11

A Augusto Ribas lo detuvimos apenas una hora después en su criadero. No se resistió. Marzal lo identificó a través de una ventana, sin ser advertido. Dos horas más tarde, cuando por fin regresó de hacer las compras, detuvimos a su mujer. No pareció sorprendida ni tuvo reacción de rebeldía. A partir de ese momento yo dejé de comer. Me alimentaba de algún sándwich mal masticado y peor digerido, de alguna magdalena, de café. Mi mente se olvidó de mi cuerpo. No podía hacer otra cosa más que barajar locamente estrategias, pergeñar conjeturas, elaborar planes para el interrogatorio. Garzón estaba igual, salvo en que no perdió el apetito y toda su actividad cerebral se traducía en preguntas. Me atormentaba. Su movimiento incesante, su terrible inquietud me impedían pensar con un mínimo de serenidad. ¿A quién interrogaremos antes? ¿Cómo vamos a actuar? ¿Habrá careo entre Ribas y su mujer? ¿Será necesario enfrentarlos con Marzal? Volví a amonestarlo severamente.

—¡Basta, subinspector!, si no intenta tranquilizarse un poco lo relevaré ahora mismo del servicio.

Se calló, luego levantó sus ojos bovinos ahora llenos de nerviosismo.

—De acuerdo, pero prométame que me dejará darle una hostia a Ribas, una sola hostia, inspectora; eso me relajará. Le aseguro que no me cebaré, que esperaré hasta que usted me indique el momento adecuado. Una simple hostia no es demasiado pedir.

—¡Ha perdido usted el juicio, Garzón! Pero ¿no se da cuenta de que éstos son los momentos más comprometidos? Ese tipo aún puede escapársenos de entre las manos. Le advertí que no habría hostias en esta investigación y mantengo lo dicho. Usted verá, a la mínima le planto una sanción. Seré inflexible, se lo juro.

¡Era lo que me faltaba!, bregar con Garzón y sus instintos justicieros. Hubiera tenido que mandarlo a casa en aquel mismo instante, pero no tuve valor. Peor para mí, un jefe no debe tener compasión para con la amistad; y si es policía no debe tener amigos siquiera.

Interrogamos primero a la mujer de Ribas. Se llamaba Pilar y estaba en las antípodas físicas de su esposo. De pequeña estatura, tez pálida y pelo teñido de un rubio blanquecino resultaba poco atractiva, indefensa y nerviosa como la mascota de un escolar. Le temblaban las manos y, para ocultarlo, las mantenía cruzadas en el regazo con un gesto de fingida firmeza. El cuadro de ser desasistido se rompía cuando empezaba a hablar. Su voz era resuelta y sin fisuras, enérgica.

—Señora Ribas, ¿sabe por qué está aquí?

—No —respondió frunciendo la boca.

—Pero sí sabe por qué está aquí su esposo, ¿verdad?

Dudó un momento, hizo una extraña mueca, apretó imperceptiblemente los puños sobre la falda y dijo:

—Sí.

Asentí varias veces con la cabeza. La miré buscando sin éxito sus ojos.

—Bien, ése es un punto por el que empezar. Su marido se dedica a organizar peleas de perros clandestinas. ¿No es así?

—Sí.

—Y fue usted quien, anónimamente, nos dio hace un tiempo las claves para que pudiéramos irrumpir durante una de esas peleas en la Zona Franca, ¿cierto?

—Sí.

—Más recientemente volvió usted a delatar la organización de su marido.

—Sí.

—En la segunda llamada habló usted conmigo disimulando su voz.

—Sí.

—¿No podía venir a decírnoslo personalmente?

—¡Desde luego que no!

—¿Por qué?

Empezó a dar síntomas de impaciencia.

—¡Vaya pregunta!, no quería que mi marido supiera que había sido yo, ni quería que la policía me mezclara en sus asuntos.

—Pero usted estaba al corriente de esos asuntos.

—Él nunca me los ha ocultado. Tenía una idea general, pero nunca participé en sus cosas.

—¿Está segura, señora Ribas?

—¡Deje de llamarme así!, mi nombre es Pilar.

—De acuerdo, Pilar. Dígame una cosa, ¿sabía usted que su marido asesinó a un hombre?

Me miró con cara alarmada. Por primera vez sus manos abandonaron el regazo, se aferraron a los brazos del asiento.

—¡No! —dijo rotundamente.

—¿Llegó usted a conocer a Ignacio Lucena Pastor?

—No sé quién es.

—Pero sin embargo sí conocía a su sucesor Enrique Marzal lo suficiente como para denunciarlo.

—Sabía que ese Marzal andaba desde hace meses con mi marido, pero no sé qué hacía para él. Tomé su dirección de la agenda de Augusto y se la di a ustedes, eso es todo.

Saqué de un cajón la foto de Lucena, se la mostré.

—¿Sabe quién es?

Lo miró con cara contrariada.

—Sí, es Lolo. Vino alguna vez por mi casa. No intercambié ni dos palabras con él. Hace un tiempo dejó de aparecer.

—¿Y no le extrañó?

—¿Por qué iba a extrañarme? Mi marido anda con gente, a veces vienen por mi casa, yo les digo hola y adiós. Prefiero no saber.

—Pues a Lolo lo mataron a golpes. Tenemos motivos para pensar que fue su marido, y pensamos que quizás a usted haya que acusarla de complicidad.

Se tensó. Sus ojos mortecinos cobraron vida de repente.

—¿Cree que alguien que les da pistas dos veces por teléfono puede ser culpable de algo? ¿Por qué iba a acusarme a mí misma?

—No lo sé. ¿Por qué denunció a su marido, Pilar?

Quedó callada, balbuceó:

—Esa mujer…

Garzón se puso recto como si tuviera un resorte de alambre en la espalda.

—¿Qué mujer?

La interrogada lo miró con temor, me miró luego a mí. Sonreí como pude.

—¿A qué mujer se refiere? —pregunté con el tono más suave que conseguí encontrar.

—A esa mujer. Lo suyo hacía años que duraba, y yo nunca rechisté, aguantaba. Pero esa mujer era una fulana. Sabía que él estaba casado y aun así seguían viéndose. Tenían la excusa del negocio.

—¿Habla usted de Valentina Cortés?

—Sí.

—¿Por eso nos llamó?

—Sí, quería que los cazaran.

—Pero ¿por qué en ese momento, Pilar? Usted acaba de decir que había aguantado muchos años.

—Hacía tiempo que a Augusto se le veía más inquieto que de costumbre, y yo estaba segura de que no era sólo porque usted le siguiera los pasos. Lo descubrí varias veces llamándola desde casa. Colgaba el teléfono, pero yo sabía que hablaba con ella. Me decidí a avisarles a ustedes de su negocio. Era una manera de que todo se acabara. Pero ustedes no consiguieron cogerlos. Pasó el tiempo y una tarde Augusto volvió a casa descompuesto. Dijo que me dejaba, que lo sentía de verdad, pero que iba a perder a Valentina y no podía soportarlo.

Garzón terció nervioso, anhelante, fuera de sí.

—¿Iba ella a casarse con otro?

—¡Y yo qué sé!, ¿cree que me importaba saber los motivos? Él se iba, y era la primera vez que me decía una cosa de esa importancia. Todos aquellos años, aunque la viera a ella jamás pensó en marcharse de casa. ¡Jamás!, yo fui siempre su mujer.

El subinspector se replegó como un animal al acecho. Intervine de nuevo.

—¿Y qué más, Pilar, qué más sucedió?

—Anduvo todo el tiempo de un lado para otro, hecho un manojo de nervios. Aquella noche tenían una pelea, así que sobre las once se largó. Supuse que la vería allí, que después quizás volviera a casa diciendo que se largaba en aquel mismo momento, que cogería sus maletas y…

Se calló, miró al suelo.

—¿Qué pasó entonces?

—Estaba nerviosa y me fui a dar una vuelta. No quería tener que verlo de nuevo aquella noche. Cuando volví ya estaba en la cama.

—¿Qué le dijo él?

—Nada, que algo había fallado y se había suspendido la pelea.

Encendí un cigarrillo, reflexioné.

—Y al día siguiente usted se enteró de que a Valentina la habían matado y pensó que fue su marido quien lo hizo.

—Sí, y, pasados unos días, los he vuelto a llamar. Ustedes seguían sin enterarse de nada. Vinieron a buscarlo pero lo soltaron enseguida. Busqué su agenda y les di el teléfono de ese hombre que trabajaba para él. Era una manera de volver a ponerlos en el camino.

—¿Por qué, Pilar? En realidad el peligro de Valentina ya había desaparecido, ahora volvía a tener a su esposo sólo para usted.

—Él quería dejarme, nunca volvería a ser nada igual. Además, se ha convertido en un asesino. La hizo y tiene que pagarla.

La miré con recelo.

—Lo comprendo. Claro que también hubiera podido ser que… en fin, que fuera su propio esposo quien estuviera acusándola a usted de haber matado a Valentina. Intentando cargarle la culpa, quiero decir. Pensándolo bien, al marcharse a pasear sola esa noche se lo puso usted fácil, ¿verdad? Contésteme a una cosa, Pilar, ¿tienen ustedes perro en su casa?

Había enrojecido, me miraba expectante:

—Claro que sí.

—¿De qué raza?

—De los que cría mi marido, un stadforshire. Se llama Pompeyo.

—¿Llevaba usted a Pompeyo esa noche durante su paseo?

—¡Siempre que salgo por las noches lo llevo!, me siento más segura.

—Supongo que si se siente segura es porque el perro está entrenado para defenderla.

—¡Por supuesto que lo está!, ¿qué insinúa? Vuelvo a decirle que si yo fuera culpable de algo no les hubiera llamado.

—Pero observe, Pilar, hay un curioso paralelismo en todo esto. De igual manera que su marido querría cargarle la culpa a usted, usted podría estar intentando hacer lo mismo con él y por eso nos llamó. Dígame, ¿intentó él hacerla culpable?

Se removió nerviosa en su asiento.

—Sí, es verdad. Lo intentó. Aún me asombra su desfachatez. Cuando vino la policía a buscarlo me amenazó con decir que había sido yo quien mató a Valentina. Se obsesionó con eso y ha estado todos estos días acosándome. Creo que está loco, puede hacer cualquier cosa. Yo quiero que quede clara mi inocencia.

La miré intensamente.

—Quedará, no se preocupe. Si es usted inocente, se sabrá. Y también se sabrá si no lo es.

Salió de la habitación acompañada por un guardia, con su cara felina envejecida y preocupada. Garzón se lanzó sobre mí.

—¿Cree que fue ella?

—No lo sé. Ella o su marido, pudo ser cualquiera de los dos. Hay que averiguar qué hizo él después de la pelea abortada, con quién estuvo antes de volver a su casa.

—Ya verá como no tiene coartada. Me extrañaría que esta mujer se haya cargado a Valentina.

—¿Y no será que tiene más ganas de darle la hostia a él?

—He prometido que no habría hostias y no las habrá.

—Perfecto, Garzón. Vamos a por el tipo.

Augusto Ribas Solé sabía hasta qué punto tenía las cosas difíciles. Se le había comunicado escuetamente que su mujer también estaba detenida, nada más. Le habíamos dado tiempo para que pensara. En cuanto entró en mi despacho me di cuenta de que no opondría demasiada resistencia. No estaba nervioso sino hundido. Su físico imponente había experimentado un notable bajón. Se sentó junto al subinspector, frente a mí. Yo había decidido llevar el interrogatorio de un modo racional.

—Señor Ribas —le dije—, me propongo jugar lo más limpio posible. Sabemos muchas cosas sobre usted, incluso algunas que usted mismo desconoce. De modo que no voy a obrar intentando que caiga en contradicciones, ni tendiéndole trampas. Pienso que no es necesario. Le pido que haga un esfuerzo y no intente negar cosas que son evidentes. Seamos adultos y todo acabará más rápidamente.

Me escuchaba en silencio, mirándome a la cara con atención extrema.

—Alguien le ha crucificado, Ribas, le han traicionado. ¿Quiere saber quién ha sido? Yo se lo voy a decir: ha sido su esposa, ella le ha delatado.

Sus grandes ojos apenas demostraron sorpresa. Me taladró con ellos.

—Pues claro, les ha ido con el cuento para salvarse, ella mató a Valentina Cortés.

Me levanté, anduve unos pasos, me puse a su lado:

—No estoy hablándole de Valentina.

—Pues entonces, ¿de quién?

—¿Recuerda el chivatazo que sufrieron durante la pelea en la Zona Franca?

—No sé de qué me habla.

—Lo sabe muy bien. Ese chivatazo nos lo dio su mujer, acaba de confesarlo.

La cara de Ribas se desencajó. Su mirada huyó de la mía.

—Y ayer nos dio un nuevo chivatazo, por eso está usted aquí. Ella nos indicó dónde encontrar a Enrique Marzal y Enrique Marzal nos ha contado todo sobre sus actividades. Ya ve, Ribas, son dos testimonios coincidentes en su contra, no tiene por dónde escapar.

—¡Mierda! —masculló.

—¿Por qué mató usted a Valentina?

—¡Yo no la maté!

—¿Porque iba a dejarlo plantado por otro o quizás porque ella tenía graves pruebas contra usted?

—¿Pruebas?, ¿de qué está hablando?

—¿Quién mató a Ignacio Lucena Pastor, usted también?

—No sé quién es.

De pronto, Garzón se levantó y dio un tremendo golpe sobre la mesa.

—¡Sí sabes quién es, me cago en Dios!

Ribas se sobresaltó, parpadeó inquieto, quedó mudo. Garzón daba alaridos. El sospechoso estaba blanco.

—¿Quién fue, quién mato a Lucena, hijo de la gran puta?

—¡Ella, ella fue! —chilló.

—¡Ella, ¿quién?!

—¡Valentina!

—¡Mentira, cabrón!

Garzón se había precipitado sobre él, le tiraba de la pechera, lo zarandeaba como si fuera un pelele. Me puse tras su espalda, le tomé ambos brazos a la altura del codo y estiré.

—¡Calma, subinspector, calma!

Volvió en sí. Me miró. Se mordió los labios. Jadeaba. Jadeábamos los tres. Hice que se sentara. Me dirigí de nuevo a Ribas.

—No fue Valentina. Encontramos en su casa una libreta de contabilidad de Lucena. Si ella lo hubiera matado, jamás habría conservado una cosa así.

Bajó la cabeza, luego la dejó caer hasta que la barbilla descansó sobre el pecho. Permanecimos largo rato en silencio. En el aire viciado del despacho sonaban nuestras respiraciones, aún agitadas.

—¿Dónde encontraron esa libreta? —preguntó al fin Ribas.

—En la caseta de Morgana.

Asintió gravemente, se llevó la mano a los ojos, ocultándolos.

—Usted intentó encontrarla registrando mi casa; le inculpaba seriamente, ¿verdad? Y mató a Valentina porque no quiso dársela como despedida. Ella pretendía seguir manteniendo cierto control sobre usted, nunca se fió. Y en esos momentos necesitaba asegurarse de que usted no iba a interferir en su nueva vida.

—No —musitó ya sin fuerza.

—Está usted perdido, Ribas, dejemos de jugar.

Empezaron a temblarle las manos. Exhaló un profundo suspiro. Se serenó.

—Cuando le pegué a Lucena no tenía intención de matarlo. Le ajusté las cuentas, quizás se me fue la mano… pero no tenía intención de matarle. Después me enteré de que estaba en el hospital, y más tarde de que había muerto, pero no tuve intención de matarle. De haber sido así le habría pegado un tiro. Tengo licencia de armas, he sido cazador.

—¿Por qué no fue a la policía?

—Me asusté. Pensé que, al fin y al cabo, Lucena era un desgraciado que no tenía familia. Nada cambiaría si yo decía la verdad. Había sido un accidente y ya había sucedido. Era complicarme la vida estúpidamente.

—Y descubrir su negocio.

—Mi negocio es el criadero.

—Y la lucha clandestina de perros, que debe de completar sus ingresos muy bien. ¿Por qué lo mató?

—Yo no quise matarlo.

—Está bien, ¿por qué le pegó?

—Llevaba mucho tiempo escaqueándonos dinero. Se embolsó más de una recaudación, hizo negocios paralelos aprovechándose de mi nombre. Hasta le dio datos a un periodista para sacar algo más de pasta. Se la estaba buscando y le avisé. No hizo caso y volví a avisarle, pero le pegué demasiado fuerte y no lo resistió.

—Un aviso contundente.

—Era un tipo débil.

—Entonces encargó a Valentina que fuera ella quien buscara el dinero en casa de Lucena.

—Sí.

—Pero no lo encontró. Sí vio sin embargo las libretas de contabilidad y se llevó la que podía inculparle a usted. Estaba preocupada después de haber visto hasta qué punto de violencia era usted capaz de llegar. Pretendía cubrirse las espaldas. Ni siquiera se le ocurrió quedarse con las otras dos libretas. Un fallo ridículo, no era una auténtica profesional del delito.

—Me dijo que en esa libreta figuraba mi nombre.

—Pues no es verdad.

—Siempre lo sospeché.

—Y, aun sospechándolo, la mató.

—Les juro que no la maté. Ya he confesado. He dicho la verdad. Le pegué a Lucena y lo maté accidentalmente. Además, organizo peleas de perros. Muy bien, pero a Valentina no la maté. Yo siempre la quise.

Garzón, contenido, echaba humillo como un bollo recién horneado.

—Cuénteme qué sucedió la noche en que atacaron a Valentina.

—Llegó por la tarde al criadero y me dijo que se iba, que habíamos terminado para siempre. De tanto vigilar y engañar al policía gordo había acabado encariñándose con él. Se iban a casar.

Miró desdeñosamente a Garzón. Yo también lo hice, de reojo. Sus facciones se habían relajado de golpe. Acababa de saber quizás lo que más le interesaba.

—Y usted se enfadó con ella.

—No. Le rogué que se quedara, que no me abandonara.

—Y la amenazó.

—No. Le prometí que dejaría inmediatamente a mi mujer.

—¿Lo hizo?

—Sí, me marché y en cuanto llegué a casa le dije a Pilar que me largaba. Ella siempre ha sabido que Valentina era mi querida y no le importó. Pero cuando se dio cuenta de que me iba…

—¿Reaccionó mal?

—No, hizo lo de siempre, echarse a llorar. Pero la cosa quedó ahí. Yo tenía una pelea y no podía entretenerme más.

—¿Qué sucedió entonces?

—No aparecieron todos los apostantes y la pelea se suspendió. Fui al criadero, dejé los perros que íbamos a emplear y cuando volví a casa ella no estaba. Volvió más tarde, cuando yo ya dormía, dijo que había dado un paseo porque estaba nerviosa.

—¿Qué hora era?

—De madrugada, no lo sé.

—¿No le pareció extraño?

—No le di más importancia. Pero cuando me enteré de que habían matado a Valentina esa misma noche…

—Pensó en su mujer.

—Sí.

—Claro que también pudo pensar que era perfecto que se le hubiera ocurrido marcharse a pasear, un modo fácil de cargarle las culpas.

—Yo no maté a Valentina, se lo aseguro. Ni siquiera estoy asegurando que lo hiciera Pilar; al fin y al cabo es mi mujer.

—Y usted es un caballero español —soltó Garzón volviendo a la furia.

—Con usted no quiero hablar.

Temí lo peor.

—Aquí no estás en un hotel, hablarás con quien se te mande.

—Con usted, no.

—¿Fue usted quien registró mi casa? —tercié.

—No, no fui yo. No sé de qué me habla.

—Registraron mi casa y mataron al perro de Lucena. Sin duda buscaban su libreta de contabilidad ¿No lo sabía?

—No.

—Pero su esposa no pudo ser. Ella probablemente desconocía la existencia de esa libreta.

—No es así. Yo se lo conté.

—¿Le contó que su amante tenía pruebas que podían inculparlo?

—Sí, fue una manera de que me dejara en paz cuando me pedía que la abandonara.

Viendo que se cernía sobre nosotros un peligro anunciado tercié llamando a un guardia para que se llevara al sospechoso. Habíamos terminado por el momento. Garzón resoplaba como una olla exprés.

—No sabe cómo lamento ser policía —me dijo.

—¿Por qué?

—Porque si no lo fuera, me liaría a leches con este tío hasta que…

Empecé a recoger mis cosas sin prestarle atención.

—¿Adónde va? —preguntó.

—Me voy. ¿Sabe qué hora es?

—Es tarde, sí; pero si aprovecháramos a fondo el momento… los sospechosos están cansados y quizás así les fallen más las defensas.

—A quien le fallan las defensas es a mí. Acaban de confesarnos un asesinato, Garzón. Estoy mareada, confusa, tensa. Necesito reciclar todo lo que he oído, tomar una ducha, comer… y usted también lo necesita.

—No, yo estoy bien.

—Pues mañana estará mejor. Váyase a cenar con su hijo.

—¿Mi hijo? Hace una semana que se largó. Ni siquiera pude despedirme de él. Me dejó una nota sobre la nevera.

—No le ha hecho usted mucho caso, ¿verdad?

—Tenía otras cosas en que pensar.

Fue raro volver a casa y no encontrar a Espanto. Quizás me había acostumbrado a una grata compañía, aunque fuera la de un animal tan pequeño. Me senté pesadamente, sin ganas siquiera de servirme un whisky. Un crimen pasional y una paliza mal dada, eso era todo. No podía hablarse de material sofisticado. Dinero y amor. Brutalidad y despecho. Vulgaridad. Las razones para matar se cuentan con pocos números, son las mismas desde Shakespeare, desde Caín y Abel. Todo lo demás es repetición. La vida es casi tan tonta como la muerte, y muchísimo más pesada. Tenía sueño, me dolía la espalda, pero la sensación predominante estribaba en una vaga añoranza. ¿De qué? Quizás de la cabeza deforme de Espanto, de la facilidad para comunicarme con él, sin hablar. Uno de los dos cónyuges Ribas se había cargado a Valentina. Ahora Garzón ya no podría vivir en el campo. ¡Qué absurdo! También me dolían los ojos. No es sano llenar el cerebro durante semanas con los mismos pensamientos, ensucian el recipiente, pueden pudrirlo. Hay que saber cortar. Cogí el teléfono y llamé a Juan Monturiol. Le conté.

—Ya ves que tu intervención en el caso ha sido decisiva.

—Un simple capote profesional. ¿Cómo está Garzón?

—Jodido.

—Y si no confiesa ninguno de los Ribas, ¿qué haréis?

—Ahora no puedo pensar. ¿Por qué no vienes a verme y tomamos una copa?

—No creo que sea una buena idea, Petra.

—¿Por qué?

Hubo un momento de silencio. Carraspeó.

—Creo, sinceramente que no debemos liar más nuestra relación, ¿me entiendes?

—No.

—Nunca me acostumbraré, Petra, es así. Aun cuando no exista entre nosotros el más mínimo compromiso, me gusta que la mujer que se acuesta conmigo me considere una prioridad, que me llame, que me informe de lo que hace que… en fin. El sistema amistad-cama no es para mí. Y lo siento, porque me gustas un montón. ¿Me entiendes ahora?

—Sí.

—De todas maneras eso no conlleva ningún enfado. Nos veremos cuando traigas a Espanto a la consulta.

Espanto murió. Se lo cargaron registrando mi casa.

—Lo lamento. Entonces nos veremos por el barrio, alguna vez podemos tomar un café.

—Sí, claro.

—Me gustaría que entendieras de verdad mi punto de vista.

—Lo entiendo, y me parece bien.

—Me alegro. ¿Podrás contarme el desenlace con los Ribas?

—Sí, lo haré.

Colgué. Calabazas a mi edad. Me las había ganado a pulso. ¿Quién creía que era, Miss Universo? ¿Una alegre quinceañera susceptible de enamorar a primera vista? ¿Una mujer fatal? ¡Tomar un café! ¡A ver cómo coño lograba conformarme con tomar un café al lado de Juan Monturiol! Ver sus manos firmes cuando abriera el azucarillo, sus labios acercándose a la taza, sus ojos verdes clavándose en mí. ¡Al carajo el café! Me iría a la cama inmediatamente, sin ducharme, sin cenar, sin volver a pensar más en toda aquella basura reciclada de las historias de amor. Eché de menos a Espanto con terrible intensidad.

Es difícil preparar previamente los careos. Cualquier estrategia suele derrumbarse según la inercia que provoque el encuentro. Y cuanta mayor es la relación entre los enfrentados, esa inercia se manifiesta con más prontitud. La cosa no era moco de pavo tratándose de marido y mujer. Pero aparte de escuchar, concluir y, si acaso encauzar, poco más podíamos intentar en aquellos momentos.

Cuando entró su mujer, Ribas se levantó. Intenté analizar a toda prisa la mirada que intercambiaron furtivamente. Creí percibir que era de mutua vergüenza. Formaban una pareja armónica. Él, fuerte, potente, atractivo. Ella, de una fragilidad desvaída e infantil. Fue Ribas el primero en hablar, y lo hizo en un tono dolorido, soltando una frase inconclusa que era un lamento.

—¿Cómo has podido…?

Ella no respondió. Frunció el ceño y apretó los dientes, llena de una obcecada voluntad. Se sentó cruzando las piernas con impertinencia forzada. Me miró.

—¿Tendré que estar mucho rato aquí?

Era evidente que se hallaba librando una batalla en su fuero interno. No estaba habituada a ser bravucona ni descortés.

—Pilar, queremos que le confirme a su esposo que fue usted quien avisó a la policía en dos ocasiones, con intención de que lo atrapáramos en pleno desarrollo de su negocio ilegal.

Sin dejar de mirarme, contestó:

—Sí, fui yo.

—¿Puede explicarnos por qué?

Se calló.

—Responda, por favor.

Adoptó un aire cínico que le quedaba postizo.

—Soy una buena ciudadana.

—Pende sobre usted una acusación de asesinato, ¿le parece un buen momento para bromas?

Ribas intervino.

—Llamó porque se la comían los celos.

Ella se tensó, pero siguió sin mirarlo y dijo con un tonillo casual:

—Sí, será por eso por lo que he aguantado cinco años que estuvieras viéndote con esa mujer.

—Hubiera tenido que dejarte hace ya mucho tiempo, no tienes sangre en las venas, todo te da igual.

Miró a su marido directamente a la cara por primera vez. Sus manos de niña pasaron a ser dos garritas crispadas.

—Siempre has sido un chulo, Augusto, nunca te has preocupado de mí. Estabas tan convencido de ser superior, te parecía que debía dar tantas gracias por estar a tu lado que me has tratado como a una basura. —Ribas se sorprendió, sus ojos se abrieron, incrédulos—. Eras lo mejor que podía pasarme, ¿no? ¡El rey! Con prestarte a nuestro matrimonio ya hiciste bastante. ¡Me das pena!

Ribas reaccionó por fin:

—¡Cállate!

La cara pequeña de la mujer se tiñó de un rojo intenso.

—¡No pienso callarme! —gritó. Asistíamos a una revolución, quizás largamente gestada—. ¡He estado demasiado tiempo callada, y ahora voy a hablar! No eres más que un fracasado, Augusto, nada más. ¿Dónde están las maravillas para el futuro, la mansión en el campo, los viajes? Te ibas a comer el mundo y has tenido que acabar contratando miserables ladrones de perros para sacar un poco de dinero extra.

El marido estaba alterado, se dirigió a mí.

—Dígale que se calle.

Abrí ambos brazos en un gesto pontificio.

—Estamos aquí para hablar.

—¡Ni siquiera hemos tenido hijos por tu culpa! Sólo has sabido correr detrás de otras mujeres, cuanto más vulgares, mejor.

—Eso es lo que te pica, ¿verdad?, por eso la mataste.

—¡La has matado tú! ¡Tú te pusiste como loco cuando te dijo que se largaba con el policía! ¡Dejar al gran hombre por un policía viejo y gordo! Supongo que eso es lo que peor te sentó, en el fondo el cariño de una mujer te da igual. Lo único que has querido durante toda tu vida es figurar, ser el centro. ¿Por qué tuviste que meterte en todos esos asuntos sucios, para qué necesitábamos más dinero?

Ribas se incorporó de manera amenazante, Garzón saltó con demasiado ímpetu sobre él. Levanté la voz.

—¡Señores, por favor, es suficiente! Si no guardan la compostura tendremos que suspender este encuentro.

Miré a Garzón, preocupada. Soltó el brazo de Ribas, se sentó. Éste se abrió el botón superior de la camisa deportiva, emitió el resoplido de un caballo. Habló más bajo esta vez.

—Tú la mataste, Pilar, no sigas mintiendo. Ya me has castigado bastante. Di por qué saliste aquella noche.

—Tenía miedo de encararme contigo, de que te fueras de casa delante de mis propias narices. Te he tenido miedo demasiadas veces, Augusto, y eso no es normal entre personas casadas.

—¡Historias! Cogiste a Pompeyo y fuiste a casa de ella. No podías soportar que yo te abandonara. Le echaste el perro encima y seguiste dándole órdenes de ataque hasta que la mató. Luego pensaste que podías cargármelo a mí. ¡O quizás lo tenías planeado desde el principio!

—¡No! ¡La mataste tú porque no podías convencerla de que dejara al policía!

Estábamos entrando en un callejón sin salida. La tensión de mi estómago se había convertido en un zumbido craneal.

—¡Bajen el tono, por favor! Creo que será mejor que suspendamos la sesión hasta mañana.

Los hice salir. Me fijé en Garzón. Tenía la boca manchada de sangre. Se había mordido el labio inferior. Le pasé un pañuelo de papel. Se limpió. Nos quedamos mirándonos, incapaces de ningún comentario, incapaces casi de hablar. No sabía qué hora era, desvié los ojos hacia el reloj, no podía seguir manteniendo por más tiempo la mirada de mi compañero.

—¿Qué le parece todo esto? —preguntó al fin.

—No lo sé, ¿y a usted?

—Yo creo que ha sido él.

—¿Por qué?

—Tenía más que perder, recuerde la libreta.

—No siempre se mata por motivos fríos.

—Pero él mandó a Marzal a su casa.

—Me extraña que un tipo con experiencia en negocios sucios cometiera una estupidez así.

Las cosas estaban claras, Garzón apostaba por la culpabilidad de Ribas. Me pregunté hasta qué punto pendía sobre su alma dolorida el deseo inconsciente de que fuera él. Anatemizar al rival, confundir el odio que sentía hacia un hombre que aspiró al amor de Valentina. Prueba de ello era que atribuyera el motivo de su presunta culpabilidad únicamente al asunto de la libreta, olvidándose del componente pasional.

Tal como se presentaban las circunstancias, estaba convencida de que la solución debían brindárnosla nuestros encartados. Y no me equivoqué. En cuanto pisé la comisaría al día siguiente, un guardia me dijo que Ribas deseaba hablarme en privado. Interpreté inmediatamente la condición de privacidad como petición directa de que Garzón no estuviera presente. Sí, probablemente era el único modo de avanzar.

Ribas estuvo grave y con tendencia a razonar. Confesó no haber pegado ojo en toda la noche. La estancia en nuestras dependencias había aclarado su mente hasta el punto de permitirle pergeñar estrategias que señalaran al culpable, que por supuesto, mantenía no ser él. Tenía perfectamente claro que la acusación judicial que le caería encima no podía ser la misma por haber matado a un tipo de modo más o menos premeditado, que por haber cometido un crimen alevoso. Me pidió verse a solas con su esposa. Le dije que eso no podía permitirlo; cualquier intento de influir en ella que yo no controlara quedaba fuera de cuestión.

—Está bien, consienta por lo menos en dejarme hablar con ella estando usted presente. De ninguna manera su compañero.

—¿De verdad cree tener tanto ascendiente sobre ella como para que diga la verdad?

—Estoy seguro.

—No es eso lo que me pareció ayer; quizás ella ha cambiado con respecto a usted.

—Sé lo que digo.

—De acuerdo.

—Una cosa más. Es imprescindible que no se tome en contra mía lo que voy a decir. Piense que sólo voy a intentar que diga la verdad.

—Veremos.

—¿Y ese subinspector?

—Descuide, no estará.

Esperaba una reacción violenta de Garzón cuando le comunicara las novedades, pero lo que obtuve fue una mirada constatadora de mi traición. ¿Tú también, Bruto? vino a decir. Sí, yo también, un asesinato estaba en juego, no podía pararme a pensar en herir sentimientos. Se avino de mala gana, volvió a su despacho donde supongo que pasaría uno de los ratos más amargos de su vida. Yo preparé el nuevo careo, procurando no dejarme llevar por ningún presentimiento. Me sorprendió a mí misma estar tan serena. El propósito era comportarme como los tres monos chinos: ver, oír, callar.

Pilar entró en el despacho antes que su marido. Comprobé algo terrible en su simplicidad: una sola noche de detención hace estragos en la personalidad de la gente corriente. Venía pálida, demacrada, pero sobre todo abstraída, derrotada en su dignidad. Miró a Ribas cuando apareció él como si fuera un extraño; a mí no me hizo ni caso. Nos sentamos y guardamos silencio, más de un minuto que me pareció angustioso y sin final. Por fin habló Ribas.

—¿Estás cansada? —preguntó a su mujer.

Ella frunció el ceño, e hizo un pequeño gesto de dolor al enderezar la espalda.

—Quiero irme a casa —dijo.

—No, te preocupes, te irás.

La voz de Ribas había cobrado una calidez especial. Se acercó a Pilar, le tomó la mano. Ella no se resistió. Recibió también sin rechistar unos golpecitos en el hombro.

—Te irás enseguida, te irás.

Había cobrado el control absoluto de la situación. Ella se aflojó.

Empezó a hablar sin mirarlo. Para ambos yo había dejado de existir.

—¿Por qué tuviste que querer marcharte con esa mujer?

—Ya viste que no me fui. Acudí a dormir a tu lado, como siempre.

—¡Porque ella te echó!

—Yo estuve durmiendo en nuestra casa, y no me hubiera marchado jamás, lo sabes bien.

—Me has hecho mucho daño, Augusto, esta vez sí.

—Tú a mí también querida, ya lo ves. Ya ves que estamos aquí, que tú me denunciaste a la policía.

—Quería castigarte, que todo se acabara, que se acabara lo de esa mujer.

Empezó a llorar mansamente. Él la consoló con pequeños chasquidos de lengua, como se hace con un bebé. Ambos hablaban en susurros. Yo estaba sobrecogida por la situación, por el patetismo herido e indefenso de la mujer.

—Pero ahora te irás a casa enseguida.

—¿Y tú?

—Yo no puedo marcharme, Pilar, me has denunciado, ¿recuerdas? Iré a la cárcel. Iré también por ti. Voy a decirles que yo maté a Valentina. Cargaré con las culpas de los dos. Tú vete a casa y espérame, yo volveré algún día.

Había llegado el momento crucial. Levanté hacia la mujer los ojos que el pudor me había hecho bajar. Vi cómo se debatía un instante entre las lágrimas, el dolor, la enajenación.

—No —dijo—. No quiero que hagas eso, yo la maté, también iré a la cárcel mientras estés tú. La maté y no me arrepiento, ahora ya nunca más existirá.

—Ya no existía para mí, para mí sólo has existido siempre tú.

Lloraba. Ribas levantó la vista hacia mí. Intervine, extrañada de oír mi propia voz entre ellos.

—¿Usted la mató, Pilar?

Asintió varias veces con la cabeza.

—¿Y vino a mi casa a por esa libreta?

Volvió a asentir.

—Quería hacerla desaparecer, que desapareciera cualquier cosa que pudiera interponerse entre mi marido y yo. Esperaba encontrar esa libreta que él temía tanto y ponerla frente a sus ojos, decirle: «¿Ves?, ya no queda nada de todo ese asunto, desaparecida la libreta, desaparecida la mujer… ahora tú y yo podemos volver a empezar».

—¡Pero usted lo denunció! ¿Cómo pudo hacer ambas cosas a la vez?

—¡No lo sé, estaba loca, no lo sé!

—¿Puede describir mi casa?

Se limpió las lágrimas con la mano abierta. Ribas permanecía de pie a su lado, la acarició. Ella intentó concentrarse. Habló con la voz inocente propia de una niña.

—Sí, más o menos sí. Su casa está en Poblenou. Tiene una entrada con un cuadro alargado, un jardín interior pequeño. En el salón hay un sofá claro, muchos libros en una estantería y en los cajones guarda mantelerías, todas de color verde.

Ese dato hubiera sido suficiente, las compré en una rebaja, todas iguales, una idea absurda por mi parte. Continuó sin embargo describiendo el dormitorio con sorprendente exactitud. Aparte de buscar la libreta debía de haber sentido curiosidad.

—¿Y el perro? —pregunté.

Me miró por primera vez durante su relato. Advertí miedo en sus ojos, horror. Empezó a temblarle el mentón al hablar.

—Al principio estuvo callado, hasta movía el rabo; pero de pronto se puso a ladrar. Ladraba y ladraba, cada vez más fuerte… tuve miedo de que alguien lo oyera. Le pegué, le pegué en la cabeza con la tabla de cortar carne que usted tenía en la cocina. Fue horrible, horrible, yo… saltaba sangre del cuerpo… yo no quería…

Se echó a llorar histéricamente, con hipidos, con convulsiones y espasmos nerviosos.

—Pero eso no debería conmoverla, Pilar, al fin y al cabo usted había matado a Valentina.

Levantó su cara deformada por el llanto.

—No tuve que tocarla siquiera, Pompeyo lo hizo, yo no tuve que mancharme las manos, fue como…

Interrumpió la frase en el aire. Yo la continué.

—Como un juego, ¿verdad? Como uno de los entrenamientos de su marido. Un figurante al que el perro da dentelladas. Sólo que esta vez el figurante era de verdad. Fue así, ¿no es cierto?, casi no tuvo conciencia de matar.

Dejó de hipar por un instante, me miró con un destello errático de lucidez.

—Sí, así fue.

—Eso es muy comprensible, Pilar; pero no se engañe, usted la asesinó con plena voluntad. Ella le abrió su casa probablemente porque usted le dijo que quería charlar y usted le azuzó a su perro y la mató. La mató con ensañamiento, la mató. Después borró cualquier huella y la arrastró hasta el jardín. Hay alevosía en todo eso, y premeditación. Es la obra de una asesina, no es ningún juego.

Se inclinó hacia delante en la silla, los sollozos contenidos la sacudieron violentamente. Ribas se acercó más a ella, la incorporó, rodeó con sus brazos la cabeza convulsa.

—Déjela, déjela ya. Ha confesado, ¿no puede dejar de torturarla?

No me pareció que estuviera actuando, intentaba de verdad protegerla. Componían un cuadro extraño. Él de pie, alto, fuerte, apoyando sobre su estómago el cuerpo sentado de aquella mujer frágil que era su esposa. La consolaba, se consolaban los dos. Salí sin decir palabra. No sabía si me sentía conmovida o asqueada.

Cuando entré en el despacho de Garzón él guardó la compostura justa como para dejarme empezar a hablar sin plantearme preguntas. Antes de hacerlo encendí un cigarrillo. Me temblaba la mano.

—Y bien, subinspector, ya tenemos culpable.

Interrogó al aire con ojos de loco.

—La mujer de Ribas mató a Valentina.

—¿Está segura?

—Sí, puede darlo como un hecho cierto.

Se levantó abruptamente, echó a correr. Lo seguí con el alma en un hilo.

—Subinspector, ¿adónde va?

Vi cómo se acercaba a Pilar. Hizo que los guardias que la acompañaban se detuvieran en el pasillo. Escuché lo que dijo.

—¿Fue justamente ese perro llamado Pompeyo el que se llevó?

—Sí, ya se lo he dicho.

—¿Él mató a Valentina?

—¡Sí! ¿Es que no van a dejarme en paz?

—¿Y dónde está ahora?

—En el criadero.

—¿En qué parte del criadero?

—Es el único suelto que hay en el jardín. Déjeme, por favor, déjeme ya.

Temí que la zarandeara o algo por el estilo, pero lo único que hizo fue dar media vuelta, coger su gabardina y alejarse. Fui tras él. En la puerta de la comisaría encontré a Ribas custodiado por dos guardias. Salía hacia el juzgado. Me miró, se echó a llorar, con las defensas relajadas por fin.

—Aunque le parezca mentira, inspectora, le ruego de rodillas que la traten bien. Pilar es débil, quizás yo me haya portado mal con ella, pero siempre será mi mujer. No sé si me comprende.

—Le comprendo —contesté, pero no comprendía nada en absoluto; sólo quería largarme, Garzón se había escabullido y podía escapárseme sin remedio. Lo alcancé justo cuando entraba en el coche.

—¿Adónde va, Fermín?

—A dar una vuelta.

—¿Puedo acompañarle?

—Usted verá —dijo encogiéndose de hombros con mal humor.

Salimos de la ciudad, ambos en silencio. Garzón había puesto la radio a buen volumen para evitar cualquier posibilidad de conversación. Atardecía. Era un programa de entrevistas. Peroraba uno de tantos psiquiatras que escriben libros. La depreciación del yo. «En un mundo cada vez más materialista, para el individuo ya sólo parece contar el éxito social.» ¿De qué demonios hablaba?: Lucena, las escorias, robaperros miserables y estafadores multiempleados, amantes añosos y solitarios, matrimonios que se aman y se destrozan. Ninguno se tendería jamás en el diván de un psiquiatra. El individuo, el ego, el éxito social, las basuras, los excedentes, los restos. Y el amor.

Paró el coche. Estábamos frente al criadero de Ribas. Se le veía oscuro y hermético como una fortaleza. Bajó y yo bajé tras él. Se acercó a la verja de entrada. Un inmenso coro de perros empezó a cantar e inmediatamente, suelto, fiero, desafiante, apareció Pompeyo. Sacaba el morro por entre las rejas, enseñaba los dientes. No emitía un ladrido ahuyentativo y escandaloso, más bien era un grave gruñido, un aliento caliente preñado de amenaza. Garzón se quedó mirándolo entre las sombras de modo absorto, sereno. No cambiaba de expresión ni los aullidos lo hacían parpadear. Sentí frío y, sin saber por qué, miedo.

—¿Qué hace, Fermín?

No contestó.

—¡Venga, vámonos!

Ni se movió. La noche, el grupo satánico de perros ladrando sin parar… ¿qué esperaba encontrar en aquel bicho, restos del alma de Valentina, su transmigración?

—Subinspector, vámonos de una vez, aquí no pintamos nada.

Entonces Garzón metió la mano bajo la americana y sacó su pistola reglamentaria. Apuntó.

—No lo haga, Fermín, déjelo. Sólo es un animal sin culpa. ¿No se da cuenta?

Siguió encañonando al perro, mirándolo fijamente. Respiraba despacio.

—Después se sentirá usted mal, ¿para qué matarlo? Es inocente. ¡Déjelo!

Estiró el brazo. El perro supo que iba a morir. Calló, levantó la cara como un reo valiente y Garzón disparó. Los ladridos generales cesaron por completo. El animal se desplomó convertido en un fardo pequeño y quedó tendido en el suelo. Entonces un perro aislado volvió a ladrar, y luego otro y después un tercero. Ladraron todos otra vez, locamente. Con el corazón encogido, me acerqué al subinspector. Lloraba en silencio. Las lágrimas y los mocos resbalaban por sus bigotes lánguidos. Le puse una mano en el brazo.

—Vámonos, Fermín, es muy tarde.

Y nos fuimos igual que a la llegada, furtivos. Me sentía como si hubiese asistido a la ejecución del zar, pero sólo era la muerte de un perro. Una muerte más. Un corazón que deja de latir. Una muerte más. Hombres y perros y mujeres y perros. Todos seres indefensos en la noche.