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Munat le había escuchado el cuento a su madre, quien a su vez lo había oído antes de la suya. Desde hacía muchos años, tal vez cientos, iba pasando de madres a hijas, preservado, no sin alguna mudanza, en el fluir de aquellas voces femeninas que sonaban, llenas de vivacidad e imaginación, en la penumbra escondida de las casas rifeñas. Así distraían el tiempo las mujeres, enredando en el tejido rutinario de sus quehaceres domésticos la hebra luminosa de aquellas fantasías ancestrales. Y así había aprendido ya a entretenerse y a entretener Munat, con sus catorce anos recién cumplidos. Según todas las que la escuchaban, incluidas algunas ancianas de experiencia y habilidad reconocidas en los lances de la narración, aquella muchacha tenía la gracia de las cuentacuentos natas, las que dominaban el arte de hacer que sonara nuevo el relato mil veces repetido, dar vida a los personajes imaginarios y sumergir al auditorio en las emociones de la ficción, arrancándolo a las penurias y las preocupaciones de la vida propia.

De todos los cuentos que solía contar, aquél era su favorito y, por tanto, al que más se entregaba y con el que más convincente resultaba para quien la oía. Al cuento, como a otros, se le conocía por varios títulos, pero el que ella prefería era el de La bestia de las siete cabezas.

Éste era un hombre, empezaba diciendo Munat, que tenía dos mujeres, y un hijo con cada una de ellas. Al pasar los años, murió el hombre, luego murió una de las mujeres, y la otra quedó a cargo de los dos hijos. Pero esta mujer le tenía manía al que no era suyo, y le maltrataba de tal manera que cuando el muchacho se hizo mayor y pudo valerse por sí mismo decidió irse del pueblo y salir a correr mundo. Caminó muchas jornadas sin rumbo fijo. Un día se encontró una paloma que estaba en su nido con las crías y se quedó observándolas. Salió la paloma a buscar comida y en esto se acercó al nido una serpiente con la intención de comerse a las crías. El muchacho, que la vio venir, cogió una piedra y de un golpe le aplastó la cabeza a la serpiente. Cuando la paloma regresó y vio a la serpiente muerta junto al nido, entendió que el muchacho había salvado a sus crías y que estaba en deuda con él. Entonces se arrancó una de sus plumas y se la dio diciéndole: «Toma, guárdala, que te dará mucha suerte». Y el muchacho respondió: «Dondequiera que vaya, irá conmigo». Y continuó su camino. Al día siguiente se tropezó con un pescador que estaba hablando con otro. A sus pies había una red, y dentro de ella un pez que estaba atrapado y se esforzaba desesperadamente por salir de ella. Aprovechando que el pescador estaba distraído con la conversación, el muchacho se acercó y liberó al pez. El pez, agradecido, se arrancó una escama y se la dio, mientras le decía: «Toma, guárdala, que te dará mucha suerte». Y el muchacho respondió: «Dondequiera que vaya, irá conmigo». Y siguió caminando.

Andando los días, el muchacho llegó a un lago junto al que se encontró a una hermosa muchacha. Estaba sentada a la orilla como sí esperase algo, pero en su rostro había un gesto de tristeza infinita. Ante sí tenía un plato con cuscús. Cuando le preguntó qué hacía allí, la muchacha le respondió que en el lago vivía un terrible monstruo de siete cabezas, y que todos los días su pueblo tenía que entregarle como tributo a una joven y un plato de cuscús, para calmar su ira e impedir que el monstruo los matara a todos. Ese día, a su padre, que era el rey, le tocaba entregar a su propia hija, la princesa, y allí estaba ella, aguardando a que se cumpliera su funesto destino, El muchacho, a quien la caminata le había abierto el apetito, no pudo contenerse y se abalanzó sobre el cuscús, que devoró en un momento. La princesa, enfadada, le echó en cara que por su culpa el monstruo acabaría con su pueblo. «No te preocupes», respondió el muchacho, «Ahora voy a echarme a dormir; usaré tus piernas de almohada y tú me despiertas cuando aparezca el monstruo de las siete cabezas». Así lo hizo, y se quedó al instante completamente dormido. Cuando apareció el monstruo, la princesa se echó a llorar, y una de sus lágrimas cayó en la cara del muchacho. De un salto él se puso en pie y con la espada le cortó al monstruo, una a una, las siete cabezas. Luego, le clavó la espada en el corazón y allí la dejó hundida. Después, el muchacho se despidió de la princesa y se fue a la ciudad a buscar un lugar donde seguir durmiendo. Al día siguiente, el rey mandó a un esclavo a recoger los restos de su hija, y cuando el esclavo vio al monstruo muerto, sacó su espada y la mojó en su sangre para hacer creer al rey que había sido él quien lo había matado. Pero la princesa descubrió la mentira del esclavo, y el rey llamó a todo el pueblo y proclamó que casaría a su hija con quien fuese capaz de sacar la espada de las entrañas del monstruo. Aunque muchos lo intentaron, ninguno lo consiguió. Entonces alguien vino contando que un joven forastero había llegado a la ciudad la tarde anterior y se había pasado el día durmiendo en la mezquita. El rey pensó que debía de ser el que había matado al monstruo y lo llamó a palacio. El muchacho llegó vestido con una chilaba que le cubría toda la cabeza, pero aun así la princesa lo reconoció como su salvador y se lo dijo a su padre, que le entregó su mano. Sin embargo, la vida del muchacho en palacio no fue fácil. Las hermanas de la princesa se reían de ella, porque se había casado con un hombre común, y estaban siempre comparando a su marido con sus ricos y nobles pretendientes, que para ellas eran mejores. El rey, que se dio cuenta de lo que pasaba, harto de que hicieran de menos a su yerno, llamó a los pretendientes de sus hijas y les puso esta prueba: «A ver si sois capaces de traerme el agua que cura el alma, y que brota entre dos montañas a las que es difícil llegar. Tenéis que adivinar dónde se encuentra y traérmela». Los pretendientes, desorientados, pidieron ayuda al muchacho. Y éste, aunque se reían de él, aceptó ayudarles. A cambio, cada uno de ellos debía cortarse un trozo de oreja y dárselo. Así lo hicieron, y el muchacho sacó la pluma que le había dado la paloma a la que había ayudado contra la serpiente. Vino entonces la paloma, lo cogió por los hombros y se lo llevó por los aires hasta el manantial. Allí el muchacho recogió agua en abundancia, que luego repartió entre los pretendientes. El rey se quedó sorprendido de que lograran tan rápido superar la prueba, pero algo no le convencía y les puso otra: «Ahora me traeréis una manzana cada uno, pero de unas que sólo se pueden encontrar siete mares adentro». Los pretendientes, abrumados otra vez por la prueba, volvieron a acudir al muchacho. Y éste les dijo que les ayudaría, pero con una condición: que se cortaran un trozo de dedo y se lo dieran. Los pretendientes, angustiados por la dificultad de la prueba que les había puesto el rey, aceptaron el trato. Se fueron al mar, y cuando llegaron el muchacho sacó la escama del pez al que había librado del pescador. Y el pez acudió enseguida, le invitó a que se subiera en él y lo llevó a través de los siete mares adonde crecían las manzanas. Volvió el muchacho con una manzana para cada pretendiente, y cuando éstos llegaron a palacio y las princesas vieron que todos traían la manzana, empezaron a burlarse de la hermana otra vez: «Tu marido no es valiente, tampoco ha traído una manzana». Al día siguiente el rey los recibió a todos, y después de que los pretendientes le entregaron las manzanas, uno de ellos preguntó por qué no había puesto también a prueba a su yerno, pidiéndole que trajera él una manzana como los demás, y sí no seria porque temía que no pudiera conseguirla. _Entonces el muchacho, sin poder aguantar más, les dijo a los pretendientes: «Como veo que sois incapaces de reconocer la verdad, os ordeno que os quitéis el turbante y expliquéis qué os ha pasado en la oreja, y que luego enseñéis también los dedos». Así quedaron descubiertos todos, y desde entonces, ya todo el mundo aceptó al muchacho y nadie volvió a reírse de él.

Éste era el momento del cuento que más le gustaba a Munat. Cuando quedaba de manifiesto la astucia del muchacho, y él ponía en ridículo a quienes le habían despreciado tan injustamente. Como había visto hacer a su madre, en ese punto intercalaba un breve silencio, para cerciorarse de que tenía la atención de los que la estaban escuchando, antes de rematar el relato con la coletilla que la tradición imponía: Y después de andar por aquí y por allí, me puse el calzado y se me rompió.

Aquella noche, en la atmósfera tenebrosa de su casa, que de pronto ya no era el refugio donde alimentaba sus ensueños adolescentes, sino la boca del infierno, Munat pensó en la bestia de las siete cabezas y en el muchacho que tenía la suerte y el valor para cortarlas y para salir airoso de las empresas más difíciles. Aquel muchacho que no se llamaba de ninguna manera, porque así era como le había llegado el cuento. Era lástima que a ninguna de las transmisoras anteriores, entre las muchas ocurrencias de cosecha propia que habrían ido enhebrando en el relato, le hubiera dado por adjudicarle al héroe un nombre que ella pudiera pronunciar ahora, aunque fuera para sí, como conjuro contra el temblor que la traspasaba hasta la médula de los huesos.

Munat no había vivido ajena a la crueldad del mundo y de los hombres, porque en la tierra y el tiempo en que le había tocado nacer estaba demasiado presente para que nadie pudiera sustraerse a su influjo. Ella misma había despellejado conejos muchas veces, y había sostenido sus entrañas calientes en la mano, y como todos los niños ayudaba también a desollar las cabras. Los propios cuentos que aprendía y recitaba, incluido aquél, estaban repletos de crudezas: su héroe empezaba aplastando una cabeza de serpiente, continuaba cortando las siete de la bestia y terminaba obligando a mutilarse por dos veces a los pretendientes de sus cuñadas. Tampoco ignoraba Munat los efectos de la guerra. A los seis años había oído tronar a los cañones por primera vez. Había visto surcar el cielo a los aviones de los españoles, que arrasaban los poblados rebeldes con bolas de fuego. Y dos meses y medio antes había asistido, como todos, al horrendo espectáculo de la derrota y masacre de los invasores. Un par de días después del hundimiento del frente, le llamó la atención un griterío no lejos de donde vivía. Se asomó a mirar, aunque su padre, al que notaba inusualmente agitado desde que se había sabido del descalabro de los extranjeros, le tenía advertido que permaneciera encerrada en la casa. Lo que vio entonces le causó una extraña impresión. Uno de aquellos hombres de uniforme, pero desarmado, descubierto, y despojado por completo de ese orgullo altanero con que los había visto pasearse hasta entonces, trataba de desasirse de un grupo de mujeres que lo acosaban. El hombre cojeaba y parecía malherido. Al final las mujeres lo habían reducido y habían ahogado sus chillidos bajo el coro agudo de sus albórbolas triunfales. La imagen del fugitivo que desaparecía bajo los golpes de aquella gente enardecida le había despertado un mal presentimiento. En los días siguientes, Munat se había acostumbrado a otra novedad terrorífica: el hedor, las mutilaciones y las muecas agónicas de los militares muertos que salpicaban el campo; aquellos muñecos al principio hinchados y después acartonándose poco a poco, de los que los niños se reían, sobre los que las mujeres escupían y en los que hurgaban con desgana, por la hartura, los perros y los cuervos. Munat no terminaba de saber si había que celebrar o no lo que había pasado, porque al tiempo que percibía la alegría de casi todos, se daba cuenta de que su padre permanecía preocupado y sombrío, contagiando de ese ánimo al resto de los adultos de la casa, que apenas si alzaban el tono de voz, como si hubiera algún comportamiento ominoso que encubrir.

Ahora, con aquel hombre grande y maloliente encima, mientras otro le tapaba la boca con su mano rugosa e inflexible, a cuyo través a duras penas podía respirar, Munat comprendía que su padre tenía razón y que los demás estaban equivocados. Y a la vez no comprendía nada, no sabía por qué le tocaba a ella vivir aquel cuento horrible en el que no había un héroe que la librara del monstruo de las siete cabezas, tal y como a ella se lo habían contado y ella había aprendido a contarlo a otros: desperezándose de la siesta y sin darle mayor importancia. El dolor físico, insoportable al principio, quedaba ahora relegado en su cerebro. A Munat, mientras aquel gigante enfebrecido la destrozaba, le dolía más sentir cómo saltaban en pedazos las leyes del universo en el que se había hecho a sonar y ser feliz. Ni siquiera podía acordarse de su madre, de su padre, de sus hermanos, que estaban en el patio a merced de la furia de aquellos soldados desalmados que ya habían liquidado a su tía lamna, por tener el valor de intentar defenderla. Ahora no podía decirlo, por la mano que le atascaba la boca, pero en su cerebro siguió repitiendo, como una letanía que era ya su único recurso para evitar que todo se desintegrase: lah, lah, lah. No, no, no.

Luego, fue su propia conciencia la que acabó disgregándose. Alcanzó a sentir y ver que el hombrón de piel oscura y sonrisa de marfil que la había arrancado de los brazos de su madre terminaba de desahogarse, y también fue consciente de cómo tomaba el relevo el que la había estado acallando hasta entonces. Medio aturdida lo vio bajarse los pantalones y encajó su peso cuando le cayó encima, segundos después, buscándola con urgencia y torpeza mientras el negro la sujetaba y cuidaba de impedir que gritase. Pero Munat ya ni siquiera lo intentaba. Le bastaba con oírse a sí misma, dentro de su propia cabeza: lah, lah, lah. Perdida ya casi toda noción de la realidad inmediata, sólo las arcadas que le soliviantaban el estómago la mantenían anclada allí, entre los hombres que en ella saciaban la sed imperiosa de sus instintos.

Vio casi en sueños cómo el segundo soldado, cumplido el ritual, se levantaba, se subía los pantalones y retrocediendo de espaldas hacía la puerta abandonaba la habitación. Alguien que ya no era ella, que ya no era nadie, contó a los hombres que vinieron detrás. Contó uno, contó dos, contó tres. El que la había forzado el primero siguió allí todo el tiempo, inmovilizándola y tapándole la boca, sin dejar de animar a los que se sucedían sobre su cuerpo y susurrándole a ella, con un siseo pastoso, palabras que no habría podido entender ni aunque hubiera sido capaz de escucharlas. Tan pronto parecía insultarla como ofrecerle consuelo, igual que sus manos tan pronto la aplastaban como resbalaban sobre ella en una lenta caricia, enjugándole el sudor de la frente. Fue el suyo, el de aquel hombre que estuvo presente durante toda la infamia, el único rostro que se le quedó grabado a Munat. Los demás pasaron sin llegar a tener facciones, como sombras o fantasmas confundidos con la oscuridad sofocante que la rodeaba. Pero nunca podría olvidar aquella sonrisa blanquísima, aquellos ojos inyectados en sangre, aquel cuadro invertido de una cara humana que flotaba sobre ella cuando miraba hacia atrás, rehuyendo al individuo que en cada momento la acometía. Jamás, en la vida desarticulada que podía quedarle en adelante, dejaría de acompañarla aquel recuerdo, que asomaría una y otra vez en mitad de la noche para devolverla a esa otra noche convertida ya en sumidero inexorable de su existencia.

En algún momento, Munat termino de perder el conocimiento. Se vio a sí misma a la orilla de un lago, delante de un plato de cuscús. Cuando el monstruo salió de las aguas, sus ojos se anegaron de lágrimas, pero se mantuvo firme, porque una esperanza la sostenía. Su llanto iba a despertar al bravo muchacho sin nombre, y las siete cabezas de la bestia caerían a sus pies. Así era el cuento, desde siempre.