3

No eran ni las nueve de la mañana cuando enfilamos la empinada calle Llobregós hasta llegar al lugar exacto en el que Lucena había sido hallado. Espanto estaba encantado con el paseo, movía la cola y olfateaba. Por el contrario, Garzón, de haber tenido un rabo, lo hubiera llevado entre las piernas. Aquello de utilizar al perro seguía pareciéndole una pendejada, no tenía ninguna fe en la infalibilidad animal, menos que en la del Papa, pero consentía, poco más podía hacer.

Espanto no sintió nada especial en el sitio donde su amo fue hallado. Se movió en redondo, levantó la nariz y olió el aire. Entonces, sin excesivo ímpetu, escogió un camino y se puso en marcha. Yo lo llevaba cogido por la correa, sin estirar de ella ni corregir su rumbo. El perro siguió recto calle arriba, parando de vez en cuando para pegar el morro contra la pared de algún edificio. En un momento dado cruzó la calzada y se internó por un callejón más estrecho. Se detuvo junto a un árbol, levantó la pata trasera y se puso a orinar. Aquella pausa fisiológica irritó a Garzón, que se contuvo.

Cuando llegábamos al final del callejón, Espanto pareció interesado por algo y apretó el paso. Miré a mi compañero con intensidad esperanzada. Entonces el perro echó a correr. Lo seguí compulsivamente, segura de que habíamos dado con algo. Los dos últimos bloques de casas dejaron al descubierto un enorme descampado. Parte de él estaba acotado por una valla de alambre. En el interior se veían varias personas acompañadas de perros.

—¿Qué coño es eso? —oí preguntar a Garzón entre jadeos.

—Ni idea. Vamos a averiguarlo, pero no se identifique como policía hasta que no sepamos algo más.

A medida que nos acercábamos fui haciéndome una idea de la situación. Una mujer rubia y fuerte, de unos cincuenta años, hacía frente a un perro de aspecto fiero, protegido con un manguito y el derecho con una fusta. El perro atacaba a mordiscos sobre la tela acolchada y rugía, la mujer daba potentes gritos de mando. Varios hombres, todos con un perro al lado, contemplaban la escena. Nos pusimos junto a otros curiosos que miraban, las caras pegadas a la verja. Espanto estaba aterrorizado, se escondía entre mis piernas intentando protegerse de los chillidos y el restallar de la fusta en el aire.

Cuando la mujer consideró concluida la maniobra de ataque, llamó a otro propietario de perro de los que, obviamente, aguardaban su turno. El ritual de la lucha se repitió. La mujer daba órdenes al perro en alemán, y a veces se volvía hacia el dueño y le chillaba explicaciones en español. El guirigay era considerable y el espectáculo resultaba, en su conjunto, vistoso y algo salvaje.

—¿Cree que esto tiene algo que ver con lo que andamos buscando? —preguntó Garzón en voz baja.

—Ni idea. Disimule y observe.

A nuestro lado había un muchacho con chándal que había dejado su bicicleta en el suelo para mirar con más comodidad.

—¿Los están domando? —le pregunté en tono casual.

—Es un campo de entrenamiento.

—¿De entrenamiento físico? —solté sin aparentar demasiado interés. Me miró como si fuera idiota.

—Son perros de defensa personal, y ésa es la entrenadora.

—¡Ah! —exclamé.

—Es una entrenadora profesional —aclaró.

—¿Tú la conoces? —inquirí arriesgándome a levantar alguna sospecha.

—Los veo a veces, siempre están aquí. —Miró a Espanto y dijo con retranca—: ¿Es que quiere entrenar a ése?

—¡Quién sabe!, quizás sí, es muy valiente si se lo propone —contesté de mal humor.

El chico dio media vuelta, se puso unos pequeños auriculares en los oídos, cogió la bicicleta y se alejó sin decir adiós.

Nosotros nos quedamos allí, quietos, hasta que el entrenamiento acabó. Éramos ya los últimos mirones. Los perros y sus dueños empezaron a salir del cercado. La entrenadora los despedía junto a la puerta, charlando con ellos. No podíamos seguir mirando sin llamar la atención, las opciones eran abordarla o marcharnos. No teníamos suficiente información como para desdeñar algún dato más.

—Déjeme a mí —le susurré a Garzón.

Nos acercamos hasta donde estaba, y cuando sólo nos separaban unos pasos de la puerta, Espanto empezó a aullar como un poseso, a tirar de la correa intentando huir. Ella se fijó en nosotros, miró al perro y sonrió. Despidió a la gente y vino directa en nuestra dirección. El perro se puso aún más histérico, cruzándose entre mis piernas. A pesar de su pequeño tamaño desarrolló una gran fuerza.

—¡Quieto, estate quieto! —le grité.

La entrenadora hizo gestos tranquilizadores en el aire.

—¡Cójalo en brazos! —me ordenó. Obedecí como pude—. ¡Ahora tápele los ojos con la palma de la mano! ¡Eso es!

Espanto se quedó inmóvil. Entonces ella le tocó la cabeza, lo acarició, le permitió que la oliera. El perro aflojó la tensión, se tranquilizó.

—Ya puede soltarlo.

—No entiendo por qué…

—No se preocupe, siempre pasa lo mismo. Los perros que me ven entrenando luego tienen pánico de mí. Es por los gritos y la fusta.

—No me extraña que tengan miedo… —terció Garzón—, la verdad es que está usted muy impresionante.

La mujer soltó una sonora carcajada.

—¡Todo es puro teatro, créanme! Pero los perros no distinguen entre apariencia y realidad, son demasiado nobles para eso. ¿Viven por aquí?

—No —contesté—. Hemos venido por un asunto de trabajo y nos ha llamado la atención su entrenamiento.

—Hay mucha gente que se para a vernos. Nuestros mejores espectadores son los jubilados, ¡y los niños durante el fin de semana!

—¿Enseña a los perros a atacar? —preguntó Garzón.

—Les enseño a defender al amo, también a obedecer cualquier orden y a seguir un rastro. Es mi oficio.

—¿Cualquier perro puede aprender a hacer esas cosas, incluso éste? —Señalé a Espanto.

—En principio… pero yo sólo trabajo con razas específicas de defensa.

—Y supongo que, con los tiempos que corren, no le faltarán clientes.

—No puedo quejarme. Hay muchos aficionados, además tengo a la gente que viene por necesidad: comerciantes que quieren entrenar a su perro para que les guarde la tienda, guardas de seguridad…

—Me parece apasionante —dijo el subinspector.

—¿De verdad se lo parece?

—¡Naturalmente!, debe de ser algo lleno de emociones.

Garzón no sólo había tomado la voz cantante contraviniendo mis órdenes, sino que le estaba echando imaginación. Su estilo cordial dio buenos frutos.

—Oigan, yo ya he terminado por hoy. ¿Por qué no tomamos una cerveza en ese bar?

—¡Estupendo! —dijo Garzón.

Yo repliqué:

—A mí se me ha hecho algo tarde, tengo que volver al despacho. ¿Quedamos allí dentro de un par de horas, Fermín?

Los dejé envueltos en aquella nube de exclamaciones y coincidencias felices, rumbo al bar. Garzón lo había hecho muy bien; si había algo que averiguar él lo averiguaría. Su contertulia parecía de palabra fácil.

Me llevé a Espanto a casa y allí lo dejé, descansando de tantas emociones. Yo me dirigí a la tienda del veterinario. Me atendió su tan cacareado ayudante, que no era una bella mujer, sino un joven de pinta vulgar y mirada aburrida. Tuve que esperar hasta que Juan Monturiol hubo acabado todas sus visitas. Pasé el tiempo hojeando revistas, todas sobre perros. Era increíble; comprendí que en torno al perro giraba un mundo que yo no había podido ni sospechar: veterinarios, fabricantes de comida para perros, cuidadores, entrenadores… Bueno, era obvio que la gente no sólo se dedica a leer el periódico y pasear; bajo la corteza uniformizante de la ciudad resulta haber un montón de aficionados a cosas raras: enólogos, adoradores del sol, especialistas en setas y amantes de los perros.

Juan apareció por fin vestido con bata blanca. Despedía cortésmente a una señora que arrastraba un caniche. Me miró y, quizás sólo fuera imaginación mía, los ojos se le agrandaron un poco.

—¿Algún problema? —preguntó, y noté que, por lo que diablos fuera, sonaba en plan irónico.

—Sólo será un instante —me vi obligada a disculparme.

Hizo que pasara y me sentara en la silla preparada para visitas con can. Olía a desinfectante. Un grupo de angelicales cachorros en grupo miraba desde un cuadro.

—He venido a hacerte una pregunta técnica, por curiosidad. Quiero saber lo siguiente: si un perro anda buscando un rastro y te conduce donde hay otros perros… —Era difícil darle forma casual a algo tan preciso, pero no hicieron falta disimulos. Me interrumpió.

—Eres policía, ¿verdad?

—¿Puedo preguntarte cómo lo has sabido?

—Si a alguien le anuncian un muerto por teléfono y tiene que salir precipitadamente de casa caben dos posibilidades: o es médico o es policía. De haber sido médico, dado el paralelismo de nuestras profesiones, me lo hubieras comentado cuando visité a tu perro.

—Con semejantes dotes de deducción quizás debieras ser tú también policía.

—Si me haces una buena oferta… ¿Qué grado tienes?

—Soy inspectora.

Silbó. Estaba reproduciendo paso a paso una de las típicas reacciones de quien se entera de tu condición de policía.

—¿En qué puedo ayudar a la ley?

Me armé de paciencia.

—Esta mañana hemos llevado a mi perro hasta el lugar donde se cometió un delito, con la esperanza de que encontrara el rastro de algo conocido. Y… en efecto, ha seguido un camino. Hemos ido tras él y… bueno, ahora empieza la duda, nos ha llevado hasta un solar donde hay un campo de entrenamiento y un buen montón de perros. Dime, ¿crees que es significativo que nos condujera hasta allí, quiere eso decir que estaba familiarizado con la ruta, o se limitó a oler a los otros perros en la distancia y fue encaminándose hacia ellos?

Se rascó el pelo trigueño, brillante. Estaba serio y pensativo. Abrió la boca para expresar una duda inicial. No era atractivo, ni resultón, ni bien parecido; era guapo, guapo medular, guapo hasta los tuétanos.

—¿A qué distancia estabais de ese centro?

—¡Oh, bueno! No sé, dos largas calles, una de ellas formando ángulo.

—Verás, es bastante difícil asegurarlo, cualquiera de las dos posibilidades es factible; de hecho, es muy fácil que haya predominado el olor de los otros perros, pero… no me atrevo a decirte nada definitivo, no soy un experto en perros.

—¡Pero eres veterinario!

—Sí, conozco la anatomía del animal, sus hábitos, las circunstancias de su reproducción y todo lo relacionado con sus dolencias. Pero los perros son mucho más que eso, ¿sabías que en Estados Unidos hay incluso psiquiatras caninos? Se trata de un animal complejo, no en balde ha sido durante toda la Historia el compañero del hombre; se le han contagiado nuestras neurosis y manías.

Cuando sonreía, el espectáculo de sus labios carnosos y dientes blancos era casi insoportable.

—Entonces será mejor que recurra a la sección de perros que tenemos en la policía.

Volvió a rascarse el pelo llevándome esta vez casi hasta el delirio.

—No sé si es lo indicado. Seguro que en esa sección tendrán noción sólo de entrenamiento, no de comportamiento. Es demasiado restrictivo. Además, casi siempre suelen ceñirse a una raza: el pastor alemán.

Se levantó y fue hacia un fichero. Rebuscó. Tenía un occipital propio de la más clásica estatua griega.

—Lo que voy a hacer es darte la dirección del mejor experto canino de la ciudad. Tiene una tienda dedicada en exclusiva a libros de animales y lo sabe todo sobre perros, todo.

Sacó un tarjetón azul y copió los datos en una de sus recetas.

—El nombre de la tienda es Bestiarium y ella se llama Ángela Chamorro.

—¿Una mujer? —pregunté.

—¿Te sorprende? —regresó a la ironía.

—En absoluto.

¡En absoluto! ¿Era aquello una fina respuesta, algo que se pareciera a un rasgo ingenioso, a una carambola verbal? ¿Dónde había dejado mi mordacidad característica para con el otro sexo? Siempre me ocurría lo mismo: cuando iba de Diana Cazadora, que era justo cuando más falta me hacían los dardos, solía quedarme con el carcaj vacío.

Le di las gracias y empecé a despedirme. Puede que aquella experta fuera providencial para la investigación, pero resultaba un escollo para mí. Ahora ya no tendría libertad para acercarme a aquel bombón con la excusa de hacerle preguntas técnicas. Por fortuna aún contaba con Espanto; sería menester inventarse alguna enfermedad benigna pero insidiosa para mi perro, aunque fuera una pequeña fobia psicológica copiada de los chuchos americanos.

De pronto, oí su voz detrás de mí.

—Petra, ¿qué te parece si continuamos con aquella copa que quedó en el aire?

—¿Sigue apeteciéndote beber conmigo ahora que sabes que soy policía?

—Me apetece saber con quién estoy bebiendo, y ahora sí lo sé. Cerraré la tienda a las ocho.

—Pasaré a recogerte.

También jugaba duro. ¡Naturalmente que sí! ¿O es que acaso creí que había sido casual el que se presentara el otro día en mi casa para traer él mismo las compras? Aquel tipo era terrible, había estado a punto de hacerme creer que era yo la arquera invencible cuando en realidad estaba actuando como cervatilla despistada. Y no hay nada que me fastidie más en esta vida que representar ese papel. Pero la partida cinegética no había hecho más que empezar, de modo que ya veríamos quién sería el primero en cobrar la pieza.

A las dos horas en punto de haber dejado a Garzón a merced de aquella domadora de fieras, volví a comisaría y me quedé esperándole. Se retrasó más de treinta minutos, cosa insólita en él. Al cabo de este tiempo apareció contento y pimpante, apestando a cerveza como un minero galés.

—No sabe lo fascinante que puede llegar a ser el mundo de los perros, Petra —soltó por las buenas—. Y no se imagina hasta qué punto Valentina es capaz de dominar a esos bichos.

—¿Valentina?

—Sí, la entrenadora. Se llama Valentina Cortés.

—No parece haber tenido dificultades de relación.

—Bueno, es una mujer muy abierta y cordial. Naturalmente he estado sonsacándola. En principio no me parece que haya nada sospechoso. Creo que Espanto nos llevó hasta allí por casualidad.

—Tendremos que verificar si ésa es la única posibilidad.

—Como quiera, pero no creo que la mujer tenga nada que ver en el caso.

—¡Vaya, Garzón!, tal se diría que Valentina no sólo domestica perros, sino también policías.

Se mosqueó como en la época en que yo solía buscarle las cosquillas:

—Inspectora… no sé qué contestarle a eso sin faltarle al respeto.

—¡No se pique, amigo mío! —le dije dándole un par de sonoros mamporros en la hombrera—. Si quiere tener un buen motivo para estar de mal humor, enseguida voy a dárselo.

—¿Qué quiere decir?

—Que no tenemos tiempo para comer.

—¿Por qué?

—He hablado con nuestro hombre en el bar Las Fuentes. Después de una semana de espionaje, ha llegado a la conclusión de que sólo hay parroquianos habituales a la hora del café. Lo demás es gente de paso. Si alguien conocía a Lucena, ha de estar allí después del almuerzo, por lo visto esos clientes son de los que no fallan. De modo que hemos de ir a buscar a Espanto a mi casa, y llegar al bar no después de las tres y cuarto.

—¿Sigue empeñada en que ese maldito chucho haga de detective?

—¿«Maldito chucho»?, ¿no decía que los perros eran fascinantes?

Me acompañó de mala gana. Si había algo sagrado para Fermín Garzón, aparte del cumplimiento del deber, era la necesidad de alimentarse. Lo convencí diciéndole que podía pedir un bocadillo en el bar Las Fuentes, y en el coche lo distraje haciéndole preguntas sobre la entrenadora.

—Ya sabe, tiene su propio negocio con los perros. Sus padres eran payeses y vivían en el campo. A ella le gusta mucho el campo, me ha dicho que, cuando se retire, comprará con sus ahorros una finquita, es la ilusión de su vida. Nunca se ha casado. Vive sola en una casa pequeña, en Horta.

Evidentemente el interrogatorio había versado sobre la vida privada, o al menos ése era el tema que la interrogada prefirió tratar. En cualquier caso, tampoco Garzón hubiera podido hacerle preguntas sustanciosas sin que a ella le pareciera sospechoso.

Recogimos a Espanto, que investido ya de un cierto aire de perro policía responsable, no parecía acordarse de los contratiempos pasados durante la mañana. Llegamos al pringoso bar Las Fuentes justo cuando las vaharadas del aceite frito empezaban a mezclarse con las del café. Nuestro espía estaba en la barra, nos lanzó una mirada de connivencia. Sentí piedad por él. Una semana metido en semejante antro debía haber sido terrible.

El dueño miró a Espanto con mala cara, pero como seguramente nos recordaba, no se atrevió a echarnos. Nos sentamos a una mesa y pedimos café, Garzón un bocadillo de tortilla. En una mesa vecina había organizada una partida de dominó. Iban entrando hombres solos, algunos se saludaban, otros no. Espanto no hacía indicación de reconocerlos. Yo no le quitaba el ojo de encima al dueño, necesitaba advertir cualquier mueca o señal de aviso que pudiera hacer. El tipo estaba sereno, no nos prestaba atención. Malcarado y metódico, servía cafés y copas de brandy que olía a aguarrás. Garzón reclamó su tortilla inútilmente; la cocinera se había marchado ya. Una catástrofe. Pasó media hora que se me antojó eterna. El subinspector movía una pierna espasmódicamente como si siguiera el ritmo de una enloquecida orquesta de dixieland. Espanto, por el contrario, dormitaba tranquilo tumbado en aquel suelo lleno de colillas, bigotes de gamba y servilletas de papel. Le acaricié la cabeza para ver si se despabilaba. Me lameteó la mano, tierno. Fue entonces cuando erizó las orejas y, mirando hacia la puerta, se puso en pie. Movía el rabo y tiraba de la correa pugnando por marcharse. Lo solté. Ya cerca de la barra había un tipo que acababa de entrar. Espanto corrió hacia él, dando grititos, y apoyó las patas delanteras en una de sus piernas. El tipo lo saludó, sonrió y se dirigió al dueño del bar.

—¡Eh!, ¿qué hace éste aquí? —preguntó espontáneamente. Nada más haber hablado comprendió que algo iba mal y miró alrededor, inquieto. Garzón ya estaba a su lado.

—Somos policías —dijo—. ¿Conoce usted a este perro?

—No, no. No sé de quién es.

—Será mejor que no diga nada ahora y nos acompañe a comisaría.

No recuerdo qué protestas desarticuladas balbuceó, pero el subinspector le ordenó callar en voz baja y contundente. En comisaría dejamos a Espanto en el coche. Los guardias llevaron al hombre a un despacho. Garzón y yo parlamentamos a solas antes de interrogarlo.

—Si es mínimamente listo, por mucho que sepa no dirá nada. Dudo de que el testimonio de un perro tenga validez legal.

—¿Le hará ponerse en pelotas como hizo aquella vez con un sospechoso? —me preguntó.

—¡Ni hablar!

—¿Por qué?

—Es feo como un diablo.

Era tan horrible como Lucena, con un aspecto canallesco, granujiento, pobre, corrupto, desgastado, roto, derrotado. Y la prueba reina de su total marginalidad la proporcionaba el hecho de que, teniendo aquella pinta, se adornara. Llevaba pantalones de pana rojos y, cerrando el cuello de la camisa floreada, usaba un lazo de cuero pasado por una especie de medallón metálico, al modo de Búfalo Bill cuando se ponía de etiqueta. Dijo llamarse Salvador Vega, y empezó negando que conociera a Ignacio Lucena Pastor. Era débil y estaba asustado. Garzón enseguida se dio cuenta y decidió intimidarlo con su estilo más brutal.

—¿A qué te dedicas?

—A la artesanía.

—¿A la artesanía de qué?

—Hago palomas y pájaros de escayola. Algunos los pinto de colores y los vendo a las tiendas de baratillo, otros los dejo tal cual y me los compran en las tiendas de manualidades.

—¡Coño! —dijo Garzón—. ¿Usted cree, inspectora, que alguien puede ganarse la vida pintando palomas?

El tipo se puso nervioso.

—¡Les juro por Dios que es eso lo que hago! Si quieren los llevo a mi casa y les enseño el taller con los moldes de plástico y las figuritas. Me gano la vida así. No me falta dinero para vivir, pago el alquiler, las facturas, ¡hasta tengo una furgoneta para repartir el material! Vamos ahora mismo si no me creen.

Garzón se acercó violentamente a él, lo cogió por las solapas y lo atrajo hacia sí hasta que sus narices casi se tocaron.

—Oye, hijo de puta, yo no voy a creerme nada de lo que me digas si sigues negando que conoces a Lucena. ¡Tenemos testigos que dicen que lo conoces!

—¡Eso es mentira!

—¿Mentira? Te voy a asegurar una cosa: te has topado conmigo y a partir de ahora las cosas te van a ir mal, muy mal. Me encargaré personalmente de que te vayan mal. ¿Entiendes?

Intervine:

—Mira, yo sí creo que fabricas palomas de artesanía. ¿Y sabes por qué?, porque en casa de Lucena he visto dos, y apuesto algo a que son exactamente iguales a las que tú haces.

Se quedó un momento callado.

—Mucha gente compra mis palomas.

Garzón perdió los estribos. Se abalanzó sobre él y lo vapuleó cogiéndolo por un brazo. El hombre estaba aterrorizado. Me miró, implorante:

—¡Dígale que me deje!, ¡está loco!

—Mi compañero no está loco pero pierde la paciencia. Yo tengo algo más que él, aunque a este paso también la perderé. Hay un hombre muerto, no estamos para andarnos con bromas.

Se inmovilizó, los ojos desorbitados, la boca floja.

—¿Muerto? Yo no sabía que estaba muerto. En el bar me dijeron que estaba en el hospital, que la policía buscaba a alguien, a lo mejor a quien lo había puesto así, pero yo no sabía que estaba muerto.

—Entonces, ¿lo conocías? —pregunté.

Dejó caer la cabeza sobre el pecho, bajó la voz.

—Sí.

Garzón se lanzó sobre él, lo levantó de la silla cogiéndolo por la camisa, lo zarandeaba:

—¡Maldito cabrón, ahora resulta que lo conocías! ¡Eres una basura, mucho peor que una basura, eres sólo mierda! ¿Y no sabías que estaba muerto? ¿Esperas que te creamos ahora, hijoputa? ¡Seguramente fuiste tú quien lo mató! Si no me dices inmediatamente todo lo que sabes te rompo la boca, ¡te la rompo!

Yo estaba impresionada por la agresividad de Garzón. Sin duda el hambre estaba haciendo mella en él. Le puse la mano en el hombro para devolverlo un poco a la normalidad. Tampoco era cuestión de que se liara a tortas con el sospechoso.

—¿Erais amigos? —pregunté.

—No, amigos no, nos veíamos a veces, tomábamos una cerveza juntos. Me caía bien.

—¿En qué andaba metido Lucena?

—No lo sé, les aseguro que no lo sé. Sé que vivía solo, con ese perro asqueroso, pero si andaba metido en algo feo les juro que no me lo dijo. Hablábamos de fútbol.

Garzón dio un puñetazo en la mesa, el hombre se replegó como si el siguiente fuera a ir a parar a su cara.

—¿De fútbol, hijo de la gran puta?

Yo también pensé que iba a agredirlo. Musité:

—Tranquilo, subinspector, tranquilo.

Salvador Vega me miró, muerto de miedo.

—¡Dígale que no me haga daño! —imploró.

—Nadie va a hacerte daño, pero tienes que contarnos la verdad, contestar a lo que te preguntemos sin ocultar nada. ¿A qué se dedicaba Ignacio Lucena?

Se aflojó la corbata de Búfalo Bill, se desabrochó el primer botón de la camisa.

—Trataba con perros —dijo.

Garzón no le dio tiempo a continuar, aulló:

—¿Perros? ¿Pero es que te has creído que somos imbéciles? ¿Cómo se come eso de que trataba con perros?

—¡Les estoy diciendo la verdad, es lo único que sé!, proporcionaba perros a la gente.

Antes de que mi compañero volviera a echarse sobre él, le hice un gesto para que se aplacara.

—¿Quieres decir que los vendía?

—Sí, supongo que sí.

—¿Y de dónde los sacaba?

—Nunca me dijo nada, de verdad, era muy reservado, hasta cuando había bebido dos copas era muy reservado. Sólo sé que me decía: «Esta semana tengo que entregar un par de perros», eso es todo.

—¿Crees que eran robados?

—Sí, eso pensé siempre, pero nunca se me hubiera ocurrido preguntárselo, tenía mala hostia.

Permanecí un momento en silencio. Garzón aún estaba jadeante después de sus arrebatos de fiereza.

—¿Le oíste alguna vez mencionar a quién entregaba esos perros?

Bajó la mirada. Utilicé un tono de voz comprensivo para decir:

—Piénsalo bien, hay un asesinato por medio. Si dices la verdad y sólo bebías un trago con él de vez en cuando, es necesario que confieses todo lo que sepas. Si te guardas algo, después tontamente, eso puede inculparte.

Asintió a golpes de cabeza cortos y razonables.

—Una vez me dijo que llevaba los perros al Clínico para un amigo suyo catedrático.

—¿A la Facultad de Medicina?

—Sí.

—¿Para experimentación?

—No lo sé.

—¿Es todo lo que sabes?

—¡Lo juro por Dios! A mí siempre me hizo gracia que se dedicara a los perros, alguna vez le pregunté, pero no decía nada de sí mismo, nada.

Garzón volvió a intervenir:

—¡Pues claro que te hacía gracia, como que eso de los perros es un cachondeo! ¡Vaya un oficio!

Por primera vez aquel hombrecillo atemorizado contestó con desafío y orgullo.

—Cada uno se busca la vida como puede, no sé por qué le parece tan extraño, yo hago palomas, él conseguía perros, en esta vida no todos podemos ser notarios.

Curioso, que la mitificación profesional de aquel lumpen fueran los notarios. Podían haber sido los banqueros, los industriales, pero no, eran los notarios.

—¿Tienes alguna idea de quién ha podido matarlo?

—Les aseguro que no.

—Está bien —susurré.

Lo mandamos a su casa acompañado de un par de agentes para que la registraran. Nos dijo que no necesitábamos orden judicial, estaba deseoso por que comprobáramos su inocencia. Garzón se veía como un actor shakespeariano después de representar Otelo, exhausto y excitado. El hambre ciega que debía de sentir le había ayudado a ser temible.

—¿Cree usted ese rollo de los perros? —preguntó.

—No tengo más remedio que creerlo. Que investiguen sus antecedentes. Póngale un poli tras los talones durante al menos una semana. Y que nuestro hombre siga otra semana en el bar Las Fuentes, vigilando los contactos y llamadas del dueño. Mañana vaya usted personalmente y hable con él para ver si confirma la historia de este tío sobre las charlas de fútbol con Lucena. Si sigue sin querer cooperar, dígale que sabemos que conocía a Lucena y nos lo ha ocultado, que podemos implicarle legalmente en el caso.

—Sí, inspectora. Supongo que hoy ya es demasiado tarde para ir a la Facultad de Medicina.

—Iremos mañana.

—Entonces ya hemos acabado por hoy.

—No, aún tenemos una visita que hacer.

—Disculpe, inspectora, pero son las siete de la tarde y yo, la verdad, llevo sin comer nada desde el desayuno y…

—Lo siento, Fermín, no voy a explicarle a usted lo que son los gajes del oficio… una visita más y le dejo libre.

Antes de entrar en el coche se acercó hasta un bar y compró una bolsa de patatas fritas. Espanto nos esperaba sin muestras de impaciencia, pero cuando avistó las patatas del subinspector se puso frenético.

Nos movíamos a través del tráfico denso de la ciudad entre los gañidos del perro y los estallidos de las patatas en la boca del subinspector. Mis nervios estaban tensos como pompas de jabón. Al final, exploté:

—¡Oh, vamos, Fermín, dele una condenada patata a ese jodido perro antes de que consiga volverme loca!

El subinspector, como un niño gruñón y cicatero, pasó una única patata bastante pequeña hacia el asiento de atrás. Recuerdo haber pensado que jamás, en todos los días de mi vida, había tenido que ser testigo de una situación más estrafalaria.

Por fortuna, ya sólo la entrada en Bestiarium resultaba sosegante. Era una librería ordenada, acogedora, enmoquetada en tonos pálidos y con una suave música de jazz que llenaba el ambiente. Ángela Chamorro nos recibió con una sonrisa. Rondaba la cincuentena, tenía bonitos ojos color avellana e iba vestida con el mismo gusto discreto y tranquilizador que había utilizado para decorar su tienda. Llevaba el pelo entrecano recogido en un frondoso moño tras la nuca. Cuando le dije que íbamos de parte de Juan Monturiol hizo comentarios elogiosos sobre él, y cuando añadí que éramos policías quedó fascinada. Miró su reloj:

—Sólo falta un ratito para las ocho, así que cerraré la tienda y podremos hablar más tranquilos; a estas horas ya no suele venir casi nadie.

Nos hizo pasar a una pequeña trastienda llena de cajas con libros. Sobre una mesa camilla reposaba un servicio de té usado, y en el suelo dormitaba, filosófico, un enorme perro peludo. Hice un gesto de sorpresa al verlo.

—No se asusten, por favor, ésta es Nelly, mi perra, un hermoso ejemplar de mastín del Pirineo completamente inofensivo. Siéntense. —Acarició el lomo del animal con infinita delicadeza. Éste suspiró—. Ustedes dirán, aunque les advierto que quizás no sepa contestar a las preguntas que quieren hacerme.

—Juan dice que es usted la mejor experta en perros del país.

Sonrió, ligeramente sofocada.

—Espero que no le hayan creído.

Tenía clase, era además inteligente y rápida; enseguida entendió los matices de la historia de Espanto en el Carmelo. Se quedó pensando un momento tras oírla, luego preguntó:

—¿Mostraba su perro una actitud de interés cuando lo conducía por las calles?

—¿Interés?

—¿Llevaba la nariz pegada al suelo, sin distraerse para oler otras cosas, sin detenerse?

—Me temo que no, lo olisqueaba todo, especialmente al principio, luego fue concentrándose más.

—¿A qué distancia estaban de ese campo de entrenamiento cuando comenzó a concentrarse?

—Calculo que, más o menos, a unos cuatrocientos o quinientos metros.

—¿Había alguna perra en celo entre los animales reunidos allí?

—No lo sé, es probable que sí. Podemos enterarnos si es preciso.

—Verán, si el perro se hubiera guiado por la memoria, es porque ese lugar, por algún motivo, resultaba agradable para él. Quizás su dueño lo llevara allí de paseo, quizás allí le daban alguna golosina. Jamás los habría conducido a un sitio donde hubiera vivido una experiencia negativa, aunque fuera una única vez. Si, por el contrario, siguió un rastro concreto ese día, tuvo que ser algo muy atrayente, una perra en celo, por ejemplo. Quinientos metros es una distancia considerable, casi la máxima en la que el olfato de un perro es efectivo. También hay que contar con las condiciones atmosféricas, que son una variable muy determinante. ¿Hacía viento ese día?

Garzón y yo nos miramos, cazados en nuestra ignorancia.

—¿Usted lo recuerda, subinspector?

—Ni idea.

—Bien, en fin, eso no es tan grave. Digamos que, por sí mismo, un grupo de perros no constituye motivo suficiente como para atraer la atención olfativa. Claro que podía haber, como les he dicho, una perra en celo, o quizás comida de la que emplean los entrenadores como recompensa para los perros que ejecutan bien las maniobras.

—La entrenadora se llama Valentina Cortés.

—Tiene fama de ser muy buena.

—¿La conoce?

—No personalmente, pero en este mundo del perro todos acabamos sabiendo de los demás.

—En definitiva, que no es significativo que Espanto nos llevara hasta allí. Quizás no había estado nunca antes.

—Entérense de lo de la perra en celo, es un dato importante.

Garzón sacó una libretita y apuntó.

—Hay otra pregunta que quiero hacerle, Ángela, y, por lo que veo, es usted la persona indicada para contestar cualquier cosa sobre perros.

—¡Oh, no diga eso! —Estaba encantada con mis palabras.

—Se trata de los perros utilizados en la Facultad de Medicina. ¿Para qué los quieren y de dónde suelen sacarlos?

—Bueno, supongo que los necesitan para investigación. La raza ideal para la investigación médica es el beagle, un simpático perro inglés de tamaño mediano cuyo cometido genérico es la caza. El beagle caza faisanes, liebres… pero incluso le han enseñado a cazar ¡peces! Luego se descubrió la similitud de algunos de sus tejidos orgánicos con los humanos, y empezó a usarse en todas las facultades de Medicina del mundo. Suelen tener sus propios criaderos y establos.

—¿No necesitan ser abastecidos de modo irregular, por ejemplo, con perros robados?

—En fin, lo del tipo de los bajos fondos que vende perros, ¡o cadáveres!, a la facultad yo diría que pertenece a otros tiempos, aunque ¿quién sabe? Otra cosa son los laboratorios privados, las firmas de cosmética, en eso hay mucha opacidad. Ustedes ya saben que existe un fuerte rechazo social a la vivisección. El resultado es que cierran sus puertas a cal y canto, nadie sabe qué perros utilizan, de dónde los sacan o cómo lo hacen. No se arriesgan a una mala propaganda. Poco tienen que hacer en ese mundo las sociedades protectoras de animales.

Su limpia mirada se perdió en el aire.

—¿Creen que lo que les he dicho puede servirles para sus indagaciones?

Estaba encantada de colaborar.

—¡Naturalmente que nos ha servido!

—Aunque debo advertirles que, tratándose de perros, no hay nada seguro, nada definitivo. Los perros no son máquinas, son seres vivos, tienen reacciones imprevistas, sentimientos, personalidad propia, tienen incluso… bueno, estoy convencida de que incluso tienen alma.

Nos miró, arrobada por la mística de su propio discurso.

—Yo… —abrió la boca Garzón por primera vez en toda la entrevista. Ella le escuchó, atenta.

—Dígame.

—Disculpe, pero me pregunto si podría comerme una de esas galletitas. —Señaló el plato a medio consumir que había junto a la taza de té vacía.

Ella quedó descolocada, y luego soltó una carcajada feliz:

—¡Querido amigo, discúlpeme usted a mí! Enseguida voy a prepararles un té, ni siquiera se me había ocurrido.

Garzón se despepitaba en explicaciones tardías:

—Es que no he comido en todo el día por cuestiones del servicio y empiezo a sentir una debilidad…

Ella se compadecía preparando té desde la cocinilla adosada:

—Me imagino que andar todo el día de pesquisas debe de ser muy cansado, ¡y peligroso!

Miré a Garzón y le dediqué un cabeceo reprobatorio como se hace con un niño imprudente. Se encogió de hombros, frívolo, dejándose querer. La perra peluda nos miraba.

Salimos de la librería pasadas las diez de la noche. Habíamos comido galletas y bebido té; supimos que Ángela era viuda de un veterinario, que su tienda funcionaba a las mil maravillas y que adoraba a los perros. A este respecto, y una vez roto el hielo y recobrado el humor tras el tentempié, Garzón se dedicó a contarle las curiosas costumbres que había en su lejano pueblo de Salamanca con los perros de la trashumancia. Ella le escuchó embelesada, como si aquellos chuchos esteparios fueran el tema de conversación más interesante que había tratado jamás.

Llegué a casa rendida, confusa. Espanto corrió hacia su comida y se lanzó a comer como un poseso. Definitivamente, aquel can era el alter ego de Garzón. Tiré mi abrigo sobre el sofá y le di a la tecla del contestador automático:

—«Petra, soy Juan Monturiol. He estado esperando a que me recogieras, pero ya son las ocho y media. Me voy a casa. Supongo que cuando uno queda citado con una policía, estas cosas pueden pasar. Espero que, al menos, hayas encontrado al terrible asesino en serie de las películas americanas.»

«¡Coño!», susurré, y luego fui elevando la intensidad del taco hasta la blasfemia. Me había olvidado por completo. ¿Hasta qué punto de idiocia estaba llevándome el trabajo? ¿A qué jugaba, a ser una detective de novela? ¿Qué prisa tenía por descubrir al asesino? No iba a ser menos asesino por unas horas más en libertad. Me había perdido una sonrisa cautivadora, un torso de estibador, ¡un auténtico culo griego! Y lo peor era que Juan Monturiol iba a interpretar mi plantón como una cabezonada, una cuestión de principios en cuanto a «quién lleva la iniciativa». Justo lo que no debía interpretar, primero porque era verdad que yo podía pensar esas cosas, y segundo porque aquello complicaría innecesariamente la relación y dilataría el proceso de encarnamiento. Me acometió un ciclópeo mal humor.

Espanto había acabado de comer y se acercó a mí moviendo la cola.

—¡Largo de aquí, chucho asqueroso! —solté con un gesto de rechazo. Se quedó mirándome sin comprender, los ojillos negros fijos en mí—. Está bien, ven conmigo —le dije luego, compadecida de su desconcierto. Me senté y él se colocó sobre mi regazo, esponjado y feliz. Creo que fui yo quien se durmió primero.