7. La cuerda rota

PROGRAMACIÓN DE LA RED/NOTICIAS: Asesino de peces desata temor en el Pacífico.

(Imagen: pescador escocés vaciando las redes en el puerto). Voz en off: Una mutación del parásito dinoflagelado responsable de la mortandad que causó cientos de víctimas entre los peces del Atlántico Norte hace diez años ha aparecido en algunas zonas de desove del océano Pacífico.

(Imagen: peces muertos con la piel gravemente llagada). Autoridades de las Naciones Unidas temen que este organismo mutante sea inmune al virus de laboratorio con el que se contuvo el terror sembrado por el dinoflagelado en la anterior ocasión…

Stephen yacía inmóvil, hundido en las profundidades grasientas de la tienda de plástico como una mosca encerrada en ámbar. Le salían tubos por la nariz, la boca y los brazos. Renie tenía la impresión de que, poco a poco, iba convirtiéndose en parte del hospital. Una máquina más. Un aparato más. Apretó los puños rebelándose contra un pozo de desesperación.

!Xabbu metió las manos en los guantes que comunicaban con la tienda y miró a Renie como pidiéndole permiso. Ella sólo fue capaz de asentir con un gesto de la cabeza, no confiaba en su propia capacidad de hablar.

—Está muy lejos —musitó el hombrecillo.

Resultaba raro ver su rostro claro de bosquimano atisbando desde la careta de plástico. Renie sintió una punzada de temor por él, una especie de aguijón que se le clavaba a pesar de la tristeza de ver a su hermano sumido en el mismo estado. Realidad virtual, cuarentena… cualquier experiencia nueva que presentaba a !Xabbu era otra forma de no tocar. ¿Enfermaría con todo ello? ¿Estaría debilitándose su espíritu ya?

Ahuyentó el pensamiento. !Xabbu era la persona más sana y con los pies más en la tierra que conocía. Se preocupaba porque su hermano y él eran de la misma talla, y ambos se encontraban aislados en sendas fundas de plástico. La propia impotencia la impulsaba. Se adelantó y tocó a !Xabbu en el hombro con la mano enguantada. En cierto modo, como él estaba tocando a Stephen, ella también estaba en contacto con él.

!Xabbu repasaba los dormidos rasgos faciales de Stephen con los dedos, con movimientos cuidadosos y precisos que parecían hacer algo más que sólo acariciar; después, también le tocó la garganta y el esternón.

—Está muy lejos —repitió—. Parece sumido en un trance curativo profundo.

—¿Qué es eso?

!Xabbu no contestó. Seguía con la mano sobre el pecho de Stephen, y ella con la suya en el hombro del hombrecillo. Todos los eslabones de la cadena humana permanecieron inmóviles unos momentos, hasta que Renie sintió un leve movimiento: dentro de los límites plastificados del traje aislante, !Xabbu se mecía. Unos sonidos suaves como zumbidos y cantos de insectos entre la hierba alta se levantaron y se mezclaron con los ruidos mecánicos que ayudaban a conservar la vida. Al cabo de unos segundos, se dio cuenta de que !Xabbu estaba cantando.

El joven se mantuvo silencioso a la salida del hospital. En la parada del autobús, se quedó de pie mientras Renie se sentaba, viendo pasar los coches como si buscara entre el tráfico la respuesta a una pregunta difícil.

—El trance curativo profundo no es fácil de explicar —dijo—. He asistido a las escuelas de la ciudad y puedo decirte lo que dicen ellos: un estado de autohipnosis. También puedo explicarte lo que aprendí en los pantanos de Okavango: el chamán se marcha a un lugar donde puede hablar con los espíritus y hasta con los dioses. —Cerró los ojos y permaneció callado un tiempo, como preparándose para entrar en trance él también. Por fin, abrió los ojos y sonrió—. Cuanto más aprendo de la ciencia, más respeto los misterios de mi pueblo.

Llegó un autobús y descargó un grupo de pasajeros de aspecto cansado; todos parecían subir la rampa de acceso al hospital cojeando, arrastrándose o avanzando con dificultad. Renie miró el autobús hasta localizar el número de ruta. No era el que necesitaban. Furiosa en su interior, dio media vuelta. Se sentía inquieta, como el cielo antes de la tormenta.

—Si lo que quieres decir es que la ciencia es inútil, no estoy de acuerdo contigo… a menos que te refieras a la ciencia de la medicina, claro. No sirve para nada —suspiró—. No, no es justo.

—No me refiero a eso, Renie. Es difícil de expresar. Supongo que, cuanto más leo sobre los descubrimientos científicos, más respeto la ciencia de mi pueblo. No han llegado al conocimiento por el mismo camino, en laboratorios cerrados y con ayuda de máquinas de pensar, pero hay que decir algo en favor de un millón de años de ensayo y error…, sobre todo en los pantanos del desierto del Kalahari, donde los errores no estropean un experimento solamente sino que pueden acarrear la muerte.

—No sé… de qué conocimiento hablas.

—Me refiero a la sabiduría de nuestros padres, abuelos y antepasados. Es como si cada individuo tuviera que rechazar primero esa sabiduría para llegar a apreciarla más tarde. —Volvió a sonreír, pero triste y pensativamente—. Como te he dicho, es difícil de explicar… y pareces cansada, amiga mía.

Renie volvió a sentarse.

—Estoy cansada. Pero hay mucho que hacer. —Se removió buscando una postura más cómoda en el banco de plástico. Quien los fabricara debía de haberlos diseñado para otra función, no para sentarse: cualquier postura era incómoda. Dejó de intentarlo, se sentó en el borde y encendió un cigarrillo. La pestaña de autoencendido era defectuosa y revolvió en el bolso con desgana buscando un mechero—. ¿Qué cantabas? ¿Tenía algo que ver con el trance curativo profundo?

—¡No, no! —replicó un tanto escandalizado, como si lo hubiera acusado de robo—. No; no era más que una canción. Una canción triste que inventó uno de los nuestros. La canté porque me entristecí al ver a tu hermano perdido, vagando tan lejos de su familia.

—¿Qué decía?

!Xabbu volvió a pasear la mirada por entre el tráfico y a continuación dijo:

—Es un lamento por la pérdida de un amigo, y sobre el juego de la cuerda también…, ¿lo conoces?

Renie colocó las manos como en el juego de hacer cunas y !Xabbu asintió.

—No sé si podré decirlo en tu idioma exactamente. Es algo así:

Hubo pueblos, un pueblo

que me rompió la cuerda

y por eso

este lugar ahora es triste para mí,

porque la cuerda se ha roto.

Se me ha roto la cuerda

y por eso

no siento este lugar

como lo sentía,

porque la cuerda se ha roto.

Es como si este lugar estuviera abierto ante mí

vacío

porque la cuerda se ha roto

y por eso

este lugar no es grato

porque la cuerda se ha roto.

Guardó silencio.

—Porque se me ha roto la cuerda… —repitió Renie.

La tristeza contenida, la manera mesurada de expresarla, desató el sentimiento de vacío que mantenía acallado. Cuatro semanas… un mes entero ya. Su hermano llevaba un mes dormido, como muerto. Se estremeció con un gemido y las lágrimas empezaron a escapársele. Luchó contra la tristeza pero no pudo con ella. Las lágrimas aumentaron. Quiso hablar, dar una explicación a !Xabbu, pero no pudo. Se avergonzó y se horrorizó al darse cuenta de que había perdido el control, de que estaba protagonizando irremediablemente una escena lacrimógena en un banco público. Se sintió desnuda y humillada.

!Xabbu no le rodeó los hombros con el brazo ni le repitió una y otra vez que todo mejoraría, que todo se arreglaría. Sólo se sentó a su lado en el liso asiento de plástico y le tomó las manos; luego esperó a que pasara la tormenta.

No pasó rápidamente. Cada vez que Renie creía que lo había superado, que había vuelto a controlar sus emociones, una nueva oleada de tristeza la invadía haciéndola llorar de nuevo. Entre las lágrimas, vio depositar otra carga de pasajeros en la acera. Algunos se quedaron mirando a la alta mujer deshecha en lágrimas y al pequeño bosquimano de traje anticuado que la consolaba. El pensar en la extraña impresión que debían de causar la ayudó a sobreponerse; enseguida empezó a reírse también, aunque las lágrimas no habían cesado, ni disminuido siquiera. Una pequeña parte de sí misma que flotaba como aislada en el centro de la tormenta se preguntaba si aquello terminaría alguna vez o si se quedaría atascada allí, colgada como un programa, pasando de la hilaridad al llanto y del llanto a la hilaridad hasta que el cielo se oscureciera y todo el mundo se fuera a casa.

Por fin, terminó… más por fatiga que por haber recobrado el control, advirtió asqueada. !Xabbu le soltó las manos. Todavía no era capaz de mirarlo y se metió la mano en el bolsillo del abrigo, donde encontró un pañuelo de papel arrugado que había utilizado antes para quitarse el carmín de los labios; se secó la cara y se sonó la nariz lo mejor que pudo. Cuando por fin miró a su amigo a los ojos, lo hizo con una especie de orgullo, como avisándole de que no se aprovechara de su debilidad.

—¿Duele menos ahora la tristeza?

Volvió a apartar la mirada. A él debía de parecerle completamente normal montar el número justo enfrente del hospital de las afueras de Durban. Y tal vez tuviera razón. La vergüenza de antes no era más que un débil eco de recriminación en el fondo de la mente.

—Me encuentro mejor —dijo—. Creo que hemos perdido el autobús.

!Xabbu se encogió de hombros. Renie se acercó, le tomó las manos y se las apretó sólo un momento.

—Gracias por ser tan paciente conmigo. —La inquietaban sus serenos ojos castaños. Pero ¿qué hacía? ¿Acaso estaba orgullosa de haberse dejado llevar?—. Una cosa; una cosa de la canción.

—¿Sí?

La observaba con atención. Renie no entendía por qué pero no podía soportar el escrutinio. En ese momento no, con los párpados hinchados y la nariz taponada. Se miró las manos, a salvo sobre el regazo.

—Cuando dice Hubo pueblos, un pueblo que me rompió la cuerda… Bien, seguro que hay alguien… tiene que haberlo.

!Xabbu parpadeó.

—No lo entiendo.

—Stephen no está simplemente enfermo. Ya no lo creo. En realidad, nunca he llegado a creerlo del todo, aunque tampoco he logrado entenderlo en ningún momento. Alguien, alguna gente, como dice la canción, se lo ha provocado. No sé quién, ni cómo ni por qué, pero lo sé. —Se rio forzadamente—. Supongo que los locos dirán lo mismo. No sé explicarlo pero sé que es verdad.

—¿Lo dices por la investigación? ¿Por lo que vimos en la biblioteca?

Renie asintió y se enderezó. Notó que recuperaba las fuerzas. Acción; eso era justo lo que necesitaba. Llorar no servía de nada. Las cosas había que hacerlas.

—En efecto. No sé lo que significa pero tiene algo que ver con la red.

—Pero me has dicho que la red no es un lugar de verdad…, que lo que ocurre en la red no es de verdad. Si comes en la red, no te alimentas. ¿Cómo podría la red provocar un mal, hacer que un niño se hunda en un sueño del que no puede salir?

—No lo sé pero voy a investigar. —Renie sonrió de pronto al darse cuenta de que las situaciones más críticas de la vida siempre acaban arrojándonos otra vez a los clichés. Eran las palabras que se solían decir en las novelas de detectives… al menos lo habían dicho una vez en el libro que estaba leyendo a Stephen. Se puso de pie—. No quiero esperar a otro autobús y estoy harta de este banco. Vamos a comer algo…, bueno, si no te importa. Ya has perdido un día entero conmigo y con mis problemas. ¿Qué hay de tu trabajo para las clases?

—Señora Sulaweyo —dijo mirándola con su sonrisa maliciosa—, trabajo mucho. Ya he terminado los deberes de esta semana.

—Entonces, ven conmigo. Tengo necesidad de café y algo de comer…, café sobre todo. Mi padre, que se las arregle solo; le vendrá bien.

Al empezar a caminar, se sintió más ligera que las semanas pasadas, como si se hubiera despojado de unas ropas empapadas.

—Algo habrá que podamos descubrir —dijo—. Todo problema tiene su solución, sólo hace falta dar con ella.

!Xabbu no contestó, pero aceleró el paso para mantenerse a su altura. La tarde gris se templó con los puntos de luz anaranjada que se encendieron alrededor. El alumbrado público empezaba a funcionar.

—Hola, Mutsie. ¿Podemos pasar, por favor?

La madre de Eddie estaba en el dintel de la puerta mirando a Renie y a !Xabbu con una mezcla de interés y recelo.

—¿Qué quieres?

—Quiero hablar con Eddie.

—¿Para qué? ¿Ha hecho algo malo?

—Sólo quiero hablar con él. —Renie empezaba a perder la paciencia…, no empezaba con buen pie—. Vamos, me conoces de sobra. No me tengas aquí en la puerta como si fuera una desconocida.

—Perdona. Pasad.

Entró ella para franquearles el paso y les señaló el sofá ligeramente cóncavo y cubierto con una funda de quita y pon de alegre estampado. Renie dio un leve codazo a !Xabbu para indicarle que se sentara, aunque no había ningún otro lugar donde sentarse… el piso estaba tan desordenado como la noche en que Stephen se puso enfermo.

«Son los mismos trastos, probablemente», pensó Renie, y se reprendió por la mezquindad de aquel pensamiento.

—Mi hijo se está bañando.

Mutsie no les ofreció nada ni se sentó con ellos. Fue un momento embarazoso. Las dos hermanas de Eddie estaban postradas como adoradoras ante la pantalla mural, viendo a dos hombres con mono de vivos colores revolcarse en una cuba de una sustancia pegajosa. Mutsie se quedó mirando la pantalla por encima del hombro; resultaba evidente que quería sentarse a seguir el espectáculo.

—Siento lo de Stephen —dijo por fin—. Es un buen muchacho. ¿Qué tal se encuentra?

—Exactamente igual. —Renie se dio cuenta de la tirantez de su tono—. Los médicos no lo entienden. Sólo está… dormido. —Sacudió la cabeza y trató de sonreír. Mutsie no tenía la culpa. No era una madre ejemplar, pero Renie no pensaba que lo sucedido a Stephen tuviera nada que ver con eso—. A lo mejor Eddie quiere venir a verlo conmigo un día. La doctora dice que es bueno que escuche voces conocidas.

Mutsie hizo un gesto de asentimiento pero no parecía muy convencida. Un momento después salió al pasillo.

—Eddie, hijo, date prisa. La hermana de Stephen quiere hablar contigo. —Volvió sacudiendo la cabeza negativamente, como si acabara de cumplir con una tarea difícil e ingrata—. Pasa horas ahí dentro. A veces, echo una ojeada por aquí y digo: «¿Dónde está el chico? ¿Se habrá muerto o algo parecido?». —Se calló de repente, con los ojos muy abiertos—. Perdona, Irene.

Renie sacudió la cabeza. Casi percibía el levantamiento de cejas de !Xabbu. Nunca le había dicho su verdadero nombre.

—No te preocupes, Mutsie. ¡Oh! No te he presentado a !Xabbu. Es alumno mío. Está ayudándome a investigar el caso de Stephen, a ver si logramos averiguar algo sobre lo que le ocurre.

Mutsie echó una ojeada al bosquimano que ocupaba una plaza de su sofá.

—¿Investigar? ¿A qué te refieres?

—Quiero averiguar si los médicos han pasado por alto algún detalle, por ejemplo, un artículo en una revista de medicina o algo por el estilo. —Prefirió no dar más explicaciones. No cabía duda de que Mutsie ya se había formado su propia idea de la relación entre !Xabbu y ella. Si le hubiera insinuado que querían dilucidar si la red había tenido algo que ver con el estado de Stephen, aún habría sonado menos creíble—. Quiero hacer todo lo que esté en mi mano.

La pantalla volvió a llamar la atención de Mutsie. Los dos hombres cubiertos de légamo pegajoso trataban de trepar por los lados del barril transparente, que se tambaleaba.

—Claro —comentó—. Haces todo lo que puedes.

Renie reflexionó sobre el alcance del comentario, pues venía de una mujer que en una ocasión había enviado a sus hijos en autobús a casa de su hermana a pasar el fin de semana sin acordarse de que su hermana se había mudado al otro extremo de Pinetown. Renie lo sabía porque los niños habían acudido a su casa en busca de ayuda y ella tuvo que pasarse una tarde entera del fin de semana localizando la nueva dirección de la tía y enviando a los niños allí.

«Claro, Mutsie, tú y yo hacemos cuanto podemos».

Eddie salió por el fondo con el pelo húmedo y pegado a la cabeza, con un pijama a rayas de una talla mucho más grande que la suya, con las perneras dobladas varias veces pero arrastrándolas todavía por el suelo. Tenía la cabeza gacha como si previese una azotaina.

—Acércate, muchacho. Saluda a Irene.

—Hola, Renie.

—Hola, Eddie. Siéntate, por favor. Quiero hacerte unas preguntas.

—Los del hospital ya le han hecho toda clase de preguntas —dijo Mutsie por encima del hombro, casi con orgullo—. Vino un hombre, sacó la comida del frigorífico, tomó notas.

—Quiero preguntarle más cosas. Eddie, antes de contestarme, piénsalo bien, ¿de acuerdo?

El chico miró a su madre rogándole que volviera a intervenir, pero ella ya se había enfrascado en la pantalla. Eddie se sentó en el suelo frente a Renie y !Xabbu. Cogió un muñeco articulado de su hermana que rodaba por la desgastada moqueta y empezó a retorcerlo entre las manos.

Renie le dijo quién era !Xabbu, pero Eddie no parecía muy interesado. Renie se acordó de cómo se sentía ella en situaciones semejantes cuando tenía la edad del chico; le parecía que los adultos en general formaban parte de una masa indefinida de enemigos, hasta que se demostrara lo contrario.

—Eddie, no te considero culpable de nada. Sólo quiero averiguar qué le pasó a Stephen.

El chico no levantó la mirada.

—Está enfermo.

—Eso ya lo sé. Pero quiero saber por qué está así.

—No hicimos nada. Ya te lo dije.

—Aquélla noche a lo mejor no. Pero sé que Stephen, Soki y tú andabais haciendo el tonto en la red, en sitios a los que no debíais ir. Sabes que lo sé, Eddie, no te olvides.

—Sí —contestó con un encogimiento de hombros.

—Pues cuéntamelo.

Eddie retorció el muñeco entre las manos de tal forma que Renie pensó que lo iba a romper… eran juguetes caros, lo sabía porque había comprado a Stephen más muñecos de los Detectives surfinautas de los que le habría gustado. Masker era el más delicado porque tenía un peinado de plástico muy exótico que era la mitad del total de su peso.

—Lo hacía todo el mundo —dijo al fin—. Ya te lo contamos; sólo anduvimos curioseando un poco.

—¿Qué es lo que hacían todos? ¿Entrar en el Circuito Selecto?

—Sí.

—Y… ¿ese sitio, el Mister J’s? ¿También va allí todo el mundo?

—Sí. Bueno, no todo el mundo. Muchos chicos mayores hablan de ese sitio.

Renie apoyó la espalda en el respaldo; renunció a mirarlo a los ojos.

—Y, seguramente, muchos mienten. ¿Qué os han contado para que tengáis tantas ganas de ir?

—¿Qué clase de sitio es? —preguntó !Xabbu.

—No es muy bonito. Es en la red… un club virtual como el café al que te llevé. —Volvió a dirigirse a Eddie—. ¿Qué dicen los chicos mayores sobre ese sitio?

—Que… que se ve material. Se consigue material.

Miró a su madre y, aunque parecía embelesada con los dos hombres pringosos que se golpeaban uno a otro con largas varas luminosas, se calló.

—¿Qué clase de material? —insistió Renie acercándose al chico—. ¡Maldita sea, Eddie! Necesito saberlo.

—Dicen que se… sienten cosas. Aunque no se tenga flac.

—¿Flac?

Otro término nuevo de cibernautas infantiles. Con qué rapidez los acuñaban.

—El… el material para poder tocar lo que hay en la red.

—¿Tactores? ¿Receptores sensoriales?

—Sí, material de calidad. Aunque no lo tengas, en el Mister J’s se pueden notar las sensaciones. Y hay… no sé. Dicen toda clase de… dejó la frase sin terminar.

—¡Cuéntame lo que dicen!

Pero Eddie se sentía muy incómodo contando a un adulto las comidillas secretas de cibernautas. Renie miró a la madre de Eddie en busca de apoyo, pero Mutsie había delegado toda responsabilidad y no estaba dispuesta a retomarla.

Renie le preguntó sobre otros temas sin mejores resultados. Los chicos habían ido al club en busca de esas experiencias tan comentadas en voz baja y también a «ver» cosas —concluyó que sería pornografía de algún tipo, sexo o violencia—, pero se habían perdido y habían vagado por el Mister J’s durante horas. En algunas partes pasaron mucho miedo o se desorientaron, en otras encontraron cosas extrañas e interesantes pero Eddie aseguraba que recordaba poca cosa de lo que habían visto en realidad. Al final, unos hombres, incluido uno gordo y desagradable —o un simuloide que parecía un hombre—, los mandaron abajo, a una sala especial. Soki cayó en una especie de trampa y los otros dos lograron escapar y avisarla a ella.

—¿No te acuerdas de nada más? ¿Ni aunque pueda servir para que Stephen se cure?

Por primera vez en toda la tarde, el chico miró a Renie a los ojos.

—No son trolas.

—Mentiras —aclaró Renie a !Xabbu—. No he dicho que estés mintiendo, Eddie. Pero espero que recuerdes algo más. Por favor, inténtalo.

El chico se encogió de hombros pero Renie percibió algo huidizo en su mirada, ahora que le veía los ojos. ¿Estaba segura de que le contaba la verdad? Eddie parecía asustado, y ya no era momento para temer un castigo por parte de Renie.

—Bien. Si recuerdas algo más, llámame. Por favor, es muy importante. —Se levantó del sofá. Eddie hizo el amago de dirigirse al pasillo, con la cabeza gacha otra vez—. Espera —le dijo Renie—. ¿Qué sabes de Soki?

—Se puso enfermo —replicó mirándola con los ojos muy abiertos—. Está con su tía.

—Lo sé. ¿Se puso enfermo por lo que sucedió cuando estabais juntos en la red? Dime, Eddie.

—No sé. No ha vuelto al colegio.

—De acuerdo —se rindió Renie, y dejó que se fuera.

Eddie salió de la habitación prácticamente de un salto, como un tapón de corcho que se mantiene bajo el agua y por fin se suelta. Renie se dirigió a Mutsie, que estaba tendida en la moqueta al lado de sus hijas.

—¿Tienes el número de la tía de Soki?

Mutsie se puso de pie y suspiró profundamente, como si le hubieran pedido que transportara varios quintales de piedras a la cima de las montañas Drakensberg.

—A lo mejor lo tengo por aquí, en algún sitio.

Renie miró a !Xabbu en un intento de compartir su exasperación con alguien, pero el hombrecillo, fascinado y contra su voluntad, seguía en la pantalla mural los movimientos de uno de los hombres pegajosos, que trataba de dar caza a un pollo vivo para matarlo y comérselo. Las risas de los espectadores, grabadas y procesadas como rugidos de motor, llenaban la pequeña sala.

Los alumnos de las últimas clases del día salían ya a los vestíbulos. Renie observaba el movimiento caleidoscópico de los colores por las ventanas del despacho mientras reflexionaba sobre los seres humanos y su necesidad de contacto.

A finales del siglo anterior, se había predicho que la enseñanza se impartiría íntegramente mediante vínculos de vídeo, y que incluso hasta los profesores podrían ser sustituidos por máquinas de enseñar interactivas e infobancos de hipertexto.

Naturalmente, el tiempo había descalificado ese tipo de predicciones en otras ocasiones. Renie se acordó del comentario de un instructor suyo de la universidad: «Cuando se comercializaron los alimentos congelados hace cien años, las predicciones aseguraban que la gente no volvería a cocinar nunca. Sin embargo, treinta años más tarde, en todos los barrios acomodados del Primer Mundo se cultivaban verduras propias y cada casa se hacía su propio pan».

De la misma manera, parecía poco probable que los seres humanos fueran a dejar de tener necesidad de contacto personal. Las clases en directo y las sesiones de tutoría no tenían tanta preponderancia como antaño, cuando los libros eran la única forma de almacenar información, pero los que habían predicho que el contacto humano, que tanto tiempo y esfuerzo requería, desaparecería a la larga se habían equivocado por completo.

Una amiga de Renie de los tiempos de la universidad se había casado con un policía. Antes de perder el contacto con ella, fueron a cenar los tres juntos unas cuantas veces, y el marido de su amiga decía las mismas cosas en relación con la criminología: por más artilugios que inventaran para dilucidar la verdad, analizadores de los latidos del corazón, ondas cerebrales, tensión de la voz o cambios electroquímicos de la piel, los agentes siempre se sentían más seguros si interrogaban al sospechoso mirándolo a los ojos.

Es decir, que la necesidad de contacto era universal, al parecer. Por mucho que hubiera cambiado el medio humano —y casi siempre debido a la propia mano del hombre—, el cerebro seguía siendo el mismo órgano con el que se habían movido todos nuestros antepasados por la garganta de Olduvai hace un millón de años. Importaba información y procuraba darle sentido. No había discriminación entre lo «real» y lo «irreal», no en los niveles instintivos más primitivos del temor, el deseo y la supervivencia.

Soki, el amigo de Stephen, la había hecho reflexionar sobre tales cuestiones. Había hablado por teléfono con su madre esa misma mañana a primera hora, pero Patricia Mwete —a la que Renie nunca había conocido a fondo— no había accedido ni por un instante a que Renie fuera a su casa. Le dijo que Soki había caído enfermo y que empezaba a mejorar; que lo inquietaría. Tras una larga discusión, acalorada en cierto modo, Patricia se avino por fin a que Renie hablara con Soki por teléfono esa tarde cuando volviera de una «cita» que dijo tener.

Al principio, Renie empezó a pensar en esos temas a raíz de lo poco satisfactorio que resulta el contacto telefónico en comparación con un encuentro de tú a tú pero, después, al tomar en consideración dimensiones más profundas, empezó a darse cuenta de que si continuaba la investigación de las causas de la enfermedad de Stephen y, sobre todo, si ésta tenía que ver con el uso de la red, tendría que pasar mucho tiempo separando la realidad de la irrealidad.

Por descontado, en el punto en que se encontraba, era imposible pensar en compartir sus pensamientos con las autoridades sanitarias o legales. La realidad virtual recibía de vez en cuando un trato alarmista en la prensa, sobre todo en sus inicios —como todas las tecnologías nuevas—, y se daban algunos casos de síndrome de estrés postraumático entre los usuarios de simulaciones extremadamente violentas, pero ninguno de los historiales aceptados tenía nada en común con el de Stephen. Además, a pesar de la certeza un tanto indefinible de que le había sucedido algo durante una conexión a la red, no existían auténticas pruebas de la relación entre el uso de la red y la incidencia del coma. Podrían considerarse, y se considerarían, otros mil factores más como desencadenantes del mismo cuadro clínico.

Lo que más le asustaba era la idea de tener que establecer la verdad en la propia red. Un agente de policía que estuviera de su parte con todo el peso de la ley y todo su entrenamiento tendría dificultades para aclararse entre las máscaras y los trucos que los usuarios del medio se construían, por no hablar de sus derechos a la intimidad dictados por las Naciones Unidas.

«¿Y yo? —pensó—. Si tengo razón y todo esto desemboca en la red, seré una especie de Alicia tratando de resolver un crimen en el País de las Maravillas».

Una llamada en la puerta del despacho interrumpió sus lúgubres pensamientos. !Xabbu asomó la cabeza.

—Renie, ¿estás ocupada?

—Entra. Iba a enviarte un mensaje. Te agradezco mucho el tiempo que perdiste ayer conmigo. Me siento culpable por haberte apartado de tu casa y de tus estudios.

—Me gustaría ser amigo tuyo —dijo, levemente cohibido—. Los amigos ayudan a los amigos. Además, tengo que confesar que la situación me parece extraña e interesante.

—Es posible, pero tú tienes tu vida. ¿No sueles pasar las tardes estudiando en la biblioteca?

—La Politécnica estaba cerrada —contestó con una sonrisa.

—Claro. —Renie hizo una mueca y sacó un cigarrillo del abrigo—. La amenaza de bomba. Es mala señal que se hagan tan habituales que ni siquiera me acuerde hasta que alguien me lo dice. Y ¿sabes una cosa? Nadie me lo ha dicho más que tú. Un día normal en la gran ciudad.

Volvieron a llamar a la puerta. Una colega de Renie, la instructora de programación a nivel de acceso, pidió un libro prestado. Mientras estuvo en el despacho, no dejó de hablar sobre un restaurante increíble al que la había llevado su novio. Se marchó sin mirar a !Xabbu siquiera ni dirigirle una sola palabra, como si fuera un mueble más. A Renie le pareció mortificante la conducta de la mujer pero !Xabbu no le dio la menor importancia.

—¿Has pensado algo más sobre lo que averiguaste ayer? —le preguntó cuando se quedaron solos—. Todavía no estoy seguro de que a tu hermano le haya sucedido lo que tú sospechas. ¿Cómo podría afectar tanto una cosa irreal? Sobre todo teniendo en cuenta que su equipo era muy rudimentario. Si encontró algo que le hacía daño, ¿por qué no se quitó el casco, sencillamente?

—Se lo quitó, o al menos no lo tenía puesto cuando yo llegué. No puedo contestarte a esa pregunta. Ojalá pudiera. —La dificultad, la ridícula imposibilidad incluso, de encontrar respuestas a la enfermedad de Stephen en la red la abrumó de pronto. Apagó el cigarrillo y se quedó mirando el último hilo de humo que subía retorciéndose hacia el techo—. Podríamos llamarlo alucinaciones de un familiar afligido. A veces, necesitamos explicaciones para las cosas aunque no las tengan. Por eso la gente cree en conspiraciones o en religiones… si es que existe alguna diferencia. Como el mundo es tan complicado, necesitan explicaciones sencillas.

!Xabbu la miró con una expresión que Renie interpretó como de leve desaprobación.

—Pero las cosas obedecen a unas pautas. La ciencia y la religión están de acuerdo en ese punto. Así pues, lo que nos queda es la honorable aunque difícil tarea de determinar qué pautas son reales y qué significado tienen. —Lo miró fijamente un momento, sorprendida una vez más de su perspicacia—. Tienes razón, naturalmente —le dijo—. Supongo que tengo que seguir estudiando esta pauta en particular y comprobar si significa algo. ¿Quieres sentarte mientras llamo al amigo de Stephen?

—Si no estorbo.

—Lo dudo. Le diré que eres un amigo de la Politécnica.

—Espero ser un amigo de la Politécnica.

—Lo eres, pero espero que ella te tome por un instructor. Vale más que te quites la corbata… pareces salido de una película antigua.

!Xabbu la miró ligeramente decepcionado. Se sentía orgulloso de lo que consideraba la corrección formal de su atuendo —Renie no había tenido valor para decirle que él era la única persona menor de sesenta años a la que había visto con corbata— pero condescendió, acercó una silla y se sentó al lado de Renie con la espalda muy recta.

Patricia Mwete abrió la línea. Se quedó mirando a !Xabbu con recelo pero se conformó con las explicaciones de Renie.

—No hagas demasiadas preguntas a Soki —le advirtió—. Está cansado… ha estado enfermo.

Iba formalmente vestida también. Renie recordó vagamente que trabajaba en una especie de institución financiera y pensó que acabaría de llegar del trabajo.

—No quiero molestarle en absoluto —dijo Renie—, pero mi hermano está en coma, Patricia, y nadie sabe por qué. Sólo quiero averiguar todo lo que pueda.

La tirantez de la mujer, provocada por la preocupación, pareció ceder un poco.

—Lo sé, Irene. Lo siento. Voy a llamarlo.

Cuando Soki llegó, Renie se quedó sorprendida del buen aspecto que tenía. No había perdido peso —siempre había sido más bien robusto— y tenía la sonrisa pronta y fuerte.

—Hola, Renie.

—Hola, Soki. Siento mucho que hayas estado enfermo.

El chico se encogió de hombros. Su madre, que quedaba justo fuera de la pantalla, dijo algo que Renie no oyó.

—Estoy bien. ¿Cómo está Stephen?

Renie se lo contó y el buen humor de Soki desapareció casi por completo.

—Algo había oído, pero creía que duraría poco, como el chico de nuestro nivel que tuvo una contusión. ¿Va a morir?

La brusquedad de la pregunta la cohibió un poco y tardó un momento en contestar.

—No creo, pero estoy muy preocupada por él. No sabemos qué tiene, y por eso quería preguntarte a ti. ¿Me cuentas lo que Stephen, Eddie y tú hacíais en la red?

Soki la miró con extrañeza, sorprendido por la pregunta, y luego se lanzó a una prolija descripción de actividades cibernáuticas legítimas y semilegítimas jalonada por esporádicas intervenciones reprobatorias de su madre, invisible en esos momentos.

—Pero lo que quiero saber, Soki, es lo que pasó la última vez, cuando tú te pusiste enfermo. Cuando entrasteis los tres en el Circuito Selecto.

—¿El Circuito Selecto? —repitió desconcertado.

—Ya sabes a qué me refiero.

—Sí, pero nunca entramos allí. Ya te he dicho que sólo lo intentamos.

—¿Quieres decir que no llegasteis a entrar en el Circuito Selecto?

—¿Eddie dijo que habíamos entrado? —La rabia endureció la expresión del muchacho—. Pues se lo ha inventado… ¡es un trolero!

Renie hizo una pausa, sorprendida por la declaración.

—Soki —prosiguió después—, tuve que ir a sacar de allí a Eddie y a Stephen. Me dijeron que estabas con ellos. Estaban muy preocupados por ti porque te habías perdido en la red…

—¡Mienten! —exclamó Soki levantando la voz.

Renie no entendía nada. ¿Quería disimular porque su madre estaba delante? En ese caso, lo estaba haciendo a la perfección, parecía indignado de verdad. ¿Habrían mentido Eddie y Stephen cuando dijeron que Soki estaba con ellos? Pero ¿por qué?

—Irene —dijo la madre asomándose a la pantalla—, estás molestando a Soki. ¿Por qué tratas a mi hijo de mentiroso?

Renie respiró hondo.

—No le llamo mentiroso, Patricia —replicó inspirando profundamente—, pero es que no lo entiendo. Si no estaba con ellos, ¿por qué tenían que decirme lo contrario? No les iba a servir de nada… Stephen perdió todos los privilegios. —Movió la cabeza negativamente—. No sé qué es lo que pasa, Soki. ¿Estás seguro de que no te acuerdas de nada de todo esto? ¿De que entrasteis en el Circuito Selecto, en un lugar llamado Mister J’s? ¿Y que te caíste por una especie de puerta? ¿Y que había unas luces azules…?

—¡Jamás he entrado allí! —Estaba enfadado y asustado, pero no parecía mentir. Unas gotas de sudor le brillaban en la frente—. ¡Puertas, luces azules… jamás…!

—¡Basta, Irene! —intervino Patricia—. ¡Basta!

Antes de que Renie pudiera contestar, Soki echó la cabeza hacia atrás e hizo un extraño ruido gutural. Se quedó rígido y empezó a temblar violentamente de pies a cabeza; su madre lo agarró por la camisa pero no logró impedir que resbalara de la silla y cayera al suelo revolcándose. Con la mirada fija en la pantalla, absolutamente traspuesta, Renie notó la fuerte respiración de sorpresa de !Xabbu, que seguía a su lado.

—¡Maldita seas, Irene Sulaweyo! —gritó Patricia—. ¡Mi hijo estaba mejorando! ¡Mira lo que has hecho! ¡No vuelvas a llamar a esta casa en toda tu vida! —Se arrodilló junto a su hijo y lo abrazó por la convulsa cabeza. Un espumarajo de saliva empezó a caerle por entre los labios—. ¡Desconexión! —gritó.

La pantalla de la multiagenda quedó negra. Lo último que Renie vio fueron los ojos de Soki, en blanco. Las pupilas se le habían escondido debajo de los párpados.

Trató de volver a llamar inmediatamente, a pesar de las iracundas palabras de Patricia, pero la línea de la casa de la tía de Soki no aceptaba llamadas entrantes.

—¡Ha tenido un ataque! —Quitó la pestaña del cigarrillo con dedos temblorosos—. Eso es un ataque de epilepsia. Pero no es epiléptico… ¡Maldita sea! !Xabbu, hace años que conozco a ese niño. He tenido que ir muchas veces de acompañante en las excursiones escolares de la clase de Stephen, y siempre te advierten si hay niños con enfermedades graves. —Estaba furiosa, aunque no sabía por qué. También estaba asustada pero el motivo de su temor estaba claro—. Aquél día le pasó algo… el día que fui a sacarlos del Circuito Selecto. Más tarde le pasó lo mismo a Stephen, pero peor. Dios, si Patricia accediera a contestar a mis preguntas.

—Antes hablamos del trance curativo profundo —dijo !Xabbu, más pálido que de costumbre—. He tenido la sensación de que era lo mismo. El niño parecía estar en contacto con los dioses.

—Eso no era un trance, maldita sea, y los dioses no tienen nada que ver. Era un ataque agudo de epilepsia. —Renie solía respetar las creencias ajenas, pero en ese instante le faltó paciencia para tolerar las nociones supersticiosas de su amigo. !Xabbu, que no pareció ofenderse, se quedó observándola mientras ella paseaba temblando de ira y preocupación—. En la mente de ese niño se ha producido una interferencia de alguna clase. Un efecto físico con repercusiones en la vida real por algo que ha sucedido durante la conexión.

Se acercó a la puerta del despacho y la cerró: el ataque de Soki había aumentado su sensación de estar amenazada por un peligro sin nombre. Su parte cauta la avisaba de que había dado un salto demasiado rápido y que sobreentendía más cosas de las recomendables científicamente, pero en ese momento no hizo el menor caso a esa parte de sí misma. Se dirigió a !Xabbu.

—Voy a ir allí. No queda más remedio.

—¿Adónde? ¿Al Circuito Selecto?

—A ese club… el Mister J’s. A Soki le pasó algo allí. Estoy seguía de que Stephen trató de volver a colarse cuando estuvo en casa de Eddie.

—Si allí hay algo malo, peligroso… —!Xabbu sacudió la cabeza—. ¿De qué serviría? ¿Qué ganaría con ello el propietario de ese club virtual?

—Tal vez sea la consecuencia de una de sus desagradables diversiones. Según Eddie, venden experiencias que no dependen del equipo que se lleve. Tal vez hayan descubierto una manera de crear la ilusión de una mayor receptividad sensorial. A lo mejor utilizan subliminales compactos, ultrasonidos o algún otro medio ilegal de los que producen efectos secundarios terribles. —Se sentó y empezó a revolver entre los papeles de su mesa buscando el cenicero—. Sea lo que sea, si voy a descubrirlo, tengo que hacerlo sola. Tardaría toda la vida en lograr que alguien investigase el caso… La Comunidad de las Naciones Unidas es la peor burocracia del mundo.

Encontró el cenicero pero las manos le temblaban tanto que a punto estuvo de dejarlo caer.

—Pero ¿no correrás un gran peligro? ¿Y si te afecta como a tu hermano?

La frente del pequeño bosquimano, normalmente serena, tenía profundas arrugas de preocupación.

—Estaré mucho más atenta que Stephen, y estoy mejor informada. Además, voy en busca de causas posibles… las suficientes como para llevar el caso a las autoridades. —Aplastó el cigarrillo—. Y si descubro lo que ha pasado, a lo mejor encontramos la manera de contrarrestar los efectos. —Cerró los puños—. Quiero recuperar a mi hermano.

—Estás decidida a ir.

Renie asintió al tiempo que recogía la multiagenda. Se sentía poseída de una sensación de clarividencia ligeramente vertiginosa. Había mucho que hacer… Lo primero, construirse una identidad virtual: si los propietarios del club tenían algo que ocultar, sería una locura entrar con su propio nombre y su verdadera ficha. Quería averiguar datos sobre el club y sobre la compañía propietaria. Todo lo que encontrara antes de entrar podía aumentar las posibilidades de reconocer pruebas importantes una vez dentro.

—En ese caso, no debes ir sola —dijo !Xabbu con calma.

—Pero yo… un momento. ¿Te refieres a ti mismo? ¿Quieres venir conmigo?

—Necesitas un compañero. ¿Y si te sucediera algo? ¿Quién se lo comunicaría a las autoridades competentes?

—Voy a dejar notas, una carta. No, !Xabbu, no puedes venir.

Ya tenía los motores en marcha. Estaba preparada para salir y aquello la retrasaba. No quería que el bosquimano fuera con ella. Para empezar, tendría que entrar ilegalmente y, si la atrapaban, el delito se agravaría por haberlo arrastrado con ella.

—Los exámenes empiezan dentro de dos días —comentó !Xabbu, casi leyéndole el pensamiento—. Después, ya no seré tu alumno.

—Es ilegal.

—Es posible alegar que, siendo yo un recién llegado a la gran ciudad y desconocedor del estilo de vida moderno, no haya comprendido que transgredía la ley. En caso necesario, yo declararía en ese sentido.

—¡Pero tú tienes tus propias responsabilidades!

—Algún día, Renie, te hablaré de mis responsabilidades —respondió !Xabbu con abatimiento—. Pero lo cierto es que, en este momento, tengo una responsabilidad con respecto a una amiga, y eso es muy importante. Te lo ruego, es un favor que te pido… Espera a que pasen los exámenes. De todas formas, necesitas tiempo para prepararte. Estoy seguro de que hay que hacer más preguntas antes de enfrentarse a esa gente directamente, hay que buscar más respuestas.

Renie dudó. Su amigo tenía razón. Necesitaría al menos unos días, tiempo para prepararse entre sus obligaciones diarias. Pero ¿sería el bosquimano un estorbo o una ayuda? !Xabbu le devolvió la mirada sin titubeos. A pesar de su baja estatura, intimidaba un poco, su calma y su confianza resultaban muy persuasivas.

—De acuerdo —accedió al fin. Ser paciente le costaba un gran esfuerzo—. Si Stephen no empeora, esperaré. Pero si vienes conmigo, tienes que hacer lo que yo te diga mientras estemos allí. ¿Lo has entendido? Para ser un principiante, has demostrado un gran talento… pero sólo eres un principiante.

—Sí, señora —replicó !Xabbu con una amplia sonrisa—; se lo prometo.

—Entonces, sal de mi despacho y vete a estudiar para esos exámenes. Yo tengo mucho que hacer.

!Xabbu se inclinó ligeramente y salió cerrando la puerta tras de sí sin hacer ruido. El movimiento del aire agitó los restos de humo del cigarrillo. Renie se quedó mirando el remolino que flotaba a la luz de la ventana, un caracoleo vacuo de formas que cambiaban sin cesar.

Aquélla noche volvió a soñar lo mismo. !Xabbu se encontraba al borde de un gran precipicio examinando su reloj de bolsillo, pero le habían salido patas y caminaba por la palma de su mano como un escarabajo plano de plata.

Algo se cernía en el aire más allá del borde del risco, algo que se acercaba envuelto en niebla. Al principio creyó que era un pájaro porque tenía alas. No, era un ángel, una presencia temblorosa de humo azul con rostro humano.

El rostro de Stephen. Se acercó flotando y la llamó, pero el viento se llevó su voz. Renie gritó y sobresaltó a !Xabbu, el cual se dio la vuelta, retrocedió un paso y desapareció por el precipicio.

Stephen miró hacia abajo, donde había caído !Xabbu, y luego volvió la mirada llorosa hacia Renie. Movió los labios de nuevo pero ella no le oyó. Parecía atrapado en una corriente de aire que le extendía las alas y le hacía rielar de arriba abajo. Antes de que Renie pudiera moverse, el viento se lo llevó al interior de la niebla.