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Como a todos los hombres, al legionario Faura le habían inculcado alguna vez una idea del bien y del mal, de la que nunca se había deshecho del todo. Como cualquiera también, sabía lo que era obrar sin atenerse a ella.

Aquella noche, mientras marchaba entre sus compañeros por el margen del camino, a Faura le dio por recapitular las malas acciones que había realizado a lo largo de su vida. Pudo ser porque el sargento había mencionado a Dios, de cuya mano le habían llegado aquellos primeros rudimentos de moral que aún ejercían algún peso en su conciencia. O lo hizo porque sí, porque realizar tal inventario le llevaba a rescatar historias del fondo de su memoria, y porque eso, recordar acontecimientos lejanos, tenía comprobado que era una buena técnica para enfrentar la fatiga y la pesadez de las marchas. Otros solían cantar, Pero aun si Faura hubiera sido aficionado a tal expansión, que no era el caso, aquélla no resultaba la circunstancia más propicia. Todos, incluso los más locuaces, iban sumidos en sus pensamientos.

¿Cuándo había sido la primera vez en que hizo el mal a sabiendas? Descartó todas las tropelías cometidas durante las escaramuzas infantiles con sus hermanos, que no eran más que episodios de la inevitable contienda por el espacio vital, el afecto materno y demás objetos de deseo del egoísmo pueril. Tenía que tratarse de una ofensa deliberada, a alguien impedido para responderle, y a la vez algo que hubiera podido ahorrarse. Una vieja estampa de crueldad se dibujó de pronto en su mente. Dos niños de nueve y siete años, su primo Adolfo y él, apaleando a un gato malherido. Sí, posiblemente aquélla había sido la primera vez. La historia le fue viniendo a jirones, deslavazados, pero de una asombrosa nitidez. Se acordó incluso del nombre del pájaro: Azafrán. Le habían puesto ese nombre por el color anaranjado. Era un canario ciego, que cantaba con una furia con la que parecía querer compensar la oscuridad en la que vivía. Estaba en la casa de Adolfo, pero por su trino y por la desdicha de la ceguera, todos lo querían de una manera singular. Tampoco era que Faura recordase sentir un cariño desmedido por el animalito, aunque sí una ternura que no tenía hacia otros. Una mañana, la jaula de Azafrán apareció vacía. En el suelo, a un par de metros, algunas de sus plumas y, como resto más notorio de la tragedia acaecida, la cabeza del canario. El suceso fue una conmoción para su primo Adolfo, que siempre estaba presumiendo ante los demás primos de que su canario era el que mejor cantaba, y en vano se le prometió reemplazarlo: Azafrán era único, nunca podrían regalarle otro igual. El crimen, desde luego, tenía inconfundible sello gatuno; lo que resultaba difícil, o más bien imposible, era dilucidar qué gato era el concreto responsable. Aunque en la casa no había ninguno, por las inmediaciones solían merodear varios. Esa misma tarde, Adolfo, con una sombría determinación en la mirada, le propuso que se apostaran hasta que se acercase uno. A él le pareció bien. Adolfo era su compañero habitual de juegos, y los dos años de diferencia entre ambos le conferían además cierta autoridad. Se agazaparon en el jardín, al pie de la terraza, y allí aguardaron hasta que hizo acto de presencia un felino de pelaje blanquinegro que se encaramó a la valla de un salto. Tras echar una ojeada, se dejó caer perezosamente y se estiró, avanzando el hocico en el aire. No tuvo tiempo de hacer mucho más. Cuando Faura quiso darse cuenta, Adolfo, que tenía un canto en la mano, se había puesto de pie y se lo había estampado al animal en la cabeza. El gato se desplomó, aturdido, y Adolfo saltó del escondite, vociferando ebrio de júbilo:

—Le he dado, le he dado, al maldito asesino…

Faura siguió a su primo. Mientras corría hacia el gato, Adolfo decía:

—Vamos, a rematarlo.

Cogieron un par de estacas. Primero Adolfo, que según llegó adonde estaba tendido el gato le arreó en el costillar. El gato se movió, chilló, hizo por escabullirse, pero el golpe de la piedra en la cabeza lo había dejado desorientado y el estacazo debía de haberle causado severos daños suplementarios. Faura creía recordar que el animal era una hembra, y que el abdomen le colgaba un poco abultado y flojo. Adolfo pisó el cuello de su víctima, para inmovilizarla.

—Ven a darle —le invitó.

Se unió a su primo, sin pensarlo demasiado. Sintió el cuerpo blando y elástico del gato a través de la estaca con la que lo golpeaba, los huesos que cuando le daba en las articulaciones o en la cabeza se quebraban con un crujido sordo. Oyó los quejidos del animal, sus maullidos desesperados y penetrantes, a los que enseguida sucedieron la inmovilidad y el silencio. El castigo fue meticuloso. No dejaron un centímetro de su cuerpo sin triturar. El gato acabó ensangrentado y con los ojos arrancados de las cuencas.

Faura recordaba bien la sensación que había tenido al matar por primera vez. Su lucidez al hacerlo, pese a su corta edad, había sido absoluta. No había dejado de considerar que era muy probable que aquel gato fuera inocente de la fechoría que invocaban como justificación a su acto. Tampoco se le había ocultado el sufrimiento de la víctima, que sus chillidos le habían hecho perceptible en todo momento. Ni, por último, le había faltado discurrir que su participación era gratuita, ya que no sentía especiales deseos de acabar con la vida de aquel ser, a diferencia de su primo, que, con razón o sin ella, actuaba bajo el impulso de desahogar un virulento odio. Tuvo que reconocer, en suma, que su acto resultaba arbitrario, infame y prescindible. Aun así, alzó la estaca para machacar aquel cuerpo inerme. Y cuando todo estuvo hecho, simplemente arrojó el palo a un lado y sintió un vago malestar, que apenas le duró unos segundos. Nada turbó su sueno aquella noche.

Sin embargo, no volvió a matar nunca a un animal tan grande. Su sadismo se limitó a manifestarse en adelante con insectos y lagartijas, o como mucho algún sapo, y en otros ámbitos apenas le alcanzaba para ponerle la zancadilla a un compañero despistado o para unirse al escarnio colectivo de ese chaval gordito o retardado que infaliblemente era el hazmerreír de la clase.

No se recordaba demasiado malo durante la adolescencia. Si algún daño había hecho entonces, había sido sobre todo a sí mismo, torturándose con quimeras de toda índole; ya fueran ensueños de aventura, incompatibles con la realidad de su vida sometida a la rutina escolar, o antojos de amor apuntados a muchachas inalcanzables. En medio de unos y otros, había acariciado por primera vez la idea de quitarse la vida, acto que en algún momento llegó incluso a fascinarle por su extrema perversidad, por esa condenación inapelable que simbolizaba el hecho de que a los suicidas no pudiera enterrárselos en campo santo. Evocó los procedimientos que había sopesado al respecto, desde la tarde que había estado mirando obsesivamente el río desde el puente, dudando si tendría la presencia de ánimo para dejarse ahogar, hasta aquella otra en que había sujetado en sus manos la escopeta de caza de su padre y había llegado a meterle dos cartuchos. Con la perspectiva del tiempo y los hechos que se habían sucedido desde entonces, Faura desechaba aquellos episodios como meras manifestaciones de la teatralidad juvenil. Ni por un momento había estado en verdadero peligro de matarse. No habían sido más que burdas representaciones suspendidas por falta de público. Si éste hubiera estado presente, jamás habría tenido la resolución para llevarlas a término, sino sólo hasta un punto que pudiera causar impresión. Como tantos adolescentes inmaduros, era un impostor incorregible, un histérico que sólo buscaba por cualquier medio la manera de atraer la atención sobre sí.

Luego, venían la universidad y el servicio militar, o más bien la pantomima que había hecho las veces de éste, gracias a las influencias de su padre y al abono de la cuota que le eximía de ir a África. Mientras servía como escribiente en la Capitanía General, tenía que constatar que era un enchufado, porque a la gente de su edad la mandaban al otro lado del mar, a pasarlas canutas y, dándose mal, a dejarse allí el pellejo. Pero de ese privilegio se sentía inocente, era algo que su padre le había dado hecho, que él se había limitado a aceptar y que, por otra parte, se atenía a una figura que contemplaba la ley. Ya poseía Faura el suficiente discernimiento para comprender que no todo lo que la ley permitía representaba el bien, e incluso en ocasiones, como aquélla, la ley era el instrumento que servía al mal para actuar en el mundo. No en vano era eso lo que estudiaba en la universidad `leyes, y hasta conocía las filosofías de Tomás de Aquino sobre la iniquidad de las que se apartaban de la recta razón. A sus propios efectos, sin embargo, la coartada de la ley le protegía aún de la culpa. Leía en el periódico las noticias que llegaban de África como si fueran algo que no formaba parte de su mundo y de lo que, por tanto, no había que preocuparse. Qué vueltas daba la vida, y qué insondables eran sus caminos.

Ahora, al recordar aquellos días desde el corazón tenebroso de la noche africana, con la mirada fija en lo que acertaba a ver de las anchas espaldas del legionario Casals, le parecían parte de la memoria de otra persona. Se reconocía en el niño asesino de gatos, incluso en el adolescente con veleidades de suicidio. Pero no en el alumno de la facultad de Derecho ni en el discreto escribiente emboscado en la Capitanía General. Y es que poco después había ocurrido la catástrofe: lo que no quería recordar, tampoco aquella noche. En realidad, si estaba repasando sus malas acciones, aquello no tenía lugar. Uno hace mal cuando puede decidir lo que hace. Y si algo se le había negado durante la catástrofe, había sido toda posibilidad de decidir.

Cuando sí había decidido, y cuando de nuevo había elegido a conciencia la opción del mal, fue en el momento de alistarse al Tercio. Si le quedaba alguna duda de lo desviado de su resolución, se la disipó el llanto desolado de su madre al recibir la noticia. Ni ella ni su padre pudieron comprender que el hijo, después de pagarle la indemnidad con la que soñaban todos los mozos, cometiera la única insensatez que garantizaba que le expidieran al moridero del que habían querido y podido librarle. Con su padre tuvo un altercado en el que salieron a relucir el dinero malgastado, las dos asignaturas que le faltaban para completar la carrera, el despacho que debía heredar, monsergas que en el estado que le había llevado a tomar tan insólita decisión apenas sonaban en sus oídos más que el zumbido de una mosca. La madre, en cambio, no le reprochó nada, sólo le hizo ver su perplejidad y su desconsuelo. A ella sí la oyó, todavía recordaba cada una de sus palabras, la voz quebrada y suplicante. Pero no le hizo caso. Sintió que la estaba destrozando y no se detuvo. La dañó sin motivo, sin derecho a hacerlo. En su interior mandaba ya alguien que se alegraba de esas cosas, Alguien que buscaba minuciosamente el caos.

Gallardo, a su espalda, empezó a canturrear una coplilla, casi inaudible. No lo hacía mal, y tenía una de esas voces de metal frágil que le daban gracia a las canciones, porque parecía que fuera a romperse en cualquier momento y nunca se rompía. Faura pensó que el sargento le haría callar, pero ninguna orden llegó desde la cabeza de la columna. El pelotón prosiguió su marcha, mecida ahora por el hilillo de voz del gaditano. Lo que cantaba no tenía mayor importancia. Algo de una mujer que le hacía a alguien perder el sentido. Estupideces. Faura sabía que esas cosas no sucedían, que el sentido uno lo perdía solo, aunque siempre necesitara buscarse algún pretexto.

Desde que había puesto el pie en África, había vestido el uniforme y había empuñado el fusil, el legionario Faura vivía al servicio del mal, y no tenía empacho en reconocerlo. Al principio carecía de opinión, pero ahora se daba cuenta de que combatía en una guerra en la que el derecho no estaba de su bando: aquella tierra pertenecía a los moros y ellos no eran nadie para quitársela. Le obligaban a matar a hombres que defendían su casa y a los suyos, y él obedecía. A cuántos se había cobrado ya lo ignoraba. Al menos a diez, más aquellos a los que les hubiera acertado sin percatarse. Le parecían gente despiadada y traicionera, y había aprendido a no quererlos, pero Faura sabía que eso no le excusaba. Él no tenía por qué estar allí, y ser consciente de ello le persuadía de que cada vida que segaba era un pecado del que tendría que responder. Porque creía en el infierno, naturalmente. En él vivía.

Habían pasado los años, había cambiado el paisaje y la compaña, pero él seguía apaleando al gato que nada le había hecho. Y no lograba disfrutar, ni sentir que estaba haciendo pagar al culpable, pero tampoco arrepentirse. Tal vez, pensó, aquélla fuera sin más su naturaleza.