. Casals abortó el movimiento de subida y se agachó junto a los otros, desconcertado. López, que cubría junto a Faura la maniobra, llegó a disparar, a voleo. Faura, al sentir aquel huracán de fuego a su alrededor y no haber fijado ningún blanco, tuvo la agilidad mental necesaria para ahorrar la bala y se protegió mientras pasaba la tormenta. Entre las detonaciones oyó al sargento:
—Dios, ahora sí que la hemos cagado.
No hacía falta que lo declarase para que todos entendieran lo que de pronto tenían encima. Sonó, desgarrada, la voz de Gallardo:
—Me han dado, joder, me han dado, venid aquí.
Faura oyó que Klemper les decía, a él y a López:
—Cubridme. Y antes de que tuvieran tiempo de replicar, salió de, la torrentera. Faura y López, también sin pensar, se incorporaron y dispararon sus fusiles. Faura lo hizo primero contra la casa más próxima, recargó y tiró luego, sobre la marcha, hacia el lugar en el que vio el fogonazo de uno de los que trataban de darle a Klemper. El cabo había llegado ya adonde estaba Gallardo, a unos diez metros, y lo arrastraba hacia el resguardo con decisión. Más allá, Faura divisó, durante una fracción de segundo, el corpachón inmóvil de Balaguer. O mucho se equivocaba, o estaba listo. El muy hijo de perra había tenido la mejor muerte. Mucho mejor de lo que se merecía, si es que para aquello, cómo dejaba de alentar un humano, debía contar algo lo que hubiera hecho antes.
Klemper pudo llegar ileso, trayendo consigo a Gallardo. El gaditano no ofrecía buenas perspectivas. Tenía un tiro en la barriga y otro en el muslo, y por los dos perdía sangre en abundancia. A dos horas de marcha del campamento, y si un milagro no lo remediaba, estaba sentenciado. Pero quería creer que era posible seguir viviendo, y acuciaba al cabo que lo examinaba y trataba de encontrarle la herida:
—La pierna, la pierna, la siento empapada, hay que cortar la sangre de la pierna, cabo, deprisa, por tu madre, córtala.
—Tranquilo, ya la tengo —repuso Klemper, mientras preparaba un torniquete con el propio correaje de Gallardo.
—¿Y Balaguer? ¿Qué pasa con él? —preguntó Casals.
—Creo que está muerto —dijo Faura—. No se mueve.
Ahora no les disparaban. Sus enemigos no derrochaban la munición, sabían que tarde o temprano tendrían que salir, y si no, aguardarían a atacar al alba, cuando los legionarios ya no tuvieran escapatoria.
—Mi sargento, qué vamos a hacer —dijo ansiosamente Gallardo, que era el que menos podía contribuir ya a lo que hubiera de hacerse.
Bermejo parecía bloqueado. De hito en hito miraba a Klemper, a quien estaba tentado, seguramente, de responsabilizar del desastre. Pero era él quien había escogido marchar hasta allí, era por su culpa por lo que ahora estaban demasiado lejos para poder esperar socorro. Y mientras él se debatía sin saber qué decidir, el cabo se la había jugado y estaba ocupándose de lo más urgente, atender al herido.
—Hay que hacerse cargo —dijo al fin, con dureza—. Ahora mismo, estamos muertos. Nos ha sonado la hora y como no venga Dios a sacarnos de aquí la hemos jodido. Así que no nos queda más que echarle huevos y abrirnos paso a viva fuerza. Somos seis, dos hacen falta para llevar a Gallardo. Los demás dispararemos. No hay otra.
—¿Y Balaguer? —preguntó Casals.
—Si se lo han cepillado, ahí se queda —respondió Bermejo—. Me jode dejárselo, pero sólo cargamos vivos. No nos sobran brazos.
—Calma, que ya se corta —mentía mientras tanto Klemper.
Faura, acaso por primera vez en toda su existencia, sintió verdaderamente que estaba al borde de la muerte. Comparándolas con aquella sensación que le embargaba de pronto, las experiencias previas, tanto sus melodramáticas veleidades suicidas de años más jóvenes, como las ocasiones, mucho más reales y consistentes, en las que había vivido antes el peligro del combate, se le antojaban tan insignificantes y tan falsas como un teatrillo de títeres. Se daba cuenta ahora de que nunca se había visto así, a merced de la muerte, no meramente expuesto a ella, sino sometido a su designio sin que le cupiera contemplar la posibilidad de librarse. Hasta entonces, cuando había luchado, lo había hecho en circunstancias de superioridad, o como mucho de una momentánea igualdad que siempre podía contar con que se rompería en su favor. Asaltaba fortines que antes había bombardeado la artillería, marchaba contra colinas que trituraba la aviación, y aun sin ese apoyo, siempre el empuje y la iniciativa estaban de su lado. Muchos caían en los ataques, pero otros muchos no. Y en el fondo, aunque se dijera desear que le tocara a él la bala, confiaba en que no tenía por qué darle necesariamente. Ahora, en cambio, eran los suyos los que se hallaban en inferioridad y los que no podían esperar ayuda. Era él el que estaba predestinado a caer, como todos los que le acompañaban.
En ese momento, no antes ni después, Faura entendió que su vida hasta allí había sido mentira. Que hasta aquella zanja en la que ahora se guarecía había sido libre para inventar su camino y eso había hecho, inventárselo, pero de una forma irreflexiva y disparatada por la que en adelante le tocaba pagar. En adelante, durara eso lo que durara. Las alas negras de la muerte lo cubrían con su sombra y bajo ellas sintió, como nunca antes, la potencia de la verdad y el sabor del miedo. Le tocaba por fin a él, como antes lo había visto en otros. Se le aflojaban los miembros, se le cerraba la garganta, y por momentos parecía a punto de deslizarse hacia el pánico. Pero en aquella hora, el tirador escogido acabó haciendo honor a su reputación de aplomo y sangre fría. Siempre que había tratado de representarse aquel momento, se había imaginado a sí mismo resignándose con despego hacia su propio infortunio, viéndose morir desde fuera sin rabia ni compasión. No sucedió así, ni mucho menos, porque también aquella actitud imaginada era parte de la mentira. Aplastado en la zanja, mientras contaba las balas que había en sus cartucheras, cuando el empeño parecía menos sostenible que nunca, lo que el legionario Faura decidió fue que quería seguir viviendo. Y que iba a pelear hasta el límite de sus fuerzas y de su suerte, contra la misma lógica si hacía falta, para conseguirlo.
—Me estoy muriendo, me cago en mi estampa, me voy a quedar aquí —gimoteaba Gallardo, poniendo su voz al sentir de todos.
—Vamos, no te asustes, yo te llevaré —le consolaba Klemper.
—Casals, ayuda al cabo —ordenó Bermejo, con cara de no estar ya allí.