4. El resplandor

PROGRAMACIÓN DE LA RED/ARTES: Da comienzo la restrospectiva de TT Jensen.

(Imagen: «Two-Door Metal Flake Sticky», de Jensen). Voz en off:… La puesta en escena de «acciones de escultura súbita», basadas en imágenes de persecuciones en coche de películas del siglo XX, cuyo autor es el artista fugitivo con base en San Francisco Tillamook Taillard Jensen, requieren la presencia de participantes no voluntarios, como en este siniestro múltiple con tres vehículos por el que la policía todavía busca al solitario Jensen…

Thargor se sentó acariciando su licor de aguamiel. Unos cuantos clientes de la taberna lo miraron de arriba abajo pensando que no les prestaba atención, pero volvieron la cabeza a otro lado inmediatamente en cuanto les devolvió la mirada. Iba vestido de cuero negro de pies a cabeza, con un collar de dientes de murgh, afilados como cuchillas, tintineando sobre el pecho, y no parecía la clase de persona a la que desearan ofender, ni siquiera inadvertidamente.

Mostraron más juicio del que creían tener. Thargor no era sólo un espadachín mercenario famoso en todo el País Medio por su temperamento colérico y su hoja veloz, sino que además estaba de peor humor que de costumbre. Había tardado mucho tiempo en dar con La Cola del Wyvern y la persona con la que había de encontrarse en la taberna tenía que haber llegado con el último cambio de guardia… hacía ya un buen rato. Se había visto obligado a sentarse a esperar en esa taberna de techo demasiado bajo para su temperamento y para su espadón Lifereaper, grabado con runas. Para colmo de males, el licor de aguamiel era flojo y amargo.

Estaba mirándose el nido de serpientes que formaban las cicatrices blancas de su ancho puño cuando oyó un carraspeo a su espalda.

Apretó el pomo de Lifereaper, envuelto en cuero, volvió la cabeza y miró fijamente al azorado tabernero con sus penetrantes y fríos ojos azules.

—Dispense, señor —balbució el hombre. Era grande pero gordo. Thargor pensó que no tendría que recurrir a la hoja con runas ni aun si el hombre tuviera intenciones violentas, aunque sus ojos saltones y su pálido rostro tampoco lo traslucían, y enarcó una ceja inquisitivamente: las palabras le parecían una pérdida de tiempo—. ¿El licor de aguamiel es de vuestro agrado? —le preguntó el tabernero—. Es de la tierra. Lo producimos aquí, en el valle de Silnor.

—Meada de caballo. Y no quisiera conocer al caballo.

El hombre se rio nervioso, estentóreamente.

—No, claro; por supuesto. —La risa cesó como un exabrupto de histeria cuando el hombre vio a Lifereaper en su larga vaina negra—. Señor, el caso es que… el caso es que… hay una persona ahí fuera. Dice que quiere hablar con usted.

—¿Conmigo? ¿Te dijo mi nombre? ¿Eh?

—¡No, señor! ¡No! Ni siquiera sé su nombre. No tengo la menor idea de cómo se llama usted, ni deseo saberlo tampoco. —Se detuvo a tomar aliento—. Aunque ha de ser un nombre muy respetable y sonoro, señor.

—Entonces —replicó Thargor esbozando una sonrisa—, ¿cómo sabes que quiere hablar conmigo? ¿Cómo es esa persona?

—Muy sencillo, señor. Me ha preguntado por «el hombretón», con perdón, señor, «el de negro». Bien, como habrá observado, señor, es el más grande de los que hay aquí y viste de negro. Es comprensible que…

Thargor lo hizo callar levantando una mano.

—¿Y…?

—¿Y… señor? ¡Ah, sí! Cómo es. Bien. No podría describirlo con precisión, señor. Estaba oscuro, sí, y llevaba puesta una capucha. Será un caballero muy respetable, seguro, pero no sé decir cómo es…, la capucha… Siento las molestias.

Thargor frunció el ceño mientras el tabernero se alejaba corriendo a una velocidad sorprendente para un hombre de su corpulencia. ¿Quién estaría fuera? ¿El mago Dreyra Jarh? Se decía que viajaba de incógnito en esa parte del País Medio, y desde luego tenía un par de cosas que discutir con él: el asunto del barco de ónice bastaba para hacerlos enemigos eternos, por hablar sólo del último encuentro. ¿O sería Ceithlynn, el jinete encantado, el príncipe elfo desterrado? Aunque no era enemigo jurado de Thargor, seguro que el elfo blanco deseaba paliar algunos roces después de lo sucedido durante el viaje juntos por el valle de Mithandor. ¿Quién, si no, llegaría a un lugar tan remoto en busca del espadachín? ¿Algún valentón lugareño al que hubiera ofendido? Había dado una buena zurra a unos matones en la encrucijada de caminos, pero dudaba que estuvieran ya en condiciones de echarle otro pulso, ni de tenderle una emboscada siquiera.

No quedaba más remedio que salir a ver. Al levantarse, con crujido de calzas de cuero, los clientes de La Cola del Wyvern se sumieron en la contemplación de sus vasos, aunque dos de las muchachas más valientes de la taberna se quedaron mirándolo con algo más que un poco de admiración. Tiró del pomo de Lifereaper para comprobar si estaba suelta en la vaina y se dirigió a la puerta.

La luna, llena y oronda, iluminaba el patio del establo tiñendo los tejados bajos de un resplandor lechoso. Thargor dejó que la puerta se cerrara tras él y se plantó balanceándose ligeramente, como si estuviera ebrio, mientras movía sus ojos de halcón con la precisión aprendida a lo largo de mil noches como aquélla, noches de luna, magia y sangre.

Una silueta salió de las sombras de un árbol y avanzó. Thargor apretó el pomo de la espada en la mano y aguzó el oído por si escuchaba el menor ruido que delatara la presencia de más atacantes.

—¡Thargor! —La silueta encapuchada se detuvo a pocos pasos—. ¡Demonios! ¿Estás borracho, hombre?

El mercenario aguzó la vista.

¿Pithlit? ¿Qué pretendes? Tenías que haber llegado hace una hora, y quedamos dentro, por cierto.

—Ha… ha ocurrido una cosa. Me he retrasado. Y al llegar aquí… no podía entrar sin llamar mucho la atención…

Pithlit se bamboleó, pero no para fingir embriaguez. Thargor salvó la distancia entre ambos en dos rápidas zancadas y agarró al otro hombre, menos corpulento, justo antes de que cayera al suelo. Una mancha oscura, oculta hasta el momento por la ropa, teñía el pecho de Pithlit.

—¡Dioses! ¿Qué te ha pasado?

—Unos bandidos —dijo Pithlit con una débil sonrisa—, en la encrucijada… unos matones de por aquí, creo. Acabé con dos, pero me quedé corto por cuatro.

Thargor lanzó una maldición.

—Me los encontré ayer. Cuando todavía eran doce. Me sorprende que hayan vuelto tan pronto a las andadas.

—Cada cual se gana el puchero como puede. —Pithlit se estremeció—. Ha sido sólo el último golpe antes de zafarme de ellos. No creo que sea mortal pero ¡cómo duele, por todos los dioses!

—Vamos a buscar quien te cure. Tenemos más cosas que hacer en esta noche de luna llena y te necesito conmigo… pero después, tú y yo haremos un poco de magia.

Pithlit volvió a estremecerse de dolor cuando Thargor lo puso en pie.

—¿Un poco de magia?

—Sí. Iremos a esa encrucijada a devolver cuatro por uno.

La herida de Pithlit sangraba mucho y era larga pero superficial. Una vez vendada y después de que el hombrecillo le hiciera beber varios vasos de vino fortificante para recuperar la sangre perdida, Pithlit se declaró apto para montar. Puesto que el esfuerzo físico más duro del plan de la noche estaba a cargo de Thargor, el mercenario tomó la palabra al ladrón. La luna aún ascendía en el cielo cuando salieron de La Cola del Wyvern dejando atrás a sus rústicos clientes.

El valle de Silnor era una grieta angosta que serpenteaba entre las montañas Espinazo del Gato. Mientras Thargor y Pithlit forzaban la marcha de los caballos saliendo del valle por un sendero estrecho, Thargor pensó que había que ser un gato muy mal alimentado para tener un espinazo tan huesudo y nudoso como ése.

La poca animación y el escaso ruido que habían notado abajo en el valle parecían a una vida de distancia desde las alturas. El bosque era opresivo, espeso y silencioso: de no haber sido por la luna, se habría dicho que era como estar sentado en el fondo de un pozo. Había estado en lugares más tenebrosos, pero pocos tan desagradables y melancólicos como los parajes del Espinazo del Gato.

Al parecer, el ambiente también afectaba a Pithlit.

—Éste no es sitio para un ladrón —comentó—. Nos gusta la oscuridad, pero sólo para ocultarnos mientras nos acercamos a cosas brillantes. Además, es agradable tener a mano un lugar donde gastar las ganancias sucias después, y algo más que musgo y piedras en que invertir el botín.

—Si nos sale bien —contestó Thargor con media sonrisa—, podrás comprarte una ciudad pequeña para jugar, con tantos juguetes y luces como desees.

—Y si no, dudo que tenga ocasión de echar de menos a los bandidos de la encrucijada, con costillas rotas y todo.

—Dudas bien.

Siguieron cabalgando en silencio casi absoluto, acompañados sólo por el ruido de los cascos de los caballos. El sendero ascendía dando vueltas y revueltas entre árboles retorcidos y piedras verticales de raras formas sobre cuya superficie la luna llena cincelaba tenues grabados, incomprensibles en su mayoría y desagradables de contemplar.

—Dicen que antes vivían aquí los antiguos —comentó Pithlit en un tono forzadamente trivial.

—Eso dicen.

—Hace mucho, claro. Siglos, nada más.

Thargor asintió con un gesto, escondiendo una leve sonrisa por la inquietud de Pithlit. Entre los hombres, sólo Dreyra Jarh y algunos otros brujos sabían más que Thargor de los antiguos, y a nadie temían como a él esos atávicos habitantes de las profundidades. Si la raza antigua todavía mantenía alguna posición allí, que se manifestara. Sangraban como cualquier otra criatura —aunque más despacio— y Thargor ya había mandado al infierno a hormigueros enteros de esa raza. ¡Qué vinieran! Ésa era la menor de sus preocupaciones, aquella noche.

—¿Oyes algo? —preguntó Pithlit.

Thargor tiró del freno y tranquilizó con firmeza a Blackwind, su montura. Cierto, se oía algo levemente, una especie de susurro silbante en la distancia que parecía…

—Música —dijo con un gruñido—. Es posible que encuentres la diversión que echabas de menos hace un rato.

Pithlit tenía los ojos abiertos como platos.

—No deseo encontrarme con esos músicos.

—A lo mejor no te queda otro remedio. —Thargor miró al cielo y luego al estrecho camino. La música ultraterrena se desvaneció de nuevo—. El camino hacia Massanek Coomb cruza por aquí y va en esa dirección.

—Ya sabía yo —dijo Pithlit tragando saliva— que hoy tendría motivos para arrepentirme de acompañarte.

—Si esos músicos son lo peor que vemos u oímos esta noche —replicó Thargor riéndose discretamente— y además encontramos lo que buscamos, te maldecirás por haber dudado siquiera.

—Si es así, espadachín. Si y sólo si es así.

Thargor hizo virar a Blackwind hacia la derecha y condujo a Pithlit por el sendero, casi invisible, hacia una oscuridad aún mayor.

Massanek Coomb, valle maldito aplastado bajo su propia soledad, descansaba bajo la luna como una enorme bestia negra. Hasta los árboles de la ladera se detenían en su límite como si no quisieran rozarlo; la hierba que allí crecía era corta y rala. El Coomb era una cicatriz del bosque, un lugar vacío.

«Casi vacío», se dijo Thargor.

En el centro, semioculto por la niebla incipiente, se levantaba el gran círculo de piedras. En el interior del círculo se hallaba la madriguera.

Pithlit ladeó la cabeza.

—La música ha parado otra vez. ¿Por qué será?

—Cualquiera se volvería loco buscando explicaciones a tales cosas.

Thargor desmontó y anudó las riendas de Blackwind a una rama. El corcel ya empezaba a inquietarse, a pesar de haber pisado otras veces tierras no holladas jamás por caballos. No valía la pena acercarlo más.

—También se volvería loco cualquiera tratando de descifrar el sentido de esto. —Pithlit miró fijamente las altas piedras y se estremeció—. Thargor, profanar tumbas es un mal asunto. Profanar la de una bruja infame va contra todo sentido común.

Thargor desenvainó a Lifereaper. Las runas despidieron un fulgor azul plateado a la fría luz de la luna.

—Le habrías gustado mucho a la ladronzuela de Xalisa Thol cuando vivía. Dicen que tenía un establo lleno de tipejos pequeños y bien hechos como tú. ¿Por qué habría de cambiar de costumbres sólo por haber muerto?

—¡No bromees! «Prometido de Xalisa Thol» era una contraseña de mal agüero… unos cuantos días de bendición enloquecedora seguidos de años de espantosa agonía. —El ladrón aguzó la vista—. De todas formas, conmigo no se va a encontrar. Si has cambiado de opinión, estupendo, pero yo no entro en tu lugar.

Thargor sonrió tontamente.

—No he cambiado de opinión. Sólo bromeaba…, me pareció que estabas pálido pero a lo mejor no es más que la luz de la luna. ¿Has traído el pergamino de Nantheor?

—Lo he traído. —Pithlit rebuscó en las alforjas y sacó un objeto, un grueso rollo de pellejo curtido. Thargor creyó saber de qué estaba hecho el pellejo—. A punto estuve de acabar entre los colmillos de un hombre cerdo por cogerlo —añadió—. No olvides que me prometiste que no le pasaría nada al pergamino. Tengo un comprador esperando.

—No le pasará nada… al pergamino. —Thargor lo tomó, ligera pero visiblemente azorado por la forma en que el manuscrito parecía retorcerse al contacto con su piel—. Ahora, sígueme. Te mantendremos lejos del peligro.

—Lejos del peligro sería lejos de estas montañas —arguyó Pithlit, pero siguió los pasos de Thargor.

La niebla los envolvía como una multitud de mendigos inoportunos, agarrándose a sus piernas con fríos dedos. El gran círculo de piedras se levantaba ante ellos proyectando grandes sombras en la neblina lunar.

—¿Hay algún artefacto mágico digno de tanto riesgo? —preguntó Pithlit en voz baja—. ¿De qué te servirá a ti la máscara de Xalisa si no eres brujo?

—Exactamente de lo mismo que le servirá al brujo que me contrató para robarla —replicó Thargor—. Cincuenta diamantes de peso imperial.

—¡Cincuenta! ¡Por todos los dioses!

—Sí. Ahora, cierra la boca.

Mientras Thargor hablaba, el viento les llevó la extraña música otra vez, un pitido de gaitas discordante y machacón. A Pithlit se le salían los ojos de las órbitas pero contuvo la lengua. Avanzaron por entre las dos piedras más cercanas haciendo caso omiso de los símbolos grabados y se detuvieron al pie de la gran madriguera.

El espadachín volvió a mirar al ladrón a los ojos recordándole la orden de silencio, después se agachó y empezó a cavar con Lifereaper como si fuera una herramienta de labranza cualquiera. No tardó en despejar una amplia parte de terreno. Al apartar las piedras que formaban el muro oculto bajo la turba, un hedor de podredumbre y especias desconocidas empezó a salir por la abertura. En la colina, los caballos relincharon nerviosos.

Cuando la abertura fue lo suficientemente grande para que pasaran sus anchos hombros, Thargor indicó a su compañero que le entregara el pergamino de Nantheor. Lo desenrolló y procedió a pronunciar las palabras que el brujo le había enseñado, palabras que había aprendido de memoria aunque ignoraba su significado, y los símbolos pintados se tornaron de un rojo brillante; al mismo tiempo, una pálida luz carmín iluminó las profundidades de la madriguera. Cuando la luz se extinguió y las runas dejaron de brillar, Thargor enrolló el pergamino y se lo devolvió a Pithlit. Sacó el pedernal, encendió la antorcha que llevaba consigo —a la brillante luz de la luna no la habían necesitado— y se deslizó por la abertura que había practicado en la tumba de Xalisa Thol. Lo último que vio de Pithlit fue la silueta del inquieto ladrón recortada contra el claro de luna.

A primera vista, la guarida le pareció segura e intimidante a la vez. En el extremo opuesto de la cámara, otro hueco, con forma de insólita puerta, llevaba a oscuridades más profundas: el gran montículo no era sino la antecámara de una excavación más honda. Pero Thargor no esperaba otra cosa. El antiguo libro del brujo que lo había contratado llamaba «laberinto» al lugar donde Xalisa Thol se había emparedado a sí misma antes de tumbarse a morir.

Levantó un saquillo que llevaba en el cinturón y desparramó el contenido en la palma de su mano. Semillas brillantes, cada una como una pequeña mota de luz en ese lugar oscuro, que servirían para señalar el camino y no perderse bajo la tierra para siempre. Thargor se contaba entre los hombres más valientes, pero deseaba que la muerte le llegara al aire libre. Su padre, que había vivido prácticamente como un esclavo en las minas de hierro de Borrikar, había perecido en un hundimiento de galerías. Era una forma de morir espantosa y poco digna.

A medida que avanzaba entre raíces húmedas y blancas que colgaban del techo, en dirección a la puerta del otro extremo de la cámara, vio algo extraño e inesperado: pocos pasos a la derecha de la oscura puerta, algo lucía como una hoguera de llamas bajas, aunque no proyectaba sombras en las paredes de tierra. La luz aumentó hasta convertirse en un agujero en el aire que absorbía luz amarilla. Enseñó los dientes y levantó a Lifereaper preguntándose si se trataría de un conjuro mágico para engañarlo, pero la hoja no brilló en su puño, como siempre que la blandía en presencia de brujería, y la madriguera sólo olía a tierra húmeda y a momificación, levemente… Ninguna de ambas cosas era de extrañar en el interior de un túmulo funerario.

Se detuvo, tenso y duro como el hierro, esperando que un demonio o un mago salieran por la puerta mágica. Nada surgió de allí; avanzó hacia la luz e introdujo una mano en la abertura para probar. No quemaba, sólo iluminaba. Tras echar otra ojeada a la antecámara, sólo por precaución —Thargor no había sobrevivido a tantas aventuras casi fatales por ser descuidado, precisamente—, se inclinó hasta asomarse al brillante portal.

Contuvo el aliento, no daba crédito a lo que veía.

Pasaron largos momentos y no se movió. Tampoco dio señales de vida cuando Pithlit lo llamó desde la entrada, en voz baja al principio pero con más energía y apremio cada vez. El espadachín parecía convertido en piedra, una estalagmita cubierta de cuero.

—¡Thargor! —chillaba Pithlit, pero su compañero no lo oía—. Suena la música otra vez. ¡Thargor! —Un momento después, se alarmó más aún—. ¡Algo está entrando en la cámara! ¡El guardián de la tumba! ¡Thargor!

El mercenario salió del resplandor dorado tambaleándose como si lo hubieran despertado de un sueño profundo. Luego, ante la aterrorizada e inmóvil mirada de Pithlit, se volvió hacia el cadáver disecado de quien fuera en otro tiempo un gran guerrero y que salía ahora arrastrando los pies por la oscura puerta del fondo de la cámara. Thargor se movía lentamente, como soñando. Apenas había levantado a Lifereaper cuando la momia vestida de armadura dejó caer sobre su cabeza una oxidada hacha de guerra y le partió el cráneo en dos hasta la primera vértebra de la columna.

Thargor manoteaba en un vacío gris y los gritos de perplejidad de Pithlit todavía le resonaban en la cabeza. Su propio asombro no era menor.

«¡Estoy muerto! ¡Estoy muerto! ¿Cómo puedo estar muerto?».

Era absolutamente incomprensible.

«Si no era más que un cadáver andante. ¡Un estúpido cadáver llorica! He matado a miles como él. ¿Cómo se me ha podido cargar un flan como ése?».

Buscó soluciones desesperado mientras la nada gris lo envolvía, pero no encontró ninguna, no había nada que hacer. El mal era desmesurado. Salió y volvió a ser Orlando Gardiner.

Orlando desconectó la clavija y se sentó. El giro de los acontecimientos lo había dejado tan atónito que siguió moviendo las manos en el aire un buen rato antes de conseguir localizar a ciegas los cojines donde apoyaba la cabeza y, ausente, mullirlos un poco; después reconfiguró la cama para poder sentarse. Un sudor frío le cubría la piel. Le dolía el cuello de mantener la misma postura tanto tiempo. También le dolía la cabeza, y la claridad del mediodía que entraba por la ventana del dormitorio se lo agravaba. Murmuró con voz ronca una orden y convirtió la ventana en un muro ciego otra vez. Necesitaba pensar.

«Thargor ha muerto». Era tan sorprendente que apenas podía pensar en otra cosa, aunque tenía mucho en que pensar. Había creado a Thargor —se había convertido a sí mismo en él— tras el largo y obsesivo esfuerzo de cuatro años. Había sobrevivido a todo y había desarrollado un servicio que era la envidia de todos los jugadores de la red. Era el personaje más famoso del juego del País Medio, lo reclutaban para todas las batallas, lo elegían el primero para cualquier misión importante. Pero Thargor había muerto con el cráneo destrozado por un ser irritante y ridículo de baja estofa, un cadáver andante, ¡por el amor de Dios! Ésas viles criaturas, baratas y ubicuas como envoltorios de chocolatinas, merodeaban por todos los calabozos y todas las tumbas del semimundo.

Cogió un botellín de zumo de la mesilla y tomó un trago. Se sentía febril. La cabeza le martilleaba como si el hacha del guardián de la tumba le hubiera golpeado de verdad. ¡Todo había sucedido de una forma tan repentina y chapucera…!

El agujero luminoso, esa cosa brillante y dorada, lo que fuera…, era superior, algo mucho más raro que cualquier incidente de la aventura. De toda aventura. O uno de sus rivales había tendido una trampa para acabar con todas las trampas o había sucedido algo que escapaba a su comprensión.

Había visto… una ciudad, una ciudad brillante y majestuosa de color ámbar a la luz del sol. No era una ciudad medieval amurallada de las que abundaban en el mundo simulado, en el territorio de juego conocido como el País Medio. Había visto algo extraño pero implacablemente moderno, una metrópoli con edificios de decoración muy elaborada y altos como los de Hong Kong o Tokyokahama.

Y, sin embargo, iba mucho más allá que cualquier imagen de ciencia ficción: aquel lugar tenía algo de real, era más real que todo lo que había visto en la red. En contraste con los cuidadosos fractals del mundo del juego, brillaba con su presencia espléndida y superior como una piedra preciosa en un montón de basura. Morpher, Dieter Cabo, Duke Slowleft… ¿cómo habría podido cualquiera de sus rivales llevar algo semejante al País Medio? Ningún punto de sortilegio del mundo permitiría alterar de esa forma las especificaciones iniciales de un enclave simulado. Simplemente, la ciudad pertenecía a un nivel de realidad superior al que se usaba en el juego. Y más aún, casi parecía el mismísimo mundo real.

Ésa ciudad asombrosa… Tenía que ser un lugar real… o, al menos, no cibernético. Orlando había pasado prácticamente toda su vida en la red, la conocía tan bien como un timonel del siglo XIX conocía el río Mississippi. Lo que había visto era una novedad, una categoría de experiencia completamente distinta. Alguien… o algo… quería ponerse en contacto con él.

No era de extrañar que el muerto andante lo hubiera tomado por sorpresa. Pithlit debió de pensar que su compañero se había vuelto loco. Orlando frunció el ceño. Tendría que llamar a Fredericks y darle una explicación, pero aún no estaba preparado para repasar lo sucedido con él. Tenía mucho en que pensar. Thargor, el álter ego de Orlando Gardiner, su superpersonalidad, había muerto. Y ése era sólo uno de sus problemas.

¿Qué podía hacer un chico de catorce años que recibe la llamada de los dioses?