5. Un mundo en llamas

PROGRAMACIÓN DE LA RED/NOTICIAS: Homenaje protesta en Stuttgart.

(Imagen: desfile multitudinario con velas encendidas). Voz en off: Miles de personas se reunieron en Stuttgart para celebrar una vigilia con velas en homenaje a los veintitrés indigentes asesinados por la policía federal alemana durante una revuelta relacionada con la vivienda.

(Imagen: joven llorando con la cabeza ensangrentada). TESTIGO: Iban armados de pies a cabeza, con grandes clavos que sobresalían. No paraban de llegar más y más…

La pantalla mural volvía loca a Renie. Era como hervir agua con una vela para lavar la ropa. Sólo un mísero hospital de los arrabales como ése…

Soltó una maldición y apretó otra vez la pantalla. La lista saltó directamente a la T sin pararse en la S y sin darle tiempo a detener el avance del pergamino. No tendría que ser tan difícil encontrar información. Era una crueldad. ¡Cómo si la maldita cuarentena no fuera suficiente contratiempo!

En esos días, Pinetown estaba lleno de carteles informativos sobre el bukavu 4, aunque la mayoría estaban tan tapados por las pintadas que Renie no había llegado a absorber la información por completo. Sabía que se habían producido brotes del virus en Durban e incluso había oído a dos mujeres hablar de una tercera que vivía en Pinetown, cuya hija había fallecido de la enfermedad después de un viaje por África Central; pero Renie no habría sospechado jamás que todas las instalaciones médicas de las afueras de Durban estuvieran oficialmente en cuarentena por orden de las Naciones Unidas debido al brote de bukavu.

«Si la enfermedad es tan condenadamente peligrosa —se dijo—, ¿por qué mandan aquí a enfermos que no la padecen?». Le enfurecía pensar que su hermano, afectado de una enfermedad desconocida, se expusiera a contraer otra mucho peor en el sitio donde, supuestamente, tenían que curarlo.

Pero a pesar de la rabia, sabía por qué. Ella también trabajaba en una institución pública. La escasez de fondos… la eterna escasez de fondos. Si el gobierno pudiera permitirse un centro sanitario sólo para pacientes de bukavu, ya lo habría abierto. La administración del hospital no debía de estar muy conforme con seguir funcionando como siempre en las condiciones impuestas por la cuarentena. Tal vez hubiera incluso otra pequeña posibilidad: que Durban no tuviera suficientes casos de B4 como para dedicarle un hospital entero en exclusiva.

Magro consuelo, de todos modos.

Logró por fin detener la antigua interfaz en la S e introdujo su código de visita. «Sulaweyo, Stephen» estaba inscrito como «sin alteraciones», lo cual significaba que al menos podía recibir visitas. Claro que ver a Stephen en esas condiciones quedaba muy lejos de lo que vulgarmente se entiende por visita.

Un enfermero le leyó el informe resumido mientras ella se ponía un traje aislante, aunque pocas novedades podía decirle que no hubiera deducido ella de la única palabra que aparecía en el monitor de la sala de espera. Se había familiarizado tanto con la letanía que habría podido recitársela a sí misma, y por ello, cuando el enfermero terminó, lo dejó marchar a pesar de la necesidad que tenía de agarrarse a cualquier símbolo de oficialidad capaz de proporcionarle respuestas. Ya sabía que no las había. No se habían detectado virus… ni síntomas de la enfermedad mortal que obligaba al hospital a recrudecer las medidas de seguridad; tampoco coágulos, ni ninguna otra clase de bloqueo ni trauma cerebral. Sólo un hermano que hacía veintidós días que no despertaba.

Avanzó por el pasillo arrastrando los pies y sujetando la manguera de aire para no tropezar con nada. Médicos, enfermeras —y seguramente otras visitas también, porque todo el mundo tenía el mismo aspecto con el traje aislante— pasaban presurosos en grupos haciendo los mismos crujidos y ruidos que ella. Era como protagonizar un vídeo de noticias antiguo sobre la exploración espacial con tripulación; al pasar junto a un gran ventanal, casi esperaba ver en el exterior los espacios siderales cuajados de estrellas, o tal vez los anillos de Saturno. Pero lo que veía era otra sección llena de camas con forma de tienda de campaña, otro campamento de muertos vivientes.

De camino a la cuarta planta, la detuvieron dos veces y le pidieron el pase de visita. Aunque ambos funcionarios estuvieron un rato examinando la desvaída letra —efecto de una impresora moribunda, exacerbado por la careta de perspex de los trajes aislantes—, no fue el retraso lo que la enfureció. En cierto modo, le daba tranquilidad saber que el hospital se preocupaba de verdad por cumplir los requisitos de la cuarentena. Stephen había caído de una forma tan repentina y tajante… y tan misteriosa… que casi parecía un acto de maldad. Temía por su hermano pequeño, temía algo que no acertaba a explicar. Le consolaba saber que la gente se mantenía en guardia.

Deseaba desesperadamente que su hermano mejorase, pero más temía que la situación fuera a peor. Cuando lo encontró tumbado exactamente en la misma postura que el día anterior, y todos los monitores fijos en una información que ya había aprendido tan bien como su propia dirección, se sintió aliviada y triste a la vez.

¡Oh, Dios! Pobre hombrecito mío… Se le veía tan pequeño en aquella cama tan grande… ¿Cómo podía estar tan quieto y silencioso un diablejo como él? ¿Y cómo podía ella, que le había dado de comer, que lo había protegido, que lo había arropado en la cama por las noches, que era su madre en todos los sentidos, excepto biológicamente, cómo podía ella estar tan impotente, sin poder hacer nada por él? No era posible. Pero era cierto.

Se sentó junto al lecho y colocó la mano enguantada en el guante, más grande, que salía por un lado de la tienda. Movió los dedos con cuidado entre la maraña de cables que le salían de la cabeza y le acarició la cara, la curva conocida y querida de la frente, la nariz respingona. Le dolía el corazón por estar tan absolutamente separada de él. Era como intentar tocar a otro en la realidad virtual… como si estuvieran en el Circuito Selecto…

El despertar del recuerdo fue interrumpido por un movimiento en la puerta. A pesar del traje aislante, se sobresaltó al ver aquella aparición blanca.

—Perdone si la he asustado, señora Sulaweyo.

—¡Ah! Es usted. ¿Alguna novedad?

La doctora Chandhar se inclinó hacia delante a comprobar los marcadores del monitor, pero hasta Renie sabía que allí no había información interesante.

—Sin cambios, me temo. Lo lamento.

Renie se encogió de hombros, un gesto de resignación opuesto a la angustia que sentía en las entrañas, cálida inminencia de las lágrimas. Pero llorar era inútil. Sólo conseguiría empañar la careta.

—¿Por qué nadie sabe decirme qué es lo que tiene?

La doctora hizo un gesto negativo con la cabeza, o al menos movió la capucha del traje aislante de un lado a otro.

—Usted tiene estudios, señora Sulaweyo. A veces, la ciencia médica no tiene respuestas, sólo suposiciones. Por ahora nuestras suposiciones no han resultado. Pero las cosas pueden cambiar. Al menos su hermano permanece en situación estacionaria.

—¡Estacionaria! ¡Cómo cualquier planta de maceta!

Brotaron las lágrimas. Se volvió de nuevo hacia Stephen, aunque en ese momento no veía nada.

Una mano inhumana, con guante, le tocó el hombro.

—Lo siento. Hacemos cuanto podemos.

—¿Qué hacen, exactamente? —Renie se esforzaba por dominar el temblor de la voz, pero no podía evitar el sorber por la nariz. ¿Cómo demonios podía uno sonarse con aquella careta puesta?—. Por favor, dígame lo que están haciendo, además de ponerlo al sol y regarlo.

—El caso de su hermano es raro pero no único. —La voz de la doctora Chandhar tenía un tono de retahíla en modo «relaciones con familiares difíciles»—. Se han dado, y se dan, casos de niños que caen en una especie de estado comatoso sin causa aparente. Algunos se han recuperado espontáneamente, un buen día se despiertan sin más y piden bebida o comida.

—¿Y los demás? ¿Los que no se levantan un buen día pidiendo un helado?

La doctora soltó a Renie.

—Hacemos todo lo posible, señora Sulaweyo. Y usted tampoco puede hacer más que venir aquí para que Stephen note su presencia y oiga una voz conocida.

—Ya lo sé, me lo dijo usted. Lo cual significa que tendría que estar con Stephen en vez de discutir con usted. —Renie respiró conmovida. Ya no lloraba pero la careta seguía empañada—. No pretendo culparla a usted, doctora. Sé que tiene muchas preocupaciones.

—Éstos últimos meses no han sido lo que podríamos llamar benévolos. A veces me pregunto por qué escogí una carrera tan rodeada de tristeza. —La doctora Chandhar se giró hacia la puerta—. Pero es bueno intentar que algunas cosas cambien, y a veces lo consigo. A veces, señora Sulaweyo, se producen momentos de felicidad. Espero que usted y yo podamos compartir uno de esos momentos cuando Stephen vuelva con nosotros.

Renie se quedó mirando la indefinida forma blanca que salía al pasillo arrastrando los pies. La puerta volvió a cerrarse. Lo más enloquecedor era tener tantas ganas de pelearse, de acusar a alguien, y no tener a nadie a tiro. Los médicos hacían cuanto podían. El hospital, a pesar de sus limitaciones, había sometido a Stephen a todas las pruebas posibles para definir la causa de su postración. Pero ninguna había dado resultados. No había respuestas. En realidad, no había nadie a quien echar las culpas.

«Excepto Dios —pensó—, quizá». Pero eso nunca había servido de nada a nadie. Y tal vez Long Joseph Sulaweyo no estuviera completamente exento de responsabilidad en el tema.

Acarició otra vez a su hermano en la cara. Tenía la esperanza de que en las profundidades de ese cuerpo inerte, su hermano la sintiera y la oyera, a pesar de las dos capas de cuarentena.

—Te he traído un libro, Stephen, pero de los que te gustan a ti, no a mí.

Sonrió con tristeza. Siempre intentaba que leyera cosas africanas: historia, cuentos, relatos de los diversos legados tribales de su familia… Quería que se sintiera orgulloso de su herencia en un mundo donde tales vínculos e intereses estaban en franca regresión, aplastados por el avance inexorable y glacial de la cultura del Primer Mundo.

Tocó la multiagenda con el dedo y aumentó el tamaño del texto para verlo a través de la careta. Borró las imágenes. No quería verlas y Stephen no podía.

—Se titula Detectives surfinautas —dijo, y empezó a leer.

—¡El hiperedificio Malibú está herméticamente cerrado! —gritó Masker al cargar contra la puerta y dejar que la cibertabla se metiera sola en la otra habitación sin el cuidado habitual. La Zingray 220, para colocarse en su sitio de siempre en la rack de las cibertablas, tiró al suelo otras cuantas que estaban sueltas. Masker hizo caso omiso del estrépito, más preocupado por las novedades—. Han apostado identificadores de la bofia en todos los puntos de flujo.

—¡Qué mala baba! —contestó Scoop. Dejó la multiagenda holográmica flotando en el aire y se volvió a su enervado amigo—. O sea, que debe de haber ultraproblemas… ¡resopla!…

—¡Si al menos fueras a verlo!

—Ya he ido, ¿no? —dijo Long Joseph.

Se llevó las manos a la cabeza como para no oír.

—Dos veces. Has ido dos veces… al día siguiente de ingresarlo y cuando la doctora te llamó para la conferencia.

—¿Qué más quieres? Está enfermo. ¿Crees que tendría que ir todos los días, como haces tú, y quedarme mirándolo? Aun así seguiría enfermo. Por más que vayas a verlo no se pondrá mejor.

Renie estaba a punto de reventar. ¿Cómo podía existir una persona tan imposible?

—Papá, es tu hijo. Es sólo un niño y está solo en el hospital.

—¡Y no se entera de nada! Fui al hospital y hablé con él y no se entera de nada. ¿De qué te sirve a ti tanto hablar y hablar…? ¡Y hasta le lees libros!

—Porque una voz conocida puede ayudarlo a volver. —Hizo una pausa y rogó al dios de su creyente infancia que le diera fuerzas… un dios más bondadoso que cualquiera en el que fuera capaz de creer en esos momentos—. A lo mejor es tu voz la que más falta le hace, papá. Eso dijo la doctora.

Puso ojos de zorro y miró a un lado como buscando huir.

—¿Qué significan esas tonterías?

—Tuvisteis una discusión. Te enfadaste con él, le dijiste que no volviera. Ahora le ha pasado algo y quizás, en el fondo, como en un sueño, le da miedo volver. A lo mejor cree que lo odias y por eso no vuelve.

Long Joseph se levantó del sofá, asustado pero tratando de disimularlo con bravatas.

—Eso es… no puedes hablarme así, niña, y ningún médico tiene derecho a decirme esas cosas y a meterse en mis asuntos. —Fue a la cocina pisando fuerte y empezó a abrir armarios—. Estáis locos. ¡Qué me tiene miedo el chico! Sólo le leí la cartilla, no le puse ni una mano encima.

—No hay.

El ruido de revolver en los armarios cesó.

—¿Qué?

—Que no hay. No te he comprado vino.

—¡No me digas lo que estoy buscando!

—De acuerdo. Haz lo que quieras.

A Renie le dolía la cabeza y estaba tan cansada que no quería levantarse de la silla hasta que la obligara la llegada de la mañana siguiente. Entre el trabajo, los desplazamientos y las visitas a Stephen, pasaba al menos catorce horas fuera de casa. Qué gloria este siglo de la informática… en cuanto te descuidabas, tenías que ir a algún sitio a ver a alguien, y siempre a pie, destrozada, porque los malditos trenes no funcionaban. La era cibernética. ¡Vaya mierda!

—Me voy —anunció Long Joseph asomándose otra vez a la sala de estar—. Un hombre merece un poco de paz.

—Oye, papá —dijo Renie, intentándolo por última vez—. Pienses lo que pienses, Stephen necesita oír tu voz. Ven conmigo a verlo.

Levantó la mano como si fuera a mover algo pero se la llevó a los ojos y se apretó los párpados durante varios segundos. Cuando bajó la mano, tenía cara de desesperación.

—Vete —dijo con voz ronca—. Así que tengo que ir yo también a ver morir a mi hijo.

—¡No se está muriendo! —replicó Renie escandalizada.

—¡Ah! ¿Salta y corre? ¿Juega al fútbol? —Long Joseph se rascó los brazos mientras movía la barbilla con furia—. ¡No! ¡Está postrado en la cama de un hospital, igual que su madre! Tú estabas con tu abuela, niña, no estabas con ella. Pasé tres semanas sentado allí, mirándola, abrasada de arriba abajo en aquella cama. Quería darle agua cuando gritaba. La vi morir poco a poco. —Parpadeó repetidamente y, de súbito, le dio la espalda y encorvó los hombros como para protegerse de un latigazo. Cuando por fin siguió hablando, parecía otra persona—. Perdí… mucho tiempo en aquel maldito hospital.

Atónita, Renie se quedó muda un momento.

—¡Papá!

—¡Basta, niña! —dijo, sin volverse a mirarla—. Iré a verlo. Soy su padre… no tienes que recordarme mis obligaciones.

—¿Lo dices en serio? ¿Vas a venir conmigo mañana?

—Tengo cosas que hacer —dijo, carraspeando con rabia—. Ya te avisaré cuando pueda ir.

—Por favor, papá —insistió con la mayor suavidad posible—, que sea lo más pronto posible. Te necesita.

—Iré a verlo, maldición… me pondré ese traje de payaso, pero no me digas cuándo tengo que ir.

Incapaz de mirarla todavía, o de enfrentarse a ella, abrió la puerta y la dejó plantada.

Renie, agotada y confusa, se quedó un largo rato sentada mirando la puerta. Acababa de pasar algo pero no estaba segura de qué había sido ni de qué significaba. En algún momento, notó una especie de conexión con su padre de antes… el que tanto se esforzaba por mantener unida a la familia tras la muerte de su esposa, el que había trabajado horas extras, el que la había apoyado en los estudios e incluso se ofrecía a ayudarlas, a ella y a su abuela uma’ Bongela, a cuidar del pequeño Stephen. Pero cuando su uma’ murió y Renie se hizo mayor, su padre se rindió. El Long Joseph de siempre parecía haberse perdido por completo.

Suspiró. Fuera o no fuera cierto, en esos momentos no tenía fuerzas para ponerse a averiguarlo.

Se hundió más en la silla y entrecerró los ojos para aliviar el dolor de cabeza. Se le había olvidado comprar más analgésicos, y si ella no se ocupaba de algo, nadie lo haría. Encendió la pantalla mural y se dejó llevar por lo primero que salió, un espacio publicitario sobre unas vacaciones en Tasmania, para anestesiar los pensamientos. Pensó que ojalá tuviera uno de esos dispositivos multisensoriales envolventes para sumergirse en esas playas, oler las flores de los manzanos, notar la arena bajo los pies y sentir el aire de libertad ociosa codificado en el costoso anuncio.

Cualquier cosa con tal de ahuyentar el insistente recuerdo de los hombros encorvados de su padre y de los ojos ciegos de Stephen.

Renie despertó al oír la señal de la multiagenda. Las ocho de la mañana, pero no era el sonido del despertador. ¿Sería del hospital?

—¡Contesta! —gritó, pero no pasó nada.

Mientras se esforzaba por sentarse, observó que el ruido no venía del teléfono sino del portero automático de la puerta de la calle. Se puso un albornoz y fue arrastrando los pies a la sala de estar. Su silla estaba caída de lado como el cadáver desecado de un animal raro, víctima del regreso tardío y ebrio de Long Joseph. Se apoyó en el contestador.

—¿Sí?

—¿La señora Sulaweyo? Soy !Xabbu. Perdone si la molesto.

—¿!Xabbu? ¿Qué haces aquí?

—Se lo explicaré; no es nada malo ni hay por qué asustarse.

Echó un vistazo al piso, desordenado como en sus mejores momentos pero ahora sobrecargado por el efecto acumulativo de sus ausencias. Su padre roncaba estrepitosamente en el dormitorio.

—Enseguida bajo, espérame.

!Xabbu tenía un aspecto completamente normal, aunque llevaba una camisa blanca exageradamente limpia. Renie lo miró de arriba abajo, confusa y un tanto sorprendida.

—Espero no haber venido a molestarla —dijo con una sonrisa—. Fui a la facultad esta mañana temprano. Me gusta cuando hay tanta tranquilidad. Pero pusieron una bomba.

—¿Otra? ¡Dios mío!

—Pero no era de verdad… al menos, no sé. Hubo un aviso telefónico y evacuaron la Politécnica. Pensé que a lo mejor no lo sabía y decidí ahorrarle un viaje inútil.

—Gracias. Un momento.

Sacó la multiagenda y repasó el sistema de la facultad a ver si había correo. Encontró un mensaje general de la rectora donde se comunicaba el cierre de la Politécnica hasta nuevo aviso, de modo que sí, !Xabbu le había ahorrado un viaje; pero de pronto se le ocurrió pensar por qué no la habría llamado por teléfono, simplemente. Lo miró; él seguía sonriendo. Era casi imposible imaginar que esos ojos ocultaran un engaño… pero ¿por qué se habría molestado en hacer el viaje hasta Pinetown?

Observó las marcas de la plancha en la camisa blanca y se quedó desorientada. ¿Sería un lance amoroso? ¿El hombrecillo de la tribu habría ido hasta allí para invitarla a salir, como si fuera una cita de amor? No supo cómo tomárselo, pero la primera palabra que le vino a la cabeza fue «incómodo».

—Bien —comenzó lentamente—, ya que la universidad está cerrada, supongo que tienes el día libre —dijo, utilizando el singular adrede.

—Por eso me gustaría invitar a mi instructora a comer en algún sitio. ¿Un desayuno? —La sonrisa de !Xabbu tembló y desapareció; se quedó mirando a Renie con una expresión de desconcierto e interés—. Ha estado usted muy triste, señora… Renie. Llevas triste varios días, pero has sido una buena amiga conmigo. Creo que eres tú quien necesita un buen amigo ahora.

—Creo… que…

Estaba indecisa pero no se le ocurría una buena excusa para no aceptar. Eran sólo las ocho y media y el piso parecía una pocilga. Su hermano menor yacía en una tienda de oxígeno, tan lejos de su alcance como si estuviera muerto. La idea de encontrarse con su padre en la cocina cuando recobrara la consciencia al cabo de unas horas le puso un nudo de tensión en el cuello y los hombros.

—De acuerdo —dijo—. Vámonos.

Si !Xabbu andaba tras una aventura amorosa, desde luego no lo demostraba. Cuando llegaron a la zona comercial de Pinetown, miraba a todas partes excepto a Renie, con esos ojos entrecerrados que podían parecer fácilmente tímidos o adormilados, tomando nota de desconchones y ventanas cegadas y observando la basura que el viento arrastraba por las anchas calles como las plantas rodadoras de los dibujos animados.

—Me temo que no es una parte muy bonita de la ciudad.

—La casa de mi patrona está en Chesterville —replicó—. Ésta parte es un poco más rica, aunque parece que hay menos gente en la calle. Pero lo que me asombra, y me horroriza un poco, lo confieso, Renie, es lo human-idoso que parece todo.

—¿Qué significa eso?

—¿No se dice human-idoso? ¿Humano, quizá? Me refiero a que aquí, todo, todo lo que he visto de la ciudad desde que dejé mi pueblo, se construye para tapar la tierra, para ocultarla a la vista y al pensamiento. Se han quitado las rocas, se ha quemado el monte y se ha cubierto todo de alquitrán. —Dio un golpe en el agrietado firme con la chancleta—. Hasta los pocos árboles que quedan, como ese pobre de ahí, los han traído los hombres y los han plantado. Los humanos convierten los sitios donde viven en enormes y superpoblados montones de barro y piedra, como los nidos que construyen las termitas… pero ¿qué pasará cuando en el mundo sólo queden montículos de termitas y nada de bosque?

—¿Y qué otra cosa se puede hacer? Si esto fueran montes, seríamos demasiados para sobrevivir. Nos moriríamos de hambre, nos mataríamos unos a otros.

—Entonces, ¿qué hará la gente cuando no haya más monte que quemar? —Se agachó a recoger una anilla de plástico, hez ya inclasificable de la civilización actual. Juntó los dedos y se la puso en la muñeca; luego levantó su nueva pulsera y la miró de cerca con una sonrisa en los labios—. ¿Morirse de hambre igual? ¿Matarse unos a otros igual? El problema es el mismo, pero antes habremos tapado todo con alquitrán, piedra, cemento y… ¿cómo se llama?… ¡Fibrámica! Además, cuando llegue la matanza, morirán muchos más.

—Saldremos al espacio —Renie señaló el cielo gris— y…, no sé, colonizaremos otros planetas.

—¡Ah!

El café Johnny estaba atestado. La mayoría de los clientes eran camioneros que empezaban la jornada en la ruta Durban-Pretoria, hombres corpulentos y locuaces con gafas de sol y camisas de colores llamativos. Demasiado locuaces incluso, algunos, en el tiempo que Renie y !Xabbu tardaron en abrirse camino hasta un reservado vacío, le propusieron a Renie matrimonio —en una ocasión— y le hicieron varias ofertas menos honestas. Apretó los dientes y se negó a sonreír siquiera al piropo menos corrosivo y más respetuoso. Darles pie empeoraba las cosas.

Sin embargo, el Johnny tenía cosas que a Renie le gustaban, y una era la comida, auténtica comida. La mayoría de cafés y restaurantes pequeños servían sólo platos rápidos al estilo norteamericano: hamburguesas al microondas, salchichas en rollo con una pegajosa salsa de queso y, naturalmente, Coca-Cola y patatas fritas, el pan y vino de la religión occidental del consumo. Sin embargo, en el Johnny había alguien en la cocina que cocinaba de verdad… el propio Johnny, quizá, si es que existía tal persona.

Además de una taza de café cargado, carburante de camioneros, Renie pidió pan con mantequilla y miel y un plato de arroz con plátanos fritos. !Xabbu dejó que pidiera lo mismo para él. Cuando llegó la gran bandeja, se quedó mirándola con cara de desaliento.

—¡Qué grande!

—Puro almidón; no te lo acabes si no te apetece.

—¿Te lo comerás tú?

—Gracias —contestó Renie riéndose—, tengo bastante con lo mío.

—Entonces, ¿qué hacemos con lo que sobre?

Renie hizo una pausa. Como hijastra lejana de la cultura de la abundancia, no había reflexionado mucho sobre sus propios esquemas consumistas y derrochadores.

—Seguro que alguno de los de la cocina se lleva todas las sobras a casa —se le ocurrió decir por fin, aunque avergonzada y con sentimiento de culpabilidad.

Sin duda, los que en otro tiempo fueran amos de Sudáfrica se habrían excusado de forma semejante al ver retirar los restos de otro festín digno de Calígula.

Agradeció que !Xabbu no pareciera tener intenciones de ahondar en el tema. En momentos así era cuando más cuenta se daba de lo diferentes que eran en realidad sus puntos de vista. Hablaba su lengua mejor que Long Joseph y su inteligencia y rapidez de comprensión le ayudaban a comprender muchas cuestiones sutiles. Pero no era como ella, en absoluto…, era como si hubiera caído de otro planeta. Comprendió también, sintiéndose vagamente avergonzada otra vez, que ella tenía más puntos de vista fundamentales en común con un adolescente rico que viviera en Inglaterra o Norteamérica que con ese joven africano que había crecido a sólo unos cientos de kilómetros de distancia.

!Xabbu levantó la mirada tras tomar unos bocados de arroz.

—Ahora ya he estado en dos cafés —dijo—. Éste y el de las galerías Lambda.

—¿Cuál te gusta más?

—La comida es mucho mejor aquí —contestó con una sonrisa. Tomó otro bocado y empujó con el tenedor un resbaladizo trozo de plátano como para asegurarse de que estaba muerto—. Y, además, hay otra cosa. ¿Te acuerdas de que te pregunté si había fantasmas en la red? Veía la vida allí, pero no la sentía, y eso me llena el alma de inquietud. Es difícil de explicar. Bueno, este sitio me gusta mucho más.

Hacía tanto tiempo que Renie era habitual de la red que a veces llegaba a considerarla un lugar, inmenso pero físicamente tan real como Europa o Australia. Sin embargo, !Xabbu tenía razón: no lo era. Era una convención, la gente fingía que era una realidad. En algunos aspectos era un país de fantasmas… pero los fantasmas se perseguían unos a otros.

—El mundo real tiene sus ventajas. —Levantó la taza de café cargado y bueno como para demostrárselo a sí misma—. Sin duda.

—Bueno, Renie, por favor, cuéntame qué es lo que te preocupa. Me dijiste que tu hermano estaba enfermo. ¿Es eso o tienes otros problemas? Espero no pecar de indiscreción.

Renie le contó, un poco forzada al principio, la última visita a Stephen y el último capítulo de la eterna discusión con Long Joseph. Una vez roto el hielo, le resultó más fácil hablar, describir el desaliento y la frustración de ir a ver a Stephen todos los días sin que nada cambiara y de la deteriorada relación con su padre, cada vez más dolorosa. !Xabbu la escuchaba y le hacía preguntas cuando vacilaba al borde de una confesión dolorosa; ella siempre le contestaba y profundizaba más en el tema. No estaba acostumbrada a hablar de sí misma, a mostrar sus temores abiertamente; le parecía peligroso. Pero mientras alargaban la sobremesa del desayuno y los clientes de la mañana iban saliendo del café poco a poco, sintió el alivio de haber hablado finalmente.

Estaba poniendo edulcorante en su tercera taza de café cuando !Xabbu le preguntó de repente:

—¿Vas a ir a ver a tu hermano hoy?

—Suelo ir por la tarde, después del trabajo.

—¿Puedo ir contigo?

Renie no supo qué decir; por primera vez desde que se sentaran se preguntó si el interés de !Xabbu iría más allá del mero compañerismo. Encendió un cigarrillo para solapar la pausa. ¿Acaso se vería a sí mismo como el hombre de su vida, su protector? Desde Del Ray no había habido ninguno importante, y la relación con él (era asombroso y asustaba un poco darse cuenta) hacía años que estaba enterrada. No quería que nadie la cuidara, excepto algunas veces, pocas, cuando la debilidad podía con ella a altas horas de la noche. Había sido fuerte toda su vida y no se hacía a la idea de descargar responsabilidades en otra persona. De todos modos, no sentía nada especial por el hombrecillo del desierto. Se quedó mirándolo largo rato mientras él, tal vez ofreciéndole la oportunidad de hacer eso exactamente, observaba atentamente los camiones de colores alineados al otro lado de la sucia ventana del café.

«¿De qué tienes miedo, niña? —se preguntó—. Es un amigo. Tómale la palabra hasta que se demuestre lo contrario».

—Sí, ven conmigo. Es más agradable en compañía.

—Nunca he entrado en un hospital… —dijo, mirándola con repentina timidez—, pero no es ésa la razón por la que deseo acompañarte —añadió apresuradamente—. Me gustaría conocer a tu hermano.

—Ojalá pudieras conocerlo de verdad, como era antes… bueno, todavía lo es. —Parpadeó con fuerza—. A veces me cuesta creer que sigue ahí. Me duele tanto verlo en esas condiciones…

—Tal vez sea más difícil de la forma que lo hacéis vosotros, porque el ser amado se separa. En mi pueblo, los enfermos se quedan con nosotros. Aunque, a lo mejor, la tristeza sería mayor si tuvieras que verlo siempre, todos los días, en ese estado lamentable.

—No creo que pudiera soportarlo. No sé cómo se las arreglarán otras familias.

—¿Otras familias? ¿De enfermos?

—De niños como Stephen. La doctora me dijo que había unos cuantos casos como el suyo.

Se sorprendió al oír sus propias palabras. Por primera vez en muchos días la sensación de impotencia, que ni siquiera la paciente atención de !Xabbu había mitigado, mermó de pronto.

—¡No pienso seguir así! —dijo.

—¿Cómo? —preguntó !Xabbu, sobresaltado por el cambio de tono.

—Sentada y agobiada pero sin hacer nada; esperando a que alguien me diga algo cuando tendría que estar haciéndolo yo. ¿Por qué le ha pasado eso a Stephen?

—No soy un doctor de la ciudad, Renie —dijo !Xabbu sorprendido.

—Exacto. Tú no sabes, yo tampoco, los médicos tampoco. Pero según dicen, hay más casos. Stephen recibe tratamiento en un hospital que está en cuarentena por el bukavu 4 y los médicos tienen que trabajar hasta caer rendidos. ¿No habrán pasado algún detalle por alto? ¿Hasta qué punto han podido investigar, investigar a fondo? —Puso la tarjeta en la mesa y apretó el pulgar contra la rayada superficie—. ¿Quieres venir a la Politécnica conmigo?

—Pero si hoy está cerrada.

—¡Mierda! —Guardó la tarjeta en el bolsillo—. Es igual… el acceso a la red sigue abierto. Sólo necesito una unidad.

Pensó en el sistema de su casa y sopesó la conveniencia de ir allí teniendo en cuenta que, casi con toda seguridad, su padre estaría arrastrándose por la cocina en esos momentos. Si, contra todo pronóstico, no tenía resaca ni un humor de perros, llevar a !Xabbu significaría pasarse meses oyendo comentarios sobre su amigo «el bosquimano».

—Amigo mío —dijo al tiempo que se levantaba—, vamos a conocer la biblioteca pública de Pinetown.

—Podríamos sacar la mayor parte de mi multiagenda —le dijo, mientras el rechoncho y joven bibliotecario abría la sala de la red—, o de la tuya, lo mismo da. Pero sólo veríamos imágenes planas y texto, y no me gusta trabajar de esa forma.

!Xabbu entró detrás de ella. El bibliotecario lo miró por encima de las gafas, se encogió de hombros y volvió tranquilamente al mostrador. Los pocos ancianos que veían las noticias en las cabinas de pantallas habían vuelto otra vez a las imágenes en color de la última catástrofe con trenes de alta velocidad, ocurrida en el altiplano del Decán, en la India. Renie cerró la puerta para evitar la distracción del amasijo de hierros y cuerpos destrozados y los comentarios desalentadores del corresponsal.

Sacó del armario de utensilios una triste maraña de cables y rebuscó entre los obsoletos cascos hasta dar con dos aproximadamente en buen estado. Introdujo los dedos en los mandos y tecleó el acceso a la red.

—No veo nada —dijo !Xabbu.

Renie se levantó el casco, se acercó a !Xabbu y le reajustó la máscara hasta que encontró una conexión suelta. Volvió a cerrarse el casco y el gris del ciberespacio en bruto la envolvió.

—No tengo cuerpo.

—Ni lo tendrás. Vamos a dar una vuelta meramente informativa, sin sensaciones táctiles de ninguna clase. Más o menos, lo que te proporciona un sistema doméstico barato como los que pueden permitirse los instructores de la Politécnica.

Apretó los dedos y el gris se volvió negro, como el cosmos inmenso pero sin estrellas.

—Lo tenía que haber hecho hace mucho tiempo, pero he estado tan ocupada y tan cansada…

—¿A qué te refieres?

!Xabbu hablaba con tono tranquilo, pero Renie percibió cierta tensión bajo esa capa de paciencia. Pensó que su amigo tendría que aguantarse, porque era ella la que conducía el coche.

—Pues que tenía que haber investigado un poco por mi cuenta —respondió—. Tengo acceso las veinticuatro horas del día al mayor sistema informático que ha habido jamás en el mundo y dejo que los demás piensen por mí. —Renie apretó y una esfera de brillante luz azul apareció como un sol de propano en la chimenea de un universo vacío—. Ésta unidad tendría que conocer mi voz ya —dijo, y luego añadió con calma—: Información médica. Allá vamos.

Formuló varias órdenes más y un cuerpo humano en posición supina apareció flotando ante ellos en el vacío, una forma vacía tan rudimentaria como un simuloide barato. Unos hilos de luz lo atravesaron para ilustrar el sistema circulatorio mientras una serena voz femenina describía la formación de coágulos y la consiguiente falta de oxígeno en el cerebro.

—Como los dioses —comentó !Xabbu ligeramente turbado—, nada se nos oculta.

—Aquí estamos perdiendo el tiempo —dijo Renie sin prestarle atención—; sabemos que Stephen no tiene síntomas patológicos… hasta los niveles químicos del cerebro son normales, y menos aún la posibilidad de algo tan evidente como un coágulo o un tumor. Salgamos de este material de Enciclopedia Británica y empecemos a buscar auténtica información. Revistas de medicina, de la fecha de hoy a doce meses antes. Palabras clave, y/o: coma, niños, juvenil, ¿qué más? Trauma cerebral, estupor

Renie había colocado un reloj luminoso a la derecha de su ángulo de visión. La mayoría de las consultas eran locales porque casi toda la información se podía obtener directamente en los principales bancos de datos de la red, aunque bajó algunas consultas que tendría que pagar a la biblioteca de Pinetown, tan falta de recursos, en concepto de tiempo. Llevaban más de tres horas conectados a la red y todavía no había encontrado nada que justificara el tiempo empleado. !Xabbu había dejado de preguntar hacía al menos una hora, impresionado por las páginas informativas, mareantes y en cambio continuo, o por puro aburrimiento.

—En total, unos pocos miles de casos como el de mi hermano —comentó Renie—. Todo lo demás es por causas conocidas. No es mucho, entre diez billones de personas. Mapa de distribución, casos registrados en rojo. Voy a echar otra mirada.

La disposición de líneas luminosas se disolvió y apareció un estilizado globo terráqueo que brillaba con luz propia… como una fruta redonda y perfecta cayendo por el vacío.

«¿Dónde encontraremos jamás un planeta como éste? —se preguntó al acordarse de lo que le había dicho a !Xabbu sobre la colonización—. El mayor don posible y mira cómo lo hemos tratado».

Varios puntos rojos se iluminaron por todo el globo y fueron extendiéndose como moho a medida que reproducían la aparición de los incidentes cronológicamente. La secuencia no reveló ninguna pauta, las luces iban encendiéndose aleatoriamente por la superficie de la Tierra simulada sin relación de proximidad. Si se trataba de una epidemia, era muy atípica. Renie frunció el ceño. Una vez encendidos todos los puntos, la distribución tampoco reveló nada. Había mayor concentración en las áreas más pobladas, dato nada sorprendente. Había menos en los países europeos, americanos y de la costa del Pacífico pertenecientes al Primer Mundo, pero se repartían ampliamente por las masas continentales. En todo el Tercer Mundo, los puntos se apelotonaban casi por completo en las costas, bahías y riveras como una plaga roja y ardiente que le recordó a las enfermedades de la piel. Por un momento creyó haber descubierto algo, una correlación con aguas contaminadas y toxinas descontroladas.

Niveles de contaminación ambiental por encima de las directrices de las Naciones Unidas. Morado. ¡Mierda! —exclamó al encenderse los puntos de color malva.

—¿Qué pasa? —dijo !Xabbu en la oscuridad.

—El morado son los lugares de contaminación más elevada por agentes polucionantes. Fíjate, los casos de coma proliferan en las costas marítimas y fluviales aquí y en el sur de Asia. Creí que encontraría una relación, pero esa pauta no se repite en América… la mitad de los casos están muy lejos de niveles de contaminación elevados, y no me parece que pueda haber dos causas diferentes, una para ellos y otra para nosotros. —Suspiró—. Borrar morado. Puede que haya dos causas distintas, o cientos. —Se quedó un momento pensando—. Densidad de población, en amarillo.

Cuando se encendieron las lucecitas amarillas, soltó otra palabra malsonante.

—Por eso todos los casos se concentran en las riberas y costas… porque es donde están las ciudades más grandes, claro. Tenía que haberme dado cuenta hace veinte minutos.

—Renie, a lo mejor estás cansada —dijo !Xabbu—, hace un buen rato que no comes nada y has trabajado mucho…

—Estoy a punto de dejarlo. —Se quedó mirando el globo lleno de luces rojas y amarillas—. Pero es raro, !Xabbu, tampoco le veo sentido ni en relación con la densidad de población. Casi todos los casos de África, el norte de Eurasia, y la India se concentran en torno a las hipermetrópolis más importantes, pero también se dan casos por todas partes. Fíjate en todos esos puntos rojos esparcidos en medio de Norteamérica.

—Estás buscando algo que se corresponda con los niños que han caído en estado de coma como Stephen, ¿no? Algo que la gente haga, o parezca que pueda estar relacionado, ¿no?

—Sí. Pero no parece que los vectores normales de enfermedad tengan algo que ver. Ni los agentes contaminantes. Esto no casa ni veo la razón. Por un momento llegué a pensar que tenía que ver con las alteraciones electromagnéticas, ¿sabes? Las que pueden producir los transformadores de electricidad… pero es que la electrificación se llevó a cabo en casi toda la India y África hace muchos años, o sea, que si los casos de coma se debieran a las alteraciones electromagnéticas, ¿por qué suceden sólo en las grandes áreas urbanas? ¿Qué hay sólo alrededor de las hipermetrópolis urbanas del Tercer Mundo pero en cualquier parte del Primer Mundo?

El globo terráqueo flotaba ante ella con las luces misteriosas como palabras escritas en un alfabeto desconocido. Era inútil… muchas preguntas y ninguna respuesta. Empezó a teclear la secuencia de salida.

—Otra forma de plantearlo —dijo !Xabbu de pronto— sería qué es lo que no hay en los lugares que los habitantes de las ciudades llaman «subdesarrollados». —Su voz adquirió una firmeza como si estuviera comunicando una información importante y, al mismo tiempo, sonaba distante y extraña—. Renie, ¿qué es lo que no hay en sitios como mi delta del Okavango?

Al principio no comprendió lo que quería decir. Y, de repente, algo se removió en su interior como un viento frío.

—Dame áreas de uso de la red. —Sólo le tembló la voz un poco—. Mínimo una… no, dos horas al día y por vivienda. En naranja.

Los nuevos indicadores aparecieron como un hormiguero de llamas diminutas y convirtieron al mundo en una conflagración esférica. En el centro de casi todos los puntos brillantes de color naranja había al menos un furioso punto rojo.

—¡Oh, Dios mío! —musitó Renie—. ¡Dios mío, coinciden!