Encontramos a don Arturo Castillo, catedrático de Farmacología de la Universidad de Barcelona, tomándose un carajillo en la cantina de la Facultad. Llevaba bata blanca, grandes gafas de concha y varios bolígrafos aflorando por su bolsillo superior. Se reía a mandíbula batiente con uno de sus colaboradores cuando lo interpelamos. Reaccionó como si se hubiera pasado toda la vida recibiendo polizontes e invitándolos a desayunar. Porque eso fue lo que hizo, ofrecernos un café y contarnos cómo en aquel bar confluían estudiantes, enfermos del Clínico y las más variadas ramas de la docencia médica. Era un individuo extravertido y cordial que probablemente escapaba de la soledad de sus investigaciones charlando algún rato en aquel ruidoso punto de encuentro. Le pedimos que nos llevara a un lugar más discreto y nos metió en su despacho. Seguía sin mostrar curiosidad por saber lo que queríamos de él. Cuando fui al grano preguntando si conocía a Ignacio Lucena Pastor no dio señales de asentimiento.
—¿Es algún estudiante? ¿Algún estudiante ha cometido un delito? Espero que no se trate de ningún asesinato, aunque pensándolo bien, cualquiera de mis alumnos podría ser un criminal.
Soltó una carcajada divertida. Le enseñamos la fotografía de Lucena.
—Se trata de este hombre. Según tenemos entendido, le proporcionaba perros para sus experimentos, doctor Castillo.
—¡Pero si es Pincho!, ¿quieren ustedes decir Pincho?, ¡pues claro que lo conozco! No he sabido nunca cómo se llamaba en realidad. Hace ya mucho tiempo que no viene por aquí. Es un tipo bajito, con una pinta curiosa, poco hablador. ¿Por qué está en una cama de hospital?
—Ya no está en una cama de hospital, está muerto. Lo han asesinado. Lo mataron a golpes hace unos días.
Se puso serio.
—¿A Pincho? ¡Dios, no tenía ni idea!
—Alguien nos dijo que se preciaba de ser su amigo.
Estaba impresionado, confuso.
—Bueno, mi amigo… cada vez que me traía un perro charlábamos un rato, tomábamos una cerveza en el bar. Sí, supongo que estaba muy ufano de tener ese contacto conmigo, todo daba a entender que era un hombre de un medio muy humilde.
—¿Utilizaba los perros para la experimentación?
—En realidad la facultad cuenta con su propio criadero. Pero, eventualmente, podíamos comprar uno de esos perros para las prácticas de los internos. Eso ya ha dejado de hacerse por completo, pero en la época de Pincho aún era algo frecuente.
—¿Llegó usted a preguntarle alguna vez por el origen de esos perros?
—Pues no, la verdad.
—¿Podían proceder de robos?
—¡Ni hablar!, eran perros sin raza, sin ningún valor crematístico. Hay cientos de ellos en la perrera municipal. Si dejamos de utilizarlos fue por las malas condiciones que presentaban, muchos estaban enfermos, tenían parásitos, y de ninguno de ellos podía saberse la edad con certeza. Todo eso convertía los experimentos en poco fiables.
—Entonces, ¿por qué no se abastecían ustedes de la perrera?
—Pagando las vacunas y los papeleos legales resultaba mucho más caro. Además, Pincho los depositaba a domicilio, era una comodidad. El pobre necesitaba el dinero, y como hacía tanto tiempo que nos servía… Luego dejó de venir sin ninguna explicación.
—Doctor Castillo, ¿cree que podría usted recordar los nombres de algunos de aquellos perros que compró la facultad? ¿Quizás los tiene apuntados?
—Si tenían nombre yo nunca quise saberlo. Investigar con perros no es agradable, ¿saben? Vengan, voy a enseñarles algo.
Nos llevó a una gran sala contigua, el laboratorio. Algunas personas con bata blanca se movían entre mostradores, aparatos médicos y material químico. El doctor Castillo se colocó frente a una camilla. Allí, despatarrado e inconsciente, yacía un perro mediano de piel clara con manchas doradas. Tenía la tráquea abierta y de la incisión sanguinolenta partía un grueso tubo que acababa en una especie de cardiógrafo. Hacía ruido al respirar. Los cables conectados a su cuerpo iban transmitiendo un esquema a un papel pautado. Era un espectáculo bastante desolador.
—¿Se dan cuenta de por qué no es agradable? Después de la experiencia quedan completamente incapacitados. Les administramos una inyección letal. Al menos no sufren. Pero hay que tener valor para verlos cuando están vivos. Intentan jugar contigo, te lamen las manos… Cuando entran aquí se quedan silenciosos, inactivos, no hacen nada por huir o salvarse. Si los miras a los ojos comprendes que saben que van a morir.
—¡Es terrible! —exclamé, impresionada.
—¡Así se hace la Ciencia! Por eso no quiero saber nada de los perros hasta que están colocados en la mesa de operaciones y anestesiados, mucho menos sus nombres. Es Martín, el encargado de la perrera, quien se ocupa de ellos, quien los cría y alimenta, y mis ayudantes los preparan para la investigación. ¡Es uno de mis pocos privilegios de ser jefe!
—¿Podemos hablar con Martín?
—Es una buena idea, quizás sepa más cosas sobre Pincho. Era quien trataba con él, quien le pagaba, quien recibía los perros.
—Hay algo más que puede hacer por nosotros, doctor Castillo, ¿podría usted comprobar si alguna de estas cantidades corresponde a pagos que su departamento hizo a… Pincho?
—Miraremos en el ordenador. Acompáñenme.
Volvimos a su despacho. Nos mostró un ordenador, con gesto satisfecho.
—¡Fíjense qué trasto! Es lo último en informática. He tenido que pelearme con toda la administración universitaria para que me asignaran un presupuesto capaz de pagarlo. Pero es perfecto, como un servidor polivalente. Igual almacena información científica que lleva las cuentas del supermercado. ¡Y miren qué calidad de impresión!
Se inclinó sobre el teclado y escribió: «¡Viva la Pepa!». Garzón y yo nos miramos de soslayo con cierta sorpresa incrédula. Una enfermera que trajinaba con expedientes en un cajón captó nuestra mirada y sonrió. El subinspector sacó de su cartera la libreta número dos de Lucena y se la mostró a Castillo.
—¿No figuran fechas? —preguntó éste.
—No.
Echó una mirada a las cantidades, leyó en voz alta:
—Cincuenta mil, cuarenta mil… —Empezó a negar con la cabeza—. No, no, ¡por Dios!, no hace falta ni pensarlo. Nunca pagamos tanto dinero a Pincho por esos perros.
—Está bien, probemos con estas otras cantidades. Le alargó la libreta número uno.
—Diez mil, ocho mil quinientas…, sí, esto ya es más posible.
Manipuló el ordenador, buscó, y no tardó en localizar lo que queríamos. Todas las cantidades correspondían, efectivamente, a pagos realizados a Lucena por perros adquiridos. Allí sí había fechas. La última transacción databa de dos años atrás. Pedimos al cátedro que nos sacara una copia de aquella lista. Advertí que en ella faltaban las menciones a extrañas fracciones de tiempo que sí estaban en la contabilidad del muerto.
—Oiga, doctor, ¿se le ocurre a qué pueden referirse estas anotaciones: seis meses, dos años…?
—¿Eso?… —preguntó distraídamente—. Sí, claro, es la edad aproximada del perro.
Garzón se dio un sonoro golpe en la frente.
—¡La edad del perro! ¡Pues claro!
—Sólo la edad aproximada. Ya les he dicho que es interesante saberla para calcular las variables que puede tener el resultado del experimento. En estos casos no era exacta, aunque he de decir que Pincho sabía calcularla muy bien. Sin duda entendía de perros. ¡Pobre, qué final ha tenido!
Salió con paso semiatlético en busca del encargado de la perrera. Entonces la enfermera se acercó a nosotros y nos miró irónicamente.
—El doctor Castillo es una autoridad internacional en experimentación farmacológica, una eminencia reconocida que asiste a congresos en todo el mundo. Aunque ustedes ya saben que los hombres sabios suelen ser un poco excéntricos, ¿o quizás no lo saben?
Asentimos culpablemente, cogidos en falta por nuestra dichosa mirada. Después de ese discurso la enfermera desapareció. Garzón estaba demasiado alterado como para hacerle caso.
—¿Se da cuenta, inspectora?, ¡esas putas libretas ya no son tan misteriosas! Los nombres ridículos son de perro, las menciones de tiempo son las edades y las cantidades es lo que pagaron por ellos.
—Sólo una arroja luz sobre el tema, la otra sigue siendo oscura. De todas maneras, no se ponga contento demasiado pronto.
Entró un hombre mayor vestido con mono azul. Se le veía inseguro. También reconoció a Lucena como Pincho, y dijo no haberle preguntado nunca de dónde sacaba los perros. Estaba tan paralizado que Garzón se vio en la obligación de tranquilizarlo.
—Oiga, esto no es más que un interrogatorio normal como en cualquier investigación. No estamos acusándole de nada.
—Es que el doctor Castillo acaba de decirme que han matado a Pincho, y aunque yo no lo conociera de nada… no sé, muerto así… ¡Y no será que yo no vea a perros morirse!, pero una persona siempre impresiona más, ¿comprenden?
—Creo que sí —dije.
—Ese Pincho no debía de ser trigo limpio. Alguna vez se lo había dicho al doctor, pero como él es un santo de altar, tan bueno con todo el mundo, pues no quería privarlo de ganar unas pesetas.
—¿Por qué piensa que no era trigo limpio?
—No sé, por la pinta. Además, yo siempre estuve seguro de que tenía algún apaño raro con la Guardia Urbana o con los de la perrera. Es la única manera de que consiguiera tantos perros. No iba a ir cazándolos por la calle. Hubo una época en la que teníamos muchos alumnos internos y se necesitaban muchos perros. Pues bueno, ¡siete le pedías y siete te traía!, ya me dirá usted, tantas facilidades… uno llegaba a pensar mal.
—¿Se ponía en contacto con él en algún teléfono?
—No, venía siempre por aquí, como esto de los perros tampoco es de un día para otro…
—¿Cuándo lo vio por última vez?
—¡Dejó de aparecer hace muchísimo tiempo! A veces lo habíamos comentado con los de aquí: «A este tío o le ha tocado la lotería o se ha muerto».
—¿No pensaron que podía haber encontrado trabajo?
—¿Trabajo? Mire, yo no sé casi nada, soy muy ignorante, pero en lo de localizar la vaguería nunca fallo, y créame, Pincho no era de los que trabajan.
Aquel sencillo currante con ojo clínico nos había mostrado un camino probable. Si Lucena conseguía todos los perros que le pedían, era obvio que tenía un sistema para obtenerlos. La deducción del hombre era evidente: contaba con un contacto corrupto, corrupción de menor cuantía, en la Guardia Urbana o en la perrera municipal. Lo que procedía era dar con él.
Garzón concedía más importancia al tema de las libretas contables, que en efecto tampoco era manco. El contenido de una de ellas había quedado completamente aclarado, nos ayudaba además a localizar los hechos temporalmente. La última fecha de venta de un perro a la cátedra databa de dos años atrás. Parecía pues evidente que, desde hacía dos años, Lucena ya no se había conformado con ganar diez mil pesetas por perro en la Facultad de Medicina. Pero su actividad no se detuvo ahí: teníamos la libreta número dos, que demostraba una prolongación de sus negocios. En ésta, las cantidades sufrían un incremento tan notable, que se hacía difícil inferir a qué se debía. Como decía Garzón, sin duda seguían siendo perros el objeto de las transacciones: parecidos nombres, parecidas edades junto a ellos… lo único que cambiaba era el montante del dinero.
—Quizás le pagaban más por hacer lo mismo en otra parte.
—¿Aportar perros para experimentación?
—Exacto. ¿Y dónde se hace investigación que no sea en la universidad?
—En la industria farmacéutica, tal y como nos dijo Ángela Chamorro.
—¿Tanto paga la industria por unos cuantos perros callejeros?
—No sabemos a cuánto anda la carne de perro en el mercado negro.
Miré al subinspector con una cierta desesperación.
—¡Todo esto es tan macabro, y al mismo tiempo tan grotesco! ¿Se da cuenta de que estamos metidos en un asunto absurdo?
—Por ese asunto absurdo se cargaron a un tío.
—A un tío del que ni siquiera sabemos la identidad real.
—Ya lo dijo usted una vez, inspectora. La Historia no sabe quién era en realidad Shakespeare, pero escribía obras literarias. Bueno, pues puede que nosotros no sepamos quién fuera Lucena Pastor, pero traficaba con perros.
—¡Traficaba con perros, hay que joderse!
Garzón miró de pronto qué hora era.
—Me voy, Petra, tengo una cita para comer.
—¿De trabajo?
—No, privada. La veré en comisaría.
—Póngase en contacto con el sargento Pinilla en cuanto llegue. Dígale que investigue en la Urbana y en la perrera municipal. Es imprescindible averiguar quién le proporcionaba los perros a Lucena.
—Si es que ese alguien existe.
Lo miré, preocupada. Repetí gravemente:
—Si es que ese alguien existe.
Pensar que quizás iniciábamos un movimiento en sentido completamente equivocado era lo peor. Producía una sensación de estupidez, como un niño que, jugando al escondite, busca en el rincón opuesto a donde están sus compañeros riéndose. Encima, aquel maldito caso no suscitaba en mí ningún tipo de pasión, carecía de componentes emocionales. La víctima, insignificante, no ponía en funcionamiento los mecanismos de la justicia vengativa como lo habían hecho las chicas violadas de mi asunto anterior. De hecho, ni por un instante habíamos supuesto que Lucena fuera inocente. Desde el principio estuvimos convencidos de que, en cierto modo, él se había buscado la paliza que le costó la vida. Algo terrible si se piensa a fondo, porque lo único de lo que habíamos partido para llegar a esa conclusión era en realidad su aspecto, es decir, los indicios sociales que revelaba su aspecto. ¿Le hubiéramos atribuido culpabilidad de haber tenido la pulcra pinta de un ejecutivo? Pero Lucena era como uno de aquellos perros con los que comerciaba: sin raza, sin belleza, cambiados de nombre con cada dueño, reclamados por nadie cuando morían. Con la única diferencia de que los perros inspiraban piedad porque eran inocentes.
Y bien, ¿debía deprimirme por mi actuación hasta la fecha frente a aquel hombrecillo? ¿Era adecuado autocensurarme por no sentir deseos vehementes de aclarar su asesinato? Ya le había rendido homenaje llevándole su perro al cementerio, mucho más de lo que hubiera aprobado cualquier persona razonable. ¡Al infierno pues con Lucena!, haríamos lo que buenamente pudiéramos por cazar a su asesino, justo lo que nos dictara el ejercicio estricto del deber.
Como no tenía hambre, decidí llenar el descanso del mediodía saliendo a dar una vuelta con Espanto. Enseguida nuestros pasos se encaminaron hacia la tienda-consulta de Juan Monturiol. ¿Empezaba yo a transitar por rutas fijas como los animales, o era que, también como ellos, me dejaba llevar por los instintos? Paseamos en círculos alrededor del local; al fin y al cabo, a Espanto igual le daba. Por fin, a las dos menos cinco salió el dependiente y a las dos en punto lo hizo el propio Juan. Fui hacia él. Llevaba una chupa estilo comando que le favorecía. Levantó las manos al verme.
—¡Lo tengo todo en regla, inspectora, no soy culpable!
—Soy yo quien se siente culpable. Quiero disculparme por lo del otro día.
—No es la primera vez que me dan un plantón. ¿Estabas persiguiendo a un asesino?
—Aunque pueda sonarte a pitorreo, así es.
—Me choca que seas policía, no pretendía burlarme.
Lo invité a comer en mi casa, pero se escabulló proponiendo el restaurante de la esquina. Contraataqué arguyendo que llevábamos a Espanto, pero aseguró que solía comer con su perro en ese lugar. ¿Seguiríamos mucho tiempo con aquel juego? Quizás hubiera debido darle la opción de que propusiera su casa, pero mía había sido la idea de llegar hasta allí.
—¿Por qué no traes a tu perro contigo?
—Lo atropelló un coche hace un año. No he comprado ninguno más, me apeno demasiado cuando mueren.
—¿Tienes miedo a sufrir?
—Me cansa sufrir.
—Sí, entiendo lo que dices. Supongo que lo cansado es poner ilusiones en algo que después desaparece.
—¿Estás hablando de perros?
Esperaba una contestación con sus ojazos verdes llenos de ironía.
—De perros y de amores.
Aguanté su mirada. De pronto la desvió con un gesto suficiente.
—Me temo que soy un experto en eso. Me he divorciado dos veces.
—Y yo me temo que no eres el único. Yo también me he divorciado dos veces.
Nos echamos a reír suavemente. Bien, muchacho, por fin habíamos llegado a un punto de encuentro equilibrado. Empatados a divorcios y a cansancios. Quedaba claro que ninguno de los dos buscaría innecesarias complicaciones sentimentales. Aquello representaba un paso adelante en las negociaciones encubiertas, o al menos así lo interpreté. No debí de equivocarme mucho porque a la salida del restaurante me pidió una cita.
—¿Cenamos un día?
—Cenamos.
—Te llamaré.
Todo era cuestión de paciencia. Al parecer Monturiol se negaba a las precipitaciones, no creía en el sexo a primera vista. ¿Quería disfrutar de aquella satisfacción tan masculina de llevar la voz cantante? Pues de acuerdo, lo mejor sería no dejarme arrastrar por míseros orgullos, y ceder. Estaba a punto para ser seducida. De todos modos, no me encontraba tan absorbida por el caso de los perros como para convertirlo en obstáculo para mi vida personal.
Garzón apareció por comisaría pasadas las cinco, mucho más tarde de lo habitual. Había estado comiendo con Valentina Cortés. El hecho de que lo confesara sin ningún empacho se debía quizás a lo que añadió después: «Por estrictas razones de trabajo». Eso no coincidía con su anuncio de una cita privada, pero decidí no preguntar. Lo importante era que la entrenadora había confirmado la hipótesis de Ángela Chamorro, el día de nuestra visita al campo de entrenamiento sí había una perra en celo en el lugar: Morgana, la propia perra de Valentina Cortés. Garzón se mostraba satisfecho: eso simplificaba mucho la investigación, nos habíamos evitado tener que interrogar a todos los clientes que aquel día habían acudido a la sesión de defensa.
—¿No se sorprendió Valentina por su pregunta?
—No, la hice con inteligencia. De todas maneras, ahora que hemos confirmado que ese dichoso sitio no tiene nada que ver con el caso, supongo que podré decirle que soy policía.
—¿Para qué?, quizás no vuelva a verla nunca más.
—Pero quizás sí.
Metió las narices en un archivo y se puso a revolver papelotes. ¿Había ligado, había ligado mi ilustre compañero Garzón? ¿Y por qué no? Seguramente le había llegado el momento después de tantos años de viudedad. Valentina Cortés era bien plantada, llamativa y enérgica, justo el tipo de mujer que podía gustarle al subinspector. Era de desear que nuestro caso le dejara el suficiente tiempo libre como para llegar a coronar aquella explosiva montaña rubia, ya que no podría seguir frecuentándola en el ejercicio del deber. La evidencia nos alejaba del campo de entrenamiento. La memoria de Espanto no había funcionado. El pobre había sido víctima de una atracción pasional, algo comprensible a la vista de las circunstancias.
No nos quedaba pues otro remedio que seguir avanzando por el camino que la deducción nos fijaba: la investigación farmacéutica. Para obtener datos previos de las empresas privadas tuvimos que recurrir al Colegio de Médicos. Hubo suerte: únicamente seis firmas contaban con investigación propia en Barcelona. Las demás, o eran grandes multinacionales que actuaban en España sólo con patentes, o tan pequeñas que no podían permitirse el lujo de poseer su propio laboratorio. Seis parecía un número razonable, abarcable sin necesidad de ayudas externas.
En cuanto nos pusimos manos a la obra empezamos a comprender que la industria farmacéutica era algo muy serio. Ni un solo laboratorio nos dejó entrar en sus instalaciones sin exhibir una orden judicial. Seis órdenes judiciales con el único propósito de echar un vistazo nos pareció demasiado, de modo que acudimos de nuevo al doctor Castillo por si podía hacerse algún descarte.
El médico estaba encantado de vernos. Se frotaba las manos, era patente que se divertía haciendo de detective. Miró la lista de empresas que le pasamos. Sonrió maliciosamente.
—¿Recuerdan aquello de «con la Iglesia hemos topado…»?, pues bien, ustedes han topado con una de las industrias más poderosas del país. Les pondrán todas las dificultades que puedan. No esperen llegar y pasearse a las bravas por su sanctasanctórum.
—Ningún policía haría espionaje industrial.
—Da lo mismo, no les gusta ver gente husmeando.
Cogió un bolígrafo.
—Veamos… sí, creo que podré descartarles alguna firma. Por ejemplo, estos dos han hecho una fusión, investiguen sólo la primera empresa…
Tamborileó en la mesa mientras Garzón y yo le mirábamos como lelos.
—Y este nombre pueden también tacharlo de la lista. En su laboratorio sólo encontrarían gatos.
—¿Está bromeando, doctor? —pregunté con mucha prudencia.
Soltó una breve carcajada de sabio loco.
—Ni pizca. Hay un animal idóneo para la investigación de cada órgano. El cerdo tiene un corazón parecido al humano, el perro es bueno para pruebas estomacales… y el complejo sistema nervioso del gato puede compararse en cierto modo con el nuestro. Pues bien, en ese laboratorio sólo fabrican psicótropos, de modo que dudo que empleen otra cosa que gatos.
Garzón silbó.
—No, si a lo mejor aún hemos tenido suerte, hubiera sido mucho peor andar a la caza de cerdos.
Castillo se reía.
—Aunque les hubieran dejado más pistas olfativas.
Ahora se reían los dos. Me pareció oportuno cortarlos antes de que ambos se desmandaran.
—A usted le parece que seguir la investigación en la industria farmacéutica no tiene sentido, ¿verdad?
—No sé qué decirle, inspectora. Se me hace difícil imaginarme organizaciones tan llenas de recursos económicos tratando con Pincho. Pero es una posibilidad que no puede dejarse de lado. Criar perros es lento, y muy caro. Quizás de vez en cuando necesitan un proveedor externo, por llamarlo de alguna manera.
Cabeceamos todos con resignación.
—¿Algún otro descarte, doctor Castillo?
—Sí, descarte usted esta empresa también. Encargan sus experimentos a la universidad. Es decir que, de vez en cuando, trabajamos para ellos. Es una cooperación de la que la cátedra obtiene buenos dividendos.
Pues aquello era todo, y no era poco. Seis menos tres daban tres, una reducción considerable. Tres órdenes de registro nos permitirían el acceso a los centros. Una vez allí sería necesario revisar las jaulas, hacer una fotocopia de la contabilidad que registraba el movimiento de los perros, y cotejarla con el número de experimentos llevados a cabo.
—¿No le parece terrible que el corazón del cerdo sea parecido al del hombre? —preguntó Garzón ya en el coche, pero yo no tenía la mente para filosofar.
—¿Qué le ha dicho el sargento Pinilla?
—Creemos que somos gran cosa…
—¿Se puede saber qué le ha dicho Pinilla?
—¡Ah, sí!, me ha dicho que investigará muy a fondo, pero se ha puesto hecho una furia.
—¿Por qué?
—Dice que él pondría la mano en el fuego por todos sus hombres, que seguro que no hay nadie corrupto en la Guardia Urbana.
—¡Joder, ya empezamos con corporativismos!
—¡El corazón!, que justamente es como una especie de alma… seguro que tenemos el cerebro igualito que un mono.
Comprendí que Garzón había caído en una de sus típicas simas reflexivas y lo dejé en paz.
Una vez en casa recibí el cariño de Espanto y la bendición de un whisky bien cargado. No me hubiera resultado justo pedir más. Como mínimo, siguiendo aquella línea de investigación nos alejábamos de la cutrez de los pisos pirata para inmigrantes. Subíamos en la escala social hasta la todopoderosa industria farmacéutica. Y sin embargo, ¿no eran demasiados escalones de un golpe?, ¿cómo había conseguido escalarlos Lucena? Había alguna pieza que seguía sin encajar. De cualquier modo, resultaba reconfortante dar por fin la espalda a los perros universitarios. ¿Nos pondrían los laboratorios privados tantas dificultades como Castillo había anunciado? A lo mejor llegábamos a sentirnos como esos detectives de película enfrentados en solitario con poderosas organizaciones financieras que esconden oscuros manejos. Espanto estaba mirándome desde el suelo. Me fijé en la fealdad de su morro, en la dentellada que desfiguraba su oreja. No, probablemente haría mucho mejor en volver a los componentes básicos de la historia: un ladrón de perros callejeros y un asesinato a golpes, ésa era la verdad. Nada de multinacionales o grandes jugadas.
Llamé a la pensión del subinspector porque no habíamos determinado una hora de encuentro para el día siguiente. Su patrona me informó de que había salido a cenar. Era evidente que su desencanto por el corazón de cerdo no le había impedido el avance en asuntos amorosos.
Las compañías constructoras y las farmacéuticas deben de ser dos de los sectores empresariales que mueven mayor volumen de dinero en España. O al menos eso pensé cuando acudimos al primer laboratorio. Asepsia y prosperidad eran dos conceptos que casaban perfectamente en aquel marco.
Un médico joven, con impecable pelo cortado a navaja y gafas de montura dorada, nos acompañó a ver todas las instalaciones. Estaba tenso, pero cuando supo que investigábamos un asesinato, se tranquilizó. Un asesinato era algo que le caía lejos, un asunto de ficción. No hizo preguntas, se limitaba a mostrarnos todo cuanto queríamos ver como si fuéramos una visita escolar o un tour turístico.
Le pedimos que nos llevara a la perrera y lo hizo sin inmutarse. Era una sala muy amplia junto a una terraza. Al menos diez perros compartían el lugar limpio y bien arreglado. Se notaba que estaban alimentados y sanos, que su vida discurría plácidamente. La ignorancia de su cruel destino los hacía aparecer contentos y sosegados. Todos eran de la misma raza.
—¿Están aquí todos los perros que utilizan ustedes?
Por primera vez vi curiosidad en los ojos de nuestro anfitrión. Nos había mostrado amplios departamentos de química, cadenas de producción mecanizada, gabinetes informáticos, complejos controles de calidad y por lo único que le preguntábamos era por los perros.
—¿Qué quiere decir?
Lo intenté de nuevo:
—¿No usan otro tipo de perros… quizás menos… selectos para experimentos de segundo orden?
Ahora sí que no entendía nada. Sonrió en estado de divertida fascinación. Me sentía cada vez más ridícula.
—¿De segundo orden?
—Verá, se me ocurre que quizás emplean ustedes tanta cantidad de perros, que recurrir siempre a su propio criadero sea complicado, demasiado costoso.
—¡Oh, no!, no siempre hay investigaciones en curso que requieran perros. Además, si de repente necesitáramos un ejemplar de determinada edad o características, acudiríamos a un criadero comercial.
—Pero en los criaderos sólo podrán ustedes comprar cachorros.
—Eventualmente pueden tener perros de más edad. De todas maneras les aseguro que estamos hablando de un caso hipotético. Desde que yo llevo trabajando aquí no se ha dado jamás.
—¿Y no utilizan perros callejeros para investigar? —soltó Garzón por las buenas.
Si aquel tipo había aguantado lo de «experimentos de segundo orden» con cierta compostura, no pudo hacer lo mismo con lo de «perros callejeros» de Garzón. Soltó una risotada briosa, seca, restallante.
—¿De verdad les parece que entran perros callejeros en este lugar? —dijo al recomponerse.
Lo atajé con frialdad:
—Necesitamos fotocopias de toda la contabilidad que genera la perrera y una lista con el número de perros que han sido sacrificados en los últimos dos años.
Como ya se había resignado a no enterarse de nada, hizo un cortés gesto de asentimiento.
—Siéntense, por favor. Volveré enseguida.
Nos dejó instalados en una salita decorada sobre beige.
—¡Valiente capullo! —exclamé en cuanto hubo desaparecido—. ¿Pero no lo ha oído, Garzón?, ¿perros callejeros aquí?, sólo le faltaba decir: «los únicos son ustedes».
—Vamos, inspectora. Realmente este lugar no recuerda el ambiente de Ignacio Lucena Pastor.
—¡Hasta los más altos árboles necesitan abono para crecer!
—¿Por qué está tan agresiva?
—¿Y usted por qué está tan beatífico? ¿Qué le ocurre de pronto, la vida es bella?
Volvió el tipo estirado con un pliego de fotocopias y nos las tendió.
—¿Violarían su secreto profesional si me dijeran cómo ha ocurrido ese asesinato que investigan?
Sentí llegada la oportunidad de una pequeña venganza.
—Es un asunto de perros callejeros, no creo que le interese.
Ignoro si aquel pavo presuntuoso se dio por enterado de mi intempestiva reivindicación social, pero al menos salí de aquel lugar con la sensación de haber hecho algo por la igualdad canina. Garzón no se explicaba mi arrebato, y me hubiera jugado cualquier cosa a que lo atribuía a pura tensión premenstrual. Sin embargo, era algo mucho menos específico: estaba convencida de que nos hallábamos corriendo tras el señuelo mientras la auténtica liebre campaba libre por otra parte.
Al día siguiente una visita parecida a la anterior acabó de confirmarme en mi humor funesto. Fuimos recibidos, conducidos e ilustrados sobre las actividades de un segundo laboratorio absolutamente inmaculado. Nada hacía pensar en operaciones delictivas, ni en perros arrebatados a la perrera municipal. También allí tenían sus propios animales, todos con raza y pedigrí, todos vacunados, todos desparasitados, todos viviendo felices hasta que se produjera su despanzurramiento en aras de la Ciencia.
Por si fuera poco, la apariencia modélica de ambas empresas se vio respaldada por el peritaje que sobre sus cuentas de investigación hizo el inspector Sangüesa. Los datos eran coincidentes y el sacrificio de los perros se reflejaba correctamente. Nada a babor, nada a estribor, un mar en calma se extendía a nuestro lado. Me pregunté si merecía la pena inspeccionar el tercer laboratorio, si no sería más práctico cortar aquel baile de pasos en redondo que no nos conducían a ninguna parte. Pero Garzón insistió en que mi hipótesis inicial había sido compacta y le parecía necesario agotarla. Sin embargo, nada varió en aquella tercera incursión farmacéutica. Nos habíamos equivocado, ésa era la verdad.
Me encontraba de tal ánimo que hubiera podido morderle a alguien. Pero hubiera sido inútil cualquier agresión; entrábamos en el fin de semana y no teníamos más remedio que parar.
Mientras pasaban esos dos días, decidí relajarme. Había dejado crecer en mí la tensión de manera completamente inútil. Cogí a Espanto, le puse la correa y paseé tanto como mis piernas pudieron aguantarlo. Acabé sentada en un banco del parque de la Ciudadela con los pies hormigueantes de cansancio.
Me sorprendió darme cuenta de la gran cantidad de gente con perros que aprovechaba las horas de sol. Jóvenes enfundados en ropa deportiva que hacían trotar a sus huskies. Familias cuyos niños eran los encargados de llevar la correa de algodonosos pastores ingleses… Pero sobre todo había viejos, viejos humildes con pequeños chuchos sin raza, tan feos como Espanto, ancianas que paseaban amoldadas al paso cansino de sus perros mestizos. Dos de ellas se pararon a hablar cerca de mí, oí que una decía: «… a mí no me importa nada que deje pelos en el sofá, pero mi hija quiere echarlo de casa, regalárselo a alguien. Y dime qué hago yo sin mi Boby». Era triste, a cada perro sin raza parecía corresponderle un dueño desheredado.
Me levanté, vagué por el parque. De pronto, observé una aglomeración de gente en la lejanía. Me acerqué a curiosear. Había muchas personas formando corro alrededor de un cercado hecho con vallas metálicas. Entre dos árboles se extendía una pancarta informando: XV DEMOSTRACIÓN DE PERROS DE DEFENSA. A BENEFICIO DE LOS HOGARES INFANTILES. Era imposible encontrar un sitio libre desde donde mirar. Me retiré un poco. En los alrededores se veían perros que sin duda habían participado en el espectáculo y descansaban ahora junto a sus amos. Espanto se intranquilizó de repente y empezó a tirar de la correa. El objeto de su desazón parecía ser la proximidad de un enorme rotweiler. Se trataba de un ejemplar impresionante, recio, taurino, con la cabeza compacta y rotunda como un mazo. Se había fijado en Espanto y estaba gruñéndole con cara de enfado. Me asusté, levanté la vista hacia la persona que lo llevaba sujeto y ¡Dios, prodigios de lo imposible!, quien se exhibía con aquel fiero perrazo era Garzón. ¿Garzón, era realmente Garzón?, ¿y qué pintaba allí Garzón con aquel bicho?
—¡Subinspector!
Se puso colorado como un tomate, con la expresión de quien desea ser arrebatado del lugar por un tornado salvador.
—Hola, Petra, ¿qué tal?
—¿Cómo que «qué tal»? ¿Qué está usted haciendo aquí con esa bestia?
Miró al perro como si acabara de crecerle en la mano derecha.
—¿Esta bestia?, ¡oh, sí, es Morgana, la perra de Valentina Cortés! Se la cuido un rato mientras ella está en la demostración. Forma parte del jurado.
Nos quedamos frente a frente sin que se nos ocurriera nada más que decir. Los perros tomaron la palabra. Morgana dio un ladrido amenazador y Espanto soltó un alarido de terror y vino a esconderse entre mis piernas. Tiraba como nunca, enloquecido. El rotweiler se sentía aún más provocado y volvió a ladrar.
—Bueno, Fermín, ya ve que la situación no es como para departir tranquilamente. Voy a tener que irme.
—Lástima, me hubiera gustado que saludara a Valentina. Oiga, esta noche vamos a ir a cenar a un mexicano, ¿por qué no viene con nosotros?
—No sé si…
—Anímese. La llamaré esta tarde para quedar.
A esas alturas la perra de Valentina Cortés se había levantado sobre sus dos patas traseras y ladraba de forma aterradora. Tenía una voz grave, profunda, que salía de sus fauces calientes y húmedas. Espanto dio un tirón que no pude resistir y escapó de mi mano a toda velocidad. Mientras corría tras él me volví y le dije a Garzón:
—¡Está bien, llámeme sobre las cinco!
No conseguí atraparlo hasta que no estuvimos lo suficientemente lejos del rotweiler como para que hasta nosotros no llegara ni el olor. Intenté tranquilizarlo, su corazón palpitaba casi tan desbocado como el mío. Lo comprendía muy bien; de no haber sido él quien tomó la iniciativa, quizás yo misma hubiera escapado de la amenaza de aquel terrible animal.
Antes de las cinco llamé a Juan Monturiol. Pensé que probablemente le apeteciera conocer a mi compañero de trabajo y a una intrépida domadora de casi leones; quizás también, en presencia de otras personas, desapareciera su síndrome de «hombre llevado al huerto por una mujer» y pudiéramos reunir las condiciones necesarias para un poco de amor banal. Supuse que pondría una excusa, pero aceptó. De modo que aquella helada noche de sábado fuimos todos a parar a Los Cuates, un alegre restaurante mexicano del barrio de Gracia.
Puedo decir, sin temor a equivocarme, que formábamos uno de los grupos más dispares de cuantos poblaban la noche de la ciudad. Valentina Cortés se presentó con su cabellera rubio amarillísimo ahuecada y feroz. Llevaba pantalones y un jersey negro de pico que dejaba al aire el nacimiento de su generosa espetera. Una cazadora de cuero completaba la imagen de madura mujer emprendedora. Entendí que a Garzón le hubiera gustado, era una cincuentona realmente sexy. Él, por su parte, se había colocado uno de aquellos trajes rayados «Chicago años 30» que yo tan bien le conocía. Impecablemente engominado y con el bigote en perfecto orden, era obvio que se había vestido para seducir. Como yo, que recurrí a un rojo arrebatado con intención de impresionar a Juan Monturiol. Aunque en realidad la impresionada fui yo, porque cuando Monturiol se presentó con un simplicísimo jersey marfil de cuello vuelto, me pareció que estaba más guapo que nunca.
Tras las presentaciones, fisgoneamos la carta y pedimos las consabidas explicaciones al camarero sobre la graduación picante de los condimentos que llevaban los platos. Valentina se inclinó enseguida por los más rabiosos, y comprobé que Garzón estaba encantado con su osadía.
—¡Me gustan las emociones fuertes! —declaró ella lanzando destellos desde sus ojos claros.
—No me extraña —objeté—, después de haber conocido a tu perra.
—¿Morgana?, ¡es uno de los animales más nobles con los que puedes toparte!
—¿La has entrenado tú misma?
—Sí, con la ayuda de mis figurantes. Es rápida como un rayo, y no soltaría a su presa ni aunque fuera un jabalí furioso.
Intervino Juan, interesado en el tema.
—Siempre me he preguntado si los entrenadores de defensa personal estáis seguros de lo que hacéis. Un perro adiestrado para atacar puede provocar accidentes terribles, morder a alguien hasta matarlo.
Valentina hizo un gesto negativo en el aire con un trocito de cochinillo picante que acababa de mojar en salsa más picante aún.
—No, no es tan terrible, tenemos las cosas bien controladas, esa posibilidad sería remota. En realidad, la defensa personal se ha convertido hoy en día en una especie de deporte.
—¿Podría tu perra matar a alguien? —preguntó Garzón admirativo e infantil.
Valentina llenó su plato de frijoles, entornó los ojos y contestó en plan duro:
—Puedes apostar a que podría, probablemente de un solo mordisco. Pero Morgana, como todos los perros que entrenamos, sólo actúa bajo órdenes de su amo. Si yo no se lo digo, la pobre no se mete con nadie.
—¿Y si alguien intentara atacarte?
—¡Ah, amigo!, entonces te juro que el atacante se quedaría como los ángeles.
—¿Como los ángeles? —nos sorprendimos todos.
—Quiero decir sin sexo, porque os aseguro que Morgana apuntaría directa a sus cojones.
Estallamos en carcajadas que atrajeron miradas sobre nosotros. Increíble la tal Valentina, una auténtica ventolera natural; estaba tan a gusto en el mundo como si ella misma lo hubiera inventado. Tragaba comida ardiente sin pestañear, reía, accionaba, soltaba tacos sonoros y su anecdotario canino no tenía límites. Juan parecía encantado con su charla y Garzón levitaba más que un santón hindú.
—¿Cuál es la raza de perro más fácil de adiestrar?
—Sin duda el pastor alemán. Es un perro que sirve para todo, inteligente y dócil.
—Pero tú escogiste un rotweiler.
—Lo hice por la capacidad de mordida. Mirad, un pastor alemán tiene una potencia de mordida de unos noventa kilos. No está mal, ¿verdad?, os aseguro que me cuesta aguantar sus sacudidas en el brazo sin caerme al suelo. Pues bien, el rotweiler sube hasta ciento cincuenta kilos.
Juan exclamó:
—No podrás controlar una embestida semejante.
—No, no puedo. De hecho el perro me arrastra y tengo que ir desplazándome a su voluntad. Sin embargo, como sus movimientos son nobles y directos, el peligro real resulta mínimo.
—¡Un bicho capaz de enfrentarse a un toro!
—Sí, lo sería.
—¿Nunca has tenido problemas con ningún perro?
Valentina llamó al camarero, pidió otra cerveza mexicana y se puso seria. Hizo una pausa misteriosa.
—Hay una raza que me he negado a entrenar… —engulló una buena porción de guacamole—, el pitbull.
—Tengo un par de clientes que me traen pitbulls a la consulta. Para vacunarlos cada año tengo prácticamente que amordazarlos. ¡Son temibles!
—Temibles. No pesan más de veinticinco kilos. ¿Fuerza en los dientes?… algunos llegan a los doscientos cincuenta kilos.
—¡Acojonante! —soltó Garzón.
—Recuerdo perfectamente lo que sucedió cuando me trajeron uno para que lo entrenara. Mientras hablaba con su dueño el animal estaba tranquilo, silencioso. Me puse el peto acolchado, el manguito y empecé a probar su instinto de defensa con los correspondientes movimientos de excitación. El perro, sujeto por su amo como suele hacerse en las primeras sesiones, se mantenía delante de mí, quieto, sin rugir, sin ladrar, y me miraba directo a los ojos. Pensé: «Valentina, ándate con cuidado porque este bicho es un cabronazo». Efectivamente, de pronto veo que se arranca, babeando, se escapa de su dueño y, en vez de morder el manguito que yo le ofrecía, se lanzó directo sobre mis costillas. Pude esquivarle, pero estoy convencida de que si llega a tumbarme, me hubiera atacado al cuello.
Estábamos estremecidos con su relato.
—¿No es ése el perro que puede llegar a volverse contra su propio amo? —preguntó Juan.
—Supongo que te refieres al stadforshire bull-terrier, una raza americana de la que justamente el pitbull es una variedad. Ése es sin duda el perro más fiero de cuantos existen.
—¿Cuál es su capacidad de mordida? —inquirió Garzón, perfectamente familiarizado con la terminología.
—Trescientos kilos.
—¡No quiero ni pensarlo! —dijo el subinspector.
—Mejor para ti. Se trata de un animal realmente sanguinario, capaz de partirle la yugular a cualquiera. Y de verdad que si lo vierais pensaríais que es imposible. No mide más de cuarenta centímetros de altura y pesa unos diecisiete kilos, pero es una máquina de matar. Sólo a los hijos de puta de los americanos se les podía ocurrir desarrollar una raza así.
—¿Para qué se emplea?
—Sólo como perro de defensa, aunque ya podéis imaginaros que tiene que estar bien controlado.
Guardamos silencio. De repente me di cuenta de que Garzón no había probado sus enchiladas.
—Te felicito, Valentina —dije—, has logrado encontrar un tema lo suficientemente interesante como para que Fermín deje de comer. Es la primera vez que veo algo así.
Garzón me miró maliciosamente. Ella se echó a reír; con carcajadas francas y alegres, respondió:
—Fermín y yo lo pasamos muy bien. Yo le cuento cosas de perros y él a mí cosas de policías. Todos los trabajos tienen algo que contar, ¿o no?
Garzón se empeñó en pagar la cena. Estaba eufórico y era comprensible. ¿Cuánto tiempo habría transcurrido desde que salió por última vez con amigos llevando su propia pareja?
—Vamos a tomar una copa a alguna parte —propuso Juan Monturiol.
—A mí me apetecería bailar —confesó Valentina.
—Entonces iremos al Shutton.
El Shutton era un lujoso local donde los amantes del baile de salón tenían la ocasión de marcarse sambas, rocks y algunas piezas de hot jazz, tocadas por una buena orquesta en vivo. En efecto, Valentina tenía ganas de bailar. En cuanto estuvieron servidos nuestros cócteles, arrastró a Garzón hasta la pista. Advertí entonces que no conocía todas las facetas de mi compañero, múltiples como las de un diamante tallado. Y es que realmente bailaba bien, al estilo de Fred Astaire. Se movía con gracia, con estilo, atento al ritmo, a la vez dominador y deferente con su pareja. La bola compacta de su cuerpo se convirtió en un globo ligero. Era un espectáculo verlo junto a Valentina, ambos desinhibidos y autocomplacientes, dueños absolutos de su diversión.
—Están llenos de vida, ¿no es cierto? —dijo Juan.
—Me gustaría saber bailar como ellos.
—Deberíamos, al menos, intentarlo.
Eligió una untuosa música melódica para el intento. Me tomó en sus brazos y empezamos a movernos muy lentamente. Noté que me oprimía un poco más en los momentos especialmente románticos de la tonada. Acercaba su cara a la mía, la rozaba con suavidad. Así que era un clásico, ¡estábamos apañados! Seducción tradicional: música sugerente, penumbra ambiental, cóctel semiseco… Probablemente al salir de allí me propondría ir a tomar la última copa a su casa, y después, al hacer el amor, me susurraría «cariño» aunque no nos conociéramos de nada. ¡Ni hablar, eso no estaba hecho para mí! ¿Por qué iba a soportarlo?
No me equivoqué ni un pelo. Cuando al salir dijimos adiós a Valentina y Garzón, Juan Monturiol utilizó una entonación envolvente para sugerir:
—¿Tomamos una copa en mi casa?
—No, Juan, ¡cuánto lo siento!, me ha venido un dolor de cabeza horroroso. Lo que voy a tomarme es un par de aspirinas antes de irme a dormir. Si te parece te llamo un día de éstos.
Ni por asomo se esperaba algo así. Encajó el golpe disimulando su enojo, pero pude captar que estaba enfadado fijándome en la ligera presión que imprimió a sus mandíbulas.
¡Al carajo, yo ya no estaba para puestas en escena tradicionales! Demasiados años a mis espaldas, demasiados divorcios, demasiado de todo como para acabar la noche diciendo: «Querido, ha sido maravilloso». Ya no, por mucho que el caballero fuera una pera en dulce. O mejoraba su estilo o me dejaba a mí imponer el mío.
Quien más se benefició de la prematura interrupción de la velada fue Espanto. Se puso muy contento al verme. Salimos a dar un largo paseo a las dos de la mañana. Las calles heladas estaban completamente desiertas y soplaba un viento del diablo. No sé qué consecuencias positivas sacaría el perro de aquella insólita vuelta nocturna, pero a mí el frío y el ejercicio me atemperaron cualquier deseo carnal.