A los cuatro varones mayores, para que no causaran contratiempos, los amarraron con unas cuerdas que encontraron dentro y los amordazaron con unas tiras de turbante que supo procurarse Casals. Fue él mismo quien les ciñó la boca, cerciorándose de que no podrían usarla más que para morder la tela. No se resistió ninguno, aunque uno de los dos muchachos, al irle a amordazar, tuvo un gesto reflejo que pagó recibiendo del catalán un soberano guantazo. Las mujeres miraban la escena horrorizadas y llorosas, pero en ellas pesaba, por encima de todo, el impulso de proteger a la prole. Uno de los niños, el más pequeño, que contaría apenas tres años, no paraba de quejarse.
—Sí no sabes callarlo tú voy a tener que callarlo yo —dijo Bermejo.
La mujer se apretó al chico contra el pecho, enterrando en él su cabecita para evitarle la visión de aquellos demonios barbudos que lo habían arrancado del sueño para llevarlo a la peor de las pesadillas.
El hombre, maniatado y forzosamente enmudecido por la venda que le sujetaba las mandíbulas, los miraba con expresión de cordero camino del matadero. Cabeceaba con nerviosismo y le costaba respirar. A aquellas alturas, debía de estar comprendiendo lo que había. Pero el sargento, que no traía pensado ahorrarse ninguna crueldad, se tomó la molestia de explicárselo, y aun de ponerlo en antecedentes.
—He mandado que te tapen la boca porque no me interesa nada de lo que me digas —aclaró—. Estoy hasta los cojones de oíros mentir, a ti y al resto de los de tu raza. Ya sé que no servís para otra cosa que para engañar y para dar por la espalda a quienes se confían con vosotros. Como verás, ni yo ni mis hombres vamos a caer en esa trampa. Sabemos que sois animales y que como animales hay que trataros. No entendéis una mierda, no os dais cuenta de que nosotros os traemos la civilización, el progreso; joder, que hemos venido a enseñaros a vivir como personas. El caso es que preferís vivir como bestias, que es como os habéis pasado toda la puta vida, matándoos como perros entre vosotros, muertos de hambre y hundidos en la porquería y la miseria.
Bermejo interrumpió su discurso para mirar a las mujeres. No estaba seguro de que ellas le entendieran. En realidad, cabía presumir que no. Las mujeres, salve, las pobres, generalmente huérfanas o repudiadas, que se daban a la tropa, no tenían apenas trato con los forasteros, y era de suponer que aquéllas tampoco habían tenido mucho cuando la zona había sido parte del territorio dominado por los españoles.
—Hemos tomado nota —prosiguió Bermejo—. Ya sabemos lo que hacéis con la mano que os da de comer, así que ahora esta mano —y mostró la suya— sólo se mueve para dar hostias. Vosotros lo habéis querido, habéis elegido el palo, y el palo tendréis. Sabes quiénes somos nosotros, ¿no? Fíjate, aunque no vaya a aprovecharte mucho. Míranos; los novios de la muerte, nos llaman, y hemos salido del infierno para haceros probar el sabor del dolor, para devolveros los golpes uno por uno, para que cada día, al despertaros, nos temáis como a la peste.
Faura escuchaba al sargento con una mezcla de repulsión y deslumbramiento. Le repelía la teatralidad, la palabrería, que en un hombre como Bermejo, por lo general reservado y taciturno, resultaban tanto más torpes y baratas. Pero sintió que había algo recio y limpio en la inclemencia de su discurso, en aquella saña incondicional que proclamaba ante su víctima, sin dejar resquicio alguno para la compasión, y sin que se la dictara argucia o conveniencia de ninguna clase. Bermejo no era un hombre movido a dañar a otros hombres por la mezquindad o el cálculo; era un hombre que odiaba con la misma pureza y el mismo desprendimiento de sí con que una hembra de sangre caliente ama a su cría. En vez de infligir el mal a la manera torcida y ruin de los humanos, se veía animado a hacerlo por la fuerza natural y desmedida que empuja la dentellada de una alimaña. Otros hombres, los que habían firmado ceremoniosa y razonadamente los tratados internacionales y pactado el reparto colonial, los que desde Madrid o París resolvían, siempre con argumentos y silogismos ponderados, por qué y cómo un pueblo debía enderezar a otro, le habían puesto al sargento en la situación de tener a su merced a aquella gente y de ansiar hacerles sufrir. Ellos, que habían tenido ocasión de medir las consecuencias de sus actos, no podían alegar excusa ni reclamar mengua de responsabilidad. Bermejo, en cambio, no hacía más que abandonarse al instinto de predador que las circunstancias manejadas por otros habían extraído del fondo más irracional de su naturaleza. Oírle recitar las monsergas ideológicas que sostenían la acción del Protectorado, mal leídas y peor entendidas a partir de la propaganda de los periódicos, resultaba tan postizo y accesorio como el cascabel que pudiera llevar al cuello un gato en el momento de despedazar un ratón entre sus dientes. Lo que obraba, en ambos, no era el afán de servir a su dueño. Al dueño le aprovechaba su fiereza, sí, pero lo que allí se ventilaba era algo mucho más decisivo y primordial, el misterio de la vida y la muerte, de la creación y de la destrucción, algo que al experimentarlo, como ahora hacía Faura, espantaba y se apoderaba de uno al mismo tiempo.
—Voy a contarte una historia —continuó Bermejo, ya presa de una logorrea incontenible—. Voy a contarte por qué estamos aquí. Quiero que recuerdes un nombre. Coño, casi estoy tentado de quitarte eso de la boca para hacértelo repetir. Rafael Bermejo Fernández. Tenía veintidós años y nunca le había hecho daño a nadie. Hace dos meses, unos días arriba o abajo, estaba cerca de aquí, en Zeluán. Y tuvo la mala suerte de caer prisionero de una chusma que no respetaba nada, de una manada de bestias cobardes que no se pararon ante un hombre desarmado. Lo mataron como a un animal, o peor que a un animal. Porque estoy seguro de que cuando matas una de tus cabras procuras que no sufra. Con él fue al revés, se aseguraron de que sufría todo lo que una criatura pudiera sufrir. Debieron de divertirse mientras chillaba, mientras les pedía piedad, mientras llamaba llorando a su madre. Tenía huevos Rafael Bermejo Fernández, pero lo llevaron hasta el límite en que ningún hombre tiene huevos para seguir resistiendo. Y luego se los cortaron. O eso es lo que suponemos, porque no los encontramos en su cadáver. Rafael Bermejo Fernández. Acuérdate de él. Era mi hermano. Y ahora ya sabes por qué no va a servirte de nada pedirme piedad a mí.
Por un instante, mientras los encañonaba, Faura trató de representarse la imagen que impresionaba las retinas de aquellos infelices. Observó a derecha e izquierda de reojo y completó el cuadro. El sargento en el centro, con las piernas un poco abiertas, los brazos en jarras y el fusil rematado por la bayoneta terciado sobre el pecho. A su lado el imponente Balaguer, aferrando el máuser sin alterar su nívea y amplia sonrisa, y Klemper, que fusil al hombro, y a ratos cabizbajo, asistía por lo demás impasible al parlamento de Bermejo. Casals seguía junto a los hombres, sin dejar de hacerles sentir la proximidad de su bayoneta, con la que describía de cuando en cuando un arco que los abarcaba a todos. El serbio López estaba algo más atrás, con el fusil colgando hacia abajo y sumido en sólo Dios sabía qué pensamientos. Gallardo y Navia estaban apostados donde las mujeres, a las que ambos observaban codiciosamente. Faura calculó a bulto que podía hacer un mes desde la última vez en que habían disfrutado de una estada con alguna furcia cuartelera. En cuanto a su propia imagen, no llegó a representársela. Prefirió dejarla borrosa, en aquel retrato de ocho hombres feroces. Porque él, como siempre, estaba y a la vez no estaba allí.
—A ver, Balaguer, ¿cuál de ellas te gusta más? —preguntó el sargento, de improviso.
—¿A mí, mi sargento?
—Sí, coño, a ti. Alguno tiene que ser el primero.
Balaguer miró a las mujeres. Sin entender, pareció que ellas entendían. Se quedaron quietas, conteniendo la respiración como si se hicieran las muertas. El hombre quiso removerse, pero Casals le puso la punta de la bayoneta en la garganta y lo empujó con ella hasta pegarlo por completo a la pared. Atado, enmudecido, forzado a una inmovilidad absoluta, lo único que pudo hacer fue cerrar los ojos y dejar que las lágrimas resbalasen por la piel oscura de sus mejillas.
—Pues hombre, así como gustarme, está claro.
—Di.
—La niña.
Faura había previsto que aquélla fuera la elección. A Balaguer, le constaba, la sensualidad le rebosaba y le animaba a desahogarse de las formas más diversas y enfermizas, Había quien decía que le había visto follándose a una mula, pero esto Faura se resistía a creerlo. Lo que sí le había visto era cascándosela en más de una ocasión, lo mismo durante un alto de una descubierta que para matar el aburrimiento del blocao; y también había visto a alguna prostituta curtida salir sin poder juntar las piernas después de que el fogoso cubano se hubiera empleado a fondo con ella. Cuando alguno, sobre todo Navia, se metía con él por el descontrol de su apetito sexual, Balaguer se reía y decía:
—Es que en el Caribe jodemos como respiramos, hermano.
Faura miró a la niña. Había vivido ya muchas cosas, y había aprendido a permanecer insensible ante ellas. Pero no pudo dejar de invadirle un vago malestar al imaginarla debajo de Balaguer, embestida con la brutalidad que era, junto a aquella morcilla reventona que había visto relucir entre sus manos, la marca de la casa. Comprendió que no debía pensar más en el asunto. Que lo que había de suceder, sucedería, y supuso que, como lo demás, ahí quedaría y acabaría asumiéndolo.
—Pues venga, llévatela dentro —autorizó Bermejo.
—¿No quiere estrenarla usted, mi sargento? —preguntó Balaguer, sometiendo su ardor habitual a una servil cortesía con el superior.
—Yo iré el último, si voy —dijo el sargento—. Vosotros primero. Que no se diga que el sargento Bermejo no mira por su gente.
Balaguer, bastante se había contenido ya, no estaba para demorarse más en gentilezas. Se echó el fusil al hombro y en tres zancadas se plantó donde se apelotonaban las mujeres. Agarró a la muchacha del brazo y tiró de ella con tal fuerza que las otras nada pudieron hacer por impedirlo. La de más edad, aquella a la que había encontrado López afuera, cuando intentaba huir de la casa, quiso salir detrás de Balaguer para arrebatarle a la niña, que se dejaba llevar, exánime y desconcertada. Cuando Navia se interpuso en su camino y la retuvo, se revolvió furiosa, mientras gritaba en su dialecto duro como un ladrido:
—Darkash, a yarsoud, darkash.
Bermejo, ante el conato de rebelión, fue expeditivo:
—Ya está bien de pamplinas, me cago en diez. Gallardo, córtale el pescuezo. Nos sobra con las otras.
Fue visto y no visto. Gallardo se acercó a ella con el machete en la mano y mientras Navia la sujetaba acalló sus berridos con un tajo seco que le truncó la voz en un burbujeo sordo. Navia la soltó, para que no le manchara la sangre, y la mujer cayó de bruces, entre convulsiones.
—Haced que deje de moverse, rediós —pidió Bermejo.
Fue Navia el que remató la faena, a bayonetazos. La ensartó media docena de veces, hasta que se quedó completamente quieta.
El sargento se volvió hacia los demás.
—Ahora ya sabéis para qué vale resistirse.
Los niños lloraban, las dos mujeres se apretaban entre sí, la anciana yacía sin sentido a un lado, olvidada y ajena, para su fortuna, a cuanto ocurría a su alrededor. Los hombres cerraban los ojos y sollozaban silenciosamente. Uno de los dos muchachos tuvo un ataque de nervios.
—Aplácalo, Casals.
—¿Para siempre?
—No, de momento.
La culata del máuser del catalán buscó certera el cráneo del muchacho. Sonó un croc y el chaval quedó tendido de espaldas.
Balaguer se había llevado dentro a la niña, que apabullada por el gigante que la arrastraba, apenas murmuraba con un hilo de voz:
—Mani, mani gadayzauid
La misma voz, un par de minutos después, se convertía en un alarido desatado que rasgaba la noche, repitiendo una sola sílaba:
—Lah, lah, lah…
La muchacha debía de estar empleando toda la fuerza de sus pulmones, y a Balaguer, entre unas cosas y otras, parecían faltarle manos para taparle la boca. El sargento se volvió entonces a Navia:
—Minero, ve tú. Le echas una mano y luego que te la eche él a ti.
Navia tuvo un titubeo.
—¿Prefieres que pase antes otro?
—No, mi sargento —repuso el asturiano, al tiempo que se echaba el fusil a la espalda y emprendía el camino de la puerta.
Poco después, la voz de la niña dejó de oírse. En su lugar, apenas llegaba de cuando en cuando algún gemido precariamente humano, que el sargento escuchaba con gesto impenetrable. Los legionarios que continuaban en el patio permanecían tan inmóviles y distantes como su jefe. Faura supuso que los demás, como él mismo, observaban aquella actitud para mejor convivir con la atrocidad, tan Invisible como indudable, de aquellos instantes que transcurrían con infinita lentitud. Intuyó que no era el único al que le resultaba penoso estar allí. Bajo la imperturbabilidad aparente del cabo Klemper, por ejemplo, adivinaba un sentimiento disconforme y sólo a duras penas reprimido. Hasta allí, sus víctimas habían sido siempre combatientes. No era lo mismo medirse con un hombre armado que abusar de una niña indefensa.
Pero por otro lado era fácil asentir y dejar sin más que ocurriera, que la corriente desencadenada lo arrastrara a uno sin detenerse a pensar adónde iría a parar. Costaba mucho menos, desde luego, que ponerse en medio para tratar de desviarla. Era la hora de la cólera que encarnaba el sargento Bermejo, de la lujuria demoledora y desenfrenada del legionario Balaguer. Faura lo aceptó, como lo aceptaba Klemper, y se limitó a seguir en su puesto, sin creer que pudiera hacer otra cosa.
No pretendía, al razonar así, escapar a la culpa. Sabía que aquellos niños, si algún día podían recordarlo, le pondrían también su rostro y su figura al monstruo. Y que tendría bien ganado su resentimiento.