Invité a Ángela y a Juan Monturiol a comer. Se lo debía. Tenían derecho a saber. Preparé tres ensaladas distintas, un buen acopio de salmón y una inmensa tarta decorada con un perro de chocolate. Una gilipollez, nadie estaba para bromas a aquellas alturas. Mis invitados se mostraban impresionados por el modo en que se habían resuelto las cosas.
—¡Qué mujer tan taimada! —exclamó Ángela refiriéndose a Pilar—. Se movía muy bien desde la sombra.
—A mí me pareció una desgraciada.
—¿Crees que sufría algún desequilibrio?
—Si no lo sufría permanentemente, está claro que, llegado un momento, se desequilibró. No tiene el perfil de una asesina.
—¿Y quién tiene en realidad el perfil de un asesino? —dijo Juan entre la pregunta y la afirmación.
—Yo he estudiado que los hay.
—¡De nada sirven los estudios con respecto al ser humano! —exclamó, filosófico.
—Lo que me resulta sorprendente en que se revelaran tantas pasiones entre gente ya de cierta edad —soltó Ángela al desgaire.
—¿Y qué me dices de ese matrimonio? —completé—. Se amaban, se odiaban, se perjudicaban, se ayudaban…
—¿No es siempre así? —reincidió en las interrogaciones categóricas Monturiol.
—Espero que no —exclamé con demasiado ardor.
—¿Es que piensas casarte otra vez? —me cazó el veterinario.
—Hablaba en general.
—En cualquier caso, ha sido una tragedia —concluyó la librera.
—Lo que me extraña es que Ribas nunca pensara que su mujer podía delatarle —dijo Juan.
—Creía que la tenía bien dominada. La desdeñaba, por eso nunca tomó precauciones.
—Pero ella se cansó. Las mujeres a veces demostramos un poco de sentido común.
Después de hablar miramos ambas al pobre Juan Monturiol, que se encogió instintivamente en su asiento.
—Un asunto trágico en verdad —suspiró mi compañera de reivindicación.
—¡Y condenadamente complicado! Lucha de perros, ¡quién lo hubiera pensado!
—No hemos avanzado mucho desde los romanos —apuntó Monturiol.
—Por cierto, Petra, ¿qué ha pasado con la perra de Valentina?
—Una vez aclarado el caso, supongo que la sacrificarán.
—Pero eso es terrible, ¿no podría adoptarla yo? —preguntó Ángela.
—¿Serías capaz?
—Sólo es un pobre animal que ha perdido a su ama.
—No sé, si quieres puedo hacer alguna gestión.
—Me gustaría.
Juan miró su reloj.
—Señoras, me temo que tengo que abrir mi consulta. Os voy a dejar.
Besó a Ángela en ambas mejillas. Lo acompañé a la entrada. Le tendí la mano, me la apretó.
—Te agradezco mucho tu ayuda, señor veterinario.
—Ha sido un placer.
—Quisiera saber si de verdad ha sido un placer.
Me miró intensamente a los ojos. Sonrió.
—Puedes estar segura de que ha sido un placer.
Sonreí yo también. Dio media vuelta y se alejó camino de su camioneta. Observé tristemente cómo desaparecía por la esquina el perro que tenía pintado en la parte de atrás. Suspiré.
De vuelta al comedor, encontré a Ángela también melancólica.
—¿Más café? —le ofrecí.
Me alargó su taza vacía.
—Petra, ahora que estamos solas, hay algo que quiero preguntarte. ¿De verdad pensaba Valentina casarse con Fermín? Se me ocurre que quizás actuó por despecho. A lo mejor le anunció la boda al amante intentando que dejara a su esposa de una vez.
—Nunca podremos saberlo. Ése es un secreto que se ha llevado a la tumba.
—¿Crees que Fermín es consciente de esa duda?
—No me parece un hombre a quien guste engañarse.
—Entonces debe de haber sufrido por partida doble; es más, estará sufriendo aún.
—¿Te has planteado llamarle, hablar con él? Quizás pudierais…
Hizo un gesto negativo, se puso muy seria.
—No, Petra, ni hablar. Yo sé bien cuándo las cosas han acabado definitivamente.
Miré su rostro afable y bondadoso. Le di unos golpecitos en el dorso de la mano.
—Nunca sabrá la mujer que ha perdido.
Hizo un esfuerzo por sonreír.
—Quiero que me hagas un favor. Devuélvele esto.
Sacó de su bolsillo el corazoncito de oro con la imagen oculta de Garzón. Lo dejó sobre la mesa.
—¿Piensas que es necesario?
—Me parece lo mejor. No se puede negar el pasado, pero tampoco es bueno tener recordatorios ni fetiches.
—Posiblemente llevas razón.
Se levantó con el ímpetu impuesto de una heroína. Le di su chaqueta. Nos abrazamos. Cerré la puerta detrás de mí. Había prometido ir a verla alguna vez, tomar un té juntas. Era improbable que volviera a necesitar algún consejo sobre perros, pero en su compañía siempre podría encontrar el reflejo tranquilizante que proporciona la verdadera amabilidad.
Una vez en comisaría me puse a reflexionar. Caso cerrado, fue la primera frase que me vino a la mente. Caso cerrado. Ignacio Lucena Pastor se me representó como algo lejano, perdido en las horas y los días, como un sueño o un reportaje olvidado de magazine dominical. Claro que, a causa de aquella sombra apenas localizable en el mundo, una mujer había muerto y mi compañero tenía roto el corazón. Gajes del oficio, concluí intentando alcanzar un estado más cotidiano a partir de la absoluta vulgaridad.
Acto seguido miré la agenda por pura rutina. En realidad recordaba perfectamente a quién debía llamar. Tomé el teléfono canturreando, marqué…
—¿Doctor Castillo, es usted?
El científico aficionado a los crímenes no salía de su asombro. En un primer momento incluso quedó mudo de estupor. No podía creer que fuera yo, ni comprender cuál era el motivo de mi llamada.
—Espero que haya leído la resolución del asesinato en los periódicos.
—Lo hice con muchísimo alivio.
—¿Alivio?
—Bueno, me libré de la silla eléctrica o algo así. El otro día volví a ver Falso culpable en la televisión y me caían gotas frías de sudor.
Solté una fuerte carcajada sin poderlo remediar.
—Sí, ríase, pero menudo susto que me dio.
—Supongo que le debo una disculpa, por eso lo llamo; pero compréndalo, me cogió usted en momentos de mucho estrés. Además, ¿por qué se interesaba tanto por el caso?
—¡Caray, pues no sé!, siempre me ha gustado el género policial. Y no sólo eso sino que… yo… ¿es usted soltera, inspectora?
—Divorciada, ¿por qué?
—En fin, le parecerá una tontería, pero se me había ocurrido… se me había ocurrido invitarla a tomar una copa para que pudiéramos charlar. Yo no hace mucho tiempo que me divorcié también. Pero, claro, después de que estuviera a punto de acusarme de un crimen, cambié de opinión. Pensé que lo más prudente era mantenerme bien alejado de sus garras.
—No me sorprende. Sin embargo, se me ocurren soluciones para el malentendido.
—¿Por ejemplo?
—Que tomemos esa copa por fin.
—¡Por mí encantado!; es más, después de la copa estaría bien cenar en algún restaurante. Me refiero a esta misma noche.
—Cuente conmigo.
—¡Bien!, la recogeré a las ocho en su despacho.
—No. Voy a tomarme la tarde libre, yo iré a buscarlo a la facultad.
—Si no se acuerda de mí, me reconocerá por mi cara de asesino.
Reí de nuevo. Bien, jamás hubiera pasado por mi mente que el catedrático quisiera salir conmigo. Perfecto, tenía sentido del humor, podía ser una velada memorable. Ambos poseíamos puntos en común, de hecho nos dedicábamos a la investigación en frentes distintos. Él intentaba paliar el sufrimiento humano y yo ahondaba en el mismo. Pequeña diferencia sin embargo sustancial. ¡Qué tarea estéril la de un policía!, cavilé, escarbando en el pasado reciente sólo para sacar los hechos a la luz. Ninguna posibilidad de variar el futuro, de evitar lo ya consumado. Recordé a mi fugaz compañero Espanto, su oreja mordida sin duda por alguno de los perros consagrados a la lucha. ¡Qué ceguera la mía, no darme cuenta! Ni siquiera serví para darle protección, para librarlo de su calamitoso destino. Sentí una pena profunda, una melancolía desgarradora. Me levanté y fui al despacho de Garzón.
El subinspector estaba sentado a su mesa, átono, frío. Me miró sin demasiado interés.
—¿Qué tal, inspectora?
Observé que se encontraba dibujando garabatos sobre un papel cualquiera. Me derrumbé en una silla sin pedirle permiso.
—¿Qué coño está haciendo?
—Ya ve, no gran cosa.
—Tendríamos que ponernos a redactar el informe del caso.
—No me apetece nada.
—A mí tampoco.
—Hay tiempo.
—Sí.
Crucé las piernas. Fijé la vista en las paredes desnudas.
—¿Por qué no cuelga algún cuadro? Su guarida está de lo más impersonal.
—¡Bah!
Sabía que no era un buen momento para llevar a cabo el recado, pero si lo dejaba para más tarde sería peor; incluso cabía la posibilidad de que no volviera a atreverme. Saqué el corazoncito de Ángela del bolsillo, se lo tendí a Garzón.
—Fermín, me han pedido que le entregue esto.
Lo observó con cansancio. Lo cogió. Removió en su propio bolsillo e hizo aparecer el otro idéntico corazón, recuperado del cadáver de Valentina. Me los mostró ambos en su palma, algo cuarteada por el tiempo y el uso.
—La vida me devuelve los regalos —dijo.
—La vida nunca devuelve nada.
—Entonces es que estoy castigado por mi absoluta gilipollez.
—Tampoco existe el castigo.
—¿Y qué existe entonces?
—No sé, poca cosa, la música, el sol, la amistad…
—Y la fidelidad de los perros.
—Eso, también.
Intercambiamos una mirada llena de resignada tristeza. Tuve que acopiar un buen soplo de aire en mi pecho para seguir.
—Y existe el alcohol. ¿Qué le parece si cruzamos la calle y nos arreamos un pelotazo?
—No sé si tengo ganas.
—¡Vamos, Fermín, deje de hacerse la Dama de las Camelias! ¡Estoy proponiéndole una medicina espiritual!
—Bueno, está bien, cualquier cosa antes que seguir soportando sus insultos.
Salimos de comisaría. El guardia de la puerta nos saludó. Entramos en La Jarra de Oro. Pedimos un par de whiskys.
—¿A que no sabe con quién ceno esta noche?
—Con Juan Monturiol.
—¡Ni hablar!, eso es agua pasada. He quedado con el doctor Castillo, ¿se acuerda de él?
—¿En serio tienen una cita?
—Naturalmente, y a poco que se descuide me lo voy a cepillar. En mis archivos de mujer fatal falta un científico loco.
Se le escapó una risa escandalizada como siempre le ocurría frente a mis arrebatos de procacidad.
—¡Es usted increíble, Petra!
—¿A que sí?
—Ciertamente.
Y en eso llegaron los whiskys. El camarero puso los vasos sobre la barra con gesto servicial. Los hicimos entrechocar discretamente y brindamos por nosotros mismos. En aquellas circunstancias no se nos ocurrieron destinatarios que hubieran podido agradecerlo más.
Barcelona, 4 de diciembre de 1996