Hay días que comienzan extraños. Te despiertas en la cama, tomas conciencia, echas pie a tierra, preparas café… sin embargo, la idea de futuro que divisas frente a ti supera el espacio de una jornada. Sin mirar más adelante, ves. Luego, cualquier acto empieza a tener el mismo tono profético y esencial. «Algo sucederá», te dices y sales a la calle dispuesta a estar atenta, sensible, porosa ante los imprevistos, analítica con la realidad. Por ejemplo, aquella mañana, aparentemente una mañana normal, me crucé en la puerta con una anciana vecina. Después de saludarme, se enzarzó en un monólogo interminable para acabar contándome que mi actual casa de Poble Nou había sido en tiempos un burdel.
Después de conocer el dato histórico pasé un buen rato recorriendo mi domicilio con curiosidad. Supongo que intentaba captar algún eco de los pasados ardores que entre aquellas paredes habían devenido. Pero nada, quizás la reforma a la que sometí el lugar había sido demasiado drástica; probablemente los albañiles habían emparedado toda lujuria y los pintores blanqueado cualquier vestigio carnal. Es posible que buscando rastros del antiguo lupanar, estuviera expresando un deseo inconsciente de disfrutar de incentivos novedosos. No me extrañaría. Durante dos años, trabajo, lectura, música y jardinería habían constituido mi única diversión. Tampoco eso me preocupaba demasiado ya que, después de dos divorcios, el aburrimiento sabe a paz. Bien, en cualquier caso, el descubrir la existencia de aquel previo local había removido mi conciencia por primera vez en dos años, haciendo que me preguntara si no estaba llevando demasiado lejos mis deseos de soledad.
Aquél fue un aldabonazo mental sin demasiadas consecuencias inmediatas para mi vida. Ya se encarga siempre el destino de neutralizar los impulsos que desembocan en la revolución personal, y mi destino señalaba que iba a mantenerme juiciosa durante más tiempo. Dejé de hacerme preguntas embarazosas sobre pasiones pretéritas, y no me costó ningún esfuerzo; de hecho lo conseguí con toda facilidad gracias a que todas mis energías estuvieron absorbidas por el trabajo. ¿Muchos libros que clasificar en el Departamento de Documentación? Ni pensarlo, eso no hubiera logrado acaparar mi atención más del tiempo estrictamente necesario. Lo que sucedió fue que al subinspector Garzón y a mí nos encargaron un nuevo caso. Eso justificaba la extraña sensación matinal con mucha más razón que el fantasma de la casa de putas. Se trataba de un caso modesto, reconozcámoslo, pero que llegó a complicarse de tal modo, que se convirtió en un asunto extraño, sin precedentes en la moderna historia policial.
He de advertir que, por aquel entonces, aunque el subinspector Garzón y yo ya éramos muy buenos amigos, sólo nos habíamos frecuentado en el bar que hay frente a comisaría. Era la nuestra una amistad circunscrita al marco profesional, sin que cenas ni asistencias al cine ayudaran a un mayor conocimiento. Sin embargo, allí, en aquel bar costroso, habíamos tomado juntos suficiente café como para quitar el sueño a todo un santuario de monjes budistas.
Garzón no se mostró entusiasmado por la naturaleza del caso que nos asignaron, pero estaba contento de que fuéramos a compartir de nuevo un poco de acción. Como parecía que iba a convertirse en costumbre, nos confiaban aquel asunto porque el resto de compañeros andaba sobrecargado de trabajo. Muy lerdos hubiéramos tenido que ser para no apañárnoslas con algo que a priori se presentaba como una «rutina habitual». Tampoco el modo en que nos enunciaron el problema se revistió de demasiada solemnidad. «Un tipo —dijo el comisario— al que le han dado una manta de hostias.» Nada hacía presuponer que se necesitara una estrella de Scotland Yard al mando de aquella pesquisa; aunque sí había, al menos, tres extremos mínimos por los que abordar la investigación. Primero, quién era el apaleado, que no portaba documentos de identificación. Segundo, por qué había recibido el varapalo. Y tercero, quién era el apaleador.
En principio, aquello sonaba como tener que mediar en una riña callejera, pero cuando el inspector jefe añadió que el tipo estaba ingresado en el hospital del Valle Hebrón, en estado de coma, comprendimos que la manta de hostias había sido un auténtico edredón. No se trataba de un rifirrafe entre borrachos, sino de una gravísima paliza.
Mientras íbamos al hospital, Garzón conservaba el ánimo festivo que inició cuando nos encargaron el caso. Estaba tan feliz que parecíamos más dispuestos a encarar un picnic que una serie de indagaciones. Deduje que, hasta no tener delante al comatoso, no existían para él sino motivos de contento: trabajaríamos juntos otra vez y aún estaban relativamente frescos los laureles del éxito en nuestro primer caso. Me sentí halagada, no todos los días alguien nos brinda el regalo de su amistad, aunque ese alguien sea un policía panzón bien instalado en la cincuentena.
El hospital del Valle Hebrón es uno de esos mamotretos que la Seguridad Social construyó en los años sesenta. Feo, enorme, imponente, parece más propio para enterrar faraones que para sanar ciudadanos. Al subir por las escalinatas centrales, empezó a hacerse patente esa típica población hospitalaria formada por gente de pueblo, viejos renqueantes, mujeres de la limpieza y montones de personal sanitario en grupo. Me arrugué un poco, sintiéndome perdida entre los gigantescos pabellones de nueve pisos, incapaz de saber a quién dirigirme o por dónde internarme en el coloso. Afortunadamente, mi compañero Garzón tenía un alma funcionaria que le permitía un claro discernimiento de los pasos necesarios. Se movía por aquellos corredores de mármol oscuro con toda naturalidad. «Hay que hablar con el encargado de planta —dijo— y preguntar quién recibió en urgencias a la víctima.» Yo estaba maravillada porque, como si hubiéramos dispuesto de un amuleto, a nuestro paso iban abriéndose las compuertas que llevaban al cubículo del ogro sin que ni una sola vez tuviéramos que retroceder por haber cometido algún error. Por fin, una enfermera alta y fuerte como un muro nos llevó hasta la última etapa.
—Será mejor que ustedes vayan viendo a ese pobre hombre mientras yo busco su ficha y les averiguo quién estaba esa noche de servicio.
Entramos en una habitación con tres camas. Nuestro hombre ocupaba la izquierda; un montón de tubos conectados al cuerpo anunciaba su presencia inerte. Era como un cadáver, silencioso, inmóvil, pálido. No pude empezar a fijarme en sus rasgos hasta haber superado la fascinación que me provocan las figuras yacentes, sobre todo las escultóricas. En cuanto me ponen delante una de esas tartas pétreas representando a Carlos V, los amantes de Teruel o el duque de Alba, un latigazo de estupor respetuoso me recorre la espalda dejándome tiesa. Y, sin embargo, nada tenía que ver aquel tumbado con ninguna altivez o gloria patria. Era más bien como un pajarillo magullado, como un gato atropellado en la autopista. Enjuto, breve, con manos deformes y vulgares depositadas sobre la sábana, su cara se veía hinchada por los golpes, uno de sus párpados estaba amoratado y en los labios se incrustaban restos de sangre ennegrecida.
—Es impresionante —dije.
—Le han dado bien.
—¿Cree que fue una pelea?
—Dudo que se defendiera. Una pelea arma escándalo, hubiera habido testigos.
—¿Qué dice la ficha de la Guardia Urbana?
—Individuo desconocido, sin documentación, hallado en la calle Llobregós, barrio del Carmelo, a las tres de la mañana. Ningún testigo de la agresión. Ninguna pista o rastro. Trasladado inmediatamente a la residencia del Valle Hebrón. Ingresado en Urgencias.
—Oscuridad absoluta.
El tipo tenía el cabello de un rojo brillante, sin duda teñido. De su aspecto en condiciones normales apenas podías formarte una idea. La enfermera apareció acompañando al médico que estaba de guardia la noche que lo hallaron. Nos llevó a un despacho minúsculo y destartalado. No parecía muy impresionado por el hecho de que fuéramos policías.
—Les voy a leer la ficha de ingreso —dijo, y se caló unas gafas de pesada concha que contrastaban con su pinta juvenil—. «Ingresado en la madrugada del 17 de octubre. Paciente varón, de unos cuarenta años. Sin señas particulares de identidad. Presentaba en el momento del ingreso politraumatismo general y conmoción cerebral. Se descartó el accidente de tráfico. Su estado parece el resultado de haber sido golpeado varias veces, probablemente con un objeto duro y pesado. Se le practicaron curas de urgencia en quirófano. Se halla en estado de coma, sometido a un período de observación. Es alimentado por medio de suero. Pronóstico grave.»
—¿Cree que recuperará la conciencia?
Se encogió de hombros.
—Nunca se sabe. Puede despertar, puede morirse mañana mismo o estar así mucho tiempo.
—¿Lo han reclamado, ha venido alguien a verle?
—Aún no.
—Si alguien se presentase…
—Les avisamos.
—Y, si es posible, retengan a la visita hasta que nosotros lleguemos.
—No se hagan muchas ilusiones. Aquí, sin que aparezcan testigos de que han pasado por el mundo, se muere bastante gente.
—¿Puede enseñarnos la ropa que llevaba?
Nos acompañó hasta un almacén que parecía una oficina de objetos perdidos. Las cosas de nuestro hombre estaban metidas en una bolsa de plástico a la que habían cosido un número. No había demasiado: un mugriento pantalón tejano, una camisa anaranjada con restos de sangre, una cazadora y una gruesa cadena de oro macizo. Los zapatos, unas zapatillas deportivas gastadas, ocupaban un envoltorio aparte. No llevaba calcetines.
—Esa joya ostentosa de tan mal gusto nos indica que estamos ante un hortera —dictaminé en plan esnob.
—Y que no le atacaron para robarle. Ese trasto debe de valer mucho dinero —añadió Garzón.
Me volví hacia la encargada del almacén:
—¿No llevaba nada en los bolsillos, algunas monedas, llaves?
Debió de parecerle una pregunta inconveniente, porque contestó de mal talante:
—Oiga, todo lo que llevaba encima lo tiene usted ante sus ojos. Aquí nadie toca nada.
Ya lo había comprobado mil veces. No rozar la susceptibilidad del currante hispano es más difícil que pasear junto a las cataratas del Niágara sin salpicarse.
Cruzando la salida de aquel palacio imperial en decadencia ya pudimos sacar nuestras primeras conclusiones. Aquel tipo era un lumpen. Quien le cascó no tenía interés en robarle, pero sí en vaciarle los bolsillos. O no quería que le identificáramos o andaba buscando algo concreto. El apaleado debía de estar metido en cosas feas porque, de lo contrario, y dada su pinta, no hubiera tenido dinero suficiente como para pagar aquel adorno de oro.
—¿Permite que le resuelva el caso, inspectora? —soltó de pronto Garzón.
—¡No se prive, querido amigo!
—Es evidente que se trata de una venganza, de un ajuste de cuentas. Y por el aspecto y las características del tipo no parece que nos movamos en altas finanzas mafiosas. No, apuntemos más bajo. Me jugaría algo a que son drogas, suele resultar lo más común. Este pobre desgraciado es un camello de tres al cuarto que metió la pata en algo. Le han dado un escarmiento y se les ha ido la mano. Un caso vulgar.
—Entonces lo más probable es que esté fichado —conjeturé.
—Si no como camello, estará fichado por algún pequeño delito sin importancia.
—¿Cuándo tendremos los resultados de las huellas?
—Esta tarde.
—Muy bien, subinspector, entonces, según usted, ya podemos cantar «caso cerrado».
—No se aclare aún la garganta. Si es como yo le digo, esa canción la cantarán otros. Los asuntos de drogas tienen su departamento, y ésos no dejan meter la cuchara a nadie. Echarán una ojeadilla y, si este tipo no está implicado en algo gordo, le darán carpetazo. ¡Al cuerno, un camellete menos en el amplio desierto!
Ni por un momento dudé de que llevara razón. Y no porque hubiera desarrollado una fe ciega en las condiciones polizónticas de mi compañero, sino porque sus suposiciones encadenadas sonaban bastante bien. También la última conclusión… ¿Qué significaba para nadie un camello menos en el orbe? Ni aquél iba a pasar por el ojo de una aguja, ni un solo rico traficante más entraría en el reino de las Leyes. Quizás aquella misma tarde el caso ya estuviera fuera de nuestras manos.
—¿Y ahora?
—Ahora se impone una parada en el Carmelo, Petra. Inspeccionaremos la zona, hablaremos con los vecinos. Luego, desde el restaurante donde comamos, llamaremos por teléfono al laboratorio de huellas por si lo han identificado y tenemos que volver a preguntar. No se me ocurre más.
El Carmelo es un extraño barrio obrero de Barcelona. Abigarrado en una colina, sus calles estrechas hacen pensar en la estructura de un pueblo. A pesar de su extrema modestia, resulta más acogedor que esos descampados de las afueras donde bloques inmensos se alinean, ordenados y muertos, junto a las vías del tren o la autopista. No se veían restaurantes propiamente dichos, pero había muchos bares donde podíamos comer, todos de obreros, todos decorados con la inspiración casual de un dueño poco meticuloso, todos perfumados por el irrespirable aceite de los fritos. Le insinué a Garzón que podíamos contentarnos con un piscolabis tomado de pie en cualquier parte; pero él se revolvió como si le hubiera mentado Honor, Dios y Patria al mismo tiempo.
—Ya sabe usted que si no como algo caliente después me duele la cabeza.
—No he dicho nada, Fermín; comamos lo que usted quiera.
—Le gustarán estos bares, están llenos de trabajadores, son democráticos de verdad.
Dimos fe de democracia directamente experimentada en un bar de la calle Dante llamado El Barril. Las mesas en las que Garzón suspiraba por situarse no eran individuales sino colectivas. En ellas te sentabas, codo con codo, junto a una persona desconocida, exactamente igual que en los restaurantes recoletos del Barrio Latino.
La clientela entraba en bandadas, la mayor parte luciendo un mono de trabajo de diferente color según la ocupación. Se colocaban en lugares prefijados por la costumbre, y nos lanzaban un saludo como debían de hacer siempre con los no habituales.
Enseguida empezaron a aparecer platos de sopa, judías estofadas, ensaladillas rusas y coliflores al gratén. La algarabía general demostraba que la gente estaba bastante hambrienta y razonablemente feliz. Reían, se gastaban bromas de una mesa a otra y sólo de vez en cuando lanzaban miradas distraídas a una tele que atronaba inútilmente en un rincón.
La verdad es que resultaba un planteamiento simpático, incluso envidiable, que daba lugar a cierta camaradería gastronómica. Sin embargo, aquel pequeño paraíso solidario no parecía dedicado a todos por igual. Yo era la única mujer.
Garzón se había adaptado rápidamente al medio. Daba cuenta de su coliflor con buen apetito, echaba traguitos de vino, y cuando en la pantalla aparecieron las informaciones deportivas y todos se callaron un momento, él también se quedó hechizado frente a los goles y regates de balón. Luego, hasta se lió a hacer comentarios con un hombre fornido que tenía al lado, y estuvieron los dos de acuerdo en llamarle «bandido» a un entrenador. Le admiré sin limitaciones por su capacidad de sumarse al ambiente con tanta naturalidad.
Tomamos un buen café entre un montón de migajas y servilletas de papel estrujadas. Sólo cuando su afán de comer se había visto saciado, Garzón se levantó y fue a dar una vueltecilla preguntando a todo el mundo qué sabían sobre la agresión acontecida en el barrio. No obtuvo ningún resultado. Acto seguido, telefoneó al laboratorio de huellas dactilares. Volvió al cabo de un instante, sin ninguna expresión que pudiera orientarme ni de lejos.
—¡Hay que joderse! —exclamó.
—¿Qué ocurre?
—Ese tipo no estaba fichado.
—Lo había puesto usted demasiado sencillo. Además, ¿por qué no dudamos en considerarlo un delincuente? De momento, sólo es la víctima.
—Me extrañaría muchísimo que no fuera un hampón.
—Quizás es un malhechor que aún no ha sido fichado.
—Casi todos esos pequeños hijos de puta lo están, inspectora.
Salimos del bar rumbo al número 65 de la calle Llobregós. Más o menos a esa altura habían encontrado el cuerpo. Una primera mirada no reveló nada interesante: portales de viviendas, un zapatero remendón y, un poco más lejos, una bodega donde vendían vinos a granel. Todos los vecinos estaban informados del macabro hallazgo, pero tal y como habían declarado a la Guardia Urbana, nadie conocía al herido.
—Si hubiera vivido por aquí alguien lo sabría, en el barrio más o menos todos nos tenemos vistos.
Aun así, decidimos cerciorarnos y hacer otra ronda de interrogatorios entre el vecindario. En cuanto habíamos llamado a los pisos bajos, casi no era necesario seguir, las mujeres abrían las puertas, salían a los descansillos y a veces venían hasta donde estábamos para charlar y brindarnos su ayuda. Muchas de ellas llevaban batas de estar por casa, delantales o mandiles de cuerpo entero. Se mostraban excitadas y curiosas, pero también inquietas por si cosas parecidas empezaban a suceder en su tranquilo distrito. Reivindicaban sus orígenes con orgullo:
—Nosotros somos gente trabajadora. Aquí nunca ocurren delitos, ahora sólo nos faltaría que toda esa escoria viniera a pelearse a nuestras calles.
Estaba muy claro, si alguien hubiera tenido algún dato sobre aquel hombre, lo hubiera contado de buena gana. Sin embargo, por el deseo de ser exhaustivos y puntillosos, continuamos peinando aquella maldita calle durante tres días más. Sin ningún fruto. Nadie conocía al tipo, nadie lo vio esa noche, nadie oyó nada extraño en la madrugada del 17 de octubre. La posibilidad de que hubiera sido vapuleado en otro lugar y conducido después hasta allí parecía cada vez más verosímil. ¿Por qué precisamente allí? Ésa era una incógnita alrededor de la cual no convenía hacer demasiadas hipótesis. Se trataba de un lugar poco concurrido y mal iluminado por la noche, eso hubiera sido suficiente como para escogerlo.
Sólo después de tres días, tuvimos conciencia de haber perdido tres días, ¡y los primeros tres días!, que suelen considerarse decisivos para la resolución de cualquier caso. Durante ese tiempo pretendidamente de oro, acudíamos también a Valle Hebrón para saber si el paciente variaba de estado o si alguien lo había visitado. Pero no, aquel Bello Durmiente permanecía imperturbable y solo. Resultaba triste. Que alguien haya perdido a toda su familia en el transcurso de la vida parece comprensible, pero no tener ni un solo amigo que se preocupe por tu suerte es desalentador.
Solíamos ir a verlo al atardecer. A pesar de que la agresión estaba aún reciente, los hematomas de la cara habían empezado a difuminarse, de modo que sus rasgos se apreciaban con más claridad. Tenía algo de envilecido, de producto residual, quizás de sus propios excesos, un retrato cutre de Dorian Gray. Garzón miraba por la ventana, confraternizaba con los vejetes vecinos de cama y bajaba a la cafetería alguna vez. Yo pasaba el rato sin quitarle ojo al tipo, en perenne estado de fascinación.
—Va a cogerle usted cariño —me dijo un día el subinspector.
—Quizás sería el primero que tuviera en su vida.
Se encogió de hombros con un gesto duro.
—No se me ponga sentimental.
—¿Cómo es posible que nadie advierta que ha desaparecido?
—Cantidad de tipos desaparecen de la noche a la mañana sin que nadie se entere: viejos que la Urbana encuentra en sus camas apestando después de dos meses muertos, mendigos que palman en la boca del metro, tías locas que se pasan años en un psiquiátrico de la Beneficencia sin que les salga ni un pariente… ¡qué le voy a contar!
—De todas maneras siento por él un poco de pena. En este estado depende por completo de los demás y eso es terrible. Fíjese, las enfermeras no lo han afeitado, y el pelo teñido de panocha empieza a verse blanco en las raíces.
—¡Bah, para lo que se entera!
Con aquella exclamación vulgar Garzón cerró su turno de palabra. Era evidente que, como al resto del mundo, aquel tipo ni le importaba gran cosa, ni le inspiraba piedad.
De vuelta a comisaría nos esperaba una pequeña sorpresa. El sargento Pinilla, de la Policía Municipal, tenía algo que podía interesarnos. Los vecinos de un inmueble en Ciutat Vella los habían llamado porque, desde hacía justo tres días, un perro ladraba y lloraba, aparentemente solo, en uno de los pisos. Se presentaron allí con orden judicial, abrieron la puerta y encontraron al chucho solitario que se desesperaba, muerto de hambre y de sed. Los vecinos no sabían nada del inquilino que habitualmente vivía en el lugar; únicamente que era un hombre de mediana edad al que veían tan poco que ni siquiera podrían reconocer. Habían precintado el piso y trasladado el perro a un depósito municipal. Si en el plazo de dos días nadie lo reclamaba, pasaría a la perrera.
Pinilla estaba convencido de que esa vivienda podía pertenecer a nuestro hombre, de modo que estableció contacto con el dueño y nos lo puso en bandeja para un interrogatorio.
—De los vecinos no sacarán nada más, inspectora; aunque lo conocieran de toda la vida no se lo dirían. Es un barrio duro.
El sargento sabía perfectamente de lo que estaba hablando. Aun así, enviamos a alguien para que volviera a hacer preguntas mientras nosotros nos centrábamos en la presunta vivienda del durmiente.
El dueño del piso, que lo era a su vez de todo el inmueble, tenía una de las pintas más desagradables que yo podía recordar. Vestido con una cazadora de cuero tostado y luciendo anillos de oro en casi todos los dedos, no se molestó en sonreír, ni prácticamente en saludar.
—Ya les dije por teléfono a los de la Municipal que el control de mis fincas lo lleva la agencia Urbe.
—¿Nunca vio a su inquilino, ni siquiera cuando firmaron el contrato?
—No, fue la agencia quien hizo la gestión. Ellos encontraron al locatario, ellos le presentaron los documentos y ellos le cobraron el adelanto. Luego, me enviaron una fotocopia del contrato y una nota diciendo: Ignacio Lucena Pastor es su nuevo inquilino. No hay más.
—¿Cuánto hace de eso?
—Unos tres años.
Me fijé en que llevaba los zapatos rotos.
—¿Se recuperará? —preguntó.
—No lo sabemos.
—¿Podrían darme las señas de su familia?
—No tiene familia.
—¿Y a mí quién va a pagarme el alquiler mientras esté en el hospital? ¿No puedo al menos buscar otro inquilino?
—Ni pensarlo. El piso está precintado mientras dure la investigación.
—Oigan, saco cuatro duros de todos esos desgraciados que tengo ahí. Hay moros, negros, de todo; de vez en cuando echamos a alguno porque no paga. No se crean que soy un hombre rico, heredé esa mierda de edificio en esa mierda de barrio, pero no gano ni para comer. Si pudiera ya lo hubiera vendido.
—¿Pagaba Lucena puntualmente?
—Sí, todo iba demasiado bien, algo tenía que pasar.
—¿Sabe si andaba metido en algún asunto de drogas?
Se impacientó:
—Ya le he dicho que no sé nada, que no he visto a ese hombre en la vida. Es muy sencillo, a un tipo que tenía alquilado le han dado unas hostias, ¿correcto? Muy bien, de acuerdo, a lo mejor se dedicaba a vender droga, a lo mejor era chulo y otro chulo le ajustó las cuentas… puede ser cualquier cosa, ¿comprenden?, pero sea lo que sea yo nunca me enteré.
La agencia inmobiliaria Urbe parecía destinada a convertirse en el eslabón que determinaría si nuestro yacente era Ignacio Lucena Pastor. Una señorita nos informó de que el contrato del tal Lucena lo había gestionado una secretaria que ya no trabajaba allí.
—Bien, perfecto, denos su dirección, necesitamos que identifique a una persona —ordenó Garzón.
—Es que Mari Pili se casó hace un año. Dejó el trabajo y se fue a vivir a Zaragoza.
—¿Y no conservan ustedes su dirección, su número de teléfono?
—No. Cuando se marchó dijo que nos escribiría, que seguiríamos en contacto; pero luego ya saben ustedes cómo son esas cosas…
Garzón empezó a utilizar un tono desesperado:
—¿Y nadie más habló nunca con el inquilino?, ¿nadie iba a cobrarle el alquiler?, ¿nadie lo vio jamás?
La chica estaba cada vez más compungida.
—No.
—Entonces, tendrá usted el nombre del banco con el que operaba, el número de cuenta.
—No, no lo tengo, este señor mandaba un talón por correo el día 2 de cada mes, y como nunca hubo ningún problema…
—Y naturalmente, la dirección del remite era siempre la del piso —dijo Garzón a punto de comérsela.
—Sí —musitó la chica, acobardada, y añadió temiendo quién sabe qué represalias—: Es todo legal.
—Enséñenos el contrato.
—No sé dónde está.
—Perfecto, ahora sí lo veo muy claro. Alquilan ustedes pisos a inmigrantes ilegales, a gente sin documentación, y lo hacen sin que conste en parte alguna, ¿verdad?
—Será mejor que hable con mi jefe.
—No se preocupe, voy a dar parte en comisaría y enviarán a alguien para que averigüe qué coño pasa aquí.
La chica suspiró, quizás porque sabía que, tarde o temprano, se descubriría el pastel.
En el coche, Garzón estaba indignado:
—¡Pero bueno, esto es la hostia!, ¿no dicen que todos estamos fichados, que figuramos en un montón de listas, que se conocen oficialmente hasta nuestros más íntimos pensamientos? Pues no, no es verdad, podemos vivir cien años en el mismo sitio y resulta que no existimos, que nadie conoce ni nuestra cara.
—Tranquilícese, Fermín. Vamos a ver si Pinilla ha sacado algo más de los vecinos.
El sargento Pinilla fue taxativo: nada. Nadie podía reconocer al herido mirando la fotografía que se había tomado en el hospital, nadie. Tampoco en los archivos de identidad figuraba ese nombre.
—Inténtenlo ustedes, a lo mejor la policía intimida a la gente más que los municipales; aunque lo dudo, ¡es tan fácil decir que no se conoce a alguien! ¿Para qué buscarse problemas?
—¿Dónde tienen al perro que estaba en la casa? —pregunté.
—En el almacén.
—¿Podemos verlo?
Recibí de ambos hombres una mirada de incomprensión y curiosidad.
—Es que me gustaría interrogarlo —bromeé.
Pinilla soltó una risotada y se puso en camino:
—¡Por mí como si quiere condenarlo a cadena perpetua! Lo de tener perros en el almacén es una complicación, créame.
Nos condujo hasta una gran nave que se encontraba en el sótano. Los objetos más dispares abarrotaban enormes estanterías de madera barata. En un rincón, aislado del recinto por una valla metálica, había un perro tumbado junto a un bol de comida para perros y otro de agua. Al vernos, dio un bote vertical y arrancó a ladrar a pleno pulmón.
—Aquí tienen, ¡el chucho!; como pueden ver, aún no ha perdido la moral.
—¡Qué feo es, el jodido! —soltó Garzón.
Realmente lo era. Encanijado, lanudo, negro, orejón, sus patas cortas y torcidas se engarzaban a un cuerpo de peluche tronado. Sin embargo, había en sus ojos cierta mirada de lucidez realista que me llamó la atención. Metí la mano por entre los barrotes y le acaricié la cabeza. Al instante se me transmitió, dedos arriba, un calorcillo entrañable. El animal fijó en mí sus pupilas cavilosas y me arreó un lametazo sincero.
—Es simpático —sentencié—. Prepárenoslo, sargento, nos lo llevamos. Lo necesitamos para la investigación.
Pinilla ni se inmutó, pero Garzón quedó estupefacto. Se volvió hacia mí:
—Oiga, inspectora, ¿qué demonios se supone que vamos a hacer con ese bicho?
Le dirigí una mirada de mando que no había utilizado con él desde tiempo atrás.
—Ya se lo comunicaré, Garzón, de momento vamos a llevárnoslo.
Por fortuna captó la situación al vuelo y se calló, no era cuestión de hacer más inconvenientemente pública su sorpresa.
—¿Puedo pedirles un favor? —preguntó Pinilla—. ¿No les importaría dejarlo en la perrera cuando hayan concluido sus investigaciones? Total, que esté con nosotros un día más o menos digo yo que no alterará el reglamento.
Le habíamos venido como agua de mayo al sargento, que se libraba del incómodo cánido antes de lo previsto. Tres narices le importaba para qué pudiéramos necesitarlo con tal de que se lo quitáramos de en medio. A Garzón la cosa le intrigaba un poco más. En realidad estaba loco por preguntarme, sólo que, después del recordatorio de mi autoridad, en ningún momento se hubiera permitido preguntarme de nuevo. Supongo que cuando llegamos al hospital empezó a barruntar algo, aunque tampoco entonces habló.
La primera dificultad de mi plan consistía en llevar al perro hasta la habitación de la víctima sin que nadie lo advirtiera. Ni se me ocurrió pedir permiso formal para entrar con un perro en el recinto. No se trataba de que estuviera inclinándome por métodos poco ortodoxos, pero tenía el pálpito de que cualquier intento de legalidad oficial en aquel laberinto mastodóntico podía derivar en centenares de papeles que incluirían pólizas, fotocopias e impresos especiales para autorizar perros negros.
Le pedí a mi compañero que se quitara su cumplida gabardina. Saqué al perro de la trasera del coche y me lo metí bajo el brazo. Entonces, procurando no atemorizarlo, lo cubrí con la gabardina de modo que quedara completamente oculto. Se dejó hacer, incluso parecía que le gustaba porque sentí una húmeda caricia en el dorso de la mano.
De esa guisa entramos en el hospital. Hubiera jurado que Garzón renegaba sotto voce, pero muy bien podían ser los gruñidos del perro. Yo me encontraba serena; al fin y al cabo aquello significaba una trasgresión mínima de las normas, nada que no pudiera ser justificado como un acto de servicio.
Los celadores nos franquearon la entrada sin problemas al enseñarles las placas. Tampoco llamamos la atención de nadie en el trayecto hasta la habitación de nuestro hombre. Cuando abrí la puerta, comprendí que mis oraciones, aun pronunciadas entre dientes, habían sido atendidas. En el interior no había personal sanitario, y los dos viejos que compartían la estancia se encontraban dormidos. Libré a mi polizonte de su embozo y lo dejé en el suelo. Estaba extrañado por las esencias medicinales que percibía en el aire. Olió por todos lados, resopló, se movió erráticamente y, de pronto, quedó petrificado por algo que su fina nariz acababa de captar. Enloquecido, galvanizado por el hallazgo, empezó a dar saltos y a emitir ladridos alegres en torno a la cama del individuo inconsciente. Por fin, puesto a dos patas, vio al que sin duda era su amo, y estalló en gañidos de felicidad mientras intentaba lamerle las manos, inermes sobre la sábana.
—Subinspector Garzón… —declamé en tono teatral—, le presento a Ignacio Lucena Pastor.
—¡Joder! —dijo Garzón como todo comentario. No pudo en realidad añadir mucho más ya que, con todo aquel alboroto, los dos viejos se habían despertado. Uno de ellos miraba al perro como si fuera un ser surgido de ensueños, y el otro, habiendo cobrado conciencia cabal de que aquella situación no era corriente, empezó a pulsar el timbre y a llamar a la enfermera a voces. Me quedé en blanco durante un instante, sin saber cómo reaccionar, y sólo acerté a mirar cómo Garzón cogía al perro, me arrebataba la gabardina, lo envolvía en ella y salía zumbando a toda prisa.
—Vámonos, inspectora, aquí no pintamos nada.
Anduvimos pasillos interminables a paso ligero, con aquel maldito animal dando alaridos punzantes, pugnando por zafarse del abrazo de mi compañero, pataleando. A medida que nos acercábamos a la salida, íbamos dejando tras nosotros un reguero de caras sorprendidas que intentaban localizar de dónde salían los aullidos. Yo procuraba no cambiar de expresión, actuar con naturalidad y caminar todo lo rápido que podía sin llegar a correr. Cuando la puerta de salida se divisaba ya, clara y salvadora, uno de los celadores debió de calibrar que aquellos extraños lamentos y protestas provenían de nosotros.
—¡Eh, un momento! —chilló cuando pudo cerrar su boca asombrada.
—¿Qué hacemos? —preguntó Garzón en voz baja.
—Siga adelante —contesté.
—¡Deténganse! —volvió a gritar el hombre.
—¡Petra, por sus muertos! —susurró Garzón.
—¡Les he dicho que vengan aquí! —Esta vez la voz del guarda sonaba detrás de nosotros, muy cerca. Y fue justo al darme cuenta de que no habría otra advertencia, de que estaba a punto de alcanzarnos cuando, en una reacción visceral, sin volver la cara atrás ni prevenir a Garzón, eché a correr de modo desenfrenado. Atravesé la puerta principal, me precipité escaleras abajo a toda velocidad, y no paré hasta que hube llegado al aparcamiento. Sólo entonces, jadeante, miré detrás de mí. Nadie con bata blanca ni uniforme me seguía, tan sólo Garzón, resoplando, congestionado y con notable mal estilo atlético, completaba los últimos metros de carrera. Se detuvo a mi lado, sin fuerzas para hablar. Di un tirón a su gabardina y, de entre los pliegues, emergió, despeinada y horrenda, la cabeza de nuestro testigo. Al menos se había callado, consciente de pasar por momentos dramáticos. Me acometió un salvaje deseo de reír y le di rienda suelta. Garzón y el perro me miraban estupefactos, con idéntica expresión.
—¿Se puede saber por qué cojones ha hecho eso, Petra?
Intenté recuperar la seriedad.
—Perdóneme, Fermín, lo siento, sé que debiera haberle avisado.
—Me pregunto qué diremos en ese hospital cuando tengamos que volver.
—¡Bah, relájese, ni siquiera van a reconocernos!
—¡Pero los viejos de la habitación han visto al perro!
—Yo no me preocuparía demasiado por eso. Además, subinspector, ¿dónde está su sentido de la aventura?
Me miró con la misma confianza que le hubiera inspirado un loco furioso. Abrí el coche y deposité al perro en la parte trasera. Volvió a aullar, recuperando su pena.
—Dese prisa, vamos a dejar este maldito bicho en la perrera.
Garzón se pasó todo el tiempo encubriendo sus reproches con preguntas.
—¿No cree que hubiéramos podido encontrar un modo de identificar a Lucena que fuera menos aparatoso?
—Dígame cómo.
—Ni siquiera hemos interrogado personalmente a los vecinos de su vivienda.
—Lo haremos, pero sabiendo quién es Lucena Pastor sacaremos mucho más rendimiento. Por cierto, no se olvide de alertar al comisario sobre las actividades ilegales de la inmobiliaria Urbe, espero que los empapelen bien.
—Descuide. Sin embargo, no sé yo si este sistema del perro…
—Oiga, Garzón, ¿no ha oído hablar de la infalibilidad animal? ¿Sabe qué utilizan en la Depuradora Municipal de Barcelona para dilucidar si el agua está contaminada? Pues se lo diré: ¡peces! ¿Y sabe qué emplearon en el metro de Tokio para detectar los gases envenenados que filtraron unos terroristas?… ¡Periquitos metidos en jaulas! Y ahora no me haga hablarle de la larga tradición colaboradora que siempre ha existido entre policías y perros: aduanas, búsquedas de desaparecidos, drogas…
Miré su expresión con el rabillo del ojo; era meditativa pero no convencida del todo.
—¿Y el salir corriendo sin avisarme?
—Eso lo hice porque llevo dos años aburriéndome.
—¡Pues recuérdeme que le regale un puzle!, no sé si podría aguantar otra carrera como la que nos hemos pegado.
Mi risa quedó cortada por una visión insólita. Habíamos alcanzado nuestro destino. Frente a nosotros se alzaba un edificio enorme, viejo, destartalado. Colgado de las montañas de Collserola, silencioso, presentaba una imagen realmente siniestra.
—¿Qué demonios es eso?
—La perrera municipal —dijo Garzón, y siguió avanzando por la carretera solitaria. A medida que nos acercábamos la tétrica impresión iba reforzándose por los ladridos y aullidos que nos llegaban. Era un coro polifónico bastante estremecedor.
Cuando paramos junto a las desconchadas paredes, los ladridos subieron de tono. Volví a tomar en brazos a nuestro desdichado atestiguante, que se cobijó en mí como si presintiera su triste futuro. Nos recibió un funcionario joven y simpático. Impresionado por nuestra condición de policías, nos confesó que sus contactos habituales se producían únicamente con la Guardia Urbana. Tomamos asiento mientras rellenaba una ficha. El pobre perro se agazapaba en mi regazo buscando protección. Sentí curiosidad.
—¿Todos los perros son adoptados por nuevos dueños?
—Lamentablemente no, sólo aquellos que tienen parecido con alguna raza.
—¿Cree que éste se parece a alguna raza?
El chico sonrió:
—Quizás a alguna raza exótica.
Tampoco a él se le había pasado por alto la fealdad del animal.
—¿Y qué pasa si no los adoptan?
—Todo el mundo me hace la misma pregunta. ¿Qué piensa que puede pasar?
—Los sacrifican.
—Al cabo de un tiempo. No hay otro remedio.
—¿Cámara de gas? —preguntó Garzón quizás dejándose llevar por cierta imaginería holocáustica.
—Inyección letal —sentenció el funcionario—. Es un sistema completamente civilizado, no sufren ni tienen agonía. Duermen para no despertar.
Los aullidos, mitigados por las paredes del despacho, subrayaron sus palabras.
—¿Quieren que les enseñe los módulos?
Aún no sé por qué acepté aquel ofrecimiento, pero lo hice. El hombre nos condujo a través de un largo corredor iluminado por varias bombillas desnudas. Cada una de las amplias jaulas puestas en hilera estaba compartida por tres o cuatro perros. La algarabía que se formaba a nuestro paso era notable. Los animales reaccionaban de modo diferente, algunos se pegaban a las rejas pugnando por sacar el morro y lamernos. Otros ladraban y daban vueltas sobre sí mismos en una espiral de locura. Sin embargo, todas aquellas estrategias parecían perseguir un fin común: llamar nuestra atención. Era evidente que conocían la dureza de aquel juego: la visita llegaba, se movía arriba y abajo por el corredor y luego uno de ellos, sólo uno, era liberado de su encierro. Me estremecí. Nuestro guía iba dando explicaciones a las que yo no podía atender, una gran angustia se había apoderado de mi estómago. Paré, miré al suelo y vi que, pegado a mis piernas, el horroroso perrillo se había encogido y, en silencio, me seguía.
—¡Oiga, Garzón! —llamé.
Pero mi compañero charlaba con el encargado, entre el estrépito.
—¡Eh, oigan! —casi chillé—. Paren, por favor; he cambiado de idea. Creo que voy a quedarme con el perro.
—¿Cómo? —inquirió el subinspector.
—Sí, sólo hasta que su dueño se recupere. En realidad, creo que volverá a ser necesario en la investigación. Total, puedo hacerle un sitio en el jardincillo de mi casa.
El encargado de la perrera me miraba, sonriendo comprensivo. No hizo ningún comentario. Se lo agradecí, sólo hubieran faltado sus subrayados para hacerme quedar frente a Garzón como una tonta sensiblera.
En el viaje de vuelta estuvimos mucho rato callados. Por fin, Garzón abrió fuego.
—Con todos los respetos, inspectora, y sin que sea asunto mío, pero apiadarse de todo no es bueno para un policía.
—Lo sé.
—Yo he visto muchas cosas en este mundo, ya se lo imagina. He visto cuadros que me han puesto las tripas revueltas: niños abandonados, suicidas colgados de una viga, putas jóvenes apaleadas… pues bien, siempre he procurado no compadecerme en exceso de nada. Es la manera de no acabar en un psiquiátrico.
—La mirada de esos perros me ha impresionado.
—No son más que perros.
—Pero nosotros somos personas.
—Está bien, inspectora, no me líe, usted ya sabe lo que quiero decir.
—Claro que lo sé, Garzón, y le agradezco sus intenciones, pero se trata de guardar al perro hasta que su dueño se recobre. Además, lo que he dicho sobre la posibilidad de ayudarnos en la investigación es completamente cierto, volveremos a utilizarlo.
—Pues si es como la primera vez, que Dios nos coja confesados.
—¿Por qué protesta siempre por todo? Le hago una proposición: si me lleva a mi casa le invito a un whisky.
El perro no pareció demasiado contrariado al ver su nuevo hogar; quizás evaluaba que se había librado de algo peor. Investigó las habitaciones, salió al jardín, y cuando le ofrecí agua y galletas no les hizo ascos. Garzón y yo bebimos un whisky con toda parsimonia, pendientes de las evoluciones del animal.
—Tendré que buscarle un nombre —dije.
—Llámele Espanto… —apuntó el subinspector—, con lo feo que es…
—No está mal pensado.
El recién bautizado se tumbó a mis pies, suspiró. Garzón también suspiró, encendió un cigarrillo, miró plácidamente al techo. Componíamos una escena sosegada tras las múltiples inquietudes del día. Me pregunté si sería verdad que aquellos ojos suyos de policía habían visto tantas atrocidades. Probablemente, sí.