8. Miedo

PROGRAMACIÓN DE LA RED/NOTICIAS: La policía mata a veintidós practicantes del canibalismo.

(Imagen: colocación de bolsas con cuerpos ante un edificio). Voz en off: La policía militar griega abatió a veintidós miembros del polémico culto Anthropophagi, al que se atribuyen prácticas caníbales, durante un tiroteo que convirtió el centro de Naxos en zona de guerra. Ha muerto un policía y dos han sido heridos en el conflicto.

(Imagen: hombre con barba blandiendo un hueso gritando a la multitud). Está pendiente la identificación de los cadáveres; algunos con quemaduras graves; aún no se sabe si el líder de la secta, Dimitrios Krysostomos —a quien vemos en estas imágenes tomadas de incógnito por un informador del gobierno—, ha caído también durante el asalto al Sakristos…

Le gustaba el paso que llevaba… largo y lento como un leopardo a punto de saltar. Subió el volumen y el repique de tambores lo llenó todo. Se sentía bien. La banda sonora de su sistema interno hacía que todo fuera… perfecto.

«Cámara, cámara», pensó, siguiendo a la mujer con la mirada. ¡Menudo trasero! El mero movimiento resuelto de sus nalgas le hizo sonreír y reforzó la sonrisa introduciendo un glissando de trompeta cortante y frío como una navaja. Los tonos plateados le hicieron pensar en su propia hoja, una cortatendones Zeissing, y la sacó para echarle una mirada mientras la trompeta gemía disolviéndose lentamente y endureciéndolo por completo como una roca.

La mujer bajó los escalones dando tumbos hasta el aparcamiento subterráneo y apresuró el paso un poco. El meneo del magnífico trasero distrajo su atención y dejó de mirar la navaja. Mujer de piel clara, rica y gimnásticamente delgada, cabello color arena, embutida en unos modernos pantalones blancos. No lo había visto todavía pero seguro que sabía que la seguía, advertida por algún instinto animal que, como una gacela, olía el peligro.

Ella miró hacia atrás al llegar al final de la escalera, y abrió mucho los ojos un instante. Lo sabía. Él aceleró los tambores al bajar por la oscura escalera; le resonaban dentro de la cabeza golpeándole el cráneo como guantes de boxeo contra el saco de arena. Pero no aceleró el paso… era demasiado artista como para acelerarse. Más valía ir despacio, despacio. Bajó el volumen de los volátiles tambores para disfrutar mejor el clímax que se acercaba inexorable.

Un ritmo de contratiempo se coló subrepticiamente en la mezcla, un golpeteo desequilibrado como un corazón que desfallece. La mujer, cerca ya de su coche, buscaba el control remoto. Él ajustó la visión hasta que ella y su calor fueron lo único luminoso en el oscuro garaje. Aumentó la velocidad y espoleó la música; entraron más trompas y los golpes se superponían remontándose hasta un crescendo.

La tocó suavemente con los dedos, pero ella gritó asustada a pesar de todo, y el bolso se le cayó. Todo lo que había dentro se desparramó por el suelo de cemento: el control remoto que buscaba, una costosa multiagenda de Singapur, lápices de labios que parecían cartuchos… El bolso caído iba perdiendo el último rastro de calor de la mano que lo había sujetado.

En su rostro se mezclaban la agresión y el temor… la rabia de que alguien semejante la tocara, le hiciera desparramar por el suelo sus intimidades. Pero al moverse él para enfocarle la cara en un primer plano, con la boca retorcida en una mueca, el miedo se superpuso a todo.

—¿Qué quieres? —dijo con voz aguda, audible apenas por encima del clamor que le traspasaba los huesos del cráneo como una matraca—. Toma mi tarjeta. Toma, quédatela.

Él sonrió con displicencia, el crescendo descendió y quedó en suspenso. La navaja lanzó un destello y se detuvo en su mejilla.

—¿Qué quiere Miedo? Tu material, encanto. Tu delicioso material.

Más tarde, cuando hubo terminado, bajó la música hasta un diminuendo crepuscular: sonidos campestres como grillos, un violín quejumbroso. Pasó por encima del charco que se extendía y cogió la tarjeta bancaria de la mujer con una mueca. Había que estar loco para aceptar aquello. Sólo un idiota del rincón más remoto se pondría la marca de Caín en la frente.

Recogió la navaja y escribió la palabra «SANG» en trazos rojos sobre el holograma de la tarjeta, y la dejó caer al lado de la mujer.

—¿Quién quiere realidad virtual cuando se tiene el mundo real? —musitó—. Real, real.

El dios tendió la mirada desde su elevado trono en el corazón de la Antigua Abydos sobre las espaldas inclinadas de sus mil sacerdotes, postrados ante él como otras tantas tortugas bañándose al sol a la orilla del Nilo, y más allá de la humareda de mil incensarios y de la luz trémula de cien mil bujías. Su mirada alcanzó incluso más allá de las sombras de los rincones más remotos de la vasta sala del trono y más lejos aún, hasta el laberinto de pasadizos que separaba la sala del trono de la ciudad de los muertos y, sin embargo, no logró localizar al que buscaba.

Impaciente, el dios golpeó levemente el brazo dorado del trono con su flagelo.

El sumo sacerdote, como se llamara —el dios no se tomaba la molestia de aprenderse los nombres de todos sus inferiores: llegaban y se iban como granos de arena en la tormenta del desierto—, se arrastró hasta el estrado donde se alzaba el trono de oro y restregó la cara contra las baldosas de granito.

—¡Oh, amado de Ra el radiante, padre de Horus, señor de las dos tierras! —cantó el sacerdote—, señor de todo el pueblo, el que hace crecer el grano, el que murió pero vive. ¡Oh, gran señor Osiris, escucha a tu humilde siervo!

—Habla —ordenó el dios con un suspiro.

—¡Oh, bello y resplandeciente! ¡Oh, señor de lo verde! Éste humilde siervo desea hablarte de cierta inquietud.

—¿Inquietud? —El dios se inclinó hacia delante y acercó tanto su cara de muerto al sacerdote postrado que el noble anciano estuvo a punto de orinarse—. ¿En mi reino?

—Se trata de tus dos servidores Tefy y Mewat —balbució el sacerdote—, que incomodan a tus adoradores con su mala conducta. A buen seguro no es tu deseo que se embriaguen y alboroten en los santuarios de los sacerdotes y aterroricen a las pobres bailarinas de forma tan inquietante. Y se dice que practican actos más oscuros aún en sus habitaciones privadas. —El viejo sacerdote se encogió de hombros—. Te hablo sólo de lo que otros dicen, ¡oh rey del más lejano oeste, Osiris, amado e inmortal!

El dios se reclinó en el trono ocultando una sonrisa bajo la máscara. Se preguntó cuánto tiempo le habría costado a esa nulidad reunir el valor necesario para plantearle el tema. Consideró por un momento la posibilidad de arrojarlo a los cocodrilos, pero no logró recordar si ese sumo sacerdote era un ciudadano o un simple muñeco. Fuera como fuese, lo juzgó complicado.

—Lo tendré en consideración —dijo, y levantó el báculo y el flagelo—. Osiris ama a sus siervos, grandes y pequeños.

—Bendito sea nuestro Señor de la Vida y de la Muerte —graznó el sacerdote retirándose por el suelo con bastante celeridad, teniendo en cuenta su indigna postura: si era un ciudadano, dominaba a la perfección el arte de la simulación.

El dios se alegró de no habérselo entregado a los cocodrilos… tal vez fuera útil algún día.

En cuanto a los malos siervos del dios… bien, así era la descripción de su tarea, ¿no? Naturalmente, sería preferible que no hicieran el gamberro en su santuario preferido y de más intrincada estructura. Que pasaran las vacaciones en el viejo Chicago o en Xanadú. Entonces, tal vez procediera algo más que el destierro. Un poco de disciplina vendría bien, en lo concerniente al gordo y al flaco.

Salió de sus pensamientos y levantó la mirada al toque de una trompeta y al repique de un tambor que sonaron al fondo de la sala del trono. Unos ojos de color verde amarillento brillaban allí entre las sombras.

—Por fin —dijo, y volvió a cruzar los símbolos sobre el pecho.

El ser que salió de entre las sombras, ante el cual los sacerdotes se apartaron como el gran río que se arremolina alrededor de una isla, parecía medir casi dos metros y medio de alto. Tenía un hermoso cuerpo musculoso y atezado, de extremidades largas y pletórico de vitalidad; pero tenía cabeza de animal. La cabeza de chacal giraba observando a los sacerdotes que se apartaban atemorizados a un lado. Arrugó el hocico y enseñó sus largos y blancos dientes.

—Te esperaba, mensajero de la muerte —dijo el dios—. Hace mucho que te esperaba.

Anubis hincó una rodilla en tierra, un gesto superficial, y se levantó de nuevo.

—Tengo cosas que hacer.

El dios tomó aire para calmarse. Necesitaba a su criatura por sus aptitudes específicas, no debía olvidarlo.

—¿Qué cosas?

—Algunos asuntos, nada más.

La larga lengua roja salió de la boca y lamió el hocico. A la luz de las bujías se vieron unas manchas oscuras sobre los largos colmillos como restos de sangre.

—Tus atolondradas persecuciones —comentó el dios asqueado—. Te arriesgas sin necesidad. No es agradable.

—Hago lo que hago, como siempre. —Los anchos hombros se encogieron y los ojos brillantes se cerraron en un gesto indolente—. Pero me has llamado y he acudido. ¿Qué deseas, abuelo?

—No me llames así. Es una impertinencia y una imprecisión. —El viejo dios tomó aire. Resultaba difícil no reaccionar contra el mensajero, pues hasta el último de sus movimientos rezumaba la insolencia de la destrucción—. He hecho un descubrimiento importante. Al parecer, tengo un adversario.

—Deseas que lo mate —resumió Anubis arrancando destellos a su dentadura.

La risa de complacencia del dios fue absolutamente sincera.

—¡Joven desatinado! Si supiera de quién se trata y pudiera mandarte sobre él, no merecería el nombre de adversario mío. Adversario o adversaria —rio entre dientes.

—Entonces —replicó el chacal ladeando la cabeza como un perro golpeado—, ¿qué quieres de mí?

—Nada… todavía. Pero enseguida habrá un sinnúmero de callejones para que aceches y muchos huesos para que machaques entre esas grandes mandíbulas tuyas.

—Pareces… feliz, abuelo.

El dios se estremeció pero lo dejó pasar.

—Sí, soy feliz. Hacía mucho tiempo que no se me ponía a prueba, que nadie, sino los más débiles, se oponía a mí. El simple hecho de que uno se alce contra mí y se inmiscuya en el menor de mis planes es un placer. Se acerca mi mayor prueba y si no hubiera oposición, no habría arte.

—Pero no tienes idea de quién es. Tal vez se trate de alguien… de dentro de la Hermandad.

—Lo he pensado, y es posible. No es probable pero sí posible.

—Puedo averiguarlo —replicó con un destello en los ojos dorados verdosos.

La idea de soltar a esa fiera salvaje en aquel gallinero concreto resultaba divertida pero inviable.

—Creo que no. No eres mi único siervo, y dispongo de medios más sutiles para obtener información.

—De modo que —replicó el chacal con petulancia—, ¿me has hecho abandonar otras cosas sólo para decirme que no tienes trabajo para mí?

El dios se hinchó hasta que los vendajes de momia crujieron y estallaron, se agrandó hasta que su máscara de la muerte ascendió muy por encima del suelo de la sala del trono. Los mil sacerdotes gimieron como durmientes que comparten la misma pesadilla. El chacal retrocedió un paso.

—Yo te llamo y tú vienes —tronó la voz levantando ecos bajo el techo pintado—. ¡No te creas indispensable, mensajero!

El chacal, aullando y agarrándose la cabeza, cayó de rodillas. El lamento de los sacerdotes se intensificó. Transcurrido un tiempo que juzgó prudencial, Osiris alzó la mano y el grito de dolor cesó. Anubis cayó al suelo boca abajo, resollando. Tardó bastante tiempo en ponerse a cuatro patas. Inclinó la testuz hasta que sus puntiagudas orejas rozaron los escalones del trono.

El dios volvió a su tamaño normal y contempló la cabeza humillada de Anubis con satisfacción.

—Pero es cierto que tengo una tarea que encomendarte. Y concierne ciertamente a uno de mis colegas, aunque se trata de una labor menos delicada que desenmascarar a un enemigo secreto. Mis órdenes te son enviadas en este mismo momento.

—Te estoy agradecido, ¡oh, señor! —dijo con voz ronca e ininteligible.

Las bujías temblaron en el centro de la Antigua Abydos. El mensajero de la muerte recibió otra misión.

Miedo sacó el fibroconector del enchufe de un tirón y cayó de la cama al suelo. Con los ojos cerrados, contraídos de dolor, se arrastró hasta el cuarto de baño y buscó a tientas el borde de la bañera; luego vomitó el pincho barato que había almorzado. Las náuseas se prolongaron hasta mucho después de haber vaciado el estómago. Cuando terminó, se dejó caer contra la pared jadeando.

El viejo nunca había podido hacer eso hasta entonces. Un zumbido doloroso por aquí, una horrible sensación de vértigo por allí, pero nunca nada semejante. Parecía como si le hubieran clavado una aguja de tejer por un oído y se la hubieran sacado por el otro.

Escupió bilis en una toalla, se puso en pie como pudo y llegó al lavabo dando tumbos para limpiarse los jugos gástricos de los labios y la barbilla.

Hacía mucho tiempo que no le provocaban tanto malestar. Era una cosa para meditarla. Una parte de sí mismo, el niño bizco que se enfrentara a las autoridades por primera vez tras haber golpeado a otro niño de seis años en la cara con un martillo, quería averiguar el verdadero nombre de aquel mal nacido, seguirlo hasta su escondite en la vida real, acuchillarlo y arrancarle la piel a tiras. Pero otra parte, el adulto en que se había convertido aquel niño había aprendido a ser sutil. No obstante, ambas partes admiraban el ejercicio crudo de poder. Cuando un día alcanzara la cima, no actuaría de otra forma. Los perros débiles son huesos para los fuertes.

Se recordó que la rabia impotente era un obstáculo. Fuera quien fuese el viejo en realidad, perseguirlo sería como azuzar al infierno para que arrojara piedras al diablo. Él era una gran rueda en la Hermandad… la mayor tal vez, por lo que Miedo sabía. Seguramente vivía rodeado de guardaespaldas armados hasta los dientes en un silo subterráneo blindado, de los que tanto éxito tenían entre los sucios ricos, o en una isla fortificada como los villanos de las películas malayas de matones.

El sabor de sus propios ácidos le hizo escupir otra vez. Debía ser paciente. De momento, la ira no servía de nada, sólo como combustible bajo control; era mucho más fácil y elegante seguir cumpliendo exactamente los deseos del viejo. De momento. Llegaría el día en que el chacal se lanzara contra la garganta de su amo. Paciencia. Paciencia.

Asomó la cabeza por encima del marco del espejo y contempló su imagen. Necesitaba verse limpio de nuevo, duro, íntegro. Hacía mucho tiempo que nadie le había hecho sentirse así, y los que lo habían conseguido ya estaban muertos. Sólo que los primeros habían muerto deprisa.

Paciencia. Sin errores. Normalizó la respiración y se enderezó estirando los tensos y doloridos músculos del estómago. Se inclinó hacia delante para verse más de cerca, el héroe que mira atrás con ojos oscuros y duros tragándose las penas. Imparable. Arriba la música. Volver con fuerza.

Se quedó un momento mirando la bañera manchada de vómito, abrió el grifo y el vómito desapareció en un remolino marrón. Edítalo… edita toda la escena de la bañera. Fallo. Imparable.

Al menos, el nuevo encargo sería en la vida real. Estaba cansado de la estupidez disfrazada de esos necios ricos que reproducían fantasías capaces de avergonzar al más humilde makoki, sólo porque podían permitirse el lujo. La nueva misión tendría riesgos reales, y terminaría con sangre de verdad. Al menos eso sí estaba a su altura, a la altura de sus capacidades particulares.

Sin embargo, el objetivo… Frunció el ceño. A pesar de lo que le había dicho al viejo, no le volvía loco la idea de encontrarse en medio de un feudo de la Hermandad. Era demasiado impredecible, como una cosa que había visto en la red cuando iba al colegio, con reyes, reinas, intrigas y venenos. Sin embargo, esas cosas tenían un beneficio oculto. Que se mataran todos unos a otros, así apresurarían la llegada del día en que él pudiera manejar los acontecimientos.

Se enjuagó la boca otra vez y volvió a la cama. Necesitaba su música… no era extraño que se sintiera desequilibrado. La banda sonora lo puso todo en perspectiva y la historia seguía adelante. Tuvo un momento de indecisión al recordar el dolor que le acababan de infligir por culpa de los implantes, pero fue sólo un momento. Él era Miedo, y el nombre escogido era también el juego escogido. El suyo. No iba a dejarse asustar por ningún viejo.

Llamó a la música y llegó sin dolor, síncopa firme, suaves tambores de conga y rasgueo de bajo. Colocó por encima una serie de acordes sostenidos de órgano. Ominoso pero frío. Música para pensar. Música para hacer planes. Música de no me pillarás.

En ese mismo momento, el aparcamiento del centro debía de estar lleno de agentes de policía quitando el polvo, escaneando, recogiendo lecturas de infrarrojos, preguntándose por qué sus circuitos cerrados de televisión no habían grabado el crimen. Todos de pie alrededor, examinando los guiñapos rojos y blancos.

Pobre gatita. Y no quería que nadie tocara su material.

Otra víctima, dirían. Y pronto, en toda la red. A ver si no se le olvidaba ver algún reportaje.

Miedo se recostó contra la blanca pared mientras la música vibraba dentro de él. Era hora de hacer algo. Pidió la información que el viejo mal nacido le había enviado y después pidió imágenes, primero mapas, después escanogramas LEOS y azules tridimensionales de la localización del objetivo. Quedaron flotando en el aire ante sus ojos como visiones celestiales en contraste con el fondo de la otra pared blanca.

Todas sus paredes eran blancas. ¿Pinturas, para qué, cuando uno podía hacérselas a medida?