Último criador de nuestra lista visitado, interrogado, censado, investigado. Última versión contrastada con el resto de versiones. Todas obsesivamente parecidas, dramáticamente iguales. ¿Lucena?, un desconocido en los criaderos catalanes. Se notaba la acción del sol en mi cara después de tantos viajes al «medio natural», como decía Garzón. En su piel se apreciaba aún más, estaba moreno y saludable. Probablemente completaría nuestras excursiones con algún fin de semana al aire libre en compañía de Valentina. Pasaban juntos todo el tiempo que podían. Garzón sólo hablaba de ella. Yo tenía la sensación de que el caso le importaba tres pitos. A aquellas alturas lo daba por perdido. Y seguramente llevaba razón, pronto nos llegarían indicaciones superiores de que lo pasáramos al archivo. Nuestro tiempo lo pagaba el erario público y ya habíamos tenido un margen más que suficiente para resolver aquella muerte. Pero Garzón esperaba ese dictamen final con paciencia, seguía la investigación cumpliendo mis órdenes de manera rutinaria, sin sentir grandes frustraciones gracias al amparo de su vida amorosa. Visitaba e interrogaba a criadores como hubiera podido ir a buscar setas. Ignacio Lucena Pastor ya no era para él más que un punto lejano en el pasado, un pequeño garbanzo negro en su historial de policía, algo de lo que se acordaría sólo cuando una melopea le diera melancólica.
—Mañana pasaré a limpio el informe de este último interrogatorio —me dijo aquella tarde—. Y si no necesita nada más voy a marcharme, inspectora. Valentina cena conmigo y tengo que prepararlo todo.
—¿Ya se atreve usted solo con una cena?
—Ensalada y libritos de lomo.
—Ha hecho muchos progresos.
—Los libritos son congelados.
—Aun así.
Sonrió con orgullo un poco infantil y se fue. Me quedé sola, sola en el despacho, en la investigación, sola con el fantasma de Lucena, si es que Lucena había existido alguna vez. Siquiera quedaba Espanto, único testigo de la realidad de su amo. Al llegar a casa lo observé de nuevo. En su cerebro de perro se almacenaba la imagen del asesino, pero no podía transmitírmela. Curiosa relación, podía hacerme llegar su cariño pero no toda la verdad. Debe de ser por eso por lo que el perro es el mejor amigo del hombre. Salí al patio. El aire era templado y vivificante. Lo mejor sería irse a la cama, no sin antes haberme bebido un par de whiskys que atemperaran la tristeza absurda que empezaba a invadirme. Me serví un buen vaso y, segundos después, estaba dormida.
En sueños, en sueños profundos y pegajosos, oí el insistente timbrazo del teléfono. No contesté. Después de un tiempo indefinido, me parecieron minutos pero fueron más que minutos, el aparato volvió a sonar. Esta vez hice un esfuerzo enorme por salir de mi estado catatónico y descolgué. Me llegó la voz de Garzón desde otra galaxia.
—¿Inspectora, inspectora Delicado?
—Sí, soy yo.
—¡Vaya, inspectora, menos mal que contesta! Han estado mucho rato llamándola desde comisaría. Como si no está en casa tiene puesto el contestador, pensábamos que le había pasado algo. Al final me han localizado a mí.
—Pero ¿dónde está usted?
—¡En mi casa, con Valentina, ya se lo dije!
—¡Oh, bueno, Garzón, estoy dormida! Dígame de qué se trata.
—Inspectora, se ha producido un chivatazo. Ha llamado una mujer diciendo que si queremos saber algo del asunto de los perros, vayamos inmediatamente al sector A calle F de la Zona Franca. ¿Qué le parece si nos encontramos allí?
—He dejado el coche en la oficina. Llamaré un taxi.
—No, ahora mismo paso a recogerla, iremos más rápidos. Pero no me haga esperar, por favor.
Tardé aún cinco minutos en reconstruir la realidad. Un chivatazo. Una mujer. La Zona Franca, la Zona Franca; es un polígono industrial lleno de almacenes. Era la una de la mañana. No entendía gran cosa.
Garzón había consultado una guía callejera antes de salir, por lo que condujo sin dudas ni vacilaciones.
—Cuénteme más —le apremié en el coche.
—No hay más que contar. Llamó una mujer a comisaría preguntando por usted.
—¿Sabía mi nombre?
—Sí. Cuando le dijeron que, naturalmente, usted no estaba allí a esas horas, dejó el recado que le he dicho y colgó sin identificarse.
—¿Localizaron la llamada?
—No, ni se intentó. Luego, como usted no contestaba, me han llamado a mí. Le aseguro que, después de un rato de insistir en su teléfono, Valentina y yo llegamos a estar alarmados.
—Hemos perdido mucho tiempo. ¿Ha avisado a una patrulla?
—Sí, no se preocupe, hace rato que deben de estar allí.
La patrulla había llegado diez minutos antes que nosotros, pero, al parecer, incluso para ellos había sido demasiado tarde. El lugar indicado por la mujer anónima era un gran almacén que albergaba maquinaria pesada. La puerta había sido forzada. No encontraron a nadie dentro, pero algo había llamado enseguida la atención de los guardias. En un rincón de la enorme nave había un espacio acotado con vallas transportables de madera. Tenía unos cinco por cinco metros de lado, y en su interior podía verse paja diseminada por el suelo.
—¿Qué demonios es esto?
—No lo sabemos, inspectora, pero han ido a localizar al dueño del almacén para que nos lo explique.
—Está bien.
El guardia se alejó en busca de más evidencias. Nos quedamos Garzón y yo solos frente a aquel extraño cuadrado.
—¿Cree que esto pertenece al almacén? —pregunté.
—No tengo ni idea —dijo sacando un cigarrillo.
Le inmovilicé la mano.
—Espere, Garzón, no encienda, el humo a lo mejor enmascara el olor.
—¿Qué olor?
—Aquí huele a perro, ¿no lo nota?, a sudor, a tabaco, pero sobre todo a perro.
Olfateó el aire como si él mismo fuera un sabueso.
—Puede que tenga razón.
Penetré en el pequeño recinto vallado y tomé un poco de paja para acercármela a la nariz.
—Sí, estoy segura, aquí ha habido perros, y no hace mucho.
—¿Y qué podían estar haciendo?
—Despacio, subinspector, déjeme pensar. Quizás tenían algunos perros robados, quizás estaban mostrándoselos a los clientes que se disponían a comprar…
—Tiene sentido. Estaban en plena faena pero llegamos nosotros y les desbaratamos el plan.
—Alguien debió de avisarles de que llegábamos. Los olores son muy recientes.
—¿La misma mujer que nos dio el chivatazo?
—¿La misma mujer?, es absurdo, ¿por qué hubiera hecho una cosa así?
—En el último momento se arrepintió.
Cabeceé sin convicción.
El dueño del almacén había sido por fin localizado durmiendo tranquilamente en su casa. Se acercó hasta donde estábamos, sorprendido y cabreado. No había visto antes aquel cercado en su propiedad. Le pedimos que realizara una inspección general y nos dijera si faltaba algo o había cosas cambiadas. Su dictamen fue tajante: todo estaba tal como lo dejó, excepción hecha de aquel armatoste. No hubo pues robo ni destrozo. Sería necesario interrogarlo con más detenimiento aunque no me pareció que pudiera recaer sobre él ninguna sospecha. Los guardias peinarían el almacén en busca de pruebas.
Garzón repetía:
—¿Perros en un almacén? ¿Por qué forzar un almacén para guardar perros?
—Cuestión de seguridad. No tienen un lugar propio o, si lo tienen, no quieren levantar sospechas. Realizan las transacciones en sitios ajenos. Cuando se van, desaparece con ellos toda evidencia.
—Eso también entraña un riesgo.
—De no haber mediado un chivatazo, dudo mucho que los hubiéramos cazado de madrugada en la Zona Franca.
Se sentó bruscamente.
—El chivatazo. Una mujer que se chiva. ¿Quién? Quizás la secretaria de Puig. Nada hemos sabido de ella y no tenemos a ninguna otra mujer en todo el caso.
—No piense más en Puig, creo que la cosa va por otros derroteros.
—¿Y el contrachivatazo? ¿Quién dio el contrachivatazo? También es la hostia que tengamos por fin un chivatazo y no nos sirva para nada.
—Ni siquiera fue oportuno.
—¡No lo sabe usted bien!
—¿Qué quiere decir?
Miró en todas direcciones.
—Inspectora, creo que el bar del mercado de abastos estará a punto de abrir. Vamos a tomar un café, tengo algo que decirle.
El bar estaba, efectivamente, abierto. En sus mesas empezaba a reinar una cierta animación de camioneros tomando café. Pedimos nosotros también. Me encontraba alarmada, Garzón me sobresaltaba siempre cuando se ponía en plan confidencial. ¡Y encima en aquel momento! El camarero trajo enseguida los desayunos. Mordí el croissant aún caliente y carraspeé presa de un nerviosismo intuitivo.
—Usted dirá… —me atreví a empezar.
Él sonrió vagamente, partió su pasta haciéndose el interesante y dijo al fin:
—Inspectora, sé que estamos en medio de un fregado profesional y que hay trabajo. Pero sólo emplearé cinco minutos contándole esto porque creo que se lo debo.
—Adelante —dije ya totalmente presa del pánico.
—Inspectora, esta noche, cuando me llamaron desde comisaría, acababa de pedirle a Valentina que se case conmigo.
Mordí de nuevo el croissant a toda prisa para contar con un mínimo tiempo de reacción. Él me miraba expectante mientras yo rumiaba como una vaca insensible.
—¿No me dice nada?
Pasé la servilleta de papel por mi boca al menos diez veces.
—¡Hombre, Fermín!, ¿qué le voy a decir?
—¡Felicidades, por ejemplo!
—¡Naturalmente que sí, felicidades, pues no faltaría más!
—¡Diría que no le parece una buena idea!
—No es eso. Sólo que verá, Fermín, me preguntaba si Valentina y usted se han tratado lo suficiente. En realidad no hace mucho que la conoce.
—¡No me joda, Petra! ¿Qué quiere, relaciones de diez años? ¡Nunca pensé que fuera tan antigua!
—Pensaba únicamente en la dificultad de adaptarse cuando se es algo mayor.
—Sí, puede que sea más difícil, pero justamente por ser algo mayores no tenemos tiempo que perder.
—Lleva usted razón, no sé qué hago aquí sermoneándole. Le deseo toda la felicidad del mundo, usted se la merece.
—Gracias, pero primero hay que ver si Valentina acepta.
—¿Cómo, no ha aceptado aún?
—Creo que la cogí por sorpresa, me ha pedido un par de días para pensarlo.
—Estaba convencida de que esos plazos eran cosa de película.
—Bueno, lo cierto es que existe una pequeña complicación.
—¿Cuál?
Buscó al camarero con la mirada. Carraspeó.
—¿Quiere otro café, Petra?
—Estoy bien así.
—¿Otro croissant?
—No, gracias.
—Estoy seguro de que otro café le sentará bien, hemos madrugado mucho.
—De acuerdo.
Dio la orden al camarero. Permaneció callado hasta que las tazas estuvieron sobre la mesa. Entonces me miró fijamente.
—Verá, Petra, lo cierto es que cuando yo conocí a Valentina, ella estaba liada con un hombre casado.
Agradecí infinitamente tener un café delante tras el que poder ocultar los síntomas de mi sorpresa. Eché azúcar abundante, removí con una dedicación propia de experimento científico.
—Vaya —comenté al fin.
—Como entre nosotros no había proyectos de nada serio… pero ha ido viéndolo cada vez menos y, sin yo haberle dicho nada, en más de una ocasión ha asegurado que quería acabar con esa relación tan poco satisfactoria.
—¿Cuándo se enteró de eso?
—Me lo contó ella misma en cuanto nos dimos cuenta de que nos gustábamos. Todo ha sido transparente y sincero.
—¿Sabe usted quién es?
—Ni ella me lo dijo ni yo se lo he preguntado. Sólo sé que no es nadie a quien yo pudiera haber conocido anteriormente.
—¿No le ha comentado Valentina qué piensa hacer ahora?
—No, pero la conozco. Estoy seguro de que necesita estos dos días para despedirse del tipo. Tenga en cuenta que ha sido una relación larga. Pero mire si estoy convencido de que Valentina va a casarse conmigo, que ya he avisado a mi hijo para que venga de Estados Unidos.
—¿Cree que es prudente hacer eso?
—¡Desde luego, tengo que presentarlos!
Temí que Garzón estuviera metiéndose en un buen lío, pero no podía hacer nada para evitarlo. ¡Quién sabía qué era lo indicado!, quizás el subinspector estuviera encaminándose hacia su meta vital, hacia su felicidad definitiva. No sería yo la que aguara la fiesta en nombre de una abstracta prudencia.
—Bueno, Fermín, espero que me mantendrá informada de cualquier novedad.
—Descuide. Y ahora, inspectora Delicado, en otro orden de cosas y volviendo al trabajo, quisiera pedirle un favor.
—Está usted muy misterioso esta mañana.
—No, sólo se trata de rogarle que no deje de lado a la secretaria de Puig. Le pido permiso para seguir buscándola y averiguar qué sabe de todo esto. Ya se imagina que no puedo quitarme de la cabeza que Puig y Pavía siguen relacionados con nuestro caso. También me gustaría poner a un hombre tras los pasos de la esposa de Pavía.
—¿Confía en que una de ellas fuera la mujer del teléfono?
—Son dos posibles implicadas que han quedado sin investigar y no creo que podamos permitírnoslo.
—Adelante, Garzón, yo me haré cargo de las pesquisas del almacén. Supongo que esta misma tarde tendremos resultados del análisis de huellas.
—¿La veo mañana?
—Me verá.
Puede que me hubiera obcecado pensando que el tándem Puig-Pavía no daba más de sí. Era posible incluso que tuviéramos a los culpables ya en chirona. Ese tipo de cosas pasa a veces, los delitos son plantas con zarcillos que suelen engancharse a cualquier lugar. La secretaria de Puig quizás seguía estando relacionada con otros cómplices de su jefe, podía hallarse haciendo intentos por salirse de aquel tema sin ser detectada. Era una buena razón para dar un chivatazo. Pero no conseguía convencerme de esa posibilidad. ¿Por qué dos pájaros como Puig y Pavía iban a estar encubriendo a cómplices en libertad? A no ser que éstos mantuvieran aún en activo la sociedad para que cuando los inculpados salieran del apuro todo continuara como de costumbre. ¿Y qué decir de la francesa? ¿No podía estar actuando de alguna manera por su cuenta? Nada era descartable, nada, ahí radicaba nuestro principal problema. Había que dejar a Garzón cherchez la femme, ya que tan bien se le daban las mujeres en general. Aunque, pobre Garzón, quizás con el matrimonio su carrera como casanova ya hubiera acabado. Había sido corta, pero intensa; al menos no moriría con la sensación de haber desaprovechado sus condiciones de conquistador.
Me dirigí de nuevo al almacén. La Zona Franca se había animado mucho en aquel corto espacio de tiempo. Se advertía movimiento de camiones y trabajadores con traje de faena. Obviamente había corrido la voz de que estábamos allí, porque varios curiosos inspeccionaban la entrada, el coche celular. El cabo al frente de la inspección ocular me informó de que no existían hallazgos significativos. Lo único destacable era que se notaban en el suelo marcas de cigarrillos apagados; por lo cual era deducible que habían tenido tiempo de recoger las colillas y dejar limpio el lugar. Hilaban fino. Me quedé mirando el pequeño recinto de madera que no habían alcanzado a desmontar. Era como una pequeña cuadra. Guardar perros robados para realizar las ventas a los clientes seleccionados. Una operación realmente aparatosa. ¿No había otro modo de hacerlo? Era difícil conjeturar sin tener conocimientos específicos. Ordené al cabo que tomara muestras de la paja y las enviara al laboratorio de análisis. Me fui, el almacén permanecería acordonado hasta que yo volviera.
Quizás debiera haber hecho antes la visita que me disponía a hacer entonces, pero así es la vida, precipitada e injusta. Me sentí violenta al traspasar el umbral de la librería y a la violencia siguieron nervios cuando Ángela se acercó a mí con los brazos abiertos.
—¡Petra, qué alegría verte!
Lo más torturante era que su recibimiento parecía sincero.
—¿Cómo estás, Ángela?
Bajó los ojos un instante, los alzó de nuevo sin conseguir borrar de ellos un velo de tristeza.
—Ya ves, como siempre, al pie del cañón.
Intenté decir algo, encontrar una fórmula nunca escrita que expresara simpatía, disculpa, comprensión.
—Ángela… yo…
Me cogió del brazo aparentando normalidad.
—Vamos dentro, voy a ofrecerte un café.
Permanecí callada mientras ella hacía los preparativos. Luego, comprendí enseguida que debía contarle el motivo de mi presencia antes de que hiciera falsas hipótesis. Le expliqué el hallazgo del extraño cercado en el almacén, le pedí que me acompañara y le echara un vistazo. Aceptó inmediatamente pero, un instante más tarde, titubeó. Pensé que quizás no era un buen momento.
—Podemos dejarlo para la tarde si lo prefieres.
—No, no es eso, es sólo que… en fin, no me gustaría encontrarme con nadie, es pronto aún.
—Descuida, él no estará allí.
Se puso una americana que, como siempre, combinaba perfectamente con su bonito vestido. Observé que aún lucía el camafeo de Garzón prendido al cuello. Ella se dio cuenta de que lo miraba.
—Nunca me ha gustado negar el pasado; seguiré llevándolo —dijo, y sonrió con falsa bravura. Correspondí con una mueca desmayada. Maldito, maldito Garzón, casanova de pacotilla, gilipollas endémico, alguna vez me decidiría a matarlo por la espalda.
La reacción de Ángela cuando la puse frente al cercado del almacén fue por completo desconcertante. No se movía, no hablaba, no variaba de posición buscando otras perspectivas. Estaba hipnotizada, abstraída, lela. Yo la dejé hacer, sin preguntarle nada, sin intentar sacarla de su embeleso hasta que, de repente, se volvió hacia mí y dijo con inusitada firmeza:
—Ya sé lo que andáis buscando, Petra, ya lo sé.
Quedó callada, miró de nuevo; pero entonces yo ya no estaba dispuesta a esperar ni un segundo más. La cogí por ambos antebrazos y la puse frente a mi cara:
—¿Qué andamos buscando? Dime, ¿qué?
Ella dio un suspiro resignado y dijo:
—Lucha de perros.
—¿Qué?
—Lo que has oído. Peleas clandestinas, lucha de perros. Como en la época de los romanos, como en la Edad Media.
Intenté ordenar de alguna manera lo que estaba diciéndome pero era inútil.
—¿Lucha de perros como espectáculo?
—Lucha de perros como fuente de apuestas, Petra, con mucho dinero en juego.
—¿Cómo es eso, cómo funciona?
—No lo sé con detalle, pero he oído comentarios y he leído hace poco un estremecedor reportaje en una revista. Creo que aún la tengo por casa.
—¡Por todos los demonios!, ¿lucha de perros?
—Debes ir ahora mismo a la policía autonómica, Petra; ellos tendrán algún dato que darte. Yo buscaré esa revista.
—Supongo que estás segura de lo que dices.
—¡Completamente! Lo que me repatea es no haberlo pensado antes de ver este cuadrilátero.
—¡Cuadrilátero! Naturalmente, ¡eso es este artefacto! ¡Cómo no me di cuenta! Está bien, vamos allá. Localízame esa revista.
El policía autonómico me recordaba perfectamente.
—¡Vaya, inspectora!, ¿aún liada con los perros?
Asentí no muy contenta de su comentario.
—Oiga, Mateu, necesito datos sobre la lucha clandestina de perros.
Me miró con sorpresa.
—¡Ahora sí vamos entrando en materia, ése es un tinglado importante!
—Pero usted no me lo mencionó en su día.
—¡Usted tampoco me lo preguntó!
Me llevó hasta su ordenador y se puso a operarlo calándose unas gafas gruesas que disimulaban su juventud.
—Vamos a ver… Más o menos en el noventa y cuatro tuvimos un caso en Deltebre, provincia de Tarragona. No se halló a los culpables. Alguien denunció ruidos raros en una masía abandonada, pero cuando llegamos allí, los tíos ya se habían largado. Pudimos recomponer más o menos la historia gracias a testimonios, pero no se confirmó. El presunto responsable era un tipo que se había instalado en el pueblo diciendo ser entrenador de perros. Luego dedujimos que los robos de perros de defensa que se detectaron en la zona podían achacársele a este individuo. De vez en cuando enfrentaba perros en peleas, con asistentes y cruce de apuestas. Llegaron a encontrarse perros medio muertos vagando por el campo. Supongo que era un tipo bastante chapucero. Sospechamos que ahora existen redes de más categoría operando en Barcelona, pero no hay evidencias fiables, de modo que no podemos echarles el guante.
—¿Qué les ocurriría si se lo echaran?
—Les caerían multas, de doscientas cincuenta mil hasta dos millones de pesetas.
—Yo los mandaría a presidio de por vida.
Sonrió con sorna.
—Las mujeres sois radicales —dijo.
Informé a Garzón por teléfono. No podía salir de su sorpresa. A la tercera vez que preguntó «¿Lucha canina?», decidí no volver a dar datos a nadie más, era demasiado inverosímil.
—Entonces, ¿dejo lo que estoy haciendo, inspectora?
—Siga intentando dar con esa chica, pero si no lo consigue pronto, déjelo.
—Inspectora, ¿cómo se le ocurrió lo de la lucha canina?
—Alguien me puso en la pista.
—¿Ángela?
—Sí.
—¡Estaba seguro!
—¿Por qué?
—No sé, cosas mías.
—Pues bien, Garzón, deje sus cosas para mejor momento y dedíquese por completo a la investigación.
—A sus órdenes.
¡Tenorio aficionado! Acuchillado por la espalda, linchado, aguijoneado con magia negra, no importaba, cualquier cosa que lo hiciera perecer.
Ángela me localizó por teléfono poco después. Había encontrado la revista. Se trataba de Reportaje, un semanario de información general bastante tremendista. Volví a pedirle que me acompañara, esta vez hasta la redacción; quizás sus precisiones profesionales fueran de nuevo necesarias. Desgraciadamente no podía ponerme a considerar si para ella era doloroso seguir en el medio habitual de Garzón.
Nos encontramos en el vestíbulo de Reportaje. La librera seguía exhibiendo un leve aire afligido. El tipo que había realizado el reportaje era un tal Gonzalo Casasús. Pedimos verle y, mientras llegaba, estuve hojeando su trabajo. Las fotografías me estremecieron. Primeros planos de dos cabezas de perro trabadas por las mandíbulas, los ojos abiertos de par en par, sin mirar a ningún sitio. Perros saltando sobre otros perros, la ferocidad marcada en la cara, sangre goteando desde sus fauces.
—¿Quién es capaz de hacer una cosa así? —pregunté al aire con horror.
—Gente como tú y como yo —respondió Casasús apareciendo sonriente.
—Espero que no —repuse.
—El dinero remueve lo peor que hay en nosotros. Así que sois policías. ¿Qué queréis saber?
Tenía unos treinta años, el pelo casi al cero, un pendiente plateado horadaba el pabellón de su oreja derecha.
—Todo.
—Peleas de perros.
—Sí. ¿De dónde has sacado las fotos, has estado en alguna de esas sesiones?
—Supongo que habéis oído hablar del secreto de información.
—Tú debes de haber oído también sobre las acusaciones de complicidad por ocultación de datos.
—Sí, algo he oído. Oye, creo que nos lo estamos montando muy mal. ¿Por qué no empezamos de nuevo?
—De acuerdo, empieza tú.
—¿Podré publicar lo que digamos?
—Aún no, pero si colaboras te prometo avisarte antes que a nadie cuando resolvamos el caso.
—Es un principio. De todas maneras os prevengo que os vais a frustrar. En realidad nunca he estado en una de esas peleas, pero sé cómo funcionan, y que se hacen en Barcelona.
—¿Cómo lo sabes?
—Alguien me informó.
—¿Quién?
—¿Ya estamos con los nombres?
—¿Quién?
—¡Bah!, un hombrecillo, no creo que fuera muy importante en la organización.
Saqué la fotografía de Lucena, se la enseñé.
—¿Este hombrecillo?
—¡Coño, sí!, ¿qué le ha pasado?
—Lleva bastante tiempo muerto, se lo cargaron.
—Interesante, ¿quién se lo cargó?
—Eso es lo que intentamos averiguar. ¿Te pusiste en contacto con alguien más?
—No, sólo con él. Nos entrevistamos en un bar. Me cobró por la información y luego se largó sin decirme siquiera su nombre.
—¿Quién te habló de su existencia?
—No sé, uno de esos desgraciados que nos pasan datos sobre bajos fondos.
—¿Sabes cómo opera la organización?
—Está más o menos explicado en el reportaje. Parece ser que han copiado el funcionamiento de las mafias rusas. Hay muchas peleas de perros en Moscú.
—¿Y cómo es eso?
—Bueno, pues un tipo tiene varios perros entrenados para la lucha. Alguien que trabaja a sus órdenes se dedica a robar perros de razas agresivas. Unas veces los roban para usarlos como sparring, otras pasan casi directamente al enfrentamiento después de haberlos adiestrado un poco.
—Entiendo.
—Después buscan un sitio variable, que no pertenezca a nadie de la banda. Así ninguno de los asistentes puede testificar sobre lugares comprometidos. Entonces realizan varias peleas en una sesión y la gente cruza apuestas. Por lo visto las cantidades son fuertes, muy fuertes. A los tipos que van les gustan los espectáculos nuevos, excitantes.
—¡¿Cómo puede disfrutar alguien con algo tan horrible?! —exclamó Ángela rompiendo su silencio.
—Pues disfrutan. Y no creas, son gente normal, tíos de pasta que se aburren con las diversiones convencionales, ejecutivos, empresarios…
—Dudo que sean normales.
—Ahora estoy haciendo un reportaje sobre pedófilos; y te aseguro que comparándolos, éstos son boy scouts.
Los ojos de Ángela se agrandaron un poco. Proseguí.
—Y las fotos, ¿de dónde sacaste las fotos?
—Las compramos, son de agencia. Ni puta idea de dónde puedan estar tomadas; pero desde luego no en España, son de France-Press.
—Así no es difícil hacer un reportaje.
—También vosotros recurrís a la Interpol.
—Has visto muchas películas.
Me miró con aire pícaro.
—¿Queréis que os enseñe más fotos? Tengo varias que el director no consideró oportuno publicar, demasiado desagradables.
Se fue dejando un perfume difuso a tabaco rubio.
—Estoy impresionada de lo bien que sabes tratar con este tipo de jóvenes —comentó Ángela.
Sonreí.
—¿De qué tipo te parece este joven?
—No sé, es tan… desinhibido.
—Un pequeño cabroncete, nada más.
Volvió con un fajo de fotos en la mano. Me las tendió.
—Echadles una ojeada, os gustarán.
A medida que iba viéndolas se las pasaba a Ángela, en silencio. Eran espantosas. Colmillos que se hundían en carne, baba espesa, sangre fresca manando, coagulada sobre el pelaje… Ángela se tapó los ojos, las dejó caer sobre la mesa.
—Es terrible que dentro del hombre pueda existir tanta maldad.
El periodista la miró con suficiencia.
—Oye, no te escandalices demasiado, en el mundo hay cada día niños que mueren de hambre, y guerras, y tipos que pierden las tripas en reyertas. Al menos aquí sólo son perros.
Ángela se volvió hacia él, casi colérica:
—Pero la maldad que genera lo uno y lo otro es siempre la misma, ¿no te das cuenta?
El tipo me miró extrañado.
—Ella no es policía, ¿verdad?
—No, tienes razón, no lo es. Los policías, como los periodistas, hemos perdido cualquier sensibilidad.
Se encogió de hombros.
—Yo no he hecho el mundo.
Al salir, observé que Ángela estaba pálida.
—Creo que deberíamos tomarnos un copazo, te sentará bien.
Nos metimos en el primer bar que encontramos. Pedí dos coñacs. Ángela le dio un buen trago al suyo como si en realidad lo necesitara.
—Lamento haberte hecho venir, no ha sido muy buena idea.
—Pensarás que soy una vieja neurótica que se emociona por simples perros.
—No, a mí también me revuelve las tripas todo esto.
—Supongo que tampoco estoy en mi mejor momento emocional. —Me miró a los ojos, yo los desvié hacia el suelo—. Sabes lo de Fermín, ¿no, Petra?
—Sí, lo sé.
—¿Sabes también que piensa casarse con esa mujer?
—Sí, ¿cómo te has enterado tú?
—Me llamó por teléfono y me lo contó. Aunque ya hubiéramos roto no quería que la noticia me llegara por ningún otro conducto. En el fondo es un caballero.
—Mira, no sé si es un caballero o un hijo de puta, pero en cualquier caso es un imbécil; uno no se casa así, por las buenas.
—Teme la soledad. Es un hombre que se ha sentido muy solo toda la vida.
—Pero ese matrimonio será un desastre. A cierta edad la convivencia se vuelve más difícil.
—También a cierta edad se valora más la compañía.
Metí la mirada en mi copa, la hundí en el coñac, luego me lo bebí de un trago. Ángela tenía sus hermosos ojos llenos de lágrimas, pero logró recomponerse enseguida.
—¡Bueno, creo que voy a pedir una placa como ayudante del sheriff, me la merezco!
Rió con más ímpetu del que era normal, y también bromeó al despedirnos. Fantástico, pensé, viva el amor, la risa, la broma, la vida. Una mierda, en fin.
Volví a comisaría. Me senté. Preparé un informe. «Aparece testimonio de que Ignacio Lucena Pastor se hallaba implicado en la lucha clandestina de perros», escribí. Todo me parecía absurdo. Llamaron por teléfono, un hombre quería hablar conmigo. Muy bien.
—Inspectora Delicado, soy Arturo Castillo, ¿se acuerda de mí?
—Hola, doctor Castillo. Por supuesto que me acuerdo. ¿Qué se le ofrece?
—Me preguntaba si habían resuelto ya el caso de los perros. De vez en cuando siento curiosidad y como no veo nada en los periódicos…
—Doctor Castillo, ¿no se da cuenta de que con sus llamadas empieza a señalarse a sí mismo como sospechoso?
—¿Cómo?, ¡espero que esté bromeando!
—No bromeo, es algo que sucede a veces, culpables que se sienten atrincherados en su buena coartada, pero que no soportan la incertidumbre de saber si el brazo de la ley no estará quizás acercándose.
—¡Qué cosas dice, inspectora!
—¿Está seguro de no tener nada que ocultar? Quizás usted odiaba a Lucena por alguna razón.
—¡Inspectora, puedo ir a testificar cuando lo desee!
—Lo pensaré, doctor Castillo, lo pensaré.
Colgué. Mi estado de ataraxia se había convertido en un ataque rabioso. El mundo se debatía entre injusticias, perros azuzados por la avaricia se despedazaban entre sí, el amor siempre se resolvía dolorosamente pero, a pesar de todo, era imprescindible seguir siendo bien educado, ¿no es cierto? ¡Al carajo! Cerré los cajones de mi mesa haciendo un ruido infernal. Cogí mi americana y me largué sin saludar a ninguno de los compañeros que me encontraba por el pasillo. Iba a cenar sola, en algún restaurantucho de mala muerte, y escogería algo así como macarrones bien entomatados y una enorme morcilla en segundo lugar. Una risible rebelión contra lo correcto.
La mañana siguiente fue algo menos desastrosa. Nada más entrar en mi despacho, tan violentamente abandonado la víspera, hallé el informe del laboratorio sobre mi mesa. Leí con avidez y, al cabo de un segundo, con auténtico optimismo. Sí, no había ninguna duda, en la muestra de paja que habíamos enviado se hallaron restos de sangre canina y pelos de perro. La diana de Ángela había sido total. Dejé una nota explicativa a Garzón con las novedades y volé hasta el laboratorio. El jefe de servicio me ratificó todos los conceptos del hallazgo y me dio una minúscula bolsita donde se habían envasado al vacío varios pelos cortos, duros, de una coloración incierta que iba desde el beige hasta el blanco marfileño. Lo único que podía asegurarse era que la sangre y los pelos pertenecían a perros. Cualquier otra precisión debía hacerla un veterinario. No me atreví a preguntarle si existían veterinarios forenses en nuestro cuerpo; de modo que recurrí al que tenía más cerca.
Me presenté en la consulta de Juan Monturiol sin avisarle siquiera. Guardé turno entre señoras que sostenían a sus yorkshires sobre las rodillas, hombres que llevaban tiernos cachorros a vacunar. Comprobé una vez más que había una solidaridad especial entre los dueños de perros. Nadie se sentía incómodo si era olfateado imprevistamente, ni ofendido si resultaba objeto de algún ladrido poco amistoso.
La reacción de Juan al verme cuando salió acompañando a un cliente no fue halagadora, pero atribuí su gesto adusto a la seriedad ambiental. Aguardé con santa paciencia, leí revistas impensables sobre perros y gatos y cuando por fin el último paciente se había largado, el veterinario vino hacia mí y me dio la mano. Distanciamiento. No menos del que yo merecía, probablemente. Intenté ser natural y simpática en los prolegómenos personales; seria y ligeramente intrigante en los profesionales. Se enganchó enseguida a la historia. Me pidió ver los pelos. Yo los saqué del bolso con la unción del que maneja reliquias santas. Entramos en su laboratorio y colocó los pelos sobre una placa.
—Verlos al microscopio no nos daría pistas; de modo que vamos a someterlos simplemente a un fuerte aumento.
Los colocó bajo una lupa, pasó un buen rato mirándolos. Me había olvidado de su belleza. Las manos fuertes y largas, de dedos delicados. El cabello rubio, espeso. Los rasgos perfectos de nariz y pómulos. Levantó sus ojazos verdes hacia mí.
—¿Qué quieres saber?
—¿A qué raza de perro pertenecen?
Dudó un momento.
—Hay algunos que son casi dorados, otros blancuzcos. Pueden corresponder a dos o más perros; pero también pueden ser de un mismo perro que tenga colores diferentes en el manto y la panza, o de uno que sea manchado. En cualquier caso, vienen de ejemplares de pelo corto y, por la textura y lo poco deteriorados que están, yo diría que son jóvenes.
—¿No puede saberse por la sangre de qué raza son?
—No, en modo alguno.
—Sabemos que se trata de perros de defensa, y tenemos el color. ¿Crees que con esos pelos podríamos señalar o descartar alguna raza?
—Eso nos llevará una larga sesión.
—Puedo volver mañana.
—No, quédate. Iré a comprar algo para comer.
—Iré yo.
Salí a la calle y busqué un bar. Me descubrí pidiendo que uno de los bocadillos tuviera doble ración de queso. Estaba cuidando de Juan, una agradable sensación después de todo. Mi amante descontento había sido amable una vez más. Tras largas horas de trabajo en su consulta, aún encontraba tiempo para dedicármelo. Lo cierto era que yo no me había comportado bien con él. Había sido frívola. Quizás no era nada tan terrible depositar un poco de confianza en alguien. La valiosa compañía, según las palabras de Ángela.
La tarde fue larga e intensa. Después de haber consultado libros y fotografías, Monturiol estuvo en condiciones de dictaminar.
—Apunta, Petra, vamos a ver. Estos pelos pueden pertenecer a las siguientes razas: bóxer, stadforshire, pastor alemán de pelo corto, dogo alemán y perro de presa canario. Supongo que son demasiadas para que el dato sea útil, ¿me equivoco?
—Si estos cabrones funcionan como me contó un periodista, uno de los perros era robado y, por tanto, saber su raza no nos informa de nada en especial. Pero el otro era del propietario organizador, y sin duda estará entre esas razas. Por eso es determinante conocerla.
—¿Piensas en criadores?
—Es una posibilidad.
—No puedo ayudarte más.
—Me has ayudado muchísimo. ¿Qué puedo hacer yo por ti?
—Acércame a mi casa, no he traído el coche.
Y lo llevé. Quizás no era tan malo mostrarse cariñosa algunas veces.
A la mañana siguiente Garzón y yo celebramos una reunión de urgencia en mi despacho. Él reportó sus avances en el cherchez la femme, que no escuché, y yo le expuse la situación. Nuestros esfuerzos debían ir dirigidos a los criadores de las razas que Monturiol había seleccionado.
—¡Pero si ya los hemos investigado! —arguyó mi compañero.
—Bueno, pues lo haremos otra vez.
—Sigo creyendo que nos dispersamos demasiado.
—Trabajamos con las únicas evidencias que tenemos. Ahora sabemos que Lucena estaba metido en el negocio de la lucha, y también sabemos que en ese nuevo trabajo «se pasaba la vida en el campo». ¿A qué piensa que iba al campo, a merendar?
—Pero el campo puede ser el jardín de cualquiera que tenga una casa lo suficientemente aislada.
—De acuerdo, pero ¿quién puede tener en su casa varios perros entrenados para luchar?, y ¿dónde puede realizar las pruebas con perros robados sin levantar sospechas? No, Garzón, es posible que el campo sea cualquier cosa, pero antes de buscar agujas en pajares vamos a registrar bien el acerico.
—Pues le advierto que la lista de Monturiol tiene tela.
—Podemos descartar una raza, no hay criaderos de perro canario de pelea cerca de Barcelona.
—Aun así…
—Nos los repartiremos. Usted visitará el criadero de stadforshire y el de dogo. Yo el de pastor alemán y bóxer. A usted va a corresponderle ir a buscar órdenes de registro. Esta vez vamos a abrir todas las dependencias que haya en las instalaciones, a revisarlo todo. La inspección tendrá que incluir a los propios animales, sería conveniente comprobar si alguno de ellos presenta escoriaciones o cicatrices, síntomas de haber peleado.
—En ese caso deberíamos ir acompañados de un experto. Le pediré a Valentina que me acompañe.
—Bien pensado, yo se lo pediré a Juan, o a Ángela.
—Inspectora, si Ángela tuviera que aparecer por aquí…
—No se preocupe, procuraré que no se produzcan encuentros molestos.
—Gracias. Veo que se hace cargo.
—No sabe hasta qué punto me hago cargo.
Prefirió no indagar en mis invectivas irónicas y salió presuroso del despacho, probablemente encantado de poder compartir su trabajo con una experta tan idónea para sus intereses.
A las cuatro de esa misma tarde tenía sobre mi mesa las órdenes de registro. Cumplía bien sus obligaciones; Garzón el magnífico, a pesar de sus veleidades amatorias continuaba funcionando como un reloj suizo. Quedé de acuerdo con Juan Monturiol para ir juntos al criadero de pastor alemán. Fue un encuentro distendido, casi una excursión. Charlamos, comentamos y, una vez llegados al lugar, pude comprobar la emoción que sentía Juan al participar en un registro policial. El dueño era un hombre bastante mayor, apacible, que contradecía por completo el aforismo de que el dueño se parece a su perro. Él no tenía nada que ver con sus valientes pastores alemanes. Se tomó nuestra visita con tanta filosofía que incluso me preguntó por el subinspector Garzón, al que recordaba de la vez anterior. Si se trataba del culpable, había desarrollado una admirable capacidad de disimulo. Tampoco sus instalaciones parecían sospechosas: abrimos puertas, fisgamos detrás de las casetas, inspeccionamos hasta el último rincón. No existían habitaciones ocultas, ni rings que pudieran recordar a los de lucha. No había ningún animal aislado ni tratado de modo diferente. Juan iba acercándose a las perreras y observaba los perros con cuidado, las patas delanteras, el cuello… Me indicó que ésas solían ser las principales zonas atacadas en una pelea; las patas delanteras inmovilizan al contrario, el mordisco en el cuello puede causar la muerte inmediata. Había traído consigo una larga vara y a veces la introducía entre las rejas para hacer variar de posición al perro y poder examinarlo mejor. Inútilmente, porque el dictamen final fue negativo, ninguno de aquellos ejemplares presentaba indicios de haber luchado.
Para que el reconocimiento resultara exhaustivo, eché una ojeada más intimidatoria que experta sobre sus libros de contabilidad. Nada extraño apareció a primera vista. El criador nos miraba con resignación y curiosidad, pero no hizo preguntas. Sólo al final, perdida ya la timidez, se atrevió a comentar que nunca más daría parte a la policía cuando le desapareciera un perro. Juan cometió el error de preguntar por qué, y él contestó: «La policía siempre acaba tratándote como si fueras culpable de algo». Mi amigo quedó impresionado por esta frase, pero yo le advertí más tarde que era todo un clásico de repertorio, no exento de razón.
En el viaje de vuelta, la sensación de relajamiento y bienestar se hizo aún más envolvente. Juan descartaba las posibilidades de que el criador de pastor alemán fuera nuestro hombre, como si realmente trabajara en el caso. Hacía hipótesis, las sometía a preguntas de prueba que él mismo elaboraba. Lo miré sonriendo.
—A lo mejor se podía sacar de ti un buen policía.
—Te recuerdo que la paz y la tranquilidad son las cosas que considero más importantes en la vida.
—Pero puedes jugar a detectives de vez en cuando.
—Eso significa que vas a necesitarme mañana.
—Mucho me temo que sí. ¿Podrás arreglarlo? Aún tenemos un par de criadores que visitar.
—Lo arreglaré.
—¿Y ahora, puedes arreglarlo para cenar conmigo?
Me miró interrogante.
—¿Una cena sin prisas?
—Sí.
—Ya está arreglado.
Y cenamos en su casa, y después hicimos el amor mansa, cariñosamente. Quizás hay relaciones que es necesario cortar y reiniciar varias veces, pensé mientras me vestía con cuidado de no despertarlo, quizás en uno de esos comienzos se encuentra la vía adecuada.
Llegué a casa a las tres de la mañana. Oí los mensajes del contestador. Nada. Mi asistenta me había preparado verduras para cenar. Estaban frías como cadáveres sobre la mesa de la cocina. Espanto roía uno de esos falsos fémures fabricados con cartílago. Entusiasmado con su presa sintética ni siquiera se acercó a saludarme. Tomé un baño, me arranqué unos cuantos pelos de las cejas y cogí un libro con la sana intención de que el sueño me venciera realizando un acto cultural. Pero, transcurrido un instante, sonó el teléfono. Es Juan, pensé, uno de sus típicos detalles amorosos: «Ha sido maravilloso, te echo ya de menos». Pero era Garzón, a las tres de la mañana. Debía de tratarse de algo grave.
—¿Inspectora? Hay algo muy importante que debo comunicarle.
Sentí una punzada de ansiedad.
—¡El criador de stadforshire! —casi grité.
—No, no se trata de eso. Verá, es que preferiría ir un momento a su casa y decírselo personalmente. Ni siquiera he querido dejarle un mensaje en el contestador. Llevo toda la noche llamándola.
¿Qué otra cosa podía hacer sino decirle que viniera? Sin duda tenía algún dato tan crucial de la investigación que no se atrevía a comunicármelo por teléfono. Volví a vestirme someramente y miré si quedaba whisky en la despensa. Me senté a esperar al subinspector. Cuando le abrí la puerta enseguida comprendí que haber comprobado mis reservas de whisky había sido una precaución innecesaria: Garzón portaba en la mano, moviéndola eufóricamente, una botella de champán francés.
—Traiga un par de copas, inspectora, y perdone la intromisión, pero es que he querido que fuera usted la primera en saberlo.
Lo miré como una imbécil. Por fin él espetó:
—Valentina ha dicho sí.
Como me cogió desprevenida estuve a punto de preguntarle «sí ¿a qué?», pero enseguida caí en la cuenta de que hablaba del matrimonio. Lo único que se me ocurrió decirle fue:
—¡Eso es magnífico, Fermín!
Se coló en el salón y él mismo se hizo con las copas. Palmeó la cabeza de Espanto y abrió el champán como el más consumado sommelier. Brindamos.
—¡Por su felicidad! —exclamé sin saber si era lo adecuado. Él levantó el líquido en alto y luego se lo tragó de una tacada sin pestañear. Acto seguido nos sentamos y adoptó aires de confidencia.
—Por lo visto la cosa ha sido dura para ella, ¿sabe? El tipo ése, su amante, no la dejaba marchar así como así. La ha presionado durante estos últimos dos días, salvajemente. Ha llegado incluso ha confesarle la existencia de Valentina a su mujer, diciéndole después que la abandonaba. Naturalmente era un elemento de chantaje frente a Valentina. El muy cabrón ha pasado años teniéndola de querida secreta y ahora le ofrece dejar a su mujer, casarse con ella en cuanto obtuviera el divorcio. Por supuesto que Valentina ha resistido como una jabata. «Ya es demasiado tarde, le soltó. Has dado un disgusto inútil a tu mujer.» ¿Qué le parece? Menuda respuesta ¿eh?
—Buena.
—Por fin parece que el tipo se ha dado cuenta de que no había nada que hacer y va a dejarla en paz de una vez. En fin, ¿qué me dice, Petra?
—¡Qué le voy a decir!, todo es muy emocionante.
—Pues ahora viene lo realmente gordo. En realidad es para decirle eso por lo que me he permitido venir tan tarde.
—¡Arránquese, Fermín, me va a dar un infarto!
—En cuanto nos casemos voy a darme de baja en el servicio.
—¿Dejar la policía?
—Jubilación anticipada.
Me quedé estupefacta, sin habla.
—¿Está seguro de eso, Fermín?
—Verá, si juntamos los ahorros de Valentina con los míos, resulta que tenemos suficiente dinero como para comprar un terreno en el campo y construir la casa y la canera que ella siempre ha deseado. ¿No es increíble?, ventajas del matrimonio. Así los dos podremos dedicarnos tranquilamente a la cría de perros y vivir en plena naturaleza. ¿Me imagina de granjero de chuchos, inspectora?
—No sé, Fermín, ¿lo ha pensado usted bien? Dejar la policía, cambiar de actividad a estas alturas… Para Valentina eso constituye el sueño de su vida, pero para usted…
Se puso serio, me miró intensamente.
—Estoy cansado, Petra, de verdad. Usted se metió en la policía porque necesitaba un cambio; siendo abogada podía haberse dedicado a cualquier cosa. Pero yo entré en el Cuerpo de jovencito sólo porque tenía que ganarme el pan. Llevo toda la vida en la calle y dígame, ¿qué hago yo a mi edad persiguiendo robaperros?
—Supongo que tiene usted todo el derecho a escoger.
—Es la primera vez en mi vida que escojo de verdad, y dos cosas importantes: mujer y trabajo. Le aseguro que me siento como un rey.
—Le deseo todo tipo de felicidad. ¡Su apartamento de soltero ha sido efímero después de todo!
—Pero muy importante. Me ha dado libertad e intimidad. Y eso se lo debo a usted.
—¡Pues págueme con otra copa de champán!
Bebimos y reímos, durante mucho rato. Nunca había visto a nadie tan contento. Sin duda iba a echar de menos al subinspector Garzón, su lealtad, su hambre lupina, el contorno abultado y jovial de su vientre. Lo había subestimado, quizás no era tan inmaduro como llegó a parecerme; había sabido encontrar lo que quería. Se marchó achispado y feliz, pimpante como un mariscal. ¿Guardaría algún pensamiento para Ángela en aquellos momentos? Desde luego que no. La felicidad amorosa vacuna contra recuerdos dolorosos. El valor de la compañía. Me senté, acaricié la cabeza de Espanto, que se había dormido junto a su falso hueso. Cogí el teléfono y llamé a Juan. No me importaba despertarlo. Se asustó.
—¡Petra! ¿Qué ocurre?
—Nada, sólo quería saber cómo estás.
Tardó un poco en recuperar el habla, por fin lo hizo en un tono muy dulce.
—Estoy bien, querida, estoy bien.
Esperaba que aquella llamada le pareciera síntoma de un cambio esperanzador en mi personalidad.
El sueño de aquella noche o de lo que quedó de noche fue tan intenso que, aunque corto, resultó reparador. Desperté de un humor ufano y me metí enseguida en la ducha. Al salir, mientras me secaba, oí el teléfono sonando en el salón. Cinco minutos antes hubiera sido peor, pensé. Me apresuré, una llamada tan temprana sólo podía proceder de comisaría. Así era, reconocí enseguida el inconfundible acento gallego de Julio Domínguez, un joven guardia recién destinado a Barcelona.
—Inspectora Delicado, la llamo cumpliendo una orden del inspector Sánchez.
—Dígame, le escucho.
—Es que han encontrado a una mujer muerta.
—¿Y bien?
—Pues es que el inspector Sánchez me ha dicho que la mujer, la mujer muerta, llevaba al cuello una medalla, o algo así, con la foto del subinspector Garzón.
Mi respiración se hizo fatigosa, me mareé levemente.
—¿Rubia o morena?
—¿Cómo?
—La mujer, ¿es rubia o morena?
—No lo sé, inspectora, sólo me han dicho lo que le he contado.
—¿Dónde la han hallado?
—En el patio de su casa.
—¿Y dónde está su casa, por Dios Santo?
—Tampoco lo sé. Es que no he sido yo quien ha cogido el recado. Espere un momento, inspectora. Voy a investigar quién ha hablado con el inspector Sánchez y enseguida vuelvo a llamarla.
—¡Por todos los demonios, iré ahora mismo a comisaría, será más rápido!
Me vestí con las primeras prendas que mi mano topó en el armario. Las cremalleras se trababan y los botones se resistían. Olvidé pasarme un peine por el pelo y acariciar a Espanto. Mientras ponía en marcha el motor del coche, notaba la adrenalina fluyendo por mi cuerpo.