7

Garzón y yo nos reunimos el lunes a primera hora en comisaría. Ambos lucíamos unas ojeras dignas de Iván el Terrible. Demasiadas inauguraciones, demasiado amor físico. Yo me había jurado que, excepto en lo tocante al amor físico, no volvería a prestarme a más celebraciones solemnes. No estaba el horno para bollos. Llevábamos un retraso eclesiástico en la investigación y, en vez de concentrarnos o siquiera descansar, no se nos ocurría otra cosa que enzarzarnos en un programa de fiestas patronales. Antes de salir hacia la peluquería canina tomamos un par de tazas de café tan cargado como un tren en la India. Garzón se hundió en la suya dándose un baño salvador. Sondeé hasta qué punto podía contar con él.

—¿Se encuentra en condiciones de trabajar?

Agitó la cabeza al modo de un perro mojado.

—Estoy como una rosa —dijo, y yo lo miré pensando en esas rosas que languidecen durante lustros prensadas en las páginas de un libro.

—¿Tenemos la orden de registro?

Echó mano al bolsillo de su americana y le dio unos golpecitos con la palma.

—Con mención específica para incautar las cuentas.

—Creo que deberíamos consagrarnos al caso en cuerpo y alma, Garzón.

—Estoy de acuerdo.

—Las cosas pintan bien y, con un poco de suerte, quizás podamos resolverlo de manera fulminante.

—También estoy de acuerdo.

—No se me disperse en el trabajo, por favor.

—Ni pizca —soltó, y se quedó tan ancho.

¿Qué más podía decirle para remover los posos de su conciencia profesional? Nada, debía suponerle la suficiente madurez. Sin embargo, mientras íbamos en el coche sentí una punzada de inquietud al oírlo decir sin venir a cuento:

—Ángela es un sueño de mujer, un sueño.

Guardé silencio. Entonces preguntó:

—¿Y a usted qué tal le va con el veterinario?

Me molestó el compadreo amoroso. Me puse tensa y contesté:

—Le agradecería que cambiáramos de tema.

—¡Por supuesto que sí!

Tampoco mi brusquedad le afectó lo más mínimo, su euforia resistía cualquier embate. Afortunadamente cambió de actitud cuando llegamos a la peluquería. Su rostro cobró una expresión seria y las cejas que eran momentos antes un par de paréntesis soñadores, se convirtieron en amenazantes circunflejos.

Ernesto Pavía estaba en su negocio, junto a su encantadora esposa. Nos recibió sin demasiada sorpresa, con una frialdad calculada. Pasamos a su despacho. Las empleadas se mostraban más pendientes de nosotros que de las pelambreras que atusaban. Tomamos asiento civilizadamente.

—Señor Pavía, tenemos una orden judicial para inspeccionar su establecimiento y revisar las cuentas.

Adoptó una sonrisa cínica.

—Muy bien, no voy a oponerme a las decisiones de la justicia.

La francesa intervino.

—Nunca hubiera pensado que nos tratarían de esta manera.

—No es nada personal, señora.

Pavía la tranquilizó con unas palmaditas. Quedó callada.

—Mire, señor Pavía, yo creo que todo esto sería mucho menos desagradable si usted cooperara con nosotros.

—Ya les he dicho que no tengo inconveniente en que revisen lo que quieran.

—No se trata de revisar o no revisar, el caso es que vamos a acusarle de robo y estafa, algo grave. Y digo que es grave porque esa acusación comporta necesariamente otra acusación de asesinato en la que puede ser imputado como cómplice o incluso como principal responsable.

Se puso en guardia, apartó el cuerpo de su sillón gerencial y extendió ambas manos hacia delante.

—Un momento, un momento, tendrá que explicarme qué es todo eso, ¿verdad?

—Vamos a acusarle de complicidad con un tipo llamado Agustí Puig en un asunto de estafa continuada, y también de haber intervenido en el asesinato de Ignacio Lucena Pastor.

—¿Otra vez con eso? No sé de qué me habla.

—Tenemos pruebas, Pavía; dejémonos de historias.

—¿Que tienen pruebas?, ¿pruebas de qué?

—Tenemos la grabación del contestador automático de Puig en el que aparece su voz alertándolo sobre nuestra presencia. Un error fatal, de aficionado. No contó usted con que Puig iba a darse el piro.

Yo intentaba hablar con tranquilidad, bastante despacio, y lo observaba para registrar sus más mínimas reacciones. Aparte del lógico nerviosismo, no hubo ninguna. Era obvio que esperaba todo aquello, que estaba preparado para negarlo.

—Sigo diciéndole que no sé de qué me habla.

—¿No conoce a Agustí Puig?

—No.

Con pocas esperanzas de sacarlo de sus casillas empecé a rebuscar en mi enorme bolso de bandolera. Saqué una pequeña grabadora, la coloqué sobre la mesa y la activé. La voz del desconocido, tan parecida a la de Pavía, soltó íntegro el mensaje hallado en Rescat Dog. Mientras sonaba, yo no perdía de vista a la francesa. Sería útil saber si estaba enterada de todo el asunto. Parpadeó mínimamente, ejercitando un autocontrol quizás menos elaborado que el de su marido. Sí, ella estaba al corriente. Perfecto, otro frente por el que presionar. Pavía sonrió tras escuchar la cinta. Supuse que no debía recordar el contenido exacto de sus palabras y lo encontró más tranquilizador de lo que esperaba. Enseñó su dentadura perfecta en una mueca autosuficiente.

—¿Y ese que habla soy yo?

—Eso pensamos.

—¡Vamos, inspectora, seriedad!, esa voz puede ser de cualquier hombre.

—Pero es la suya.

—¿Pretende hacerme creer que va a utilizar esa estupidez como prueba para acusarme de un asesinato? ¡Ya está bien, por favor, hasta los niños de pecho saben que una grabación no se admite como prueba en ninguna parte!

La esposa intervino de nuevo, esta vez colérica.

—¡Esto es un insulto y un abuso! Esa voz de ninguna manera pertenece a mi marido. Nosotros somos empresarios honrados que trabajamos y damos trabajo, y ustedes se presentan aquí acusándonos de conocer a estafadores y hasta de asesinatos. Pienso pedir protección al consulado de mi país.

Pavía no intentó aplacarla en esta ocasión. Guardé la grabadora.

—¿Podemos echar una ojeada?

—¡Adelante!, quizás encuentren algún cadáver.

—También necesitaremos una copia de toda la contabilidad de los dos últimos años.

—¡Por supuesto, no tengo nada que ocultar! Hace poco recibí a un inspector de Hacienda, no creo que ustedes vayan a ser más exigentes.

Estaba dignamente ofendido. Miré a Garzón, ordenándole con un pestañeo que se pusiese manos a la obra. Lo hizo, buscó por las estanterías del despacho, en los cajones de la mesa. Salió al local y hojeó los libros donde se apuntaban las citas de los clientes. Por supuesto aquél era un trabajo inútil, y me percaté de que Garzón también lo sabía viendo el modo rutinario en que realizaba la operación. Nada sospechoso íbamos a encontrar allí, pero se trataba de un trámite obligado que podía contribuir a cierto derrumbamiento psicológico del sospechoso. Aunque todo en él parecía indicar gran entereza psíquica. El mismo nos facilitó una copia de ordenador con todas las cuentas del período que le habíamos pedido.

—No es que desconfíe de usted, pero ya que lo tiene todo informatizado vendrán nuestros expertos para echarle una ojeada in situ a su contabilidad.

—¡Oh, sí, naturalmente, serán bien recibidos!, incluso les daremos de merendar. ¿Y no le apetecería a ninguno de sus hombres quedarse a pasar la noche? Tenemos mantas para perros.

—No, gracias, será suficiente con unas cuantas horas.

Ni se me hubiera ocurrido entrar en un juego de ironías con aquel gilipollas. En el coche le dije a Garzón:

—La cosa va a ser más dura de lo que esperábamos, ese cabrón no está dispuesto a cantar. Que intervengan sus teléfonos.

—Me encargo de eso.

—Tendremos que someterlo a algún tipo de presión psicológica.

—Lo haremos, y quizás mientras tanto nuestra gente le eche el guante a Puig.

—No podemos confiar en eso. ¿Ha cogido una lista de los clientes de la peluquería? Habrá que localizar a alguno a quien le desapareciera su perro y lo recuperara por medio de Rescat Dog. Lo interrogaremos.

—De eso también me encargo yo. Llevaré a alguien para que me ayude.

—Hágalo. Yo voy a darle todas estas cuentas al inspector Sangüesa. Le pediré que envíe dos hombres a Bel Can; no tengo muchas esperanzas de que encuentren algo, pero así comenzaremos la presión más intensa.

—Nuestra visita ya ha sido un buen apretón.

—¿De verdad lo cree? Entonces hay que reconocer que esos tipos aguantan bien las tensiones.

—No hay aguante que cien años dure, inspectora.

—Ni que lo jure, quizás seamos nosotros los que nos cansemos primero.

—¡Eso jamás!

—No sea maximalista. Le veré luego en comisaría.

Me preguntaba cómo Garzón podía mostrarse tan seguro de sí mismo. No había motivos. Nos arrastrábamos de asunto cutre en asunto cutre sin dar con el asesino de Lucena y a él le parecía que el mundo estaba a nuestros pies. ¡Y metido como se encontraba en un buen lío amoroso! Pero Garzón era incombustible, se paseaba en pelotas por el Paraíso encantado de figurar como único Adán.

Sentada en la mesa de mi despacho revisé las cuentas de Pavía antes de dárselas al departamento de economía. Ni con café y un cigarrillo lograba entender nada. ¿Qué estaba buscando?, ¿coincidencias con la segunda libreta de Lucena? ¿Acaso su porcentaje era tan generoso como para haber acumulado tanto dinero en el plazo de un año? ¿Cuántos perros podía haber robado aquel desgraciado? Llamaron a la puerta; un guardia metió la cabeza en mi despacho.

—Inspectora Delicado, fuera hay una mujer que quiere verla.

—¿Una mujer?

—Dice que se llama Ángela Chamorro, que usted la conoce.

—Hágala pasar.

¡Tenía que suceder! Ahora la librera me pediría intercesión frente a mi compañero, o se quejaría de mujer a mujer sobre su proceder, o haría cualquiera de esas cosas que hacen las enamoradas que ven peligrar su amor. ¡Maldito Garzón!, ésta me la pagaría. Si hubiera tenido una ventana practicable habría huido por ella. El habitual aspecto sereno de Ángela me tranquilizó un poco.

—¡Ángela!, ¿has abandonado tu tienda?

—He dejado un rato a mi ayudante. Sólo estaré un momento, sé que tienes cosas que hacer.

Se sentó frente a mí recogiéndose la falda de cuadros verdes. La encontré algo demacrada.

—¿Te traigo un café?

—No quiero molestarte.

Salí a buscar un par de cafés mientras intentaba prepararme para el mal rato. Al volver, Ángela me recibió con una sonrisa triste. Removimos las tazas en un ambiente de cierta violencia y por fin empezó a hablar.

—La verdad es que ayer me quedé un poco preocupada después de que nos viéramos en casa de Fermín.

Me dio un vuelco el corazón. Aparenté naturalidad y despiste.

—¿Por qué?

—No he dejado de darle vueltas al gran número de perros de defensa desaparecidos que hay en tu lista. No existe proporción con el número de ejemplares de esas razas censados en Barcelona. ¿Comprendes lo que quiero decir?

La comprendía, francamente tranquilizada al ver que el motivo de su visita era nuestro caso.

—A raíz de eso he estado pensando y pensando hasta ligar el dato con lo que me dijo el otro día mi amigo Josep Arnau. Arnau tiene un criadero de rotweiler cerca de Manresa, aislado en el campo, como suelen estar todos los criaderos. Dice que desde hace tiempo vienen robándole perros por las noches. Buenos ejemplares adultos que él guarda para la reproducción. El pobre está harto, son animales de mucho valor.

—¿Relacionas eso con nuestro caso?

—No tengo ni idea, Petra, pero mi amigo también me dijo que otros compañeros criadores se han quejado de lo mismo. ¡Y todos crían razas de defensa! Al fin y al cabo, vosotros andáis tras el robo de perros, así que pensé…

—Es cierto, pero nuestra motivación es el asesinato de Lucena, y no veo qué relación pueden tener esos criadores con el muerto.

Se quedó levemente desconcertada. Cabeceó.

—Sí, supongo que llevas razón. Vosotros sabéis de estas cosas. Ha sido una tontería por mi parte venir.

—No, no lo es en absoluto. Más que eso, si me das la dirección de tu amigo iré a charlar con él. Lo de las razas de defensa es una coincidencia curiosa y, por más casual que parezca, debe investigarse.

Bajó los ojos agradecidamente.

—¡Oh, bien, tú decidirás lo que sea conveniente!

—Fijarse en las razas de los perros en vez de en su localización por barrios fue una aportación interesante, Ángela, y te aseguro que indagaremos por ese camino. ¿Llevas encima la dirección de tu amigo o se la darás a Fermín?

—La he traído, como no estaba segura de ver hoy a Fermín… —Buscó en su bolso y me tendió un papel—. Petra, con relación a Fermín…

Y bien, todos mis temores confirmados, llegábamos por fin al núcleo de la visita.

—¿Sí?

—Bueno, tú estás al corriente de que sale con otra mujer, ¿verdad?

—En fin, yo…

—No temas desvelar ningún secreto, yo sí lo sé. Él mismo me ha contado la situación.

Fui a encender un cigarrillo sin darme cuenta de que el anterior ardía a medio consumir en el cenicero.

—En lo último que pienso es en crearte ningún problema, pero sé que conoces bien a Fermín, que lleváis trabajando juntos desde hace tiempo.

—No es un conocimiento muy íntimo.

—Quizás sea suficiente para que me expliques por qué Fermín hace una cosa así. No puedo comprenderlo, se comporta conmigo como un auténtico enamorado. Me llama, exige verme, me llena de palabras tiernas… y sin embargo, sigue con esa tal Valentina sin ocultármelo ya, sin sentir remordimientos, como la cosa más natural.

—Sí, ya me he dado cuenta de esa actitud.

—¿Cómo puede tomarse el amor con semejante frivolidad? Yo desde que murió mi marido… en fin yo nunca había vuelto a enamorarme hasta ahora, Petra. Fermín es un hombre sencillo, bueno, divertido, lleno de vitalidad, pero no consigo saber qué es lo que quiere de mí, ni acostumbrarme a esta manera de vivir.

—Te comprendo muy bien, Ángela, de verdad. Pero me gustaría que te dieras cuenta de que Fermín no pretende jugar contigo. Tiene una edad a la que ya corresponde una cierta madurez; y lo cierto es que es maduro en muchos aspectos, pero no en cuestiones amorosas. Se ha pasado la vida junto a una mujer a quien no quería y sin preguntarse en qué podía consistir el amor. Y ahora, cuando menos lo esperaba, surgen dos mujeres maravillosas al mismo tiempo. Ni siquiera se plantea cuestiones de fondo, sólo cree que eso es estupendo. Está descubriendo el sentimiento amoroso, y no sabe aún lo que el amor comporta. Es muy probable que no tarde mucho en darse cuenta, pero hoy por hoy es incapaz de atender a nada que no sean sus propias sensaciones.

Había escuchado con recogimiento total. Asintió gravemente.

—Sí, te entiendo.

—Sin embargo, si tú quieres, yo podría decirle que al menos…

Dio un violento respingo y se parapetó tras sus dos brazos extendidos hacia mí.

—No, por favor, te ruego que no le digas nada. Te suplico que ni siquiera le digas que hemos hablado.

—Está bien.

Se levantó, me tendió la mano y comenzó a caminar en dirección a la puerta.

—¡Ángela!

Dio media vuelta.

—Te agradezco que hayas venido. El dato de tu amigo el criador es sugerente, hablaré con él. —Sonrió con melancolía—. ¡Ah!, y créeme, Fermín no es un mal hombre.

—Lo sé —susurró, y desapareció dejando una estela suave de buen perfume francés.

No, Garzón no era un mal hombre, era simplemente el más condenado hijo de puta que me había echado jamás a la cara, y si lo hubiera tenido delante en aquel momento, habría dado testimonio de ese hecho atizándole una soberbia patada en el bajo vientre. ¡Aquello era el colmo, tener que pasar semejantes tragos por su culpa! ¡Asuntos amorosos en comisaría! Claro que me lo tenía bien merecido por haber dejado que me involucrara en sus líos. Aunque, ¿qué coño hubiera podido hacer para evitarlo? A ambas enamoradas las había conocido en el transcurso de aquel maldito caso. En fin, era inútil lamentarse por el pasado; pero debía hacerle saber a Garzón en la primera ocasión propicia, que de ninguna manera aceptaría seguir metida en su azarosa vida privada. Volví a mirar las cuentas indescifrables que tenía sobre la mesa y me invadió un mal humor homérico. Decidí informarme de si había novedades sobre la búsqueda de Puig, más que nada por salir de aquel despacho en el que me sentía atrapada como en una ratonera.

Los días siguientes transcurrieron a la espera del resultado de la auditoría policial a Bel Can. Un hombre de Sangüesa aparecía cada mañana por la peluquería y se pasaba la jornada entera husmeando. Investigación y presión psicológica al mismo tiempo. Era evidente que la presencia del experto y nuestras visitas de vez en cuando, incordiaban a los Pavía; pero sus signos de nerviosismo, mínimos, no hacían pensar ni mucho menos en una confesión inminente.

Por su parte, Garzón había empezado a ver a los clientes de la peluquería. La mayoría no había recuperado a su perro desaparecido; sin embargo, a partir del tercer día, hubo algunos que aseguraron haber utilizado los servicios de Rescat Dog con resultados positivos. Nadie pensaba que en su trato con la empresa hubieran existido detalles sospechosos, todo se desarrolló de manera normal. Pagaron unas cien mil pesetas por rescate, y no les pareció caro; la alegría de tener de nuevo a sus animales fue tan intensa que se manifestaban dispuestos a haber pagado incluso más. ¿Cómo habían «perdido» a sus perros? La mayor parte no tenía una idea clara; los habían soltado un momento en el parque, los dejaron en el coche mientras entraban en el supermercado… ¿Cómo se habían enterado de la existencia de Rescat Dog? Quien lo recordaba afirmó haber encontrado pasquines de publicidad en su buzón. Una señora recibió la sugerencia de su peluquero canino, el señor Pavía. Garzón había hecho cuidadosas transcripciones de todos estos testimonios, y estaba contento con el fruto de los interrogatorios. Le aconsejé que no lanzara las campanas al vuelo por ese lado, era difícil probar algo con aquellos clientes, por ahí nunca daríamos con nada definitivo sobre el vínculo Puig-Pavía. Yo seguía confiando con más fuerza en el desmoronamiento psíquico del peluquero, que no se producía.

Una tarde, sentados ambos en mi despacho, le propuse a mi compañero: «Vámonos de excursión al campo». Como no conseguía entenderme sin explicaciones, fue necesario hacerle un somero resumen de la visita de Ángela, de sus dudas sobre los perros de defensa y de su amigo el criador. Garzón se quedó patidifuso. Que Ángela hubiera venido a verme sin contarle nada lo dejó fuera de juego, pero tuvo aún la entereza de disfrazar su reacción con una pátina profesional. «Me parece ridículo mezclar a ese criador con nuestro caso», dijo, y yo sabía que, disimulos aparte, era verdad que le parecía mal. Él era enemigo declarado de iniciar nuevas líneas de investigación cuando teníamos otras en curso.

—¿Qué podemos perder? —le argumenté—. Además, le aseguro que estoy harta de esperar, de intentar poner nervioso a Pavía. ¡Soy yo quien está consiguiendo volverse histérica! ¡Y encima Sangüesa y sus hombres, lentos como caracoles! Llevan una semana para decir algo sobre esa puta contabilidad, en la que por cierto no confío demasiado.

—O sea que no confía usted en nada de lo que estamos haciendo.

—No plenamente.

—Pero sí le da por confiar en una corazonada de Ángela.

—Es más que una corazonada, es una sospecha.

—¿Ha pensado en la posibilidad de que las sospechas de Ángela no sean completamente desinteresadas?

—¿Qué quiere decir?

—Bueno, supongo que a Ángela le gustaría que nos diéramos cuenta de su perspicacia, de lo mucho que se preocupa por nuestro trabajo.

—Lo que quiere decir es que está intentando hacer méritos frente a usted.

—En cierto modo.

—Pues no lo había pensado, la verdad, como tampoco había pensado que pudieran existir individuos tan presuntuosos, fatuos y desalmados como para sacar esa conclusión.

—¡Inspectora!

—¡Ni inspectora ni leches! Usted me ha metido en su vida privada y eso me da derecho a opinar. ¿Y sabe lo que le digo, Garzón?, que su actuación de dios del amor en plan «dejad que las niñas se acerquen a mí» me parece impropia de su edad, ¡patética! Debería darse cuenta de una puta vez de que las personas a su alrededor tienen un corazoncito y pueden sufrir, ¿se entera?

—¿Es que ella le dijo algo cuando estuvo aquí?

—Pues, aunque le parezca increíble, no dijo nada de usted. Se limitó a brindarnos su colaboración ciudadana, eso es todo.

Garzón se mordió la comisura interna del labio. Procuré serenarme un poco. Fui hasta el perchero y cogí mi americana.

—¿Nos vamos, o prefiere quedarse?

Me siguió, mohíno. En el coche, más que enfadado, iba pensativo. Le pedí que me diera los cigarrillos que estaban en el bolso. El paquete estaba sin abrir. Lo hizo por mí. Sacó uno y me lo ofreció, me dio fuego intentando no taparme la visión frente al volante.

—Siento haberle chillado, Fermín, discúlpeme. No tengo ningún derecho y lo siento. Me he dejado llevar por un arranque.

—No, está bien lo que me ha dicho. Y lleva razón, además, lleva razón.

Continuamos viaje en silencio. La gravedad de los pensamientos del subinspector atravesaba su cráneo y se dejaba sentir en el aire. Miré el campo. El invierno había quedado atrás y todo estaba verde. Si no hubiéramos sido policías trabajando en un caso, la situación habría podido resultar idílica. Pero lo éramos, y nuestro caso se movía en la quintaesencia de la fealdad. ¿Qué hacía yo persiguiendo ladrones de perros y asesinos a golpes, mientras la hierba crecía allá fuera? Puse la radio. Nada de música clásica que embelleciera aún más falsamente nuestra cruda realidad. Un programa deportivo. Voces enajenadas denunciaban la injusticia de los árbitros. Aquello estaba más ajustado a nuestra vida. Todo el trayecto hasta Santpedor lo pasamos en aquella compañía reivindicativa de estupideces.

El criadero de Josep Arnau era un gran rectángulo vallado, solitario en medio del campo. Tenía un amplio jardín interior en cuyo perímetro se alineaban hileras de casetas adosadas. Unos cincuenta perros compartían aquellos habitáculos. En cuanto pusimos un pie en el interior del recinto, se organizó tal algarabía de ladridos que tuvimos que taparnos los oídos. Quedé impresionada por la fiereza que mostraban aquellos animales. Cincuenta perros rotweiler, todos juntos, todos negros, todos enseñando sus dientes tras las rejas, formaban un espectáculo excitante. Parecía en principio inverosímil que alguien se atreviera a entrar allí para robar alguna de aquellas fieras.

Arnau estaba ya informado de nuestra llegada y salió a darnos la bienvenida. Era un hombre enjuto y menudo, nervioso, sobre quien enseguida te preguntabas cómo era posible que lograra poner orden entre tantos bichos furibundos. Entre señas nos hizo pasar a su pequeño despacho. Allí hizo altavoz con sus manos y gritó: «¡En un par de minutos se callarán!». Nos sentamos los tres en silencio. Aproveché para echar un vistazo a las paredes, llenas de fotos de perros y diplomas de concursos caninos. Al cabo de dos minutos justos, el fragor exterior de ladridos cesó de pronto. Entonces Arnau nos dio las buenas tardes y empezó a hablar con cierta incontinencia. Se quejaba de robos; robos, según él, extraños. No eran masivos sino concretos. Solía faltar un solo perro, siempre macho, casi siempre joven o adulto. Eran ejemplares especialmente valiosos que había dedicado a la cría debido al temperamento natural que demostraron desde pequeños. Le parecía extraño que le robaran un solo perro y que nunca fuera un cachorro. Tenía cachorros de varias camadas siempre que habían entrado a robar, ¿cómo era posible que no los hubieran tocado si querían después comerciar? Un cachorro es definitivamente más negociable. Nos miró como esperando hallar en nosotros respuestas para estos enigmas.

—Sí que es extraño, señor Arnau, pero a mí me resulta aún más extraño que alguien sea capaz de robar uno de estos perros tan bravos.

—Quienes entraron sabían lo que se llevaban entre manos, y un buen conocedor puede hacerlo.

—¿No tiene usted sistemas de seguridad?

—Dejo un perro suelto por el jardín toda la noche. Es un guardián especialmente adiestrado.

—¿Hay algún sistema de alarma?

—Al estar al aire libre todos los sistemas son complicados y muy caros. Además, estando tan aislados dudo de que sirvieran para algo. Prefiero perder un perro de vez en cuando.

—¿Causan los ladrones daños al entrar?

—Ninguno, son de guante blanco.

—¿Han dejado marcas o huellas o…?

—Nada. Tampoco a los otros compañeros.

—¿Otros compañeros?

—No sé si Ángela se lo ha dicho, pero en otros criaderos de la provincia también han robado perros, y de la misma manera que a mí. Ya saben que en el mundo del perro nos conocemos todos.

Garzón se atusó el bigote con el meñique antes de hablar.

—Pero oiga, Arnau, a mí sigue sin cuadrarme el que, por mucho que entiendan los ladrones, entren aquí y despisten por las buenas a su perro guardián. ¿No será que lo narcotizan?

—No, lo he llevado al veterinario para ver si le encontraba rastros de medicamentos en un análisis y nunca salió nada.

—Entonces, ¿cómo demonios lo hacen? Tengo entendido que uno de esos perros con las órdenes convenientemente dadas ataca sin pensárselo dos veces.

Obviamente el subinspector había aprendido mucho de perros. Arnau se levantó y comenzó a dar espasmódicos paseos por el despacho.

—No crea que no me he preguntado eso mismo muchas veces y verán, he llegado a la conclusión de que sólo existen dos maneras de hacerlo. Una, que los ladrones se presentaran aquí con una perra en celo. Eso anula cualquier orden. Es una posibilidad, rebuscada pero no imposible. Otra es que el tipo, o mejor dicho los tipos que saltaron la verja, mantuvieran a mi perro en alerta pero sin darle motivos para el ataque final.

—¿Y cómo se hace eso?

—Pues empleando movimientos pausados, lentos, sinuosos. Así uno de los ladrones mantendría al perro ladrándole de cerca pero sin morder, mientras el otro se dirigiría a las jaulas y cometería el robo. Aunque para eso y, usted perdone, inspectora, hace falta un par de cojones.

—Yo no lo haría, desde luego —dijo Garzón.

—¡Ni yo! —añadió Arnau enseguida para no dejar sólo al subinspector en sospecha de falta de hombría.

—Es mucho riesgo, y todo para robar un solo perro. ¿Por qué no le pegan un tiro a su amaestrado?

—Ni deben tener armas de fuego ni les interesa. Si hicieran eso la policía tomaría el asunto en serio y perderían el chollo.

—¿Ha denunciado alguna vez los robos? —intervine.

—Al principio, pero para el caso que me hicieron… ¿Van ustedes a investigar?

—Nosotros estamos investigando el asesinato de este hombre, señor Arnau, ¿lo conoce?

Se quedó mirando la foto de Lucena con ojos alucinados.

—No, ¿quién es?

—Un ladrón de perros al que han matado de una paliza.

—¡Carajo!, no creí que las cosas estuvieran tan mal.

—Pues ya ve.

Hicimos ademán de marcharnos.

—¡Eh, un momento! Hay que despedirse aquí. En cuanto salgamos al jardín ya no tendremos manera de entendernos.

En el viaje de vuelta Garzón estaba cabreado.

—Tenemos localizados a dos sospechosos de primera magnitud y a usted sólo se le ocurre largarse a visitar criadores en el campo. A veces no la entiendo, inspectora, parece que le haya tomado el gusto a ir solucionando cosillas de paso.

Sonreí irónicamente. Estaba cansada, no tenía ganas de discutir.

—Quizás está en lo cierto y las cosas importantes me vienen grandes.

—¡Yo no he querido decir eso!

—Lo sé, Garzón, lo sé. ¿Tomamos una copa al llegar a Barcelona?

Se removió en el asiento, incómodo.

—Lo siento, pero es que he quedado para cenar.

—Desde que es usted un casanova no hay manera de estrechar lazos laborales.

—No me joda, Petra, no me joda —dijo como un niño culpable, y se puso a mirar por la ventanilla, donde ya sólo se percibía oscuridad.

Cuando el inspector Sangüesa nos dio los resultados del chequeo contable en Bel Can, nos invadió el desánimo. Si habían existido partidas grandes de dinero que hubieran entrado o salido irregularmente, no quedaba ni rastro de ellas. Todo llevaba a pensar que se había procedido a un concienzudo blanqueo. Sí encontramos por el contrario cantidades sueltas sin justificar que de hecho coincidían con las cifras de Lucena. Poco podía probarse con aquello. Ignoro lo que Garzón había esperado, obviamente más que yo, pero el caso es que se llevó un berrinche al comprobar que, tampoco gracias a los números, íbamos a salir del atolladero. Estaba indignado.

—Ya me dirá usted cómo coño acusamos a alguien de un asesinato con esta mierda de pruebas.

—Intentaremos presionar a Pavía con esas pequeñas cantidades flotantes.

—Sabe usted perfectamente que todo eso es basura, inspectora.

—La suma de pruebas no demasiado determinantes ha servido en más de una ocasión para imputar a sospechosos, o al menos para forzarlos a una confesión.

—Ese jodido Pavía pasa de coacciones psicológicas. Llevamos varios días apareciendo por su tienda, preguntándole cosas, pidiéndole papeles, tocándole los cojones por todos lados, y ¿qué hemos conseguido? Nada, ahí lo tiene tan pimpante.

—¡Usted era quien decía que la cosa estaba madura!

—¡Y no creo haberme equivocado!, sólo que ese tipo necesita otro tipo de coacción que no sea psicológica.

—¿Qué propone, un apaleamiento?

—Es una idea.

—No sea bruto, Garzón, eso tampoco nos sacaría de problemas.

Rezongó un buen rato mientras yo procuraba no hacerle caso, pero sin duda llevaba razón. Si ni Pavía ni su esposa habían cantado ya, las posibilidades de que lo hicieran mermaban día a día. A cada momento irían sintiéndose más seguros, convencidos de que estábamos maniatados frente a la sospecha de su culpabilidad. Y, para colmo, tampoco aquella sospecha había tomado forma clara en la hipótesis. ¿Quién había matado a Lucena? ¿Puig, Pavía, o ambos? ¿O quizás ninguno de los dos? ¿Y aquel importante montón de millones que Lucena guardaba? Ese dinero continuaba siendo una pincelada inarmónica en aquel cuadro casi completamente terminado. Pero en fin, no podíamos permitirnos el lujo de añadir interrogantes nuevos. Debíamos trabajar con lo que teníamos, de modo que decidí hacer un último intento de intimidación citando a Pavía en mi despacho.

Solemos pensar en pilotos de avión o jugadores de póquer cuando nos referimos a tipos con nervios de acero. Después del interrogatorio a Pavía, sería necesario incluir peluqueros caninos en la lista. No hubo manera de hacer que se tambaleara. Aguantó. Aguantó las preguntas que hacían referencia a las pequeñas cantidades no controladas y aguantó cuando le dije que algunos de sus clientes habían recibido la recomendación de él para acudir a Rescat Dog.

—¡Vaya! —exclamó—, ¿y eso le sorprende? Tengo carteles de publicidad de esa empresa colgados en mi tablón de anuncios. Igual que los tengo de grupos teatrales, de fiestas fin de carrera, de cualquier particular que me pida colgar una nota gratuita. ¿No se había fijado?

Exultaba de alegría contenida y de impertinencia. Se sentía liberado. Estaba seguro de que nada sabíamos y de que no podíamos acusarlo firmemente. Dio otra vuelta de tuerca.

—¿Siguen empeñados en acusarme de asesinato?

—Desde luego, del mismo modo que vamos a acusarle de estar metido en una trama dedicada al secuestro de perros.

Le dio un ataque de risa. Las falsas carcajadas galvanizaron su cuerpo. Le observé sin cambiar de expresión. Garzón vibraba, nervioso, a mi lado.

—¡Ah, disculpe, inspectora, pero es tan gracioso! Y dígame, cuando los secuestramos, ¿qué se supone que hacemos? ¿Enviamos a los dueños un mechón de su pelo, o retratamos a los chuchos junto al periódico del día para que se sepa que están bien? O no, mejor que eso, quizás llamamos a casa de los dueños y hacemos ladrar un poco al perro por el auricular.

Continuó riéndose como un loco. Garzón se levantó de improviso y fue hacia él con la energía de un búfalo.

—Oiga, gusano, le juro que cuando lo coja por mi cuenta no le van a quedar putas ganas de reírse más en la vida.

Tuve tiempo justo para incorporarme y retenerlo por un brazo. De lo contrario, con toda seguridad hubiera estampado su grueso puño contra la nariz de Pavía. Éste se asustó seriamente, pero logró recomponerse enseguida.

—Inspectora, no soy un pardillo, no toleraré ni un abuso de autoridad. Me quejaré oficialmente. ¿Puedo marcharme ya?

—Sí, váyase, señor Pavía, y no le quepa duda de que estaremos en contacto.

Garzón continuaba enfogonado cuando salió el sospechoso. Me miró casi con odio.

—¿Cómo ha consentido que ese figurín, que ese esquilaperros hijoputa se cachondee de nosotros? ¿Por qué no me ha dejado intervenir?

—¿Intervenir? ¿Pero no se da cuenta, Garzón? Ese esquilaperros como usted dice está asesorado por un abogado. Sabe muy bien que no tenemos pruebas suficientes para acusarle. ¿Qué quiere, buscarse un follón aporreándolo?

Le dio un golpe a la silla donde Pavía había estado sentado.

—¡Mierda! No sabe las ganas que le tengo.

—Pues conténgase.

—Estamos varados, inspectora; es usted la que parece no darse cuenta. Si ese cabrón no confiesa se acabó el caso.

—¡Serénese!, algo se nos ocurrirá.

Se dirigió hacia el perchero y cogió su astrosa gabardina.

—Vámonos a tomar una copa, estoy hasta los cojones de todo esto.

—Lo siento, Fermín, pero hoy soy yo quien ha quedado.

—¿Ha quedado?

—Sí, también tengo derecho, ¿no le parece?

Se marchó aún furibundo. Con la gabardina arrugada y el ceño fruncido parecía un paquete postal que hubiera viajado mil kilómetros en una saca. ¡Los arranques de Garzón! Si era igual de fogoso en el amor, comprendía su éxito con las mujeres. Recogí los papeles de la mesa y me marché. Era suficiente por el momento, no hubiera sido prudente llegar tarde a la cita.

Monturiol me esperaba en la puerta de mi casa, montado en su furgoneta con rótulos como un comerciante de pro. Lo encontré quizás menos atractivo enmarcado en su realidad económica. Al entrar, comprobé que mi asistenta había dejado las cosas limpias y arregladas, por lo que sentí un arrebato de adoración hacia ella. Espanto también hubiera pasado sin mácula una revista del ejército ruso, y la cena resplandecía en el microondas como una joya medieval. No me quedaba por hacer nada que no fuera mostrarme seductora y hechicera con mi hermoso visitante, así que me puse manos a la obra y serví un par de copas que ayudaran a comenzar. Sonreí, consciente de un sensual parpadeo que aprendí a ejecutar durante mi juventud. Monturiol también sonrió, y contra todo pronóstico lógico en aquella situación, exclamó:

—Te preguntarás qué ha sido de mi vida sentimental hasta hoy.

—No —respondí en un desesperado intento de cerrar su peligrosa pregunta que esperaba retórica.

—Es discreto que digas eso, pero yo sé que no es así.

Fue inútil; cualquier esfuerzo por mi parte estaba condenado de antemano. Juan Monturiol había decidido cometer el error insalvable de deslizarse por las resbaladizas lomas de las confidencias. Semejante desliz sólo es comparable en el área femenina con una mujer que se decidiera a presentarse frente a su amante ataviada con un traje de primera comunión. No hay nada que mate con más rapidez el deseo que la relación de matrimonios desgraciados de la que nos hace partícipes un galán. Pero le escuché, ¿qué carajo podía hacer sino escucharle? Le escuché durante el aperitivo, y durante la cena, y seguía escuchándole cuando, ya resignada, serví el café. Monturiol me contó su historia, un primer matrimonio con una bellísima profesora de instituto a quien le dio por evolucionar hacia oscuras posiciones orientalistas. Estaban presentes en el argumento todos los ingredientes esperables: el progresivo alejamiento, la falta de comunicación, los objetivos vitales divergentes… Luego venía el hecho fatal: su ex esposa se había largado con una especie de budista nada cuidadoso de su aspecto físico. Y tras el hecho fatal se planteaba la auténtica pregunta englobadora y afrentosa: ¿está mejor vendiendo collares en las Ramblas con ese individuo que conmigo en la tranquilidad de un hogar?

La segunda esposa había sido un flechazo. Una joven divorciada con una hija de tres años. Amor a primera vista y decisión de matrimonio a instancias de ella. Todo perfecto: niña, perros, desayunos en la cama los fines de semana… una postal de Navidad. Hasta que al segundo año, sin que hubieran mediado signos de decadencia, ella se le presenta hecha un mar de lágrimas con el cuento de que piensa volver con su ex marido. Estupor, indignación, pero sobre todo, curiosidad: ¿por qué volver con un tipo con el que has estado peleándote por teléfono durante cuatro años por los pretextos más fútiles? Respuesta de agarrarse: se ha dado cuenta de que no todo estaba perdido y de que lo mejor para la niña es tener de nuevo una familia normal.

—¿Tú lo entiendes? —inquirió Juan—. ¿Entiendes por qué las mujeres acaban huyendo de mí?

Yo andaba ya por mi quinto whisky de supervivencia y estuve a punto de responderle con sinceridad, pero una última luz de sensatez me hizo seguir la senda esperada.

—No deberías atormentarte por eso, Juan —canturreé gangosamente, y él apuntó un último lugar común:

—Lo intento, pero al final siempre surge la duda de si la culpa está en mí.

Todas las historias sentimentales son la misma desde que William Shakespeare dejó de escribir; así que cuando quiero sumergirme en lagos amorosos, releo alguna tragedia y en paz. Pero eso es algo que ningún hombre podrá jamás comprender; ellos siguen empeñados en reinventar la pólvora cien veces, en sentirse siempre los primeros, como Amundsen enfundado en su traje polar.

—¿Quieres que nos vayamos a la cama? —le pregunté como único recurso aún viable.

Accedió, pero la cosa no funcionó del todo bien, porque él estaba aún sumido en sus pasadas desdichas y yo tenía la cabeza llena de confidencias y alcohol. Para colmo, a las siete de la mañana sonó el teléfono despertándome con un sobresalto.

—¿Inspectora? —Oí la voz despejada de Garzón al otro lado del hilo como si fuera un pájaro trinando.

—¡Garzón!, pero ¿qué coño…?

—Tengo una buena noticia que darle, inspectora. Pavía ha confesado.

—¡¿Qué?!

—Lo que oye. He conseguido que confiese.

—¿Que ha conseguido?, ¿qué ha pasado?, ¿qué demonios le ha hecho?

—Tranquila, no le he tocado ni un pelo, ni siquiera me he acercado a él. Todo ha sido por métodos psicológicos, como a usted le gusta.

—Quiero saber dónde está y qué ha pasado.

—No se altere, Petra. Estoy en comisaría y todo va bien.

—¿Ha confesado haber matado a Lucena?

—No, eso no lo ha confesado. Es más, jura que no ha sido él.

—¿Entonces?

—Es mejor que venga ahora mismo, inspectora. Pavía está dispuesto a firmar su declaración. Ya le explicaré los pormenores.

Creí que Juan estaba dormido, pero en cuanto colgué el teléfono sus brazos me atenazaron y sentí una ristra de besos bajar por mi espina dorsal.

—Lo siento, Juan, pero tengo que irme.

—¿Ahora?

—Es posible que hayamos atrapado al asesino de Lucena.

—Pues si lo habéis atrapado no se moverá de ahí, quédate un ratito más.

Salté de la cama, molesta por aquella frivolidad. Acabé de vestirme en la cocina y me preparé un apresurado café. Mientras conducía hacia comisaría notaba el corazón desasosegado por la resaca y la inquietud. ¡Métodos psicológicos!, a saber qué entendía Garzón por «métodos psicológicos». Con seguridad me encontraría al peluquero con la piel hecha tiras después de haber sufrido todos los suplicios de la Inquisición.

Sin embargo, tal y como el subinspector me había jurado, Pavía estaba intacto. Físicamente intacto, quiero decir, porque en realidad sus nervios se hallaban completamente destrozados. Después de atender a las explicaciones de mi compañero, comprendí que lo que él entendía por métodos psicológicos hacía referencia a una auténtica tortura mental. Garzón, el bestia de Garzón, había esperado a Pavía hasta el cierre de Bel Can. Cuando se encontraba bajando la valla metálica del establecimiento, lo abordó y le pidió que lo acompañara hasta el coche. Una vez allí, lo hizo subir y lo condujo hasta un descampado. ¿Cómo había conseguido el subinspector que un hombre seguro de sí mismo, asesorado con seguridad por un abogado, nada estúpido en definitiva, le siguiera mansamente en lo que tenía todos los visos de ser un procedimiento muy irregular? Fácil, Garzón no estaba solo. A su lado, atada a su muñeca por una correa corta, gruñía amenazadoramente Morgana, la perra de Valentina Cortés.

—¡Hostias! —grité.

—Déjeme acabar, Petra, no se precipite. Yo sé cómo manejar a Morgana, Valentina me ha enseñado. No existía ningún peligro de que el animal se me desmandara.

Para enterarme del resto tuve que contenerme apretando dientes, puños y todos los músculos de mi cuerpo.

—Al principio, y para que Pavía viera que no iba de farol, le di a Morgana unas cuantas voces de mando que ella obedeció al instante. «Ya ve, Pavía… —le dije después al tipo—, cuando yo quiera este bicharraco le salta al cuello y le corta la yugular. Así como suena, limpiamente. Luego vamos a ver cómo se descubre quién se lo cargó a usted.» Aún aguantó un rato más sin contestar mis preguntas, nervioso pero firme. Entonces le grité a Morgana: «Gib laut»!, lo cual quiere decir: «¡Ladra!». La perra se dirigió al sospechoso con un ladrido ronco, preciso, justo. Pavía empezó a aterrorizarse. Fue el momento en el que le dije con todas mis fuerzas: «Voran»!, que significa «¡adelante!». ¡Ah, si hubiera visto cómo se portó Morgana! Se abalanzó sobre él, yo sujetándola con un esfuerzo tremendo, gruñía, babeaba, daba dentelladas al aire. Ahí el sospechoso ya se desmoronó del todo y me pidió que contuviera a la perra. Estaba dispuesto a hablar.

—¡El sospechoso!, deje de llamarle el sospechoso, mejor llámele el mártir, o la víctima. Pero ¿cómo se le ha ocurrido hacer una cosa así?, ¿no sabe que las confesiones obtenidas bajo coacción policial no tienen validez?

—¡Nada de eso! Pavía se ha concienciado y está dispuesto a soltarlo todo. Dijo que lo que ha hecho no es lo suficientemente grave como para que lo encierren de por vida. Se dio cuenta de la envergadura del caso al ver hasta qué punto estaba yo dispuesto a llegar. Morgana lo devolvió a la realidad de su situación. Entonces yo le grité a Morgana «Aus»!, que quiere decir «basta» y se quedó quieta automáticamente.

—¡Deje de pegar berridos en alemán como un maldito nazi! Así que se ha concienciado, ¿eh? En cuanto Pavía tenga delante a su abogado va a lloverle una demanda que puede incluso apartarlo del servicio. Pero ¿no se da cuenta?

—Ya verá como no. El abogado comprenderá que hemos descubierto la culpabilidad de su cliente, deducirá que pueden venirle mal dadas y que lo mejor es no verse envuelto en una acusación de asesinato.

Me senté. Me pasé las manos por la cara.

—Ha sido un error, Garzón, y una imprudencia.

—¡Estaba hasta los cojones de que ese señorito se cachondeara de nosotros! Ya no le han quedado ganas de reírse, se lo garantizo.

—Veremos quién ríe el último.

—¿Es que no le interesa saber qué me ha contado Pavía?

Asentí gravemente sacando fuerzas de flaqueza.

—Entérese, Petra: todas nuestras suposiciones eran exactas. Puig y Pavía son cómplices. Tenían contratado a Lucena, a quien le pagaban de vez en cuando de treinta a cincuenta mil pesetas por robar los perros que el peluquero le señalaba. Eso sí coincide con las cantidades en la segunda libreta de Lucena, ¿se percata? Pavía dice que él no era la única fuente de información de Rescat Dog. Puig tenía otros informantes estratégicos. Además, ellos dos colaboraban en otro negocio sucio, algo relacionado con el blanqueo de dinero.

—¿Y la muerte de Lucena?

—Él jura y perjura que no lo mató. Tampoco acusa a Puig de ello. Dice que ambos dejaron de ver a Lucena hace un año. El propio Lucena se largó del negocio, convencido de que su cara ya era demasiado conocida y podía resultar peligroso. Pasó a hacer otra cosa.

—¿Qué cosa?

—No lo sabe.

—Naturalmente, no lo sabe.

—Yo creo que no está mintiendo, inspectora. Puede que sea verdad que perdieron de vista a Lucena, ya ha pasado anteriormente. El tipo tenía tanto pánico que me pareció sincero.

—¡Claro que era sincero!, total, con una fiera de sesenta kilos enseñándole las fauces ensangrentadas… ¡Seguro que hubiera confesado el asesinato de Kennedy con tal de quitársela de encima!

—¡Justamente!, y entonces ¿por qué se plantó en un punto no queriendo reconocer de ningún modo que había matado a Lucena?

—¿Quiere decir que siguió achuchándole a la perra aun después de haber confesado?

—¡No había confesado lo principal!

—Es usted como Nerón; como Nerón y Calígula juntos.

—Soy como quien usted quiera, pero gracias a mí vamos a poder desatascar el caso.

—Eso siempre que no le echen de la policía, lo cual empiezo a pensar que se tiene bien merecido.

Interrogué yo misma a Pavía. Su cara estaba aún pálida como la de un muerto. Reiteró punto por punto toda la confesión que le había hecho a mi compañero. Se negó en redondo a admitir que hubiera matado a Lucena, al cual Puig y él conocían exclusivamente con el sobrenombre de Retaco. Hacía un año que no le veían. Con respecto a Puig, su cómplice, dijo saber que andaba metido en un montón de asuntos fraudulentos con los que él nada tenía que ver. Tampoco sabía cuál podía haber sido la ocupación de Lucena en el que había resultado ser el último año de su vida.

La historia se repetía de un modo inquietante, porque si perdíamos el rastro de Lucena, ¿qué teníamos en realidad? ¡Nada!, un nuevo delito cutre de estafadores y robaperros. A no ser que la confesión de Pavía fuera incompleta y no estuviera dispuesto a declarar que había matado a Lucena ni con perro rabioso incluido. El caso no estaba tan desencallado como Garzón pensaba. Sólo existía un modo de comprobar más o menos fehacientemente que Pavía estaba diciendo la verdad, pero era complicado de ejecución y de resultado incierto. Aun así, se lo propuse al subinspector y estuvo de acuerdo. No teníamos muchas más opciones.

Dos días más tarde, le brindamos un pacto al abogado de Pavía. Era sencillo, si Pavía consentía en hacer una llamada a Puig (estábamos convencidos de que sabía dónde se encontraba), su defendido no sería acusado de nada hasta la captura del segundo sospechoso. Eso le permitiría no estar en la cárcel todos aquellos días. Si de verdad Pavía era inocente, la verdad se derivaría del testimonio de Puig, con lo que el primero no sería acusado de asesinato. La segunda parte del plan era obvia: Pavía le propondría a Puig saldar cuentas atrasadas, le daría una cita en algún lugar tranquilo y nosotros lo trincaríamos en ese momento. Después podríamos interrogarlo y comprobar que su versión no contradecía la de su cómplice. Suponíamos que Puig no dejaría de aceptar una cita semejante, puesto que el dinero era, en su condición de huido, demasiado valioso como para despreciarlo.

El abogado aceptó. Tampoco sus posibilidades eran excesivas y el hecho de que su cliente no fuera inculpado de asesinato, parecía importante para él. Faltaba confirmar si Pavía conocía el número en el que podía localizar a Puig. Por supuesto, lo sabía. El que en sus teléfonos intervenidos no hubiera quedado registrado ningún intento del estafador por ponerse en contacto con él lo demostraba. Claro que el hecho de haber podido hablar ambos en cualquier momento restaba validez al posible testimonio de Puig. Quizás se habían puesto de acuerdo sobre una versión común de los hechos. En cualquier caso, el interrogatorio de Puig me parecía básico, y también a Garzón.

Pusimos el cebo. La pieza no podía tardar en caer. Le juré a mi compañero que si esta vez la pista de Lucena volvía a perderse entre las brumas, ingresaría en la orden de las Carmelitas Descalzas. Él se solidarizó y dijo que haría lo propio con los benedictinos. Confiábamos en que nuestros priores nos dejaran reunirnos a tomar una copita de licor estomacal de tanto en tanto.