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Dos días después de la toma de Zeluán, los legionarios de Segangan seguían disfrutando de la tensa calma de la vida de campamento. Según se rumoreaba, el intermedio aún duraría unos cuantos días más. Todos sabían que el siguiente objetivo sería Monte Arruit, el gran acuartelamiento donde había sido aniquilado dos meses atrás el grueso del ejército, y cuya reconquista tenía obsesionado al mando. Pero una operación de tal calibre no podía hacerse sin asegurar el terreno ganado hasta Zeluán, y eso obligaba a un breve compás de espera.

La noche anterior, más o menos por las bravas, pero con la aquiescencia de los oficiales, algunos hombres se habían echado al monte al amparo de la oscuridad para asolar los aduares de las inmediaciones. Era la justa represalia por la canallada de Zeluán, alegaban. Cumpliendo con el hábito ancestral de las tropas mercenarias cuya gloriosa herencia histórica reclamaba el fundador del Tercio, los aventureros nocturnos, bajo esa coartada del castigo a la ofensa sufrida, se daban al más desenfrenado pillaje. Salir de razia, o raziar, eran las palabras mágicas, a cuyo conjuro los más arrojados, en grupos de dos o tres, e incluso en solitario, iban en busca del botín. El mando, que no podía dejar de advertir que estas acciones chocaban de manera frontal contra los principios del Protectorado, y que permitir o alentar el desahogo de la soldadesca contra la población civil de las cábilas que habían vuelto a someterse a los españoles era un acto delictivo, veía por otra parte con buenos ojos que se diera una lección a aquellos moros traidores, entre los que con toda certeza alguno habría que se hubiera sumado al enemigo en su momento y que ahora pretendía no haber roto un plato. De modo que los jefes y oficiales se limitaban a tolerar las correrías nocturnas de los legionarios, y sólo se ocuparon de imponerles las restricciones imprescindibles para que esta actividad no afectara al servicio y no comprometiera las inminentes operaciones.

Esa mañana, ante la compañía formada, el capitán que la mandaba, sin el tono solemne con que se transmitían las órdenes oficiales, les dijo que estaba al corriente de las actividades «particulares» que algunos llevaban a cabo por las noches, pero que prefería hacerse el despistado, y que sin asumir en absoluto ninguna responsabilidad ni darles la más mínima cobertura, animaba a todo aquel al que le apeteciera y no estuviera de servicio a dar rienda suelta a sus impulsos. Sólo había dos condiciones: no se excusaría a nadie el retraso ni la inexactitud en el cumplimiento de los servicios que tuviera asignados, y quedaba prohibido llevar armas de fuego. Los legionarios bien podían jugarse sus vidas, si les convenía o les apetecía, pero en modo alguno arriesgarse a perder un fusil que en su día pudiera usar el enemigo.

—Salvo esto —concluyó—, tenéis carta blanca.

Cada uno entendió a su modo, pero todos entendieron más o menos igual. Podían coger lo que se les antojase, y hacerles a los moros que se encontraran lo que les viniera en gana. Alguno, dos meses después de desembarcar en Melilla, ya tenía larga costumbre de eso. La misma noche en que llegó el Tercio a la plaza, un musulmán de los que vivían en la ciudad perdió las orejas a manos de uno de los vengadores, que las guardó como trofeo. Y la ferocidad hacia el moro, en todas sus posibles manifestaciones, no había hecho sino ir en aumento desde que los hombres empezaron a tropezarse con los atormentados cadáveres de los soldados del ejército aniquilado meses atrás. Los aviones tiraban bombas incendiarias en las aldeas, los artilleros no se cuidaban mucho de distinguir entre posiciones militares y objetivos civiles (tampoco era fácil, porque cualquier casa podía ser un fortín, así que un problema menos) y los infantes remataban con soltura a los heridos indefensos que daba en dejar atrás el enemigo en su retirada. Pero todavía podía irse más allá, y más de uno ya lo había hecho.

Poco después el sargento Bermejo, con el mismo aire caviloso y hosco que tenía desde hacía un par de días, abordó a uno de los moros que pasaban al campamento a vender provisiones: higos secos y hortalizas polvorientas con las que se rompía la monotonía leguminosa del rancho. Bermejo era un tipo grande, de espalda ancha, y tal y como solía llevar el chambergo no se le veían los ojos y se le acentuaba el negror de la barba sin afeitar. También miraba un poco de través. Al verle así, el moro, un viejecillo de porte esmirriado, baqueteado por la dura vida de aquellos montes, y hecho a no fiarse ni de su madre (menos aún de aquellos extranjeros enfurecidos e imprevisibles), retrocedió un paso y se sujetó al ronzal de su borriquillo como buscando algo donde sostenerse en caso de necesidad. El ranchero con el que estaba negociando, un cabo, se cuadró y saludó militarmente a Bermejo, que le devolvió el saludo con uno de sus rápidos y secos manotazos.

—Tranquilo, jasán, que no pasa na —bramó Bermejo, consiguiendo sólo a medias disminuirle al viejecillo el pánico.

—Yo no Hassán, yo Hamid, para servir a mi sargento —murmuró.

—Vale, Hamid. ¿Eres de por aquí?

—Sí, mi sargento, de Suk es-Sebt. Yo amigo de Espania. Contento de que espanioles volver y echar a moros montaña para atrás.

—Ya, ya. Oye, quería hacerte una pregunta. A ver si puedes ayudarme. ¿Te conoces bien los alrededores?

—Algo, mi sargento. Entre Melilla y Monte Arruit yo andar mucho, bueno, cuando estar espanioles poniendo orden, ahora sólo hasta aquí.

El sargento rumió durante unos segundos cómo plantearle el asunto al moro. Mientras tanto, lo escrutó tan fija~ mente que el anciano sintió el terror agarrársele a las entrañas. Su mujer le decía que estaba loco al ir a venderles comida a los diablos del Tercio, aquella gentuza que en apenas dos meses ya se había creado la fama suficiente como para que cualquier rifeño saliera despavorido al ver sus uniformes de peculiar color verde. Pero necesitaban ganar pesetas para hacer frente al invierno, le respondía él, y para eso había que ir a buscarlas donde estaban. Por eso se ponía en camino en cuanto las tierras le daban algo que pudiera vender, pero el razonamiento le parecía mucho menos consistente ahora que estaba allí, aferrado a su borriquillo y sin atreverse a imaginar por dónde iba a salirle aquel hombretón de mirada displicente y gesto amargado a cuya merced se hallaba.

—¿De qué cábila eres tú? —le espetó finalmente Bermejo.

—De esta misma, mi sargento.

—¿O sea?

—No entender, mi sargento.

—Que cómo coño se llama ésta. Se me olvidan los nombres moros.

Hamid dudó, antes de responder. Olía una trampa, pero no sabía por dónde le acechaba, y estaba claro que no podía demorarse.

—Beni Bu-Ifrur, esta cábila ser Beni Bu-Ifrur —repuso al fin, temblándole la voz—. Tú perdonar, mi sargento, yo pensar que tú saber.

—Ah, es verdad, buifrur. Bueno, lo que quiero saber es otra cosa.

Aquí el viejecillo contuvo el aliento. Rezó por ser capaz de decírsela.

—Lo que quiero saber —dijo Bermejo— es dónde está el territorio de esa otra cábila, la que dicen de los buyahis.

—Por Monte Arruit adelante, mi sargento —se apresuró a informarle el rifeño, aliviado por conocer la respuesta—. Pero Beni Bu-Yahi tener territorio muy grande, por llanura hasta donde estar franceses.

—Bueno, voy a preguntártelo más sencillo. Si yo quisiera ahora mismo encontrarme con esos hijos de puta de los buyahis, ¿me tengo que ir hasta Monte Arruit? ¿No puedo ir a algún sitio que esté más cerca?

Hamid, como cualquiera habituado a tratar un poco con ellos, estaba de sobra familiarizado con las palabrotas de los españoles. Y también sabía que las usaban en todo momento, y que no necesariamente significaban que estuvieran enfadados. Pero la manera en la que el sargento había pronunciado las palabras hijos de puta rebosaba una ira que temió que por descuido, o por no saber reaccionar de la forma correcta, acabara cayendo sobre él.

—Siguiendo carretera lo más cerca para encontrar Beni Bu-Yahi ser Monte Arruit, mi sargento —dijo, con un hilo de voz, porque intuía que no era lo que el otro quería oír.

—Olvídate de ir por la carretera. Por donde cojones sea. Pero que no sea Monte Arruit, que eso no me vale.

Si Hamid hubiera contado en algo para el sargento, éste le habría explicado que eso no le valía porque un lugar por cuya posesión había habido una sangrienta batalla, y que suponía por tanto infestado aún de moros armados, no era lo que se acomodaba mejor a la idea que le rondaba. Pero nada le dijo de esto, y el rifeño hubo de pensar sin más pistas, y deprisa, en una manera de salir del paso. Escogió el primer nombre que le acudió a la mente.

—¿Tú conocer Yebel Harcha?

—Creo. ¿Ese monte grande que hay al otro lado del Uixan?

—Sí. Ahí empezar cábila de Beni Bu-Yahi.

No era cierto, y Hamid lo sabía. El límite de Beni Bu-Yahi, aun siendo impreciso, como casi todo en el Rif, se hallaba propiamente un poco más allá de Yebel Harcha. Pero dedujo que el sargento quería algo que estuviera más cerca que Monte Arruit, y le dijo Yebel Harcha porque cumplía el requisito y porque por allí no conocía a nadie, aparte de un hombre con el que había tenido una agria disputa en el zoco. Si había que elegir algún lugar para exponerlo a los malos instintos del español, ése era el más cercano que se le ocurría donde no iba a perjudicar a nadie a quien apreciase.

—Yebel Harcha —dijo el sargento—. ¿Cuánto puede llevar ir hasta allí?

—Tener que rodear Yebel Uixan. Dos horas de marcha, para hombre joven como tú. Yo y mi burro tardar tres horas, más o menos.

—Dos horas —sopesó Bermejo, con la mirada ausente.

—Bueno, yo calcular eso, quizá ser algo más —titubeó Hamid.

—Y allí, me dices, ya son buyahis, ¿no?

Hamid hubo de experimentar una ligera inseguridad, y un pesado remordimiento, al sostener su mentira, ante la mirada inquisitiva que le clavó el español; pero no tenía más remedio que hacerlo y lo hizo.

—Sí, mi sargento.

—Muy bien, jasán. Anda, chaval —se dirigió entonces al ranchero—, dale aquí al abuelo algo que te sobre y que le venga bien. Habichuelas, azúcar, un par de latas. Y no le regatees, que se ha portado bien.

—Gracias, mi sargento —dijo Hamid, agachando la cabeza.

—Eso tendrá que decírselo a mi suboficial, mi sargento —intervino entonces el ranchero, que hasta entonces no había osado despegar los labios. Temía a Bermejo, que tenía fama de perro, pero no temía menos a su suboficial.

—Yo le digo a tu suboficial lo que haga falta —gruñó el sargento—. Y tú haz lo que te he dicho. ¿O tienes algo más que discutir?

—A sus órdenes, mi sargento —aulló el ranchero.

Esa misma tarde, durante la hora de la siesta, Bermejo reunió al cogollo de su pelotón. En torno al sargento se congregaron los mismos siete que se habían juntado ante la tumba de su hermano Rafaelito en la alcazaba de Zeluán: Casals, Klemper, Balaguer, López, Navia, Gallardo, Faura. Miraban al sargento con mal disimulada curiosidad, porque no era demasiado común que Bermejo los convocara de aquella manera para hablarles. No era hombre de muchas palabras, ni resultaban éstas necesarias para lo que hacían normalmente.

—No pongáis esas caras —se arrancó el sargento—. La cosa es simple. Quiero saber quiénes se vienen conmigo de caza esta noche.

Los hombres se miraron. Gallardo, que era el menos cauto, dijo:

—¿Y qué se caza por aquí y de noche, mi sargento?

—Qué va a ser —dijo el sargento, sin la menor emoción.

Gallardo alzó las cejas, sinceramente desorientado.

Mojamés, borrico —apuntó Navia, entre dientes.

—Coño, mira el minero, qué listo —se burló Gallardo—. Si fuera eso, el sargento ni preguntaría, Ya sabe que a eso se le da cuando haga falta.

—De lo que hablo —atajó Bermejo— es de salir por libre. Por nuestra cuenta, sin órdenes. Así que no os lo estoy diciendo como vuestro sargento. No se trata de un servicio, sino de algo extraoficial.

—Y se trata de ir adónde —se interesó Klemper. No sólo era cabo y el más viejo de todo el grupo, sino también el más pragmático.

—Hacia el interior, entre los montes —dijo Bermejo.

—¿Cuánto hacia el interior?

El sargento bajó la vista al suelo.

—Dentro de la zona de ellos. Hora y media de marcha —rebajó, cediendo a una súbita deslealtad con los suyos, la estimación que le había dado el viejecillo. Le salió así, sin ninguna premeditación.

—La luna está ya muy grande y el cielo demasiado raso —hizo notar Klemper—. Eso va a tener mucho peligro, mi sargento.

—A ver si nos entendemos, cabo. El que no quiera o le asuste no tiene que venir. Lo que pregunto es si alguien me acompaña voluntario.

El sargento había pronunciado la palabra clave. Ante ella, en el Tercio, sólo había una reacción que no acarreara absoluto deshonor y el desprecio de los demás: dar un paso al frente. Pero esta vez no era como otras. Se trataba de una cuestión personal del sargento, lo había dejado bien claro. Además, desde que había encontrado a su hermano, Bermejo no era el mismo. Algo parecía haberse desajustado dentro de él; como poco, distaba de ser un hombre al que se pudiera seguir ciegamente. Aquella misma ocurrencia venía a confirmarlo: mientras los demás que salían de razia se dedicaban a castigar los pueblos que tenían más cerca, él quería meterse hora y media de camino, internándose en el territorio todavía no recuperado a los moros.

—¿Y por qué tan lejos? —preguntó Klemper, erigido ya prácticamente en portavoz del resto.

—Porque allí están los que hicieron lo de Zeluán —explicó el sargento, con un tono y una mirada que pretendieron resultar concluyentes.

Los hombres sopesaron la noticia. El sargento añadió:

—Podemos esperar a que nos lleven las operaciones, pero si se da mal puede que todavía tardemos un par de semanas. Y si se da bien, saldrán corriendo antes de que lleguemos y no tendremos a quién cobrarle la deuda. Echándole huevos, no siendo muchos y con un poco de suerte, nos vamos ahora, pasamos al otro lado del monte, los pillamos desprevenidos y les damos un escarmiento. A los que podamos. O a los que pueda. Porque si no viene nadie más, me voy solo.

La última frase tuvo el efecto de espesar aún más el silencio. En tales coyunturas, siempre hay quien aguanta y piensa menos que los otros.

—Yo voy con usted, mi sargento —dijo Balaguer, poniéndose en pie.

—Y yo —se sumó Casals, con su perenne y vacía sonrisa.

Hubo una incómoda pausa. Pero casi al unísono se irguieron López y Gallardo. Luego, lo hizo Navia, y sólo quedaron Klemper y Faura.

El austriaco, aunque su sentido común le sugería otra respuesta, sabía que no podía resistirse, porque allí donde estaba regían fuerzas que nada tenían que ver con la razón. En cuanto a Faura, sólo estaba esperando a que todo fuera cosa hecha, para no ser uno de los que empujasen. La idea del sargento le parecía, como a Klemper, disparatada; pero si estaba decidido, no iba a oponerse.

Faura se puso en pie, sin prisa. Al verlo, el cabo dijo:

—Está bien, cabrones. No voy a quedarme aquí yo solo, para echaros luego de menos.