5

El lunes siguiente mi humor no había mejorado. Seguía con la inefable y correosa sensación de haber estado perdiendo el tiempo. Nada habíamos sacado en claro visitando aquellos laboratorios. Las contabilidades eran perfectas, todo estaba asentado, todo cuadraba. Ni el menor indicio hacía sospechar que hubieran estado comerciando con perros callejeros. ¡Perros callejeros!, ¡era para partirse de risa, aquellos gigantes económicos, asépticos y eficientes, dedicándose a tratar con un pelagatos como Lucena!, ¿o sería mejor decir pelaperros? Hacía falta ser gilipollas para haber seguido tal intuición.

Cogí las libretas de cuentas de Lucena Pastor. Abrí la segunda, la hojeé: Lili: 40.000, Bony: 60.000… ¿Quién había estado pagándole a Lucena semejantes cantidades?, ¿quién estaba dispuesto a adquirir perros callejeros a aquel precio, y para qué? Porque aquellos nombres seguían correspondiendo a perros como los de la primera libreta, o ¿acaso ya no lo eran? Había conseguido no estar segura de nada. No habíamos estado avanzando en la dirección correcta, en algún punto hubo un error que nos había desviado, ¿dónde? Presa de un arrebato bastante estúpido tiré la libreta contra la pared. El subinspector se quedó tieso.

—¿Qué hace, Petra?, va a cargarse las pruebas.

—¿Sabe cuántos asesinatos quedan sin resolver en España?

—No.

—¡Un huevo, créame, un huevo! Y casi todos son de gente como Lucena, marginados, prostitutas, mendigos, gente sin nombre, sin familia, sin amigos.

—¿Y…?

—¡Pues que me jode!, me jode que sean esas escorias las que desaparezcan sin nadie que les haga justicia. Siempre lo pensé cuando leía esos datos en el servicio de documentación, y ahora que puedo hacer algo…

—¿Ahora qué?

—¡Coño, Garzón, parece usted tonto!, que ahora estoy oliéndomelo, el nuestro va a ser otro caso para la estadística de los «sin final».

—No lo creo.

—¿No lo cree?, ¡será por los magníficos progresos que hacemos!

El subinspector me miró con cierta ternura. Recogió la libreta del suelo. Sonrió.

—Tranquilícese, Petra, lo resolveremos, ya verá cómo lo resolvemos. Tenga paciencia, no se tomó Zamora en una hora, ni Badajoz en dos, ni Avilés en tres.

Abrió la libreta y hundió la nariz en ella. Yo me eché a reír.

—Lo siento, Fermín, discúlpeme. Ha sido una salida de tono bastante ridícula.

Hizo un gesto borrando el aire con la mano, sin levantar la vista del papel. Luego empezó a hablar muy despacio.

—Y digo yo que… digo yo que si sumamos todas las cantidades que están escritas aquí, pues… más o menos cuarenta páginas, a un promedio de dos asientos de treinta, cincuenta o sesenta mil pesetas por página…, pues eso da un total de… unos tres millones de pesetas.

—¿Qué quiere decir?

—Quiero decir que, suponiendo que la contabilidad correspondiera a un año, eso significa que Lucena tenía un buen montón de dinero para gastar.

—Sí, lo tenía, recuerde que llevaba una cadena muy cara.

—Bien, de acuerdo, supongamos que esa cadena le hubiera costado trescientas o cuatrocientas mil pesetas, es algo comprobable. Se trata de un capricho que se permitió; pero, aparte de eso, ese tipo llevaba una vida miserable. Vivía en un piso asqueroso, frecuentaba garitos como el bar Las Fuentes. No parece que fuera drogadicto, de modo que ¿dónde está ese dinero? La contabilidad prueba que era metódico, ¿no habrá ido guardando la pasta en alguna parte? No había indicios de robo en su casa.

—¿Habla usted de una cuenta bancaria?

—¡Vamos, inspectora, está perdiendo facultades!, un tío que no tiene un solo documento, que no firma un contrato de arrendamiento, que se hace llamar por apodos… ¿se lo imagina abriendo una imposición a plazo fijo? Lo que quiero decir es que debe de tenerlo escondido en alguna parte.

Una nube se disipó en mi cerebro.

—En un sitio seguro —dije.

—En un sitio seguro —repitió él.

—Subinspector, buscar huellas es demasiado sutil, creo que tendremos que hacer un registro más profundo. Usted sabrá cómo se organizan esas cosas, pida un equipo que pueda efectuar un registro absoluto y mándelo a casa de Lucena.

A Garzón le brillaban los ojos.

—A la orden, jefa.

—Ha tenido usted una idea valiosa, Fermín. Si tiene oculto el dinero en algún lugar, es posible que allí encontremos más cosas, papeles, facturas… ¡pistas, querido amigo, pistas! Sí, ha tenido usted una idea genial.

—No se haga ahora demasiadas ilusiones, Petra, igual descubrimos que ese cabrón se gastaba todo en putas.

—Sabré afrontarlo.

—¿Y qué hacemos con los laboratorios?

—De momento, olvídelos.

Cuando salíamos de comisaría nos aguardaba una sorpresa: en ese instante estaba preguntando por el subinspector Ángela Chamorro. Vino hacia nosotros y nos habló con su característica amabilidad. Se interesó por mi salud y, ante mi total asombro, preguntó a Garzón por su resaca.

—Yo creo que nos sentó mal la copa que tomamos después de cenar —dijo muy convencida.

Garzón cabeceaba echando pelotas fuera. Aquello era mucho más de lo que yo hubiera podido llegar a imaginar. Aquel donjuán emboscado, aquel panzudo barbazul estaba saliendo con Ángela al tiempo que lo hacía con Valentina. Lo miré significativamente y él puso cara de párvulo.

—Pasaba por aquí y de pronto he recordado que mañana es mi cumpleaños. ¡No, no me feliciten, es tan terrible que no quiero ni pensarlo! Sólo podré resignarme a ser un poco más vieja si estoy bien acompañada. ¿Les gustaría cenar en mi casa? Así me ayudarán a pasar el mal trago.

Aceptamos entre risas y frases cariñosas.

—Doy por descontado que, si lo desea, puede venir acompañada, Petra.

—Sí, es posible que lleve a un amigo.

Era posible que intentara llevarlo, aunque lo probable sería que Monturiol me enviara al carajo después de mi último desplante. Quizás si se lo propusiera en medio de una romántica música ambiental… La librera se despidió alegremente. Me volví hacia Garzón.

—Sí que es una casualidad que Ángela pasara por aquí, ¿verdad, Fermín? Y eso que yo no creo en las casualidades.

—¿Por qué desconfiar de la casualidad? A veces las cosas suceden así, cuando menos las esperas.

—Como por ejemplo un flechazo, ¿no es cierto, Garzón?

Hizo como que no me había oído.

—¡O dos flechazos!

Se mostró mucho más sordo aún.

El equipo que nos enviaron para el registro profundo me pareció un poco descorazonador. Un joven con maletín y otro sin nada. Me había hecho otra idea, quizás algo más tecnológico. Sin embargo, no hice ningún comentario ni demostré mi frustración. El subinspector estaba excitado, convencido de que allí encontraríamos un filón de tesoros. Entró en el antro de Lucena con el mismo espíritu que Carter en la tumba de Tutankamón. Todo estaba tal y como lo habíamos dejado la última vez, sólo que con más polvo.

El perito abrió su maletín y sacó varias macitas hechas con diferentes materiales: plástico, madera, hierro… Se quitó la americana, escogió una de las mazas y empezó a golpear el suelo centímetro a centímetro. Garzón le seguía con expectación, pegándose tanto a él como un viajero de metro en hora punta. Al cabo de un rato el joven, mostrando cierta impaciencia, le dijo: «Esto puede ir para largo». Mi compañero se alejó, algo mohíno, y vino a sentarse junto a mí en el sofá desvencijado. Nos dedicamos a hojear las viejas revistas de Lucena. El otro policía miraba tranquilamente por la ventana, acostumbrado a esperar. Al final se sentó en una silla, quedándose dormido.

Pasaron muchas horas, siempre despacio. Viendo las evoluciones del especialista, comprendí que buscaba oquedades utilizando mazas diferentes según fuera el material golpeado: paredes, suelo, azulejos e incluso marcos de las puertas.

Garzón, algo aburrido tras el entusiasmo inaugural, inició una conversación preguntando:

—¿Piensa comprar algo para el cumpleaños de Ángela?

—He encargado un ramo de rosas blancas.

Quedó en un silencio preocupado.

—Es una buena solución. Yo no sé qué regalarle, de verdad.

—Regálele una caja de bombones.

—Es muy impersonal.

—Un libro de poemas.

—Demasiado poco.

Medité un momento.

—Cómprele un bonito perro de peluche.

—¡Vamos, Petra!, estoy hablando en serio.

—¡Y yo también!, es un detalle simpático.

—No sé… quizás… pero me parece un regalo muy pobre para alguien que tiene la amabilidad de invitarte a su casa. Le aseguro que ya estoy harto de no tener casa propia en la que poder reunir a mis amigos. Estoy prácticamente decidido a seguir su consejo, voy a dejar la pensión y a alquilar un apartamento.

Me incorporé, abrí los ojos cuanto pude.

—¿Seguir mi consejo?, ¡qué desfachatez! Hace dos años que vengo dándole la murga con eso y justo ahora se le ocurre seguir mi consejo. Confiese sus auténticas razones, Fermín, tenga coraje, lo que ocurre es que le apetece tener su propio piso porque se ha enamorado.

El subinspector, alarmado, miró al policía para corroborar que no estaba escuchándonos. Luego intentó disimular una sonrisa satisfecha que afloraba en sus labios y, azarado como un colegial, declaró en voz baja:

—Pues sí, la verdad, me he enamorado. Lo malo es que no sé aún de cuál de las dos.

—¿Dos?

—Me ha entendido perfectamente, las dos son Ángela Chamorro y Valentina Cortés. He estado viéndolas casi a diario en las últimas semanas.

—Pero eso es terrible, Garzón. ¡Y en un espacio de tiempo tan corto!

—No sé qué tiene de terrible.

El policía despertó, y nos informó de que iba a tomarse un quinto al bar de la esquina. Quedamos en silencio hasta que hubo desaparecido.

—Pues es terrible, simplemente, la gente no anda por ahí enamorándose de dos en dos.

—A mí me parece lo mejor que me ha sucedido nunca. Mire, por de pronto me he enamorado, luego ya veremos de quién. Le aseguro que estar enamorado es algo estupendo, toda una experiencia.

—Sí, eso tengo entendido.

—Me despierto a media noche y pienso: «No quisiera morirme ahora porque mañana voy a verlas de nuevo». Cuento los minutos hasta que llega el momento de las citas, me distraigo con cualquier cosa… ¡le juro que hasta como menos!

—Ése sí es un síntoma serio en usted.

—Ya sé que le parezco ridículo, Petra, y se lo parezco porque lo soy. ¿Adónde va un policía viudo, viejo y feo como yo metiéndose en historias de amor? Pero le aseguro que nunca, nunca en mi vida me había pasado algo semejante. Cuando me casé con mi difunta esposa lo hice porque había llegado el momento después de un montón de años de noviazgo. Nunca hubo coqueteos, ni palabras apasionadas… en fin, no quisiera decir tonterías. ¿Sabe qué pienso, Petra?, que si siento lo que siento es porque, aunque cueste creerlo, a esas dos mujeres les gusto. ¡Les gusto a las dos!

Miré conmovida sus ojos de pescado demasiado hervido.

—Querido Fermín, ¿y por qué no habría de gustarles? Es usted un hombre atractivo, bondadoso, divertido, honrado. Usted podría ligarse a Miss Universo si se lo propusiera, quizás incluso sin proponérselo. Una pasadita por delante de la encartada con uno de sus elegantes trajes, una atusadilla de bigote…

Reía como un niño, liberado de cualquier gravedad cotidiana, encantado con aquella brisa nueva que soplaba en su rostro curtido.

—¡Ah, pero no diga más, inspectora!, si usted por fin se decidiera, le aseguro que siempre será la primera en mi…

La voz del perito nos devolvió con sobresalto a una realidad de la que casi nos habíamos olvidado.

—¡Vengan, por favor, creo que he encontrado algo!

Estaba acuclillado en el suelo de la cocina. Había retirado la mugrienta nevera y golpeaba con cuidado en las losetas del suelo.

—¿Oyen? Aquí suena a hueco. Podría ser un escondite interesante. ¿Dónde está Eugenio? —preguntó.

—¿Eugenio?

—Mi compañero.

—Ha ido a tomarse un quinto —dijo Garzón.

—¿Un quinto?, ¡será más bien un sexto, o un octavo! ¡Siempre me hace lo mismo!, cuando lo necesito resulta que se ha largado a trasegar cerveza.

El subinspector corrió a buscarlo. Mientras, yo observaba con enorme curiosidad cómo el experto sacaba un grueso rotulador de su maletín. Delimitó un par de baldosas y se puso a martillear. Metió un destornillador en una de las juntas y ésta cedió. Quedó al descubierto un pequeño agujero como de cinco centímetros de diámetro. En ese momento llegó Garzón con el policía. Se quedaron mirando el orificio sin preguntar nada. El perito se hizo con un largo cable metálico, lo metió y lo hizo descender.

—Sí… —dijo—, creo que lo hemos localizado, aquí dentro hay algo. Adelante, inspectora, lo que queda ya es cosa de ustedes.

Me calcé el fino guante de vinilo que me alargaba. Metí la mano en el agujero. Hacerlo me produjo una sensación fóbica. Se me representaron serpientes enroscadas, los rasgos de un decapitado. Lo que toqué, sin embargo, era inequívocamente plástico blando. El frufrú que llegó hasta nuestros oídos parecía también propio de ese material. Agarré el volumen que yacía en la oscuridad y lo saqué. Se trataba de una bolsa de basura. La abrí. Estaba llena de dinero, un buen montón de billetes de cinco mil pesetas. Me rodearon las exclamaciones del pequeño grupo. Repetí la misma maniobra, cinco veces, y otras tantas bolsas con idéntico contenido fueron saliendo. Me cercioré de que no hubiera nada más, y no lo había. Ni facturas, ni notas, ni libretas. Nada excepto dinero.

—¡Vaya!, se diría que han encontrado una buena pista —dijo el experto soltando un silbido.

—No lo crea —contesté—. Esto no hace sino liar más las cosas.

El inspector Sangüesa nos informó horas más tarde sobre el hallazgo. Ocho millones de pesetas, todo en billetes usados de diferentes valores. Dinero de curso legal, sin indicios de falsificación, sin marcas, sin detalles. De aquellos ocho millones de pesetas sólo podíamos deducir que eran ocho millones de pesetas, ocho misteriosos millones.

—Esta pasta no la ganó Lucena cazando perros callejeros —dijo Garzón.

—Puede apostar a que no.

—A lo mejor hemos encontrado el móvil del crimen.

—No esté tan seguro. Si el objetivo era el dinero, hubiéramos encontrado la casa vuelta del revés. Los muebles volcados, las paredes agujereadas.

—¿Quiere decir que el asesino de Lucena no sabía nada de ese dinero?

—Aunque lo supiera, aunque se tratara de uno de sus compinches, sus motivos no pasaban por apropiarse de él.

—¡Joder, inspectora, estoy hecho un lío!

Encendí un cigarrillo fumándomelo casi entero de una calada.

—Usted tuvo la idea de que el dinero estaba escondido y acertó. Pero tres millones era lo máximo que podíamos haber encontrado aquí según la libreta número dos. ¿De dónde sale el resto de pasta? O bien Lucena se la escaqueó a alguien y por eso lo mataron, o bien la contabilidad que tenemos es incompleta, faltan cuentas que alguien ha hecho desaparecer por alguna razón.

—¿Y por qué guardaba tanto dinero y no lo gastaba en vivir un poco mejor? —preguntó Garzón.

—¡Vaya usted a saber! Podía ser un tío muy prudente que no quería levantar sospechas haciendo ostentaciones, o uno de esos miserables a quienes encuentran muertos en sus chabolas mientras esconden fortunas en el colchón.

—¡Esto es un embrollo de la hostia!

—Ninguna otra frase definiría mejor la situación.

—¿Y ahora seguimos con los perros?

—Así es, aunque quizás deberíamos pasarnos a los caballos y probar suerte.

—O a las vacas —dijo Garzón, y soltó una risotada tonta que era resumen de su desconcierto.

El subinspector hizo por fin caso de mi asesoramiento y le llevó a Ángela Chamorro un perrito de peluche como regalo. Completó la sugerencia por su cuenta poniéndole al muñeco, alrededor del cuello, una cadenita de oro de la que iba prendido un corazón. Me enseñó con emoción el intríngulis del obsequio. El pequeño corazón se abría por la mitad y en su secreto interior podía verse, perfectamente encastrada, una fotografía del subinspector de tamaño carnet. Me quedé turulata, pero reencontré la agilidad mental justa para decirle a mi compañero que era bonito.

Juan Monturiol, que había accedido a ir a la cena quién sabe con qué intenciones, se presentó a su vez con dos soberbias botellas de champán francés. Estos presentes, unidos a mis rosas, hicieron que la homenajeada nos recibiera con todo tipo de gorjeos de agradecimiento y felicidad. Se encasquetó el camafeo, enjaretó una rosa en el ojal de su blusa de seda y brindó con una copa de Möet et Chandon.

Ángela vivía en el barrio de Las Corts, en un precioso apartamento dúplex lleno de glamour que ella se había encargado de hacer cálido y agradable. Las paredes del salón estaban llenas de libros y sonaba una suave música de Mozart en el ambiente. El cuadro acogedor se completaba con una mesa exquisitamente dispuesta que esperaba a los comensales en un rincón. Nelly, la perra, nos dio la bienvenida con sus maneras despaciosas y filosóficas. Luego fue a colocarse junto a su ama. Tenía un cuidado pelaje beige y blanco que coordinaba con el discreto atuendo de Ángela. El aforismo «dueño y perro acaban pareciéndose» se me antojó una realidad.

Hacía mucho que librera y veterinario no se habían visto, de modo que tenían cosas de qué hablar. El tema era, por supuesto, canino. Se extendieron durante el aperitivo sobre las cualidades miríficas de los canes autóctonos, en contraposición al increíble esnobismo que había llenado España de razas nórdicas, por completo inadecuadas para nuestro clima y mentalidad. Garzón y yo escuchábamos con el recogimiento de los neófitos.

El primer plato, una deliciosa crema de puerros con trufa, vino subrayado por los comentarios que suscitó un plan oficial de la Protectora de Animales para la creación de mascotas hospitalarias. La teoría de Ángela era muy interesante. Sostenía que los pequeños perros y gatos, en manos de enfermos y viejos, significaban una vuelta a la sensualidad de personas que hacía tiempo la habían perdido. Tocar las pieles cálidas, los morros húmedos, sentir la palpitación de los corazones, devolvía a los maltratados cuerpos humanos un soplo básico de vida. Por otra parte, el observar a las mascotas, darles de comer, reír sus gracias y ver sus reacciones lograba que las mentes de estos individuos, habitualmente encerrados en sí mismos, se volcaran hacia el exterior y dejaran de estar ensimismadas en sus propios sufrimientos.

Ambos expertos guardaron sus teorías más profundas para el plato principal, un suculento besugo horneado con cebolletas y laminillas de patata al que ni siquiera un Garzón tocado de mal de amores pudo resistirse. Ahí, la conversación ascendió hasta tocar una auténtica mística perruna. No sólo Ángela, sino también Juan, postulaban que en el perro se halla el alter ego oculto del dueño. Todas aquellas virtudes a las que aspiramos de modo natural: bondad, nobleza, humildad, están presentes en el perro; pero, al mismo tiempo, en él se proyectan a menudo los aspectos más inconfesados de nuestra personalidad: crueldad, desidia, rapacidad… Sin embargo, por encima de todos estos desdoblamientos, existe siempre un extraño toque en el perro que no proviene del interior de su amo. Ángela se olvidaba de comer cuando decía estas cosas, entraba en un auténtico trance mental.

—Es algo que podemos ver en sus ojos, una calma universal heredada siglo tras siglo, alejada de los avatares de la Historia, que no deja de ser algo hecho de acontecimientos, de memoria acumulativa. Es como una aceptación cercana a la comprensión, como una inocencia primigenia. Incluso me atrevería a decir, figúrense ustedes, que esa mirada es una prueba de la armonía del Universo, de la existencia de Dios.

Garzón sostenía el tenedor suspendido en el aire, la miraba mudo de emoción. Estaba fascinado por la inteligencia de su candidata amorosa. Comprendí entonces que quizás no atrapáramos nunca al asesino de Lucena Pastor, pero que este caso acabaría siendo importante en nuestras vidas. Garzón saldría de él con las fibras sensibles puestas al día, y yo llegaría a saber sobre perros mucho más de lo que jamás hubiera podido soñar.

—Es evidente que, para cada persona, el concepto «perro» representa valores diferentes. ¿Recordáis la noche que cenamos con Valentina Cortés?, para ella el perro es riesgo, vida, aventura, algo mucho más físico.

Pude observar un gesto ligeramente alterado en el rostro de Ángela. Garzón enrojeció y me lanzó una mirada furibunda. Al parecer, el veterinario había metido la pata. Pero ¿qué podía hacer yo? ¿Se suponía que debía haberle advertido de no citar a Valentina? ¿Qué era aquello, un jodido vodevil? Maldije a mi compañero, ese inopinado donjuán de vía estrecha.

Por fortuna, Ángela era demasiado educada para permitir que la cosa pasara de una ligera nubecilla en la conversación. Monturiol siguió inconsciente de su pecado, y ni se enteró del fugaz enrarecimiento ambiental. Por el contrario, sí parecía estar perfectamente al tanto de cuál era la situación entre nosotros dos. Las espadas permanecían en alto, de modo que en cuanto acabó la cena y estuvimos en la calle, se cargó de ácida ironía y preguntó:

—¿Crees que podemos encontrar algún sitio neutral para tomar una copa?

El sitio neutral resultó ser la cocktelería Boadas, repleto su minúsculo espacio de noctámbulos variados. En principio no me parecía la ubicación ideal para zambullirse en confidencias o sinceramientos súbitos; pero Juan era de la opinión contraria ya que, sin preámbulo alguno, me soltó:

—Petra, está claro que entre tú y yo hay algún tipo de problema que nos impide profundizar en una relación digamos… agradable. Eso nadie puede negarlo, pero te aseguro que, por más vueltas que le doy, no consigo saber en qué consiste el problema.

—Pues tú eres un profesional del diagnóstico.

—Pero mis pacientes no hablan, y ya que tengo la gran suerte de estar junto a alguien que sí puede hacerlo, ¿te importaría ayudarme a saber cuál es la enfermedad?

Sonreí:

—Adelante.

—Dime cuál sería para ti el tipo de relación ideal entre un hombre y una mujer como tú y yo.

—Me gustaría que antes lo dijeras tú.

Se pasó una mano grande y huesuda por el pelo. Suspiró.

—Es tan simple que resulta ridículo explicarlo. Todo consiste en salir, charlar, contarse algunas cosas básicas si se desea, tomar unas copas, bailar un rato… y, bueno, después ver qué es lo que sale de ahí y vivirlo.

—Sí, el planteamiento es muy sencillo, pero las consecuencias de esos actos de convivencia pueden estar sometidas a muchas tergiversaciones, planteamientos falsos, situaciones vividas de modo diferente por cada uno de nosotros, un montón de palabras innecesarias… al final es un nido de conflictos.

—¿Y cuál es tu solución?

—Algo muy sencillo también. Uno se conoce, se gusta, habla poco, hace el amor y, si van bien las cosas, puede seguir viéndose de vez en cuando y pasar un rato agradable. Todo está claro desde el principio y no hacen falta subterfugios ni etapas falsas.

—Me recuerda a la venta por correo. Práctico, económico y, si no le gusta el resultado, puede devolverlo.

—Bien, tú decías estar cansado tras dos divorcios, aburrido, algo quemado. Entonces dime qué esperas a estas alturas, ¿jugar a los noviazgos?

Sacó su cartera, miró la cuenta.

—No, Petra, quizás los dos esperamos lo mismo; es decir, bien poco, pero debe tratarse de una cuestión de formas.

—O de orgullos.

—Lamento que lo veas así. De cualquier modo, espero que seguiremos viéndonos de vez en cuando.

—¡Por supuesto, te llevaré a Espanto para que lo visites!

Salimos a la noche de las Ramblas y compartimos un taxi. No nos dirigimos la palabra en todo el trayecto. Él canturreaba para paliar la tensión. Bajó frente a su casa después de darme un apretón de manos que pretendía ser informalmente amistoso. Le dije adiós por la ventanilla sonriendo como una esfinge.

En el recibidor, Espanto se precipitó sobre mí llenándome las medias de babas. En la mesa de la cocina la asistenta había dejado una nota manuscrita:

Señora Petra: Este perro es tan feo que hasta me da vergüenza pasearlo. Pero si es lo que tengo que hacer cada mañana, por favor, cómprele una de esas mantitas de cuadros para perros porque el pobre pasa mucho frío. Además, a lo mejor así está más presentable. Le he dejado un plato de lentejas estofadas en el microondas. Muchos saludos: Azucena.

Encesté el papel en el cubo de basura. ¡Para abriguitos de perro estaba yo! Sonó el teléfono. Pensé que sería Juan Monturiol pidiéndome disculpas, invitándome a una copa de reconciliación.

—¿Inspectora? Al habla Garzón.

—¿Qué ocurre?

—Nada, sólo que podía haberle advertido a Juan que no citara a Valentina delante de Ángela.

—No se me ocurrió.

—Pues Ángela se ha pescado un mosqueo de mucho cuidado. Iba a quedarme a pasar la noche en su casa y he tenido que volver a la pensión.

—Es usted quien debería haberle hablado de Valentina. Engañar a dos mujeres y dejar que se hagan ilusiones es inmoral.

Oí una carcajada sarcástica por el auricular.

—¿Inmoral? Creí que a usted esas cuestiones le traían sin cuidado.

Me enfurecí.

—¡No se pase conmigo, subinspector!

—No estaba hablándole como subinspector.

—En ese caso no veo ningún motivo para que me llame en plena madrugada ni para seguir prolongando esta conversación.

—Tiene razón, inspectora Delicado, buenas noches.

—Buenas noches.

El ruido del teléfono al colgar me provocó una aguda punzada de dolor. ¡Cojonudo!, en cuestión de horas perdía a un posible amante y a un amigo. Me quedé sentada en el sofá, sin ganas de moverme ni de pensar. El perro se acercó cautelosamente, como si pudiera advertir mi depresión.

—Ven más cerca, Espanto… —le dije—, déjame ver si encuentro en tus ojos la armonía del Universo.

No sé cómo íbamos a hacer hablar a los demás si entre nosotros no nos dirigíamos la palabra. Garzón no parecía querer salir de su cabreo, y yo estaba lejos de intentar ridículas escenas de apaciguamiento. Las solemnes máximas del carcamal estaban a punto de cumplirse: es malo establecer relaciones amistosas con compañeros de trabajo. Intenté picarlo un poco.

—¡Llevamos un carrerón…! Siguiéndole la pista al asesino de Lucena hemos desenmascarado una agencia de la propiedad que hace contratos ilegales y una trata de perros callejeros en plena universidad. ¡Todo un imperio del crimen cutre!

—Otros tantos servicios a la sociedad —dijo Garzón muy serio.

—En efecto, ahora sólo nos falta cazar una banda de traficantes de bayetas, un falsificador de cromos y una red internacional de aparcacoches fraudulentos.

A Garzón se le escapó la risa por el bigote de foca.

—Y un alijo de gaseosa y un garito secreto donde se juegue a las canicas —soltó, encantado.

Procuré no reírme; era demasiado pronto para reconciliarse. Uno de los guardias jóvenes que acababa de ser destinado a comisaría me llamó.

—Inspectora, el sargento Pinilla de la Guardia Urbana está esperándola en su despacho. Dice que lleva todo el día buscándola como un loco.

Lo miré fijamente a los ojos. No debía de tener más de veintiún años.

—Me gusta que los hombres me busquen como locos —dije.

Enrojeció. Se alejó sonriendo, cabeceando tímidamente y murmurando «Joder, joder».

Nada más verme, Pinilla se levantó y vino hacia mí casi gritando.

—¿Lo ve, inspectora, lo ve?, ¡ya le dije yo que no era ninguno de mis hombres!

—Si viene a decirme que no hay pistas, escoge un momento jodido, Pinilla.

—No, no, si me refiero a que ya he encontrado al corrupto. Y no es ninguno de mis hombres.

—¿Que ha encontrado al corrupto?

—Es el mozo de la perrera municipal.

—¿Qué mozo?

—El encargado de arreglar los perros, el que limpia y les da de comer.

—¿Ha dicho algo sobre el asesinato de Lucena?

—¡Calma, calma, inspectora! ¡No corra tanto! Yo he averiguado que era él quien le pasaba los perros a Lucena. Le pagaba un tanto por perro desviado de la perrera. Ha cantado de plano, pero no sé más.

—Entiendo.

—Otra cosa es la impresión que a mí me dé.

—¿Y qué impresión le da?

—Creo que es un pobre hombre que se sacaba un poco de pasta extra. No lo veo matando a nadie, la verdad, y menos con lo que Lucena le pagaba.

—¿Está asustado?

—No, está cabreado.

—¿Cómo que está cabreado?

—Dice que por una cosa de tan poca monta parece mentira que se lo cantemos a ustedes.

—¿Es que no sabe lo de la muerte de Lucena?

—Jura que no lo sabía. Él no le llama Lucena, le llama Susito, pero es el mismo tipo porque lo reconoció en la foto. De todas maneras, dice que le proporcionó el último perro hace dos años, que desde entonces no ha vuelto a verlo, desapareció sin avisar.

—¿Cree que dice la verdad?

—No lo sé, inspectora. Yo diría que sí, pero es mejor que juzguen ustedes. Lo he traído conmigo. Está en la sala B del segundo piso con los guardias de planta y dos hombres míos. ¡Ni El Lute tenía tanta custodia!

—Nos ha hecho usted un favor cojonudo, Pinilla.

—Ya saben dónde me tienen. ¡Ah, inspectora, y ya ha visto que no era ninguno de mis hombres!

Igual que el honor de un hidalgo dependía de sus hijas, el de un poli depende de sus subordinados. Nunca he entendido ni lo uno ni lo otro, pero tuve que decirle palabras tranquilizadoras al sargento para que se fuera satisfecho.

Pinilla estuvo acertado en todo lo que dijo; el confeso que nos había traído tenía, en efecto, pinta de pobre hombre y, en efecto, parecía cabreado. Se aplicaba a sí mismo el castizo proverbio «por un perro que maté…», perfectamente adecuado para la ocasión, y la base de sus protestas era el no menos vernáculo reproche: «Con la cantidad de malhechores que andan sueltos y ustedes incordiando a gente honrada».

Nos contó que cobraba unas tres mil pesetas por cada perro que desviaba a Susito y se aferró a la idea, lógica por otra parte, de que él no mataba a nadie por esa miseria.

—Pero pudieron ustedes discutir, pelearse por algo. Entonces usted calculó mal los golpes y lo mató. Quizás los dos habían estado bebiendo y no se encontraban en sus cabales.

—Nada de eso. Yo no bebo alcohol, ni una gota pruebo, ni una cerveza. Además con Susito nunca discutí. ¡Cómo íbamos a discutir si ni siquiera hablábamos! Habíamos llegado a un acuerdo. Yo le daba los perros, él me pagaba y adiós.

—Y hace dos años que dejaron todo trato.

—Sí.

—¿No volvió a verlo, aun sin hacer negocio con él?

—No éramos amigos. Yo ni sé dónde vivía. Era un tío raro.

—Así que, un buen día dejó de aparecer.

—No, me dijo que no vendría más, que había encontrado una cosa mejor con un peluquero de San Gervasio.

—¿Algo mejor, qué es algo mejor?

—No me dijo nada más.

—¿No le contó nada de ese peluquero?

—Nada, y si me dijo que era del barrio de San Gervasio supongo que sería para que yo me diera cuenta de que era algo de más categoría.

—¿Se trataba de algo relacionado con perros?

—Ya le digo que no lo sé; pero si también iba de perros puede estar segura de que no eran de la perrera.

—¿Quizás perros robados?

—Puede preguntarme cien veces lo mismo, pero no sé más porque él no me dijo más.

—¿En ningún momento le propuso entrar en ese nuevo negocio?

Soltó una carcajada sarcástica llena de fastidio.

—¡Ya!, ¿para qué me necesitaba? ¡Hay que joderse, nuevo negocio; para tres mil putas pelas que me daba! Total, me lo gastaba todo en lotería.

—¿En lotería?

—Era la única manera de que sirvieran para algo. ¡Y mira para qué han servido, para meterme en un lío sin comerlo ni beberlo! Pero les digo que no es justo que ahora tenga que pringar por esta chorrada. ¡Perder el empleo por unos cuantos putos chuchos sarnosos que nadie quiere y que igual van a matar!

Supongo que, a su manera, llevaba razón. Todos aquellos botines entre los que nos movíamos eran materia inservible, perros callejeros… el mismo Lucena era otra basura que nadie se había molestado en reclamar. Pero la sociedad tiene sus reglas, y nadie puede apropiarse ni siquiera de sus residuos. ¡La vida es bella!, pensé poniéndome irónica. En fin, al menos teníamos un nuevo camino que seguir. Atrás quedaba aquel montón de pistas falsas sobre investigación médica. ¿Todo descartable, puro tiempo perdido? Quizás lo único importante era que habíamos completado el ciclo de la libreta contable número uno y podíamos internarnos en la número dos. Allí se tomaba nota de cantidades superiores, quizás ahora sí entráramos en la materia que hizo perder la vida a Lucena Pastor. Los nombres ridículos y la disposición de las cuentas, así como el testimonio de aquel tipo demostraba que seguiríamos liados con perros. Las cantidades consignadas sugerían que, esta vez, probablemente se tratara de otra categoría canina: perros de raza robados. Sería entonces más fácil dar con su pista. ¿Y aquel misterioso peluquero de San Gervasio? Me encaré con Garzón, que fumaba en silencio.

—Llame de nuevo al sargento Pinilla. Dígale que queremos una estadística de todas las denuncias sobre perros robados o desaparecidos en Barcelona. Veremos cuántas corresponden a San Gervasio.

Asintió, serio y profesional. Luego empezó a divagar.

—Inspectora Delicado, aunque últimamente hayan surgido diferencias entre nosotros, en fin, creo a pesar de ello poder decir que… bueno, que existe en nuestro caso una cierta amistad.

—Sí, por supuesto que existe.

—En atención a esa amistad yo quería pedirle una disculpa y después un favor.

—Olvídese de la disculpa y centrémonos en el favor.

—Tengo que decidirme entre un par de apartamentos para alquilar. ¿Podría usted acompañarme y echar un vistazo? Ya se sabe que la opinión de una mujer…

—¿Y para eso tanto rodeo?, ¡pues claro que puedo acompañarle!; pero antes de irnos, entérese de cuántas peluquerías hay en el barrio de San Gervasio.

—¿Masculinas o femeninas?

—Pues no lo sé. Contabilice ambas, luego ya veremos.

Fuimos aquella misma tarde a escoger el dichoso apartamento de Garzón. Uno estaba en el barrio de la Sagrada Familia, y otro en el de Gracia. Me gustó más este último. Era un agradable piso antiguo restaurado del que se habían suprimido algunos tabiques para conseguir espacios más amplios. Tenía una amplia terraza desde la que se veían las abigarradas manzanas de edificios vecinales, las palomas y gaviotas que descansaban en los techos de la ciudad. Estaba decorado de modo ecléctico y funcional, con muebles de madera clara y estores crema en las ventanas. Calculé que el subinspector podía ser muy feliz allí recibiendo por turnos a su pequeño harén.

—Creo que éste es perfecto para usted.

—¿De verdad lo cree?

—Sí, lo creo.

—¡Estoy tan nervioso!

—¿Por qué?, no le entiendo.

—Vivir solo, llevar una casa… no sé si sabré.

—¡Pues claro que sabrá! ¿Ve ese congelador?, sólo tiene que llenarlo de comida. Contrate a alguien que limpie una vez a la semana y planche la ropa. Si es necesario, cómprese más camisas. ¿Cómo está de fondos?

—Tengo mucho dinero ahorrado, ¡como no gastaba nada!

—Ahora gastará más. Tener casa y novia sale caro, ¡no le digo nada si las novias son dos!

—No se burle.

—¡Es que, joder Fermín, me ha salido usted muy bravo en eso del amor! Me habría dejado más tranquila si me hubiera dicho que tenía dos amigas y no dos enamoradas.

—Sí, ya sé, pero ¿qué le vamos a hacer?, yo las siento como algo más que amigas.

—¿A las dos?

—¡A las dos! Valentina me divierte y Ángela me halaga, nunca había conocido antes esas sensaciones. Mi difunta esposa me deprimía como un paso de Semana Santa, y a ratos me hacía sentirme como un gusano.

—¡En fin!, supongo que ya son las dos mayorcitas. La que acabe con el corazón roto sabrá superarlo.

—Inspectora, aún quería pedirle otro favor. ¿Me acompañará usted la primera vez que vaya a un supermercado? Le aseguro que lo he intentado yo solo. El otro día entré en uno y tenía la sensación de que todo aquel montón de latas y cajas de colores iba a echárseme encima. No supe por dónde empezar, no sé qué necesito, ni siquiera sé qué es cada cosa. Ya me hago cargo de que es abusar de usted, pero por razones evidentes no puedo pedirles eso a Valentina o Ángela.

—Cuente con ello. Soy una especialista en compras rápidas y abundantes.

—Se lo agradezco en el alma.

—Olvídese, para algo estamos las amigas.

¡Pobre Garzón!, el juego sempiterno de los roles sexuales lo había convertido en un inútil, en un ser tan incapacitado para organizar las cosas mínimas de la vida que tenía que pedir ayuda para lo primordial. La época gloriosa había sido mala para las mujeres, pero también para los hombres. Los tiempos habían cambiado, dejando a algunos mal preparados para lo que se avecinaba. Una broma pesada, ¡pobre Garzón! Incluso aquellos amores suyos tan a destiempo, tan deslumbrados e infantiles, eran también producto de su inadecuación anterior. Jamás se había planteado una separación de aquella esposa suya que tan desgraciado lo hacía. Y claro, ahí estaba ahora, divertido y halagado, paladeando como maná lo que hubiera tenido que ser plato de diario. De cualquier manera, poco podía decir yo, a quien a pesar de llevar dos divorcios a las costillas, nadie divertía ni halagaba. Era preferible no inmiscuirme en aquello, no opinar, y mucho menos elaborar complejas teorías sentimentales. Por mi parte haría mejor en buscar alguna rosca que masticar; mis mandíbulas empezaban a estar desentrenadas.

El sargento Pinilla quiso hablar conmigo personalmente tras recibir el encargo de Garzón. Me miraba con cara de reproche, leyéndome la cartilla profesional.

—Pero inspectora, usted tendría que saberlo, en la Guardia Urbana no admitimos denuncias de perros desaparecidos o robados.

—¡Bueno, Pinilla, pues no lo sabía! ¿Y a quién hay que acudir cuando te falta un perro?

—A la policía autonómica.

—Ya.

—Los Mossos la atenderán. Ésa no es una de nuestras competencias.

¡Vaya con Pinilla!, ¿por qué los policías, sean del Cuerpo que sean, resultan al final tan puntillosos? También Garzón protestó un rato cuando lo envié solo a investigar en las peluquerías de San Gervasio. «Es que la mayoría son femeninas», argumentó. No me conmovió, una cosa era que me apiadara de su condición de «inútil hombre maduro», y otra bien distinta que aprovechara mi buena disposición para lograr prebendas.

—Estoy segura de que le atenderán muy bien, subinspector. Ya ha demostrado tener buena mano con las señoras. Mientras usted investiga yo iré a hablar con los Mossos d’Esquadra.

Que no fueran los agentes de la Guardia Urbana quienes se ocuparan de los perros desaparecidos no fue la última sorpresa que me llevé. Al hablar con Enric Pérez, jefe del departamento de Medi Ambient, tuve que enfrentarme a una buena batería de datos inesperados.

Para empezar, el joven y amable policía autonómico me informó de que las denuncias sobre perros y gatos tampoco eran estricta competencia suya. Ése era un asunto que se llevaba en colaboración con el llamado Centre de Protecció Animal de la Generalitat. El problema de base resultaba sencillo de entender: robar perros no es delito en España. Asombro mayúsculo. No, no lo es, tales robos se consideran como «falta administrativa» y en algunos casos como «falta contra la salud pública», pero al no figurar en el Código Penal no pueden enviarte a la cárcel si las cometes. ¡Cuando se lo contara a Ángela Chamorro!, ¡cuando supiera que aquellos perros a los que ella atribuía sutiles cualidades espirituales eran legalmente considerados por debajo de los objetos! El policía se dio cuenta de que me escandalizaba y abundó en el tema.

—Es más, sí está penado robar o comerciar con especies protegidas, animales salvajes. Sobre eso sí hay legislación, pero los bichos domésticos carecen de tales consideraciones. La verdad es que cuando algún propietario de perros acude a nosotros es porque ya lo han echado de todas partes. Se los quitan de encima en la Guardia Urbana, y no digamos en la Policía Nacional.

—¿Y ustedes qué hacen?

—Poca cosa. Tomamos nota por consideración, por si nos enteramos de algo al paso, pero no hay investigaciones.

—¿Y la gente qué opina de eso?

—Verá, si hay algún programa de televisión en el que dicen que nos ocupamos de los perros desaparecidos, al día siguiente un montón de ciudadanos llama para protestar. ¿Cómo es posible que con tantos delitos como se cometen nos dediquemos a semejantes tontadas? Pero si el mismo programa trata sobre pobres perros inocentes sustraídos por desaprensivos, otro montón de ciudadanos llama para ponernos verdes por no hacer nada.

—O sea que el ciudadano siempre anda tocando las narices.

—Ya sabe cómo es la opinión pública.

—¿Puede proporcionarme una estadística de los robos?

—Voy a darle un listado de ordenador, pero debo advertirle que si quiere una estadística completa, tendrá que ir al centro de la Generalitat que le he mencionado.

—¿Qué se consigna en ese listado?

—El nombre del dueño, su dirección y la raza del animal. Ahora mismo le haré una copia.

Desapareció dejándome muy desanimada. Volver a empezar. Pasos y pasos quizás inútiles, como en un estúpido baile de moda. Tuve la fatídica corazonada de que nunca aclararíamos aquel maldito caso. Volvió con varios folios impresos.

—Aquí tiene, perros robados o desaparecidos desde hace dos años. Ahora le apuntaré la dirección del centro de protección de la Generalitat. ¡Ah!, y si quiere una estadística más fiable, sería conveniente que fuera también a una empresa privada que se dedica a recuperar perros desaparecidos.

—¡No me diga!

—En serio. Se llama Rescat Dog. La gente que tiene medios económicos acuden a ellos.

—Increíble.

Agaché la cabeza, me quedé quieta y callada.

—Inspectora, ¿se encuentra mal?

—No, sólo estoy algo cansada.

—Si quiere puedo traerle un café de la máquina.

—No se moleste, sólo ha sido un momento de debilidad.

Me incorporé. Cogí la lista de perros. Él me miraba un poco apenado.

—Este trabajo a veces es cansado, ¿verdad?

—Es siempre cansado —respondí. Nos sonreímos.

En el Centre de Protecció Animal de la Generalitat me facilitaron una lista casi tan larga como la que ya tenía. Y aún faltaba la condenada empresa privada de detectives caninos. ¡La de Dios! Me zambullí en el duro sillón de mi despacho. A las cuatro llegó Garzón. Acababa de comer, así que hicimos una sobremesa con café aguado, ambos mostrando síntomas de hartazgo existencial.

—¿Ha tenido suerte con los peluqueros?

Dejó su vasito de plástico sobre la mesa, buscó tabaco en los bolsillos.

—Desde que trabajamos en este caso se me ha olvidado lo que es la suerte.

No me sentía con bríos para infundirle confianza. Le alargué un cigarrillo ya que él era incapaz de encontrar los suyos.

—Cante, Fermín, no estoy para quejas.

—¡Bah, poca partitura tengo! Hay un montón de peluquerías, pero un montón, inspectora. Parece que eso de cortarse el pelo es muy importante.

—¿Cuántas ha visitado?

—¡Puf!, varias de ellas. Una estaba regentada por un matrimonio joven, otra por un gay, otra por dos chicas, otra…

—Ahórreme detalles, ¿algún resultado?

—Nada. Lucena les sonaba a chino. Cuando les enseño la foto ponen cara de alucinados. No tienen ni idea de nada, lo único que saben de perros es que ladran y tienen rabo. Oiga, ¡he visto una cosa increíble!; en una de esas peluquerías a una chica estaban tiñéndole el pelo de verde, ¿puede creérselo?

—Hoy puedo creerme cualquier historia.

—Pues eso es todo lo que hay. Mañana seguiré, aunque no sé qué decirle, inspectora, para mí que todas esas peluquerías tan finas poco tienen que ver con el cutre de Lucena. Igual estamos metiendo la pata como en los laboratorios.

—Nunca se sabe, Garzón, los palacios y las chabolas están conectados por alcantarillas.

Soltó el humo del cigarrillo como una potente olla express.

—Sí, ¡quién sabe!, ¡con este mundo en que vivimos!

Un mundo curioso, donde comerciar con un ser vivo, incluso robarlo, no es ilegal. Donde la gente se tiñe el pelo de verde. Donde se pagan cantidades elevadas a un detective privado para que recupere un triste gato. Donde puedes asesinar a golpes a un pobre tipejo sin dejar ni siquiera un rastro seguible.