PROGRAMACIÓN DE LA RED/MODA: Mbinda lleva la calle a la pasarela.
(Imagen: colección de primavera de Mbinda; modelos fugarse de casa). Voz en off: El diseñador Hussein Mbinda ha declarado esta temporada «año de la calle» y ha respaldado esas palabras presentando en Milán su colección, que recrea, en las más modernas telas sinteticomórficas, las chabolas de los vagabundos y los paracaídas, señas de identidad de los gaferos urbanos…
(Imagen: Mbinda hablando desde una casucha de cartón). MBINDA: Las calles están con nosotros, están dentro de nosotros. No podemos pasarlas por alto.
El aliento le olía a canela. Apoyaba sus largos dedos en el pecho de él sin ejercer más presión que una hoja. Él mantuvo los ojos cerrados, temeroso de perderla si los abría como la había perdido tantas veces.
—¿Lo has olvidado?
Un susurro débil y dulce como el canto lejano de un pájaro en el bosque.
—No, no lo he olvidado.
—Entonces ven con nosotros, Paul. Ven con nosotros.
La tristeza de ella lo inundó y levantó los brazos para estrecharla.
—No lo he olvidado —dijo—. No lo he olvidado…
El estallido de una explosión hizo sentarse a Paul Jonas de un salto. Un once pulgadas alemán había disparado. La tierra lo acusó con un estremecimiento y los troncos de la trinchera crujieron al caer los primeros proyectiles, a unos cuarenta metros. Unas bengalas Very volaron por el aire tiñendo de rojo intenso la estela de los proyectiles. Una ducha de agua cayó sobre la cara de Paul. Tenía los brazos vacíos.
—No he… —dijo atontado.
Se miró las manos. Las tenía manchadas de barro mezclado con polvo de bengalas.
—¿No has qué? —Finch estaba a un metro de él, escribiendo una carta a casa. Al volverse hacia Paul, los cristales de sus gafas despidieron un destello escarlata—. Has pasado un buen rato, ¿eh? ¿Era bonita?
La intensidad de su mirada no se correspondía con el tono trivial de sus palabras.
Paul, cohibido, apartó la vista. ¿Por qué lo miraba así su camarada? No había sido más que un sueño, ¿no? Otro más de los que le acosaban insistentemente. Una mujer, un ángel afligido…
«¿Estaré volviéndome loco y por eso Finch me mira así?».
Se sentó estremecido. Se había formado un charco bajo sus botas mientras dormía y tenía los pies empapados. Si no se los cuidaba, le saldrían pies de trinchera. Ya era mal suficiente que unos hombres a los que no se conocía ni se veía le lanzaran a uno fragmentos de metal explosivo, como para tener que cuidarse además las propias extremidades para que no se le pudrieran delante de las narices. Se descalzó y acercó las botas al diminuto hornillo de gas, con las lengüetas bien abiertas para que se secaran más rápidamente.
«Pero hasta lo más rápido puede ser dolorosamente lento», pensó. La humedad era un enemigo mucho más paciente que los alemanes. No se paraba ni una noche a celebrar la Navidad o la Pascua, y no la mataban los cañones ni las bombas que el Quinto Ejército pudiera desplegar. Nunca dejaba de colarse y se apoderaba de trincheras, de tumbas, de botas… e incluso de gente.
«Alma de trinchera. Cuando asimilas todo eso, degeneras y mueres».
Tenía los pies blancos, arrugados y blandos como animales despellejados, con manchas azuladas a lo largo de los dedos causadas por la mala circulación de la sangre. Empezó a frotárselos y observó, con una mezcla de interés abstracto y de horror sereno, que no se notaba ni los dedos de los pies ni los de las manos que los apretaban.
—¿Qué día es hoy? —preguntó.
Finch lo miró, sorprendido por la pregunta.
—No me jodas, Jonesie, ¿cómo quieres que lo sepa? Pregunta a Mullet. Él lleva la cuenta porque está pendiente de un permiso.
El bulto redondo de Mullet asomaba al otro lado de Finch como un rinoceronte al que se molesta en su pozo de agua. Lentamente, volvió hacia Paul su cabeza rapada.
—¿Qué quieres?
Acabo de preguntar qué día es hoy.
El bombardeo había cesado; la voz resonó alta y destemplada.
Mullet puso una cara como si Paul le hubiera preguntado la distancia a la luna en millas marinas.
—Estamos a veinte de marzo, ¿no? Faltan treinta y seis días para irme a Blighty. ¿A ti qué leches te importa?
Paul sacudió la cabeza. A veces tenía la impresión de que siempre era marzo de 1918, de que siempre había vivido en la trinchera con Mullet, Finch y lo que quedaba del Séptimo Cuerpo.
—Jonesie ha vuelto a tener el mismo sueño —dijo Finch. Mullet y él Intercambiaron una breve mirada. Paul estaba seguro de que no pensaban que se estuviera volviendo loco—. ¿Quién era ella, Jonesie?… ¿La camarerita del estaminet o la pequeña Madeleine de la señora Entrover? —Pronunció los nombres con su habitual desprecio por el francés—. Es muy joven para ti, amigo mío, tanto que no creo que sangre siquiera.
—¡Por el amor de Dios, cállate!
Paul le dio la espalda, asqueado. Cambió las botas de posición para que recibieran por todas partes la misma ración del poco calor que proporcionaba el primitivo hornillo.
—Jonesie es un romántico —se burló Mullet con una especie de rebuzno. Los dientes le complementaban la cara de rinoceronte que tenía: aplastada, ancha y amarilla—. ¿No sabes que todos los del Séptimo nos hemos trincado a esa Madeleine menos tú?
—He dicho que te calles, Mullet; no tengo ganas de hablar.
El hombretón volvió a sonreír y se sumió de nuevo en la sombra al otro lado de Finch, el cual se dirigió a Jonas. El delgado compañero de Jonas habló con algo más que un ligero enfado.
—¿Por qué no vuelves a dormirte, Jonesie? No armes tanta bulla; tenemos de sobra por aquí.
Paul se quitó el sobretodo y se hundió más en la trinchera hasta dar con un sitio donde poner los pies a salvo de la humedad. Se los envolvió en el abrigo y se apoyó contra los tablones. Sabía que no podía enemistarse con sus compañeros —sus amigos, demonios, los únicos que tenía— pero hacía días que colgaba sobre sus cabezas la amenaza de un último ataque alemán a las trincheras. Entre los constantes tiroteos con que pretendían desmoralizarlos, la tensión de que iba a llegar algo peor y los sueños que no lo dejaban en paz… no era de extrañar que tuviera los nervios a flor de piel.
Paul miró a Finch disimuladamente, inclinado de nuevo sobre la carta y forzando la vista a la tenue luz de la linterna. Más tranquilo, dio la espalda a sus compañeros de trinchera y sacó del bolsillo la pluma verde. Aunque la luz de las bengalas Very empezaba a disolverse, la pluma parecía poseer una tenue luminosidad propia. Se la acercó a la cara y respiró hondo, pero todo el perfume que antes tuviera había sucumbido al olor del tabaco, el sudor y el barro.
La pluma significaba algo, aunque no sabía qué. No recordaba cuándo la había recogido pero hacía días que la llevaba en el bolsillo. En cierto modo, le recordaba al ángel de sus sueños, aunque no estaba seguro de por qué… más bien, la posesión de la pluma inspiraría los sueños.
Eran sueños muy raros. Sólo recordaba fragmentos sueltos: el ángel con su voz cautivadora, una especie de máquina que pretendía matarle, pero tenía la sensación de que esos fragmentos eran algo precioso, como amuletos incorpóreos de buena suerte de los que no podía prescindir.
«Agarrarse a un clavo ardiendo —se dijo Jonas—. Agarrarse a una pluma. —Se guardó la pluma de nuevo en el bolsillo—. Los moribundos tienen pensamientos extraños… y eso es lo que somos nosotros, ¿no? Moribundos».
Procuró ahuyentar tal pensamiento. Rumiar esas cuestiones no aliviaría su exhausto corazón ni descansaría sus músculos temblorosos. Cerró los ojos y empezó la lenta búsqueda que lo devolvería al sueño. En alguna parte, al otro lado de la tierra de nadie, los cañones empezaron a rugir una vez más.
Ven con nosotros…
Se despertó cuando un estallido tremendo rasgó el cielo. Una cortina de lluvia le lavó el sudor que le cubría la frente y las mejillas. El cielo se encendió, las nubes se quedaron blancas de repente en los bordes y ardientes por detrás. Siguió otro potente trueno. No eran los cañones. No era un ataque ni nada parecido sino la naturaleza, que señalaba torpes paralelismos.
Paul se sentó. A un par de metros, Finch estaba tumbado como muerto, tapándose la cabeza y los hombros con el sobretodo. El destello de un relámpago iluminó una fila de bultos durmientes detrás de él.
«Ven con nosotros…». La voz del sueño todavía le resonaba en la cabeza. Había notado otra vez su presencia… ¡tan cerca! Un ángel clemente que le susurraba, que le llamaba para ir… ¿adonde? ¿Al cielo? Entonces, ¿sería eso el anuncio de la proximidad de su muerte?
Se tapó los oídos con las manos al estallar el siguiente trueno, pero no logró amortiguar el ruido ni aliviarse el dolor de cabeza. Moriría allí. Hacía tiempo que se había resignado a tan triste expectativa… Sería la |paz, de todos modos, un descanso en paz. Pero de pronto, supo que la muerte no sería liberadora. Algo peor lo esperaba más allá del umbral de la muerte, algo mucho peor. Tenía algo que ver con el ángel, aunque no podía creer que fuera mala.
Un estremecimiento lo convulsionó. Algo lo acechaba más allá de la muerte… ¡casi lo veía! Tenía ojos y dientes y se lo tragaría, caería en su estómago y allí sería descuartizado y masticado eternamente.
El terror le subió desde el fondo del estómago hasta la garganta. Cuando cayó el rayo siguiente, abrió la boca de par en par, se le llenó de agua y se atragantó. Cuando la hubo escupido, gritó con desesperación, pero su voz se perdió en el aullido ensordecedor de la tormenta.
La noche, la tormenta, los terrores sin nombre del sueño y de la muerte, todo se le vino encima.
«Piensa en salir de aquí —le había dicho con apremio otra voz en un sueño medio olvidado—. ¡Piensa en salir de verdad!». Se agarró a ese recuerdo como a una tabla de salvación. En aquel momento de derrumbamiento, era su único pensamiento coherente.
Se levantó como pudo y avanzó unos pasos por la trinchera alejándose del pelotón, se agarró a los travesaños de la escala más cercana y subió como para lanzarse en brazos del fuego enemigo. Pero huía de la muerte, no corría a su encuentro. En el último travesaño dudó.
Deserción. Si sus camaradas lo descubrían, dispararían. Lo había visto ya, había visto la ejecución del pelirrojo Geordie cuando se negó a lanzarse a la ofensiva. El muchacho no tenía más de quince o dieciséis años, había mentido con respecto a su edad cuando se presentó voluntario, y pidió perdón y lloró sin parar hasta que las balas de los rifles del escuadrón lo alcanzaron y lo transformaron, en un instante, de ser humano en un saco de carne agujereado.
El viento aullaba y la lluvia caía horizontalmente cuando asomó la cabeza por encima del parapeto de la trinchera. Que lo mataran a tiros, pues…, que lo mataran a tiros desde cualquier lado si lograban alcanzarlo. Estaba loco, loco como Lear. La tormenta le había anulado los sentidos y de repente se sintió libre.
«Salir de aquí…».
Dio un traspié al remontar el último travesaño y se cayó. El cielo volvió a iluminarse. Grandes espirales combadas de alambre de espino se extendían horizontalmente ante sus ojos a lo largo de las trincheras para proteger a los Tommies de los ataques alemanes. Detrás se extendía la tierra de nadie, y más allá del sombrío lugar, como si hubieran colocado un espejo enorme por todo el frente occidental, se encontraba el oscuro gemelo de las líneas británicas. Fritz había plantado su propio alambre de espino para proteger sus zanjas, donde se agazapaba, semejante y multiforme.
¿Por dónde ir? ¿Cuál de las dos desesperadas alternativas escoger? ¿Hacia delante, cruzando el páramo en una noche en que los centinelas y francotiradores alemanes podían estar ocultos tras sus parapetos, o hacia atrás, cruzando sus propias líneas hacia la Francia libre?
El horror innato de la infantería al vacío entre los ejércitos estuvo a punto de apoderarse de él, pero el viento soplaba con violencia y la sangre pareció responder al estímulo instándole a liberarse él también de las ataduras. Nadie esperaría que se lanzara hacia delante.
Corrió a ciegas bajo la lluvia, doblado como un simio, hasta alejarse unos cientos de metros de las trincheras de su pelotón. Al agacharse junto al alambre y sacar las tenazas del cinturón, oyó una risa contenida. El horror lo congeló al darse cuenta de que había sido él quien se había reído.
El alambre suelto le rasgó la ropa al pasar por el medio como las zarzas guardianas que rodeaban el castillo de la Bella Durmiente. Paul se aplastó contra el barro cuando otro relámpago iluminó el cielo de blanco. El trueno llegó inmediatamente. La tormenta se acercaba. Avanzó arrastrándose sobre las rodillas y los codos, con la cabeza llena de ruido.
«Quédate en la tierra de nadie. En alguna parte encontrarás un sitio por donde escapar otra vez. En alguna parte. Quédate entre los dos frentes».
El mundo entero era barro y alambre de espino. La guerra del cielo no era más que una pálida imitación del horror que los hombres habían aprendido a producir.
No encontraba el arriba. Lo había perdido.
Se frotó la cara para quitarse el barro de los ojos, pero seguía habiendo más. Nadaba en el barro. No había nada sólido donde apoyarse, ninguna resistencia que le indicara «el suelo está aquí». Se estaba ahogando.
Dejó de debatirse y se quedó tendido tapándose la boca con la mano para que no le entrara barro al respirar. Lejos, a la izquierda, un cañón empezó a disparar poniendo al viento y a la tormenta rugiente el lejano contrapunto de su parloteo incisivo. Ladeó la cabeza lentamente a izquierda y derecha hasta que el mareo y la confusión remitieron.
«Piensa. ¡Piensa!».
Se hallaba en alguna parte de la tierra de nadie, arrastrándose hacia el sur entre las líneas. La oscuridad rasgada por los relámpagos y los cohetes… era el cielo. La negrura más profunda, que sólo desprendía reflejos luminosos de agua estancada, era la tierra torturada por la guerra. Él, el soldado Paul Jonas, desertor, traidor, se aferraba a esa última oscuridad como una pulga al lomo de un perro moribundo.
Estaba boca abajo, nada sorprendente. Toda la vida había estado boca abajo, ¿no?
Escarbó con los codos y los pies impulsándose hacia delante entre el barro. Los bombardeos de años habían machacado el limo de la tierra de nadie dejándolo lleno de protuberancias y huecos, un mar helado e infinito de color mierda. Hacía horas que se arrastraba por allí, torpe y mecánicamente como un escarabajo herido. Hasta la última célula de su cuerpo le apremiaba a continuar, a desaparecer, a hundirse en esa nulidad, en esa tierra gris y yerta, pero no había manera de darse prisa: levantarse sería exponerse a los ojos y a los disparos de ambos lados. Sólo podía arrastrarse, centímetro a centímetro, hundiéndose vilmente para abrirse camino bajo metralla y tormenta.
Notó algo duro debajo de la mano. Un relámpago iluminó la cabeza esquelética de un caballo que se levantaba entre el barro como si naciera de entre los dientes serrados de la hidra. Se sobresaltó y retiró la mano que se había apoyado en el hocico, en los pétreos dientes que asomaban bajo los belfos marchitos. Había perdido los ojos hacía mucho tiempo y las cuencas estaban llenas de barro. Detrás de él, una valla retorcida de tablones sobresalía de la tierra, restos de un carro de munición. Qué extraño, casi imposible pensar que ese lugar infernal hubiera sido en algún tiempo una carretera comarcal, un paraje tranquilo de la tranquila Francia. Un caballo así habría pasado al trote tirando de un carro, llevando a un campesino al mercado o haciendo el reparto de leche o correo entre las casas de los pueblos. Cuando las cosas tenían sentido, porque las cosas tenían sentido en otro tiempo. No lograba recordarlo bien pero no podía permitirse dejar de creerlo. El mundo había tenido un orden. Ahora, los caminos comarcales, las casas, las carretas, todo lo que antes separaba la civilización de la oscuridad usurpadora era aplastado a la vez, mezclado y convertido en un cieno homogéneo y primordial.
Casas, caballos, gente. El pasado, los muertos. Al resplandor de los relámpagos, se vio rodeado de cadáveres contorsionados de soldados… compañeros Tommies, quizás, o alemanes, no había forma de saberlo. Nacionalidad, dignidad, aliento, todo barrido. Como un postre de Navidad relleno de monedas, el barro estaba salteado de fracciones incompletas de vida… trozos de brazos y piernas, torsos con las extremidades cauterizadas por estallidos de proyectiles, botas con los pies todavía dentro, jirones de uniformes pegados a trozos de piel. Otros cuerpos menos mutilados yacían entre los descuartizados, alcanzados por las bombas y derribados como títeres, engullidos primero por el océano viscoso del suelo y expuestos después a la lluvia implacable. Ojos que miraban sin ver, bocas abiertas; se ahogaban, todo se ahogaba en el barro. Y todo, en todas partes, tanto si alguna vez había tenido vida como si no, tenía ahora el mismo color horrible de excrementos.
Era la ciénaga del desaliento. Era el noveno círculo del infierno. Y si al final no había salvación, el universo entero era una broma terrible y deforme.
Paul siguió arrastrándose, temblando y gimiendo, dando la espalda al cielo enfurecido.
Una tremenda conmoción lo hundió en el cieno. El suelo se estremeció y se lo tragó.
Volvió al aire nadando; otro grito silbante se dejó oír y la tierra se convulsionó de nuevo. A unos doscientos metros, el impacto levantó una enorme porción de suelo. Unas cosas pequeñas pasaron zumbando a su lado. Paul gritó al rugir de los cañones tras las líneas alemanas, que iluminaron crudamente los accidentes del terreno pintando un arco de fuego en el horizonte. Cayó otro proyectil. El barro salió volando. Una garra ardiente le arañó la espalda rasgándole la camisa y la piel; el aullido de Paul subió al encuentro de la tormenta pero cesó al hundírsele la cara en el cieno nuevamente.
Por un momento tuvo la certeza de estar agonizando. El corazón le latía tan rápidamente que casi tropezaba consigo mismo. Flexionó los dedos y movió el brazo. Tenía la sensación de que lo hubieran abierto y le hubieran introducido una aguja de tejer en la columna vertebral, pero al parecer, todo funcionaba. Avanzó arrastrándose medio metro más y se quedó inmóvil al estallar otro proyectil detrás de él levantando en el aire otro gran remolino de tierra y miembros sueltos de cuerpos humanos. Se movía, es decir, estaba vivo.
Se acurrucó en un charco de agua y se protegió la cabeza con las manos tratando de acallar el rugido ensordecedor de los cañones, muchísimo más potente que el de la tormenta. Se quedó tumbado, quieto como los cadáveres esparcidos por la tierra de nadie, con la mente en blanco, llena sólo de terror, esperando que el bombardeo remitiera. La tierra se mecía. La metralla al rojo vivo pasaba como el viento por encima de su cabeza. Los proyectiles de once pulgadas de los cañones alemanes seguían cayendo indiferentes, con la insistencia de un martillo perforador… notaba su paso pesado avanzando de un lado a otro de las trincheras británicas y dejando tras de sí cráteres, esquirlas y carne pulverizada.
El ruido exasperante no cesaba.
Nada se podía hacer. El bombardeo no acabaría nunca. Había comenzado el crescendo, la traca final, el momento en que la guerra terminaría por incendiar el mismo cielo y las nubes se precipitarían incendiándose y lanzando chispas como cortinas ardientes.
Salir o morir. Allí no había refugio ni escondite. Paul volvió a tumbarse boca abajo y empezó a avanzar arrastrándose sobre la tierra que se revolvía bajo su cuerpo. Salir o morir. Más adelante, el terreno descendía hacia un bajío por el que antaño, tiempo atrás, antes de que los proyectiles empezaran a caer, habría podido discurrir un arroyo. En el fondo flotaba una lengua de niebla. Paul no vio sino un escondite, unas tinieblas blancas con que cubrirse como si de una manta se tratara. Escondido, dormiría.
«Dormir».
La palabra aislada se destacó en su maltratada cabeza como una llama en una estancia oscura. Dormir. Tumbarse y cerrarse al ruido, al miedo, a la miseria incesante.
«Dormir».
Llegó a la cima de la suave pendiente, se tumbó de lado y se dejó caer lomo abajo con todos los sentidos puestos en la niebla fría y blanca del fondo de la depresión. Al arrastrarse por la primera capa de niebla, el rugir de los cañones pareció aminorar, aunque el mundo aún se convulsionaba. Continuó avanzando hasta que las tinieblas le cubrieron la cabeza dejando fuera los dardos de luz roja que atravesaban el cielo. Estaba completamente rodeado de fría blancura. El martilleo de la cabeza remitió.
Aminoró la marcha. Había una cosa entre el barro un poco más adelante…, más de una, unos bultos alargados y oscuros esparcidos por la pendiente. Se acercó a rastras, con los ojos doloridos de abrirlos tanto y escocidos por el barro, tratando de distinguir lo que eran.
Ataúdes. Docenas de ataúdes alineados en la ladera de la colina; algunos sobresalían entre el barro esquilado como barcos luchando contra las olas. La mayoría habían perdido a sus ocupantes. Unos paños blancos descendían ondulándose lentamente por la suave pendiente como si también los inquilinos huyeran de la guerra.
Los cañones seguían disparando, pero los oía extrañamente amortiguados. Paul se acurrucó y se quedó mirando fijamente, recobrando algo semejante a la cordura. Estaba en un cementerio. La tierra se había abierto dejando al descubierto un antiguo camposanto cuyos hacedores habían desaparecido hechos añicos hacía mucho tiempo. La tierra, ahíta de muerte, había regurgitado a los muertos.
Paul se hundió más en la niebla. Ésos cadáveres habían quedado a la intemperie como sus hermanos de arriba, cien historias trágicas no escuchadas, perdidas en el clamor de la matanza general. Una cabeza de momia se alzaba ladeada sobre un blanco vestido de novia salpicado de barro, con la mandíbula abierta como reclamando al novio que la había abandonado ante el altar de la muerte. A su lado, una menuda mano de esqueleto salía por debajo de la tapa de un ataúd pequeño…, el niño había aprendido a decir adiós.
Paul estuvo a punto de ahogarse de risa y llanto.
La muerte se extendía por doquier en variedades incontables. Era el país de las maravillas del destripador implacable, el parque particular del señor oscuro. Un esqueleto desparramado llevaba el uniforme de un ejército anterior como si acudiera al toque de trompeta del conflicto de turno. Entre los pliegues de una sábana podrida asomaban dos niños momificados que habían sido envueltos juntos; las bocas, dos agujeros redondos como querubines cantores de una estampa sentimental. Viejos y jóvenes, grandes y pequeños, los cadáveres de los civiles habían sido arrojados en macabra democracia con los de los extranjeros que morían a puñados más arriba, para descansar todos juntos, mezclados en el barro.
Siguió avanzando a duras penas entre la neblinosa ciudad de muertos. El ruido de la guerra, cada vez más lejano, le hacía alejarse más aún. Encontraría un lugar adonde no llegase el conflicto y, entonces, dormiría.
Un ataúd al borde de la zanja le llamó la atención. Sobresalían unos cabellos oscuros que flotaban al viento como ramas de una planta submarina. No tenía tapa y, al acercarse, vio la cara de su ocupante, una mujer recogida en un sudario y curiosamente incólume. Algo en su perfil desangrado le hizo detenerse.
Se quedó mirando fijamente. Se acercó al féretro temblando y, agarrándose a la caja sucia de barro, se impulsó y se abocó al interior. Retiró la muselina podrida.
Era ella. Ella. El ángel de sus sueños. La muerte en un ataúd, envuelta en un sudario sucio y lejos de su alcance para siempre. Se le encogieron las entrañas… creyó por un momento que podría caerse dentro de sí mismo, encogerse hasta desaparecer como una paja en la hoguera. Entonces, ella abrió los ojos… negros, negros y vacíos… y sus blancos labios se movieron.
—Ven con nosotros, Paul.
Saltó dando un grito, el pie se le enredó en el asa del féretro y volvió a caerse boca abajo en el barro. Se alejó arrastrándose, escabulléndose como una bestia herida entre el limo pegajoso. Ella no se levantó en pos de él, pero su voz tranquila lo seguía, lo llamaba entre la niebla basta que la negrura se lo tragó.
Se hallaba en un lugar extraño, más extraño que todos los que había visto hasta entonces. Era… nada. La verdad de la tierra de nadie.
Paul se sentó con una curiosa sensación de entumecimiento. El eco de la batalla le martilleaba la cabeza todavía, pero todo era silencio alrededor. Tenía una gruesa capa de barro pegada al cuerpo aunque el suelo en el que yacía no estaba ni húmedo ni seco, ni blando ni duro. La niebla por la que había llegado arrastrándose no era muy espesa pero no veía en ninguna dirección sino una nada de color perla.
Se puso en pie, las piernas le temblaban. ¿Se había fugado? El ángel muerto, el pueblo de ataúdes… ¿habían sido un sueño producido por el proyectil?
Dio un paso, y después doce más. Todo seguía como estaba. Esperaba que, en cualquier momento, empezaran a aparecer siluetas identificables entre la niebla —árboles, rocas, casas—, pero el vacío parecía avanzar con él.
Tras una hora de vano caminar se sentó y lloró, débiles lágrimas de cansancio y ofuscación. ¿Estaba muerto? ¿Estaba en el purgatorio? O peor aún, pues, al menos, del purgatorio había esperanzas de salir. ¿Sería ése el lugar al que se iba después de la muerte, para siempre?
—¡Socorro! —No hubo ni rastro de eco… la voz salió destemplada y no volvió—. ¡Que alguien me ayude! —volvió a gemir—. ¿Qué he hecho?
No hubo respuesta. Paul se acurrucó en el no suelo y hundió la cara entre las manos.
¿Por qué le habían llevado los sueños a ese lugar? Creía que el ángel lo custodiaba, pero ¿cómo podía la custodia llevarlo a eso? A menos que la muerte del hombre fuera bondadosa pero el más allá, irremisiblemente severo.
Paul se aferraba a la oscuridad autoinfligida. No soportaba la vista continua de la niebla. Se imaginó la cara blanca del ángel, no fría y vacía como la viera en el cementerio profanado, sino dulce y melancólica como en sus sueños durante tanto tiempo.
¿Sería todo locura? ¿Se encontraría siquiera en ese lugar o estaría su cuerpo tendido en el fondo de la sucia trinchera, o junto a otros caídos en el depósito de un hospital de campaña?
Poco a poco, casi sin darse cuenta, se pasó la mano furtivamente por la embarrada camisa del uniforme. Al alcanzar el bolsillo del pecho, supo de pronto lo que la mano y él mismo buscaban. Se detuvo, temeroso de concluir el movimiento, asustado de lo que pudiera encontrar.
Pero no quedaba nada más.
Hundió la mano en el bolsillo y encontró un objeto. Cuando abrió los ojos y lo sacó a la escasa luz, brilló, verde iridiscente.
Era real.
Se quedó mirando la pluma, la apretó en el puño y, entonces, otra cosa empezó a brillar. No muy lejos —o lo que en ese lugar inimaginable no parecía lejano—, la niebla se disipaba dando paso a una luz como oro líquido. Se puso de pie, casi olvidadas la fatiga y las heridas.
Una especie de puerta o hueco estaba abriéndose en la niebla. Dentro de la circunferencia no distinguía sino una luz ambarina que rielaba y se movía como una mancha de aceite en el agua, pero supo con súbita e inamovible certeza que al otro lado había otra cosa. Que llevaba a otra parte. Se acercó al resplandor dorado.
—¿Qué prisa tienes, Jonesie?
—Sí. No te irías sin decírselo a tus compañeros, ¿verdad?
Paul se detuvo y, lentamente, miró hacia atrás. Dos siluetas salieron de entre la niebla que todo lo tapaba, una grande y otra pequeña. Vio un destello en uno de los dos rostros.
—¿Fi… Finch? ¿Mullet?
El corpulento soltó una risotada.
—Hemos venido a enseñarte el camino a casa.
El terror que había desaparecido volvió con todas sus fuerzas y Paul avanzó un paso hacia la luz dorada.
—¡No lo hagas! —ordenó Finch secamente. Cuando habló de nuevo, su tono era más dulce—. Vamos, compañero, no lo hagas más difícil todavía. Si vuelves por las buenas…, bien, no es más que la reacción a los proyectiles. A lo mejor hasta te mandan una temporada al hospital a que te recuperes.
—No…, no quiero volver.
—Entonces, ¿desertas? —Mullet se le acercó. Parecía más alto que antes, inmensamente redondo y musculoso, como nunca. No se le cerraba la boca porque tenía demasiados dientes—. Eso está muy mal, de verdad, muy mal.
—Sé razonable, Jonesie. —Las gafas de Finch reflejaban la luz y velaban sus ojos—. No lo eches todo a perder. Somos tus amigos. Queremos ayudarte.
—Pero…
Paul se quedó sin voz. Parecía que la de Finch lo arrastraba.
—Ya sé que lo has pasado mal —dijo el más bajo—. Estás ofuscado. Hasta te parecía que ibas a volverte loco. Sólo necesitas descansar. Duerme, nosotros te cuidamos.
Necesitaba descansar. Finch tenía razón. Ellos le ayudarían, claro que sí. Sus amigos. Paul se balanceaba pero no retrocedió cuando ellos se acercaron. La luz dorada se debilitó a su espalda, menos luminosa cada vez.
—Dame lo que tienes en la mano, amigo mío —dijo Finch con voz conciliadora, y Paul le tendió la pluma—. Eso es, dámela.
La luz dorada se debilitó más, y también el reflejo de las gafas de Finch, así que Paul alcanzó a ver más allá de los cristales. Finch no tenía ojos.
—¡No! —Paul retrocedió un paso y levantó las manos—. ¡Déjame en paz!
Las dos figuras que tenía delante temblaron y se distorsionaron,
Finch se hizo aún más delgado, parecía una araña; Mullet se hinchó hasta que la cabeza le desapareció entre los hombros.
—¡Nos perteneces! —gritó Finch.
Ya no parecía un hombre.
Paul Jonas apretó la pluma en la mano, dio media vuelta y saltó a la luz.