10

Sánchez estaba impresionado. Era un hombre maduro, veterano y encallecido, pero él mismo lo dijo: «En todos los años que llevo de servicio no había visto nada igual». Yo contaba con muchos menos, pero quizás tampoco llegara a presenciar nunca una escena que fuera comparable. En el suelo, desmadejado y roto como un trasto viejo, yacía el cadáver de Valentina Cortés. Las partes expuestas de su cuerpo estaban cubiertas de heridas violáceas. Tenía la cara llena de sangre y los ojos fruncidos en una mueca de dolor, ya eterna. Me arrodillé a su lado. Su hermoso cabello rubio se hallaba apelmazado en mechones por efecto de la coagulación de la sangre. Sánchez se acuclilló a mi altura.

—Es amiga de Fermín Garzón, ¿verdad?

—Sí.

—Lo imaginé enseguida, con esa medalla… por si acaso preferí llamarte a ti y que echaras un vistazo.

—¿Qué son esas heridas?

—Mordiscos. Al parecer la atacó su propio perro. Está ahí, metido en su caseta, atrincherado. En cuanto nos acercamos, ruge. No creo que salga, pero tengo a un guardia con la pistola preparada. Debe de ser un bicho de mucho cuidado.

—¿Has avisado al forense?

—Y al juez para que certifique la defunción. Hemos hecho un primer registro en el interior de la casa y no hay nada anormal. Se diría que la atacó aquí fuera, delante de la caseta, porque estaba atado.

—¿Han oído algo los vecinos?

—Dicen que no.

—Entonces es raro, ¿no te parece?

—Depende de qué hora fuera; además, siendo su propio perro debió cogerla por sorpresa y no gritó.

—¿Por sorpresa con toda esa cantidad de mordeduras?

—No sabemos si la mató a la primera y siguió mordiendo después.

Me puse en pie. El dolor de cabeza había empezado a apretarme las sienes.

—¿Eran muy amigos Garzón y ella?

—Muy amigos, sí.

—¡Joder!, ¿y cómo piensas decírselo?

—¿He de decírselo yo?

—¡Mujer, trabaja contigo!

Llamé por teléfono al subinspector. Era la única alternativa que tenía y, además, era mi deber. Al menos, en la escena del suceso había más gente y cuando llegara, yo encontraría alguien que me ayudara a disminuir la tensión.

—¿Subinspector Garzón?

—Diga, inspectora. Perdone si me he retrasado, pero ya iba para comisaría.

—Garzón, ha pasado algo malo, quiero que me escuche y que conserve la serenidad.

—Joder, inspectora, no me asuste.

—Han encontrado muerta a Valentina en su casa, Fermín. Creen que fue Morgana quien la atacó repetidas veces hasta dejarla sin vida.

No hubo más que silencio del otro lado del auricular.

—Me ha entendido, ¿verdad?

—Sí.

—¿Se encuentra bien?

—Sí.

—¿Viene para acá?

—Sí.

Llegó el forense, y llegó el juez, y por último, sin corbata y con las faldas de la americana revoloteando al viento, llegó Garzón. Evité mirarlo a la cara, evité hablar con él. Vi desde cierta distancia cómo se acercaba al lugar donde estaba el cuerpo, cómo se agachaba y levantaba una esquina de la manta que lo cubría. Sánchez le daba todo tipo de explicaciones. Escuchaba muy quieto. Entonces me acerqué, le puse la mano en el hombro. Se volvió, me miró, su cara era de palo, sus ojos estaban vacíos de expresión.

—Fermín —dije.

—Hola, inspectora —respondió con voz completamente opaca.

—El forense dice que murió a las dos de la mañana, y ha confirmado que son dentelladas de perro. Ahora se la llevarán para hacerle la autopsia —terció Sánchez.

—Su perra no la mató —afirmó muy bajo Garzón—. Inspector Sánchez, sospecho que se trata de un asesinato. ¿Puede usted ordenar un registro exhaustivo?

Sánchez lo miró con una sombra de duda, acto seguido contestó:

—Naturalmente. Ahora mismo digo que lo registren todo otra vez, que tomen huellas y muestras de tejido de alfombras y cortinas. Sacrificaremos al perro y mandaré que le inspeccionen los dientes, que busquen restos de sangre.

—No es necesario que lo sacrifiquen, yo lo sacaré de la caseta.

—Le será imposible, Fermín.

Garzón no contestó. Se dirigió hacia la caseta. Al verlo, el animal empezó a gruñir. El subinspector no se detuvo. Todos cuantos estábamos allí quedamos en suspenso, las miradas se centraron en él. Se agachó frente a la pequeña puerta, alargó una mano abierta hacia su interior y dijo quedamente:

—Ven, Morgana, ven.

La perra salió de su escondrijo casi gateando y buscó protección bajo las piernas de mi compañero. Éste empezó a acariciarla en silencio. No se movían, y nadie se atrevía a interrumpirlos. Me acerqué.

—Fermín, tienen que llevarse a la perra, van a analizarle los dientes.

—Dígales que no la sacrifiquen, buscaremos a alguien que se quede con ella.

—Está bien, no se preocupe, se lo diré.

Tomó a la perra del collar, la desató y ésta lo siguió mansamente hasta la furgoneta. El forense le inyectó un calmante y se la llevaron. Garzón se quedó mirando cómo se alejaba el vehículo. Tenía que arrastrarlo fuera de allí aunque sólo fuera unos minutos. De ninguna manera debía presenciar el traslado del cadáver.

—Vámonos a tomar un café, subinspector.

—¿Un café? —preguntó como si hubiera olvidado el significado de la palabra.

—Sí, sólo será un ratito, vámonos.

—¿Y el registro?

—El inspector Sánchez queda al cuidado; descuide, ya ha oído que lo harán exhaustivo.

Lo empujé con suavidad pero firmemente. Entramos en un barucho lleno de estrepitosos trabajadores que desayunaban.

—¿Lo quiere con leche, Fermín?

Asintió distraído y ausente.

Bebíamos el café en silencio. Yo oía las bromas que los obreros se gastaban entre sí, la narración neutra de las noticias radiofónicas sumándose al jaleo, el sonsonete de la máquina tragaperras incitando a jugar desde un rincón. La rutina alegre de una mañana normal. Nunca he tenido dotes para lo heroico ni lo emotivo. No se me dan bien los pésames, ni los consuelos, ni las frases de ánimo. No hay nada que decir frente a la adversidad; puede que todo en la vida llegue a tener solución, pero hay algo inicuo en recordarle eso a alguien que está sufriendo. Todo lo que se me ocurrió hacer fue proponerle a Garzón:

—¿Nos tomamos una copa, subinspector?

Aceptó, y en cuanto la tuvo en la mano, se la bebió de un trago. Luego dijo:

—A Valentina la ha matado su amante.

—¿Con un perro?

—La ha matado su amante —repitió.

—¿Qué sabe usted de ese amante, Fermín?

—Nada, tiene huevos la cosa, nada. Nunca quise preguntarle, ni ella me habló. —Se quedó un segundo abstraído y añadió—: Vámonos, quiero ver cómo marcha ese registro.

Bien, el flanco profesional era un buen camino para poder afrontar la realidad. De regreso a la casa comprobé que ya se habían llevado el cadáver. Sánchez nos encaró enseguida.

—Hemos encontrado algo en la caseta del perro —dijo—. ¡Figueredo, tráigame la prueba!

—Es que ya la hemos llevado al coche, inspector.

—¿Y quién les manda…? ¡Tráigame la prueba, cojones! —Mientras el guardia se alejaba, Sánchez se volvió hacia mí y comentó con aire conspicuo:

—Cualquier día va a haber que pedirles las cosas por favor.

Cuando regresó Figueredo, llevaba una libreta en las manos. Garzón casi se la arrebató y empezó a hojearla nerviosamente. Un rictus de dolor le cruzó la cara, después me la tendió. Era la tercera libreta contable de Lucena. Sin duda alguna, su letra, sus números y, esta vez sí, una contabilidad de cifras elevadas que podían coincidir con su dinero escondido en el zulo.

—¿Dónde estaba? —pregunté.

—Dentro de una grieta profunda que hay en la pared interior de la caseta. Buen escondite, ¿verdad?, nadie hubiera tenido pelotas para meterse ahí. ¿Os dice algo esta libreta?

—Sí, Sánchez, me temo que vamos a tener que indicarle al comisario que nos hacemos cargo de esto; creo que entra dentro del caso que estamos llevando.

—Pues no sabes cuánto me alegro, este asunto pinta mal.

Garzón estaba serio como un enterrador. Cuando nos metimos en mi coche siguió un amplio intervalo de silencio. Luego, oí cómo su voz estallaba con violencia:

—¡Está bien, Petra, dígalo ya, puede decirlo cuando quiera! Valentina estaba conchabada con los asesinos de Lucena, quizás fue ella misma quien lo asesinó. Por eso congenió conmigo desde el principio, para sacarme información, para saber lo que íbamos descubriendo y pasárselo a sus cómplices. ¿Por qué no lo dice?, ¡dígalo ya!, ¡diga que soy un imbécil!

Había chillado.

—Serénese, Garzón, y no anticipe acontecimientos. Si quiere hablaremos de eso, pero con tranquilidad, cuando lleguemos a mi despacho.

—Perdóneme, pero me parece estar en una pesadilla.

—Tranquilícese, es inútil lamentarse. Investigaremos y veremos qué ha sucedido.

Una vez en comisaría ocupé mi asiento, Garzón se dejó caer pesadamente en una silla. Hojeé de nuevo la libreta. No había ninguna duda, era la tercera libreta de Lucena. Cogí el teléfono y llamé a Juan Monturiol.

—¿Juan? Tengo que pedirte un nuevo favor. No es algo agradable. Se trata de asistir a una autopsia. Hay unos mordiscos de perro que quiero que veas. Sí, quedaremos más tarde, te llamaré.

Una especie de fuerza me había acometido. El final estaba cerca. Ni siquiera entreveía cuál era, pero estaba allí, al alcance por fin. Me encaré con Garzón.

—Vayamos por partes, subinspector. Es obvio que desde que la encontramos en su campo de entrenamiento, y ahora pienso que Espanto sí nos guió al sitio correcto, Valentina forzó las cosas para que surgiera una amistad entre ustedes. Esa amistad le sirvió para filtrar informes a sus cómplices de por dónde iban nuestras investigaciones; así podían estar tranquilos. Pero hay dos cosas que puede dar por ciertas: primero, que Valentina no asesinó a Lucena, y segundo, que sí pensaba casarse con usted.

—¿Cómo puede estar segura?

—Piense un poco, no se deje llevar por el desánimo o el rencor. El tener esa libreta en su poder acusa a Valentina, cierto, ella estaba implicada en lo que Lucena hacía; pero al mismo tiempo la exculpa. ¿Por qué cree que conservaba esa libreta en un lugar tan seguro?

—Porque era una prueba en su contra.

—En ese caso hubiera sido mucho más seguro destruirla. No, Valentina se hizo con esa libreta al morir Lucena y evidentemente estaba utilizándola como elemento intimidatorio contra alguien. Lo más probable es que su cómplice sea ese alguien y, por tanto, el responsable de la muerte de Lucena.

Quedó mudo un momento, pensando. Proseguí con mi explicación que yo misma iba entendiendo mejor al expresarla con tanta contundencia.

—Quizás esa libreta le haya costado la vida a Valentina. Lo más probable es que cuando decidió casarse con usted, y eso demuestra que sí lo decidió, quisiera deshacer definitivamente la sociedad con sus compinches y éstos no la dejaran. Miedo a la delación, miedo a la confidencia marital, ¡imagínese, ella pasaría a ser la mismísima mujer de un policía! Hubo amenazas, ella contraatacó mencionando la libreta, se la exigieron, ella se negó a entregarla porque era su garantía de futuro… en fin, al final le azuzaron a un perro entrenado y ese perro la mató. Buscaron la libreta sin hallarla y, después, arreglaron de nuevo la casa e intentaron hacer pasar el asesinato por un accidente con Morgana.

—¡Dios, es toda una hipótesis!

—Es pura lógica. ¿Sabe usted si el amante de Valentina podría encontrarse entre sus cómplices? ¿Le comentó si estaba también metido en el mundo del perro?

—Ya se lo he dicho, no sé nada de ese tipo; ahora dudo de que exista siquiera.

—¿Tenía familia Valentina?

—Siempre me dijo que estaba sola en el mundo.

—¿Amigos?

—No lo sé.

—Pues investíguelo inmediatamente.

—Quisiera que me asignara un cometido más de primera línea.

—Usted hará lo que le manden, Garzón, y no personalizará este trabajo porque, de lo contrario, tendré que pedirle al comisario que lo aparte del caso.

—A sus órdenes —dijo, y salió con el ceño fruncido, enfurruñado. Eso me tranquilizó un poco, era su primer signo de normalidad en las últimas horas.

Para Juan Monturiol asistir a aquella autopsia debía de ser una faena; sin embargo, estaba tan fuertemente atraído por los misterios de nuestro caso que olvidó sus reparos y demostró gran entereza. Yo, naturalmente, esperé los resultados en el pasillo. Nadie hubiera podido convencerme para que entrara a la sala. Se me aflojaron los músculos en cuanto me senté, pero aún me dolían las cervicales. Todo aquello parecía una gran locura. Nuestro acercamiento a la solución del caso había constituido al mismo tiempo una lejanía progresiva. Espanto nos había dado la clave, o parte de ella, desde el primer momento. Ahora estaba claro. Su oreja mordida. Recordé la reacción del perro al ponerse el primer día frente a Valentina, pero ella había sido rápida e inteligente y tomó una decisión valerosa. Estuvimos todo el tiempo actuando ante sus ojos, ella sabía si nos acercábamos peligrosamente al meollo de la cuestión, o si permanecíamos a una distancia segura. El subinspector fue una presa fácil, el pequeño donjuán, el cazador cazado. La catarata de preguntas se precipitaba tras ese descubrimiento excediendo el caso, centrándose en la historia amorosa. ¿En algún momento Valentina se había enamorado realmente de mi compañero? ¿Pensaba casarse de verdad? Él estaba ofreciéndole la oportunidad de cumplir rápidamente su sueño de una casa en el campo, y además ella había llegado a descubrir su bondad y se sintió cautivada. Era preciso dar por buena aquella conjetura, por la lógica de la investigación, para el consuelo de Garzón. Suponía que en su mente estarían resonando los mismos interrogantes, aunque acompañados de dolorosa incertidumbre.

Cuando Monturiol y el forense salieron de la sala, yo había dejado de pensar en el caso; la terrible realidad de la muerte de Valentina estaba trabajándome el estómago. Verle la cara a Juan no contribuyó a apaciguarme. Venía blanco, con los ojos desencajados y los dientes prietos. Hay aún una pequeña diferencia entre animales y hombres destripados. O todo es cuestión de acostumbrarse, puesto que el forense estaba tan fresco.

—Un caso muy claro —dijo—. Efectivamente murió más o menos a las dos de la madrugada. He contado en su cuerpo hasta veinticinco dentelladas de perro. Una de ellas le seccionó la yugular. Es probable que el ataque se produjera en el interior de la casa y no en el patio porque, al caer, debió de golpearse con una arista, quizás de una mesa; tenía un golpe inciso en el costado. Supongo que la arrastraron y la dejaron fuera. ¿Estaba la puerta abierta?

—Sí. Y la muerta no vestía camisón. Debió de estar esperando una visita.

—Yo, en eso, ya no puedo entrar ni salir; tampoco en las deducciones zoológicas, que he dejado para este buen compañero. No lo ha pasado muy bien ahí dentro, ¿verdad? —Palmeó la espalda de Juan, riendo—. Me marcho, tengo otra autopsia. Esta tarde te paso el informe escrito, Petra.

Se largó dejando en el aire un fuerte olor a desinfectante.

—He vomitado —confesó Monturiol en cuanto estuvimos solos.

—Lo lamento, Juan, de verdad.

—Me siento como un pardillo.

—¿No has podido sacar conclusiones?

—Sí, sólo faltaría. He tomado notas. Tengo la medida de los mordiscos, he hecho croquis. Ahora hay que trabajar sobre eso en mi despacho.

—Podemos dejarlo para mañana.

—No, creo que me encuentro mejor.

—¿Estás seguro?

—Te lo diré cuando hayamos salido de este sitio tan fúnebre.

Era extraordinariamente hábil con el ordenador, una virtud más. Durante varias horas, en un trabajo de dibujo minucioso y perfecto, fue trazando el perfil exacto de las mordeduras en la pantalla basándose en sus apuntes de urgencia. Después, partiendo de esa huella ya delimitada por entero, perfiló la mandíbula completa que podía haberla producido. Yo esperé derrengada en un sillón, sintiendo un cansancio cada vez más profundo que me llevó hasta el sueño. Me despertó a una hora que ni siquiera pude calcular.

—Creo que ya tengo las cosas claras.

Me puse a su lado despejándome de golpe.

—Por supuesto no ha sido Morgana quien le mordió. Se trata de un perro de talla más pequeña que el rotweiler, pero incluso de más fortaleza, los mordiscos son profundos, precisos, sin desgarramiento, de un solo apretón intenso. Un perro adiestrado para hacer eso, no se cansó en el ataque, no cejó en su fuerza, todas las marcas tienen parecida intensidad.

—¿Puede ser una de las razas que seleccionamos el otro día a partir de los pelos?

—Eso es lo que vamos a ver.

Se sentó frente a mí, cogió papel y lápiz.

—Veamos. El bóxer queda automáticamente descartado. Su boca tiene lo que llamamos prognatismo inferior. Es decir, la mandíbula de abajo está más adelantada que la de arriba. Eso propiciaría una mordedura de forma característica que las de Valentina no tienen. —Hizo una raya tachando el nombre—. Descartado también el dogo alemán. Su enorme boca daría un mordisco mucho mayor.

—En ese caso sólo nos quedan el pastor alemán y el stadforshire bull terrier. Entre las mordeduras de ambos sí es imposible distinguir.

—¡Cojonudo, Juan, es un paso importante! Voy a comunicárselo a Garzón.

En comisaría me dijeron que Garzón ya se había marchado, así que, algo inquieta, lo llamé a su casa. Allí estaba, mortecino como una vieja bombilla. Le conté las deducciones de Juan y sólo contestó con monosílabos. Al final de mi relato ni pidió detalles ni hizo comentarios.

—¿Se encuentra bien, Fermín?

—Sí.

—Espero que no esté bebiendo whisky como una bestia, me gustaría que mañana se presentara entero, hay mucho trabajo que hacer.

—Descuide, no estoy bebiendo.

—¿Necesita algo?

—No, Petra, gracias.

—Buenas noches entonces.

—Buenas noches.

Juan se me acercó por la espalda y me abrazó. Me di la vuelta y nos besamos.

—Creo que como recompensa a mi labor de detective aficionado bien merezco que me invites a cenar y luego…

—Lo siento, Juan, pero estoy preocupada por Garzón. Voy a ir a verle.

—Me ha parecido entender que estaba perfectamente.

—Nunca se sabe. Ha recibido un golpe muy fuerte y está solo. Mañana te llamo.

Bajó los ojos, sonrió.

—Haz lo que debas, inspectora.

Le di un beso al vuelo y me dirigí al apartamento del subinspector. Cuando éste abrió la puerta apenas dio síntomas de reconocerme.

—He venido para comprobar que no está usted bebiendo.

—Le dije que no estaba bebiendo.

—Bueno, pues en ese caso será mejor que lo haga, pero en compañía. ¿Tiene whisky?

Me dejó pasar. Como un autómata fue en busca de la bebida y sirvió dos vasos.

—¿Qué le parecen los resultados de Juan Monturiol? Impresionantes, ¿verdad? ¿Recuerda a los criadores de esas dos razas? En la visita al del stadforshire estuvimos a punto de morir, quizás…

—Ocurre una cosa, inspectora; resulta que no tengo ganas de hablar.

—Bueno, pues entonces veremos la televisión.

Pusimos un partido de fútbol del cual yo era incapaz de desentrañar ni la más mínima jugada. Lo veíamos en silencio, tragando un poco de whisky de vez en cuando. Afortunadamente los jugadores se peleaban entre sí y discutían con el árbitro; eso, que sí era comprensible, me proporcionó el suficiente entretenimiento como para aguantar hasta casi el final. Observé que Garzón daba cabezadas. Entonces me levanté y le dije en voz baja:

—Me marcho, Fermín, le veo mañana en comisaría.

Asintió sin moverse, sin romper aquella postura que al menos le había dado la suficiente tranquilidad como para dormir.

Toda la vida me había apetecido que me sucedieran cosas como las que les pasan a los detectives en las películas. Aquella noche, al volver a casa, por fin mi deseo se hizo realidad, pero, paradójicamente, no me gustó en absoluto. Encontré la puerta reventada. El salón estaba indescriptiblemente desordenado, habían sacado los libros de las estanterías, tirado los cojines al suelo, abierto los cajones. Corrí al dormitorio para encontrarme con una escena similar. De la mesilla de noche habían desaparecido las pocas joyas que tenía. Lancé mi bolso contra la cama. Menté a todos los demonios en voz alta. De pronto, recordé a Espanto y me dio un vuelco el corazón. Empecé a llamarlo compulsivamente buscándolo por todas partes, pero Espanto no respondía. Llegué a la cocina y me costó abrir la puerta porque chocaba contra algo. Y sí, allí estaba, tras la puerta, hecho un ovillo peludo e inerte, muerto. Me arrodillé a su lado, casi no me atrevía a tocarlo. Lo hice con cuidado, casi con mimo. Se veía rígido y frío. Tenía sangre en la cabeza, debían de haberlo golpeado. Fui a buscar un cojín, coloqué a Espanto sobre él y lo llevé al salón. Me senté frente a su pequeño cadáver, compungida y cansada. Ahora sí, pensé, ahora ya han desaparecido de la Tierra los últimos vestigios de Ignacio Lucena Pastor. El pobre diablo y su perro feo. Una historia triste.

—Naturalmente no eran ladrones —le dije a Garzón, más sereno aquella mañana—. El robo de mis cuatro anillos casi sin valor ha sido un modo de encubrir lo que buscaban.

—¿Buscaban la libreta de Lucena?

—¡Hay que ser un auténtico aficionado para pensar que guardamos las pruebas de un caso en el cajón de la cómoda!

—Entonces lo que querían era cargarse a Espanto. Temían que volviera a prestarnos su mudo testimonio. Han visto a los policías de guardia en casa de Valentina y saben que no nos hemos tragado la historia de que fue Morgana quien la atacó. De paso han intentado encontrar algo en su casa.

—Es posible.

—Ahora que ya no tienen a Valentina para que les informe de nuestros movimientos, han de ir borrando posibles evidencias.

—Esto es angustioso, subinspector. Abordemos la recta final. Tenemos todas las cartas en la mano, empecemos a jugarlas con decisión de una vez. Es absurdo que hayamos pasado tanto tiempo pendientes de este maldito caso, es ridículo.

—El espionaje de Valentina nos impedía avanzar.

—No eche demasiadas culpas sobre Valentina, sólo las que le corresponden. Al fin y al cabo ha dado la vida por usted.

—¿Está segura de eso?

—Naturalmente, incluso empezó a actuar a nuestro favor. Ella dio el chivatazo a la poli aunque luego se arrepintiera y diera el contrachivatazo.

Garzón levantó un dedo en el aire severamente.

—¡Un momento, inspectora, un momento!, está usted pensando con precipitación con tal de consolarme y eso no conviene al caso.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Pero ¿no se da cuenta? Valentina no pudo dar ningún chivatazo porque, simplemente, a la hora en que se produjo la llamada a comisaría, ella estaba conmigo, en mi casa. Por supuesto eso le permitió enterarse de todo lo que me comunicaron, yo mismo se lo dije. En cuanto me largué, ella llamó a sus compinches y les avisó de que íbamos para allá. Ésa es la explicación de que se hubieran pirado cuando llegamos. Lo suyo fue el contrachivatazo, no se olvide.

—¿Ha verificado las horas?

—Por supuesto que lo he hecho.

Me rasqué violentamente el flequillo en un gesto desesperado.

—Y entonces, Fermín, ¿quién cojones era la mujer que dio el soplo?

—Valentina no, puede estar segura.

—¿Y sus investigaciones en el entorno de Valentina? ¿Hay indicios de su familia, de amigos, del presunto amante?

—Nada. Valentina no tenía entorno, era un alma solitaria. Y no ha aparecido por ninguna parte la agenda que solía llevar en el bolso, quizás la perdió antes de morir.

—¿Es posible que una mujer tenga un amante durante años y no deje ni una huella en su vida?

—Si lo que me contó era cierto, debían llevarlo con discreción, él era casado.

—De acuerdo, pero ella no, bien podía tener en casa algún regalo, una sortija grabada, una fotografía… ¿no recuerda haberse fijado en alguna ocasión?

—Supongo que cuando yo llegaba quitaba de la vista cualquier cosa suya que pudiera tener, cuestión de buen gusto. A no ser que…

—A no ser que quien la mató, hubiera borrado escrupulosamente de la casa cualquier cosa que pudiera delatarlo, incluida la agenda. Tuvo tiempo para hacerlo.

—Eso significaría que quizás amante y cómplice eran la misma persona, suponiendo que ella no lo hubiera inventado.

—No sé por qué hubiera debido inventarse un amante.

—Para mantenerme alejado en lo amoroso.

—¡Pero no lo mantuvo alejado, ligó con usted!

—Eso es verdad.

—¿Tenemos algún hombre atendiendo el teléfono de Valentina?

—Sí, y no la ha llamado nadie.

—Eso es una prueba también. Su amante hubiera hecho por verla, a no ser que supiera que estaba muerta.

—Siempre suponiendo que exista el amante.

—Lo siento, subinspector, quizás sea doloroso para usted reconocerlo, pero mucho me temo que el amante existía. Estoy segura, yo también soy una mujer.

Bajó los ojos con aire abatido; él, obviamente, era un hombre, y reconocer un posible triunfo del oponente tocaba su moral. Salió de mi despacho cargando excesivamente las espaldas. Había envejecido varios años en los últimos dos días. La vida no es justa, pero pretender que lo sea es una ambición pasada de moda. Me pregunté si, a su edad, encontraría ánimos para superar aquello. Pero daba igual, con ánimos o sin ellos seguiría viviendo, todo el mundo sigue viviendo a pesar de las cicatrices, los cardenales, las marcas de golpes sin fin.

Telefoneé a Sánchez. El informe sobre el registro en casa de Valentina estaba listo. Habían sido encontradas minúsculas gotas de sangre sobre los muebles. Otras mayores fueron casi borradas con agua y jabón. Sin duda podíamos escribir en los papeles legales que Valentina Cortés había sido asesinada, y acusar formalmente a alguien de su muerte. Las sospechas se centraban de momento en los dos criadores. Llamaron a la puerta. El serenísimo guardia gallego entró a decirme que un hombre quería verme. ¿Un hombre?, quizás una confesión, quizás un testigo. Mi mente estaba acelerada por los últimos propósitos de impulsar el caso hacia su final, por eso no hubiera podido jamás ubicar el origen de aquel joven que me miraba con ojos redondos, moreno, un tanto chaparro, un poco abundante en carnes.

—Así que usted es la inspectora Delicado.

—Pues sí, usted dirá.

—Mi padre me habla a menudo de usted.

—¿Su padre?

—Soy Alfonso Garzón y acabo de llegar desde Nueva York.

Estoy segura de que la boca se me quedó ligeramente abierta. Lancé mi mirada sobre él con auténtica avidez, buscando detalles en su rostro. Sus ojos de expresión algo escéptica… y los lóbulos de las orejas a lo Buda sedente, ¿no eran aquéllos los lóbulos del subinspector? Carraspeó, incómodo.

—¡Naturalmente, qué tonta soy! Su padre se ha marchado hace un rato.

—Eso me han dicho, por eso he entrado a verla, en su casa tampoco está.

—Claro, claro que sí. Ahora mismo voy a pedir que nos traigan un café.

Pues sí, era verdad, Garzón se había reproducido, había alguien funcionando por el mundo salido de los curiosos genes de mi compañero. Las pestañas también eran las suyas, rígidas y caídas hacia abajo como tejas.

—Supongo que ya imagina a lo que vengo. Por cierto, ¿sabe usted cuándo es la ceremonia?

—¿Qué ceremonia?

—La boda de mi padre, he venido expresamente para conocer a su prometida. ¿No le ha dicho nada? Le avisé de mi llegada hace una semana.

Tragué el café como pude. ¿Por qué me caían a mí todos los muertos?

—Verá, Alfonso, lo cierto es que en los últimos dos días han sucedido muchas cosas; y tan graves que es posible que su padre se olvidara de que usted venía. Hubiera preferido que fuera él quien se lo comunicara, pero en fin, lo que ocurre es que la novia de su padre ha sido asesinada.

Su voz cobró un fuerte acento americano para casi gritar:

—¿Cómo, asesinada?

—Sí, salvajemente asesinada.

—¡Pero eso es imposible, mi padre me dijo que ella no era policía!

—Y no lo es, pero se ha visto envuelta en un caso; eso sí se lo explicará mejor su padre.

—¿Y por qué nadie me ha avisado?

—Bueno, su padre, como es lógico, está muy conmocionado.

—Pero he venido desde América, he dejado el hospital, tomado unos días de permiso en un momento en el que se me acumulaba el trabajo. He cancelado dos importantes conferencias en la Universidad…

—En cualquier caso yo me alegro de que haya venido. Su presencia animará al subinspector, se encuentra muy afectado moralmente.

—Sí, desde luego, eso sí.

Estaba contrariado como si alguien le hubiera birlado el taxi un día de lluvia, como si hubiera encontrado una cucaracha en la habitación de un lujoso hotel.

—¿Sabe qué haremos? Voy a pedir que alguien le lleve al apartamento de su padre y, mientras tanto, lo localizaré y le diré que se reúna inmediatamente con usted.

—O.K. —contestó como si aquello fuera un premio de consolación.

Lo vi desaparecer con alivio. No fue difícil localizar a Garzón. «¿Mi hijo? —preguntó como si le hablara de una extraña variedad de hormigas africanas—. ¡Lo había olvidado por completo!» Y bien, así estaban las cosas. De un modo providencial la llegada de Alfonso Garzón beneficiaba mis planes con respecto al caso. Estaba segura de que conseguiría mantener al subinspector más alejado de la investigación en un momento en el que lo que íbamos a necesitar era paciencia y astucia, dos cosas que el dolor y la personalización que hacía de aquel asunto mi compañero, no serían más que trabas a mi nueva estrategia.

Esta vez, el interrogatorio de los sospechosos se realizaría en las dependencias policiales. Ambos criadores serían requeridos por una patrulla en sus propias casas, y no en sus lugares de trabajo. Procuraríamos que todo fuera aparatoso e infamante. Los putearíamos todo lo posible, los retendríamos hasta el límite, que probablemente sería la intervención de algún abogado.

Interrogué a Pedro Costa, el criador de pastor alemán, sin la presencia de Garzón. Si aquel hombre había sido cómplice de Valentina Cortés, difícilmente podía representármelo como amante. Su cuerpo enjuto, casi ascético, no daba la cancha que parecía exigir tan magnífica jugadora, aunque nadie conoce la verdadera naturaleza de las mujeres y las hay que escogen amantes en plan maternal. Tampoco la actitud durante la sesión lo señaló como un hombre apasionado. A pesar de que lo acosé y le hablé con la mayor crudeza posible, no abandonó su aire monacal. Estaba resignado a seguir sufriendo molestias por nuestra parte y no pensaba rebelarse. Tal comportamiento podía interpretarse como expresa inocencia o como absoluta seguridad en su coartada. ¿Dónde estaba la noche en que asesinaron a Valentina? En su casa, durmiendo con su mujer. Ésta lo confirmó. Le dejé marchar. No teníamos pruebas concluyentes en su contra y me interesaba que saliera sin mácula de aquella visita. Me disculpé, lo sentía muchísimo, esta vez podía irse convencido de que no volveríamos a requerirlo más, todo había sido un embrollo momentáneo, una fatal equivocación.

Tal y como esperaba, conseguir que Garzón entendiera esta última parte al relatársela, me costó. Sus preguntas fueron seguidas por sus protestas. ¿De verdad pensaba que aquel hombre no podía ser culpable? No, aún no podía afirmarlo. ¿Y entonces, por qué le dejaba marchar entre mil excusas educadas? Que actuáramos con semejante guante blanco frente a quien podía ser el asesino de Valentina lo llenaba de rabia y desesperación, que era justo lo que yo temía. Gracias a ese modo de reaccionar me resultó completamente imposible que se quedara fuera del segundo interrogatorio. Lo cual, era evidente, no hacía sino complicarme las cosas.

La patrulla requirió a Augusto Ribas Solé en su casa, antes de que se fuera a trabajar y, como éste era mucho menos filosófico que el otro sospechoso, protestó en cuanto lo tuvimos delante. Como primer indicio de lo que iba a ser la cosa, Garzón le hizo callar con un violento chillido. Medié enseguida.

—Quizás el sistema de traerlo hasta aquí ha sido un poco brusco, pero es cosa de los guardias, siempre lo hacen así.

—Pues ya es hora de que cambien, inspectora.

—Estoy de acuerdo, con el tiempo lo harán.

Seguía causándome la misma impresión que cuando nos salvó de sus temibles perros. Era un individuo arrogante, seguro de sí mismo, populista y cordial. Dotando a mi voz de un sello de serenidad pregunté:

—¿Dónde estaba usted cuando mataron a Valentina Cortés?

—Yo casi no conocía a Valentina, sólo nos habíamos visto alguna vez por cuestiones de trabajo. Me he enterado de su muerte por la sección de sucesos del periódico, de modo que no recuerdo cuándo murió, normal, ¿no le parece?

Garzón casi saltó sobre él.

—Nosotros diremos lo que es normal, ¿me oye?

Ribas me miró escandalizado.

—Oiga, pero ¿qué es esto?, ¿por qué me habla así? Dígale que se comporte, inspectora; usted sabe perfectamente que puedo no contestar nada si no hay delante un abogado; de modo que si sigue ese tono me iré. Sólo estoy intentando colaborar con ustedes.

Le pegué una mirada asesina a Garzón.

—De acuerdo, señor Ribas, disculpe. Yo le diré lo que quiere saber. Valentina murió el martes pasado, a las dos de la mañana.

—¿A las dos de la mañana de un martes? Pues supongo que estaría durmiendo en mi casa, como siempre.

—¿Hay alguien que pueda corroborarlo?

—¡Por supuesto, mi esposa!

—¿Me deja que lo confirme? ¿Está su esposa en casa?

—Sí, llámela, por favor, y procure tranquilizarla un poco, cuando llegaron sus hombres esta mañana se llevó un susto de muerte.

Hablé con ella brevemente, luego me volví hacia Ribas y sonreí.

—Dice que esa noche ella volvió tarde a casa, señor Ribas, por lo visto los martes cena con sus amigas.

—Es verdad, se me había olvidado. Pero le habrá dicho a qué hora volvió, y que me encontró en la cama durmiendo, ¿no es cierto?

—Me lo ha dicho, sí.

—Oiga, ¿puedo preguntarle si tiene pruebas contra mí, por qué parece que soy sospechoso de la muerte de una mujer a la que he visto un par de veces en mi vida?

Garzón se disponía a abalanzarse sobre él, lo cogí firmemente del brazo.

—Ninguna en realidad, señor Ribas; todo ha sido una confusión, pero debíamos estar completamente seguros de dónde estaba usted esa noche. Ahora lo estamos. Puede marcharse ya.

Puso cara de no entender gran cosa, se despidió cortésmente y salió de la oficina con paso tranquilo. Antes de que su olor a buen perfume masculino se hubiera disipado, el subinspector se encaró conmigo.

—¿Puede decirme a qué estamos jugando, inspectora? ¿Por qué le ha dejado marchar?

—Porque no tenemos pruebas suficientes.

—Y así nunca las tendremos, ¿por qué no le ha preguntado por la lucha de perros?, ¿por qué no le ha hecho ni una mínima presión?

—¿Qué quería que hiciera, darle de hostias?

—¡Sí!

Acerqué mi cara a la suya, apreté los puños, escupí las palabras entre dientes:

—Cuidado, Garzón, cuidado; no voy a dejar que mezcle sus problemas personales aquí. Aunque tengamos al culpable confeso entre las manos usted no le tocará ni un pelo de la ropa, ¿entendido?

Aflojó la tensión, bajó los ojos.

—Está bien —masculló—, y ¿qué hacemos ahora?

—Esperar.

—¿Esperar a qué?

—No lo sé, subinspector, pero algo tiene que ocurrir, y si no ocurre intentaremos tomar otra línea, lo que no vamos a hacer es caer a estas alturas en la desesperación y el acto alocado.

—Para usted es fácil decirlo.

—Quizás.

Y esperamos, haciendo acopio de serenidad. Aproveché para ordenar los papeles, para ocuparme de asuntos sueltos que me impidieran pensar obsesivamente en el caso. Al atardecer de cada día, Garzón y yo nos reuníamos en mi oficina, comentábamos cosas varias, intentando no hacer mención expresa de lo que en realidad ocupaba nuestras mentes. Yo le preguntaba por su hijo. Me contó que había decidido quedarse unos días en Barcelona, haciendo turismo. Ya lo había acompañado a la Sagrada Familia, a Montjuïc. Al chico le gustaba recordar su pasado en la ciudad. Un día quedamos los tres para comer. La cita era en Los Caracoles, y padre e hijo llegaron con más de media hora de retraso.

—Es por culpa de este tráfico enloquecido —comentó Alfonso Garzón—. ¿Cómo consiguen trabajar así?, supongo que nadie será puntual.

—¿Es diferente en América? —pregunté.

—¡Por supuesto que sí! Allí todo está más… organizado. Resultaría inconcebible estar a merced de los atascos; y si se prevé alguno, entonces se toma el subway.

—Entiendo. ¿Qué quieren comer? He visto que hay cosas muy apetitosas en la carta.

Empezamos a escoger. Yo no podía librarme de la fascinación de ver al subinspector junto a su vástago. Observaba subrepticiamente sus gestos y rasgos, buscando cualquier similitud.

—¿Qué tal unos callos? —propuso Garzón.

—¡Papá, eso es puro colesterol!

—Total, por un día… —se excusó.

El hijo se dirigió a mí:

—¡Un día! No se puede usted figurar, ayer comió paella, anteayer espalda de cordero. Y por las noches suele cenar huevos y café. ¡Ah!, y no crea que desayuna fruta o yogur; nada de eso, perritos calientes o bacon. ¿Cuántos años cree que puede resistir alguien con ese régimen sin sufrir un ataque al corazón?

—¡Bueno, su padre ha resistido unos cuantos!

—Justamente, y ya es hora de que empiece a cuidarse.

—Lleva usted razón.

—Mi hijo siempre lleva razón —soltó Garzón dándole el primer tiento a un buen rioja.

—Cuando vivía mamá la cosa era distinta. Una mujer muy sobria, concienzuda. Comíamos mucha verdura, potajes de legumbres…

—Y los viernes, bacalao —concluyó el subinspector con cierta rechifla.

—Era una mujer muy religiosa, sí. Pero como es bien sabido, las religiones tienen unos preceptos que no son en absoluto casuales. Se ha demostrado que todos tienden a mantener una higiene de vida. Están en contra de los alimentos nocivos, de la promiscuidad…

—Sí, ya sabemos, ya —dijo Garzón hincándole el diente a sus callos. Yo me había atrevido a pedir un revuelto de espárragos, confiando en que no estuvieran prohibidos en ninguna religión.

—¿Usted no está casado, Alfonso?

—No, no he tenido tiempo aún.

Me eché a reír.

—¿No ha encontrado un rato libre?

—No se ría, inspectora, hablo de verdad. En América la vida es muy dura, hay mucha competencia y uno se ve obligado a intentar ser el mejor. He tenido que reciclarme en los estudios de Medicina, que allí son mucho más fuertes. Hice la especialización, conseguí la plaza en el hospital. Ahora soy cirujano jefe, ¿cree que eso me ha sido fácil, especialmente no habiendo nacido allí?

—Estoy segura de que no.

—Afortunadamente es un mundo lleno de posibilidades para el que está dispuesto a trabajar.

—¿Un mundo en el que cualquiera puede llegar a presidente?

—Es posible que desde aquí eso se vea como un tópico, pero así es.

—Voy a intentarlo yo a ver qué pasa —dijo Garzón entre ocurrente y cabreado.

—Tú no lo lograrías, papá, y ¿sabes por qué? Porque no crees realmente en las potencialidades del hombre. Eres demasiado fatalista, como todos los españoles.

—La fatalidad existe, hijo mío, por si no te has enterado aún, y la falta de suerte, y el fracaso, y la desigualdad de oportunidades y los condicionamientos desde que naces, a ver qué coño vas a contarme a mí de llegar a presidente.

—Pero, papá…

Levanté mi copa para evitar que la cosa pasara a mayores.

—Brindemos por la fatalidad, o por lo que sea que hoy nos ha reunido aquí.

No fue mi último brindis en esa comida, en parte porque varias veces tuve que terciar en discusiones paternofiliales que subían de tono, y en parte también porque necesitaba animarme ante la poco confortable reunión. A la hora de tomar café, Garzón y yo habíamos bebido bastante, más que su hijo, cuya prudencia médica le llevó a pararse en la tercera copa.

Nos despedimos de Alfonso Garzón en la puerta del restaurante. Quería visitar el Museo Nacional de Cataluña y opinaba que el horario de comidas, tan tardío en España, era ridículamente poco práctico. Garzón y yo volvimos a comisaría. Lo invité a tomar un último café en mi despacho antes de marcharse al suyo.

—¿Un poco más de azúcar? —le ofrecí.

—¿Cree que es conveniente para un viejo caduco como yo? ¿Lo aprobaría mi hijo?

—¡Vamos, subinspector, debería estar contento!, su hijo se preocupa por usted.

—Mi hijo es gilipollas, inspectora.

—¡Fermín!

—Sé perfectamente lo que me digo. ¡Un perfecto capullo! Estoy hasta los cojones de aguantarlo. Han sido dos semanas de consejitos, de alabanzas a las perfecciones de Estados Unidos, de recuerdos a la prudencia de su madre, a su bondad. Estoy hasta las pelotas de que se me diga que la vida es bella, que el hombre puede llegar hasta donde se proponga, que el trabajo es una redención y que cualquiera puede ser feliz si lo desea.

—Su hijo pretendía animarlo.

—¡Pues no lo ha conseguido! ¿Qué sabe él de la vida, de la auténtica vida? Qué sabe de cómo su padre se ha roto el culo en un oficio tan duro como éste para que él estudiara. Qué sabe de lo absolutamente insoportable que fue su madre para mí. ¿Ha visto acaso una décima parte de las cosas que yo he visto: drogadictos, putas envilecidas, escorias humanas, cadáveres anónimos? ¡Presidente…!

—Lo que dice no es razonable, Garzón, justamente usted ha luchado para que él tuviera otras perspectivas.

—¡Bueno, pero que se entere de que hay cosas distintas en el mundo, gente puteada, jodida, tíos que nunca han podido salir de donde estaban! ¡Y sobre todo que me deje en paz, comeré todos los callos que quiera, y morcillas, y huevos fritos con mucho aceite!

Estallé en una carcajada estridente. Él me miró sorprendido.

—¿Qué le pasa?

Pero yo no podía dejar de reír. Por fin logré decirle con esfuerzo:

—¿Y doble ración de chorizo en viernes?

—Joder, Petra, cómo es usted, todo se lo toma a coña —dijo refunfuñando, pero me fijé muy bien en que había sonreído, en que, de hecho, bajo su bigote sénior, flotaba aún un rictus alegre mal estrangulado. Y eso me tranquilizó.

En el momento en que el subinspector salía por la puerta, se dio de bruces con el guardia gallego que entraba corriendo. Si Julio Domínguez se daba tanta prisa, debía de ser algo grave.

—Inspectora, deprisa, inspectora, descuelgue el teléfono, hay una llamada que puede ser importante.

Garzón volvió atrás. Yo me lancé sobre el auricular. La conversación estaba iniciada. El guardia de la entrada hablaba con alguien de extraña voz antinatural que imitaba un dibujo animado. Preguntaba por mí.

—Sí, la inspectora Delicado soy yo, ¿quién es usted?

La voz enmudeció. Temí haber cometido una imprudencia al hablar. Repetí mi pregunta. Por fin, y siempre con aquella ridícula entonación, oí:

—Vayan al veinticinco de la calle Portal Nou. Al segundo primera. Pregunten por Marzal. Él sabe.

Colgó. Había garabateado frenéticamente la dirección. Garzón y el guardia gallego me miraban hipnotizados.

—¿Qué ocurre?

—Vámonos, subinspector, a toda castaña. Disponga una patrulla inmediatamente.

Garzón obedeció sin preguntar más. Se precipitó fuera del despacho. Le seguí. En ese momento llegaba corriendo el guardia de recepción.

—¿Ha apuntado la dirección, inspectora?

—Sí.

—Yo también, por si acaso.

—¿Fue usted quien recogió el chivatazo de la Zona Franca?

—Sí, fui yo.

—¿Era la misma mujer?

—¿Se ha fijado en cómo hablaba? Así es imposible de saber. Pero yo también estoy seguro de que también se trataba de una mujer.

Volvió Garzón.

—Todo listo, inspectora. Hay un coche celular en la puerta. ¿Tres guardias serán suficientes?

—Espero que sí. Déles esta dirección. Nosotros los seguiremos en su coche.

Salimos a toda velocidad. El coche de la patrulla puso la luz de alarma y la sirena. Ordené que la pararan a una distancia prudente para no alertar a Marzal.

—¿Y quién coño es Marzal?

—No lo sé.

—¿Ha reconocido algo en la voz?

—Era una mujer, pero deformaba la entonación.

—¿Con un pañuelo?

—No, era algo así como el pato Donald o el Pájaro Loco, ya sabe a qué me refiero.

—La otra vez el chivatazo se dio con voz normal. Eso significa o que se trata de la misma mujer queriendo despistarnos o que es una mujer diferente de quien podríamos conocer la voz.

—Es inútil conjeturar de momento, vamos a ver qué sabe ese Marzal.

—Me late el corazón a toda hostia, inspectora.

—Bueno, pues serénese. Ya le dije que lo quiero tranquilo.

—¿Llamaremos a la puerta?

—A la mínima dilación irrumpiremos.

—¿Y si no está?

—Esperaremos dentro hasta que llegue.

—¿Y si no llega?

—¡Joder, Garzón, me está poniendo nerviosa! ¡Cállese de una vez!

—¡Petra, nos hemos olvidado de la orden judicial!

—¡Subinspector, o se calla inmediatamente o le hago bajar del coche!

Se calló, y yo me di a todos los demonios por no haber tenido el coraje de impedir que me acompañara. Aquélla sería una lección práctica digna de inscribirse en un libro de oro: un policía implicado personalmente en un caso no hace más que incordiar. Las cosas podían tomar mal cariz, debía marcar de cerca a Garzón.

El edificio correspondiente al número veinticinco no tenía nada especial, un viejo caserón en estado de total decrepitud. Los guardias bajaron del coche y tomaron la delantera. No había ascensor. Al llegar frente a la puerta, a una señal mía, Garzón pulsó el timbre. Hubo una larga pausa. Volvió a llamar. Entonces oímos ruido de pisadas acercándose y una voz soñolienta.

—¿Quién es?

—¡Abra, policía! —Mi propia entonación imperiosa me sobresaltó.

—Pero ¿qué coño…? Oigan, aquí no pasa nada, se han equivocado.

—¿Es usted Marzal?

Siguió un silencio prolongado.

—¡Abra de una vez!

Nadie hizo indicación de abrir. El subinspector tomó la iniciativa.

—¡Abre, cabrón, o echamos la puerta abajo! ¡Aquí hay un huevo de guardias, abre ya!

Empujó a uno de los guardias colocándolo frente a la mirilla y, tras un instante, la puerta se abrió. Los guardias se precipitaron dentro, lo inmovilizaron, lo cachearon. Encendimos la luz del oscuro vestíbulo y por fin pude verlo. Era un hombrecillo enclenque, de quizás cuarenta años, piel blanca, rizos descuidados, con una horrible jeta cadavérica. Vestía camiseta de tirantes y tejanos arrugados.

—Oigan, yo no he hecho nada, debe ser una equivocación.

—Muy bien, enséñanos tu carnet de identidad.

—Lo tengo en el dormitorio. Estaba durmiendo, trabajo hasta tarde y…

—Ve a buscarlo.

Desapareció seguido de un guardia. El piso era pequeño, miserable. Ordené que empezaran a registrarlo. Volvió trayendo su carnet.

—Enrique Marzal. Chatarrero. ¿Es a eso a lo que te dedicas?

—Sí, comercio con hierros.

—Perfecto, vístete. Nos vamos a comisaría, allí hablaremos mejor.

—Pero bueno, ¿qué he dicho, qué he hecho, por qué tengo que ir?

Salí al descansillo, me escabullí hacia el portal. Necesitaba el aire de la calle, no podía soportar por más tiempo el hedor de comida rancia y colillas viejas, la mezcla sutil de la pobreza. Estaba alterada, molesta. Allí resaltaba la vileza del oficio, mirar con cara de asco a un hombre en camiseta, hablarle por las buenas de tú. Si hubiera tenido a mano una botella hubiera echado un trago para celebrar la indignidad.

En comisaría, Garzón se mostraba impaciente por interrogar al tipo. Vi en sus ojos la pasión de saber, parecida a cualquier otra pasión. Le advertí de mi táctica para hacerlo confesar. El hombre estaba asustado, quizás no era un delincuente habitual, sus huellas no figuraban en nuestros archivos. Comenzó mi compañero.

—De modo que recoges chatarra.

—Sí.

—¿Y qué haces con ella?

—La vendo, me la pagan y en paz.

—Bien, y de perros ¿qué?

Advertí una furtiva luz encenderse en sus ojos.

—¿Cómo dice?

—Empezaré por otra parte. ¿Sabes quién es Ignacio Lucena Pastor?

—No.

—Échale una ojeada a esta foto. ¿Lo reconoces?

—No, no sé quién es. ¿Qué le ha pasado, por qué está así?

—Ya no está de ninguna manera, se lo cargaron.

De su cara macilenta se escapó un poco más de color. Tomé el turno.

—¿Y Valentina Cortés, sabes quién es Valentina Cortés?

—No.

—Te lo explicaré. Era una mujer que se dedicaba a entrenar perros, rubia, muy guapa. Y digo «era» porque también murió. Destrozada por un perro amaestrado. Asesinada. ¿Me sigues?

—Oiga, ¿adónde quiere ir a parar?, no sé de qué me habla.

—Sí lo sabes. Alguien nos lo contó. Sabemos que estás en lo de los perros, y la persona que nos ha informado sobre ti se encuentra en la cárcel ya. Esa persona nos dio tu nombre y dirección y lo que es más interesante, ha jurado ante un juez que a esos dos muertos que no conoces te los has cargado justamente tú. De modo que será mejor que nos dejemos de disimulos.

—¡Hijo de puta! —exclamó. Se me aceleró el pulso, entrábamos en materia. Garzón dio un paso atrás, dejó de intervenir.

—Son dos asesinatos, muchacho, así que ya ves en la que estás metido.

Empezó a sudar, le temblaba la barbilla.

—Mire, yo no mataría ni a una mosca, créame. Les voy a contar… les voy a contar toda la verdad, todo lo que sé, se lo juro por Dios. ¿Matar yo?, una cosa es robar perros, que ni siquiera los trataba mal, créame, de verdad, que si a veces tenía que tenerlos un par de días en mi casa hasta me gastaba dinero para darles bien de comer. Me hacía su amigo, en serio, de verdad.

Se atropellaba, luchaba con el estrangulamiento de su garganta. Hubiera debido imaginarlo sólo con verlo: aquella escoria humana no podía ser otro que el ayudante y después sucesor de Ignacio Lucena.

—¿Cómo los robabais?

—Íbamos…

—¿Quiénes ibais?

—Lucena y yo.

—Entonces lo conocías.

—Sí, pero me dijeron que había dejado el negocio. No sabía que había muerto, de verdad.

—Sigue.

—Llegábamos a los criaderos por la noche. Saltábamos la tapia y él se ocupaba de entretener al perro guardián. Era un experto en hacerlo. Ni siquiera los tocaba. Se quedaba cerca de ellos, moviéndose despacio y los perros le ladraban pero no le atacaban. Decía que era porque podían notar que no les tenía miedo. Yo mientras tanto metía un perro en la jaula que llevábamos y después salíamos por donde habíamos llegado. Sin más.

—¿Quién te acompañaba cuando dejó de acudir Lucena?

—Mi cuñado, pero nunca les hacíamos daño, a mí me gustan los perros.

—Tampoco los querrías tanto cuando sabías que al entregarlos iban a ponerlos a pelear.

Se quedó un momento paralizado.

—¿A pelear?, ¡no sé de qué me habla, se lo juro por Dios! Yo me veía con el tío ése, le daba el perro, me pagaba y se acabó. Ni siquiera quiso decirme nunca su nombre, ni sé dónde vivía. Pero él sí tenía toda la información sobre mí, ahora comprendo para qué, ¡maldito cabrón! Oigan, se lo aseguro, les juro que.

Si no sabía su nombre iba a ser más complicado de lo que yo esperaba.

—No hables tanto. Escúchame y piensa lo que dices, ya ves que no es cosa de broma.

—Sí, pero me cree, ¿verdad? —Ya no sólo le temblaba la barbilla, su cuerpo entero se agitaba, cercano a la convulsión.

—Empiezo a creerte, tranquilízate. ¿A quién más has visto en esas entrevistas?

—¡A nadie, lo juro por Dios!… —Se quedó un momento indeciso—. Bueno, una vez también vi a la mujer rubia que usted dice, pero no le hablé. Ni siquiera sabía que la habían matado. ¡Lo juro por Dios!

—¿No lo leíste en los periódicos, ni lo viste en la televisión?

—¡Le juro que no!, yo voy a mis cosas. Si lo hubiera sabido me habría largado de casa o no habría vuelto a ver a ese tipo. No quiero verme mezclado en nada feo, no soy un criminal.

—Está bien, de acuerdo, deja de jurar, te creo. De modo que, habitualmente, te entrevistabas sólo con él.

—Sí, algunas veces venía con su mujer, pero tampoco me hablaba.

—¿Con su esposa quieres decir?

—Sí.

Mi tensión interior era tan fuerte que me palpitaban las sienes y me dolían las cervicales.

—Bien, bien, y ¿en qué coche iban?

—Nunca lo vi. Nos encontrábamos en una calle de la Sagrera, por la noche. Venían a pie. Debían de aparcar el coche lejos para que yo no lo viera. Ya le digo que no se fiaban de mí, querían tenerme fuera del rollo, por eso no sé nada, de verdad.

Fallada la estratagema del coche tenía que jugármela ya, correr ese riesgo terrible del cincuenta por ciento, apostar.

—¿Fue alguna vez con otro hombre algo mayor, bastante alto, delgado, el pelo largo, muy blanco?

Se quedó mirándome un momento, sin responder. Contuve la respiración, ¿habíamos llegado al final, se daría cuenta del engaño, de que estaba hablándole de farol, volveríamos atrás?

—No —contestó—. Nunca vi a ningún otro hombre, sólo estaba él.

Respiré hondo.

—Así que sólo te entrevistabas con Augusto Ribas.

—Ya le he dicho que no sé su nombre.

—¿Y pretendes decirme que no sabías que estaba haciendo algo ilegal un tío que ni siquiera quiere identificarse ante ti? ¿Por qué te fiaste de él, sólo porque tenía buena pinta, edad mediana, alto, corpulento, pelo bien cortado, bien vestido, sonrisa ancha?

—¡Pues sí!, por eso y porque me pagaba, ¿me entiende?, ¡yo qué podía saber que un tío así fuera un asesino!

Objetivo cumplido. Garzón se levantó bruscamente de la silla, ésta cayó al suelo. Salió corriendo del despacho. Fui tras él, lo alcancé en el pasillo.

—¿Adónde coño va?

—A detenerlo.

—Con calma, Garzón, no lo estropee; ya ve que las cosas van bien. Sigamos sin precipitación. Que los guardias los detengan a él y a su mujer. Que los separen inmediatamente en dos coches distintos, y que tampoco se vean en comisaría. Hágase con las órdenes de detención. Pregúntele a ese desgraciado de ahí dentro el nombre y dirección de su cuñado. Lo detienen. Y a él que le den un bocadillo y un paquete de tabaco, y manténgalo encerrado hasta que se haya producido la identificación, luego se lo mandamos al juez. Todo legal, por favor, no vayamos ahora a joderla por una cuestión de formas. —Lo miré gravemente a los ojos—. Y sin violencias. ¿Se encuentra bien, Fermín?

Suspiró, sonrió, se serenó.

—Ha estado cojonuda, Petra. Creí que me daba un infarto. Si llega a resultar el otro criador, ese mequetrefe se hubiera dado cuenta de que íbamos a ciegas.

—Pero ahora por fin está tranquilo, ¿o no?

—Estoy tranquilo, sí.

Siguió pasillo adelante, ya sin correr. Quizás él estuviera tranquilo, pero yo seguía temblando aún.