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No contaríamos con una estadística absolutamente completa de perros robados hasta poder incluir los datos que nos facilitara Rescat Dog, de modo que el siguiente paso era conseguirlos. La insólita empresa estaba situada en un piso anodino del Ensanche, un entresuelo con ínfulas de oficina comercial. Las paredes se veían llenas de carteles representando hermosos cachorros de orejas caídas que jugaban apaciblemente con gatos algodonosos pletóricos de encanto. La organización no parecía tener más empleados que la secretaria que nos atendió, una hermosa joven rubia de larga cabellera, y el propio dueño. Para ser sincera diré que toda la compañía presentaba el aspecto de ser limitadamente próspera. Su titular, Agustí Puig, era rubicundo y con cara de sapo. Se reía a cada dos por tres sin motivo alguno, como si le siguiera a todas partes una tropilla de bufones invisible para los demás. «¡Yo siempre he pagado mis impuestos!», soltó en cuanto supo que éramos policías. Luego, se extendió en explicaciones sobre la legalidad a toda prueba de su negocio y juró que nada tenía que ocultarnos.

Rescat Dog se erigía como único centro de su especialidad en Barcelona y quizás incluso en España. Puig estaba muy satisfecho con los resultados que podía exhibir: un sesenta por ciento de perros recuperados entre el total de casos a su cargo. Dadas las dificultades del cometido, era, según él, impensable una marca mejor. Conseguían tales éxitos por los procedimientos más o menos habituales: búsqueda por el barrio, colocación de carteles, contactos varios, preguntas a posibles testigos… La suma de todos esos procedimientos era superior a cualquiera de los medios que pudiera tener a su alcance un particular.

—En el caso de los perros robados a veces nos encontramos con una curiosa situación: los localizamos pero no podemos probar que hayan sido robados, de modo que se quedan donde están. Ya conocerán ustedes cuáles son las lagunas en la legislación.

—Esa laguna los beneficia en el fondo; si la policía se hiciera más responsable de ese problema, usted perdería clientela.

—De mi clientela no puedo quejarme.

—¿No pasa entonces por crisis alguna?

Se echó a reír con notoria falsedad.

—Todos sabemos que las crisis son como tormentas de verano, igual vienen que se van.

—Señor Puig, usted guardará ficha de todos sus clientes, ¿me equivoco?

—Sí, guardo todos los datos.

—¿Recuerda haber recuperado los perros de algunas de estas personas?

Le alargué las listas oficiales de perros desaparecidos a las que echó una mirada descorazonada.

—Aquí hay muchos nombres, inspectora, muchísimos.

—Es información de toda Barcelona.

—¡Justamente!, para comprobarlo necesitaré un poco de tiempo.

—Tendrá que hacernos también una estadística de todos sus casos resueltos o sin resolver.

—Más tiempo aún.

—¿No está informatizado?

—Inauguraremos el sistema dentro de una semana.

—En ese caso, ¿por qué no se queda una fotocopia de estas listas y les dedica una tarde libre?

—Está bien, supongo que en dos o tres días lo tendré listo. Tengo que seguir ocupándome de mi trabajo, inspectora, sólo soy un pobre trabajador y mi único empleado es la secretaria.

Se reía como si también su penuria empresarial fuera graciosa. Con un gesto resignado saqué de mi bolso la fotografía de Lucena.

—Antes de marcharnos, ¿conoce usted a este hombre?

La miró con indiferente aplicación.

—No, no lo he visto en mi vida.

Salimos del despacho con las listas originales y la foto comodín. Quisimos hacerle la misma pregunta a la secretaria, pero ya había desaparecido. Estaba claro que con semejantes empleados difícilmente podían navegar en la prosperidad.

—¿Sospecha de él? —me preguntó Garzón como cumpliendo un trámite.

—Pues sí, sospecho de él, tiene una actitud demasiado franca y risueña. ¡Y tres días para comprobar las fotocopias! Es como si intentara ganar tiempo por algún motivo. Además, ¿usted no sospecharía de algo tan ridículo como un detective de perros?

Me miró sorprendido.

—A mí ya me da igual ocho que ochenta. Con lo que llevamos visto, si me dicen que hay profesores de latín para tortugas estoy dispuesto a creérmelo.

Interpretaba ahora el papel del escéptico, el hombre maduro que juega, protestando, a ser más viejo. La excentricidad del mundo no acababa con su santa paciencia y su equilibrio. Como si él mismo no formara parte de la tripulación enloquecida de la esfera terrestre. Como si tener dos amores locos a su edad y en sus circunstancias fuera un rasgo de aposentamiento emocional.

—¿Hacia dónde va ahora, subinspector?

—Tengo que visitar la última de esas malditas peluquerías a las que usted me manda.

—Esta vez le acompañaré; pero dígame, ¿qué tienen de malo?

—Demasiadas mujeres.

—Creí que la abundancia de mujeres no constituía un problema para usted.

—La conozco lo suficiente como para saber por dónde va y es mejor que no siga.

—Retiro lo dicho y repito la pregunta: ¿por qué le pone tan nervioso visitar esas peluquerías?

—Porque la verdad es que, sinceramente, no sé qué demonio buscamos ahí.

Garzón estaba en lo cierto, ¿qué buscábamos en lugares como aquéllos? Allí no había sino sofisticadas peluqueras atendiendo a sus variados clientes: amas de casa que se dejaban masajear durante horas el cuero cabelludo para relajarse, ejecutivas con el tiempo justo que ojeaban papeles mientras les teñían mechas y algún que otro tímido caballero perdido entre la mayoría femenina. ¿Qué pintaba Lucena, pingajo humano, en aquella placidez de terma romana? Sólo había que contemplar las caras de los dueños cuando les enseñábamos la foto del hombrecillo baldado. Era como pretender encontrar peces en un establo. Perdíamos el tiempo. Yo también salí del elegante local cabreada y con la moral hecha trizas.

—Tenía usted razón, perdemos el tiempo miserablemente. Y de acuerdo en que no se ganó Sagunto en un segundo o comoquiera que usted lo diga, pero el caso es que el tipo que se cargó a Lucena sigue suelto, y a estas alturas debe de estar ya seguro de que quedará impune.

—¡Mejor, así se confiará y empezará a cometer errores!

—Da igual, por el momento estamos tan alejados de su pista que puede permitirse todos los que desee.

—Quizás no estemos tan lejos como usted cree.

Apunté con la colilla a un imbornal, sin acertarle.

—Veremos. ¿Le dejo en alguna parte?

—Si no es abusar… he quedado con Ángela en su tienda. Vamos a cenar juntos.

—¿Se le pasó el enfado por lo de la otra noche?

—No del todo, aún está rara. Le molesta que Valentina figure también en esta historia.

—Es lógico, ¿no le parece?

—Hasta cierto punto. Ninguno de nosotros es ya un niño, ni siquiera un adolescente, y entre las chicas y yo sólo existe amistad e ilusión. Yo tampoco exijo nada. Si las cosas llegaran a ponerse más serias, pararía enseguida el doble juego.

—Es un detalle. Y Valentina, ¿no protesta por lo mismo?

—No.

—¿Sabe de la existencia de Ángela?

—Sí, sí sabe, pero es de otra manera. Pregunta directamente lo que quiere conocer sobre mi trabajo, mi pasado. Ángela es más reservada, más discreta. Aparte, Valentina tiene sus razones para no molestarse. En fin, cada una de las chicas pertenece a un mundo distinto, así es la vida.

El muy frívolo las llamaba «las chicas», en plan experimentado Bogart, como si hubiera pasado la totalidad de sus días repartiendo favores entre una legión de coristas rubio platino. Le lancé una dura mirada por el rabillo del ojo. Se dio cuenta; en realidad sí era cierto que empezaba a comprenderme bastante bien.

—Y a usted, ¿qué tal le van las cosas con Juan Monturiol? —preguntó sin sombra de inocencia.

—De ninguna manera, no van.

—Y de sus dos ex maridos, ¿tiene usted alguna noticia?

—Hable claro, Garzón, ¿qué pretende insinuar, que yo también soy una Mata-Hari? Al menos siempre he tenido mis historias por turno, sin felices coincidencias por parejas.

Hizo gestos de falso escándalo.

—¿Yo, insinuar yo? Se equivoca, inspectora, ¡Dios me libre!, ¿quién soy yo para juzgar a nadie? Yo ya ni siento ni padezco.

—Muy bien, Fermín, recibida la puya, yo tampoco le juzgaré. ¿Es eso lo que quiere decir?

Sonreía de tapadillo bajo su viejo bigote descolorido por la nicotina y la cerveza.

—¿No puede relajarse, Petra? ¿Es imposible que hablemos sin susceptibilidades, como buenos amigos? Voy a invitarla a una fiesta para ver si reconoce de una vez mi buena fe.

—¿Una fiesta, va a dar una fiesta?

—En realidad voy a dar dos. En una, la invitada especial será Ángela, y en la otra, Valentina. Pero me gustaría que usted y Juan Monturiol estuvieran presentes en ambas; lo cierto es que no tengo muchos amigos.

—No le aseguro que a Juan le queden ganas de verme, pero se lo diré.

—Y al supermercado, ¿me acompañará al supermercado?

—¡Joder, Garzón, ya le dije que sí! ¿Qué piensa que es eso del supermercado, una expedición al Himalaya con sherpas incluidos?

Llegamos a la librería cuando Ángela estaba a punto de cerrar la verja. Sonrió al verme.

—¡Qué sorpresa, inspectora! ¿Vienes a cenar con nosotros?

—Me temo que no puede ser.

Nelly movía el rabo amistosamente a su lado.

—Quédate a tomar un café por lo menos.

Señaló el bar de enfrente.

Todos los camareros la conocían, y ella se movía por entre las sillas de linóleo como la mundana esposa de un presidente. Estaba encantadora con su mirada sincera y un elegante vestido malva.

—¿Cómo estás, Petra?

—No puedo decirte que bien.

—¿La dichosa investigación?

—¡Esa dichosa investigación que me ataca los nervios!

—¡Y eso que no ha visitado usted más que una peluquería, si hubiera tenido que pateárselas todas como yo…! —terció Garzón entre gárrulo y rencoroso.

—¿Peluquerías? —preguntó Ángela con curiosidad.

Le pegué un buen tiento a mi cerveza, hablándole después entre la espuma.

—¿Quieres creerlo, Ángela?, tenemos una importante pista en el caso de los perros que nos lleva hasta alguna peluquería de San Gervasio. Sin embargo, somos incapaces de encontrar la más mínima relación entre todas esas señoras bien peinadas y el crimen de Lucena. ¡Es desesperante!

—¿No se tratará de una peluquería canina? —dijo Ángela con el candor propio de su nombre.

Noté que la cerveza tragada se me agolpaba abruptamente en el gaznate mientras que un calor sofocante subía hasta mi cara. Miré a Garzón, él también estaba colorado y alerta como un pavo a punto de ser sacrificado.

—Llámeme estúpida, subinspector, se lo ruego.

—¿Estúpida?, nada de eso. Llámeme usted a mí gilipollas.

—No, Garzón, es una orden.

—Está bien. ¡Estúpida!, ahora usted a mí.

—¡Gilipollas!, gilipollas los dos, hay que ser gilipollas, y negados y nos mereceríamos que…

—¡Que nos expulsaran del Cuerpo!

—E incluso del alma, Garzón, e incluso del alma.

Ángela asistía a aquella extraña representación circunstancial con sus hermosos ojos color avellana tamizados por la sorpresa.

—¿He dicho algo interesante? —exclamó encantada.

Naturalmente había una peluquería canina en San Gervasio. Grande, lujosa, llamativa, con enormes carteles en los escaparates y un nombre inequívoco encuadrado en letras de neón: Bel Can. Y era una, una sola, sin competencia y sin que ni siquiera tiñeran a los perros de verde. Garzón, muy acorde con el contexto, se tiraba de los pelos pensando en todas sus inútiles visitas. La explicación a nuestra falta de sagacidad deductiva podía encontrarse en un ataque de simple idiotez. Sólo siendo positivos y caritativos cabía comprender que, no familiarizados con el mundo del perro, se nos escapaba la magnitud del entramado que la sociedad de consumo había montado en torno a este animal. Peluquerías, cuidadores, veterinarios, entrenadores, piensos, productos de higiene… Ángela Chamorro nos aseguró que la industria del perro ya mueve millones en nuestro país estando aún en sus primeros pasos. «La cosa irá a más… —declaró taxativa—, porque cada vez habrá más perros y estarán mejor cuidados. Ése es uno de los índices que señala el grado de desarrollo de un país», concluyó con orgullo.

Debía de ser verdad. Aquella peluquería canina presentaba un aspecto incluso más sofisticado que las humanas. Alicatada completamente con losetas de color verde claro, tenía varias mesas donde los chuchos eran atendidos por señoritas de uniforme impecable. La regentaba una francesa de unos treinta y tantos, sonriente y amable, de bello rostro pecoso y pelo negro brillante. No se negó a contestar nada de cuanto le preguntamos y se llevó las manos a la boca con infantil gesto de horror cuando supo que investigábamos un asesinato. No, no conocía a Lucena pero si queríamos esperar, su esposo, dueño junto con ella de todo aquello, tendría mucho gusto en hablar con nosotros y no tardaría en llegar. Mientras tanto, se ofreció a mostrarnos la rutina del establecimiento.

—Por aquí ingresan los perros… —dijo imprimiendo a las erres un escalofrío francés— y aquí reciben un largo baño con mucho champú… —señaló una pileta digna de Cleopatra—, luego se les da un buen masaje antiparasitario y pasan a cortar. Yo soy la única que corto el pelo. Ya saben ustedes que cada raza tiene su estilo y que hay que contar además con el gusto del propietario. No es algo demasiado fácil de hacer, si me permiten la inmodestia.

—¿Qué hace usted si un perro se rebela e intenta morderle?

Sonrió y cruzó una imaginaria mejilla de perro con la punta de los dedos como si quisiera retarlo a un duelo.

—Los perros saben quién domina —afirmó.

Más tarde nos enseñó las mesas donde las bellas señoritas trabajaban armadas con cepillos y potentes secadores de mano. En una de ellas había un minúsculo chiffon enano de largos pelos grises que parecía a punto de volar a cada embestida de aire caliente. Nos miró con notorio mal talante.

—Ése es Óscar, un viejo cliente de la casa. Y aquélla, Ludovica, un magnífico ejemplar de pastor inglés.

Intuimos unos ojos fijos en nosotros tras la cortina peluda de Ludovica.

—¿Y éste? —preguntó Garzón señalando un tercer perro encaramado a la mesa de atrezzo.

—¡Ah, ése es Macrinol!, un costosísimo galgo afgano.

—¡Cielos, se parece a mi antigua patrona! —soltó Garzón en un arranque de espontaneidad.

A la francesa le hizo gracia la salida y ambos rieron un rato.

Garzón preguntó:

—¿Se sabe usted de memoria los nombres de todos los animales que le traen por aquí?

—Así es, aunque sólo hayan venido una vez.

—¡Increíble!

—¡Oh, no crea, no tiene tanta importancia!

—Sería usted una excelente relaciones públicas. Lástima que los perros no se enteren.

Ella rió de nuevo, esta vez alborozadamente. Vaya, aquello era el colmo. ¿Pensaría Garzón ligársela también, o es que había ya adquirido una arrolladora capacidad para la seducción que ni él mismo controlaba?

—Después les damos colonia, y abrillantador para el pelo y…

Un hombre había entrado en la sala y, con tres pasos, se plantó a nuestro lado. La francesa interrumpió su explicación.

—Les presento a mi esposo, Ernesto.

Se dirigió a él en francés.

Écoute, chéri, ces monsieur dame sont des policiers. Ils voudraient bien te poser des questions.

Ignoro si intentó evitarlo o no, pero su rostro se contrajo un instante. Después mostró un gesto de abierto disgusto. La parte amable de aquella visita había terminado. Nos pasó a un despacho sin pronunciar palabra. Espetó secamente:

—Ustedes dirán.

—Disculpe que hayamos venido a interrumpirlo, señor…

—Me llamo Ernesto Pavía.

—Estamos investigando el asesinato de Ignacio Lucena Pastor y nos gustaría que…

Saltó como un rayo.

—¿Un asesinato?, pues no sé qué demonio buscan aquí.

—El caso es que existe un testimonio que le involucra, señor Pavía, de modo que…

—¿Yo involucrado en un asesinato? ¡Seamos serios, por favor!, quiero que me expliquen inmediatamente…

—Está bien, señor Pavía, le ruego que no se altere, ni siquiera me ha dejado terminar. Se trata de un asunto relacionado con el robo de perros de raza. Alguien ha testificado que usted tenía tratos profesionales con Ignacio Lucena Pastor.

—No sé quién es.

—Quizás usted lo conociera por otro nombre, por Pincho, Susito, cualquier mote. Se trata de este hombre.

Le enseñé la fotografía. La miró con displicencia durante un momento, pero yo hubiera jurado que le relampaguearon los ojos, que respiraba con dificultad.

—No he visto a este tipo en mi vida.

—¿Está usted seguro?

—Sé a quién conozco y a quién no. Ahora me gustaría que me explicaran cómo es posible que alguien me haya involucrado en un crimen si ustedes ni siquiera sabían mi nombre.

—Lo señaló como un peluquero de San Gervasio.

—¡Estupendo!, ¿y por qué no lo han traído para que me reconociera personalmente?

—Él no lo conoce personalmente, pero dice que…

—¿No me conoce personalmente y me acusa de un asesinato?

—Tampoco se trata de que le acuse directamente pero…

—¡Oigan, esto es el colmo! ¿Tienen una orden judicial para interrogarme? ¿Tienen alguna prueba en la que basarse? Creo que he tenido mucha paciencia. Ahora les pido por favor que salgan de mi negocio. Cuando sepan ustedes algo concreto que me inculpe en el robo de perros o en cualquier otra cosa, vuelvan y deténganme. Mientras tanto sería mucho mejor que no molestaran a la gente honrada que se gana la vida trabajando.

Se levantó y abrió la puerta con brusquedad esperando a que saliéramos.

—¡Fuera! —masculló.

Estaba blanco. Su mujer se acercó enseguida.

Qu’est qu’il arrive, chéri?

No le contestó. Su índice, trémulo, nos indicaba la salida.

—¡Fuera! —gritó esta vez.

Las peluqueras caninas miraron sorprendidas y hasta los propios canes se volvieron para curiosear. El afgano rugió por lo bajo. Salimos sin despedirnos.

—Todo un carácter, ¿verdad?

—¡Un tipo con mucha clase! ¿Ha visto el buen gusto de su ropa cara, su bronceado artificial, sus zapatos italianos?

—En el fondo pienso que lleva razón al cabrearse, inspectora; las pruebas que tenemos son muy poco contundentes. Quizás hubiera sido mejor no alertarlo sobre lo que sabemos.

—¡Ni hablar! Hay que procurar ponerlo nervioso para que ejecute algún movimiento sospechoso. Ordene que lo vigilen a él y a su mujer durante las veinticuatro horas.

—Parece convencida de que ese tipo está en el ajo.

—Sea lo que fuere el ajo, puede asegurar que está en él. Ahora hay que ver cómo lo cazamos.

—No será fácil, me ha dado la impresión de que es listo.

—Listo, pero sin suficiente sangre fría. Hay que forzarle los nervios. Pídale al juez una orden para obtener datos de sus clientes. Creo que cometerá algún error.

—¿Tiene una intuición?

—Lo que tengo es un buen dolor de cabeza.

—¡Lástima!, ahora que están abiertas las tiendas…

Lo interrumpí poniéndole las manos sobre las solapas.

—¡Tranquilo, inmediatamente vamos a ir! ¿Lleva usted dinero, tarjetas de crédito?

—¡Ni hablar, inspectora, sólo faltaría que doliéndole la cabeza…!

—He dicho que vamos a ir a ese maldito supermercado y lo haremos, o que en este momento me caiga muerta.

Garzón no estaba en el fondo equivocado. Un gran supermercado no deja de ser un lugar ligeramente temible. Nunca, salvo en aquella ocasión, influida por sus palabras, lo había visto así, pero algo había de eso. Aquellas hileras de latas y paquetes brillantes, impolutos, inertes, entre las que te movías arrastrando un carrito, producían un cierta angustia existencial. Algo así como una visión simbólica de la vida: avanzas lastrado desde el principio por un peso muerto, vas escogiendo las cosas que piensas son buenas para ti, descartando otras que quizás fueran mejores, cada vez te encuentras más cargado con tus elecciones y, al final, todo se paga.

—Se me olvidó decirle que esta mañana hubo una llamada del doctor Castillo.

Como andaba sumida en mis filosofías contingentes le hice repetir el dato.

—¿Es que no le recuerda?

—¡Por supuesto que sí! ¿Qué demonio quería?

—Nada, preguntar por los avances del caso. Dijo que sentía curiosidad.

—¡El ansia de saber del científico!

Eché varios paquetes de azúcar en el carro.

—¿Cree de verdad que se trata de eso? A mí me parece sospechoso que se interese hasta el punto de llamarnos. ¿Por qué compramos tanto azúcar?

—Tiene que tener un acopio sólido de productos básicos: azúcar, arroz, aceite, harina… eso no se compra cada semana. ¿Qué motivos tendría un hombre como Castillo para matar a Lucena?

—No sé, los sabios tiene fama de excéntricos. ¿Y levadura, inspectora, compro levadura?

—¡No!, ¿para qué coño quiere usted levadura?

—¡Joder, no sé, para amasar pan! ¿Y si Lucena sabía algo de Castillo y le amenazó con divulgarlo? Oiga, macarrones sí cojo, ¿verdad?

—Compre si le gustan. No, no me parece verosímil. Además, si fuera culpable, telefonearnos sería enseñar demasiado las cartas. Eche al carro esos tarros de tomate en conserva.

—Para los macarrones, ¿a que sí?

—Acierto total, ya va usted aprendiendo.

—Yo, de cualquier manera, no lo dejaría de lado como posible sospechoso. Oiga, inspectora, ¿y queso rallado para los macarrones?

—¡Carajo, Garzón, me tiene usted admirada!

Pasamos a la sección de productos perecederos. Le hice una somera explicación que pudiera entender.

—Mire, hay cosas que tendrá que congelar. Hágalo poniendo un cartelito que indique el contenido del envoltorio y la fecha. Si necesita verduras, cómprelas ya congeladas; es más fácil y son de buena calidad.

—De acuerdo, ¿dónde están las lechugas congeladas? Me gusta comerme una buena ensalada de vez en cuando.

—No hay lechugas congeladas, subinspector, ni tampoco puede usted congelar las frescas; y no busque entre las latas, tampoco existen. Para comer lechuga hay que comprarla en el día.

Me miró con desánimo.

—Creo que nunca me apañaré, es demasiado complicado.

—Déjese de coñas. ¿Ve esos filetes de buey? Tenga siempre uno o dos kilos listos para descongelación. Como vive usted solo será mejor que los envuelva pieza a pieza. ¡Y no me diga que eso es demasiado complicado!

Observaba los pedazos de carne roja como si se tratara de fórmulas einsteinianas.

—¿Han acabado de confeccionarnos el mapa informático de los robos?

—Falta la lista de Rescat Dog.

—Se me había olvidado ese asunto. Esta tarde tenemos que pasarnos por allí.

—He llamado varias veces por teléfono y nunca había nadie. Un contestador automático recogía las llamadas.

—Recuérdeme que hay que ir. Ahora daremos una vuelta por la sección de productos para la limpieza.

—¿Qué?, ¿encima productos de limpieza?

—¡Joder, Garzón!, bien tendrá que echarle detergente a la lavadora. Y su asistenta necesitará limpiacristales, y lejía, quizás también amoniaco; hay algunas asistentas muy partidarias del amoniaco.

Se restregó los ojos, suspiró. Supuse que sólo la visión prometedora de las dos hermosas «chicas» entrando en el flamante apartamento, lo disuadió de volver ipso facto a su pensión.

—¿Para cuándo es esa fiesta? —pregunté con el ánimo de motivarlo.

—Creo que haré primero la de Valentina, y eso puede ser mañana mismo. ¿Me ayudará con los preparativos o le parece que me estoy excediendo?

—Se excede, pero le ayudaré.

—No sé cómo darle las gracias.

—No me las dé. Ya buscaré un favor completamente desmesurado con el que pueda resarcirme. ¿Sabe usted pintar paredes, deshollinar chimeneas, desatascar cañerías?

—Desde luego que sé.

—Entonces algún día estaremos en paz.

En Rescat Dog no había nadie que nos abriera la puerta por mucho que insistiéramos. Preguntamos a los vecinos y una señora dijo que la oficina llevaba un par de días cerrada. Era extraño. Algunos paquetes se amontonaban junto al umbral, y el buzón de correspondencia rebosaba de papeles y cartas. Si habían tomado vacaciones, era un modo inusual de hacerlo. Para forzar la puerta necesitábamos una orden judicial, así que fuimos a buscarla. Aquello me daba la peor de las espinas, todo me inclinaba a conjeturar que Puig y su secretaria habían levantado el vuelo justo después de nuestra visita. También podíamos meter la pata e irrumpir en la sede de una empresa limpia y legal organizando un lío innecesario. ¿Era la sospecha lo suficientemente sólida como para reventarles la puerta a los rescatadores de perros, o sería más prudente esperar a que volvieran de dondequiera que pudieran estar? Pensé que no cabía andarse con remilgos; si se producía una denuncia de resultas de nuestra actuación, asumiríamos la culpa.

Dos horas más tarde, ya provistos de todos los plácets legales y de un par de guardias que forzaron la puerta, hicimos nuestra teatral entrada en Rescat Dog. Nada más echar una mirada al interior, comprendimos que la teoría del vuelo era impecable. Los ficheros habían sido vaciados a toda prisa, había papeles por el suelo y el estado de desorden general evidenciaba una huida precipitada.

—Nosotros mismos pusimos en fuga a la presa —dije entre dientes.

—Voy a averiguar los datos personales del tipo, su domicilio particular.

—Quédese hasta que completemos el registro, Garzón, me temo que sea inútil apresurarse, el pájaro debe de estar ya lejos.

Me agaché sobre los papeles que tapizaban el suelo: facturas, pasquines de publicidad, cartas comerciales… Si hubiera habido algo comprometedor, sin duda ya no estaría allí. Lástima, lo habíamos tenido al alcance de la mano sin percibir la menor sospecha. Eso a lo que llaman instinto policial no estaba obviamente grabado en nuestros genes. Ahora echarle el guante a aquel prófugo resultaría complicado. De repente nos sobresaltó el timbre del teléfono. Tanto Garzón como yo quedamos clavados en el suelo sin hacer el menor movimiento. A la segunda llamada el contestador automático se activó. Oímos el mensaje de respuesta: «Habla con Rescat Dog. Ahora no estamos disponibles. Nos pondremos en contacto con usted en cuanto podamos. Deje su nombre y número de teléfono». Después de una señal acústica un hombre empezó a hablar. «Señor Puig, soy Martínez, el persianero. Ya le tengo preparado el presupuesto que me pidió. Llámeme y me dice algo. Hasta luego.»

Corrí hasta el aparato. Pulsé la tecla de reproducción y le hice una señal a Garzón para que se acercara. Con la respiración contenida empezamos a escuchar los mensajes grabados. Una señora preguntaba por su perro. La compañía de gas. Un hombre pedía informes sobre los servicios de la empresa. El propio Garzón se daba a conocer y dejaba nuestro número. De pronto, un mensaje nos llamó la atención. Era una voz masculina que no se identificaba en ningún momento. Hablaba apresuradamente: «¿Dónde estás, qué ocurre? Han estado por aquí y no les he dicho nada, ¿comprendes? No saben nada, así que eso no es grave. ¿De acuerdo? No llames aún».

Garzón dio un apreciativo silbido barriobajero. Volví la cinta atrás. Oímos de nuevo las equívocas frases.

—¿Tiene alguna idea de quién está hablando, Fermín?

—No, habla en susurros, en algún momento hasta he dudado de que fuera un hombre. Aparte de saber que tiene un cómplice, dudo mucho que esto pueda ayudarnos.

—A no ser que…

—¡No me diga que le suena a alguien conocido!

—¿Sabe qué es un galicismo, subinspector?

—Una palabra francesa.

—¡Exactamente!, una palabra tomada del francés que se emplea traduciéndola al castellano directamente. Una palabra o expresión, como por ejemplo: «c’est pas grave». En francés viene a significar algo así como «no tiene importancia», pero mal pasado literalmente a nuestro idioma sería: «eso no es grave». ¿Y sabe usted quién podría meter un galicismo en su vocabulario sin darse cuenta?

—Alguien que hable francés con fre… —Dejó la frase en el aire, chasqueó los dedos—. ¡El peluquero! ¿Quiere que vayamos a detenerle?

—No se me embale, Garzón, ¿con qué pruebas?, ¿con la suposición de un galicismo? Será mejor que pidamos una orden al juez para que el tipo nos enseñe sus cuentas. Si no encontramos nada, al menos se pondrá nervioso. Creo que estamos en el buen camino.

—¿Y si se nos escapa mientras tanto?

—¿Está de broma? Tiene un negocio demasiado bueno como para abandonarlo. Además, podría jurar que su mujer no sabe nada de este asunto.

—Está usted muy inspirada, inspectora.

—Sólo con inspiración no se resuelven los crímenes.

—Sí, pero con inspiración y un buen dominio del francés…

Agustí Puig figuraba en nuestros archivos. Su verdadero nombre era Hilario Escorza y había sido condenado un par de veces a pequeñas penas de cárcel. Estafas de menor cuantía. Trabajando como vendedor de pisos se había embolsado alguna paga y señal. Lo cazaron. Dos años más tarde se colocó como relaciones públicas en una discoteca. La alquilaba para fiestas privadas sin dar noticia al dueño. Nuevo enchironamiento. Un timador de baja categoría, casos como el suyo llenan un buen montón de fichas policiales. Obviamente había decidido esta vez establecerse por su cuenta y prosperar con la historia del rescate canino.

—De acuerdo… —dijo Garzón—, pero no es el perfil de un asesino.

—Deje de pensar en la muerte de Lucena como en algo premeditado. Cada vez estoy más convencida de que se trató de un ajuste entre colegas en el que se les fue la mano con las hostias. Eso le da al caso un matiz completamente distinto. No estamos enfrentándonos a un delincuente capaz de matar, sino a un aficionado que sufrió un, digamos, «accidente».

—El dinero que guardaba Lucena en su zulo no es lo que se le paga a un aficionado.

—Quizás eran aficionados metidos en un asunto de mayor envergadura.

—Entonces, según eso, estamos casi al final del caso.

—Creo que sí.

—Si quiere, podemos ir ahora mismo a revisar las cuentas de Ernesto Pavía; ya tengo la autorización del juez.

—No, no hay prisa. Vamos a dejarle el fin de semana para que mueva ficha por iniciativa propia. ¿Sigue vigilado?

—Sí, pero yo no dejo de temer que se nos escabulla.

—Ni lo piense, los comerciantes auténticos actúan como capitanes de barco ante un naufragio.

—Eso quiere decir que tenemos libre el fin de semana.

—En principio, sí; pero nos mantendremos alerta.

—En relación al fin de semana… había pensado que…, bueno siempre que a usted le venga bien, creo que podríamos hacer la cena de Valentina el sábado y la de Ángela el domingo.

Lo miré irónicamente.

—Eso sí es una buena inauguración de apartamento, ¿eh, Fermín?, mucho mejor que la del canal de Suez. ¿No tiene una tercera candidata para el viernes por la noche?

—Me gustaría saber hasta cuándo voy a tener que estar soportando sus tomaduras de pelo.

—Es el precio. Si quiere que le ayude con los preparativos tendrá que aguantar mi fino sentido del humor.

—No quisiera tener que recordarle quién la libró de sus dos ex maridos.

—Los caballeros andantes no pasan factura. Le diré, además, que exijo asistir a sus puñeteras fiestas acompañada de Espanto. El pobre se pasa la vida solo en casa o con mi asistenta, que lo considera feo y, por tanto, debe ejercer una mala influencia psicológica sobre él. De hecho creo que, a estas alturas, debe ya tener el ego perruno hecho unos zorros.

—Es usted la hostia, Petra.

—Eso ya me lo ha dicho otras veces.

Aquella misma noche llamé a Juan Monturiol para contarle la inauguración estratégicamente doble de Garzón y su nuevo apartamento. Se partía de risa. Tanto mejor, aquello rompió el hielo. Aceptó acompañarme las dos noches, encantado además, feliz. Yo no estaba segura de si su aquiescencia se debía a que aún sentía algún interés por mí, o si sólo se trataba de la gracia que le hacían Garzón y sus trasnochados ligues juveniles. No era cuestión de ponerse a filosofar sobre ello, vendría.

El sábado a las seis de la tarde, habiendo por fin descansado y disfrutado de una dilatada sesión de aseo personal, mascarillas incluidas, cogí a Espanto, también perfectamente acicalado, y me planté en casa de Garzón. Diez minutos después ambos pelábamos patatas como un par de quintos recién incorporados a filas. Mi compañero mostraba una mala traza increíble con el cuchillo, y en más de un momento temí por la integridad de sus gruesos dedos. Encima, como si le sobrara concentración para aquella tarea menor, elucubraba sobre el caso.

—Vamos a recapitular, inspectora. Usted sabe que a mí me hace falta una buena recapitulación de vez en cuando. Entonces, a saber, el peluquero y el rescatador están compinchados. Por todos los indicios parecen colaborar en un asunto sucio relacionado con perros. Pregunta: ¿qué asunto? Respuesta: el robo de perros de raza. Nueva pregunta: ¿qué pito toca Lucera en todo esto? Respuesta: era el ejecutor, es decir, robaba los perros.

—Me está poniendo usted nerviosa con ese interrogatorio al aire. Dése prisa con las patatas, yo ya acabé.

—Descuide, voy lento pero seguro. Y digo yo, si Lucena robaba los perros, entonces ¿qué hacía Rescat Dog? Pues, tal y como su nombre indica, rescatarlos. Eso suena lógico.

—Cláveles varias veces el tenedor a las patatas. Vamos a ponerlas a macerar.

—¿A macerar?, ¡joder, qué invento! Correcto, partamos de esa base. Lucena roba los perros y Puig los recoge, los lleva a un sitio seguro y monta todo el paripé frente a los dueños cobrándoles por un falso rescate. Pero entonces ¿cuál es el papel del peluquero en todo ese proceso?

Me volví hacia él con las manos salpicadas de sangre de cordero y olorosas a ajo.

—¿Tiene whisky, Fermín?

—¿Va a echarle whisky al guisado?

—No, pero podíamos arrearnos un pelotazo. Eso siempre inspira a los cocineros.

Sirvió dos vasos con litúrgico cuidado. Luego volvió a abstraerse, su mente seguía fija en la deducción contemplativa.

—No acabo de entender qué pinta el peluquero en todo este montaje.

Me volví hacia él, abandonando el asado.

—El peluquero es básico. En un primer acercamiento yo diría que tiene dos cometidos: por un lado selecciona entre sus clientes a los perros susceptibles de ser robados, ya sea por la pasta que tienen los dueños o por la facilidad de birlar las presas. Por otro, recomienda a los propietarios que acudan a Rescat Dog para recuperarlos.

A Garzón se le resbaló la patata que tenía en las manos, la cual fue rodando por el suelo hasta que Espanto la interceptó para olería.

—¡Exacto, ése es el funcionamiento de la trama!

—Sin embargo, hay ciertos «peros» en esa trama que podrían cuestionarse. Por ejemplo, resultaría demasiado sospechoso que todos los perros robados pertenecieran al mismo barrio, acabaría sin duda por saberse. Supongo pues que tanto el peluquero como el rescatador tienen contacto con otros colegas que también les proporcionan material. Quizás, subinspector, nos encontremos con una auténtica red delictiva que se extiende por toda la ciudad.

Encendió un cigarrillo con las manos manchadas por el almidón de las patatas.

—Pero ¿qué hace fumando? ¡Totalmente prohibido mientras cocinamos!

—Creí que ya habíamos terminado.

—¿Terminado? Son más de las siete y aún tenemos que arreglar las verduras para la ensalada, preparar la salsa de acompañamiento, cortar la fruta para la macedonia del postre…

—Sigo pensando que todo esto de comer es demasiado complicado.

—Trinche la lechuga en trocitos bien pequeños.

—Su teoría es muy buena, Petra, porque si de verdad estamos frente a una amplia red de estafas que se extiende por toda la ciudad, eso justificaría la gran cantidad de dinero en poder de Lucena.

—¡Naturalmente, se hinchaba a robar perros! Quite las simientes de los tomates.

—¿Y el móvil, el móvil para matarlo?

—El móvil es dinero, sin duda alguna. Nos da igual por el momento saber cuáles fueron las circunstancias. Pongamos que Lucena pedía más porcentaje y amenazó con delatarlos si no se lo daban, o se quedó con alguna cantidad que no le correspondía, o pretendía independizarse poniendo en peligro la seguridad del negocio si lo pescaban, o simplemente metió la mano en la caja de Rescat Dog mientras estaban descuidados. Es completamente indiferente, en cualquier caso quisieron intimidarle o ajustarle las cuentas y se excedieron. Si hubieran querido matarlo desde el principio, le habrían pegado un tiro, o si no hubieran tenido armas de fuego, le habrían arreado un solo golpe certero en la nuca con un bate de béisbol.

Garzón se había quedado mirando fijamente un tomate que sostenía en la mano como Hamlet la calavera.

—Sí, inspectora, sí, es usted lista. Más que lista, inteligente.

—Gracias. Soy como las mujeres sabias de Molière, igual horneo una lubina, que compongo un soneto de amor. Todo menos capturar criminales.

—Ríase, que yo sé lo que me digo.

—Vamos, Garzón, siga con sus labores culinarias. Por cierto, no está fijándose en nada de lo que hacemos, así nunca aprenderá.

—¡Ni hablar!, hoy he aprendido algo muy importante: el lingotazo del cocinero. ¿Cree que está suficientemente inspirada? Vamos a atizarnos otro por si nos falla la musa.

Me eché a reír. ¡Inefable Garzón!, estaba contento como un pajarillo. A sus cincuenta y tantos empezaba algo parecido a una nueva vida: estrenaba apartamento, gozaba de los placeres del amor frívolo y había descubierto que era capaz de valorar las virtudes femeninas en general. Bebí el whisky que me había ofrecido mientras lo observaba pelearse abiertamente con un rábano escurridizo. Espanto, instalado en un rinconcillo de la cocina, nos lanzaba de vez en cuando una lánguida mirada y luego suspiraba cerrando los ojos. Pensé que en aquellos suspiros profundos y resignados estaba contenida la opinión que le merecíamos como seres humanos. Ni nos envidiaba ni nos compadecía, se limitaba a vivir junto a nosotros, que es ni más ni menos el único modo posible de mostrar comprensión.

—Inspectora, he pensado que voy a intentar localizar también a aquella secretaria rubia y guapa que estaba en Rescat Dog. Quizás sabe algo. En cualquier caso es un cabo suelto que hemos dejado sin atar.

—Muy bien, hágalo. Aunque dudo que…

Cherchez la femme! ¿No se dice así?

—Me temo que eso se le dé mejor que a mí.

A las nueve en punto una lozana ensalada reposaba en la nevera y toda la casa se había perfumado con el olor tibio del asado. Garzón y yo íbamos por nuestro cuarto whisky, de modo que nuestra inspiración gastronómica se había elevado hasta un grado byroniano. Él se hallaba ya en disposición de sugerir variaciones imaginativas para la macedonia de frutas, proponiendo que le añadiéramos cosas tan peregrinas como hierbas aromáticas o trocitos de galleta. Por supuesto ninguna de sus enmiendas fue aceptada gracias a mi férrea dirección.

—Estoy un poco nervioso, inspectora. Voy a inaugurar oficialmente una nueva forma de vida, nos encontramos a punto de resolver el caso… en fin, nunca había tenido tantas sensaciones excitantes al mismo tiempo.

—No corra demasiado, amigo mío, sea prudente. Necesitaremos presentar montones de pruebas para que el caso sea aceptado como resuelto.

—Las presentaremos.

—Habrá que cazar al rescatador, conseguir que el peluquero cante…

—Lo conseguiremos.

—Y a todo eso hay que anteponer que nuestras teorías sean ciertas.

—¿Aún duda de eso? Me siento fuerte, esta vez no podemos equivocarnos.

Garzón sufría un ataque de omnipotencia típico del que se siente libre tras largo tiempo enjaulado, aunque también coadyuvaba a su estado de euforia nuestra intensa sesión inspiradora a base de alcohol.

Pusimos la mesa con bastante detalle y yo iba apuntando las cosas que faltaban en la casa: un salero, una panera, cuchillos afilados para trinchar, copas de cava… Él observaba cómo la lista iba engrosándose sin la menor protesta. Estaba dispuesto a cualquier sacrificio con tal de instalarse como mandan los cánones.

A las nueve y cuarto llegó Juan Monturiol. Era cierto que cuando no lo tenía delante apenas si me acordaba de él, pero en cuanto lo veía se renovaba en mi ánimo el deseo de una aventura. Estaba magnífico con su aspecto de corsario salvaje apaciguado por la civilización. Me miró de manera franca y simpática, por lo que intuí que debía habérsele pasado el cabreo de la última vez. Una luz de esperanza surgió en el horizonte, pero no me dejé deslumbrar. En esta ocasión aceptaría la crueldad de las circunstancias, y si era imposible ligar con aquel hombre por motivos de método, no intentaría ninguna maniobra para cambiar el fatal destino. Al menos, siendo amigos, conseguiría que me hiciera una rebaja en sus honorarios profesionales cuando le llevara al perro para una revisión.

Espanto corrió a su encuentro y le dedicó varias carantoñas a las que Monturiol correspondió de modo experto.

—¿Cómo llevan ustedes el caso? —le preguntó a Garzón.

—Las cosas van adelantadas. Si todo marcha como pensamos, quizás dentro de poco tengamos que hacer otra celebración.

—¿También por partida doble?

—Le ruego que sea discreto delante de las chicas, amigo Monturiol.

Le echaba un par de pelotas, mi colega polizonte: ponía una cara angelical para pedir reserva sobre sus trapicheos amorosos. No me gustó que, frente a mis narices, estuviera gestándose un pacto de silencio entre varones. Sentí una corriente de solidaridad hacia «las chicas» que aún duraba cuando Valentina hizo su aparición. Para mi sorpresa y la consternación de Espanto, se presentó acompañada de su fiera Morgana. En el mismo instante en que mi perrillo la divisó, salió corriendo a toda velocidad para instalarse debajo de un mueble. La temible rotweiler lanzó un par de gruñidos sin decidirse a atacar. No tuvo tiempo de mucho más, su ama le dirigió una orden abrupta en alemán que ella obedeció al instante. Se quedó tumbada, quieta, observando con ganas de bronca mal disimuladas cómo el morro de Espanto asomaba temeroso a ras de suelo.

Valentina estaba rutilante, por primera vez desde que la conocía podía verla con un atuendo de pontifical femenino y no vestida de amazona. Llevaba un traje de gasa vaporosa, verde manzana, que dejaba su musculosa espalda casi al descubierto. Zapatos verdes de tacón. En el cuello, un camafeo con un corazoncito y, engarzados a las orejas, unos grandes pendientes de esmeraldas falsas que completaban su pinta clorofílica de diosa de los bosques. El subinspector se la comía con los ojos mientras la acompañaba a visitar el apartamento. Hice un aparte con él para preguntarle si el corazoncito de Valentina también se abría por la mitad. «Me temo que, para los regalos, no tengo mucha imaginación», respondió en voz muy baja. Hubiera podido matarlo. ¿Cómo se le había ocurrido duplicar aquella pretendida muestra de amor? La verdad es que no comprendía qué pintábamos Monturiol y yo en aquella noche almibarada. Luego, mientras cenábamos, pensé que la explicación estaba en que Garzón se sentía tan contento que necesitaba testigos de su felicidad.

El vino corría por nuestras copas como por un circuito atlético. Mientras, Garzón se dedicaba con un descaro inconmensurable a dar cuenta detallada de la preparación culinaria de los platos. El muy caradura hacía ostentación de sabiduría doméstica frente a su enamorada. A mí aquella estrategia me parecía equivocada, o al menos inútil, ya que a Valentina parecía importarle un pimiento tal hacendosidad. Se dedicaba a comer con apetito, escuchaba al subinspector de refilón y mostraba las maneras autosuficientes de la mujer madura acostumbrada a vivir sola y sacar del fuego sus propias castañas. Impepinablemente, conversó sobre perros con Juan, y nos hizo una glosa de las habilidades aprendidas por Morgana. Era capaz de un montón de cosas: caminaba al lado de su ama sin adelantarse ni rezagarse, la esperaba en la calle mientras Valentina compraba en una tienda, seguía un rastro olfativo por el campo en las peores condiciones atmosféricas y, por mandato explícito, atacaba. Mucho más que yo en lunes. Miré conmiserativamente a Espanto, el cual seguía bajo el sofá, quizás afrentado por tantas virtudes caninas. Incluso Garzón cantaba las excelencias de la perra. Ésta no se daba por aludida y permanecía serena y hierática como galgo en tumba egipcia.

A los postres habían caído varias botellas de vino y el subinspector corrió a cambiar el tercio hacia el cava. Su nevera estaba bien pertrechada de alcoholes, para eso no había tenido necesidad de aleccionarlo. El resultado era que estábamos achispados, Garzón y yo más que eso. Juan Monturiol propuso un brindis: «Por la nueva vida que siempre comporta una nueva casa». Me percaté de la mirada húmeda y profunda con la que Garzón obsequió a Valentina. Hubiera jurado sin embargo que ella no se la devolvió. Aquella frase más bien la transportó hacia sus sueños personales. Levantó la copa hasta la altura de sus ojos festoneados de rímel y dijo: «Brindemos». Luego salió por fin de algún abismo mental y añadió:

—Alguna vez yo también tendré una nueva casa. Estará en el campo, rodeada de árboles y de césped. El jardín contará con una parte trasera para los perros. Voy a dedicarme a la cría, seguramente de rotweilers. Pero no estoy hablando de un gran criadero tipo industrial donde se fabrican perros como churros. El mío sacará pocas carnadas, será un «afijo» selecto, de los que conocen los que entienden. Haré un perfeccionamiento de la raza, vendrán de todas partes a intentar comprar uno de mis ejemplares.

Hubiera jurado que para ella era algo más que un simple proyecto.

—¿Y cuándo ocurrirán esas maravillas? —pregunté.

Salió de la ensoñación, agitó su cabellera rubia extendiendo efluvios de penetrante perfume a jazmín.

—¡Ah, por el momento sólo estoy ahorrando! Como no quiero que el terreno esté muy lejos de Barcelona, los precios son caros. Además, necesito una casa grande y unas buenas instalaciones.

—Para eso va a tener que entrenar muchos perros, Valentina.

Me miró tristemente. Luego, una sonrisa borró la preocupación de su rostro.

—¡El ahorro hace milagros!, y estar convencido de que vas a conseguir lo que te propones, eso también es básico.

—Yo creo que esta mujer conseguirá lo que quiera —soltó Garzón entusiasmado. Ella protestó zalameramente.

—¡Oh, bueno, Fermín, no seas halagador! ¿Es que ni siquiera tienes un poco de música en esta cueva? ¡Podríamos bailar!

Garzón no estaba lo suficientemente bien instalado como para haber previsto aquella petición, pero improvisó una solución de compromiso trayendo un transistor desde su dormitorio. Supuse que ya debía de tenerlo en la pensión, donde lo utilizaría para oír los partidos de fútbol en la soledad de sus tardes dominicales. El sonido de aquella vieja radio era criminal, pero eso no parecía importarles mucho ni a él ni a Valentina. Ambos se enlazaron y empezaron a trotar por la habitación como dos saltamontes locos. Monturiol asistía a la escena francamente divertido, jaleando el follón que los danzantes organizaban. Espanto sacó un poco más la cabeza de su escondite para no perderse nada. Sólo Morgana permanecía impertérrita demostrando que a su mente cuadriculada por las reglas teutónicas, aquello no le afectaba. Quizás yo tampoco supe reaccionar ante el jolgorio, y me limité a sonreír. Al final del baile Garzón estaba fuera de sí por causa del alcohol y el amor e improvisó un numerito. Fingiendo ser un gran perro furioso, empezó a rampar y rugir frente a Valentina. Ella, dispuesta inmediatamente a dar la réplica, se armó con una servilleta a modo de fusta y le propinó varios servilletazos mientras vociferaba confusas voces de mando: «Aughf!, sine grumpen!». El subinspector había perdido el oremus y ladraba como un poseso. Probablemente se trataba de un prejuicio mío, acostumbrada como estaba a su compostura de funcionario démodé, pero el caso es que toda aquella escena me pareció vulgar. Por si aquel jaleo fuera poco, Morgana se unió a la excitación general y empezó a ladrar. Supuse que en aquel momento los vecinos estarían encantados con la llegada del nuevo inquilino. Por fin Valentina hizo callar a su perra con energía.

—¡Dichoso bicho, no nos dejará en paz! ¿Por qué no la depositamos en mi casa y nos largamos a bailar por ahí?

Garzón no escuchó nada más. «¿Bailar, he oído bailar?», repetía compulsivamente mientras se ponía la americana.

—Yo creo que no iré.

—Ni yo —dijo Monturiol.

—¡Oh, vamos, anímense!

—Les alcanzaremos después, prometido.

Se preparaban para salir cuando Garzón cayó en la cuenta y volvió muy preocupado:

—Pero no podemos dejar la mesa en semejante desorden.

—Márchense, por una vez yo la recogeré, Garzón; pero recuerde que me deberá más cosas.

—Juro pagarlas todas.

—¡Estaremos en el Shutton, me encanta ese local! —soltó Valentina poniéndose un chal verde botella.

Salieron disparados, cogidos del brazo y diciéndose frases inconexas como un dúo de sainete. Juan se reía aún.

—¿Dices en serio lo de unirnos a ellos más tarde? —me preguntó.

—¡Naturalmente que no!, como tampoco digo en serio que piense ordenarle estos trastos. Creo que con haber hecho la cena ya ha sido suficiente. Si acaso retiraré los restos de comida de los platos.

—Te ayudaré.

—No, vete a dormir. Piensa que mañana hay que repetir esta hazaña.

—Espero que con Ángela sea más tranquilo.

Me siguió llevando platos sucios. La cocina estaba como si le hubiera caído una bomba encima. Ni siquiera quedaba espacio libre en los mostradores para soltar nuestra carga. Busqué un pequeño hueco y dejé allí los vasos. Al volverme le di un golpe involuntario a Juan.

—Perdona, todo está muy complicado.

No retrocedió. Se quedó allí, parado, impidiéndome el paso. Olí su colonia suave, el perfume imperceptible de su halo, pegado a la ropa. Respiraba pesadamente, yo también. Entornó los ojos y me besó en la nariz, luego en la boca. Aún sostenía varios platos sucios en cada mano, como un acróbata de circo.

—¡Dios, ¿qué haces con eso?!

Se agachó y los dejó en el suelo. Volvimos a besarnos.

—¿Adónde vamos? —dijo él en voz baja.

—Al dormitorio.

—¿Aquí?

—Es un terreno neutral.

—Pero pueden volver.

—No en mucho rato.

Espanto estaba en la puerta, mirándonos. Le di un hueso de cordero para que royera y nos dejara en paz.

La cama de Garzón era de matrimonio y había sido hecha primorosamente, desde luego no para nosotros. Pero ¿qué importaba después de todo?, ¿acaso mi amistad con el subinspector era tan frágil que no pudiera soportar una pequeña suplantación? Al instante dejó de preocuparme lo que pudiera pensar Garzón. Noté el cuerpo desnudo de Juan junto a mí. Aquel cuerpo que había tenido tantas veces delante sin tocarlo, de repente se concretaba en un tacto, un calor, un volumen, una realidad. Me di cuenta de hasta qué punto había estado deseándolo, hasta qué punto anhelaba tener entre mis manos su torso desnudo, quizás el torso desnudo de cualquier hombre.

A la mañana siguiente desperté en mi habitación sola y tranquila, con sensaciones confusas en la mente y nítidas en la piel. Me sentía relajada, feliz de haber podido encontrar una pequeña Suiza donde Juan y yo fuéramos capaces de firmar un armisticio. Había sido fácil después de todo. Sólo esperaba no tener que recurrir a aquel apartamento cada vez que entre nosotros se despertara el deseo. De pronto se me presentó la situación desde otra perspectiva: recordé el estado lamentable en el que habíamos dejado el campo de batalla. Era pasable el desorden de la cocina, pero ¡la cama!, deshecha, mancillada, con los trazos del amor impresos en el abandono… aquello era demasiado. Garzón se quedaría patidifuso al entrar en su dormitorio, quizás incluso me perdiera el respeto como superior. Y ¿de qué modo podía explicarle las especiales circunstancias de diplomacia y acuerdo político que habían determinado el uso de su cama? Sería mucho peor. Había que dejar que concluyera lo más directamente deducible: que Juan y yo habíamos sufrido un arrebato de pasión que no admitía dilaciones. Pensé que me moriría de vergüenza al volver a verlo. Sólo tenía la esperanza de que su caballerosidad le impidiera hacer cualquier comentario, por más tangencial que fuera, o que al llegar a su casa de vuelta aquella noche, estuviera completamente borracho.

Desayuné y me fui a comisaría. Poca gente en domingo, tanto mejor. Sobre mi mesa había dos informes negativos de las sendas vigilancias a las que teníamos sometidas la peluquería y la oficina de Rescat Dog. Tenía también los trabajos que había encargado al departamento de informática sobre perros desaparecidos. Los observé con atención, eran impecables. Por un lado habían elaborado una lista ordenada y única con todas las que les proporcioné. Aparecía clara y fácilmente consultable. En una gran hoja adjunta estaba el plano, un sintético mapa de Barcelona en el que habían sido representados por un minúsculo fémur rojo todos los domicilios en los que constaba un perro desaparecido. Me cautivó la idea del hueso, demostraba un humor poco usual en las dependencias policiales. Visto el conjunto en una primera ojeada, los puntitos rojos se hallaban muy diseminados por toda la geografía de la ciudad. Había una mayor concentración en los barrios ricos, lo cual no era sorprendente tratándose de perros de raza. Me fijé con detenimiento en la zona de San Gervasio, en los aledaños de Bel Can. Sí, quizás existía una profusión de fémures, pero no resultaba especialmente significativa, había otros lugares con la misma densidad. La suposición más lógica me llevaba a pensar que aquel negocio estaba montado en cadena. El centro neurálgico era sin duda Rescat Dog, pero Bel Can no podía constituir el único seleccionador de perros; eso hubiera sido sospechoso y poco rentable. Si todos los perros desaparecidos fueran clientes de la peluquería, hasta los propios dueños hubieran podido atar cabos. Aquello debía de estar organizado a lo grande, un asunto lo suficientemente lucrativo como para llegar a matar a un hombre si algo se salía de los cauces previstos. Con toda probabilidad Lucena tampoco era el único ladrón de perros en plantilla, debía de haber más. Una estructura importante cuya cabeza visible estaba huida. Esperaba que la orden de busca y captura que habíamos lanzado contra Puig diera pronto resultados. Tenía razones para creer que no andaba muy lejos. Su montaje era demasiado próspero como para que no estuviera al acecho, esperando ver cómo se desarrollaban las cosas, o intentando pasar cuentas con sus socios de modo más pausado… Por muy saneados que hubieran sido sus ingresos hasta el momento, no podían darle como para instalarse de por vida en Brasil. Estaba aquí, cerca de nosotros, dejando pasar el tiempo escondido en algún sitio seguro. Teníamos que hacerlo aflorar por sí mismo, como un hongo tras la lluvia. Quizás él solo cometiera algún error, de lo contrario, habría que forzar la máquina para que así fuera. Pero todo aquello era necesario sacarlo a la luz con pruebas, hacer que las piezas encajaran en los espacios vacíos. Volví a mirar el gracioso símbolo. Barrios elegantes llenos de huesecillos rojos. Siempre sería así, ladrones, estafadores, timadores… todos aguardando los puntos débiles de los ricos: su gusto por las joyas de diseño, por los cuadros de firma, por los perros de raza. Sabían sin duda del gran apego que los pudientes toman a sus queridas mascotas. Con seguridad cualquiera de aquellos perros por los que se pagó rescate, había sido cuantitativamente más amado que Lucena. ¿Lo pensaría él alguna vez?, ¿tendría esa idea en la cabeza cuando guardó cuidadosamente todo aquel dinero en el zulo de la cocina?, ¿se sentía compensado de las miserias de su vida?, ¿acaso Lucena había pensado o sentido alguna vez? Sí, su perro lo demostraba. Espanto era un animal sensible, incluso reflexivo, y de tal perro tal amo. Sin duda Lucena, alguna vez, se había encontrado triste y solo, despojado de familia, de nombre, de documentos. Alguna vez se habría percibido a sí mismo como un residuo de la sociedad boyante que existía a su lado. Pero en fin, así era todo, siempre quedarían en el mundo materiales sobrantes, desechos, restos, como esos montones de cascote que se recogen, inservibles, al concluir una obra de albañilería. Yo no podía hacer nada para que eso cambiara, pero sí debía descubrir a su asesino, aunque sólo fuera para demostrar que un resto humano vale algo más que un poco de cal y arena. Tras aquellos pensamientos tan ponderables, decidí irme a casa y prepararme cualquier cosa ligera para comer.

Por la tarde salí pronto en coche. Pasé por delante del consultorio de Juan Monturiol. Juntos habíamos pasado un rato estupendo. Todo estaba saliendo bien, quizás por fin podría tener a alguien para quien follar no fuera incompatible con la amistad. En espera de que las cosas siguieran por buen camino me encaminé hacia mi segunda y última clase de cocina. En el coche volvieron a asaltarme los recuerdos perturbadores de la cama deshecha. La reacción del subinspector al verme sería básica para determinar mi buen o mal humor el resto de la noche. Pero no hubo problema, Garzón abrió precipitadamente la puerta y salió corriendo hacia el interior del apartamento casi sin saludar. «¡Tengo algo en el fuego!», gritó por todo recibimiento. Espanto fue tras él lleno de curiosidad. Yo preferí aprovechar la confusión para lanzar una mirada subrepticia al apartamento. Todo estaba en perfecto orden, lo había limpiado a conciencia. En un rasgo bastante infantil, atisbé a través de la puerta del dormitorio. La cama lucía impoluta. Nada hacía pensar en el pequeño préstamo no solicitado.

Más tranquila, acudí a comprobar qué sucedía en la cocina. Espanto, sentado en el suelo y estirando el cuello cuanto podía, no se perdía ni un detalle del caos en el que el subinspector estaba sumido. En el fuego cocía, o sería mejor decir fraguaba, un amasijo pardusco compuesto casi en su totalidad por tupidos grumos. Alrededor de la sartén había regueros de harina y otras tantas salpicaduras de leche.

—Observo, por los síntomas del desastre, que ha pretendido hacer una bechamel.

—¡Joder, Petra, no me hable! ¡En menudo berenjenal me he metido!

Estaba despeinado, sudoroso, congestionado.

—He querido sorprenderla y compré esta mañana unos canelones ya preparados. Sólo hacía falta añadirles la bechamel, así que fui a una librería a buscar algún libro de cocina. Pues bueno, he seguido las instrucciones de la receta escrupulosamente y mire qué cristo he montado. ¡Nunca más volveré a hacerle caso cuando me diga que lo doméstico es fácil!

—¡Déjeme a mí! ¡Ayúdeme a tirar todo esto a la basura!

Entre los dos reorganizamos los espacios de trabajo. Puse de nuevo la sartén en el fuego, coloqué un buen pedazo de mantequilla encima.

—¿No decía el libro que debe calentarse la leche previamente?

—¡Y yo qué coño sé! Ese maldito libro tiene un lenguaje más complicado que el de los abogados. Le he echado un vistazo y no entiendo nada: baño María, rehogar, punto de nieve, sofreír, salpimentar… ¿por qué no utilizan palabras sencillas?

Negué varias veces con la cabeza mientras deshacía la harina.

—No, no es culpa del vocabulario, Fermín, lo que ocurre es que usted piensa inconscientemente que nunca aprenderá esas cosas. Es más, en el fondo de su corazón, cree que son una mariconada y que no tiene por qué esforzarse mientras haya mujeres que sepan hacerlas.

—¡Vaya, lo que me faltaba es justo una filípica feminista!

—Piense lo que le digo, piénselo.

Se puso a rezongar por lo bajo de malas pulgas, aún no recuperado de su estrés culinario.

—No se enfade conmigo, Fermín, yo sólo he venido a ayudarle. Por cierto, le he traído algo que le gustará.

—¿Otro libro de cocina?

—No, las listas y el mapa informático de los perros desaparecidos. Los dejé en el recibidor.

—Voy a echarles una ojeada.

—¡Ah, no, ni pensarlo!, usted se queda aquí viéndome preparar la bechamel.

—¡Cómo le gusta mandar!

Me eché a reír. Aparté la sartén del fuego para poder mirarlo a la cara.

—¿De veras piensa eso, que me gusta mandar?

—No, no, inspectora, yo no pretendía decir…

—Olvide los formulismos, Fermín, dígame la verdad. ¿Cree que me gusta mandar?

—Sí —musitó.

—Es curioso —dije—, puede que lleve razón, y sin embargo, es algo de lo que no soy consciente.

—Oiga, la bechamel se está poniendo grumosa otra vez.

—No se preocupe, ahora la remontamos. Venga, lo hará usted. —Me puse tras él y le dije cómo debía ir dándole vueltas a la masa. Después de algunos movimientos inexpertos dio con el quid de la sencilla maniobra y empezó a ejecutarla con brío.

—Lo hace muy bien.

—No, si al final…

Una hora más tarde habíamos acabado con los preparativos de la condenada cena. Sentados, con un whisky en la mano, ojeábamos los informes del ordenador. Esperé su dictamen.

—¿Qué le parece?

—No sé qué pensar, hay perros robados por todas partes. La zona de San Gervasio no llama especialmente la atención. Estos tipos debían de estar extendidos por toda la ciudad.

—Esa misma ha sido mi conclusión.

—Por eso Lucena tenía tanto dinero acumulado en su casa.

—Lo único que me extraña es que no hubiera contabilizado esas sumas en otra de sus libretas.

—Quizás si esa libreta existía, se la quitaran al atacarlo.

—Eso es lo que decimos siempre al llegar a este punto.

—Pues si lo decimos siempre, será porque es así.

Encendí un cigarrillo asintiendo sin convicción.

—Creo que ya le hemos dado suficiente tiempo a Pavía. El lunes a primera hora quiero tener lista una orden de registro para Bel Can. Les incautaremos la contabilidad, y que la revisen nuestros expertos.

—Entendido, inspectora. ¡Coño!

—¿Qué pasa?

—Que son las nueve menos veinte y a las nueve llega Ángela. Voy a cambiarme de ropa y a afeitarme otra vez.

—Está bien así.

—¡Ah, no!, no para Ángela, quizás para Valentina… pero con Ángela todo tiene que ser perfecto.

No supe cómo interpretar aquella afirmación. ¿Iba Ángela adelantada en la carrera por el corazón de mi compañero, o ganaba Valentina? ¿La necesidad de autoexigencia que le imponía la librera era algo positivo para el subinspector, o prefería la despreocupación junto a Valentina que le hacía sentirse más libre? Preguntas de amor. No hubiera deseado estar en la piel de Garzón ni muerta. Amor: elecciones, decisiones, incertidumbre, inseguridad, culpabilidad, dolor… ¡En feliz momento había dejado atrás todo aquello! Levanté la copa en solitario y brindé por mi conflictivo pasado sentimental y por mi pacífico presente erótico.

—¡Por ti, Espanto, único y fiel compañero de mi corazón!

Espanto no estaba para simbolismos grandilocuentes y bostezó sin demostrar el menor interés. Bebí. Desde el lavabo me llegaba el sonido de la maquinilla eléctrica de Garzón. Sin las insistentes dudas y preguntas mentales sobre el caso de los perros, aquél hubiera sido un momento de calma total.

A las nueve en punto se presentó Ángela acompañada de Nelly. La voluminosa perra se acercó a Espanto y ambos se olieron y estudiaron. Luego movieron el rabo, no había que temer ningún altercado. Ángela estaba guapa, más que eso, estaba bellísima. Un sencillo vestido negro con amplio cuello blanco enmarcaba la serenidad de su rostro. El pelo recogido en la nuca dejaba ver la grisura plateada de las sienes, Sobre el escote le caía el infamante colgante de Garzón, idéntico al de Valentina. Lo odié por eso. Miré a nuestros perros.

Espanto se lleva muy bien con tu perra, a ella no le tiene miedo como a… —rectifiqué sobre la marcha— como a los otros perros grandes.

¿Es posible meter la pata justo cuando deseas fervientemente no hacerlo? Ella me miró con amargura y dijo:

—Los perros de defensa intimidan mucho, sobre todo en un pequeño apartamento como éste.

¡Dios, lo sabía, sabía que Valentina había estado allí con su rotweiler, o al menos lo sospechaba! Sólo esperaba que al menos no se lo hubiera contado el bestia de Garzón quedándose después tan fresco. Me invadió una nueva corriente de solidaridad hacia la librera, y cuando entró mi colega, repeinado y pimpante como un niño a la hora de la merienda, le hubiera estallado el vaso de whisky en el cráneo.

—¡Ya era hora, Garzón! Ángela hace un buen rato que está aquí.

Me miró sin entender nada, se acercó a la dama y, en el mejor estilo versallesco, le cogió la mano y se la besó brevemente. Ella sonrió, pareció relajarse.

Dos minutos más tarde llegó Juan Monturiol. El subinspector lo recibió con cordiales golpeteos en los omóplatos y comentarios jocosos sobre la necesidad táctica de contar con otro hombre en la reunión. No me hizo ninguna gracia. Afortunadamente la visión del hermosísimo veterinario logró devolverme la benevolencia. ¿Cómo podían exhibirse aquellos ojazos verdes y aparentar normalidad? Me embargó un sentimiento de orgullo por ser la depositaria pasajera de semejante belleza.

Fue una velada agradable, de conversación moderada y fluida como siempre que Ángela se encontraba entre nosotros; pero, a pesar de las buenas formas, flotaba en el ambiente un cierto enrarecimiento. La librera lanzaba de vez en cuando alguna puya dirigida al subinspector en forma de alusión al futuro incierto, a la soledad o a la incapacidad de los hombres para comprender el corazón femenino. En esos momentos Juan bajaba los ojos sintiéndose cómplice, yo descargaba un pensamiento iracundo contra Garzón y Ángela se mostraba triste. El único que parecía seguir tan campante era el propio Garzón, que las encajaba sin darse públicamente por enterado. ¡Joder con el poli provinciano, no sé cómo no me había dado cuenta antes de que era un sátrapa, un rompecorazones, un casanova! Sin duda había desarrollado la tendencia al exceso que muestran las personas largamente privadas de algo. Ayunadores habituales que de pronto sucumben a la gula más extrema, puritanos convertidos sin transición en ciudadanos de Sodoma. Mal asunto para él, mal asunto para todos.

Tras los postres nos sentamos a tomar una copa en el sofá y el malestar difuso que había capeado sobre toda la cena se concretó en algunos carraspeos innecesarios. Ángela decidió romper el silencio.

—¿Cómo va el asunto de los perros?

—¡En pleno meollo! —respondió Garzón.

Yo lo miré con severo escepticismo y rectifiqué.

—Digamos únicamente que no está parado. Acaban de pasarme una estadística completa y un mapa hecho por ordenador donde se indica la localización de los perros desaparecidos.

—¡Qué curioso! ¿Crees que podría verla?

Garzón fue a traérsela y ella se quedó mirándola con interés.

—Parece que los perros se han convertido en protagonistas de buenos negocios turbios —comentó.

—Como todo lo que se compra y se vende.

Garzón se había levantado y volvió al instante portando la radio. Pedí a Dios que no se organizara una nueva sesión de baile. Dios me escuchó, porque mi compañero buscó una música suave y volvió a sentarse. Miró soñadoramente a Ángela, que seguía absorta en la lista. De pronto ésta levantó los ojos y se dirigió a Juan Monturiol.

—¿Has visto qué curioso? Mira las razas: snauzer gigante, pastor alemán, pastor de Brie, rotweiler, bóxer, dóberman…

—Sí, todos son perros de defensa.

—Son las razas que más se repiten en la lista, con gran diferencia sobre las de guarda, caza o compañía.

Dejé mi copa sobre la mesa, me incorporé en el asiento.

—¿Cómo interpretas eso, Ángela?

Agitó la cabeza de un lado a otro, algo azarada.

—No sé, no pretendía dar ninguna interpretación, sólo me resultó llamativo.

—¿Es más caro un perro de defensa, más vendible quizás?

Ambos expertos caninos intercambiaron una interrogación con la mirada.

—Puede ser, ahora están de moda.

—¿Le das algún significado a eso? —volví a preguntarle. Se aturulló como una niña a la que exigen demasiadas explicaciones tras una ocurrencia.

—¡Sólo hablaba por hablar!

—Lo sé, pero después de tu brillante intervención en lo de la peluquería canina…

Se rió, halagada, lanzando miradas coquetas a Garzón. Él no parecía interesado en el asunto de los perros; cuando estaba en compañía de sus «chicas» el trabajo le venía grande. Probablemente pasaba por un proceso de dejación de sus responsabilidades y yo me daba cuenta. Poco podía hacer sin embargo; no era por lo visto el momento idóneo para la pasión investigadora. Quizás era yo misma quien extendía en exceso el deber hacia mi vida personal; de hecho ni siquiera me había percatado de que la velada estaba agotándose, y de que Monturiol me miraba con ojos inquisitivos. Sí, se imponía una retirada, Ángela y Garzón estaban ausentes y acaramelados. Nos despidieron en la puerta entre agradecimientos y promesas de volver a vernos pronto.

Juan y yo caminamos por la calle oscura hasta el coche. Espanto nos seguía.

—Todo es extraño, ¿verdad? —le dije a Monturiol. Me observó sin entenderme—. Quiero decir mi relación con el subinspector, sus amoríos con Ángela y Valentina, nuestro propio ligue.

Dio un respingo al oír eso.

—¿Te molesta la palabra «ligue»?, podemos llamarlo de cualquier otra manera: enganche, flirt, flechazo…

—Preferiría dejarlo sin nombre.

Comprendí que podíamos volver a caer en dificultades pasadas. Lo cogí por un brazo vapuleándolo un poco.

—Tienes razón, las palabras todo lo matan. ¿Adónde vamos, a tu casa o a la mía?

—Donde tú quieras.

—Me es indiferente.

Sonrió y sonreí. Una batalla evitada. En el fondo era agradable dejarse la armadura olvidada de vez en cuando.