PROGRAMACIÓN DE LA RED/ESPECTÁCULOS: ¿Ofuscamiento en «Clarividencia»?
(Imagen: carátula de apertura de «¡Aquí llega!»). Voz en off: Fawzi Robinette Murphy, la famosa parapsicóloga, invitada habitual de los espectáculos de la red «Clarividencia» y «¡Aquí llega!», ha anunciado que se retira porque ha visto «el fin del mundo».
(Imagen: Murphy subiendo a una limusina). A la pregunta de en qué se diferencia esta predicción de otras apocalipsis anunciadas por ella, Murphy ha ido directa al grano.
(Imagen: Murphy en la entrada de su casa en Gloucestershire). MURPHY: Porque esta vez va a suceder de verdad.
La costa deslizándose al pasar, la espesura de la jungla y los árboles de hondas raíces bebiendo en orillas arenosas no le resultaban totalmente extraños: Renie había contemplado paisajes muy semejantes en el litoral africano. Lo que le preocupaba en ese momento, mientras observaba a una bandada de flamencos que descendía sobre la marisma como un escuadrón aéreo que volviera a la base, con sus tonos rosados oscurecidos por la luz del crepúsculo, era el hecho de saber que nada de todo eso era real.
«Es demasiado para aceptarlo. Es… tentador, exactamente». Se inclinó sobre la barandilla. La brisa fresca la acariciaba en todas partes excepto en las que tenía cubiertas por la máscara del tanque de inmersión virtual. E incluso la curiosa sensación de entumecimiento, esa especie de punto ciego al tacto, insensible al mundo que la rodeaba, empezaba a minimizarse, como si el cerebro hubiera empezado a suplir las sensaciones por su cuenta, como ocurre con los puntos ciegos oculares. En algunos momentos habría jurado que notaba el viento en la cara.
Era difícil no sentir admiración por la perfección de ese sueño, por la sabiduría increíble y el esfuerzo que en él se habían volcado. Hubo de recordarse que Atasco, el constructor de tanta maravilla, tal vez fuera el mejor de los barones feudales de Otherland. Él, al menos, aunque fuera tan arrogante y estuviera tan pendiente de sí mismo, conservaba un mínimo de humanidad como para no hacer mal a nadie por conseguir su propia satisfacción. Los demás… Pensó en las hermosas piernas morenas de Stephen, atrofiadas, y en sus brazos, como palos delgados ya; recordó el cuerpo machacado de Susan. Los demás constructores de ese sitio eran monstruos. Eran ogros que vivían en castillos levantados con los huesos de sus víctimas.
—Tengo que hacerte una confesión terrible, Renie.
—!Xabbu, me has asustado.
—Perdona. —Se subió a la barandilla y se colocó a su lado—. ¿Quieres escuchar mi vergonzoso pensamiento?
Le puso una mano en el hombro y, resistiéndose al impulso de acariciarlo como si fuera un perrito, dejó la mano quieta sobre el espeso pelaje.
—Claro que sí.
—Desde que llegamos aquí he estado muy preocupado por nuestra seguridad, como es lógico, y me ha asustado mucho el mal de gran alcance que ese hombre, Sellars, nos ha descrito. Sin embargo, dentro de mí, siento todo el tiempo una alegría casi igual de fuerte.
—¿Alegría? —inquirió Renie sin saber por dónde iban los tiros.
!Xabbu se giró sobre los cuartos traseros y señaló la oscura línea costera alargando el brazo, un gesto curiosamente ajeno a los babuinos.
—Porque he visto que puedo convertir mi sueño en realidad. Aunque esa gente haya hecho mucho mal o quiera hacerlo, y el corazón me dice que se trata de una maldad terrible de verdad, también ha logrado crear una cosa asombrosa. Con un poder así, creo que lograría asegurar la supervivencia de mi pueblo.
—No me parece un pensamiento vergonzoso. Pero esa clase de poder… bueno, los que lo tienen no van a soltarlo. Se lo guardan para sí mismos, como ha ocurrido siempre.
!Xabbu no contestó. Se quedaron juntos en la barandilla mientras las últimas luces del día desaparecían, observando cómo el río y la orilla se convertían en una sombra inseparable bajo las estrellas.
Sweet William parecía disfrutar perversamente de su papel.
—Soy como Johnny Icepick. —Apuntaba amenazadoramente con una pistola al capitán y al adjunto naval del rey dios, el oficial que había bajado a su encuentro por la rampa. Los dos se encogieron—. No suele ser mi estilo, chatis, pero podría llegar a gustarme.
Renie se preguntó qué asustaría más a los temilunos, si la pistola o el aspecto de payaso de la muerte que tenía Sweet William.
—¿Sabe a qué distancia estamos del final de las aguas? —preguntó Renie al capitán.
El temiluno negó con un gesto de la cabeza. Era un hombre menudo, imberbe como los demás, pero tenía la cara cubierta de tatuajes negros y llevaba una conexión labial de piedra de un tamaño impresionante.
—Pregunta usted lo mismo una y otra vez. No hay final. En la otra orilla de estas aguas está la tierra de los hombres blancos. Si continuamos a lo largo de la costa como hasta ahora, cruzaremos el Caribe. —Renie notó la brevísima pausa del programa de traducción antes de pronunciar el nombre—. Y llegaremos al imperio de México, no hay final.
Renie suspiró. Si, como Atasco había dicho, la simulación tenía un borde finito, los muñecos no debían de saberlo. Quizá dejaran de existir, simplemente, y reaparecieran después en el «viaje de vuelta» provistos de recuerdos apropiados.
«Claro que a lo mejor me ocurre lo mismo a mí. ¿Cómo podría saberlo?».
A pesar de lo difícil que resultaba mirar la orilla y creer que no era más que una realidad digital, aún lo era más hacerse a la idea de que el capitán y el adjunto del rey eran artificiales también. Una costa, aunque fuera llena de vegetación exuberante, podía crearse fractalmente, aunque el grado de sofisticación que tenía delante hacía trizas cuanto había visto hasta entonces. Pero ¿la gente? ¿Cómo era posible que ni el programa más sofisticado ni los entornos de vida artificial más vigorosamente evolutivos crearan tal diversidad, tal nivel de autenticidad aparente? El capitán tenía una mala dentadura, con manchas de una hierba masticable. Llevaba una baratija, una vértebra de pez, en una cadena alrededor del cuello. El adjunto tenía una marca de nacimiento detrás de la oreja y olía a agua de regaliz.
—¿Está usted casado? —preguntó al capitán.
—Lo estuve —dijo tras un parpadeo—. Me retiré porque ella lo quería, me quedé tres días en tierra, en Quibdó. No pude soportarlo, así que volví a enrolarme. Ella me dejó.
Renie sacudió la cabeza. Una historia de marinero tan común que casi era un cliché. Pero para él era auténtica, dedujo por la leve amargura de su voz, como la cicatriz de una vieja herida. Y todas y cada una de las personas de esa simulación… y de las innumerables simulaciones que debían de formar Otherland, tendría su propia historia que contar. Todos y cada uno se sentirían vivos y únicos.
Era demasiado para aprehenderlo.
—¿Sabes cómo funciona esta embarcación? —preguntó a Sweet William.
—Está tirado, en serio. —Sonrió con dejadez y se desperezó. Sonaron unos cascabeles ocultos—. Aquí está la manecilla. Es cosa de tirar y apretar, hacia delante, hacia atrás… podría hacerlo dormido.
—En tal caso, echaremos por la borda a estos dos y al resto de la tripulación. —Por un momento, a Renie le sorprendió la violenta reacción del adjunto, pero enseguida se dio cuenta del malentendido—. En botes salvavidas; al parecer, hay muchos.
—A sus órdenes —replicó Sweet William con desenfado—. En cuanto dé la orden, almirante.
La cama del inmenso camarote del más honorable entre los honorables era del tamaño digno de su real majestad celestial. Martine y Orlando ocupaban un extremo cada uno, cerca del borde, al alcance de quienes los atendían, con casi cuatro metros de sábanas de seda entre ellos.
Orlando dormía, pero a Renie no le parecía un sueño vigorizante. El hombretón resollaba con la boca completamente abierta, moviendo espasmódicamente los dedos y la cara. Le puso la mano en la ancha frente pero no notó nada más que el tacto normal del medio virtual.
!Xabbu se subió a la cama y le tocó el rostro con una intención diferente que la de Renie, pues no retiró la mano de simio en un buen rato.
—Creo que está muy enfermo —dijo Renie.
—Sí. —El hombre esbelto llamado Fredericks levantó la mirada desde su asiento, a la vera de Orlando—. Está enfermo de verdad.
—¿Qué tiene? ¿Se trata de algo que contrajo fuera… o sea, en el mundo real? ¿O es un efecto de la entrada en este sistema?
Fredericks negó con expresión taciturna.
—Tiene una enfermedad grave en la vida real. Envejece antes de tiempo… Me dijo el nombre de la enfermedad pero se me ha olvidado. —Se frotó los ojos; cuando volvió a hablar, lo hizo en un tono débil—. Creo que en estos momentos tiene una neumonía, además. Me dijo… me dijo que se estaba muriendo.
Renie se quedó mirando la cara de personaje de cómic del hombre, la mandíbula cuadrada y el largo cabello negro. A pesar de que acababan de conocerse, su muerte le causaba dolor; se dio media vuelta, incapaz de hacer nada, hundida. Cuántas víctimas, cuánto sufrimiento de inocentes… y ninguna fuerza para salvar a ninguno.
Quan Li, que sostenía la mano a Martine, se levantó cuando vio a Renie dar unos pasos alrededor de la inmensa cama.
—Ojalá pudiera hacer algo por su amiga. Ahora está un poco más tranquila. Pensé en darle un poco de agua…
No terminó la frase. No había necesidad de hacerlo. Martine, como todos los demás, estaría recibiendo alimento y agua en el mundo real. De no ser así, ni la mujer china ni nadie podía hacer nada por ella.
Renie se sentó en el borde de la cama y tomó la mano de Martine. La francesa no había dicho una palabra durante todo el camino hasta el barco, y después de que Sweet William cogiera el revólver que Orlando les arrojó y apuntara al adjunto en la sien para asegurarse el pasaje en la gabarra, Martine se derrumbó. Renie la había subido a bordo con la ayuda de Quan Li… Para trasladar a Orlando hicieron falta tres fornidos marineros; pero no podía aliviar su estado en nada más. La dolencia que afligía a Martine era más misteriosa aún que la del joven musculoso.
—Vamos a obligar al capitán y a la tripulación a que abandonen la nave en los botes salvavidas —anunció Renie al cabo de un rato.
—¿Somos suficientes para gobernar el barco? —preguntó Quan Li.
—William dice que prácticamente se gobierna solo, y supongo que seremos suficientes para establecer turnos de vigilancia. —Frunció el ceño y se quedó pensando un momento—. ¿Cuántos dije que éramos? ¿Nueve? —Se dio media vuelta. !Xabbu seguía acuclillado al lado de Orlando, con las manos extendidas sobre el pecho del hombretón. Parecía que su paciente descansaba más tranquilo—. Bueno, aquí estamos seis. Luego está William, aunque casi vale por dos. —Sonrió con cansancio, por Quan Li y por sí misma—. Y el robot… ¿cómo dijo que se llamaba? ¿T-4-B o algo así? Y la mujer que subió a las jarcias para hacer de vigía. Sí, nueve. Por otra parte, disponer de toda una tripulación tendría sentido si supiéramos adónde vamos…
Dejó de hablar cuando la suave presión que notaba en los dedos aumentó. Martine tenía los ojos abiertos pero la mirada perdida, todavía.
—Renie…
—Aquí estoy. Hemos subido al barco. Esperamos salir muy pronto de esta simulación de Temilún.
—Estoy… estoy ciega, Renie.
Sacó las palabras de sí con un gran esfuerzo.
—Ya lo sé, Martine. Haremos cuanto podamos por encontrar la forma de…
El fuerte apretón de Martine la hizo callar.
—No, no lo entiendes. Soy ciega. No sólo aquí. Me quedé ciega hace mucho tiempo.
—¿Quieres decir… en la vida real?
Martine asintió despacio.
—Pero tenemos… Mi sistema está dotado de ciertas modificaciones que me permiten abrirme paso en la red. Veo la información a mi manera. —Hizo una pausa. Le costaba hablar, a todas luces—. En cierto modo, gracias a eso hago mejor mi trabajo que si viera, ¿comprendes? Pero ahora, todo está muy mal.
—Por culpa de la velocidad de la información, tal como nos dijiste, ¿no?
—Sí. Yo… desde que he llegado aquí, es como si hubiera gente gritándome por los dos oídos, como si soplara un viento muy fuerte. No puedo… —Se llevó las manos temblorosas a la cara—. Me estoy volviendo loca. ¡Ay! ¡Que Dios me proteja… me estoy volviendo loca!
Contrajo la cara, aunque el simuloide no derramaba lágrimas, y sus hombros empezaron a moverse nerviosamente.
Renie sólo podía darle la mano mientras lloraba.
Las tres docenas de hombres que formaban la tripulación cupieron cómodamente en dos espaciosos botes. Renie se quedó en cubierta, notando el traqueteo del motor bajo los pies, mirando al último marinero que saltaba de la escala al bote con su negra cola de caballo volando al viento.
—¿Seguro que no quieren otro bote? —le dijo al capitán—. Irían más holgados.
La miró desde abajo sin comprender en absoluto a qué venía tanta lindeza en unos piratas.
—La costa no está lejos. No nos pasará nada. —Y masculló unas palabras entre dientes, considerando la indiscreción que iba a cometer—: ¿Sabe una cosa? Las patrulleras se han mantenido a cierta distancia sólo para proteger la vida de la tripulación. Los detendrán y los abordarán pocos minutos después de que quedemos libres.
—No nos preocupa —replicó Renie tratando de imprimir un tono de seguridad a sus palabras, pero sólo !Xabbu parecía tranquilo en medio de todos.
El hombrecillo había encontrado un trozo generoso de bramante en la cabina del capitán y se dedicaba despreocupadamente a construir una de sus complicadas figuras de cuerda.
La intención de Renie de liberar a los rehenes antes de que la embarcación llegara al final de la simulación había sido objeto de una larga discusión, pero ella se mostró inflexible. No quería arriesgarse a sacar a los temilunos de su mundo. Tal vez la maquinaria de Otherland no los compensara en tal circunstancia y, sencillamente, dejaran de existir, cosa que no sería más justificable que una masacre colectiva.
El capitán se encogió de hombros y se sentó. Hizo una seña a uno de sus hombres para que pusiera el motor en marcha. El bote se adelantó, enseguida empezó a cobrar velocidad y se fue resoplando detrás del bote del adjunto, que ya no era más que un punto blanco en la oscuridad.
Un haz de luz atravesó la niebla desde el lado opuesto de la gabarra iluminando el mástil desnudo.
—Bueno, ahí van, chata —dijo William. Levantó la pistola y la miró con tristeza—. Ya no servirá de mucho contra la Real Armada Emplumada, ¿verdad?
Aparecieron más luces, fijas, que parecían estrellas bajas. Varias embarcaciones grandes se acercaban rápidamente a la gabarra real. Una de ellas soltó un pitido grave de silbato de vapor que se le metió a Renie hasta los huesos. !Xabbu había dejado la cuerda a un lado.
—Quizá tendríamos que pensar en…
Pero no pudo terminar la frase. Un objeto pasó silbando a su lado y fue a caer al agua por el lado de proa. Un momento después, una esfera de fuego estalló en las profundidades levantando las aguas y produjo un tétrico bombazo cuando el sonido llegó a la superficie.
—¡Nos disparan! —gritó Fredericks desde una escotilla.
Renie estaba elogiando para sus adentros su agudeza en situación de combate cuando se dio cuenta de que el obús había producido un curioso efecto en las profundidades. Unos puntos de color azul neón brillaban en las aguas.
Renie contuvo el aliento. Hizo un esfuerzo por recordar el nombre del gafero robot, que en esos momentos llevaba el timón del barco, pero fue en vano.
—¡Di a ese como se llame que adelante a toda máquina! —gritó—. ¡Creo que ya hemos llegado!
Otro obús describió un arco por encima de la nave y cayó al agua, pero más cerca que el anterior. El impacto hizo bambolear la nave y Renie y William tuvieron que sujetarse a la barandilla. De todos modos, empezaron a ganar velocidad poco a poco.
Renie se inclinó sobre la borda y miró fijamente el oscuro oleaje. Las brillantes luces azules eran más intensas. Parecía que un banco entero de exóticos peces bioluminiscentes hubiera rodeado la gabarra real.
Algo explotó directamente debajo de ellos. Toda la parte delantera de la embarcación se levantó como si una mano gigante la estuviera empujando desde abajo. Renie cayó y se deslizó por el suelo. La gabarra se escoró y luego, como si se tratara de un ser vivo, volvió a recuperar el equilibrio y cayó en el seno entre dos olas. El agua se elevaba a su alrededor como animada por una luz azul.
Parecía un ser vivo, lleno de vida eléctrica, radiante, vibrante, resplandecientemente vital…
Todos los ruidos del mar, del barco y de los obuses que explotaban cesaron de súbito. Pasaron al otro lado en un silencio perfecto, envueltos en un resplandor azul absoluto.
El primer pensamiento de Renie fue que habían quedado atrapados en el instante atemporal de la explosión, atascados en el centro mismo de un acontecimiento cuántico que jamás terminaría. La luz resplandeciente, más blanca que azul, la deslumbraba tanto que tuvo que cerrar los ojos de dolor.
Cuando, un momento después, los abrió con precaución, la explosión había levantado toda la parte superior de la nave. Seguían flotando en el agua, y la línea costera se divisaba nítidamente, bordeada de unos asombrosos árboles enormes y gruesos como altos rascacielos bajo una luz diurna clara como el cristal…, pero ya no había borda a la que asomarse.
Renie se dio cuenta de que estaba de rodillas, aferrada a algo curvo y fibroso, grueso como su brazo, que ocupaba el lugar de la barandilla de la gabarra. Entonces se apoyó para darse la vuelta y mirar el resto de la nave, la cabina del timonel, el camarote real…
Sus compañeros yacían en el centro de una superficie grande y lisa, pero que nada tenía que ver con la embarcación… Era una cosa estriada y rizada, como una obra gigante de escultura moderna, que se rizaba por los extremos y que tenía un tacto tieso pero flexible, como la piel de cocodrilo.
—!Xabbu —dijo—. ¿Te encuentras bien?
—Todos hemos sobrevivido. —Seguía con su cuerpo de babuino—. Pero nos…
Renie no pudo escuchar el resto de la frase a causa de un zumbido creciente que provenía de arriba. Se quedó mirando la plana superficie sobre la que se encontraban, la forma casi dentada de los bordes, en las partes que se levantaban sobre el agua, y comprendió lo que parecía aquello que los mantenía a flote. No era una embarcación en absoluto, sino…
—¿Una… hoja?
El zumbido iba en aumento e impedía pensar. Los árboles enormes de la lejana costa… Tenía cierto sentido, así que… no era sólo un efecto óptico producido por la distorsión y la distancia. Pero ¿el lugar era de unas dimensiones enormes o sus compañeros y ella habían…?
El zumbido le restallaba en los oídos. Miró hacia arriba y vio algo semejante a un aeroplano de un solo motor que sobrevolaba por encima de sus cabezas; el artefacto se detuvo un momento y el viento que levantaba casi la hizo caer, pero luego se alejó volando con unas alas luminosas como vidrieras al sol, que brillaba intensamente.
Era una libélula.
Jeremiah lo encontró revolviendo en todos los armarios de la cocina por enésima vez, en busca de una cosa que ambos sabían que no había.
—Señor Sulaweyo.
El padre de Renie abrió otra puerta y empezó a despejar las estanterías tirando latas de tamaño industrial y paquetes de raciones de comida herméticamente cerrados, procediendo con frenesí. Cuando hubo despejado un hueco, metió el brazo hasta la axila y siguió palpando en la oscuridad hasta el fondo del armario.
—Señor Sulaweyo. Joseph.
Long Joseph se volvió a mirar a Jeremiah con los ojos enrojecidos.
—¿Qué quiere?
—Necesito un poco de ayuda. Llevo horas sentado ante la consola. Si me releva, haré algo de comer para los dos.
—No quiero nada de comer.
Long Joseph continuó con su búsqueda. Al cabo de un momento, maldijo, sacó el brazo y empezó el mismo proceso en la estantería inferior.
—Pues no coma, pero yo sí quiero comer algo. En todo caso, es su hija la que está en el tanque, no la mía.
Una lata de carne de soja se cayó al suelo con un ruido seco. Long Joseph siguió revolviendo el fondo de la estantería.
—No me diga nada de mi hija. Sé perfectamente quién está en ese tanque.
Jeremiah soltó un bufido furioso y se dio media vuelta. Se detuvo en el umbral de la puerta.
—No pienso quedarme sentado para siempre delante de las pantallas. No puedo. Y cuando me caiga de sueño, nadie vigilará el ritmo cardiaco ni estará atento por si a los tanques les pasa algo.
—¡A la mierda! —Una hilera de bolsas de plástico resbaló del estante y cayó. Una se rompió y el contenido sulfuroso de huevo en polvo se extendió por el suelo de cemento—. ¡Maldito sea este sitio! —Long Joseph barrió más paquetes del estante; luego levantó una lata por encima de su cabeza y la arrojó con tanta fuerza que rebotó antes de estamparse contra la pared del fondo. El jugo empezó a derramarse en un reguero por la tapa abollada—. ¿Qué infierno es éste? —gritó—. ¿Cómo podría vivir nadie de esta manera, en una maldita cueva bajo tierra?
Long Joseph levantó otra lata como si fuera a lanzarla y Jeremiah se encogió, pero volvió a bajarla y se la quedó mirando como si se la acabara de entregar un visitante de otro planeta.
—¡Fíjese qué locura! —dijo, enseñándosela a Jeremiah, quien no se movió—. ¡Fíjese! Dice «Puré de maíz». ¡Tienen latas de diez galones llenas de esta mierda de mielie pap! Hay más que de sobra para empachar a un elefante, pero no hay ni una maldita cerveza. —Soltó una risa ronca y dejó caer la lata al suelo. La lata rodó ruidosamente hasta chocar contra la puerta del armario—. ¡Mierda! Necesito un trago. Estoy seco.
—Aquí no hay nada —dijo Jeremiah, mirándolo con los ojos como platos.
—Eso ya lo sé, ya lo sé. Pero tengo que echar un vistazo de vez en cuando. —Long Joseph dejó de mirar el estropicio del suelo. Parecía estar al borde de las lágrimas—. ¿Dice que quiere ir a dormir? Pues vaya. Dígame qué tengo que hacer con esa maldita máquina.
—… Y eso es todo. Los latidos del corazón y la temperatura del cuerpo es lo más importante en realidad. Puede sacarlos de dentro con sólo tirar de esta manivela… que levanta la tapa de los tanques; pero su hija dijo que no lo hiciéramos a menos que fuera un caso de necesidad extrema.
Long Joseph se quedó mirando los dos sarcófagos rodeados de cables, que se encontraban de pie.
—No lo soporto —dijo al fin.
—¿Qué quiere decir? —inquirió Jeremiah con cierta rabia en la voz—. Dijo que me relevaría. Estoy agotado.
El otro hombre no parecía escuchar.
—Igual que con Stephen, igual que mi hijo. Ella está ahí pero no puedo tocarla, no puedo ayudarla, no puedo hacer nada. —Frunció el ceño—. Está ahí mismo pero no puedo hacer nada.
Jeremiah lo miró un momento con una expresión más suave y le puso una mano en el hombro.
—Su hija trata de dar con la solución. Es muy valiente.
Joseph Sulaweyo se quitó la mano con un gesto brusco sin dejar de mirar los tanques fijamente, como si pudiera ver a través de las paredes de fibrámica.
—Está loca de remate, maldita sea, eso es lo que le pasa. Se cree que por haber ido a la universidad lo sabe todo. Ya le advertí que con esa gente no podíamos meternos. Pero no me hizo caso, a mí nadie me hace caso, nunca me hacen caso. —Se le contrajo la cara de pronto y parpadeó para que no le cayeran las lágrimas—. Todos mis hijos se han ido.
Jeremiah iba a ponerle la mano en el hombro otra vez pero se contuvo. Tras un largo silencio, se dio media vuelta y se dirigió al ascensor dejando al otro hombre a solas con el silencio, los tanques y las luminosas pantallas.