PRÓLOGO

Empezó en el barro, como tantas cosas.

En un mundo normal habría sido la hora de desayunar pero, al parecer, en el infierno no se servía el desayuno; el bombardeo que había comenzado antes del amanecer no daba señales de remitir. De todos modos, el soldado Jonas no tenía muchas ganas de comer.

A excepción de un breve momento, cuando se retiraba despavorido cruzando una zona de barro desolada y tan llena de cráteres como la luna, Paul Jonas había pasado el 24 de marzo de 1918 del mismo modo que los tres últimos días, y gran parte de los muchos meses anteriores…, tiritando agazapado en el cieno frío y hediondo de un lugar entre Ypres y San Quintín; ensordecido por las estampidas atronadoras de la artillería pesada alemana, rezando instintivamente a una entidad en la que ya no creía. Había perdido a Finch, a Mullet y al resto del pelotón en algún punto durante el caos de la retirada… tenía la esperanza de que se hubieran puesto a salvo en alguna otra parte de las trincheras, pero era difícil pensar mucho más allá de los pocos codos de miseria que lo confinaban. El mundo entero estaba húmedo y pegajoso. La neblina que descendía lentamente, consecuencia de la explosión de cientos de kilos de metralla al rojo vivo en medio de una multitud de seres humanos, había salpicado abundantemente la tierra desgarrada, los árboles desnudos y al propio Paul.

Niebla roja, tierra gris, cielo color hueso viejo: Paul Jonas estaba en el infierno…, un infierno muy especial porque no todos los que estaban allí habían muerto todavía.

En realidad, advirtió Paul, uno de sus habitantes agonizaba muy despacio. No debía de encontrarse a más de veinte metros, por lo cerca que lo oía, pero a efectos prácticos era como si hubiera estado en Tombuctú. Paul no tenía la menor idea de cómo era el soldado herido, le habría supuesto el mismo esfuerzo levantar la cabeza voluntariamente por encima del borde de la trinchera que salir volando a fuerza de desearlo, pero ya conocía su voz demasiado bien, llevaba una hora larga blasfemando, sollozando y gimiendo de dolor, llenando todos los silencios entre cañonazo y cañonazo.

Todos aquellos heridos durante la retirada habían tenido el buen gusto de morir rápidamente o, al menos, de sufrir en silencio. El compañero invisible de Paul había llamado a su sargento, a su madre y a Dios y, cuando ninguno de ellos acudió en su ayuda, siguió aullando igual. Y aún gemía con un lamento lloroso y sin palabras. El herido, un soldado anónimo entre miles hasta hacía poco, parecía dispuesto a convertir a todo el frente occidental en testigo de sus últimos momentos de agonía.

Paul lo odiaba.

El terrible y aplastante fragor cesó; se produjo un maravilloso momento de silencio antes de que el herido reanudara sus gritos con una cantinela gorgoteante como una langosta al cocerse.

—¿Tienes fuego?

Paul se volvió. A su lado, unos ojos claros, amarillo cerveza, le miraban incrustados en una máscara de barro. El aparecido, agachado a cuatro patas, llevaba un sobretodo tan deshilachado que parecía hecho de telarañas.

—¿Qué?

—¿Tienes fuego? ¿Una cerilla?

Una pregunta tan común en medio de tanta irrealidad le hizo sospechar que no había oído bien. El otro levantó una mano, tan sucia como la cara, con un delgado cilindro blanco tan limpio y luminoso que se diría caído de la luna.

—¿Me oyes, amigo? Fuego.

Paul rebuscó en el bolsillo palpando con su mano entumecida hasta dar con una caja de cerillas milagrosamente seca. El herido volvió a gritar más fuerte aún que antes, perdido en el desierto a un tiro de piedra.

El hombre del sobretodo deshilachado se apoyó en un lado de la trinchera amoldando la curva de la espalda al barro protector, partió el cigarrillo en dos con delicadeza y ofreció la mitad a Paul. Mientras encendía la cerilla, ladeó la cabeza para escuchar mejor.

—¡Dios me asista! ¡Todavía sigue ése ahí! —Devolvió las cerillas a Paul y mantuvo la llama viva para darle fuego—. Bien podría Fritz tirarle una encima y así nos quedaríamos tranquilos los demás.

Paul asintió con la cabeza. Hasta ese gesto le suponía un esfuerzo.

Su compañero levantó la barbilla y soltó un hilo de humo que subió bordeando el ala del casco y desapareció confundida con el cielo liso de la mañana.

—¿Nunca tienes la sensación de…?

—¿La sensación?

—¿De que es un error? —El desconocido señaló con la cabeza las trincheras, los cañones alemanes, el frente de occidente en general—. ¿De que Dios no está, o que se ha ido a dormir la siesta o algo así? ¿Nunca te sorprendes deseando que un día se le ocurra mirar aquí ahajo, vea lo que pasa… y haga algo por remediarlo?

Paul asintió, aunque nunca lo había pensado con tanto detalle. Sin embargo, había percibido el vacío de los cielos grises y, alguna vez, había notado la curiosa sensación de estar por encima de todo, mirando la sangre y el barro desde lejos, observando las criminales hazañas bélicas con el desapego de quien mira un hormiguero. Dios no podía estar mirando, eso seguro; si fuera así y hubiera visto lo mismo que Paul Jonas —hombres que estaban muertos pero no lo sabían e intentaban frenéticamente meterse otra vez las tripas reventadas en la camisa, cuerpos hinchados en estado de putrefacción abandonados días y días a pocos metros de amigos con los que habían cantado y reído—, si hubiera visto todo eso y no hubiera hecho nada por impedirlo, tenía que estar loco.

Pero Paul no había creído en ningún momento que Dios fuera a salvar a esas criaturas diminutas que se mataban a miles unas a otras por media hectárea de lodo agujereado por los proyectiles. Se parecería demasiado a un cuento de hadas. Los niños pobres no se casaban con princesas; morían en calles nevadas o en callejones oscuros… o en trincheras francesas llenas de barro, mientras Dios Padre dormía la siesta.

—¿Hay novedades? —preguntó, haciendo acopio de fuerzas.

El desconocido aspiró profundamente el cigarrillo sin importarle que la brasa le quemara los dedos sucios, y suspiró.

—Todo; nada. Ya se sabe. Que Fritz avanza por el sur y va derecho a París; o que ahora que han entrado los yanquis, vamos a aplastarlos directamente y a tomar Berlín en junio. «La victoria alada de Samo… no sé qué» apareció en Flandes volando por el cielo, bailando el hula-hula con una espada flamígera en la mano. ¡Pura mierda!

—¡Pura mierda! —corroboró Paul.

Dio otra calada al cigarrillo, lo tiró a un charco y se quedó triste mirando la colilla, que fue empapándose de agua sucia hasta que las últimas hebras de tabaco salieron a flote. ¿Cuántos cigarrillos más fumaría antes de que la muerte lo encontrara? ¿Doce? ¿Cien? ¿O sería ése el último? Recogió el papel y lo estrujó entre los dedos haciendo una bola.

—Gracias, compañero.

El desconocido dio media vuelta y empezó a arrastrarse trinchera arriba; entonces le dijo una cosa extraña por encima del hombro.

—Mantén la cabeza agachada. Piensa en salir de aquí. ¡En salir de verdad!

Paul se despidió agitando la mano, aunque el hombre ya no lo veía. El soldado herido volvió a gritar, quejidos lastimeros sin palabras que sonaban a parto de un ser no humano.

Al cabo de unos instantes, como despertados por una invocación demoníaca, los cañones volvieron a la carga.

Paul apretó los dientes y se tapó los oídos con las manos como si pudiera inutilizarlos, pero seguía oyendo los gritos del herido; su voz ronca era como un alambre al rojo que le entrara por un oído y le saliera por el otro, yendo y viniendo sin cesar… En los últimos dos días habría dormido unas tres horas, y la noche, que ya se le echaba encima, prometía ser aún peor. ¿Por qué no había salido ningún equipo de camilleros a recoger a los heridos? Los cañones llevaban callados una hora al menos.

A medida que lo pensaba, cayó en la cuenta de que, a excepción del hombre que se le acercó a pedir fuego, no había visto a nadie desde que abandonaran las trincheras de primera línea por la mañana. Había dado por supuesto que habría otros hombres unas curvas más allá, y el del cigarrillo pareció confirmarlo, pero el bombardeo había sido tan constante que Paul no había querido moverse. Ahora que todo parecía tranquilo desde hacía un rato, empezó a preguntarse por el resto del pelotón. ¿Finch y los demás se habrían replegado a otros escondites más lejanos? ¿O estarían unos pocos metros más allá abrazando las profundidades, resistiéndose a salir a campo abierto ni siquiera en misión caritativa?

Se dejó caer de rodillas, se echó el casco hacia atrás para que no le resbalara sobre los ojos y empezó a arrastrarse en dirección oeste manteniéndose muy por debajo del borde de la trinchera; aun así, tanto movimiento le pareció un acto de provocación. Encogió los hombros esperando un bombazo tremendo de arriba pero nada le cayó encima salvo el incesante quejido del moribundo.

Veinte metros y dos curvas más allá, llegó a un muro de barro.

Quiso secarse las lágrimas pero sólo consiguió llenarse los ojos de porquería. Una última explosión resonó en lo alto y conmovió la tierra. Un pegote de barro, incrustado en una raíz que salía por la pared de la trinchera, se desprendió y no tardó en fundirse con el resto en el cenagal del suelo.

Estaba atrapado; así de sencillo y de horrible. A menos que se atreviera a salir a campo abierto, lo único que podía hacer era acurrucarse en aquel segmento aislado de trinchera hasta que un proyectil lo alcanzara. No se hacía ilusiones de durar tanto como para preocuparse del hambre. No se hacía ilusiones de nada. Estaba prácticamente muerto. Jamás volvería a oír a Mullet quejarse por las raciones, ni vería a Finch recortarse el bigote con una navaja. Qué detalles tan triviales, tan entrañables, y ya los echaba de menos con una intensidad que dolía.

El moribundo seguía allí fuera, quejándose.

«Esto es el infierno, no estoy fuera de él…».

¿De dónde eran esas palabras? ¿De un poema? ¿De la Biblia?

Abrió la pistolera, sacó la Webley y se la llevó al ojo. A la escasa luz, el alma del cañón también parecía honda como un pozo, un vacío en el que caer para no volver nunca: un vacío silencioso, oscuro, reparador…

Sonrió sin alegría y dejó el arma en el regazo cuidadosamente. No sería patriótico, seguro. Más valía obligar a los alemanes a gastar sus caros proyectiles en él; exprimir un poco más a una Fraulein obrera de brazos pecosos de cualquier cadena de cualquier fábrica del valle del Ruhr. Además, la esperanza es lo último que se pierde, ¿no?

Empezó a llorar otra vez.

Arriba, el moribundo dejó de lamentarse un momento y tosió. Tosía como un perro apaleado. Paul apoyó la cabeza otra vez en el barro y gritó:

—¡Calla! ¡Cállate ya, por el amor de Dios! —Respiró hondo—. ¡Calla la boca y muere, maldito seas!

El hombre, animado al parecer por el compañerismo, siguió gimiendo.

La noche le pareció durar un año o más, meses de oscuridad, masas inmensas de negro inamovible. Los cañones escupían y atronaban. El moribundo se lamentaba. Paul enumeró una a una todas las cosas que recordaba de su vida antes de las trincheras, y luego volvió a empezar. De algunas sólo recordaba el nombre pero no el significado. Había palabras increíblemente extrañas, como «hamaca» o «bañera». «Jardín» salía en varias canciones del libro de himnos del capellán, pero estaba casi seguro de que se refería a algo real y también la contó.

«Piensa en salir de aquí —le había dicho el hombre de los ojos amarillos—. ¡En salir de verdad!».

Los cañones enmudecieron. El cielo había clareado ligeramente, como si le hubieran pasado un trapo sucio. Bajo la tenue luz, distinguió el borde de la trinchera; trepó, volvió a caer resbalando y se rio en silencio del sube y baja. «Salir de aquí». Palpó con el pie una raíz gruesa y se aupó con esfuerzo hasta el exterior. Tenía la pistola e iba a matar al hombre que gritaba, no sabía gran cosa más.

El sol empezaba a salir por alguna parte, aunque Paul no sabía exactamente por dónde: la claridad era mínima y se diluía en la vastedad del cielo plomizo. Bajo ese cielo todo era gris. Barro y agua. Sabía que las partes llanas eran agua y, por tanto, todo lo demás era barro, excepto aquellas cosas altas. Sí, eran árboles, lo recordaba. Habían sido árboles.

Se puso de pie y giró sobre sí lentamente. El mundo se extendía sólo unos pocos cientos de metros en cualquier dirección hasta terminar en niebla. Estaba aislado en el centro de un espacio vacío, como si hubiera entrado por equivocación en un escenario y se encontrara de pronto ante un público silencioso y expectante.

Sin embargo, no estaba completamente solo. A medio camino entre el yermo y él, un árbol se erguía aislado; un árbol como una mano aferrándose, con un brazalete retorcido de alambre de espino. De sus ramas desnudas colgaba un bulto oscuro. Paul sacó el revólver y se acercó tambaleándose.

Era un cuerpo colgado boca abajo como una marioneta olvidada, con una pierna atrapada en la horcadura del tronco. Parecía tener todas las articulaciones descoyuntadas, los brazos caían inertes con los dedos estirados como si el barro fuera el cielo y el cuerpo quisiera volar. La cara era un amasijo amorfo de pulpa roja y quemaduras negras y grises, excepto por un ojo amarillo brillante de mirada fija, penetrante y demencial como la de un pájaro, y ese ojo observaba su lento progreso.

—Te tengo —dijo Paul.

Levantó la pistola pero el hombre no gritaba en ese momento.

Un agujero se abrió en la cara destrozada, y dijo:

—Por fin has venido. Te esperaba.

Paul se sobresaltó. La culata le resbalaba entre los dedos, el brazo le temblaba por el esfuerzo de mantenerlo levantado.

—¿Esperabas…?

—Esperaba. He esperado mucho tiempo. —La boca, donde sólo se distinguían unas esquirlas blancas flotando en la masa roja, se retorció esbozando una sonrisa al revés—. ¿Nunca tienes la sensación de…?

Paul se estremeció al oír los lamentos otra vez. Pero no podía ser el moribundo… el moribundo era ése. Así que…

—¿La sensación? —preguntó, y miró hacia arriba.

El objeto oscuro se precipitaba desde el cielo hacia él, un agujero negro en el aire gris pardusco que se acercaba con un silbido. Enseguida se dejó oír el ruido sordo del obús, como si el tiempo hubiera dado la vuelta y se hubiera mordido la cola.

De que es un error —dijo el colgado.

Y el proyectil cayó; el mundo se replegó sobre sí mismo, cada vez más pequeño, ángulo tras ángulo, arrugándose por la acción del fuego y comprimiéndose por los ejes hasta que todo desapareció.

Tras la muerte, a Paul se le complicaron más aún las cosas.

Estaba muerto, por descontado, y lo sabía. No podía ser de otra forma. Había visto caer el proyectil, precipitarse sobre él desde el cielo como un ángel de la muerte sin alas, sin ojos, asombrosamente moderno, aerodinámico e impersonal como un tiburón. Había notado que el mundo se convulsionaba y el aire se inflamaba, que no le llegaba oxígeno a los pulmones y se le carbonizaban dentro del pecho. Estaba muerto, no cabía la menor duda.

Pero ¿por qué le dolía la cabeza?

Claro que, si en la otra vida el castigo por una existencia desperdiciada consistía en padecer dolor de cabeza eternamente, tendría cierto sentido. Un sentido espantoso.

Abrió los ojos y parpadeó a la luz.

Estaba sentado con la espalda recta en el borde de un cráter, una herida mortal profundamente abierta en la tierra fangosa. El terreno de alrededor era llano y estaba vacío. No había trincheras y, si las hubo, habían quedado enterradas por la sacudida de la explosión; no veía sino cieno requemado en todas direcciones, hasta que la tierra misma se diluía en niebla gris y brillante en el horizonte que le rodeaba.

Pero por detrás, algo sólido le sujetaba la espalda; la sensación de aquello contra la parte baja de la espalda y en los omóplatos le hizo pensar por primera vez si no habría previsto su muerte con demasiada antelación. Se volvió a mirar, el casco le resbaló sobre los ojos y, por un momento, se sumió en la oscuridad de nuevo, hasta que le cayó de la cara al regazo. Se quedó mirándolo. Ya no tenía copa, había saltado por los aires; el ala metálica, retorcida y rota, se parecía más que nada a una corona de espinas.

Se estremeció convulso al recordar las historias de horror sobre soldados que mueren alcanzados por un proyectil y caminan más de veinte metros sin cabeza, o se quedan con las tripas en la mano sin reconocer lo que son. Lentamente, como si jugara un juego macabro consigo mismo, se pasó las manos por la cara, las mejillas y las sienes en busca de la masa carnosa que debía ser el cráneo. Tocó pelo, piel y hueso…, y cada cosa estaba en su lugar. No había heridas. Cuando se miró las manos, las tenía manchadas de sangre y barro a partes iguales, pero lo rojo ya estaba seco, pintura vieja y polvo. Dejó escapar el aire que hacía rato que contenía.

Estaba muerto pero le dolía la cabeza. Estaba vivo pero un fragmento de metralla incandescente le había rebanado el casco como hiende un cuchillo la cobertura de una tarta glaseada.

Levantó la mirada y vio el árbol pequeño y esquelético que le había arrastrado a tierra de nadie. El árbol del que colgaba el moribundo.

Ahora se elevaba hasta las nubes.

Paul Jonas suspiró. Había dado cinco vueltas al árbol pero allí seguía, tan incomprensible como al principio.

El débil esqueleto desnudo se había hecho tan grande que la copa se perdía de vista entre las nubes inmóviles del cielo gris. El tronco, ancho como la torre del castillo de un cuento de hadas, un cilindro inmenso de corteza áspera, parecía adentrarse en la tierra tanto como subía hacia el cielo, descendiendo suavemente por la pared del cráter de la bomba hasta desaparecer en el suelo del fondo, sin asomo de raíces.

Había dado la vuelta alrededor del árbol y seguía sin entenderlo. Se había alejado buscando una perspectiva adecuada para calcular la altura, pero eso tampoco lo ayudó a comprender. Por más que se distanciara por el llano monótono, el árbol seguía alzándose más allá del dosel de nubes. Y siempre, lo quisiera o no, volvía al mismo sitio. No sólo no había otra cosa a donde dirigirse sino que el mundo parecía curvo, de modo que, tomara la dirección que tomase, siempre terminaba regresando al monumental tronco.

Se sentó un rato con la espalda apoyada en el árbol e intentó dormir. El sueño no llegaba pero Paul mantenía los ojos cerrados obcecadamente. No le gustaba el rompecabezas que se le había presentado. Le había alcanzado un proyectil. La guerra y todos los que en ella participaban se habían desvanecido, aunque un conflicto de tal magnitud sería difícil de escamotear. La luz no había cambiado desde su llegada, aunque debían de haber pasado horas desde la explosión. Y lo único que había en el mundo era un vegetal de unas proporciones imposibles.

Rogó para que, cuando abriera los ojos de nuevo, estuviera en la otra vida pero de una forma más convencional, o bien, en la mísera y conocida trinchera con Mullet, Finch y el resto del pelotón. Cuando terminó la oración, no quiso arriesgarse todavía a abrir los ojos determinado a dar tiempo a Dios, o a quien fuera, para poner las cosas en su sitio. Permaneció sentado, esforzándose por olvidar el dolor que le envolvía la parte posterior del cráneo, dejándose absorber por el silencio mientras la normalidad volvía a su ser. Finalmente, abrió los ojos.

Niebla, barro y el maldito árbol inmenso. Nada había cambiado.

Suspiró profundamente y se puso de pie. Apenas se acordaba de su vida antes de la guerra y, en ese momento, hasta el pasado inmediato se presentaba borroso; pero recordaba que había una especie de cuento en el que sucedía una cosa imposible y, ante el hecho inamovible de que lo imposible no dejaría de serlo, sólo cabía una forma de proceder: tratar lo imposible como posible.

¿Qué se podía hacer con un árbol insoslayable que subía hasta el cielo y se perdía en las nubes? Trepar por él.

No resultó tan difícil como esperaba. Aunque las primeras ramas no empezaban a bifurcarse hasta que el tronco rozaba las nubes, el tamaño mismo del árbol le favorecía; la corteza, picada y agrietada como la piel de una serpiente inmensa, le permitía apoyar los pies y las manos sobradamente. Algunos nudos eran tan grandes que podía sentarse a recobrar el aliento con relativa holgura y seguridad.

Aun con todo, no fue tarea sencilla; apenas podía medirse el tiempo en aquel lugar sin sol pero le pareció que llevaba trepando al menos medio día cuando alcanzó la primera rama. Era ancha como una carretera comarcal y se separaba del tronco hacia arriba hasta perderse también en las nubes, donde se entreveían borrosamente las primeras hojas.

Se acostó en la horcadura entre la rama y el tronco e intentó dormir pero, a pesar del cansancio, el sueño no acudía. Descansó un poco, se puso en pie de nuevo y reemprendió el ascenso.

Al cabo de un rato, el aire se tornó más fresco y Paul empezó a notar el roce húmedo de las nubes; el cielo iba oscureciéndose alrededor del árbol y velaba el final de las ramas. Vio entonces unas formas grandes e imprecisas colgando más arriba, entre el lejano follaje, pero no logró identificarlas. Siguió trepando y, al cabo de media hora, descubrió que se trataba de manzanas monstruosas, del tamaño de un globo cautivo.

La niebla se espesaba a medida que ascendía, hasta que lo sumió en un mundo fantasmagórico de ramas y jirones de nubes en movimiento, como si trepara por las jarcias de un buque fantasma. No oía sino el crujir y el rascar de la corteza bajo sus pies. Soplaban brisas, que le enfriaban la fina película de sudor de la frente, pero nunca con la fuerza suficiente para agitar las grandes hojas planas.

Silencio y jirones de niebla. El tronco colosal con su manto de ramas por arriba y por abajo, todo un mundo. Paul siguió trepando.

Las nubes se hicieron más densas aún y Paul notó un cambio de luz; una fuente de calor hacía brillar la niebla como una linterna tras unas cortinas tupidas. Descansó nuevamente y se preguntó cuánto tardaría en llegar al suelo si se cayera de la rama que le servía de asiento. Se arrancó un botón flojo del puño de la camisa, lo arrojó y siguió con la mirada su incierto caer entre corrientes de aire hasta verlo desaparecer silenciosamente entre las nubes de abajo.

Más tarde —no podía precisar cuánto—, percibió que la luz aumentaba a medida que trepaba. Otros colores apuntaban en la corteza gris, ocres arenosos y amarillos claros. La intensidad de la nueva luz aplanaba la parte superior de las ramas y la niebla lucía y destellaba como si un arco iris diminuto titilara en cada gota.

La nebulosidad era tan compacta que le obstaculizaba el ascenso enroscándole en la cara sus zarcillos de agua, lubricándole los dedos, empapándole la ropa y tironeando de él traicioneramente cada vez que arriesgaba un cambio de mano. Consideró brevemente la posibilidad de abandonar, pero la única opción consistía en volver abajo. Quizá valiera la pena exponerse a un descenso rápido y desagradable con tal de ahorrarse una lenta subida cuya única meta previsible era la nada eterna en el llano gris.

Pensó que, en cualquier caso, si ya estaba muerto no podía morir otra vez. Si estaba vivo, formaría parte de un cuento de hadas, y nadie moría tan pronto en los cuentos, eso seguro.

Las nubes se amazacotaron: los últimos cien metros de escalada fueron como trepar entre muselina podrida. La húmeda resistencia le impedía percibir que el mundo era cada vez más brillante pero, al remontar los últimos cúmulos y levantar la cabeza, parpadeó y se encontró bajo un sol broncíneo y esplendoroso en un cielo azul puro y despejado.

No había nubes arriba pero sí alrededor, por todas partes. La cima de la gran masa de espuma de la que acababa de emerger se extendía ante él como un prado blanco, kilómetros y kilómetros de monticulosa llanura nubífera. Y en la lejanía, reluciente a la intensa luz del sol… un castillo.

Al contemplarlas, las estilizadas torres claras parecían alargarse y rielar como si se reflejaran en las aguas de un lago de montaña. Sin embargo, era un castillo, sin duda, no una ilusión creada por las nubes y el sol; en lo alto de las puntiagudas torrecillas, ondeaban pendones de vivos colores y la gran verja de la entrada era una boca abierta a las tinieblas.

Soltó una carcajada repentina y brusca pero se le llenaron los ojos de lágrimas. Maravilloso. Aterrador. Tras el inmenso vacío gris y el semimundo de las nubes, aquello era demasiado brillante, demasiado sólido, casi demasiado real.

No obstante, era la meta de la escalada; lo atraía como si lo llamara con voz propia…, de la misma forma que había empezado a trepar por el árbol impulsado por la vaga conciencia de que un algo inevitable lo aguardaba.

Una especie de sendero se adivinaba en la planicie de azúcar hilado, una línea de blancura más consistente que partía del árbol y se alejaba serpenteando hacia la reja del distante castillo. Siguió subiendo hasta colocar los pies a la altura del suelo de nubes, se detuvo un momento a saborear el rápido y fuerte latido de su corazón y bajó de la rama. En un instante de mareo, la blancura cedió, pero sólo un poco. Movió los brazos como aspas de molino para equilibrarse y enseguida se percató de que era como ponerse de pie encima de un colchón.

Echó a andar.

El castillo se hacía más grande a medida que se acercaba. Si le hubieran quedado dudas de que estaba en un cuento y no en la realidad, la visión de su destino, cada vez más nítida, se las habría disipado. Aquello era algo inventado, no podía ser de otra forma.

Era real, naturalmente, y bastante sólido…, aunque, ¿qué más le daba eso a un hombre que iba andando por encima de las nubes? Era real en el sentido de las cosas que se creen desde siempre sin haberlas visto. Tenía forma de castillo —el castillo más castillo que pudiera existir— pero tan semejante a una fortaleza medieval como a una silla o a una jarra de cerveza. Paul cayó en la cuenta de que era la idea de un castillo, una especie de ideal platónico no vinculado a las bajas realidades de la arquitectura de foso y patio de armas o guerras feudales.

¿Ideal platónico? No sabía de dónde lo había sacado. Los recuerdos nadaban justo por debajo de su mente consciente, más cercanos que nunca pero tan imprecisos como las múltiples torres que se alzaban ante él.

Siguió caminando bajo el sol inmóvil, levantando jirones de nubes con los pies como si fueran humo.

La verja estaba abierta pero no invitaba a entrar. En contraste con el brillo difuso de las torres, la entrada era profunda y negra y estaba vacía. Paul se asomó al agujero amenazador; la sangre le golpeaba las venas y el instinto de supervivencia le apremiaba a retroceder aunque sabía que tenía que entrar. Por fin, sintiéndose más desnudo que bajo la metralla del proyectil, principio de toda esa locura, tomó aliento y entró.

La vasta estancia de piedra del otro lado del umbral era curiosamente austera, con el único ornamento de un gran pendón rojo bordado en negro y oro colgado en la pared opuesta. Representaba una copa o cáliz del que salían dos rosas gemelas y una corona flotando sobre ellas. Al pie del bordado, una leyenda rezaba «Ad aeternum».

Se acercó para verlo mejor y sus pasos resonaron en la estancia vacía, tan potentes después de la mullida alfombra de nubes amortiguadoras, que se sobresaltó. Pensó que no tardaría en aparecer alguien a ver quién había llegado, pero las puertas de ambos extremos permanecieron cerradas y no se oyó sino el último eco.

No se podía fijar la vista en el pendón durante mucho tiempo. Cada hebra negra y oro parecía moverse de modo que el conjunto de la imagen bailaba y se hacía borroso ante sus ojos. Sólo al retroceder casi hasta la entrada logró volver a ver el adorno con claridad aunque, de todas formas, nada pudo concluir sobre el lugar ni sobre sus posibles moradores.

Observó después las puertas de ambos lados. Nada incitaba a escoger una, de modo que se dirigió a la de la izquierda. Aunque estimó que no estaría a más de veinte pasos, tardó en llegar mucho más de lo que esperaba. Miró hacia atrás. El lejano portal se había reducido a un punto oscuro en la distancia y la propia antecámara iba llenándose de niebla, como si las nubes hubieran empezado a entrar desde el exterior. Al volver la vista al frente, casi topa con la puerta hacia la que se dirigía. La hoja cedió con sólo tocarla. Así pues, entró.

Y se encontró en una jungla.

Aunque, un momento más tarde comprendió que no era eso exactamente. La vegetación crecía tupida por todas partes pero se vislumbraban muros oscuros entre enredaderas rizadas y hojas largas; las altas ventanas arqueadas de los muros se abrían a un cielo cubierto de negros nubarrones… un cielo muy diferente de la lámina de puro azul que había dejado al otro lado de la verja de entrada. La jungla proliferaba por doquier pero él seguía dentro, aunque tampoco el exterior le pertenecía.

La estancia era aún más grande que el enorme vestíbulo de entrada. Arriba, allá lejos, por encima de unas flores de aspecto venenoso que se mecían y de la invasión del follaje, se elevaba un techo cubierto de intrincadas formas geométricas de oro brillante, como el valiosísimo mapa de un laberinto.

Otro recuerdo acudió a su memoria evocado por el olor y el aire cálido y húmedo. Ése sitio era un… un… un invernadero; y servía para guardar cosas, recordó vagamente, para cultivar, para esconder secretos.

Dio un paso adelante apartando de su camino el follaje pegajoso de una planta de largas hojas y, de pronto, tuvo que improvisar una especie de paso de baile para no caer en un estanque oculto bajo la planta. Una multitud de pececillos, rojos como monedas incandescentes, huyó despavorida.

Siguió el borde del estanque en busca de un sendero. Las plantas tenían polvo. Mientras se abría paso entre la más enmarañada vegetación, unas nubes de polvo se levantaron y brillaron a la luz que caía sesgada por las altas ventanas, un remolino de briznas flotantes de plata y mica. Esperó a que el polvo se asentara. En el silencio, oyó un sonido grave. Alguien lloraba.

Estiró ambos brazos y separó las hojas como si de cortinas se tratara. Enmarcada en el follaje había una jaula grande con forma de campana, tan cubiertos de enredaderas floridas sus finos barrotes dorados que apenas se veía lo que contenía. Se acercó pero, al percibir movimiento en el interior de la jaula, se detuvo en seco.

Era una mujer. Era un pájaro.

Era una mujer.

Ella se volvió, sus grandes ojos negros estaban húmedos. Una abundante masa de pelo negro le caía a los lados de la alargada cara, desparramándose por la espalda hasta fundirse con el rojo y el verde irisado de su extraño atavío. Pero no era un vestido. Estaba cubierta de plumas y bajo los brazos tenía recogidas, como abanicos de papel, unas alas largas. Era alada.

—¿Quién anda ahí? —preguntó ella en voz alta.

Naturalmente, era un sueño, quizá la última visión alucinada tras un accidente mortal en el campo de batalla; pero la voz lo invadió, se asentó en su mente como si acabara de encontrar su hogar y Paul supo que jamás olvidaría su sonido. Percibió determinación, pesar y un atisbo de locura en esas tres palabras. Avanzó un poco.

—¿Quién eres? No eres de aquí —dijo ella, sus grandes ojos redondos abiertos de par en par.

Paul la miró fijamente, aunque se sentía insultante, como si sus extremidades cubiertas de plumas fueran una especie de deformidad. Tal vez fuera cierto, o tal vez el deforme fuera él en ese lugar extraño.

—¿Eres un fantasma? —le preguntó—. Si es así, malgasto el aliento. Pero no pareces un fantasma.

—No sé lo que soy. —Tenía la boca tan seca que hablar le costó un esfuerzo—. Tampoco sé dónde estoy pero no me siento como un fantasma.

—¡Hablas! —Se alarmó tanto que Paul temió haber cometido un acto terrible—. ¡Tú no eres de aquí!

—¿Por qué lloras? ¿Puedo ayudarte?

—¡Tienes que marcharte! ¡Márchate! El viejo volverá enseguida.

Se removió presa de agitación levantando un suave revuelo en toda la estancia. El polvo volvió a arremolinarse en el aire.

—¿Quién es ese viejo y quién eres tú?

Ella se acercó a los barrotes y se agarró con dedos largos y delgados.

—¡Vete! ¡Vete ahora mismo! —No obstante, lo miraba con deseo, como si quisiera grabárselo en la memoria como un recuerdo imborrable—. Estás herido…, tienes sangre en la ropa.

—Sangre seca —dijo Paul mirándose—. ¿Quién eres?

—Nadie. —Se detuvo con una expresión en la cara como si fuera a añadir algo asombroso o peligroso, pero el momento pasó—. No soy nadie. Tienes que marcharte antes de que vuelva el viejo.

—Pero ¿qué sitio es éste? ¿Dónde estoy? No tengo más que preguntas y más preguntas.

—No deberías estar aquí. Sólo vienen fantasmas a verme… y los malignos instrumentos del viejo. Dice que me hacen compañía, pero algunos tienen dientes y un sentido del humor muy raro. Los más crueles son Butterball y Nickelplate.

Abrumado, Paul se acercó de repente y le agarró la mano con la que ella asía los barrotes. Su piel era fría y le vio la cara más de cerca.

—Estás prisionera. Voy a liberarte.

—No sobreviviría fuera de esta jaula —replicó, apartando la mano con brusquedad—, y tú no sobrevivirás si el viejo te encuentra aquí. ¿Vienes a buscar el Grial? Aquí no lo encontrarás… esto es sólo una sombra.

—No sé nada de ningún grial —respondió Paul con impaciencia.

No bien lo hubo dicho, supo que no era del todo cierto: esa palabra levantó un eco en las profundidades de su ser, rozó algo que quedaba fuera de su alcance. Grial. Eso era… era…

—¡No lo entiendes! —exclamó la mujer pájaro y, alrededor del cuello, unas plumas brillantes se rizaron y se fruncieron como expresión de enfado—. Yo no soy un guardián. No tengo nada que ocultarte y no me gustaría que… no me gustaría que te hicieran daño. ¡Vete, necio! Aunque pudieras sustraerlo, el viejo te encontraría fueras donde fueses. Te perseguiría y te abatiría aunque cruzaras el océano Blanco.

Paul advirtió el miedo que la espoleaba y se quedó abrumado, incapaz de hablar ni moverse. Temía por él. El ángel prisionero sentía algo… por él.

Y el Grial, ¿qué sería…? El significado de esa palabra se le escapaba entre los dedos como los peces de colores…

Un siseo terrible, potente como un millar de serpientes, agitó el follaje de alrededor. La mujer pájaro contuvo el aliento y se retiró encogida al centro de la jaula. Momentos después, un gran estruendo de pasos resonó entre los árboles, que agitaron sus ramas levantando polvo una vez más.

—¡Es él! —exclamó ella con un grito sofocado—. ¡Ya está ahí!

Algo colosal se acercaba resoplando y restallando como una máquina de guerra. Una luz hiriente destelló entre los árboles.

—¡Escóndete! —El miedo cerval del susurro de la mujer le aceleró el corazón desaforadamente—. ¡Te chupará hasta el tuétano de los huesos!

El estruendo iba en aumento, hasta los muros temblaban y el suelo se conmovía. Paul dio un paso, tropezó y cayó de rodillas presa de una negra ola de terror. Se arrastró hasta lo más espeso de los matorrales; las hojas le golpeaban la cara y le manchaban de polvo y humedad.

Se oyó un fuerte crujido, como de goznes colosales, y un olor a tormenta con aparato eléctrico inundó la estancia. Paul se tapó los ojos.

—¡YA ESTOY EN CASA! —La voz del viejo era potente y resonante como un cañón e igualmente inhumana—. ¿NO ME RECIBES CON UNA CANCIÓN?

Sólo el siseo de su respiración quebró el largo silencio. Parecía una máquina de vapor. Por fin, la mujer pájaro habló con voz trémula y débil.

—No te esperaba tan temprano. No estoy preparada.

—¡SI NO TIENES NADA MÁS QUE HACER QUE PREPARARTE PARA MI REGRESO! —El viejo seguía acercándose con gran estrépito de pasos—. ESTÁS DISTRAÍDA, RUISEÑOR MÍO. ¿BUTTERBALL TE HA TRATADO MAL?

—No, no. Es que… hoy no me encuentro bien.

—NO ME EXTRAÑA. HUELE MUY MAL AQUÍ. —El hedor de ozono se intensificó y, entre los resquicios de los dedos, Paul vio otra vez el destello de la luz—. DE HECHO, HUELE A HOMBRE.

—¿Cómo… cómo es posible?

—¿POR QUÉ NO ME MIRAS A LOS OJOS, PAJARITO CANTOR? AQUÍ PASA ALGO. —Los pasos se acercaron. El suelo tembló y Paul oyó un crujido discordante, como el de un puente durante un vendaval—. CREO QUE AQUÍ HAY UN HOMBRE. CREO QUE HAS TENIDO VISITAS HOY.

—¡Corre! —gritó la mujer pájaro.

Paul lanzó una maldición y se puso de pie como pudo entre las ramas que le llegaban a la cabeza. Una vasta sombra oscureció la estancia y tapó la suave claridad gris que entraba por las ventanas dejando sólo un nimbo blanco azulado de brillantes motas de polvo a su alrededor. Paul se lanzó hacia delante pisoteando las hojas que lo retenían, con el corazón volando como un galgo. La puerta… si encontrara la puerta otra vez.

—ALGO SE ARRASTRA ENTRE ESAS MATAS. —La voz del titán resonó jocosa—. CARNE FRESCA… SANGRE CALIENTE… Y CRUJIENTES HUESECILLOS.

Paul se metió en el estanque y a punto estuvo de perder el equilibrio. Veía la puerta a unos pocos metros pero la gigantesca y ruidosa criatura le pisaba los talones.

—¡Corre! —insistió la mujer.

A pesar del terror, Paul sabía que la mujer recibiría un castigo horrendo por lo sucedido y tuvo la sensación de haberla traicionado. Llegó a la puerta, se arrojó al vano patinando y comenzó a dar volteretas por el liso suelo de piedra. La enorme verja se levantaba ante él; estaba abierta, gracias a Dios. Gracias a Dios.

Cien pasos, tal vez más, tan difíciles como correr sobre melaza. El castillo entero temblaba con los pasos gigantescos de su perseguidor. Llegó a la verja, se lanzó a través de ella y fue a salir a donde antes hubiera luz del sol y ahora sólo una penumbra grisácea. Las ramas más altas del gran árbol sobresalían apenas por encima de las nubes a una distancia aparentemente inalcanzable. Echó a correr hacia allí por el campo de nubes.

El ser salió por la puerta. Paul oyó el chirrido de los descomunales goznes cuando el coloso cruzó el umbral. Una ráfaga de aire con olor a tormenta lo envolvió y casi lo tira al suelo; un aullido atronador llenó el cielo: el viejo se reía.

—¡VUELVE, PEQUEÑO! ¡QUIERO JUGAR CONTIGO!

Paul corría por el sendero de las nubes cuanto las piernas le permitían, el aire le quemaba los pulmones. El árbol estaba un poco más cerca. ¿A qué velocidad tendría que deslizarse por las ramas para ponerse a salvo de la espantosa bestia? Seguro que no podría seguirlo… ni el grueso tronco soportaría el peso de semejante monstruosidad.

Las nubes se alargaron y se removieron bajo sus pies como una cama elástica cuando el viejo salió del castillo. Paul tropezó y cayó; un brazo se le salió del sendero y entró en la masa nubosa que parecía de telarañas. Se puso en pie y reanudó la carrera…, el árbol estaba a sólo unos cientos de pasos. Si pudiera…

Una enorme mano gris, grande como una pala mecánica, lo envolvió, toda cables, remaches y planchas de hierro oxidado. Paul gritó.

Las nubes se alejaron cuando lo izó en el aire y quedó suspendido frente al rostro del viejo; Paul volvió a gritar y oyó el eco de otro grito tenue y quejumbroso que llegaba desde el lejano castillo… el lamento de un pájaro enjaulado.

Los ojos del viejo eran macizas torres de reloj resquebrajadas, la barba, un amasijo de alambre enredado y oxidado. Era inimaginablemente grande, un gigante de hierro y tuberías de cobre abolladas, y engranajes que giraban lentamente echando vapor por cada rendija, por cada respiradero. Atufaba a electricidad y, cuando sonreía, mostraba una hilera de losas de cemento.

—NINGÚN INVITADO SE MARCHA SIN QUE LO AGASAJE DEBIDAMENTE. —La portentosa voz del viejo hizo vibrar los huesos del cráneo de Paul. Cuando la inmensa mandíbula se abrió más, Paul empezó a dar patadas y a forcejear en la nube de aliento asfixiante—. PERO SI NO DAS NI PARA UN BOCADO —dijo el viejo, y se lo tragó.

Paul cayó gritando en una oscuridad grasienta de engranajes de molino.

—¡Estate quieto, imbécil!

Paul se debatía pero tenía los brazos amarrados. Se estremeció y dejó de moverse.

—Eso es. Vamos… tómate esto.

Una sustancia le llenó la boca y le quemó la garganta. Tosió estentóreamente y trató de sentarse. Se lo permitieron. Oyó una risa.

Abrió los ojos y vio a Finch sentado a su lado, casi encima de él, enmarcado entre la franja de tierra del borde de la trinchera y un trozo alargado de cielo.

—Te pondrás bien. —Finch tapó el frasco y se lo guardó en el bolsillo—. Sólo ha sido un golpe en la cabeza. Siento comunicártelo pero no es suficiente para mandarte a casa, amigo mío. De todos modos, Mullet se alegrará de verte cuando vuelva de mover las tripas. Le dije que te pondrías bien.

Paul se reclinó; tenía un caos de pensamientos en la cabeza.

—¿Dónde…?

—En una trinchera de retaguardia…, creo que yo mismo cavé esta condenada zanja hace un par de años. A Fritz le dio por pensar de pronto que la guerra aún no había terminado. Nos han obligado a retroceder un buen trecho… ¿no te acuerdas?

Paul se agarraba a los últimos hilos del sueño. Una mujer con plumas como un pájaro que hablaba de un grial. Un gigante como una locomotora, metálico y de vapor.

—¿Qué ha pasado? ¿Qué me ha pasado a mí?

Finch se sacó el casco de Paul de detrás de la espalda. La copa estaba hendida por un lado.

—Un trozo de metralla, pero no lo suficiente como para mandarte a casa. No tienes suerte, ¿eh, Jonesie?

De modo que todo había sido un sueño, una mera alucinación provocada por una herida poco importante. Paul miró el conocido rostro de Finch, su bigote grisáceo, los ojos cansados tras las gafas redondas con montura metálica, y supo que había regresado a su lugar, hundido otra vez entre el barro y la sangre. Naturalmente. La guerra continuaba, indiferente a los sueños de los soldados, una realidad tan devastadora como ninguna otra.

Le dolía la cabeza. Al llevarse la sucia mano a la sien algo cayó flotando de la manga hasta posársele en el regazo. Echó una mirada furtiva a Finch, pero éste revolvía en su macuto en busca de una lata de toro bravo y no lo había visto.

La recogió y la levantó hacia los últimos rayos de sol. La pluma verde destelló, real y brillante hasta lo imposible, impoluta, sin rastro de barro.