7

El disco plateado de la luna asomó por encima de las montañas. No era, por lo común, una presencia que aquellos hombres y sus compañeros de armas apreciaran excesivamente. La luna les venía bien a los moros, para afinar la puntería cuando hostigaban de noche a los soldados encerrados en los fortines y las posiciones de vanguardia. A ellos, siempre confundidos con el terreno, siempre sabiendo dónde ocultarse y cómo ofrecer el mínimo blanco posible, la luna no ayudaba apenas a distinguirlos. Pero los blocaos españoles se teñían de una palidez mortal, que invitaba a los tiradores rifeños a emplearse a gusto. Con la ventaja de ver y no ser vistos, probaban a meter las balas por los huecos negros de las aspilleras, y más de una vez tenían suerte y alguno que andaba amodorrado o poco atento se ganaba un plomazo. Los veteranos, escarmentados, habían aprendido a mantenerse lejos de las aspilleras y practicaban en los tablones de las paredes pequeños orificios para poder mirar lo que sucedía en el exterior. Pero a través de ellos no podía dispararse, así que sólo les quedaba aguantar.

Andar por el campo en tales condiciones era aún más osado. Aquella tierra pelada se volvía lechosa y delatora a la luz de la luna, Mientras caminaba, Faura observó la nitidez con que su sombra y las de sus compañeros se proyectaban sobre la polvorienta lengua del camino. En la fantasmagórica atmósfera que esa noche adquiría el áspero paisaje del Rif, a ellos la luz los delineaba, y de paso los exponía, como muñecos indefensos. Nadie dijo nada, sin embargo, aunque Faura creyó advertir que el silencio en que ahora discurrían tenía una consistencia distinta. También alguno de los que iba delante parecía caminar más agachado. Y el paso de todos se había hecho más precavido.

El terreno que pisaban, por otra parte, era cada vez menos seguro: se acercaban a la línea defensiva que hacía, en aquella guerra de contornos siempre inciertos, las veces del frente. El camino pasaba cerca de un blocao en el que en alguna ocasión les había tocado hacer servicio, y por eso les constaba que éste era un momento crítico de su itinerario. Confirmándolo, el estampido de una detonación sacudió de pronto el aire. Todos calcularon automáticamente. No estaba lejos.

—Mierda, y ahora qué hacemos —se preguntó Navia, entre dientes.

—Bueno, esto era de esperar —opinó Klemper.

Bermejo se detuvo. Y el pelotón tras él.

—A ver si ahora os va a acojonar un tiro —dijo—. Ya hemos oído alguno antes, ¿no? Abrid bien los ojos y vamos a buscarlo.

—¿Buscarlo? —dudó Navia.

—Al paco, coño. Tiene que estar tirándole al blocao. Pues no hay más que mirar desde dónde lo puede tener enfilado.

Echaron a andar de nuevo, todos con la vista puesta en la falda de las montañas, aguardando al disparo que volviera a romper la quietud de la noche. Delante de ellos divisaban la forma toscamente rectangular del blocao, desde el que nadie devolvía el fuego.

—¿Y si lo encontramos, mi sargento? —susurró Gallardo.

—Pues lo primero que hacemos es cuidarnos de que pueda vernos él a nosotros. Y luego ya veremos qué es lo que encarta.

Un nuevo tiro de fusil retumbó entre los montes.

—Allí, mi sargento —dijo López—. Junto a árbol aquél.

Volvieron a hacer alto. El lugar hacia el que señalaba el serbio se hallaba un poco más acá de la loma a la que se agarraba el blocao, a unos treinta metros por encima del nivel en el que ellos se encontraban. Si López estaba en lo cierto, tendrían que dar un rodeo para no ponerse a tiro del enemigo, porque el camino conducía derecho hacia allí.

Esperaron agazapados. Pasó medio minuto, inacabable. Al fin, un nuevo disparo rasgó la noche. Apenas un segundo después, otro más. Los fogonazos señalaron, inequívocos, la posición de la que partían. Justo donde el árbol al que antes había apuntado López.

—O son más de uno o ese hijoputa recarga como Dios —dijo Casals.

—Tienen que ser dos, por lo menos —conjeturó el sargento.

—No podemos seguir por aquí, nos van a ver —dijo Klemper.

—Ya me doy cuenta, cabo.

Todos miraron al sargento. Y Bermejo hubo de sentir, para eso llevaba los galones en la manga, que le tocaba encontrar la manera de salvar el escollo. No era algo que le pesara demasiado. Pero alargó el instante para hacerles notar a los demás la autoridad de su decisión.

—Tres voluntarios que se vengan conmigo —gruñó. En otro sitio, en otra circunstancia, entre otra gente, alguien habría preguntado para qué. En la Legión no se preguntaba. Apenas hubo un intervalo de un segundo. Casals, Gallardo y Balaguer alzaron la mano los primeros. Y el sargento los fue anotando con la mirada.

—Bien. El fusil a la espalda y el machete listo —les ordenó—. Klemper, tú te coges al resto y rodeáis por ese lado. Os doy quince minutos para llegar hasta aquel peñascal. Sin que os vean, a poder ser.

—No será fácil —consideró Klemper, evaluando sobre la marcha la exposición del apostadero que el sargento acababa de indicarle.

—Ya lo sé. Cuando estéis allí les tiráis. Que lo haga Faura. Una sola vez, y os pegáis al suelo. De lo demás nos ocupamos nosotros.

Faura, aunque su opinión no contara allí, juzgó apropiada la táctica que acababa de improvisar el sargento. Aparte de que fuera de ley echarles una mano a los pobres camaradas del blocao, librándoles de aquellos moscardones, la situación y sus propósitos exigían limpiar el obstáculo; pero debía hacerse de forma discreta, para no atraer hacia allí la atención de más enemigos. Convenía emplear poco fuego y una maniobra de distracción que les habilitara para rematar la faena por la espalda, al arma blanca. El sargento razonaba bien, no iba a discutirlo, aunque le tocara a él hacer de señuelo. Así era la guerra. Incluso cuando, como aquella noche, se hacía sin órdenes que la amparasen.

Bermejo partió con su grupo. Faura y los otros los vieron echar a trepar por la ladera que arrancaba del margen izquierdo del camino. Después, Klemper hizo una seña para recordarles que les correspondía afrontar su parte de la celada. También les tocaba escalar algo, aunque menos que a los otros. La luz de la luna hacía tan fácil como inquietante la subida entre los matorrales. Faura se forzó a recordar en todo momento que si él podía ver sin problemas dónde ponía el pie, también se les podía ver a ellos. La suerte era que los tiradores enemigos estarían concentrados en hacer puntería contra el blocao, y no contemplarían la posibilidad de que una partida de chiflados hubiera decidido aventurarse en la noche que les pertenecía. A espacios de un minuto, a veces de dos, seguían sonando los pacazos. Volvieron a oír dos muy seguidos, pero no descargas más nutridas. Eso hacía pensar que sólo eran dos. Tampoco necesitaban movilizar a más. Los moros, habituados a una vida de penuria en la que nada les sobraba, tenían un acusado sentido de la economía. Con un par de hombres y un puñado de cartuchos bastaba para mantener a las guarniciones de los blocaos sin dormir, mientras el grueso de los suyos reponía fuerzas. A la mañana siguiente, los tiradores nocturnos se retiraban a descansar y frente a los blocaos se apostaba gente fresca, para continuar haciéndoles la vida insoportable a los aturdidos soldados que allí resistían.

El último tramo lo cubrieron con especial precaución, desplegados para hacer menos bulto y avanzando tan encorvados como las piernas y las vértebras les permitían, Siempre atentos al sitio donde sabían escondidos a los moros, aprovechaban los momentos inmediatamente siguientes a sus disparos, en los que cabía suponerlos ocupados con la recarga del fusil, para salvar los trechos más expuestos. Sin contratiempos, y dentro del tiempo que el sargento había estipulado, alcanzaron el punto convenido. Faura, siguiendo la indicación de Klemper, buscó un sitio desde el que pudiera hacer con ventaja el fuego de distracción y resguardarse a continuación con suficientes garantías.

Con la sumisa costumbre del soldado, Faura aguardó la orden. Klemper, que para eso era el cabo y respondía ante Bermejo, controlaba el tiempo y decidiría el momento de actuar. Él sólo era un ejecutor. Veía por el rabillo del ojo a Navia, aplastado contra el suelo; López se encontraba más atrás, fuera de su campo de visión; y el cabo, cuya señal esperaba, a su derecha. Faura estaba ya en posición de disparo, con el árbol clavado en la mira del fusil. Podía intentar darle a uno, pero sabía que con aquella luz menguada las posibilidades disminuían, y tampoco era recomendable hacer un herido que perdiera la serenidad y con sus gritos alertase a otros. Había que matar, o si no, asegurar que el tiro se perdía donde no hiciera daño a nadie. Por eso escogió el árbol.

Sonó otro disparo. Después del fogonazo, el tirador se quedó ofreciendo blanco, demostrando que no esperaba respuesta del blocao y que no había advertido la presencia de los legionarios que tenía enfrente. Faura sintió la tentación de probar suerte, y fue una tentación poderosa. El moro seguía quieto, oteando ante sí con la cabeza erguida. Sin embargo, Faura no movió el fusil del punto en el que lo mantenía fijado, y cuando Klemper le hizo la seña, apretó el gatillo. El disparo restalló en la noche y la bala hizo saltar astillas del tronco seco.

Se echó al suelo al instante, con la nariz aún llena de olor a pólvora. Pero no hubo respuesta. Los otros debían de estar preguntándose de dónde les disparaban. Cediendo a un impulso, se asomó por un lado de la peña tras la que se cubría. Vio a uno de ellos arrastrarse, apenas durante una fracción de segundo, y luego desaparecer tras un desnivel del terreno. Parecía desorientado. Faura continuó observando, por pura curiosidad, y sin descartar del todo que un disparo viniera a interrumpirle el pasatiempo. Una sombra grande salió de detrás del árbol hacia la derecha, y otra más pequeña hacia la izquierda. Hubo un forcejeo y se oyó cómo daba contra el suelo algo duro. Luego, un silencio misterioso. Hasta que la sombra grande avanzó y se colocó ante el árbol. Agitaba un fusil en cada rnano, con ademán triunfal. Pese a la distancia, a Faura le resultó inconfundible la planta de Balaguer.

—Camino despejado. Vamos —dijo Klemper.

Los hombres se pusieron en pie y se echaron ladera abajo hacia el camino. Tras haber estado conteniendo el aliento, les venía la necesidad de aflojar la tensión acumulada y apenas se cuidaron del ruido que hacían. En su descenso rodaron piedras y crujieron ramas.

—Tendría gracia que ahora algún listillo se asomara y decidiera hacer puntería. Nos tienen a tiro —dijo Navia, señalando al blocao.

—No llames mala suerte, tú —le reprendió López.

—Tranquilos, que no se van a asomar —apostó Klemper.

Ganaron el camino y subieron hacia donde estaba Balaguer, muy tieso, con los dos fusiles apoyados en los hombros y cruzados tras la cabeza. Miraba la luna y el paisaje que ésta alumbraba como si acabara de hacer un alto en mitad de una plácida excursión campestre. Había que reconocer, con todo, que hacía una hermosa noche.

—Nada. Dos panolis —informó el mulato a sus compañeros, cuando alcanzaron su posición. Balaguer tenía debilidad por aquella palabra. Le había hecho gracia cuando la había oído por primera vez, ya en el Tercio, y la usaba siempre que podía. Ocasiones no le faltaban.

El sargento emergió entre las sombras. Venía carraspeando y limpiando el machete con un trozo de tela mugrienta.

—No se lo esperaban —dijo—. Buen tiro, Faura. Y a tiempo.

El sargento señaló, con un gesto que a Faura se le antojó algo irónico, el impacto en el árbol. Pero la felicitación parecía sincera. Faura vio a Gallardo inclinado sobre uno de los cuerpos. Casals estaba más allá, agachado junto a un pozo de tirador. Pronto comprendió lo que estaban haciendo. Casals agitó algo en dirección a ellos. Gallardo, con esmero pero no demasiada soltura, aplicaba el filo del machete sobre la carne que intentaba seccionar. A la luz de la luna, Faura distinguió los ojos espantados del moro, el tajo en la garganta. No había pánico ni asombro más grandes que ésos, los de los ojos de los degollados.

—Se le ha ocurrido a Casals —explicó Balaguer—. Cortarlas y llevárselas a ese de la segunda compañía que las colecciona.

Casals ya venía hacia ellos, envolviendo sus cartilaginosos trofeos en un trozo de venda que había cortado del turbante de su muerto. A Gallardo la operación se le resistía, pero se lo tomaba con buen humor:

—Coño, voy a tener que afilar mejor este puto machete. Las tienen bien pegadas, los muy cabrones.

Bermejo volvió la mirada hacia donde se afanaba el gaditano.

—Vamos, Gallardo, acaba de una vez —le ordenó el sargento—. Si queréis recoger esa porquería, allá vosotros, pero ándate un poco más vivo, que todavía nos queda camino por delante.

Faura no quiso acercarse a los muertos. No sentía excesiva curiosidad por ellos. Sí por el parapeto que había improvisado uno al pie del árbol. O por el pozo de tirador desde el que había estado disparando el otro, con el frente protegido por un rudimentario través de ramas. Entre los dos había un zurrón, del que al abrirse se habían escapado unos cuantos higos secos. Los imaginó cuando aún estaban vivos, llevándose de cuando en cuando a la boca el dulzor correoso de los higos, entre tiro y tiro al bulto del blocao; bromeando entre ellos con el miedo o la exasperación que debía producirles a los soldaditos encerrados el ruido de las balas al morder la madera de las defensas laterales o la chapa acanalada del techo. Pensaban pasar la noche así, distraídos, y acaso charlando también de sus cosas. De alguna Fátima a la que le habían echado el ojo, de los españoles a los que se habían cargado o se esperaban cargar. Pero aquella noche no estaba de Alá que pudieran cumplir su plan, sino que cayeran bajo el filo de los machetes. Los hombres, pensó entonces Faura, no eran más que el último de los insectos. Y estaba bien que fuera así. Que a uno lo acabaran sin esperarlo, cuando andaba ocupado en minucias. Así quería terminar él. No les envidiaba el segundo de horror, el de sentir desparramarse la sangre y la vida sobre el pecho. Pero el resto, y sobre todo lo que eran ahora, sí. Estaban en paz, y desde algún sitio se reían de los bobos carniceros que se entretenían en rebanarles las orejas y seguían jugando a ser alguien bajo la mirada de un Dios que lo despreciaba todo. Por eso, y también porque le daba asco, Faura observó sin el regocijo de los otros el despojo que les enseñaba Casals. No pensaba participar en su fiesta carroñera.

Gallardo, al fin, había acabado lo suyo. Vino precipitadamente, tropezándose. El sargento, sin aguardar a que llegara, meneó la cabeza y echó a andar hacia el camino. El pelotón se fue alineando tras él.

—Mi sargento —dijo Balaguer—. ¿Qué hacemos con sus fusiles?

—No cargues con ellos —resolvió Bermejo—. Sácales el cierre y tíralos.

Balaguer cumplió la orden con presteza y eficacia. Sin los cierres, los dos fusiles eran chatarra inservible, y como tal los arrojó, tras quitárselos, sobre el cadáver de uno de los tiradores. Quiso el capricho que las dos armas quedaran en forma de cruz, sobre el cuerpo arqueado del moro muerto. Faura, que reparó en la simbólica coincidencia, no se planteó ni por un instante que significara algo. Nada significaba nada. De la nada venían y hacia la nada caminaban, y, congruente con aquella nada absoluta, el vano canturreo de Gallardo volvió a marcar el paso del pelotón, bajo la luna falsamente compungida.