Registramos a fondo el piso que Ignacio Lucena Pastor ocupaba en el barrio antiguo, un pequeño antro bastante miserable que aquel tipo no se había molestado en adecentar. Mesa y cuatro sillas, un televisor y un sofá a punto de enseñar las tripas eran el único mobiliario de la sala. Su dormitorio no resultaba mucho más acogedor; en él había un catre, una estantería con revistas y una especie de pupitre en cuyos cajones encontramos papel de cartas y un par de libros de contabilidad que Garzón tomó como prueba. Lo demás no parecía demasiado interesante, pocos objetos personales ofrecían pistas sobre sus costumbres o preferencias. Las revistas sí evidenciaban mínimamente sus gustos: semanarios de coches y motocicletas, algún magacín con chicas desnudas, y fascículos sueltos de tres enciclopedias: una sobre la Segunda Guerra Mundial, otra sobre perros de raza y una tercera de fotografía. El único adorno que poblaba el lugar eran un par de palomas de barro, muy toscas, que Lucena había colocado sobre su mesilla de noche.
—Si es verdad lo que usted piensa y traficaba con drogas, ¿no debería ser un poco más rico, Garzón?
—¡Bah, esos camellos de poca monta…!
—Pero la paliza que le dieron fue descomunal, ¿no le parece desproporcionada para un tipo que se ocupaba de cosas sin importancia? Eso no me cuadra bien.
—¿Calcula usted la fuerza cuando le arrea un palmetazo a un mosquito?
Lo que decía Garzón tenía sentido, pero los hechos, hasta los delictivos, tienden a la armonía, y había algo en aquella suposición que escapaba a una hipótesis bien estructurada. Una venganza tan fiera necesitaba un motivo poderoso.
Los cajones del escritorio estaban vacíos. ¿No guardaba nada aquel hombre?, ¿para qué demonios tenía entonces un escritorio?, ¿nada, ni un recibo de gas? Cabía la posibilidad de que alguien hubiera limpiado el piso después de pegarle, pero si lo había hecho, se ocupó después de restaurar el orden en la habitación.
Pasamos a interrogar a los vecinos. No nos recibieron con aplausos. Era la tercera vez que contestaban las mismas preguntas: ¿Conocía a Lucena?, ¿le había visto alguna vez?, ¿entraba y salía con frecuencia? Las respuestas se resumían en un «no» categórico. La fotografía que les mostrábamos, con el sujeto en la cama del hospital, no sólo era inútil para remover recuerdos, sino que resultaba lo suficientemente intranquilizadora como para cerrar a cal y canto las compuertas de la memoria. Para toda aquella gente Lucena nunca había existido. Tenían miedo, no de algo tangible y concreto, externo y real, sino de un todo fluctuante y etéreo, de la vida a secas. Experimentaban el miedo como una sustancia englobadora y absoluta, total. Era quizás lo único cierto que habían tenido siempre: miedo. Mujerucas olvidadas, jóvenes colgados, negros inmigrados ilegalmente, misérrimas familias árabes, bebedores sin trabajo y viejos con diez mil pesetas de pensión. No conocían a nadie ni nadie los conocía a ellos. Ni hablaban ni sonreían, cercanos a la animalidad a fuerza de verse privados de lo humano. Nada más alejado de aquellos seres recelosos que las alegres amas de casa que habíamos interrogado días atrás en el Carmelo. Felices mujeres que charlaban por los codos, limpiaban sus casas con productos que olían a pino, llevaban batas de colores vivos y tenían sobre el televisor una foto de su hijo cumpliendo el servicio militar. Era la distancia sustancial que separa al proletariado de la marginalidad.
Salimos de aquel inmueble cochambroso sin ningún resultado. Ignacio Lucena Pastor no era más que una sombra que había vivido allí utilizando su inmaterialidad para moverse entre los vivos. Cuando íbamos a cambiar de acera, alguien chistó desde el portal. Era una de las inquilinas que acabábamos de interrogar. La recordaba perfectamente, una mujer muy joven, sin duda marroquí, que había salido a abrir la puerta de su casa rodeada de un enjambre de críos. Nos hizo una señal para que nos acercáramos, ella no pensaba salir a la luz. Hablaba un español rudimentario, suave y rasgado como un suspiro.
—He visto dos veces a ese hombre en el mismo bar. Yo fuera en la calle, él dentro.
—¿En qué bar?
—Dos calles allá, a la derecha, bar Las Fuentes. Hay muchos hombres bebiendo.
—¿Estaba solo?
—No sé. Yo pasaba para comprar.
Sonreía a pesar del miedo. Tenía los ojos profundos y negros, muy bellos.
—¿Por qué no se lo dijo a la Guardia Urbana? —preguntó Garzón.
—Mi marido abría la puerta, yo no.
—Y su marido no quiere complicaciones, ¿es eso?
—Mi marido dice que no son nuestros problemas. Él es albañil, un buen trabajador, pero no quiere los problemas de los españoles.
—¿Usted no piensa lo mismo? —dije suavemente.
—Mis hijos ya son de este país, van a la escuela en este país. Es importante no hacer nada malo, no mentir.
—La comprendo muy bien.
—No digan que yo he hablado con ustedes.
—Le aseguro que nadie se enterará.
Sonrió. Apenas tendría veinticinco años. Se alejó en la oscuridad de la escalera.
—¡Vaya… —exclamó Garzón, satisfecho—, una buena ciudadana!
—Sí, puede usted apostar a que este gran país le abrirá los brazos a sus hijos, los adoptará con cariño y les hará las cosas fáciles. De hecho ya ha empezado a darles la bienvenida, ¿ha visto en qué condiciones viven?
—Todo se andará, Petra.
—No lo jure sobre una Biblia.
Garzón cabeceó como un hombre razonable, paciente y ecuánime. La exposición de mis opiniones le parecía a menudo demasiado escorada hacia los extremos.
Por supuesto, el bar Las Fuentes; a aquellas alturas de mi vida ya hubiera debido comprender que en la biografía de todo español gravita un bar, igual que en la de los suecos subyace una casa con parquet. No importa la clase o las creencias, al final, en lo más profundo, se extiende ese terreno neutral y comunitario, sin culpa, donde uno da rienda suelta a las facetas más auténticas de su ego. Tal y como imaginaba, el bar Las Fuentes ocupaba los sótanos en la pirámide social de los bares patrios. Exuberante como una iglesia barroca, con su altar en forma de barra y sus vidrieras pintadas de mejillones y paellas amarillas, era aquél uno de los antros más cutres en los que jamás había puesto un pie. Varios feligreses vencidos hablaban a gritos frente a unos botellines de cerveza, mientras el sumo sacerdote fregaba vasos con estrépito.
Nos identificamos ante el dueño, le mostramos la foto de Lucena y, como pago recibimos, teñidas de desgana, las respuestas de rigor: no lo conocía, no lo había visto jamás. Tampoco un trío de clientes que jugaba a las cartas en un mugriento rincón.
—Pero tenemos entendido que suele venir por aquí.
—Pues lo tienen mal entendido. De los habituales no es, porque me acordaría. Ahora, si ha venido alguna vez suelta… por aquí pasa mucha gente.
No pudimos sacarle nada más. Era incluso posible que estuviera diciendo la verdad; que la mujer árabe hubiera visto a Lucena un par de veces no garantizaba que fuera un cliente cotidiano.
—¿Se ha fijado, Petra?, en las películas de detectives siempre se sabe quién está mintiendo. ¿Cómo lo harán?
—Lo que ya parece bastante claro es que este caso es una mierda, Garzón, cualquier avance va a costarnos un triunfo.
—Todos son así.
—¡Y semejante cutrerío!: un tipo hostiado en un callejón, pisos cochambrosos, inmigrantes ilegales, bares pestilentes… ¡vaya perla de la criminología que nos ha largado el comisario!
—¿Hubiera preferido otra cosa?… —se burló Garzón—, ¿una marquesa estrangulada en su palacete con una media de seda?, ¿un jeque árabe secuestrado?
—¡Váyase al carajo!
Oí de qué buena gana se reía detrás de mí. Pero llevaba razón. En la vida no hay caso fácil, ni virtud absoluta, ni mal que cien años dure; de modo que no teníamos más remedio que apechugar. Me volví:
—Ponga un hombre en ese bar. Que se pase ahí dentro las veinticuatro horas. Ya sabe, de incógnito, y con los oídos bien abiertos. Por lo menos durante una semana. ¡Y deje de cachondearse de sus superiores!
—¡Está usted de un humor horrible!, no todo es tan negativo. Hoy hemos encontrado a una mujer muy legal, la chica marroquí.
—No me la recuerde, me da pena pensar en la vida que debe de estar llevando.
—¿Otra vez con sus piedades?
Lo observé, estaba tan feliz, tan contento, como si fuéramos dos niños a la hora del recreo o dos mecanógrafos a la hora del café. Decidí devolverle la pelota.
—¿Sabe por qué me ocurre eso, Fermín? Porque últimamente suelo follar poquísimo.
Apartó inmediatamente la vista, se le congeló la sonrisa. Objetivo tocado.
—¡Joder, inspectora!
—Hablo en serio, eso es algo demostrado: cuando dejas de llevar una vida sexual activa, es cuando empiezas a sentir piedad por los débiles y desheredados. Por el contrario, si te dedicas intensamente al sexo, las desgracias ajenas te incumben mucho menos… es que ni las ves.
El subinspector miraba en todas direcciones, intentando disimular su embarazo. Seguía siendo tímido. Curioso, un pequeño topetazo a la estructura convencional del trato y las paredes de la amistad intersexos se tambalean como en un terremoto.
—Le recuerdo que soy una mujer dos veces divorciada; quiero decir que he conocido las delicias de una intimidad conyugal digamos… continuada. Y, sin embargo, ahora todo eso ocurre tan a salto de mata…
Aquello era mucho más de lo que Garzón podía tolerarme, aun en razón de lo que él denominaba mi «natural originalidad». Se puso la gabardina y miró al cielo gris con interés de meteorólogo.
—Bueno, inspectora, ¿cree que lloverá? Será mejor que volvamos a comisaría a ver qué coño son esas libretas que hemos encontrado.
Tocado y hundido.
El inspector Patricio Sangüesa, especialista en delitos monetarios, echó una mirada a los libros de contabilidad de Lucena. Para empezar, no le llevó demasiado tiempo advertir que las libretas estaban numeradas: 1 y 2. Luego se abstrajo en aquellas páginas escritas con letra inculta. Las miraba y remiraba, volvía adelante y atrás, se masajeaba la barbilla a modo de filósofo socrático. Garzón y yo consumíamos cigarrillos en religioso silencio, cada vez más convencidos de que la desorientación que nuestro colega demostraba era síntoma de algún pálpito sustancioso. Por fin abrió la boca:
—Esto es muy raro. Como ya podéis figuraros, ésta no es una contabilidad oficial o de uso mercantil. No hay menciones al IVA, ni nada que haga pensar en la actividad de un comercio o un taller. Se trata probablemente de algo de uso interno. Ahora bien, lo que me pregunto es ¿qué se está contabilizando? Los conceptos son extraños, las cifras también, hay plazos de tiempo que no tienen ningún sentido.
—¿Puedes ponernos un ejemplo?
—¡Cualquier página es un ejemplo! Mirad: «Rolly: cinco meses. De 5.000 a 10.000. Sux: 4 años. 7.000. Jar: 1 año. 6.000 menos gastos».
—Pueden ser putas —dijo Garzón.
—¿Contrata a una puta por cuatro años? No tiene sentido. ¡Y esos nombres!
—A lo mejor son seudónimos.
—No lo sé. Voy a pasarles las libretas a los hombres de mi equipo, las desbrozarán línea a línea y os diré lo que hay. No descartéis nada de momento.
Cogí un taxi y me dirigí a casa, era hora de ocuparse del perro. En cuanto abrí la puerta oí un ladrido agudo que me hizo presagiar lo peor; quizás a aquellas alturas todos mis muebles estaban destrozados. Al verme, Espanto se lanzó a dar saltos de derviche sufí en pleno éxtasis. Me amaba, ¿era aquello posible? Me reconocía como su salvadora y benefactora, me rendía sincero tributo de fidelidad eterna. Si llego a saber que la cosa era tan sencilla con un perro, me hubiera ahorrado un par de matrimonios. Fui a comprobar los desaguisados que hubiera podido cometer durante mi ausencia. Me tranquilicé: el nuevo inquilino había defecado en un rincón del jardín, y alfombras y mobiliario seguían intactos. «Muy bien», le dije suponiendo que eso era lo indicado, y le acaricié la cabeza deforme. Se esponjó de placer, con lo que aún parecía más feo.
Las galletas que le había dejado como único condumio habían desaparecido. Me pregunté si las galletas eran el alimento idóneo para un perro. Sin duda no. Busqué en las páginas amarillas algún establecimiento cercano que se ocupara de animales domésticos. Pronto encontré uno que parecía perfecto: El hogar del perro. El nombre no era muy original, pero el resumen de su catálogo parecía abarcarlo todo, desde consultorio veterinario hasta comida y útiles de higiene.
—Bueno, Espanto… —le dije—, creo que ha llegado el momento de que demos nuestro primer paseo no policial.
Como aún no disponía de correa, tuve que llevarlo de nuevo en brazos.
La tienda era amplia y bonita. Un hombre aproximadamente de mi edad, atlético y sonriente, me recibió preguntando en qué podía servirme. Mi mente se quedó en blanco, no tenía ni idea de qué necesitaba.
—Verá… —dije—, por circunstancias que no hacen al caso, he heredado este perro. —Le mostré a Espanto en la seguridad de que se compadecería de mí—. Así que lo necesito todo, todo lo que un perro pueda necesitar, empezando por un veterinario que lo visite.
—Comprendo —dijo con una voz modulada en graves—. Yo soy el veterinario. Éste es mi negocio y arriba está el consultorio, pero como mi asistente ha salido, si quiere puedo echarle un vistazo aquí mismo.
Asentí. Se acuclilló junto a Espanto.
—¿Cómo se llama? —preguntó desde el suelo.
Dudé un instante, luego confesé:
—Espanto.
Levantó la vista, me miró con unos ojos que descubrí verde intenso, sonrió evidenciando una dentadura perfecta.
—¿Sabe qué edad tiene?
Negué. Abrió la boca de Espanto, la observó.
—Calculo que unos cinco años. ¿Sabe quién fue su dueño anterior?
—Sí, un amigo.
—Se lo pregunto porque a menudo debemos contar con los hábitos ya adquiridos de un perro que ha tenido dueño previo.
—Ya —dije, intranquilizada.
—No parece tener ningún problema de salud. ¿Le ha dicho su amigo si está vacunado?
—No, no me lo comentó, y ya no puedo preguntárselo… se ha ido de viaje.
—Está bien, le renovaremos las vacunas anuales para mayor seguridad. —De pronto descubrió algo que le llamó la atención. Cogió la oreja de Espanto—. ¡Eh, fíjese, tiene una cicatriz! Parece un mordisco, sin duda el mordisco de un perro grande y fiero, la cicatriz es muy profunda.
—¿Es reciente?
—No, en absoluto, parece bastante antigua. Aquí ya no le crecerá nunca más el pelo, aunque casi no se le nota, no le afea en absoluto. —Solté una estúpida carcajada de falsete.
—¿Cree que podría ser aún más feo?
Se puso en pie. Era alto y tenía las espaldas anchas, el pelo trigueño muy corto. Me miró con censura.
—No hay ningún perro feo, ninguno. Todos tienen un detalle de belleza. Sólo hay que saber descubrirlo.
—¿Descubre alguno en el mío? —pregunté muy en serio.
Se inclinó apoyando las manos en las rodillas, consideró los atributos de Espanto.
—Tiene una mirada muy noble, y unas pestañas largas y rizadas.
Me incliné yo también.
—Es verdad, no me había fijado.
Ambos nos percatamos a un tiempo de lo ridículo de la situación y nos enderezamos más circunspectos de lo que era necesario. Entonces las cosas fueron mucho más deprisa, el veterinario ofició como tal y vacunó al bicho. Luego cambió de cometido y se dispuso a venderme todo lo que necesitaba mi nuevo compañero. Enseguida comprendí que Machado, amante de ir «ligero de equipaje», jamás hubiera podido permitirse tener un perro. Adquirí un collar y una correa, un champú antiparasitario, un cepillo de púas, un bebedero automático, un comedero, un saco de pienso, una cesta-cama, unas toallitas limpiaorejas y otras limpiaojos. En fin, un ajuar que ya hubiera querido para sí la hija de un magnate. Naturalmente no podía transportar todo aquello, de modo que el veterinario se quedó con mis datos y prometió que su ayudante lo llevaría aquella misma tarde a mi domicilio. Tuve que rellenar una ficha de cliente. Como no tenía deseos de ser objeto de miradas curiosas ni de dar explicaciones, en la casilla destinada a profesión escribí «Bibliotecaria».
Una vez en casa me serví un par de dedos de whisky y me senté a leer el periódico. Espanto aprobó mis hábitos hasta el punto de relajarse y dormir. Quizás fuera verdad, quizás sus pestañas eran extraordinariamente curvadas. Un hombre curioso, aquel veterinario, y sensible. Sin duda bien parecido, o sería mejor decir guapo, guapo a secas, muy guapo. Con seguridad tendría esposa y cinco hijos, o sería homosexual, o su «asistente» resultaría una joven de veinte años con la que estaría liado; cualquier circunstancia que supusiera dificultades para aquello que me di cuenta estaba apeteciéndome una barbaridad: irme a la cama con él. Lo que le había dicho a Garzón no era más que la verdad, mis ligues en los últimos dos años habían dejado un saldo mediocre, insatisfactorio. Creo que globalmente podían clasificarse como demasiado tipificados. Suspiré.
Al cabo de una hora llamaron a la puerta. Corrí a abrir con Espanto incordiando entre mis piernas, y cuando lo hice, no tuve la menor duda de que el mismísimo Dios había puesto en mi camino a aquel chucho sarnoso. Era el veterinario en persona, cargado con una caja muy voluminosa.
—Mi ayudante ha tenido que marcharse deprisa, así que he venido yo mismo al cerrar la consulta. ¿Es demasiado tarde?
Pasé revista mentalmente a la ropa que me había puesto para estar por casa. Podía soportarse.
—¿Tarde?, ¡ni mucho menos! —dije riendo. Y me quedé allí plantada como una imbécil.
—¿Puedo dejar esto en alguna parte? —preguntó.
—¡Ah, disculpe!, pase, por favor.
Si seguía haciendo gilipolleces, aquella beldad saldría escapada por donde había venido. Debía actuar con decisión y rapidez.
—Puede dejarlo aquí si le parece.
Espanto bailoteaba en torno a él, olisqueándolo.
—¡Bueno, veo que me reconoce! Oiga, se me ha olvidado advertirle que procure asegurarse de que el bebedero tiene siempre agua fresca. Ese pienso no deja de ser comida desecada y necesita una buena ingestión de líquido. Beber es muy necesario.
Sonreí.
—Hablando de beber, ¿le apetece una copa?
Se quedó de una pieza. Debió de pensar que sólo las cuarentonas atacan tan de frente. En fin, quizás me había excedido en la concatenación casual de conceptos. Intenté suavizarlo.
—Bueno, le he visto tan cargado… a no ser que alguien esté esperándole.
—No —balbuceó. Luego se recompuso y contestó con desenvoltura—: Tomaré una copa encantado.
No recordaba haber jugado nunca tan fuerte, pero ¿qué puede hacer un cazador si la presa se le queda quieta y a tiro?
—En realidad se trata de una invitación interesada, pienso hacerle muchas preguntas sobre perros —dije desde la cocina.
—¡Adelante! —contestó, franqueando una entrada por la que yo pensaba colarme.
Puse hielo en su vaso y se lo ofrecí, con un atisbo de coquetería de la que ya ni me acordaba.
—Dígame todo lo que debo saber para ser dueña de un perro.
Se echó a reír dejando escapar un delicioso arpegio mozartiano.
—Bien, debe saber que un perro la amará siempre, pase lo que pase. Nunca le reprochará nada, ni le afeará su conducta, ni juzgará sus actos. Estará absolutamente feliz cada vez que la vea, no tendrá días buenos o malos. No la traicionará jamás, ni buscará otro dueño. Sin embargo, no todo son ventajas, junto a todas esas maravillas existe el inconveniente de que siempre dependerá de usted, nunca llegará a independizarse como hace un hijo; y es probable que sea usted misma quien deba determinar el momento de su muerte si las enfermedades de la vejez son excesivas.
Me sentí embelesada escuchándole. Aquel discurso era, de lejos, lo más poético que había oído en los últimos tiempos.
—¿Y qué debo hacer yo, a cambio?
—En fin, poca cosa: alimentarlo, cuidarlo mínimamente, y, si de verdad quiere disfrutar de él, observarlo. Fíjese en el humor que encierran algunos de sus gestos, en la melancolía de sus suspiros, en la alegría de su rabo, en la pureza de su mirada…
—En la inocencia —completé al borde del infarto.
—En la inocencia —corroboró él mirándome directamente a los ojos.
¡Dios, no podía ser real!, era tierno, inteligente, varonil, simpático. ¡Habría sido capaz de adoptar una boa constrictor si él me hubiera cantado sus excelencias! Si no conseguía llevarme a aquel tipo a la cama no podría volver a darme rímel frente al espejo sin sentir desprecio por mí misma. Miré a Espanto, de pronto elevado a la categoría de fabulosa bestia mitológica.
—¿Estás casado? —pregunté.
—Divorciado —respondió sin titubeos.
El eco de aquella mágica palabra se balanceó un instante en el aire, pero allí se vio asaeteada por el odioso timbre del teléfono. Espanto se puso en guardia. Contesté de pésimo humor.
—¿Inspectora Delicado?
¿Qué podía querer Garzón a aquellas horas?, ¿acaso se había tomado en serio lo del deber permanente del policía?
—Tengo que informarle de algo grave.
Ni con aquello logró captar mi atención dispersa.
—¿Qué pasa, Garzón?
—Me temo que el asunto que nos ocupa se ha convertido en un caso de asesinato.
Me despejé de los efluvios eróticos.
—¿Qué quiere decir?
—Han llamado del hospital. Ignacio Lucena Pastor acaba de morir.
—¿Muerto, de qué manera?
—De ninguna especial. Le bajaron súbitamente las constantes vitales y, para cuando lo llevaron al quirófano, ya había sufrido un paro cardíaco irreversible. Sería conveniente que viniera. Estaré esperándola a la puerta de Valle Hebrón.
—Voy para allá.
—Inspectora…
—Dígame.
—A ser posible no traiga el perro esta vez.
Colgué con enfado, no estaba para bromas. Me volví hacia mi invitado, que ya se había puesto de pie.
—Me temo que voy a tener que marcharme, un asunto urgente de trabajo.
—¿En la biblioteca? —preguntó con incrédula ironía.
—Sí —respondí sin más indicios—. Quédate si quieres, acaba tu copa.
Negó con la cabeza. Nos dirigimos ambos hacia la puerta. Había aparcado su furgoneta frente a la casa, un vehículo nuevo que tenía pintada la figura de un perro en el lateral. Le di la mano y fui hasta mi coche. De pronto me volví:
—¡Eh, oye, no sé cómo te llamas!
—Juan.
«Como el Bautista», pensé llena de frustración. Era más que posible que se hubiera roto el momento maravilloso. Quizás la próxima vez que volviera a verlo ni siquiera lo encontrara atractivo. ¡Ignacio Lucena Pastor!, había gente tan molesta como esos insectos que vienen a morir a tu vaso de whisky y hay que apartar con el dedo.
En efecto, allí estaba Lucena, frito. Garzón y yo lo contemplamos con cierta curiosidad en su ataúd frigorífico. La muerte podía haber demostrado una postrer benevolencia, y haber dado al cadáver la dignidad de la que carecía en vida. Pero no era así. Lucena había adquirido la apariencia de un muñeco destartalado y roto, patético. Su pelo teñido lucía ahora la consistencia de la estopa.
—¿Siguen sin reclamarlo?
—Nadie —contestó el médico.
—¿Qué se hace en estos casos?
—Retendremos el cuerpo tres días más. Luego, si ustedes no disponen lo contrario, un funcionario acompañará el féretro al cementerio donde será enterrado en la fosa común.
—Avísenos cuando vaya a suceder, haremos publicar una nota de prensa para ver si, en última instancia, alguien se presenta en la ceremonia.
La cosa estaba complicada, pintaba fea, no presagiaba nada bueno. Aquel pájaro ya no abriría más la boca, se llevaba sus secretos a la tumba y nosotros nos encontrábamos con un asesinato. Y sin pistas. Antes de decantarnos por ninguna estrategia acudimos a ver al inspector Sangüesa. Tampoco tenía grandes cosas para nosotros. No habían encontrado ni un nombre inteligible ni un número de teléfono ni una dirección en ninguna de las dos libretas contables.
—Nada, muchachos, sólo esos ridículos nombres puestos en hilera, esos extraños espacios de tiempo, tan variables, y las cantidades sin ninguna lógica o cadencia aritmética.
—¿Qué me dices de esas cantidades?
—Bueno, en la libreta número uno las cantidades son muy pequeñas: cinco mil, tres mil, siete mil, doce mil a lo sumo. En la número dos suben apreciablemente: desde veinte a sesenta mil. Eso hace pensar que quizás se trate de contabilidades distintas, pero tampoco es seguro. Simplemente el dinero puede haber sido clasificado por montantes y tratarse de la misma materia.
—¿Y la cantidad global?
—Ni siquiera eso puede ser calculado, ya que los períodos que apunta ese cabrón delante de cada cantidad introducen una variable enorme. ¿Qué significa cuatro años cinco mil?, ¿que durante cuatro años ha percibido o pagado cinco mil pesetas, y cómo, diariamente, o sólo una vez, o cinco mil cada año? No sé, es un jeroglífico, y de los jodidos.
—No se preocupe, inspector —dijo Garzón—, todo en este caso está resultando raro.
—Contadme en qué acaba la cosa, estoy intrigado.
—Te lo contaremos. Ahora nos vamos a ver a los chicos de la prensa, ¿les doy recuerdos de tu parte?
—Dales el beso de la muerte.
Casi tuvimos que implorar para que alguna agencia de prensa aceptara la noticia de la muerte de Lucena. Naturalmente aquel caso carecía de lucimiento periodístico. No había morbo sexual, ni implicaciones políticas o raciales… nada que fuera vendible. Al fin y al cabo, ¿a quién le importaba que un lumpen desconocido muriera de una paliza? Aunque, bien pensado, a nosotros nos beneficiaba tal desinterés: al menos tanto los periodistas como nuestros superiores nos dejarían en paz.
A pesar de las dificultades iniciales, la reseña apareció en la sección de sucesos de varios periódicos. Inútilmente para nuestros planes, ya que llegado el momento, en el cementerio de Collserola sólo comparecimos un cura, un enterrador, el funcionario de la Seguridad Social que hizo entrega del cadáver, Garzón, yo misma y Espanto. El subinspector censuró abiertamente que se me hubiera ocurrido llevar al perro. Yo, para exculparme, argüí que era necesario. Le conté que pensaba soltarlo durante la ceremonia y que, si algún amigo del muerto merodeaba por allí, Espanto nos lo señalaría. La excusa me resultaba ridícula incluso a mí, pero no podía confesarle a mi compañero que hacía aquello porque sentía que la vida se lo debía al desgraciado de Lucena Pastor. Deseaba que aquel muerto solitario contara al menos con un amigo en la despedida.
La ceremonia, si es que podía llamársele así, se celebró una tarde fría y nubosa. Todo el mundo parecía maldecir su suerte cada vez que una ráfaga de viento helado se precipitaba sobre nuestro exiguo grupo. Era muy desmitificador. El enterrador se frotaba las manos embutidas en gruesos guantes de trabajo, el funcionario moqueaba con la mirada perdida en otra parte y el cura murmuraba: «Señor, recibe a Ignacio en tu seno…». Garzón estornudó. El único que parecía no protestar interiormente era Espanto. Pegado a mis piernas, se mostraba tranquilo, vagamente curioso.
Los rezos previos acabaron con una celeridad que me sorprendió. Entonces acercaron el féretro que había permanecido retirado. Noté que Espanto se había puesto nervioso. De pronto, se adelantó y mirando aquella sencilla caja de pino en la que estaba su amo lanzó un alarido lastimero, prolongado, agudo. Hubo una conmoción entre los presentes. El cura me miró con gravedad. Cogí al perro en mis brazos, pero aquello no lo consoló, siguió aullando, esta vez sin descanso.
—¡Hay que ver lo fieles que son los animalillos! —filosofó el enterrador.
Pero el cura no estaba para místicas y, perdida toda compostura, se volvió hacia mí y, casi colérico, ordenó:
—¡Llévese a ese perro inmediatamente de aquí!
Le obedecí a toda prisa.
Una vez en el coche Espanto se tranquilizó un poco, y yo acabé de distraer su congoja dándole un caramelo para fumadores de los que Garzón siempre llevaba en la guantera. Lo chupeteó con atención y, al final, acabó conformándose. Cómo logró oler a Lucena a través de un ataúd tan absolutamente sellado como están todos, siempre será para mí un misterio.
Poco después apareció el subinspector arrebujado en su gabardina. Estaba de pésimas pulgas.
—¡Joder, Petra, vaya cabreo que ha pescado el cura ese! He tenido que aguantar un sermón sobre que un cementerio es un lugar sagrado, sobre nuestra falta de respeto…
—¡Bah, delo por bien empleado!, por lo menos alguien ha llorado en el entierro de ese pobre diablo.
—¿Pobre diablo?, ¡ni siquiera sabemos a qué fechorías se dedicaba!
—Todo el mundo ha de tener en su vida un minuto de gloria. Nosotros se lo hemos regalado a Ignacio Lucena Pastor.
—Sí, sí, todo eso está muy bien, pero quien ha tenido que mamarse el chorreo del cura he sido yo… Oiga… huelo a eucaliptus.
—Es Espanto, se está zampando sus caramelos.
—¡Lo que faltaba! ¿Quiere que le cuente algo, inspectora? Cuando tenía nueve años me mordió un perro, y desde entonces, ¡los odio!
Solté un par de carcajadas.
—A todo el mundo en este país le ha mordido algún perro en la infancia; será el inconsciente colectivo, que acusa nuestras culpas.
—¡Leches, será!
—Oiga, Garzón, ¿sabe qué puedo hacer para compensarle? Voy a invitarlo a cenar en mi casa.
Pasó de fingirse enfadado a fingirse violento.
—No sé, inspectora; no quiero darle trabajo. A lo mejor no le apetece ponerse ahora a guisar.
—Siempre podemos comernos el pienso de Espanto… —dije—, así se resarce usted por lo de los caramelos.
Después de las espinacas a la crema y los entrecots, nos sentamos en el salón a saborear un brandy. Era prematuro descorazonarse, pero ya podíamos tener la seguridad de que aquel caso era complicado y caminaba lento. Al principio ni siquiera podíamos identificar a la víctima, y ahora no teníamos la menor idea de cuál había sido el móvil del crimen. No sabíamos qué estábamos buscando.
—Tengo la corazonada de que era un chulo de putas —dijo Garzón.
—No, partamos de lo real. No tenemos huellas ni tenemos testigos. Sólo contamos con las libretas de los nombres ridículos y con dos localizaciones geográficas: el bar donde lo vieron, en el que aún cabe alguna esperanza, y la calle donde lo encontraron.
—Es sólo una calle. Quizás lo agredieron en otra parte y lo dejaron abandonado allí por puro azar.
Di un sorbo profundo a mi brandy.
—Y tenemos a Espanto.
—Oiga, inspectora, ¿no está sobrestimando las posibilidades de su sabueso? Tampoco es Rintintín. Además, cada vez que entra en escena montamos un número.
—Estoy hablando completamente en serio, Fermín. Ese perro sin duda iba a los sitios donde iba Lucena, veía a las personas con las que él se encontraba. Si estuviéramos hablando de humanos diríamos que «sabe», y probablemente sabe mucho. Hay que llevarlo a los dos sitios, a los dos.
—¿Al bar también?
—También. Él no va a contarnos nada, pero podemos confiar en su olfato, en el reconocimiento de gentes y lugares. ¿Ha visto cómo fue capaz de localizar a su amo aun dentro de un ataúd lacrado?
—Bien pensado eso es algo que hiela la sangre, ¿no le parece?
—Sí.
Ambos nos quedamos mirando al perro.
—Por cierto, ¿qué piensa hacer con él?
—No lo sé, de momento tiene trabajo que hacer, un trabajo quizás importante.
Le di unas palmaditas en la cabeza y él, como si hubiera comprendido, alzó su oreja estropeada y me miró lleno de gratitud por el protagonismo que le brindaba.