8

Pavía le dio cita a Puig en un bar de Casteldefells, a las diez de la mañana de un miércoles. Dos guardias se instalaron en el local con monos azules de currante. Como Puig nos conocía, Garzón y yo esperamos en el coche, a varias manzanas de distancia. A las diez veintitrés vimos llegar a nuestros dos hombres con Puig en el centro, esposado. No estaba nervioso ni colérico, hasta nos saludó como si nos hubiéramos encontrado casualmente. La presa había entrado en la trampa por su propio pie.

Lo interrogamos en comisaría durante más de tres horas. Para nuestra desgracia, corroboró palabra por palabra la versión de Pavía. Lucena había dejado de hacer negocios con ellos un año atrás, por motivos de seguridad y porque pensaba dedicarse a otro asunto. ¿Qué asunto? No tenía ni la menor idea, Retaco no hacía nunca demasiados comentarios. En ningún momento aquel curioso estafador sintió la tentación de inculpar a su compinche de la muerte del robaperros. Supuse que si en realidad hubieran estado pringados en eso, alguno de los dos hubiera lanzado las pelotas al tejado ajeno. Mucho más contando con los lógicos deseos de venganza que Puig debía de sentir en aquel instante, después de verse atrapado con la connivencia de Pavía. Pero no sucedió. Ahí acababa la información. Lo amenazamos con cargarle a él solo la muerte de Lucena. Estaba asustado pero no varió su declaración. Todo daba a entender que, en efecto, no estaba mintiendo. Descartamos un careo por el momento, aunque siempre quedaba la posibilidad de que se hubieran conchabado telefónicamente. Improbable; después de ver que Pavía lo había traicionado, cualquier acuerdo previo al que hubieran llegado hubiera caído por la desconfianza y el odio generados.

Con infinita paciencia seguí interrogándolo sobre el posible destino de Lucena después de haber abandonado el secuestro de perros. Garzón observaba mis esfuerzos con escepticismo; si por él hubiera sido, le hubiera lanzado al sospechoso una jauría entera de rotweilers en vez de ir dándole oportunidades de exculpación. Me di cuenta de que a Puig empezó a sorprenderle mi interés por conocer los pasos posteriores de Lucena. Se percató de que dejaríamos en paz su asunto. Aquello variaba su guión mental. Empezó a esforzarse realmente por recordar algo que pudiera darnos una pista. Por fin nos proporcionó un dato por si podía ser de utilidad.

—Cuando me despedí de Retaco… —dijo— le deseé suerte y buenas ganancias. Ni me dijo a qué iba a dedicarse ni a mí me importó saberlo, pero recuerdo que comentó: «Las ganancias nunca están aseguradas, aunque por lo menos ganaré en salud, voy a estar en el campo…».

—¿Eso es todo?

—¡Se lo aseguro!, no volví a verlo más. Ni siquiera me había enterado de que estaba muerto.

—¿Qué ha pasado con su secretaria? —preguntó Garzón.

—Cuando ustedes me localizaron la despedí, pero no sabe nada.

—¿Dónde vive?

—Ni lo sé.

—¿Y su número de teléfono?

—Nunca me lo dio.

Aquel asunto no iba a dar mucho más de sí. Lo pasamos al juez que haría las acusaciones legales pertinentes y continuaría la investigación del posible blanqueo de dinero. Garzón se subía por las paredes.

—¡No puede ser, inspectora, no puede ser que estemos de nuevo en el mismo punto! Es como una pesadilla, ¿no ha tenido usted nunca una de esas pesadillas en las que te persigue un toro y, por mucho que corras, siempre tienes los pies clavados en el mismo lugar?

Ahora me tocaba a mí tirar del carro del ánimo y los buenos propósitos, aunque malditas las ganas que tenía.

—No estamos en el mismo lugar, Garzón, hemos ido siguiendo la pista de las libretas.

—Pero ahora no hay más pistas, Petra, ni más libretas. Aclarada la libreta número uno, aclarada la libreta número dos, y ni idea acerca de dónde sacó Lucena tanto dinero. Se nos acabaron los hilos de los que tirar y seguimos sin tener idea de quién cojones se cargó a ese tipejo.

—Hemos reconstruido dos años de su vida, ahora sólo nos falta hacer lo mismo con el tercero y último.

—¡Como si fuera fácil! No han surgido nuevos caminos por los que caminar, inspectora. Si esos hijoputas dicen la verdad se acabó el caso. Ya podemos ir ingresando en el convento.

—Subinspector, ¿tiene aquí el teléfono de Valentina?

—¿Cómo?

—Debería llamarla y pedirle que venga a vernos. Creo que puede ayudarnos con sus conocimientos.

Le había pillado por sorpresa, pero la mención de una de sus enamoradas lo azaró lo suficiente como para no preguntar nada.

Valentina Cortés estaba como siempre: rozagante, hermosa y llena de vida. A ella no parecía pesarle demasiado el triángulo amoroso. Me escuchó con sus enormes ojos claros abiertos de par en par, apartándolos sólo para lanzarle a Garzón miradas cariñosas. En su pecho palpitaba el corazoncito de oro.

—¿Criadores de perros de defensa? Sí, están todos en el campo. ¡Por supuesto que los conozco!, al menos los del perímetro de Barcelona. A veces he hecho negocios con ellos, quiero decir que me han traído perros para que los adiestre. Hay algunos a quienes no conozco personalmente, pero tengo las direcciones y los teléfonos de todos los criaderos. Es algo relacionado con mi profesión.

—¿En qué crees que podría estar metido Lucena dentro del mundo de los criadores?

Se echó el pelo hacia atrás con un cabezazo enérgico.

—La verdad, es raro que estuviera metido en algo. Un tipo sin importancia como ése, un simple ladrón de perros… Los criadores de defensa son gente que se gana bien la vida. Cualquiera de los perros que venden vale un buen dinero, y en cuanto un criadero cobra algo de fama, va gente de todas partes para comprarles. ¿Para qué querría ninguno de ellos a un ladronzuelo como Lucena?

El razonamiento era impecable.

—Quizás robaba perros en la ciudad y se los vendía a los criadores.

—¡Pero, Petra, los criadores sólo comercializan cachorros o perros muy jóvenes! No veo qué salida podrían darle a un perro robado del que no sabrían ni la edad.

—Te recuerdo que estamos haciendo la hipótesis sobre un criador que no tuviera muchos escrúpulos.

—No, no lo creo, todos son buenos profesionales. No se trata de gente que compra un par de perros y los aparea en el jardín de su casa. Los criadores profesionales consiguen lo que se llama un «afijo», algo así como una denominación de origen. Sólo después de muchos cruces, cuidados y purificaciones de la raza obtienen la calidad necesaria. El prestigio es básico para ellos. ¿Crees que se arriesgarían a perderlo vendiendo perros robados?

—Quizás lo que hacía era robarles a los criadores y vender él los perros en otra parte.

Se rascó su potente cabeza con cara de incredulidad.

—No lo veo claro. No se me ocurre qué puede tener que ver Lucena con criadores. ¿Por qué os ha dado por ir en esa dirección?

—Un testigo dice que Lucena estaba metido últimamente en algo que se hacía en el campo —contestó Garzón.

Se encogió de hombros como una niña.

—Valentina, ¿tú puedes facilitarnos una lista de todos los criadores de perros de defensa que haya en la provincia?

—Creo que sí.

Garzón me miró con desconfianza.

—No se le habrá pasado por la cabeza que los visitemos a todos, ¿verdad, inspectora?

—Eso es justo lo que pienso hacer.

—¿Sólo por la pista insegura de que Lucena tuviera algo en el campo?

—¿Le parece absurdo intentarlo?

—No lo sé.

—Ya estábamos encaminados por ahí antes de saber lo del campo, ahora continuaremos. Vamos a ver a cuántos criadores les han faltado perros, y a buscar pistas dejadas tras esos robos. ¿Cuándo puedes tener esa lista, Valentina?

—Mañana mismo. Pero ¿qué pasa si me olvido de alguno?

—No te preocupes, pediremos a la Sociedad Canina que verifiquen tu lista y la completen. Ellos deben de tener esos datos.

Bien, la resolución imposible del caso de Lucena nos había permitido aclarar otros problemas policiales de menor importancia. No era una mala marca. Habíamos salido a cazar jabalíes y volvíamos con el morral lleno de caracoles. De cualquier modo, no presentábamos nuestras manos vacías a la superioridad. Si nos encargaban un par de asesinatos más, podíamos dejar la ciudad limpia de delitos intrascendentes. ¿Nos ascenderían por aquella hazaña impensada, o quizás nos echarían de Homicidios? No sería exacto sentenciar que mi ánimo toleraba bien la frustración, posiblemente afinaría más diciendo que me había acostumbrado a caminar sin llegar nunca a la meta. Llevábamos tanto tiempo enfangados en aquel jodido caso, que seguirle la pista a Ignacio Lucena Pastor se había convertido en nuestro trabajo habitual, como quien se sienta cada mañana a su mesa en una agencia de seguros. Sin embargo, durante aquellos meses detectivescamente estériles Garzón había encontrado el amor por partida doble, yo había ligado con un veterinario y entrado en el club de los propietarios de perros. ¿Qué más podía pedirse? Funcionábamos como una gran familia, y Lucena era el abuelo muerto, siempre presente en el recuerdo uniendo desde el Más Allá a sus criaturas terrestres. Podíamos seguir así el resto de nuestras vidas, tanto más cuanto todo tenía un viso transitorio que liberaba de cualquier angustia: Garzón no se decidía por ninguna de las dos «chicas», mi ligue seguía sin ser concreto, el caso no se resolvía y Espanto estaba conmigo provisionalmente. No había lugar para la desesperación.

Al día siguiente, Valentina nos hizo llegar la lista que le pedimos. Contenía un nombre más que la de la Sociedad Canina. Garzón y yo nos sentamos para dilucidar esos datos. Él no tenía ninguna confianza en la línea de investigación que iniciábamos. Era inútil ponerle delante la concatenación de indicios que a mí me parecía una serie posible: estadísticas que señalan abundancia de perros de defensa robados, criadores de defensa que declaran robos, criaderos que se hallan en el campo, último asunto de Lucena que se desarrollaba en el campo. Dinero abundante que surge de pronto. Era un silogismo bien concatenado. Todos los hombres son mortales, Sócrates es un hombre, luego Sócrates es mortal. Claro que había variaciones sobre el tema. Todos los perros son mortales, Sócrates es mortal, luego, Sócrates es un perro. Me privaría de comunicarle a Garzón esos juegos de lógica. Él no hacía más que decir que la ilación era endeble. Yo le argumentaba la evolución «profesional» de Lucena. Había ido prosperando. Al principio robaba perros callejeros, después perros de raza. Era lógico pensar que más tarde viniera una especialización: perros de defensa. Nuestro hombrecillo encontró un contacto dentro de ese mundo, y había afrontado mayores riesgos a cambio de mayores dividendos. En ese punto el subinspector se iba por los cerros de Úbeda.

—¿Y cómo llegaba hasta el campo un hombre sin carnet de conducir?

—Iría en una moto de pequeña cilindrada.

—¡Eso!, y los perros robados los sentaba en la parte de atrás.

—Le recuerdo lo que dijo el criador amigo de Ángela: hacen falta dos personas para realizar un robo así.

—De acuerdo, inspectora, de acuerdo; admitamos que Lucena estuviera metido en ese asunto, pero dígame, ¿cómo se le hinca el diente a eso, con qué pruebas contamos?

—¡Está usted mal acostumbrado! La policía no sólo sigue pistas, cuando no las tiene debe buscarlas. Y eso es justo lo que vamos a hacer, buscarlas.

Resopló con desánimo.

—Si no se encuentra con ganas puedo pedir que le releven, Fermín. Le aseguro que no voy a enfadarme por eso.

—Déjese de bromas, Petra. ¿Diga, por dónde empezamos?

—Por leer esta dichosa lista.

—Adelante.

—Veamos las razas: bóxer, pastor belga, pastor alemán, dóberman, rotweiler, schauzer gigante, dogo alemán, pastor de Brie, bouvier de Flandes, pitbull y stadforshire bull terrier.

—¡Dios!, ¿hay criaderos de todo eso cerca de Barcelona?

—Sí, pero no se asuste; el pastor de Brie y el bouvier de Flandes pertenecen al mismo criador. Lo mismo pasa con el bóxer y el pastor belga.

—Parecen platos de un restaurante francés.

—Pues para nosotros serán como una especie de picnic. ¿Tiene usted botas camperas, subinspector?

—¡Y cantimplora!

—Entonces ya no nos falta nada para empezar.

Me mostraba contenta y llena de ímpetu como recomienda el Manual del mando policial, pero mi realidad interior no correspondía a ese talante. El subinspector llevaba más razón que el santoral completo, seguíamos una pista débil. Sólo la seguridad de que Lucena no había abandonado el mundo canino me impulsaba a seguir buscando su hipotética «especialización». Estaba convencida de eso, Lucena poseía un don para los perros. La vida está llena de cosas así, alguien nace pobre, feo, con pocas luces y poca suerte, pero sin embargo tiene una habilidad innata para tararear canciones, para hacer cálculos mentales o para escalar fachadas. Lucena había aprovechado la suya empleándola en el mundo del delito. Lástima, podía haber sido un buen veterinario o un entrenador notable; pero robaba perros, y haciendo eso había amasado un buen montón de dinero. Y yo, aunque fuera lo último en que me empeñara, averiguaría cuál había sido la fechoría perruna que llevó a la muerte a aquel minúsculo ser marginal.

Un martes por la mañana, incipientes los calores de junio, visitamos a un tal Juan Moliner en su criadero de dóbermans. El subinspector se había plantado para la ocasión una vistosa camisa color pistacho que, en condiciones normales, le hubiera creído incapaz de llevar.

—Es un regalo de Valentina —informó.

—¿No le regala nada Ángela?

—Libros. Me ha comprado las poesías completas de Neruda, dos novelas americanas y una guía de perros.

—¿Ninguna novela policial?

—Dice que son una tontería. Ángela es una mujer muy culta, muy selecta.

—¿Se aburre con ella?

—¡Ni pensarlo!, sólo me pregunto si estoy a su altura.

—Yo no me preocuparía por eso.

—No, si tampoco me preocupo demasiado.

Era difícil obtener indicio alguno sobre su conflicto emocional, de modo que no le hice más preguntas. Ante nosotros teníamos ya a Juan Moliner, un hombre recio y simpático, antiguo agricultor reciclado en criador de perros. Nos mostró sus instalaciones mientras cantaba las excelencias de los animales con los que trataba.

—Tenemos que soportar la ignorancia de la gente —dijo—. El dóberman es un perro de fama horrible azuzada de vez en cuando por los periódicos y nosotros sufrimos las consecuencias.

—Los perros locos —dijo Garzón.

—Se han divulgado cosas espantosas. Que les crece el cerebro desproporcionadamente, que provienen de un cruce que supone genéticamente la locura; barbaridades.

—Pero es cierto que ocurren accidentes serios con esta raza.

—No más que con otros perros de defensa, pero el dóberman excita el morbo de los periodistas. Miren.

Se levantó la manga de la camisa y dejó al aire una tremenda cicatriz que le recorría el antebrazo en sentido longitudinal.

—¿Ven?, esto me lo hizo un dogo alemán, y eso que era de un amigo y me conocía muy bien. Llevo veinte años trabajando con dóbermans y nunca han hecho amago de morderme.

Garzón y yo nos quedamos mirando con aprensión los trazos de la herida.

—¿Le dolió? —pregunté.

Levantó la cara con orgullo de excombatiente.

—¿Nunca le ha mordido un perro?

Negué hipnóticamente.

—La mordedura del perro produce un dolor especial, sorprendente, profundo como si te llegara a las entrañas.

Pensé en los, para mí, ignotos sufrimientos del parto. Luego fijé la vista en los estilizados dóbermans que se agitaban en las jaulas, inquietos por nuestra presencia.

—¿Por qué no nos cuenta algo de los robos que ha venido padeciendo, señor Moliner?

La información que nos dio no difería mucho del relato que ya habíamos oído. El objetivo eran machos jóvenes, uno o dos a lo sumo. El ejecutor, alguien que entendía de perros. No quedaron pistas ni huellas. Lo único que podía deducirse con facilidad era que habían saltado la tapia porque estaba algo hundida en un punto.

—¿Para qué cree que querían sus perros?

—Eso mismo me he preguntado yo. Si es para venderlos sería más lógico que hubieran cogido un cachorro, o incluso una hembra para la cría.

—Quizás los ladrones tenían un cliente previo que les había hecho un encargo.

—Es posible.

—¿Cómo cree que pudieron sacarlos del recinto vallado?

—Encaramándolos y dejándolos caer del otro lado. No hay altura suficiente para que se lastimen.

—¿Cree que podrían bastar dos personas para realizar toda la operación?

—Puede que sí. Quizás son niñatos en busca de emociones, simples gamberros.

—¿Cómo explica entonces que otros de sus compañeros hayan sufrido robos similares?

—Será una moda.

—Aunque sus perros no estén específicamente entrenados, ¿podrían atacar?

—No, dudo que atacaran. A no ser que intentaran quitarles un cachorro o algo por el estilo.

Pasó la mano por entre los barrotes y acarició la cabeza de un perro.

—¡Tóquelo usted, inspectora!, verá como no es tan fiero.

Alargué mi mano y la pasé repetidas veces por entre las orejas del animal. Su lengua se desplegó afablemente y me lamió. Sonreí. Luego saqué del bolso la foto de Lucena y se la mostré al criador.

—¿Lo conoce?

—No. ¿Qué le ha pasado?

—Le atacaron, pero no fue un perro.

—Si hubiera sido un perro su estado sería aún peor.

—Su nombre es Ignacio Lucena Pastor. ¿Está seguro de que este hombre nunca le ha prestado ningún servicio en el pasado?

—Creo que no, pero puedo mirar en los archivos. Esperen un momento.

Se alejó hacia su oficina. Garzón me miró con malicia.

—¿Se atreve a acariciar al perro ahora que el dueño no está delante?

Podía ser como un maldito niño, como un pandillero adolescente y buscabollos. Metí el brazo entero en la jaula y volví a acariciar al dóberman, que movió el rabo, complacido.

—¿Está contento?

Oímos la voz de Moliner a nuestra espalda.

—¡Se lo dejo a buen precio!, es una protección perfecta para un policía.

—Gracias, pero ya tengo perro.

—¿De defensa?

—El mío más bien necesita ser defendido. Lo prefiero así.

—Contra gustos…

Cuando llegué a casa aquella noche el teléfono estaba sonando. Era Juan Monturiol. Quería hablar conmigo. Sostuve el auricular con la barbilla y mientras lo saludaba fui quitándome la ropa, necesitaba urgentemente un baño.

—Petra, me gustaría hacerte una pregunta. ¿Todo está bien para ti tal y como está ahora?

—No te entiendo.

—Me refiero a nuestra amistad, relación o como demonio pueda llamarse.

Debía de haber tenido un mal día.

—En fin, si no te refieres a nada concreto… yo creo que sí, todo está bien.

—Petra, nos vemos de vez en cuando, vamos a los saraos de tu compañero, hacemos el amor algunas veces… sí, todo está bien en apariencia. Lo que pasa es que las cosas no se hacen así.

Debía de haberle mordido algún perro.

—¿Qué cosas?

—La gente, la gente normal, habla un rato, se dice lo que siente, llama por teléfono, charla de su vida.

—Lo siento, la verdad es que mi trabajo…

—Sé que tu trabajo es complicado, pero el teléfono es fácil de usar.

—No tenía nada especial que decirte.

—Eso es lo malo.

Empecé a impacientarme.

—Juan, ya habíamos hablado de este tema y los dos parecíamos de acuerdo. El matrimonio es un mal rollo que…

—Entre casarte de blanco en una basílica y echar algún polvo ocasional hay un montón de posibilidades intermedias. ¿No lo habías pensado?

—¿Con cuál te quedas tú?

—Con ninguna, tienes razón. Es inútil explicar a quien no quiere entender.

Colgó el teléfono y yo me quedé estupefacta, ridículamente en pelotas rodeada de mis prendas desordenadas. ¿A qué venía aquello, tantos días llevaba sin llamarlo? ¿Habíamos estipulado un número determinado de llamadas? ¿Tenía alguna importancia? No, supuse que lo que le sucedía era que no toleraba seguir con una relación que no se concretaba en nada conocido. Qué pena, era probable que no volviéramos a salir juntos y que no volviéramos a hacer el amor. Echaría de menos su belleza. Lástima, pero no era el fin del mundo. De acuerdo, yo no le había dicho lo que sentía, pero ¿cómo iba a decírselo? Los hombres se toman muy a mal que les alabes su hermosura, no les gusta, les sienta fatal. Además, estaba el caso. Uno no queda absorbido por un caso veterinario, pero sí puede quedar atrapado por un caso policial. Daba igual, al carajo. Los problemas sentimentales pueden esperar, mi baño no podía. Demasiado cansancio como para ponerse a pensar.

De buena mañana Garzón me esperaba con el coche aparcado delante de casa para una de aquellas excursiones campestres a las que sólo les faltaba la fiambrera. Dos minutos después de estar juntos ya se había dado cuenta de que me encontraba deprimida.

—¿Aún sigue enfadada conmigo?

—¿Enfadada con usted?

—Sí, por ser un donjuán y todas esas cosas que me dice.

—Le prometí que no me metería más en sus asuntos.

—No se preocupe, le aseguro que voy a solucionar pronto el problema.

Los temas de amor acechaban insidiosamente por todas partes. Pretendí no haberlo oído.

—¿Cuál es nuestra ruta de hoy?

—Vamos hacia Rubí, a un criadero de stadforshire bull terrier.

—¿El perro asesino del que Valentina nos habló?

—¡Exacto!, el propietario se llama Augusto Ribas Solé. Veamos si alguien ha tenido cojones para robarle uno de esos perros sanguinarios.

Fingí dormirme para que Garzón no reincidiera en materias sentimentales. Tenía suficiente con las propias. Mi representación fue tan perfecta que al cabo de un momento estaba dormida de verdad. Me desperté al pararse el coche. Descubrí que estábamos en una zona muy solitaria donde se alzaba un cercado relativamente grande. Una puerta corredera era toda su abertura al exterior. Leímos en un cartel: «Cuidado con el perro. Llamar». Una flechita roja señalaba el timbre.

—¿Preparada para el juego de la verdad, inspectora?

El maléfico Garzón utilizaba un tono escéptico para todo lo que concernía a la investigación. Pulsamos el timbre. Sorprendentemente no se produjo el habitual coro de ladridos. Nadie acudió a abrir. Llamamos de nuevo, sin resultado.

—¿Está seguro de que este criadero sigue abierto al público?

—Figura en la lista.

—Pues no parece haber nadie. Llame otra vez.

Garzón realizó una larga y estridente pulsación que tampoco obtuvo respuesta.

—¡Después de haber venido hasta aquí! —dijo de mal talante.

Cogí el picaporte de la puerta corredera y tiré. Cedió enseguida, dejando un espacio suficiente para pasar.

—¿Entramos? —pregunté.

—Vamos a dar unas voces.

Traspasamos el umbral. Ante nosotros se abría un patio amplio con varias moreras plantadas en el centro.

—¿Hay alguien aquí? —gritó Garzón.

Como contestando al requerimiento del subinspector, y sin que pudiéramos advertir por dónde había salido, vimos a unos pasos de distancia cómo un enigmático perro estaba mirándonos fijamente. No ladraba ni se movía. Era pequeño, fuerte, compacto cual pedrusco. El temible stadforshire. Sus ojos destellaban con una intensidad paralizante. Oí como Garzón me decía muy bajo:

—¿Dónde tiene su arma reglamentaria?

—En el bolso —respondí con un hilo de voz.

—Pues no se le ocurra hacer ningún movimiento para sacarla.

—¿Y la suya?

—En mi americana, y mi americana se ha quedado en el coche.

—¡Joder!

La mínima elevación de tono que comportó mi reniego hizo que el perro empezara a rugir. Era un rugido grave, bajo, salido directamente de aquel pecho de hierro.

—Estoy asustada, Fermín.

—No se preocupe. No haga ningún gesto brusco, no se mueva, no hable alto.

—¿Es uno de esos perros asesinos?

—Es un stadforshire. Espero que éste en particular nunca haya asesinado a nadie.

El perro se adelantó hacia nosotros y rascó con sus pezuñas sobre unas losas del jardín.

—Subinspector…

—Tranquila.

—Se supone que ha aprendido usted de perros.

—Acaba de olvidárseme todo.

—¿Qué hacemos?

—Intente empezar a recular hacia la salida. Despacio, muy despacio, sin darle nunca la espalda. Vamos.

Me cogió del brazo. Noté su firme presión.

—Ahora.

Hicimos un movimiento mínimo, un deslizamiento hacia atrás. Era poca cosa, pero el perro se percató y gruñó con más fuerza.

—¡Fermín!

—No haga caso, está intentando intimidarnos. Vuelva a recular despacio, un poco hacia la izquierda. Ahora.

Las piernas me flaqueaban, no conseguía saber si estaba desplazándome o no.

—Dígale algo en alemán.

—Déjese de traducciones y recule.

El nuevo movimiento creó más inquietud en el animal. Cambió de lugar, hizo el rugido intenso, sostenido. De sus fauces vi manar una baba densa que caía al suelo en forma de gruesos hilos. Me miraba a mí específicamente, apenas si podía respirar. Entonces, como si se tratara de un alma escapada del infierno, lanzó un primer ladrido bronco y yo, sin poder evitarlo, dejé escapar un grito medio ahogado. Fue entonces cuando se produjo la auténtica eclosión de la fiereza. El bicho, enloquecido, ladró con rabia, se inclinó sobre sus patas traseras, estaba dispuesto a saltar. Busqué desesperadamente la pistola, pero en ese momento un alarido potente y concreto emergió desde nuestras espaldas.

Aus! —Luego repitió con menor aire imperativo—: Aus! —El perro, como un león de circo romano frente a cristianos en gracia divina, bajó la testuz, perdió la mirada en varios puntos diferentes, se movió sin rumbo como intentando disimular las terribles intenciones que un segundo antes había albergado.

—Pero ¿quién coño son ustedes?

Un hombre alto, fuerte, de unos cincuenta y tantos, con la piel tostada por el sol, estaba en jarras frente a nosotros, que aún no habíamos podido reaccionar.

—Somos policías —logró articular Garzón con una voz multitonal.

—¿Y cómo demonios…?

—Deje en paz a los demonios y saque a este perro de aquí —ordené al recuperar el habla.

Augusto Ribas Solé nos ratificó que habíamos corrido un riesgo serio. Nunca hubiéramos debido entrar. Había faltado cinco minutos del recinto y no se le ocurrió que nadie se presentara a media mañana. Pero era inútil discernir por parte de quién se había cometido la mayor imprudencia. Estábamos a salvo y el criador nos invitó a tomar algo fuerte en la parte de atrás de su establecimiento. Había organizado allí una pequeña terraza muy agradable. Creo que, por primera vez en mi vida, tomé whisky de un trago a las once de la mañana.

—Está usted muy bien instalado —dijo Garzón.

—Me gusta recibir bien a quien me visita.

—Después de someterlo a la tortura de sus perros.

Se echó a reír.

—¿Se imaginan los titulares de los periódicos? «Policías destrozados por perro asesino.» ¡Hasta hubieran hecho una película!, es el tipo de cosa que le gusta a la gente.

—¿Y por qué diantre cría usted perros asesinos?

—¡Vamos, inspectora!, no existen perros asesinos, son los hombres quienes crean perros asesinos en los entrenamientos.

—Entonces, ¿no hemos estado en peligro de muerte?

—Me temo que sí, cualquier perro defiende su territorio. Supongo que si yo no hubiera llegado… Creo que les he salvado la vida.

—Es lo menos que podía hacer, contando con que los perros son suyos.

Rió de nuevo.

—¿No nos pregunta qué queremos, señor Ribas?

—Ya lo sé. Tienen ustedes revolucionada a toda la profesión. Mis colegas están deseando que les toque el turno de visita para contarles sus robos. Todos nos conocemos.

—¿Y qué puede contarnos usted?

—Poca cosa. Me han faltado un par de perros y di aviso a la policía. No hicieron nada, por supuesto.

—¿Dejaron los ladrones alguna señal?

—Nada, son profesionales.

—¿Por qué piensa que son profesionales?

—¿Y qué otra cosa pueden ser? Vienen, roban y se van sin dejar rastro. Se llevan animales sanos y fuertes, los mejores.

—¿A usted también le han faltado machos jóvenes?

—Sí, y no entiendo por qué eso les extraña tanto a otros criadores. Los venden a gente inexperta diciéndoles que ya están entrenados, que son fierísimos. Ejercen como ladrones y estafadores al mismo tiempo.

—¿Y por qué se llevan sólo uno o dos cada vez?

—Se llevan los que necesitan. ¿Para qué quieren estar cuidando a más perros? ¿Dónde los tendrían sin levantar sospechas? Además, con lo fácil que les resulta robarlos…

—Es como si estuvieran ustedes resignados a sufrir esos atropellos.

—¡Eso mismo pienso yo, y se lo he dicho cien veces a mis compañeros! Yo tengo muy claro lo que hay que hacer. Si la policía no hace caso tenemos que ser nosotros quienes solucionemos el problema. Nos reunimos, se forma un grupo de vigilancia y al primer tío que cacemos robando, ¡zas!, un tiro y al carajo. Luego echamos el cuerpo a un vertedero y vamos a ver quién es el guapo que sigue robando.

—¡Bueno, señor Ribas!, entonces puede que tuviéramos que intervenir nosotros.

—Nada, inspectora, nada. Hay un vacío legal en el mundo del perro, de modo que tenemos que organizarnos nuestra propia ley. Quizás un par de perros no sea mucho, pero fastidia. Somos gente trabajadora, que gana su dinero con mucho esfuerzo, ¿por qué aguantar a esos cabrones?

Eché otro sorbo de whisky antes de agitar la cabeza con rechazo.

—De todos modos… —continuó— no se preocupe demasiado. Parece que no hay arrestos suficientes, seguiremos aguantando.

—Comprendo. Y a este hombre, ¿conoce usted a este hombre?

Miró la foto de Lucena con cara de asco.

—No, no lo conozco. ¿Es un ladrón de perros?

—Eso creemos.

—Entonces se tiene merecido lo que haya podido pasarle.

Un justiciero. Un bravo justiciero que nos despidió en la puerta tras asegurarme que, gracias a la sangre fría de Garzón, habíamos salvado el pellejo frente a su perro. Fantástico, tiempo perdido y riesgo corrido inútilmente. A Garzón aquel tipo le había caído bien.

—Este tío sabe lo que dice —dijo en el coche—. Todo me ha parecido lógico. Naturalmente, los culpables son ladrones y estafadores, y nosotros tenemos enchironados a dos ladrones y estafadores. ¿Para qué buscar más? Estoy seguro de que Pavía y Puig también son culpables de esto.

—Nunca pidieron rescate por estos perros.

—Inspectora, en este caso, simplemente los robaban y los vendían después. Los delincuentes cometen miles de delitos diferentes al mismo tiempo, no son licenciados en alguna especialidad. Roban lo que tienen ocasión de robar.

—No me convence.

—Puede que no la convenza, pero ya verá como esos dos cantan ante el juez haber matado a Lucena. Igual que cantarán haber robado perros en criaderos. Las cosas irán saliendo.

—¿Cree que estamos perdiendo el tiempo?

—Creo que es usted cabezota, que el caso está ya concluido.

—Y yo creo que usted es frívolo.

—¡Vaya, ya salió otra vez!

—¿A qué se refiere?

—¿Soy frívolo porque también soy frívolo en el amor?

—¡Olvídeme, Fermín!

—Quizás cambie de opinión si le digo que ya he tomado una decisión.

Giré en mi asiento para poder verlo más claramente.

—¿Una decisión?

—Sí, inspectora. Lo que acaba de suceder me ha abierto los ojos. Cuando estábamos allí, delante de aquellos perros que hubieran podido matarnos, se me representó la realidad de mis sentimientos con toda nitidez. Ya sé de quién estoy enamorado y de quién debo despedirme definitivamente.

—¿De quién?

—De Ángela.

—¿De Ángela qué, está enamorado o se despide?

—Me despido, Petra, me despido con gran pesar. Ángela es encantadora pero estoy enamorado de Valentina. A ella es a quien hubiera querido ver por última vez antes de ser devorado por un perro.

—A lo mejor deseaba inconscientemente que le librara con una orden en alemán.

—No, inspectora, no bromee, estoy seguro de lo que digo.

—Discúlpeme. ¿De verdad está completamente seguro?

—Sí, Ángela es demasiado culta, demasiado refinada, pertenece a otra clase social. Acabaría por pensar que soy un patán. Valentina está siempre contenta, me alegra la vida.

Permanecimos un momento callados.

—Bueno, Fermín, usted sabe que Valentina no era mi candidata, pero… de cualquier manera, me alegro de que se haya decidido de una vez.

—Llevaba usted razón, no puedo seguir jugueteando.

—¿Cuándo va a decírselo?

—Esta misma noche.

—No es un plato de gusto, ¿verdad?

—No. Espero saber hacerlo con delicadeza.

—Yo también lo espero, Ángela es una mujer extraordinaria.

—Lo sé muy bien.

Imaginaba con disgusto la reacción de Ángela. Una ilusión que se desvanecía, a su edad, quizás la última que iba a permitirse. Pero comprendía a Garzón. Estaba deseoso de gozar de la vida que al fin y al cabo acababa de descubrir. Una viuda enamorada de un inmaduro emocional. Aquello no hacía más que corroborarme hasta qué punto destila mala leche todo lo relacionado con el amor. Una peste que el género humano tiene que soportar, diezmando su coherencia y sus capacidades, siglo tras siglo.

Pasé la tarde encerrada en mi despacho de comisaría, intentando olvidar aquel asunto y centrarme en el caso. Ojeé las pesquisas obtenidas en los criaderos. ¿Estaba oculto allí el último año de Lucena? Machos jóvenes, ladrones expertos en perros que no dañaban las instalaciones. Robos selectivos, no masivos. Necesidad de dos personas para llevar a cabo la fechoría. Sin huellas. Mundo paradójico, el acto físico de robar no deja huellas mientras que sí las deja el amor. Era inútil, no podía pensar en el caso sin interferencias. Decidí marcharme a casa.

Sentada en un sillón y con un periódico en la mano no me fue mucho mejor. Le daba vueltas y más vueltas, ¿cómo se sentirá Ángela?, ¿qué pensará a partir de ahora sobre la vida? Puse música de Mozart; había observado que era la favorita de Espanto. Cuando sonaba, erizaba el lomo de una manera especial, se relajaba. Abrí la puerta del patio y dejé entrar el aire cálido del atardecer. Me relajé yo también. Me puse un camisón suave y anticuado. Aquello estaba mejor. Yo no era responsable de los desastres amorosos que la existencia impone. No podía hacer gran cosa por Ángela, ni por nadie, tan sólo estaba en mi mano evitarme a mí misma el sufrimiento, poco más. Suspiré aliviada. Espanto también suspiró.

Después de un par de horas de haber hallado la conformidad pacífica sonó el teléfono. El reloj marcaba la una de la mañana.

—Petra.

Mi nombre no fue pronunciado con interrogación, sino con resonancias patéticas.

—¿Subinspector?

—Necesito verla.

—¿Sucede algo?

—Es estrictamente personal.

—Comprendo. ¿Por qué no viene a mi casa?, aún estoy despierta.

—No, tiene que ser en un bar.

—¿En un bar?

—Perdóneme, inspectora. Esto es lo último que le pido.

—Está bien, Garzón, está bien. Creo que hay una champañería abierta cerca de mi casa, ¿la recuerda?

—Ahora mismo estaré allí.

Me daba una pereza mortal vestirme de nuevo, de modo que me puse una gabardina sobre el camisón. Enganché a Espanto a su correa y salí a la calle, desierta a aquellas horas. Tras diez minutos de pasear frente a la champañería, vi llegar el coche de Garzón. Espanto se puso contento, pero él no hizo ademán de acariciarlo, ni se fijó en su presencia. Tampoco lo hubiera hecho de haber llevado conmigo una jirafa. Venía absorto, desencajado, con la cara pálida y las ojeras al carboncillo. Nos sentamos a las mesitas que el buen tiempo había colocado en el exterior. Pidió whisky con un ademán autoritario. Se trincó medio vaso en cuanto el camarero nos lo sirvió.

—¡Caray, subinspector, empieza usted con buen ánimo!

—Llámeme Fermín esta noche, por favor. Además, quiero advertirle que pienso emborracharme. El que avisa no es traidor.

—¿Por eso nos vemos en un bar?

—Por eso y porque no quiero controlarme, Petra. Si estuviéramos en su casa tendría que ser bien educado, mirar el reloj. Aquí es más fácil. Cuando esté harta de mí se levanta y se va.

Pidió un segundo whisky, esta vez doble.

—Ha sido duro —dijo por fin—. Nunca creí que fuera tan duro decirle a alguien adiós. Un rato antes de ir a casa de Ángela aún pensaba que resultaría fácil. Lo tenía todo ensayado. Luego enseguida me di cuenta de que no era cuestión de tanteos. —Bebió un buen trago, miró al suelo—. He sido un imbécil todo el tiempo, hasta el último momento. Petra, usted llevaba razón.

—Oiga, yo…

—No intente cambiar ahora lo que me dijo, he sido un frívolo y un gilipollas, sin más.

—¿Se enfadó Ángela con usted?

—No, no se enfadó. Dijo que lo comprendía, que nadie puede mandar sobre los dictados del corazón. Lloraba.

Quedó callado, sin poder seguir. Pidió más bebida. Decidí beber yo también.

—No se culpe demasiado, Fermín, usted era en el fondo inconsciente del dolor que causaba.

—Nunca imaginé que dejarla fuera a hacerme tanto daño. Por un lado estaba seguro de querer cortar la relación, pero por otro sentía como si aún la quisiera.

—Siempre es así, jodidamente complicado. El amor es frustrante, y doloroso, y quema y destroza… ¡en fin!, ¿por qué cree que yo me he jubilado de estos avatares?

Salió el camarero.

—Señores, nosotros vamos a cerrar, pero no es necesario que se marchen, pueden quedarse sentados aquí todo el rato que quieran.

—¿Y los vasos?

—Déjenlos junto a la puerta cuando acaben.

—Traiga antes un doble más —pidió Garzón, y buscó dinero en su bolsillo.

Poco después los camareros salieron del bar. Cerraron ruidosamente la puerta metálica y se alejaron mirándonos de reojo. El subinspector no había vuelto a abrir la boca. Espanto estaba dormido. Empecé a sentirme ridícula con mi camisón viejo oculto bajo la gabardina.

—No conocer el amor es malo, pero conocerlo puede significar aprender a sufrir —dije por si servía de resumen y podía marcharme. Garzón no hizo ni caso. Meditaba, o se reconcomía, o se arrepentía, o Dios sabe qué podía estar pensando sentado a plomo en aquella absurda silla de aluminio. Pero no podía marcharme, es un deber de amistad quedarse cuando el amigo está hundido, aunque nada pueda hacerse para reflotarlo.

Transcurrió una eterna hora en silencio. Al principio Garzón había ido bebiendo de vez en cuando, suspirando después. Más tarde había quedado inmóvil, mirando al vacío con ojos de vidrio. Llegados los últimos cinco minutos, cerró los ojos también y su cabeza cayó sobre el pecho. Creí que era el momento de dar por terminado el velatorio amistoso.

—Fermín, ¿qué le parece si nos marchamos?

No dio ninguna señal de estar vivo.

—Fermín, por favor, levántese.

Inútil, no se movía. Intenté devolverlo a la realidad por vía subconsciente.

—¡Subinspector, repórtese, le ordeno que se levante!

Surtió efecto. Alzó levemente las pestañas y dijo muy bajo:

—No puedo, he tomado un tranquilizante.

—¿Y de dónde coño ha sacado un tranquilizante?

Tuve que acercarme a su boca para oír qué balbuceaba.

—Me los dio un día mi antigua patrona de la pensión. La pobre iba al psiquiatra, sufría de los nervios.

No dijo más. Quedó inerte, como una piedra desplomada de un talud. Me cabreé.

—¡Eso se avisa!, ¿cómo voy a moverlo de aquí con lo que pesa?

Comprendí que renegar no me serviría de nada. Además, Espanto había empezado a aullar cuando me oyó enfadada. Busqué una moneda en los bolsillos del caído y fui hasta una cabina. ¿Por qué no telefonear a Juan Monturiol en una emergencia? Al fin y al cabo era un vecino.

No se presentó en pijama como lo requería el guión de película americana, pero al menos iba sin peinar. Enseguida se hizo cargo cabal de cuál era la situación y con aquellos brazos suyos poderosísimos aupó a Garzón y se lo echó al hombro. Yo le sujetaba el flanco izquierdo como buenamente podía, farfullando disculpas intercaladas a imprecaciones generales. Lo subimos al coche de Juan, que sudaba, atractivo y varonil, ataviado con una simple camisa blanca.

—¿Qué le ha puesto en este estado? —preguntó.

—Los sufrimientos del amor.

—En ese caso podría haber sido aún más grave.

Lo llevamos a su casa; subirlo hasta el apartamento fue otra pequeña hazaña de Juan. Me hice con la llave hurgando en su americana y por fin pudimos depositarlo sobre la cama y dejarlo dormir.

—Es todo cuanto podemos hacer por él —dijo Monturiol.

—Ya has hecho demasiado. Siento haberte hecho venir, de verdad.

—Ha sido agradable volver a verte.

—Eso mismo pienso yo, aunque me hubiera gustado tener una pinta más presentable.

Abrí mi gabardina al modo «exhibicionista clásico» y le mostré el horrendo camisón. Se echó a reír. ¿Fue aquélla una acción inocente por mi parte? Ni siquiera ahora lo sé, el caso es que el resultado de la misma resultó fulminante. Juan se acercó a mí y, tomándome por la cintura, me besó, nos besamos en plan desesperado durante un buen rato. Luego buscamos acomodo en el suelo e hicimos el amor. Todo era extraño: la ocasión, el lugar y Garzón roncando como un sapo en la puerta de al lado, y sin embargo no dudaría en calificar aquel acto como algo maravilloso, especial. Tuvo el encanto de lo urgente y salvaje, una mezcla de la dulzura de los reencuentros y el desgarro de las despedidas. Al acabar, apoyé la cabeza sobre el pecho de Juan y descansé.

—De modo que tu compañero tiene penas de amor.

—Ha descartado a Ángela de su triángulo.

—Entiendo.

—Es un indefenso sentimental; por eso puede hacer tanto daño sin proponérselo.

—También pueden hacérselo a él.

—También. El amor todo lo mancha.

Se incorporó, haciendo que me apartara. Encendió un cigarrillo, se quedó mirándome.

—Eres una radical antiamorosa, ¿verdad?

—No se trata de una postura teórica.

—¿Cómo explicas la fogosidad de nuestro encuentro?

—Supongo que el apartamento de Garzón incita a follar.

Sonrió tristemente, se rió tristemente después.

—¡Ah, la terrible Petra, follar o no follar, ésa es la cuestión!

Ni se me pasaba por las mientes iniciar una discusión en aquel momento. Me levanté, me puse la gabardina sobre el cuerpo desnudo y, arrebujando el camisón, me lo metí en el bolsillo.

—Vámonos, Juan; sería un número que se despertara el subinspector y nos encontrara en su casa. Se sentiría muy humillado al tener que dar explicaciones.

—Es un detalle muy sensible por tu parte.

Encajé la ironía sin comentarla. No hablamos en el trayecto hasta mi casa. Nos despedimos con falsa cordialidad. «Adiós», dijo él con imperceptible sonoridad de despedida definitiva. «Adiós», respondí de modo casual. Entré en mi casa con sueño y mal humor. «¡Basta!», pensé, basta de mixtificaciones y de mentiras y basta de adaptaciones de lo sublime a la vida cotidiana. Lo que siente Monturiol no es más que el típico narcisismo masculino herido. ¿Adiós?, pues ¡adiós! muchacho, yo también soy dura, olvida que nos encontramos por azar en una trinchera mientras fuera caían las bombas. Me niego a protagonizar novelas románticas, confórmate con lo que hay o desaparece. Espanto me miraba con cara afectuosa. Creo que, aparte de Mozart, también le gustaban las películas de Bogart.

Al día siguiente Garzón llegó a comisaría puntual, pero con los ojos enlutados por dos aureolas oscuras. Sacó un café de la máquina y se tomó un par de aspirinas. Yo seguí trabajando en mis papeles sin levantar la vista.

—Inspectora —dijo por fin—. ¿Cómo consiguió llevarme anoche a casa?

—Llamé a Juan Monturiol, él le llevó.

—Siento que tuvieran que hacer eso por mí.

—Olvídese, lo hubiéramos hecho por cualquier gilipollas.

Sonrió.

—Bueno, saberlo me consuela, pero de todas maneras, lo siento, estuve imperdonable.

—Voy a desquitarme mandándolo solo a un criadero. Está cerca de Badalona, éstas son las señas. Yo me quedaré aquí poniendo orden en todos estos testimonios.

Lo vi largarse, cariacontecido y manso. Admiré la habilidad masculina para convertirse de verdugos en víctimas sólo con autoprodigarse un poco de compasión. Para él la tragedia había acabado, para Ángela justo debía de empezar entonces, en la fatídica mañana siguiente. Me forcé para volver a las declaraciones de criadores. Por alguna maldita razón la historia no cuadraba. Ladrones de perros que arriesgan la vida por uno o dos ejemplares y los malvenden después. ¿Había mentido alguno de los propietarios? Y si lo había hecho, ¿sobre qué, qué sentido tenía mentir acerca de los robos de sus propios animales? Aquello era un lío, un jodido lío concatenado que había comenzado muchos meses atrás. Estábamos parados en un punto, y el tiempo pasaba. ¿Clamaba venganza el cadáver de Lucena? Ni pizca, era el cadáver más silencioso que había encontrado jamás. Si no conseguíamos desenmascarar a su asesino, sería una de tantas injusticias que ocurren en el mundo, tan agraviante como las penas de amor. ¡Vaya usted a reclamar!