El sargento Bermejo se acercó con parsimonia al legionario Poveda, que hacía el turno de vigilancia en el lado suroeste del parapeto. Poveda no distinguió bien quién venía hacia él, así que alzó el fusil y gritó:
—Alto, santo y seña.
—Tu puta madre, Poveda —respondió el sargento—. Si fuera un moro que viniera a degollarte te iría por detrás, joder.
—Eh, ¿quién vive? Santo y seña he dicho —insistió Poveda.
—Soy Bermejo, hombre.
—Ah, mi sargento. Perdone usted, pero así de lejos…
Bermejo llegó hasta el centinela, le devolvió el saludo y le dio una palmada en el hombro. Después se apoyó en el parapeto y aspiró el aire de la anochecida, mientras contemplaba, al fondo, las montañas sobre las que se iban cerniendo las sombras. Distinguió a su izquierda la cumbre del Uixan, tras cuya mole de día rojiza y ahora casi negra estaba aquel Yebel Harcha que ocupaba sus cavilaciones.
—Una noche bonita, ¿eh? —observó.
—Bueno, mí sargento, aquí no se la puede disfrutar mucho.
—Cómo que no. Mírala, Poveda. Tan limpia, tan serena. Es esta cosa rara que tiene África, esta paz que da mirarla cuando no hay moros alrededor dando por culo. Es jodida pero bonita, por eso los muy hijos de perra no quieren dejárnosla.
—No le digo que no. Pero estando aquí de plantón…
—También es bonito velar cuando nadie más vela. Estar solo con la noche.
Poveda escuchó, un poco mosca, la poética declaración del sargento.
—Ya ves, a mí nunca me fastidió estar de centinela —siguió Bermejo—. Coño, hasta te diría que lo echo de menos. Mirarle a la cara a la noche, solo con tus pensamientos, sabiendo quién cojones eres de verdad.
—Bueno, mi sargento, si esto fuera Murcia —observó Poveda—, pues a lo mejor, pero qué quiere, aquí a mí me pesa más la prevención de andar pendiente de que no vengan a pelarme el culo los sarracenos.
Bermejo se volvió al centinela.
—¿Tienes miedo, Poveda?
—No, mi sargento. La muerte no es tan terrible como parece, lo peor es vivir siendo un cobarde —repuso el legionario, recitando de carrerilla el credo del cuerpo—. Pero eso no está reñido con tenerle respeto.
—Haces bien. Además, mientras estás aquí, no se trata sólo de tu vida. Están las de tus compañeros, por las que estás velando.
—Eso es lo que yo pienso, mi sargento.
—Eres buen elemento, Poveda. Tú tienes futuro aquí.
—¿Usted cree, mi sargento?
—Pues claro. Ya sabes que en la Legión puedes prosperar, lo que la vida no te dejó hacer fuera. Si te lo propones, sargento como poco.
—No, si yo lo decía por el futuro. ¿Usted cree que alguno de nosotros tiene mucho futuro, con todo este país por delante lleno de moros?
El sargento se echó a reír. Tenía una risa bronca, demediada.
—Los moros sólo son algo cuando atacan por la espalda. Si no se les tiene miedo y se les da con brío, no hacen más que aullar y salir corriendo.
—Bueno, a veces aguantan.
—Dime cuándo y dónde, de verdad, desde que llegamos aquí.
El legionario quedó pensativo, pero no para hacer memoria y ofrecerle un ejemplo al sargento, entre los varios que recordaba de situaciones en las que se había visto desagradablemente expuesto a la resistencia enemiga, sino para comprender que no ganaba nada discutiéndole a su superior. En ese momento, reparó en otras sombras que se aproximaban al parapeto. Instintivamente, aferró el fusil.
—Eh, quién viene por ahí.
El sargento no se volvió. Apenas miró con el rabillo del ojo.
—Tranquilo, Poveda, que son de los nuestros. Los hombres llegaron al parapeto y sin mayores contemplaciones uno de ellos se encaramó a él y se dispuso a saltarlo.
—Oye, tú, dónde… —dijo Poveda.
El sargento le puso la mano en el antebrazo.
—Vienen conmigo, chaval. Vamos a ocuparnos de una Cosilla. No hace falta que nos ayudes, pero tampoco nos estorbes, ¿me explico?
Una segunda sombra franqueó la barrera del parapeto. Y luego una tercera. El centinela vio que todos llevaban el fusil colgado a la espalda.
—Mi sargento, usted sabe que no pueden llevarse el fusil —protestó.
Bermejo miró fijamente al legionario.
—¿Qué fusil? Nadie ha sacado un fusil del campamento.
—Mi sargento —protestó débilmente Poveda—. Que como pase algo…
—No va a pasar nada que no deba pasar. Pero si pasara, lo único que tienes que hacer es hacerte el tonto. Tú no has visto nada. A nadie.
—Joder, mi sargento.
—Puedes elegir, Poveda: o callarte y arriesgarte sólo un poco, o putearnos y entonces asegurarte de que nosotros te putearemos a ti. ¿Entiendes?
Poveda seguía contando. Cuatro, cinco, seis, siete.
—Está bien, mi sargento. Espero que todos ésos sepan guardar un secreto.
—Saben, no te preocupes. Y también saben agradecer un favor a un compañero. Como yo. Anda, relájate y buen servicio.
El sargento saltó por donde lo habían hecho los demás. Al otro lado le esperaba Balaguer con su fusil. Una vez que se lo hubo colgado al hombro, Bermejo miró a su gente, respiró hondo y ordenó:
—Vamos. Cuanto antes estemos en el campo, mejor.
Todavía no había salido la luna y las sombras los amparaban. En fila india, siguiendo al sargento que abría la marcha, los legionarios recorrieron un trecho de terreno irregular hasta enlazar con el camino. Iban descubriendo los matojos al aplastarlos, las piedras al tropezar con ellas y enviar las más pequeñas y sueltas contra el hombre de delante. En una de ésas, Gallardo tropezó y estuvo a punto de tirar a López, que marchaba precediéndole.
—Cuidado, tú —se quejó el serbio.
—Perdona, quillo.
—No hagáis tanto ruido, coño —dijo Bermejo.
Una vez en el camino, el sargento se arrimó a la cuneta, para avanzar lo más cerca posible del flanco que podía ofrecerles mejor protección en caso de que se encontrasen con algún obstáculo. La pequeña columna le imitó. Los hombres, que sabían lo que era caminar por aquellas veredas, y lo que valía ir midiendo el paso y las energías, respiraban con una cadencia cautelosa. Una marcha siempre era una marcha, pero aquélla, entre las sombras y bajo el frescor de la noche, tenía un cariz especial, al que ninguno podía sustraerse. No había mucho más ruido que el de sus pasos, sordos y amortiguados por el esparto de las alpargatas. Se oía algún grillo, a veces el ulular de alguna ave nocturna y, cada vez más tenue, el rumor del campamento. Al fondo, de cuando en cuando, los más finos de oído creían percibir el chasquido de un pacazo; algún tirador rifeño que probaba fortuna sobre un blocao o un centinela distraído. Pero muchas veces, lo sabían, era la imaginación la que, de tanto esperar oírlo, acababa poniendo ese ruido en el cerebro. No se oía, en cambio, fuego de artillería. Los moros no desperdiciaban sus disparos de cañón, y los artilleros españoles bombardeaban sólo de día, preparando el terreno a los infantes, salvo que la cosa estuviera demasiado revuelta. Pero el frente, a la sazón, se mantenía tranquilo. Agazapados en sus guaridas, los contendientes reorganizaban sus fuerzas, con vistas al siguiente asalto.
A nadie le gustaba mucho andar por el campo de noche. Aquella tierra, inhóspita y amenazante a plena luz del día, lo era aún más cuando esa luz se retiraba. La desventaja que en esos momentos tenían los invasores frente a los indígenas, por su peor conocimiento del terreno, era extrema. De noche aprovechaban los moros para hacer sus movimientos, sin aviones ni cañones que pudieran estorbárselos, así como para ejecutar sus golpes de mano más mortíferos. Por eso, porque era aumentar al máximo el peligro, el pillaje nocturno se convertía para los legionarios en el más prestigioso de los alardes. Por eso también, Bermejo y sus hombres avanzaban por el camino sin permitir que sus ojos dejaran ni por un segundo de escudriñar los montes que los dominaban, atentos a tropezarse en cualquier momento con alguna presencia indeseada. Lo que podían hacer en tal eventualidad, ninguno, ni siquiera el sargento, lo tenía muy claro. Sabían cómo reaccionar en una descubierta diurna, con vanguardia, flanqueo y retaguardia de apoyo. Pero aquello era diferente. Estaban solos, no había reglas. Si se presentaba algún contratiempo, tendrían que afrontarlo como viniera, al modo de los moros. A fuerza de combatirlos, y acaso sin quererlo, algo habían aprendido de ellos: a no pensar demasiado en el futuro y a encomendarse en cada ocasión a lo que el destino les deparase.
Fue Balaguer, que era el más alto, quien primero avistó las siluetas que se acercaban en dirección contraria. En voz baja, dio el aviso:
—Mi sargento, por ahí viene alguien.
Apenas le oyeron, varios se descolgaron del hombro el fusil.
—Chist, vosotros, el fusil lo último, sólo si no hay más remedio —advirtió el sargento—. Echad mano a los machetes.
Pero enseguida aflojó la alarma. Eran dos hombres que venían trastabillando por el camino, y traían a rastras algo que delataba su condición: un par de cabras que se les resistían con todas sus fuerzas.
—Eh, que son de los nuestros —dijo Gallardo.
Siguieron, pues, caminando hacia ellos. Cuando los otros, en medio de su pugna con los animales, los vieron venir, quedaron paralizados.
—No os asustéis, que somos cristianos —gritó Bermejo.
—Me cago en… ¿De dónde salís? —preguntó uno.
—De dónde vamos a salir. De donde saliste tú, espabilao —dijo Navia.
—Coño, es que darse así de narices con un regimiento. Al pronto creímos que erais moros y que ya la habíamos cagado.
—¿Quién eres? —interrogó el sargento, dirigiéndose al que hablaba.
—Gordillo, segunda compañía.
—¿Y tú?
—Kraus, segunda compañía también —dijo el otro, con fuerte acento.
—¿Dónde habéis cogido esas cabras?
—En un aduar, allí arriba —repuso Gordillo.
—¿Os habéis tropezado con alguien?
—Los moros a los que les quitamos las cabras, nada más. Y porque fuimos al agujero donde estaban. Ha corrido la voz de que la Legión sale a divertirse de noche y no se atreven a asomar los hocicos.
—Mejor. ¿Y qué, sólo traéis las cabras?
—Qué va —se jactó Gordillo, y tras meterse la mano en el bolsillo sacó de él un puñado de cartuchos de fusil—. Les quitamos también esto. Entre lo que lleva el alemán y lo que llevo yo, cien cartuchos, lo menos. De los nuestros. El moro juraba que se los había encontrado en el campo. Pero no me convenció la cara con que lo decía. Así que le pegamos un afeitadito, para que la próxima vez se piense mejor la mentira. Enséñaselas, Kraus.
El otro legionario se sacó del bolsillo de la guerrera un pañuelo. Envueltas en él había dos orejas recién cortadas. Enteras, un buen trabajo.
—Se las llevamos a Suárez, uno de la compañía que colecciona. Las pone a secar al sol, una cochinada, pero antes que dejarlas tiradas allí…
—Schöne Ohren —opinó Klemper, dirigiéndose a Kraus.
—Aber sie riechen wie Dünger —se quejó éste, mientras las envolvía otra vez.
—Ja, jetzt merke ich es.
—Eh, no habléis en esa mierda, que los demás no enteramos y no sabemos si no os estáis cagando en nuestra madre —protestó Gallardo.
—No te preocupes, que no nos cagamos en la madre de nadie —dijo Klemper.
—Y vosotros, ¿adónde vais? —preguntó Gordillo.
Bermejo apartó la mirada y soltó un carraspeo.
—Aquí, al lado. A ocuparnos de un asunto.
—Será un asunto serio, con toda la ferretería que lleváis encima.
—Lo que puedo decirte es que no es asunto tuyo —dijo Bermejo—. Y que no tienes por qué contarle a nadie que nos has visto.
—Ni yo ni el alemán vamos por ahí contando todo lo que vemos.
—Me parece buena política —asintió el sargento—. Anda, llevaos esas cabras. Y que os aprovechen.
—Eso no lo dude. Mañana mismo le dan sustancia al rancho de la compañía.
—Pues vamos. Con Dios.
—Con Dios.
Gordillo y Kraus no se hicieron de rogar más. Se alelaron por el camino hacia el campamento, con las dos cabras, los cien cartuchos, las dos orejas cortadas. Y con Dios, pensó Faura, sonriéndole a nadie en la oscuridad.