38. Amanece un nuevo día

PROGRAMACIÓN DE LA RED/NOTICIAS: Krittapong USA exige más escaños.

(Imagen: edificio del Capitolio de Estados Unidos, Washington, Cm). Voz en off: Krittapong Electronics USA amenaza al Senado de Estados Unidos con maniobras de obstruccionismo si no se le otorga mayor representación.

(Imagen: Porfirio Vasques-Lowell, vicepresidente de relaciones públicas de Krittapong, en conferencia de prensa). VASQUES-LOWELL: La Cámara de los Diputados asigna escaños según la población, y los mayoress estados obtienen mayor número de escaños. El Senado se basa en cuestiones de negocios. El valor bruto de Krittapong se ha multiplicado al menos por cinco durante la última década, desde que se aprobó la Enmienda Industrial en el Senado, de modo que merecemos más escaños. Es sencillo. Y también nos gustaría mantener una breve charla con nuestros colegas británicos de la House of Enterprise.

Las cosas resultaban cada vez más extrañas. Orlando, que se había excitado tanto durante unos instantes para tratar de hacer comprender a los demás, no podía sino quedarse sentado mirando mientras la locura se apoderaba de la habitación.

Sus anfitriones habían desaparecido, los Atasco de su cuerpo virtual y Sellars totalmente. La mujer del otro lado de la mesa gritaba de dolor sin parar, de una forma que rompía el corazón y aterrorizaba a la vez. Algunos de los invitados permanecían sentados como él, silenciosos del susto. Otros se gritaban entre ellos como internos de un manicomio.

—¡Fredericks! —Volvió la cabeza, que le martilleaba, en busca de su amigo. La fiebre volvía a apoderarse de él y, a pesar del caos, tuvo que esforzarse por no quedarse dormido—. ¡Fredericks! ¿Dónde estás?

Odió el tono quejumbroso de su propia voz.

Su amigo asomó por detrás de la mesa; se tapaba los oídos con las manos.

—Esto es impactante superplus, Orlando… Debemos salir de aquí.

El griterío cesó, pero todos siguieron hablando con gran excitación. Orlando se irguió en la silla.

—¿Cómo? ¿No me dijiste que no podíamos desconectarnos? Además, ¿no te has enterado de lo que decía ese Sellars?

Fredericks negó con fuerza.

—Lo he oído pero no pienso escuchar. Vamos.

Mientras tiraba a Orlando del brazo, el silencio se hizo de pronto en la habitación. Por encima del hombro de Fredericks, Orlando vio que Atasco se movía de nuevo.

—Espero que ninguno de vosotros pretenda irse a ninguna parte. —El simuloide estaba animado pero no hablaba con la voz de Atasco—. Tratar de escapar sería una idea pésima.

—¡Oh, no! ¡Ay Dios! —gimió Fredericks—. Esto es… estamos…

Algo sucedió en la cabecera de la mesa, algo rápido y violento que Orlando no logró entender del todo, pero la mujer de Atasco desapareció de su vista.

—Mucho me temo que los Atasco hayan tenido que ausentarse antes de tiempo —siguió diciendo la nueva voz, regodeándose en su tono perverso como cualquier malo de dibujos animados—. Pero no os preocupéis. Pensaremos en la forma de continuar alegrándoos la fiesta.

Nadie se movió en un largo rato. Un murmullo de temor se levantó entre los invitados al tiempo que Atasco, o lo que había sido Atasco, se volvió a mirarlos uno por uno.

—Bien, y ahora, ¿por qué no me decís cómo os llamáis? Si cooperáis, tal vez os trate bien.

La mujer exótica en la que Orlando se había fijado antes, la de la nariz de águila que le recordaba a Nefertiti, gritó:

—¡Vete al infierno!

Entre las brumas de la fiebre, a Orlando le pareció de espíritu admirable. Con un pequeño esfuerzo casi podía imaginarse que se encontraba en un juego relativamente complicado y original. En ese caso, Nefertiti sería la Princesa Guerrera. Y hasta tenía un adlátere si el mono parlante iba con ella.

«¿Y yo? ¿Existe la categoría de “Héroe Moribundo”?».

Fredericks le agarraba el brazo con tanta fuerza que hasta sentía dolor a pesar de la enfermedad y la maquinaria. Trató una vez más de deshacerse de la mano de su amigo. Era el momento de ponerse en pie. Había llegado la hora de morir con las botas puestas en la batalla final. Thargor así lo habría querido, aunque no fuera más que un personaje de ficción.

Tembloroso, se levantó. El falso Atasco le clavó una mirada y, de repente, la emplumada cabeza se inclinó bruscamente hacia delante como si le hubieran propinado un golpe con un garrote invisible. El cuerpo del rey dios quedó paralizado otra vez y se desplomó inerme en el suelo. Los invitados prorrumpieron nuevamente en un balbuceo atemorizado. Orlando dio unos pasos vacilantes, como mareado; luego se rehízo y se dirigió al otro extremo de la sala, donde estaban Nefertiti y su compañero el mono. Tuvo que quitarse de en medio al payaso vestido de negro que se llamaba a sí mismo Sweet William, el cual discutía con el simuloide de guerrero robot; Sweet William miró burlonamente a Orlando cuando sus hombros entrechocaron.

«A este imbécil le encantaría el Palacio de las Sombras —pensó Orlando—. ¡Mierda! Seguro que lo nombrarían Papa y todo».

Cuando llegó al lado de Nefertiti, Fredericks le dio alcance; sin duda no deseaba quedarse solo en medio de tanta demencia. La mujer de piel oscura estaba agachada junto a la que tanto gritaba; le sujetaba la mano y trataba de calmarla.

—¿Tienes idea de lo que está pasando aquí? —preguntó Orlando.

Nefertiti hizo un gesto negativo con la cabeza.

—No pero, desde luego, algo se ha estropeado. Creo que tendríamos que encontrar la forma de salir.

Orlando no estaba seguro pero aquel acento le sonaba a sudafricano o caribeño.

—¡Por fin! ¡Alguien que habla con sentido común! —exclamó Fredericks, furibundo—. Hace rato que…

Un grito de sorpresa lo interrumpió. Todos volvieron la mirada hacia la cabecera de la mesa, donde el espectral simuloide blanco de Sellars acababa de reaparecer. Levantó sus manos sin forma en el aire y los que más cerca se encontraban de él retrocedieron asustados.

—¡Por favor! ¡Escuchadme! —Para alivio de Orlando, la voz parecía la misma que la de Sellars—. ¡Por favor! ¡Nos queda poco tiempo!

Los simuloides se acercaron disparando preguntas. Nefertiti dio un puñetazo en la mesa y pidió silencio a gritos. Otros dos la secundaron, uno era Sweet William, para mayor sorpresa de Orlando. Al cabo de unos momentos, la sala quedó en silencio.

—No sé cómo habrá sido, pero al parecer nos han descubierto. —Sellars se esforzaba por aparentar calma y lo conseguía por los pelos—. La isla, la propiedad real de los Atasco, ha sido atacada. Nuestros anfitriones han muerto, los dos.

El robot maldijo en el más florido estilo gafero. Otros gritaron, sor prendidos y asustados. Orlando notó que la histeria iba en aumento a su alrededor. De haberse sentido como normalmente se sentía Thargor, habría empezado a tranquilizar a esos gallinas a tortazo limpio. Pero lejos de sentirse como el héroe, estaba bastante asustado, igual que los demás.

—Por favor —prosiguió Sellars, reconduciendo el pánico general y controlando la situación—, recordad que el ataque se está llevando a cabo en Cartagena, Colombia… en el mundo real, no aquí. No corremos un peligro inminente. Pero si averiguan nuestra presencia, entonces sí que estaremos en verdadero peligro. Doy por supuesto que se trata de un ataque de la Hermandad del Santo Grial, y que saben qué es lo que buscan. En cuyo caso, disponemos de unos breves minutos antes de que nos descubran.

—Entonces, ¿qué tenemos que hacer? —Era el mono, que habló en un tono mucho más sereno que cualquiera de los presentes—. Casi no hemos ni empezado a hablar de Otherland.

—¿Otherland? ¿De qué demonios hablas tú? —gritó la mujer que había recriminado antes a los Atasco—. ¡Tenemos que salir de aquí! ¿Cómo nos desconectamos?

Empezó a arañarse el cuello como si la atacaran los mosquitos, pero no logró localizar la neurocánula.

Se produjo otra erupción de protestas; nadie podía salir de la simulación.

—¡Silencio! —Pidió Sellars levantando las manos—. Nos quedan sólo unos momentos. Si es necesario proteger vuestra identidad, tengo trabajo que hacer. No puedo quedarme aquí, ni tampoco vosotros. Temilún ya no es un santuario… la Hermandad lo hará estallar en pedazos. Tenéis que salir de aquí y acceder a Otherland. Haré todo lo que esté en mi mano para manteneros ocultos hasta que encontréis la forma de salir de la red completamente.

—Pero ¿cómo vamos a salir siquiera de este sitio? —Nefertiti, al igual que su amigo cuadrúpedo, hacía gala de control de sus emociones, pero Orlando notaba que empezaba a fallarles por alguna parte—. Temilún tiene las dimensiones de un país pequeño. ¿Vamos a echar a correr hasta la frontera? Y además, ¿cómo se pasa de una simulación a otra en este sitio?

—La frontera es el río —dijo Sellars—, y también es una forma de pasar de una simulación a otra. —Hizo una pausa para pensar y luego se inclinó sobre el simuloide de Atasco, abandonado en el suelo. Un momento después, se levantó con un objeto en las manos—. Tomad esto… es el anillo con el sello de Atasco. Creo que en el puerto hay una gabarra real.

—La he visto —dijo Orlando—; es grande.

—Recordad que Atasco es el rey dios de este lugar, el amo. Si exhibís el anillo, os llevarán hasta el río.

Sellars entregó el sello a Nefertiti.

Orlando notó que le subía otra oleada agarrotadora y sofocante de calor. Se le entrecerraron los ojos.

—¿Ir navegando por el río y ya está? —dijo Sweet William—. Pero ¿qué es esto, un Huckleberry Finn de mierda? ¿Adonde vamos? Tú nos has metido en esto, maldito tipejo… ¿Cómo vas a sacarnos ahora?

Sellars levantó las manos, más como si impartiera una bendición que como si pidiera silencio.

—No hay tiempo para hablar. Nuestros enemigos ya están tratando de romper las defensas que he preparado. Todavía tengo muchas cosas que deciros. Haré cuanto pueda para localizaros otra vez.

—¿Localizarnos? —Fredericks dio un paso adelante—. ¿Es que tú no sabrás dónde estaremos?

—¡No hay tiempo! —Sellars levantó la voz por primera vez—. ¡Tengo que irme! ¡Es necesario!

Orlando hizo un gran esfuerzo por hablar.

—¿Podemos hacer algo para parar los pies a esa gente… o al menos para averiguar qué pretenden? No se puede… emprender una misión sin saber en qué consiste.

—No estaba preparado para esto. —Sellars suspiró entrecortadamente; su contorno sin forma parecía desdibujarse—. Hay un hombre llamado Jonas. Era prisionero de la Hermandad del Grial, bueno, tenían su mente prisionera en una simulación. Yo me ponía en contacto con él a través de sus sueños. Lo ayudé a escapar. Buscadlo.

—¿Tenemos que buscar a un memo colgado en la red? —El robot luchador movía los brazos abriendo y cerrando las afiladas cuchillas de las articulaciones—. ¿Mientras no sé quién trata de acribillarnos? ¡Estás completamente chalado!

—No me puedo creer que esté de acuerdo en algo con este «¡Pumpum!» metálico —dijo Sweet William con cierto matiz de pavor en la voz—, pero lo estoy. ¿Qué quieres decir?

—Jonas sabe algo… —dijo Sellars levantando las manos—, ¡tiene que saberlo! La Hermandad habría acabado con él si no fuera importante. ¡Buscadlo! ¡Marchaos ya!

Otra vez se elevó el coro de preguntas, pero el simuloide de Sellars destelló un momento y desapareció.

—¡Qué horrible es esto! —exclamó Fredericks, abatido—. Parece un cuento donde todo termina mal.

—Tenemos que seguir adelante. —Orlando agarró a su amigo por el brazo—. Vamos, ¿qué otra cosa podemos hacer? —Vio que Nefertiti y el mono ayudaban a su amiga a ponerse en pie—. Vámonos con ellas. —Se levantó y esperó un momento hasta que recuperó el equilibrio. La fiebre había cedido un poco; estaba débil pero tenía la cabeza más despejada—. Vamos al barco, como dijo Sellars. —Orlando subió la voz—. Los demás haced lo que queráis pero yo no me quedaría aquí hasta que localizaran mi rastro, así que, si queréis venir, seguidme.

Sweet William se echó la capa hacia atrás.

—¡Oig, cuqui, hay que ver lo bien que se te da levantar los ánimos al personal!

—Se ha terminado el tiempo de las discusiones —declaró el mono, que estaba otra vez encima de la mesa—. Éste hombre tiene razón… venid o quedaos.

—No podemos salir de aquí en estampida —dijo Nefertiti frunciendo el ceño— porque a lo mejor vienen a investigar.

—¿A investigar? —La mujer del otro lado de la mesa tenía un ligero tono de histeria—. Ya están investigando… ¡es lo que acaba de decir él!

—Me refiero a este lugar —replicó Nefertiti—. Ahí fuera, en el mundo real, la Hermandad o quien sea ha acabado con Atasco. Pero aquí el pueblo de Temilún no sabe que no es de verdad y no les importa nada lo que ocurra en el mundo real. Creen que estamos aquí reunidos con su rey o lo que sea. Si salimos precipitadamente como si hubiera sucedido algo, jamás llegaremos al muelle.

Orlando asintió despacio y subió aún más el listón de su admiración por Nefertiti.

—Esconded el cuerpo —dijo Orlando—, los dos cuerpos.

Tardaron más de cinco minutos porque, dentro de la simulación, los simuloides vacíos tenían la enjundia y el peso de verdaderos cadáveres… con rigor mortis precoz, como percibió Orlando cuando ayudó a transportar el cuerpo sentado y rígido de la señora Atasco, lo cual dificultó la tarea considerablemente. La poca fuerza que le quedaba se le fue en la tarea de mover los cadáveres, y no tenía idea de lo largo que sería el viaje. Cedió su puesto de porteador improvisado a Fredericks y se unió a los que buscaban un lugar donde esconder los simuloides. El babuino encontró una pequeña antesala oculta tras una cortina, y los demás, aliviados, amontonaron allí los cuerpos de los Atasco.

A pesar de la palpable disconformidad de Sweet William, el grupo se alineó después tras Orlando y Nefertiti.

—Ahora, actuemos con calma —dijo la alta mujer cuando llegaron a la puerta.

La guardia se retiró un poco para dar paso al desfile de invitados. Orlando vio con satisfacción que Fredericks, a pesar de su descontento, mantenía una expresión rígida e impenetrable. Sin embargo, otros no ocultaban la ansiedad con tanto éxito, y la estrecha vigilancia de los guardianes no mejoraba la situación. Alguien que iba detrás de Orlando procuró contener un sollozo; los vigilantes también lo oyeron, a juzgar por la forma en que movieron la cabeza en busca del origen del sonido.

Orlando se dirigió al que tomó por capitán de la guardia, el que llevaba el casco más alto y la capa de plumas más largas y brillantes. Buscó en su repertorio de jugador las palabras más adecuadas y altisonantes.

—Nuestras peticiones no han sido escuchadas —dijo—, el grande y santo, en su sabiduría, nos ha dicho que todavía no ha llegado el momento. —Tenía la esperanza de aparentar decepción pero dando a entender al mismo tiempo que se sentía honrado por la merced de haber sido recibidos—. Bendito sea.

El capitán de la guardia levantó una ceja. Sweet William se adelantó, todo borlas y puntas, y el capitán levantó también la otra ceja, mientras que el corazón de Orlando se alejaba en el sentido opuesto.

—Sí, bendito sea —dijo la negra aparición con un destello bastante convincente de humildad—. En verdad, nuestra pobre embajada lo ha enfurecido y, aunque ha refrenado su ira para que volvamos a nuestra tierra y comuniquemos a nuestros amos la voluntad del rey dios, mucho le han desagradado nuestros amos. Ha ordenado que nadie lo moleste hasta la puesta del sol.

Orlando concedió un punto mentalmente a Sweet William. Había que reconocer que el chico era rápido y fino cuando quería. El capitán no pareció muy convencido. Pasó la mano por la hoja de piedra del hacha que, a pesar de la evidente tecnología moderna que había por todas partes, no parecía de adorno en absoluto.

—Ya es la puesta del sol.

—¡Ah! —exclamó Sweet William, sin sangre en las venas—. La puesta del sol.

—Nuestro conocimiento de vuestra lengua es escaso —intervino Orlando inmediatamente—. Sin duda, el rey dios dijo «la salida del sol». Sea como fuere, no desea ser molestado. —Orlando se acercó más al capitán como para decirle un secreto—. Un sabio consejo. Se ha quedado muy, muy disgustado. No quisiera ser yo quien interrumpiera sus pensamientos y le provocara así mayor disgusto.

El capitán asintió levemente, pero seguía con el ceño fruncido. Orlando volvió a unirse a la fila, detrás de Sweet William.

—No ha estado mal, chato —le musitó Sweet William teatralmente por encima del hombro cuando se alejaron lo suficiente—. Podríamos formar un buen equipo… llegamos al muelle, los dejamos con un palmo de narices. ¿Ligas?

—Sigue andando —contestó Orlando.

Cuando llegaron a la rotonda que había ante las puertas, Orlando se apresuró al frente de la fila. La mujer alta estaba molesta por el paso lento de su maltrecha amiga, pero hacía cuanto podía por mantener una actitud digna.

—¿Sabes dónde tenemos que ir cuando salgamos? —le preguntó Orlando con un susurro.

—No tengo la menor idea. —Le echó una rápida mirada—. ¿Cómo te llamas? Lo has dicho pero se me ha olvidado.

—Orlando, ¿y tú?

Renie vaciló un momento, y luego dijo:

—Bueno, ¡qué importa ya! Renie.

—Te había puesto Nefertiti —dijo Orlando—. Renie es más fácil.

Renie lo miró extrañada y luego se miró la mano de largos dedos.

—¡Ah, claro! El simuloide. Ya. —Miró hacia arriba, hacia las altas puertas—. ¿Y ahora, qué? ¿Salimos y nos quedamos como bobos mirando a todas partes, sin saber dónde demonios está el embarcadero? Y aunque lo averigüemos, ¿cómo llegaremos? Sé que tienen autobuses… yo he ido en uno, pero suena raro salvar el pellejo huyendo en autobús.

Orlando empujó las puertas pero no logró abrirlas. Fredericks añadió su peso y las hojas se abrieron de par en par a un paseo flanqueado de farolas que comenzaban al pie de la amplia escalinata.

A Orlando empezaba a faltarle el aire.

—Huir en autobús no será lo más raro que nos haya ocurrido hasta ahora —dijo.

—Ni lo peor, seguramente —añadió Fredericks.

Félix Malabar, más comúnmente conocido en esos días como Osiris, Señor de la Vida y de la Muerte, trataba de dilucidar dónde se encontraba.

Su confusión no era la de una persona aturdida o geográficamente perdida, sino que se debía a una proposición filosófica de dificultad considerable; en realidad, era una cuestión con la que solía lidiar en momentos de ocio.

Lo que veía a su alrededor era la sombría grandeza del Palacio Occidental, con sus altas ventanas llenas de eterna luz crepuscular. A ambos lados de la mesa que tenía delante, se alineaban los rostros animales que representaban a sus colaboradores, la Enéada. Pero mientras tomaba una profunda y contemplativa bocanada de aire en el Palacio Occidental, sus verdaderos pulmones físicos hacían su trabajo en una cámara hiperbárica herméticamente cerrada, dentro de la torre más alta de su recluida propiedad de Louisiana, junto con el resto de su cuerpo de carne y hueso. Sus pulmones recibían la asistencia de los equipos médicos más sofisticados que podían adquirirse con dinero, puesto que los pulmones del dios eran viejos, muy viejos, pero ése era el quid de un planteamiento metafísico completamente distinto. Así pues, como siempre, la pregunta no variaba: ¿dónde estaba él, Félix Malabar, el que observaba el ígneo punto blanco del centro de la vela?

Considerando que su cuerpo físico estaba ubicado en el mundo real, Félix se hallaba en el extremo sur de Estados Unidos. Sin embargo, su mente habitaba casi por completo mundos virtuales, sobre todo su preferido, un Egipto imaginario dotado de un panteón de dioses sobre los cuales reinaba. Así pues, ¿dónde estaba él en realidad? ¿A orillas del lago Borgne, en Louisiana, en un castillo gótico de fantasía construido sobre un terreno pantanoso recuperado? ¿En una red electrónica en un castillo aún más fantástico en el mítico Egipto Occidental? ¿O en algún otro lugar más difícil de nombrar o localizar?

Malabar exhaló un pequeño suspiro. Ése día, tales divagaciones eran señal inequívoca de una debilidad casi imperdonable. Estaba un poco ansioso, cosa nada sorprendente, pues lo que sucediera en esa reunión afectaría no sólo a la ambición de su vida sino, con toda probabilidad, a la historia de la humanidad. El Proyecto Grial, una vez estuviera completo, tendría unas ramificaciones prácticamente increíbles, de modo que era crucial mantener el control en sus manos: su propia y determinada visión había prevalecido durante tanto tiempo que el proyecto podría fracasar sin él.

Se preguntó si la resistencia en contra de su largo reinado sobre la Hermandad no sería más que un producto del deseo de novedades. A pesar de las riquezas y el inmenso poder personal, los componentes de la Enéada habían dejado patentes otras muchas fragilidades humanas de su carácter, y resultaba difícil ser paciente con un proyecto cuyo desarrollo llevaba ya tantos años en marcha.

Tal vez se hubiera mostrado parco en demostraciones últimamente.

Un movimiento al fondo de la mesa lo distrajo. Una forma grotesca con lustrosa cabeza de escarabajo se levantó y tosió cortésmente.

—¿Podemos comenzar?

Malabar volvió a ser Osiris. El Señor de la Vida y de la Muerte inclinó la cabeza.

—En primer lugar —dijo el hombre escarabajo—, es un placer encontrarme nuevamente entre vosotros… entre iguales. —La redonda cabeza marrón miró a todos detenidamente. El dios apenas podía reprimirse las ganas de reír a carcajadas ante el intento de dignidad política, seriamente minado por los saltones ojos opacos y las mandíbulas temblorosas. Osiris había acertado en la elección del personaje divino de Ricardo Klement: el escarabajo Khepera era un aspecto del dios Sol pero, a pesar de todo, no dejaba de ser un escarabajo pelotero… una criatura que se pasaba la vida arrastrando bolitas de mierda, definición que identificaba perfectamente al argentino—. Hoy tenemos mucho de qué hablar, así que no perderé el tiempo con circunloquios innecesarios.

Klement se bamboleaba como un insecto empleado de comercio de una ilustración infantil: un símil bien hallado puesto que su inmensa fortuna provenía del cultivo de órganos en el mercado negro.

—Pues no lo pierdas. —Sekhmet sacó las uñas y se rascó la barbilla con gesto exquisito—. ¿De qué se trata?

La mirada que clavó a Sekhmet habría resultado más efectiva de haber tenido el escarabajo rasgos faciales más identificables.

—Me gustaría pedir al presidente un informe de la situación con respecto al Proyecto Dios del Cielo.

Osiris contuvo otra carcajada. El argentino se había puesto muy pesado con respecto al Dios del Cielo so pretexto de que la acción se llevaría a cabo en su territorio; no había parado de ofrecer malos consejos e inútiles recomendaciones personales. Osiris, no obstante, había procurado mostrarse agradecido por la colaboración. Al fin y al cabo, un voto era un voto.

—Gracias a ti en gran parte, Ricardo, las cosas van viento en popa. Espero que me llegue un informe de última hora antes de terminar la reunión, de modo que si me lo permites, pospondremos toda discusión al respecto hasta entonces… ¿de acuerdo?

—Faltaría más, presidente.

El escarabajo hizo una inclinación de cabeza y volvió a sentarse.

Osiris se quedó mirando a Ptah y a Horus, que permanecían inmóviles. Sospechó que los dos norteamericanos estaban en comunicación por una línea secundaria y se preguntó qué sería lo que los habría impulsado a adelantar la reunión mensual.

Los asuntos normales iban pasando rápidamente: se propuso organizar un consorcio para evitar, de la mejor forma posible, ciertas restricciones de las Naciones Unidas sobre el transbordo de metales preciosos; se discutió la adquisición, a precio muy ventajoso, de una red de suministro eléctrico recientemente privatizada en África Occidental; se habló de unos cuantos testigos de un caso judicial de la India a los que había que sobornar o hacer desaparecer. Osiris empezaba a pensar que había sobrevalorado a sus rivales norteamericanos. Esperaba la noticia de buenos resultados en Colombia en cualquier momento y estaba considerando la mejor forma de orquestar el anuncio cuando Ptah, con su rostro amarillento, se puso en pie bruscamente.

—Presidente, antes de terminar, hay otra cosa.

El dios se puso rígido una fracción de tiempo casi imperceptible.

—¿Sí?

—En la última reunión, tuvimos unas palabras acerca del sujeto perdido, si recuerdas… el que desapareció sin saber cómo dentro del sistema del Grial. En Telemorphix se ha desarrollado cierta información de orden interno, de modo que nos parece un momento oportuno para que nos pongas al corriente de la marcha de tu propia investigación. —Sonreía forzada pero ampliamente—. De ese modo, la Hermandad será puesta al día y podremos intercambiar la información necesaria.

Bien. El lazo estaba a la vista, lo cual quería decir que Wells y Yacoubian debían de pensar que la trampa era ineludible. Osiris repasó rápidamente los últimos acontecimientos, que eran pocos. ¿Qué perspectiva tenían ellos?

—Como sabéis, tengo agentes operando dentro del sistema —dijo—. Han realizado algunas identificaciones incompletas, ninguna de las cuales, por desgracia, ha sido suficiente para propiciar la retirada. Es posible que no fueran sino picos de similitud estadística. —Subrayó sus comentarios dirigiéndose a Thoth, Sekhmet y el resto del contingente asiático: Osiris sabía que los asiáticos preferían garantías personales—. De todos modos, tengo confianza total, total, repito, en que obtendremos resultados sin tardanza. —Se dirigió nuevamente a Ptah extendiendo las manos como un padre que bromea con sus hijos menores y excesivamente celosos—. Bien, ¿tienes algo que añadir a esto?

—Durante una revisión de seguridad en Telemorphix, referente a una cuestión que, por cierto, no guarda relación alguna con el caso, descubrimos ciertas anomalías en los registros de acceso del Proyecto Grial. En otras palabras, se han producido accesos indebidos —manifestó Ptah en tono grave; el comentario fue acogido con las pertinentes exclamaciones de preocupación por parte de la concurrencia—. Por favor, tened en cuenta que he dicho «indebidos», y no «sin autorización». Sí, claro, a todos os sorprende, y es natural. Nuestro presidente estará de acuerdo en que la energía y los recursos empleados en la protección del Proyecto Grial, por no hablar del secreto, han sido inmensos y… según creíamos, inexpugnables.

Osiris permaneció en silencio. No le gustaba el giro que iban tomando las cosas. El hecho de que Wells admitiera un fallo en su propia operación frente a la asamblea de la elite de la Hermandad significaba que creía estar en posesión de algún argumento a su favor… de lo contrario, simplemente habría echado tierra al asunto. El sujeto desaparecido importaba poco a los demás, sólo incumbía a Osiris.

—Mal asunto —comentó Sobek adelantando su cabeza de cocodrilo—. Muy mal asunto. ¿Cómo es posible que suceda algo así?

—Sólo hay una forma de acceder al sistema —explicó Ptah—: Con una orden de permiso del presidente o mía. —Se inclinó un tanto burlonamente hacia Osiris—. Hasta los empleados del presidente, o los míos, que trabajan a diario en el proyecto tienen que recibir el permiso antes de empezar su turno, y también cuando regresan tras haber salido para descansar un poco. Dicho permiso consiste en una clave codificada que cambia constantemente, creada por unos generadores sellados de códigos de caja negra. Sólo hay dos. Uno lo tengo yo y el presidente tiene el otro.

Sobek asentía con su larga cabeza. El presidente de una nación de África Occidental, a la que él y su familia exprimían oro y sangre desde hacía décadas, comprendía a la perfección el concepto de autoridad centralizada.

—Ve al grano. ¿Qué tiene que ver todo eso con que sean posibles las interferencias en nuestro proyecto?

—Del mismo modo que el acceso al sistema está escrupulosamente limitado, cualquier reajuste del mismo ha de producirse también mediante la autorización codificada de uno de nosotros dos. —Ptah escogía las palabras con cuidado en consideración a los que, como Sobek, debían su lugar en la Hermandad a la disponibilidad de recursos y no a la experiencia en cuestiones técnicas—. Si la huida del sujeto no ha sido un incidente atípico, ha tenido que ser algo dirigido, en cuyo caso, dicha acción tendría que haberse ejecutado previa aprobación. El sistema no permite ninguna modificación externa que no llegue con la aprobación correspondiente.

Osiris seguía ofuscado pero tenía la sensación de que Ptah se acercaba cada vez más a una especie de golpe mortal.

—Creo que ahora todos hemos comprendido lo esencial de la cuestión —dijo en voz alta—. ¿No podrías pasar de lo general a lo específico? ¿Qué has descubierto, exactamente?

Horus se puso en pie con los ojos brillantes.

—Hemos descubierto anomalías, acciones emprendidas por dos empleados diferentes de Telemorphix durante la semana anterior a la huida del sujeto… o como lo llames. —El general norteamericano tenía la sutileza de una estampida de búfalos; Osiris pensó que Wells debía de estar muy seguro para dejar parte de la ofensiva en manos de su compinche, sobre todo si mediaba la implicación de los propios empleados de Wells—. Aunque aún no sabemos con certeza en qué influyeron esos dos para lograr que el sujeto desapareciera del radar y se perdiera en el sistema, estamos más que seguros de que fue así. Las acciones que ejecutaron no tienen otra explicación posible ni otros resultados diferentes; como tampoco sabemos las razones que los llevaron a emprender dichas acciones. Bien, eso no es del todo cierto. En realidad, sí hubo una razón por la cual hicieron lo que hicieron.

El Señor de la Vida y de la Muerte no estaba dispuesto a permitir que un arribista cualquiera se aprovechara de una pausa tan efectista.

—Estamos fascinados, te lo aseguro. Prosigue.

—Ambos actuaban siguiendo órdenes codificadas del presidente. —Horus se volvió abiertamente hacia Osiris—. Tuyas.

Osiris no movió un dedo. Las bravuconerías no servirían para acallar los murmullos ni aclarar las dudas.

—¿Qué insinúas?

—Dínoslo tú, presidente —terció Ptah con una satisfacción más que evidente—. Dinos tú cómo un sujeto… un sujeto que sólo tú quisiste meter en el sistema sin preocuparte de hacernos saber tus motivos, quedó libre y sin vigilancia gracias a unas órdenes codificadas que sólo tú puedes generar.

—Sí —dijo Horus, incapaz de resistirse a machacar lo evidente—, cuéntanoslo, por favor. Un montón de gente ha invertido un montón de dinero en este proyecto. Tal vez deseen saber si has decidido convertirlo en un patio de recreo para ti solo.

Osiris notó el escándalo que rebullía alrededor de la mesa, la rabia y la tristeza que iban creciendo, dirigidas contra él en su mayor parte. Incluso Thoth, que solía permanecer plácidamente sentado hasta casi hacerse invisible, se removía en su asiento.

—¿Debo entender esto como una acusación contra mí? ¿Que yo mismo he preparado la huida del sujeto? ¿Y esperáis que reaccione a tan peligrosa necedad sin más pruebas que vuestras propias palabras?

—No nos precipitemos —replicó Ptah suavizando la situación. A Osiris le pareció que a lo mejor ya lamentaba haber aflojado la rienda de Yacoubian—. No te hemos acusado formalmente de nada. Pero ponemos el registro de nuestra investigación a disposición de la Hermandad y, verdaderamente, surgen algunas preguntas muy serias. —A un gesto suyo, apareció un pequeño punto brillante ante cada uno de los participantes que indicaba la posición de los archivos disponibles—. Creo que el peso de la prueba cae sobre ti, presidente, al menos para explicar cómo es que tu código aparece en unas órdenes sin más propósito aparente que liberar al sujeto.

Tras la permanente media sonrisa de la máscara, Osiris utilizó la larga pausa para ojear rápidamente los informes que Wells acababa de poner a disposición de todos. Los detalles lo incomodaron.

—Aquí hay más cosas que una simple preocupación por el tema del sujeto —dijo por fin. Sus posibilidades aumentarían si lograba tildar el asunto de cuestión personal… los norteamericanos no tenían muy buena prensa—. ¿Me equivoco al pensar que, en vuestra opinión, mi jefatura deja algo que desear? —Se dirigió a todos en general—. Seguramente todos habéis sido testigos de la impaciencia de nuestro camarada con mi presidencia. Ptah el Artífice era el más inteligente de los dioses egipcios, como es el caso de nuestra propia versión de Ptah. Ciertamente, pensará con frecuencia que él lo haría mejor, que si pudiera desplazarme, el osado Horus y él aportarían un vigor nuevo a la dirección de la Hermandad. —Bajó la voz con amargura—. Naturalmente, es un necio.

—Por favor, presidente —dijo Wells como si le resultara divertido—. Eso no es más que pura retórica. Lo que queremos son respuestas.

—Jamás tengo tanta prisa como vosotros. —Osiris adoptó el más sereno de los tonos—. No obstante, en algunas ocasiones llego a vuestras mismas posiciones, aunque mi paso me lleve más despacio. Y la presente es una de esas ocasiones.

—¿A qué te refieres? —dijo Ptah, como tocado en un punto débil.

—Sencillamente que, si lo que afirmáis es correcto, no merezco la confianza de la Hermandad. En eso estamos de acuerdo. Como tampoco puede seguir avanzando el proyecto sin solidaridad entre nosotros. De modo que propongo examinar el asunto en toda la amplitud posible, estudiar todas las pruebas y luego someterlo a votación. Hoy. Si la Hermandad vota en mi contra, renunciaré de inmediato. ¿De acuerdo?

—Me parece justo —asintió Horus briosamente.

Ptah también asintió pero con menos ímpetu, barruntando una trampa. Osiris no había preparado trampa alguna, aún estaba aturdido por las recientes revelaciones, pero hacía tiempo que prefería morir con los dientes clavados en la garganta del enemigo que escabullirse con el rabo entre las piernas. Hasta el momento, no había tenido que hacer ni lo uno ni lo otro.

—En primer lugar —dijo—, vuestro informe parece admirablemente profundo; seguro que a la Hermandad le gustaría oírselo contar a los dos empleados en persona. —Algunos asintieron con la cabeza, gesto que él acogió con una seca inclinación también—. Doy por supuesto que los habéis detenido.

—Naturalmente —contestó Ptah, pero su compinche de cabeza de halcón no parecía muy complacido.

Osiris acogió dicha señal con cierto optimismo pues indicaba que, de algún modo, todavía lo temían, les preocupaba su legendaria astucia. Haría cuanto pudiera por justificar ese malestar.

El Señor de la Vida y de la Muerte agitó la mano y la mesa desapareció; la Enéada se encontraba sentada en círculo, cada cual en su trono. Un momento después, dos figuras aparecieron en el centro del círculo, una fornida y la otra esbelta, las dos inmóviles como estatuas. Tenían un aspecto bastante humano y por tanto estaban como fuera de lugar entre tanto rostro de animal feroz. Como convenía a míseros mortales en la tierra de los dioses, medían la mitad que el de menor estatura de los nueve.

—Mis empleados, Shoemaker y Miller —dijo Ptah—. Todos sus datos personales constan en el informe.

Osiris se inclinó hacia delante y extendió un dedo envuelto en vendas de momia. El más fornido, que tenía barba y parecía el mayor de los dos, se movió bruscamente como si despertara del sueño.

—David Shoemaker —dijo el dios—, tu única esperanza es responder a todas las preguntas con absoluta sinceridad. ¿Lo has comprendido? —El hombre abrió más los ojos. Sin duda había pasado directamente del último interrogatorio a la negrura de un sueño impuesto. Despertarse en tal situación, pensó Osiris, debía de desorientar mucho, cuando menos—. He dicho, ¿lo has comprendido?

—¿Dónde… dónde estoy?

El señor de las dos tierras hizo un gesto. El hombre se retorció, cerró los ojos con fuerza y mostró los dientes en un rictus de hondo sufrimiento. Cuando el breve ataque de dolor inducido terminó, Osiris contempló el abultamiento y las convulsiones de los músculos del hombre, consciente de que los demás miembros de la Hermandad también miraban. Nunca estaba de más recordarles lo que era capaz de hacer. Allí, él era un dios con poderes que los demás no tenían, ni siquiera en sus propios dominios. Nunca estaba de más recordárselo.

—Voy a intentarlo de nuevo. Tu única esperanza es responder a todas las preguntas con absoluta sinceridad. ¿Lo has comprendido?

El hombre de la barba asintió. Su simuloide, generado por la holocelda en la que estaba encerrado, palideció de miedo.

—Bien. Por favor, entiende que el dolor que puedo provocarte no es un dolor normal. No dañará tu cuerpo. No te producirá la muerte. Es decir, que puedo mantenerte así tanto tiempo como desee. —Hizo una pausa para que sus palabras causaran el mayor efecto posible—. Ahora, cuéntanos la serie de acontecimientos que te llevaron a interferir en los procedimientos normales del sistema del Grial.

En el curso de la siguiente hora, Osiris sometió a Shoemaker a un minucioso examen del trabajo de ingenieros de sistemas que Glen Miller y él habían desarrollado en la red de Otherland. Las respuestas lentas, incluso las dudas del prisionero a la hora de recordar algún pequeño detalle, eran sancionadas inmediatamente con la puesta en marcha del reflejo del dolor, que a veces Osiris mantenía como una nota orquestada mientras decidía la duración más apropiada para estimular respuestas sinceras. A pesar de los continuos navajazos de dolor insoportable, Shoemaker no se desdijo ni una vez de lo que ya había declarado al cuerpo de seguridad de Telemorphix. Había recibido lo que tomó por una orden auténtica de modificar los elementos de rastreo que recogían y enviaban datos sobre el paradero del sujeto dentro del sistema, pero no había tenido forma de averiguar que los cambios terminarían por imposibilitar el rastreo mismo. La orden había llegado, aparentemente, por canales de dirección auténticos, aunque el cuerpo de seguridad de Telemorphix demostrara más tarde que el visto bueno de la dirección no era más que una falsificación evidente; además, y lo que era más importante, la orden contenía la autorización inimitable del propio presidente.

El presidente, señor vivo de las dos tierras, no se sintió complacido al oír la acusación otra vez.

—Evidentemente, si fueras un espía del sistema, podrías decir lo mismo punto por punto. Y si tuvieras un umbral de resistencia al dolor suficientemente elevado, seguirías ratificándote por más mensajes que te inyectara en el sistema nervioso central. —Miró el simuloide tembloroso y jadeante con el ceño fruncido—. Es posible incluso que te hayan tratado con un bloque poshipnótico o una modificación neuronal. —Se volvió hacia Ptah—. Supongo que los has escaneado a los dos.

—Consta en el informe —respondió con una sonrisa en su cara amarilla—. No se detectó modificación alguna.

—Hum. —Osiris hizo otro gesto. Una serie de brillantes tentáculos metálicos brotó del suelo y sujetó al prisionero con los brazos y piernas extendidos—. Tal vez sea necesario un enfoque más sutil. —A otro gesto suyo, surgieron varios tentáculos articulados más, todos veteados de tubos transparentes y con una aguja enorme al final—. Según el perfil que la empresa da de ti, sientes aversión por las prácticas médicas y por los fármacos. ¿A causa de una mala experiencia en la infancia tal vez? —Señaló con el dedo. Los tentáculos, uno a uno, se volvieron hacia abajo como las fauces de un extraño insecto venenoso y clavaron las agujas en varios puntos blandos del cuerpo del prisionero—. Es posible que esto te haga volver a pensar en tu versión, la cual encuentro deplorablemente inadecuada.

El prisionero, que había perdido la voz, la recuperó. Cuando los tubos comenzaron a llenarse de líquidos de colores diferentes que rezumaban inexorablemente hacia él, el hombre soltó un grito espeluznante. Después, alrededor de la entrada de las agujas, aparecieron unas manchas negras y verdes que comenzaron a extenderse por debajo de su piel y el grito desgarrador de Shoemaker alcanzó nuevas cotas de locura.

Osiris sacudió la cabeza. Redujo el volumen de los gritos del hombre a un silbido desmayado y luego reanimó al segundo prisionero.

—No voy a decirte dónde estás, de modo que no te molestes en preguntar. —El dios comenzaba a enfadarse—. Eres tú el que va a contarme cosas. ¿Ves a tu amigo?

El segundo hombre, cuyo espeso cabello negro y altos pómulos lo hacían parecer descendiente de asiáticos, asintió con los ojos desmesuradamente abiertos previendo el terror.

—Bien, Miller, los dos habéis sido muy malos de verdad. Habéis interferido en el buen funcionamiento del Proyecto Grial y, lo que es peor, lo habéis hecho sin autorización.

—Pero ¡teníamos autorización! —protestó Miller—. ¡Oh, Dios! ¿Por qué no nos cree nadie?

—Porque mentir es fácil. —Osiris extendió los dedos y Miller quedó encerrado inmediatamente en un cubo de cristal del triple de su altura. Varios de la Enéada se inclinaron hacia delante como espectadores del espectáculo de la noche—. Pero no lo es tanto cuando estás luchando por mantener la cordura. Según tu ficha, sientes un miedo morboso a morir ahogado. De modo que, mientras piensas en quién te metió en esa travesura, tendrás la oportunidad de experimentar el miedo en carne propia.

El cubo empezó a llenarse de agua. El prisionero debía de ser consciente de que su cuerpo físico continuaba encadenado en alguna parte de las oficinas de Telemorphix, que sólo le torturaban la mente, pero no pudo agarrarse a la diferencia y comenzó a aporrear las paredes transparentes.

—Te oímos, de modo que cuéntanos lo que sabes. Mira, el agua ya te llega a las rodillas.

Mientras el agua salobre iba subiéndole hasta la cintura, hasta el pecho, hasta el cuello, Miller fue contando con voz temblorosa y chillona que había recibido la orden de encender el desintegrador talámico para lo que le pareció una especie de prueba. En ningún momento se le había ocurrido pensar que el desintegrador estuviera encadenado todavía, y que esa acción completaría la liberación del sujeto. Incluso cuando se vio obligado a saltar para mantener la boca por encima del agua, siguió jurando que no sabía nada más que las órdenes que le habían dado.

El cubo se llenaba más deprisa. El prisionero nadaba al estilo perro, a manotazos rápidos, pero cada vez se acercaba más al techo del cubo y la bolsa de aire disminuía. Osiris reprimió un suspiro. El terror de ese tal Miller resultaba tan palpable que casi lo incomodaba, pero el hombre no daba señales de querer cambiar su versión. Y lo que era peor, el Señor de la Vida y de la Muerte iba perdiendo rápidamente la confianza de los hermanos reunidos.

El cubo se llenó del todo. Los manotazos desesperados del prisionero, que habían alcanzado su punto máximo, cesaron bruscamente y Miller tomó un gran trago de agua verdosa con la intención de precipitar el final. Un momento después, tomó otro. La expresión de pánico frenético de su rostro se agudizó repentinamente.

—No, no morirás. Los pulmones te arderán, te asfixiarás, lucharás, pero no morirás. Seguirás ahogándote cuanto yo quiera.

Osiris no podía disimular la decepción en su tono de voz.

Miró al otro prisionero, un bulto hinchado de carne ennegrecida y cubierta de pústulas que apenas guardaba semejanza con un ser humano, asaeteado aún por una docena de agujas, gritando aún por el deforme orificio que antes fuera la boca. Pero ya todo era un mero espectáculo de barraca de feria. Ésos hombres no sabían nada.

Ptah, saboreando la victoria, se levantó.

—Si el presidente no desea hacer más preguntas a estos dos desgraciados, tal vez desee que le brindemos la oportunidad de ofrecer una explicación al resto de la Hermandad.

—Dentro de un momento.

Fingió interesarse en la lucha demencial de los dos empleados de Telemorphix mientras repasaba rápidamente el informe presentado por Wells y Yacoubian. Sus sistemas expertos habían peinado el material en busca de anomalías y habían hecho una pequeña lista de cosas que precisaban aclaración. Mientras la información se superponía en su visión, sintió una especie de pesadumbre. Los sistemas expertos sólo le habían dado ruido, discrepancias entre los testimonios que no indicaban más que la torpeza y la imprecisión humanas. Todo lo demás encajaba con la interpretación de Wells. En breves momentos, el control de la Hermandad y del Proyecto Grial escaparía de las manos del dios principal. El cuerpo real de Félix Malabar se removió en su crisálida de metal y líquidos caros, como si el corazón estuviera realizando un esfuerzo. Osiris, el dios inmortal, notó de pronto el peso de la edad.

Sus colegas murmuraban, agotada la paciencia. Escaneó nuevamente el informe con desgana, pensando en alguna salida que le sirviera para salvar la situación. ¿Negarlo todo categóricamente? De nada serviría. ¿Retrasarlo? Él mismo había pedido rapidez con la esperanza de encontrar desprevenidos a Wells y a Yacoubian para un verdadero enfrentamiento. Ciertamente, no podía incumplir esa demanda sin perder el control. ¿Podría tomar como rehén el proyecto mismo? Quizá los demás tuvieran dificultades para terminarlo sin su experiencia y, lo que era más importante, sin su control sobre el otro, pero abortar el Proyecto Grial de nada le serviría a él, y sin los recursos de la Hermandad jamás podría rehacer todo el trabajo que en él se había invertido, no le daría tiempo.

Desesperado, pidió las autorizaciones expedidas con la esperanza, contra toda lógica, de descubrir algo que sus sistemas expertos hubieran pasado por alto. Las fechas incrustadas eran correctas, las autorizaciones para realizar el trabajo eran auténticas y el código de la autorización había sido generado, sin lugar a dudas, en sus propias máquinas.

—¡Presidente! Estamos esperando.

Ptah estaba de buen humor. Él disponía de todo el tiempo del mundo, en comparación.

—Un momento.

Osiris siguió estudiando los datos que tenía ante sí con una vaga consciencia de que ninguno de los hermanos podía saber lo que estaba haciendo, que sólo lo veían sentado e inmóvil. ¿Se preguntarían si le habría dado un ataque o algo así? Pidió otros cuantos registros y los comparó con los números que brillaban como el fuego ante él. En alguna parte, podría haber sido en otro universo, su corazón empezó a latir más deprisa, como una bestia arcaica que despertara de su sueño.

Hasta los mejores sistemas expertos podían asumir supuestos erróneamente.

Osiris empezó a reírse.

—¡Presidente!

Era demasiado perfecto. Permaneció un momento en silencio, exultante.

—Me gustaría que la Hermandad prestara atención a las secuencias de código en cuestión. —Agitó la mano. Sobre la columna más próxima de la sala de reuniones empezaron a aparecer líneas de cifras, una tras otra, como cinceladas en la misma piedra, igual que los nombres poderosos grabados en las paredes y puertas del Palacio de Occidente. Era apropiado: esas hileras de numerales eran los encantamientos que preservarían el sueño más audaz y magnífico de Malabar—. Por favor, comprobad si son las secuencias que habéis presentado, las que autorizaban la acción y permitieron la huida del sujeto.

Ptah y Horus intercambiaron una mirada. Thoth, el de la cabeza de ibis, contestó.

—Son las mismas, presidente.

—Bien. Como veis en el informe, entre las secciones aleatorias más grandes se han incrustado otras secuencias no aleatorias. Éstas secuencias indican el tipo de orden de que se trata, la fecha y la hora, la persona que dio la autorización, etcétera.

—Pero ya hemos establecido que este código vino de tu propio generador. ¡Lo has reconocido!

Horus no podía disimular su rabia impaciente.

Si su máscara funeraria se lo hubiera permitido, le habría sonreído.

—Pero tú no conoces todas las secuencias ni lo que implican. Verás, esto es una autorización para la acción, y proviene de mí… pero no iba dirigida a ninguno de… esos dos infelices. —Señaló al hombre que se ahogaba eternamente y al charco de barro que se retorcía, y luego se dirigió de nuevo a Horus—. Era para ti, Daniel.

—¿De qué demonios estás hablando?

—Todas las órdenes que genero llevan una breve secuencia que indica su destino. Éstas fueron enviadas a la rama militar de la Hermandad, no a Telemorphix. Han penetrado en vuestro sistema, Daniel. Interceptaron unas órdenes, seguramente sin importancia… como, por ejemplo, algo relacionado con el asunto de Nuevo Reino. Por las fechas podría ser, las modificarían un poco y luego utilizarían las autorizaciones codificadas para enviar otras órdenes diferentes, las suyas propias, al departamento de ingeniería de Telemorphix.

—¡Es absurdo!

Horus manoteaba frenéticamente en el aire; buscaba un puro en su mesa de la vida real.

Ptah se mostró un poco más cauto.

—Pero desconocíamos ese dato de tus autorizaciones, presidente. ¿No te parece un tanto… un tanto oportuno?

Osiris volvió a reírse.

—Consultad todos los registros que queráis. Examinemos a fondo algunas autorizaciones anteriores, y luego dime si me equivoco.

Ptah y Horus se miraron. En la larga mesa del Palacio de Occidente permanecieron en silencio, pero el señor de las dos tierras estaba seguro de que la conversación en el canal secundario había subido de tono bruscamente.

Cuando por fin procedieron a la votación, una hora más tarde, el resultado fue unánime: hasta Ptah y Horus tuvieron el buen gusto, o la habilidad política, de votar por su permanencia como presidente. Osiris se sintió muy satisfecho. La ambición de los dos norteamericanos había recibido un buen golpe, y permanecerían a la defensiva una temporada. En primer lugar, al parecer habían penetrado en sus sistemas, y en segundo, habían acusado públicamente de ello a su venerable presidente.

Disfrutó en especial ordenando a Horus que apuntalara su seguridad y que comenzara a trabajar en la localización y definición de la incursión.

—Y, entretanto, suprime a esos dos. —Señaló a Miller y a Shoemaker, ninguno de los cuales podía hacer nada más que emitir gemidos lastimeros—. Te aconsejo un accidente de coche. Un par de amiguetes de la oficina que se dirigen a una espantosa merienda campestre de Telemorphix para levantarse la moral. Ya sabes a qué me refiero.

Ptah asintió sin entusiasmo y pasó un mensaje a su servicio de seguridad. Los dos simuloides desaparecieron y el aspecto de la sala mejoró sensiblemente.

Cuando Khepera se levantó sobre sus patas traseras y empezó a pronunciar la primera de lo que prometía ser una cadena de declaraciones a favor del presidente reelegido, puntualizando, en su mejor estilo de coleóptero pelotero, que él jamás había albergado la menor duda, que había asistido a la imputación de los cargos con asombro, y así sucesivamente, el dios recibió una señal de una determinada línea externa. El sacerdote a su servicio, obligado a prescindir de las formalidades tras entonar las primeras frases, anunció que Anubis tenía un mensaje urgente para él.

Desatendiendo a los demás sin que se percataran de ello, Osiris recibió el informe de su subalterno mientras el escarabajo continuaba con su zumbido. El joven servidor parecía extrañamente tranquilo, lo cual alteró ligeramente a Osiris. Tras semejante triunfo, Miedo tendría que estar más arrogante que nunca. ¿Habría encontrado algo entre los archivos de Atasco que le hubiera dado alguna idea?

Además, quedaba pendiente el tema del verdadero adversario, la persona que había subvertido tan inteligentemente la seguridad de Telemorphix y había liberado a Paul Jonas. Ésa cuestión era, por sí sola, digna de muchas horas de contemplación. Sin embargo, Osiris ya sabía que en alguna parte tenía un enemigo, y se alegraba en cierto modo. Los norteamericanos habían resultado ser contrincantes de poca talla.

Cuando Anubis terminó el informe y cerró la comunicación, Osiris levantó la mano vendada para pedir silencio. Khepera calló sin haber terminado su discurso; se quedó de pie un momento, indeciso, y volvió a sentarse en su lugar.

—Gracias, mi estimado amigo, por tan inspiradas palabras —dijo el dios—. Jamás las olvidaré. Pero ahora debo anunciaros una cosa. Acaban de comunicarme que el Proyecto Dios del Cielo se ha realizado con éxito. Shu ha sido neutralizado junto con su círculo más íntimo y estoy en posesión de su sistema. Las pérdidas… de información han sido mínimas y la limpieza ha concluido. En resumen: éxito total.

Los vivas y las felicitaciones resonaron en el Palacio de Occidente; algunas, sinceras.

—Creo que el día de hoy es muy favorable para anunciar el comienzo de la fase final del Proyecto Grial. —Levantó la otra mano. Los muros del Palacio de Occidente cayeron y la Enéada se encontró sentada en medio de una infinita planicie en penumbra—. Nuestro trabajo concluirá en tan sólo unas semanas y podremos recoger los frutos de nuestro largo esfuerzo. El sistema del Grial está a punto de entrar en funcionamiento. ¡Ahora somos verdaderos dioses!

Una neblina roja apareció en el horizonte. Osiris extendió los brazos como si la hubiera creado él… y en realidad así era. Se oyó un espectacular redoble de timbales, un rugiente crescendo de percusiones.

—¡Regocijaos, hermanos! ¡Ha llegado nuestra hora!

El gran disco del sol naciente ascendió en el cielo, iluminó la bóveda celeste, regó de oro las llanuras y bañó de fuego los rostros de los hambrientos animales, elevados hacia lo alto.

El muelle estaba a poca distancia de la ancha escalinata principal del palacio, a menos de un kilómetro a juzgar por las luces que brillaban entre los edificios. Orlando y sus amigos hicieron todo lo posible por formar un grupo coherente antes de emprender la marcha a pie.

«¡Esto es peor que el peor virus! —exclamó Orlando para sus adentros—. Estamos en una simulación virtual, la más potente que se ha visto jamás… y ¡tenemos que andar! —Pero Orlando y sus nuevos aliados desconocían los mecanismos de escape para viajar instantáneamente o cualquier otro dispositivo de modificación de la realidad que formara parte de la estructura de Temilún—. Si al menos uno de los Atasco estuviera con nosotros…».

Avanzaron lo más rápido posible pero procurando no levantar sospechas con las prisas.

La ciudad bullía de actividad a esa hora temprana de la tarde, las calles estaban llenas de tráfico, motorizado o a pedales, y las aceras, de ciudadanos de Temilún que volvían a casa después del trabajo. Pero hasta entre la multitud de pseudohumanos, el grupo de viajeros llamaba la atención. No era tan sorprendente, pensó Orlando… había pocas ciudades, virtuales o no, en las que un personaje tan estrambótico como Sweet William no atrajera las miradas un poco siquiera.

La alta Renie volvió a ponerse a su lado.

—¿Crees que Sellars se refería a que nada más llegar al agua cambiaríamos de simulación? ¿O tendremos que viajar varios días?

—No tengo la menor idea —respondió Orlando.

—¿Qué les impedirá darnos alcance en el río? —preguntó Fredericks, asomándose por encima del hombro de Orlando—. Quiero decir que en algún momento entrarán en la sala del trono, y cuando descubran… —Se interrumpió de pronto y abrió los ojos como platos—. ¡Recontra! Ahora que hablo de ello, ¿qué pasará si nos matan aquí?

—Quedaremos desconectados —contestó Renie, e hizo una pausa.

El babuino, que andaba a su lado saltando a cuatro patas, la miró.

—¿Estás pensando que si no podemos desconectarnos ahora no hay garantía de que suceda si nos sobreviene aquí una muerte virtual? —preguntó—. ¿O estás pensando en algo peor?

Renie sacudió la cabeza negativamente con brusquedad.

—No es posible, no puede ser. Una cosa es el dolor, que podría ser simple sugestión hipnótica o incluso un estado de coma inducido, di ría, y otra muy distinta creer que algo que suceda en la realidad virtual llegue a matar… —Hizo otra pausa—. No —se ratificó tajantemente, como si pusiera un objeto en un cajón y lo cerrara—. Después tendremos tiempo de hablar de todas estas cosas. En estos momentos no nos sirve de nada.

Continuaron en silencio, a paso vivo. Los altos edificios del centro de la ciudad tapaban en ese momento la vista del agua y Fredericks se adelantó de una carrera para explorar el terreno. Orlando, que flotaba en la irrealidad del momento, se sorprendió mirando fijamente al babuino amigo de Renie.

—¿Cómo te llamas? —preguntó al simuloide mono.

—!Xabbu —dijo éste, con un sonido seco al principio, seguido de una especie de chasquido. Orlando no supo distinguir si la primera letra sería una ge, una hache aspirada o una ka—. Y tú eres Orlando.

La expresión de su rostro podría interpretarse como una sonrisa de babuino.

Orlando asintió. Estaba convencido de que la persona que había en el mono tendría cosas interesantes que contar, pero le faltaban fuerzas para plantearse preguntas. Después, quizá, como había dicho Renie. Después tendrían tiempo de hablar.

«Si es que hay un después».

Fredericks se les acercó corriendo.

—La embarcación está ahí mismo, nada más dar la vuelta a la esquina —dijo—, toda iluminada. ¿Y si no está lista para zarpar todavía, Orlando?

—Lo está —replicó secamente. No tenía la menor idea, pero por nada del mundo agravaría las preocupaciones de los demás—. Me fijé cuando nos llevaron al palacio.

Fredericks lo miró desconfiado pero no dijo nada.

—Tchi seen, tchi seen, hombre —musitó el robot acongojado, tocándose el cuello anodizado en busca de la neurocánula—. Nos van a atrapar, nos van a hacer daño. Marrón, chico, marrón gordo.

La gabarra estaba amarrada en su propio muelle como una solitaria flor ornamental profusamente adornada en medio de la funcionalidad brutal del lado obrero del puerto.

Al contemplar la hermosa nave, Orlando tuvo la sensación de que la debilidad de sus músculos disminuía un poco, y también el sordo dolor de cabeza. La gabarra los llevaría lejos, donde sus enemigos no pudieran encontrarlos. Tendría tiempo para descansar, para recuperar las fuerzas.

Renie miraba hacia atrás por encima del hombro de Orlando y movía un dedo en el aire como si dirigiera una orquesta.

—¿Qué haces? —preguntó Fredericks.

—Cuento. Somos nueve. ¿Es correcto o éramos más cuando salimos del palacio?

—No sé —dijo Fredericks—. No se me había ocurrido.

—Pues más habría valido. —Renie estaba enfadada, pero consigo misma, al parecer—. A lo mejor hemos perdido a alguien por el camino.

—Ahora no me importa —dijo Orlando llanamente—. Esperemos que haya alguien a bordo que sepa manejar la nave.

Como si le hubieran oído, varias figuras empezaron a reunirse en lo alto de la rampa que unía las escaleras del muelle con la gabarra. Mientras Renie reunía a los viajeros al pie de la rampa, dos ocupantes del barco se destacaron del grupo y descendieron hacia ellos. Uno parecía un preboste de cierta importancia, con su capa tachonada de escamas de plata. Orlando se preguntó si sería el capitán, pero pensó que nadie podía pasarse la vida en el mar y conservar un cutis tan perfecto. El otro hombre, un suboficial con una corta capa lisa que, sin duda, sería el equivalente temiluno del rompehuesos de la armada, llevaba un hacha de piedra larga y desagradable en el cinturón y, al otro lado, envainada, una especie de pistola con mango de nácar.

Renie levantó el anillo.

—Nos envía el rey dios. Nos ha dado esto y ordena que nos llevéis a donde deseemos.

El oficial se inclinó a mirar el anillo de cerca con las manos respetuosamente a los lados.

—Ciertamente, parece el sello del más honorable entre los honorables. Pero permitidme la pregunta, ¿quiénes sois vosotros?

—Somos una delegación de…

Renie vaciló.

—De la República de Banana —se apresuró a añadir Orlando—. Nos enviaron para pedir una gracia al más honorable entre los honorables. —Levantó la vista y pudo observar, al final de la rampa, los doce marineros que aguardaban y vigilaban celosamente y sin perderse detalle del desarrollo de la situación—. Ahora regresamos con un mensaje para nuestros amos.

—La República de Ba… —El oficial sacudió la cabeza como si aquello sobrepasara su comprensión—. No obstante, es muy extraño que no se nos haya avisado previamente.

—El rey dios… o sea, el más honorable entre los honorables, tomó la decisión hace breves momentos… —terció Renie.

—Naturalmente. —El oficial hizo una inclinación de cabeza—. Voy a ponerme en contacto con el palacio para solicitar la autorización. Ruego me disculpéis… no puedo permitir que embarquéis hasta haber cumplido ese trámite. Os pido perdón mil veces y me arrastro a vuestros pies por los inconvenientes que os causo.

Renie, sin saber qué hacer, miró a !Xabbu y luego a Orlando.

Orlando se encogió de hombros tratando de sobreponerse al enorme desánimo y al agotamiento. Intuía que sucedería algo así… que no podía llevar el simuloide de Thargor sin asumir determinadas responsabilidades. Se acercó un poco al rompehuesos. El hombre llevaba la pistola en el lado opuesto, lejos de su alcance. Sintiéndolo mucho, Orlando agarró el hacha de piedra con ambas manos y la soltó del cinturón del suboficial en el momento en que le echaba de la rampa de un codazo.

—Sujetadlo —dijo, empujándolo hacia Renie y los demás. Los marineros de arriba gritaron sorprendidos y sacaron las armas. Orlando apostaba a que no dispararían para no herir al hombre, que parecía bastante importante. Sin embargo, tampoco podía permitirse el lujo de dejar que empezaran a pensar en otras formas de capturarlos—. Seguidme —dijo, subiendo ya a la carrera por la rampa.

—¿Qué haces? —gritó Fredericks.

Orlando no respondió. Si de algo sabía era de combates virtuales, y la primera lección, según su propia experiencia, era: «Evitar la cháchara innecesaria». Sólo esperaba ya que le quedara algo de la fuerza y la rapidez asignadas al simuloide de Thargor, a pesar de su enfermedad y de las restricciones de un sistema desconocido.

—¡Ayudadlo! —gritaba Fredericks desde abajo—. ¡Lo matarán!

Orlando saltó desde el extremo superior de la rampa, cayó rodando por la cubierta y arrolló a los dos primeros marineros. Describió con el hacha un arco veloz y amplio y notó el desagradable encontronazo de la hoja con el hueso de la rótula de un tercer marinero, pero también advirtió la lentitud que entorpecía sus reflejos, normalmente rápidos. Los tres cuerpos que se retorcían en la cubierta le sirvieron de parapeto un instante, cosa que necesitaba desesperadamente. La poca fuerza que tenía, mucha menos de la que solía disfrutar cuando estaba con ese simuloide, se le iba por momentos; ya le escocía el aire en los pulmones. Al ponerse de rodillas, lo asaltaron por la espalda y lo tiraron al suelo con tanta fuerza que se dio un contundente cabezazo contra la madera. Perdió por completo el control sobre sus músculos, pero se obligó a encoger las piernas bajo el cuerpo y a incorporarse hasta ponerse en cuclillas.

El hombre que tenía a la espalda trataba de pasarle el brazo alrededor del cuello. Mientras Orlando se debatía para deshacerse de él, vio una mano con una pistola ante sus narices; respondió con un hachazo certero, que fue recompensado con un aullido de dolor; la pistola fue resbalando hasta llegar a la barandilla y cayó al agua. Torció la cabeza a un lado y lanzó al hombre que tenía a la espalda contra la cubierta, luego agarró por el cinturón al que había machacado la rótula unos momentos antes y le sacó la pistola de la funda.

Empezó a verlo todo negro. El impulso de disparar a bocajarro para despejar el panorama de enemigos era irreprimible, pero sintió una resistencia fatal a cargar contra esos hombres, de aspecto mucho más humano que sus contrincantes habituales. Así pues, arrojó el arma lejos de sí.

—¡Cogedla! —farfulló, con la esperanza de que alguno de sus compañeros la viera en la oscura rampa.

No sabía si habría chillado lo suficiente como para que lo oyeran; la cabeza le resonaba como un cencerro.

Varios hombres más aprovecharon la oportunidad para agarrarlo por las piernas y los brazos. Otro cayó sobre él clavándole la rodilla en la espalda y apretándole fuertemente la garganta. Forcejeó hasta deshacerse de unos cuantos enemigos, pero enseguida llegaron otros a sustituirlos. Se debatió desesperadamente por ponerse en pie, pero sólo logró darse la vuelta, boca arriba, aspirando el aire con afán. Las luces de la barandilla de la borda se alargaban y temblaban, mientras las tinieblas le envolvían la cabeza, como estrellas que enviaran su luz moribunda a la noche eterna del espacio.

«¡Qué curioso! —pensó—. Estrellas, luces… nada es real… pero todo es real…».

La cabeza le martilleaba a porrazos rítmicos y sordos que le resonaban por todo el cráneo. Cada nuevo golpe le hundía los pensamientos en la oscuridad, cada vez más hondo. Oyó un grito… la mujer, ¿cómo se llamaba? No importaba. Le estaban sorbiendo el aliento, la vida, y se alegró de que así fuera. Estaba tan cansado, tan cansado.

Creyó que Fredericks le llamaba pero no pudo contestar. Eso sí le daba un poco de pena. A Fredericks le habrían encantado las luces… las estrellas, porque eran estrellas, ¿no? Le habría encantado verlas arder valientemente en la oscuridad. Echaría de menos a Fredericks…

Estaba en un lugar… entre dos lugares, parecía. Una especie de sala de espera, o algo así. En realidad no podía pensar en todo, y además no importaba en ese momento.

Estaba acostado, eso sí lo sabía, pero al mismo tiempo estaba de pie, mirando hacia un gran cañón. Una pendiente colosal de un negro lustroso caía en picado a sus pies; el final, envuelto en brumas, no se veía. En la pared opuesta del cañón, apenas visible entre los jirones de niebla que se levantaban, estaba la ciudad dorada. Pero no era exactamente la misma que había visto antes… los edificios eran más altos y más extraños que cualquier cosa imaginable, diminutas formas radiantes pasaban fugazmente de un lado a otro entre las espirales de las torres, brillantes puntos luminosos que podían ser luciérnagas… o ángeles.

—Es otro sueño —se dijo, y se asustó al oírse decirlo en voz alta.

Seguro que no convenía hablar ahí… había alguien escuchando, lo sabía, alguien o algo que lo buscaba y con lo que no deseaba encontrarse.

—No es un sueño —le dijo una voz al oído.

Miró sobresaltado alrededor. Sentado en un satinado afloramiento de la lisa sustancia negra, había un insecto del tamaño de un perro. Estaba hecho de brillantes hilos de plata, pero tenía vida.

—Soy yo, jefe —dijo—. Llevo horas tratando de conectar contigo. Te he amplificado en todos los aspectos pero apenas te oigo.

«¿Qué es…? —¡Qué difícil le resultaba pensar! Como si la niebla algodonosa se le hubiera metido también en la cabeza—. ¿Dónde…?».

—Rápido, jefe; dime lo que quieres. Si entra alguien y me encuentran sentado encima de tu pecho, me van a tirar al reciclador.

Un pensamiento pequeño y volátil como las luces lejanas se movió dentro de su cabeza: «¿Beezle?».

—Dime qué está pasando.

Trató de recordar.

—Estoy atrapado en algún sitio. No puedo salir. No puedo volver.

—¿Dónde, jefe?

Se esforzaba por superar los accesos de entumecimiento, de oscuridad. La ciudad lejana había desaparecido y la niebla se espesaba. Apenas veía al insecto ya, aunque sólo estaba a la distancia de un brazo.

—En la ciudad que buscaba.

Quería recordar un nombre, el nombre de un hombre, empezaba con… ¿A?

—Atasco —dijo.

El esfuerzo fue excesivo. Un momento después, el insecto desapareció. Orlando se quedó solo con la niebla, con la ladera de la montaña y con la oscuridad creciente.