PROGRAMACIÓN DE LA RED/DEPORTES: Telemorphix hace un olímpico «gesto de buena voluntad».
(Imagen: bandera olímpica de Telemorphix ondeando en el Ateneo de Bucarest). Voz en off: Telemorphix ha hecho el llamado «gesto de buena voluntad» para resolver la disputa que mantenía con el Comité Olímpico Internacional y con el Gobierno de la República de Valaquia. El nombre oficial del evento deportivo será «Juegos Olímpicos de Bucarest, patrocinados por Telemorphix», en vez de «Juegos Olímpicos Telemorphix en Bucarest», como pretendía inicialmente la mencionada corporación.
(Imagen: Natasja Sissensen, vicepresidenta de relaciones públicas de Telemorphix). SISSENSEN: Sentimos un profundo respeto por el tradicional compromiso de paz de los Juegos Olímpicos y creemos haber ofrecido una significativa rama de olivo. No obstante, el COI no debe olvidar que nada se da gratis, al menos que yo sepa.
La luna era poco más que una uña plateada sobre la negra bahía de Barbacoas. La isla, ribeteada de luces anaranjadas, relucía más que cualquier astro nocturno. Miedo sonrió. Era un nido lleno de huevos como joyas, y él era el depredador. Se metería esas luces en las fauces y las apagaría machacándolas con los dientes.
Miedo preparó el Exsultate Jubilate, una antigua pieza musical de pulsación electrizante y timbre trascendente de júbilo. Era una lástima tener que recurrir a la música programada, pero tenía mucho que hacer y le faltaría tiempo para construir una banda sonora propia con que acompañar su actuación estelar. Mozart cumpliría bien el papel.
Se palpó el conector neuronal con alegría lobuna, libre al fin de las ataduras del de fibra. Se llevó las manos a las rodillas, consciente del resistente traje de neopreno y de los granitos de arena que tenía adheridos a las palmas; luego cerró los ojos para ver cosas importantes.
—Pista uno, informe.
Una ventana con una vista aérea del agua picada apareció sobre el espacio negro.
—Listo —dijo el encargado de la pista uno—. Preparado.
—Pista dos.
… Otra ventana; reconoció la silueta borrosa del bote antirreflejos porque lo había comprado él mismo. Delante del bote, un grupo de bultos se agazapaba en la sombra, tendidos en la arena. Uno de ellos se movió levemente y unas gafas oscuras brillaron.
—Preparados, jefe.
—Pista tres.
… Un montón de material y, al fondo, una pared mal pintada de un apartamento alquilado; todas las cajas eran del irritante color negro mate que empezaba a resurgir entre los materialistas modernos. Por lo demás, vacío.
«¿Qué demonios…?».
Se produjo un lapso de varios segundos antes de que apareciera una cabeza afeitada y la voz de Celestino reverberase en los huesos del cráneo de Miedo.
—Estaba haciendo unos ajustes de último momento, jefe. Ya estoy preparado.
«Querrás decir meándote de terror en el último momento». Miedo hizo una llamada en circuito cerrado a la sala contigua al laboratorio del material. Apareció un rostro femenino redondo y blanco enmarcado en pelo rojo fuego.
—Dulcy, ¿qué hay? ¿Va a hacerlo o no?
—Es un idiota, pero es competente, ya sabes a lo que me refiero. Yo sigo aquí. Vamos, adelante, prende la mecha.
Se alegró de tenerla consigo. Dulcinea Anwin era cara, pero sus motivos tenía. Era inteligente y eficiente, capaz de cruzar por el medio de la batalla de Waterloo sin pestañear. Miedo se preguntó un momento qué tal resultaría como presa. Una idea interesante.
—Pista cuatro.
El mirador del centro de observación, donde él se encontraba tan sólo unas horas antes, apareció tras sus párpados cerrados. El agente esperaba la llamada, al contrario que Celestino.
—Listos para pinchar.
Miedo asintió, aunque ni las cabezas de las ventanas de datos ni la docena de hombres apostados en la oscura playa le veían la cara. Abrió los ojos y pidió el mapa del lugar, que se extendió sobre una cuadrícula de neón por encima de la auténtica Isla Santuario, situada a sólo unos kilómetros de distancia. Perfecto. Cada cosa en su sitio.
«Acción».
Empezó a sonar Exsultate y, por un instante, se encontró solo en la noche caribeña con la luna, el agua y la voz argentina de la soprano.
—Pista cuatro: pincha.
El agente de la casa de la playa tecleó un código de seguridad y dijo una palabra por el micro de corbata. A esa señal, el contacto de Miedo en ENT-Inravisión inyectó, en la red de telecomunicaciones de Cartagena, el programa que le habían proporcionado a tal fin; un acto sencillo aunque delictivo, por el cual el empleado recibiría quince mil créditos y una cuenta bancaria en el extranjero por demás.
El código buscó su destino y se conectó con un discreto parásito residente del sistema doméstico de la Isla Santuario, un topo depositado, a cambio de la suma de cuarenta mil, por una desleal empleada de la anterior compañía de seguridad durante su última noche de trabajo. La actuación conjunta de ambos creó un pinchazo de datos en el sistema informático de la isla. El pinchazo sería detectado por el propio sistema o por intervención humana en menos de diez minutos, pero Miedo no necesitaba más tiempo.
—Aquí cuatro. Pinchazo listo.
Mozart lo elevó. El placer lo embargó como un fuego frío, pero se guardó el júbilo para sí mismo.
—Bien. Pista tres, empieza a bombear.
Celestino asintió con la cabeza.
—Es un placer, jefe.
El técnico cerró los ojos y movió los dedos describiendo una complicada filigrana al tiempo que empezaba a hacer las conexiones de entrada y salida.
Miedo mantuvo la serenidad en la voz.
—Dame un vínculo y sus matrices en cuanto lo tengas.
Sentía una especie de odio irracional hacia ese ex militar idiota y marica, cosa que podía resultar tan nefasta como el exceso de confianza.
Volvió a cerrar los ojos y vio pasar los segundos en el reloj de la pantalla. Excepto la ventana de Celestino, que dirigía una orquesta invisible de datos como burlándose de la sublime Exsultate, a los ictéricos ojos de Miedo, todas las demás permanecían estáticas a la espera de sus órdenes. Se detuvo un momento a degustar la sensación. En las raras ocasiones en que hablaban de su trabajo, algunos colegas de su reducidísimo círculo de expertos lo llamaban «arte». A Miedo le parecía una estupidez, puro autoengrandecimiento. No era más que un trabajo, aunque, en momentos como ése, resultaba excitante, satisfactorio, motivador. Pero una cosa tan ordenada y preparada de antemano no podía considerarse arte.
La caza sí… eso era arte, el arte del momento, de aprovechar la oportunidad, el arte del valor, del terror y del afilado filo ciego de las cosas. No podían compararse, una era un trabajo, la otra era sexo. Se podía ser bueno en el trabajo y estar orgulloso de ello, pero jamás cabría confundir lo mejor de lo uno con la trascendencia de lo otro.
Celestino se le metió otra vez hasta los huesos de los oídos.
—El surtidor está en marcha y bombeando, jefe. ¿Quiere línea con la red de seguridad?
—¡Pues claro que sí, no te jode! ¡Dios! Pista uno, informe.
En la ventana de la pista uno se veía más cantidad de agua negra y desde más arriba que antes.
—A quince kilómetros y aproximándonos.
—Manteneos a la espera de mi llamada.
Un momento después, la música empezó a atacar un crescendo. Con el rabillo del ojo veía una serie de ventanas diminutas que parpadeaban.
—Pista tres, ¿cuál es el canal de radiodifusión?
—El segundo desde la izquierda —respondió Celestino—. Sin novedad por el momento.
Miedo lo amplió y lo comprobó, no porque creyera que el técnico era tan incompetente sino porque se encontraba de un humor singularmente elevado y divino… quería tener bajo control hasta la última chispa, hasta la última hoja que cayera. Tal como Celestino había dicho, el canal estaba en perfecto silencio.
—Pista uno, adelante.
El silencio se prolongó unos momentos más. De pronto, oyó el zumbido de una radio directamente en el oído. Para asegurarse, quitó el volumen de la línea con la pista uno pero siguió oyéndola por el canal de seguridad de la Isla Santuario. Estaba escuchando con los oídos del mismísimo objetivo.
—¡Mayday! Santuario, ¿me recibes? —Había un leve retraso entre el español del supuesto piloto y el sistema traductor de Miedo, pero le bastó con eso…; el actor sonaba creíblemente asustado, con una pátina de macho profesional. Las Beinha habían escogido bien—. Santuario, ¿me recibes? Aquí XA1339 procedente de Sincelejo. ¡Mayday! ¿Me recibes?
—Aquí Santuario, XA1339. Te tenemos en el radar. Estás muy cerca. Por favor gira al este y sal de nuestra zona de exclusión.
Miedo hizo un gesto de asentimiento, amable, pero rápido y firme. La nueva compañía de seguridad de la isla valía lo que costaba.
—Hemos perdido el rotor de cola. Santuario, ¿me recibes? Hemos perdido el rotor de cola. Solicitamos permiso para aterrizar.
—No es posible —contestó una voz que no se hizo esperar—. Ésta zona ha sido declarada de exclusión por la ley de la aviación de las Naciones Unidas. Le sugiero que se dirija a Cartagena, al aeropuerto civil o al helipuerto. Se encuentra a tan sólo cinco kilómetros.
La protesta del capitán fue muy convincente. Miedo no pudo evitar una carcajada.
—¡Que os zurzan! ¡Desciendo ya! ¡No puedo llegar a Cartagena! Llevo cuatro pasajeros y dos tripulantes y no puedo seguir manteniendo este cacharro en el aire.
La Isla Santuario ya no hacía honor a su nombre.
—Lo lamento, XA1339, pero va contra las órdenes expresas, repito, en contra de las órdenes expresas. Insisto, intente llegar a Cartagena. Si emprende maniobras de aterrizaje aquí, lo tomaremos como un ataque. ¿Entendido?
Cuando el piloto volvió a hablar, su tono era amargo y desabrido. Los fuertes ruidos que impidieron oír algunas de sus palabras sonaban a helicóptero turbohélice a punto de reventar.
—No puedo hacer nada… maldito rotor… no puedo más. Descendemos. Procuraré no… estrellarme contra vuestra preciosa isla. Así… pudráis en el infierno.
Entonces intervino otra voz española que hablaba con apremio. Miedo comprobó las luces parpadeantes y se aseguró de que estaba en un canal secundario del sistema de seguridad de la isla.
—Contacto visual, señor. El rotor de cola está averiado, como ha informado. Se está acercando mucho al agua y se mueve descontroladamente. Es posible que choquen contra las rocas… ¡Dios mío! ¡Allá van!
Un golpe sordo, como de una maza al golpear contra un gong, se oyó en la distancia, al otro lado del agua oscura. Miedo sonrió.
—Han caído dentro de nuestro perímetro, señor. El helicóptero no se ha incendiado, de modo que puede haber supervivientes, pero los submarinos destructores estarán sobre ellos dentro de un par de minutos.
—Mierda. Ojeda, ¿está seguro de que han caído en nuestra zona?
Al oficial que estaba a cargo de la seguridad de la isla no le gustaba nada encontrarse en semejante situación, evidentemente.
—Veo el helicóptero, señor. Todavía está colgado en las rocas pero las olas no tardarán en echarlo abajo.
El oficial sacó las primeras imágenes de los camaracópteros y, cuando confirmó los comentarios de su observador, maldijo nuevamente. Miedo creyó saber con exactitud lo que ese hombre estaba pensando: la isla llevaba veinte años con su sistema de seguridad aun que a él acabaran de firmarle el contrato hacía poco. En veinte años, no había sucedido nada más peligroso que la incursión impremeditada de algunos pescadores del lugar en la zona de exclusión. Acababa de negar el derecho de aterrizaje, aunque fuera amparándose en la legalidad, a una nave en apuros. ¿Acaso podía llevar esa legalidad hasta el extremo absurdo de permitir además que los submarinos de seguridad mataran a los supervivientes del helicóptero? Y lo que era peor probablemente, ¿podía hacerlo delante de sus hombres y esperar que siguieran respetándolo en una auténtica situación de emergencia?
—¡Hijo de puta! —Casi había apurado la situación hasta el punto de hacer inútil cualquier intervención—. Cegad los submarinos… cerrad toda la red de cazadores marinos. Yapé, envía una barca lo más rápido posible al rescate de los supervivientes. Voy a llamar al jefe para comunicarle lo que estamos haciendo.
«Se han tragado el anzuelo». Miedo dio un respingo.
—Pista dos, adelante.
Saludó con un gesto a su mitad de las fuerzas invasoras, una docena de hombres con trajes de acción hechos de neopreno.
Cuando terminó el saludo, los hombres ya empujaban la barca al agua. Salió corriendo tras ellos. Su parte del trabajo acababa de empezar.
La barca cruzó la bahía silenciosamente, serpenteando entre las minas desactivadas. Aunque éstas tuvieran desconectadas las respuestas de búsqueda y destrucción, alguna podría explotar si la rozaban accidentalmente. Miedo iba sentado atrás, satisfecho de que otra persona estuviera al mando por un momento. Él tenía cosas más importantes que hacer que llevar el timón de la barca.
«¿Dónde está?». Cerró los ojos y apagó la música. La línea del pinchazo del sistema de seguridad de la isla seguía abierta: oyó al encargado de seguridad hablar con la lancha de rescate, que en ese momento salía desde el lado opuesto de la isla. Todavía no habían detectado el escape de información, aunque eso dejaría de tener trascendencia enseguida: las fuerzas de seguridad no tardarían en llegar al helicóptero. A menos que hubiera quedado en muy mal estado, descubrirían sin tardanza que estaba programado para operar por control remoto y entonces se darían cuenta del engaño.
«¿Dónde?». Volvió a sumergirse en sus pensamientos buscando el primer asidero esquivo… esa primera pulsación, ese latido de corazón electrónico que le indicaría dónde apretar.
Recordó que había descubierto su don en casa de la primera familia que lo adoptó. En realidad, el don fue el segundo milagro: el primero había sido que quisieran adoptarlo siquiera. A los siete años ya había matado a tres personas, todos niños de su edad. Sólo se había descubierto uno de los asesinatos, aunque se imputó a una trágica, si bien pasajera, pérdida de control; las otras dos muertes pasaron por accidentes fortuitos, cosa absurda, claro está, puesto que en ambas ocasiones Miedo, que aún no se había puesto tan melodramático pseudónimo, hacía días que llevaba un martillo en la cinturilla de los pantalones para cuando llegara el momento propicio. El hecho de arrojar a las dos víctimas de su segundo ataque por unas escaleras de hierro, tras golpearles la cabeza, fue un último exabrupto de ira, no un intento precoz de disimular su fechoría.
Aunque no constaran asesinatos en el historial del chico, la Queensland Juvenile Authority no habría podido encontrarle un hogar fácilmente. El hecho de que su madre fuera una prostituta aborigen y su padre un pirata filipino, detenido y ejecutado sumariamente poco después de la transacción que dio origen al bebé Miedo, obligaba a las autoridades competentes a compensar con un suplemento económico a los posibles padres adoptivos, es decir, una especie de reembolso. Sin embargo, los burócratas de la agencia decidieron rápidamente que valía la pena hacer malabarismos con el presupuesto a cambio de deshacerse del niño Johnny Wulgaru. Johnny era una amenaza segura de desastre.
Las circunstancias que lo llevaron a poner en práctica su don por primera vez no tuvieron nada de extraordinario. Su madre adoptiva, enfurecida por la crueldad con que trataba al gato de la casa, lo había llamado pequeño negro de mierda. El niño tiró un objeto que había encima de la mesa y la mujer cogió al chico con la intención de encerrarlo en su habitación. Mientras lo llevaba a rastras por la sala de estar en medio de grandes gritos de rabia, la pantalla mural tembló un momento y se apagó.
Para mayor consternación de sus tutores, los daños electrónicos resultaron irreparables y tuvieron que pasar casi un mes desconectados del mundo hasta que pudieron permitirse la adquisición de un aparato nuevo.
No relacionaron el suceso con el niño adoptado, aunque sabían que era capaz de perpetrar actos de vandalismo mucho más prosaicos. Sin embargo, Johnny sí que se había dado cuenta, y pensó si se trataría de algo mágico. Tras unos pocos experimentos comprobó que así era, en efecto, o al menos le funcionaba igual que si lo fuera y, al parecer, sólo él poseía ese don. Un solo día que pasó en su habitación oscura con la multiagenda de su padre adoptivo le enseñó que podía hacerlo también aunque no estuviera enfadado, que le bastaba con pensar lo necesario de la forma correcta.
Durante varios años y en las diversas familias que lo adoptaron, no utilizó su habilidad para grandes cosas, sólo para pequeños actos de vandalismo y venganzas motivadas por el odio. Incluso a medida que sus secretos se hacían más profundos y terribles, jamás pensó en utilizar el don para nada más que apagar cámaras de vigilancia en los sitios donde robaba, o en sus partidas de caza, que comenzaron antes incluso de alcanzar la madurez sexual. Miedo no comprendió que podía utilizar su don para cosas más importantes hasta que el viejo, tras sacarlo de un correccional de menores mediante todo tipo de maniobras y con un gasto ingente, lo arrastrara por una serie de instituciones para enfermos mentales, la última de las cuales era, más o menos, de la propiedad del viejo…
La barca dio un bote y Miedo volvió al mundo real con un sobresalto. Apartó de su mente el cielo, el agua, a los hombres que se agazapaban a su lado en silencio. «¿Dónde está? Recupéralo. Sujétalo, ahora».
Sin embargo, esa aplicación de su don era mucho más difícil que la simple destrucción que había practicado al principio, o la técnica posterior de, simplemente, congelar los componentes electrónicos. Lo que había de hacer esa noche requería habilidades que aún no dominaba por completo, a pesar del año que había pasado en un laboratorio del viejo repitiendo ejercicios agotadores, uno tras otro, mientras unos científicos de bata blanca le animaban… un apoyo que disimulaba el temor que les inspiraba y que nunca lograban ocultar del todo. No habría sabido decir con certeza cuál de esos dos poderes crecientes le satisfacía más.
«Encuéntralo y luego, cógelo». Por fin llegó a la conexión del pinchazo, la atrapó con la mente y dejó discurrir sus pensamientos alrededor de ella y por su interior mientras le tomaba las medidas. La intrusión mecánica en el sistema nervioso electrónico de la isla, llevada a cabo previamente por su equipo de expertos, fue un primer paso crucial: tenía que introducirse lo máximo posible en el sistema de seguridad antes de comenzar su cometido propiamente dicho. El control extremo que debía ejercer empezaba a darle dolor de cabeza. Cuando prolongaba la práctica de su habilidad más de unos momentos, tenía la sensación de que el don se ponía incandescente y le irritaba el cerebro como una glándula inflamada.
Cual perro cazador que rastrea una presa, buscó entre la inexplicable oscuridad interior del don hasta que dio con el tipo exacto de impulsos electrónicos que necesitaba, siguió su rastro en sentido contrario en pos de la corriente de datos hasta la fuente, situada en los procesadores principales y la memoria del sistema de seguridad. Los procesadores no eran más que artefactos electrónicos, no muy diferentes de otros mecanismos más sencillos, como las cámaras de vigilancia o la ignición de los coches… simplemente, impulsos eléctricos que controlaban artefactos mecánicos. Miedo sabía que sería fácil destruirlos por completo, darles un apretón tan fuerte que todo el sistema se cerrara; si sólo hubiera querido eso, habría dejado al zoquete de Celestino poner una bomba de datos. Sin embargo, tenía que atravesar su propio dolor para alcanzar una cosa mucho más sutil y práctica: necesitaba encontrar el alma del sistema y apoderarse de ella.
El sistema era complejo, pero su lógica estructural era como la de cualquier otro. Encontró el juego de entradas electrónicas que buscaba y dio un empujoncito a cada una. Se resistieron, pero hasta de la resistencia tenía algo que aprender. En esos momentos, lo había perdido todo ya, excepto la corriente de datos… hasta los ruidos insignificantes de la radio de seguridad y de la noche y las olas que rodeaban su cuerpo físico habían desaparecido. Volvió a empujar las puertas, una por una esta vez, haciendo todo lo posible por calcular el efecto de cada cambio antes de efectuarlo. Trabajaba con delicadeza aunque la cabeza le martilleaba de tal forma que sentía deseos de gritar. Tenía que evitar, por encima de todo, romper el sistema.
Por fin, en medio de una negrura rasgada por los rayos de color rojo sangre de la migraña, dio con la secuencia correcta. Cuando la puerta metafórica se abrió de par en par, un júbilo macabro se apoderó de él con una fuerza comparable a la del dolor. Había construido algo indescifrable a base de voluntad propia, una llave maestra que abría una cerradura invisible e inasequible y, entonces, el sistema entero de la Isla Santuario se abrió para él como una prostituta de diez créditos, listo para comunicarle todos sus secretos. Exhausto, Miedo volvió tambaleándose al otro mundo… el mundo de fuera del don.
—Pista tres —dijo con voz ronca—. Estoy en el filón principal. Pínchalo y aíslalo.
Celestino asintió con un gruñido nervioso y empezó a ordenar las corrientes de datos en bruto. Miedo abrió los ojos, se apoyó en la barandilla y vomitó.
La barca se encontraba a menos de medio kilómetro de la isla cuando, por fin, Miedo se rehízo. Cerró los ojos… las ventanas de datos que se superponían a las aguas rizadas empezaban a marearlo otra vez; entonces inspeccionó el resultado de su infiltración, la infraestructura de la Isla Santuario al desnudo.
Los diversos escáneres y controles de la maquinaria de seguridad lo tentaron un momento, pero después de haber preparado minuciosamente, en los estadios preparatorios de la acción, el esquema de qué apagar y durante cuánto tiempo, no creía que ni Celestino fuera capaz de estropearlo. Echó también una ojeada a los programas estándar que regulaban la parte física de la hacienda, aunque nada de todo eso tenía importancia todavía. Sólo había una cosa fuera de lo normal, y era exactamente lo que buscaba. Una persona o, mejor dicho, dos, a juzgar por los dos inputs emparejados, estaban conectadas a un LEOS, un satélite de comunicaciones de órbita baja, y había una enorme cantidad de información trasladándose en ambas direcciones.
«Nuestro objetivo está en la red, creo. Pero ¿qué demonios hace ahí que necesita mover tanto material?».
Miedo se quedó pensando un momento. Ya tenía todo lo que necesitaba. Sin embargo, no juzgó oportuno pasar por alto un uso tan intensivo. Por otra parte, si esa abejita laboriosa era verdaderamente el objetivo, a lo mejor Miedo llegaba a enterarse de por qué el viejo quería matar a Dios del Cielo. Un poco de información nunca venía mal.
—Pista tres, pínchame en uno de esos puntos calientes… creo que es el laboratorio del sujeto. Si lo que recibe es realidad virtual, no me des todo el contexto, sólo ábreme una ventana y dame entrada de audio.
—Está hecho, jefe.
Miedo esperó hasta que otra ventana se abrió sobre el negro de sus párpados cerrados. Ante él se extendía una mesa rodeada de rostros vagamente hindúes. Encima de la mesa, hacia el centro, había un mono sentado y el objetivo no paraba de dirigirle la mirada. Miedo sintió una alegría casi infantil. Sin que nadie lo supiera, estaba sentado en el hombro de su víctima como un demonio invisible… como la muerte en persona.
—Toda esa actividad estaba en manos de un solo grupo de gente —dijo alguien que estaba a su lado.
La voz, serena y segura, no pertenecía a su objetivo. Sería tal vez uno de los amigos académicos del Patrón. Ésos científicos satisfechos de sí mismos debían de estar celebrando alguna clase de simposio virtual.
Pensó en desconectarse pero las siguientes palabras que se pronunciaron lo sorprendieron como si las hubieran dicho a gritos.
—Ésas personas, hombres y mujeres ricos y poderosos, forman un consorcio llamado la Hermandad del Santo Grial.
Miedo escuchaba con un interés cada vez mayor.
—Pista tres —dijo al cabo de unos momentos—, deja esto abierto. ¿Estáis grabándolo?
—Todo lo que ve usted punto por punto, jefe. Si quiere, copio todo lo que salga o entre, pero no creo que tengamos memoria suficiente, por no hablar de la amplitud de banda.
Miedo abrió los ojos. La barca estaba casi al alcance de las luces de perímetro. Había que ocuparse de otras cosas; en cuanto tuvieran el objetivo seguro, recogería la mayor parte de los detalles.
—En ese caso, no te preocupes. Aunque hay mucha más gente en esa reunión. Averigua si son simuloides y, en caso afirmativo, comprueba su procedencia. Pero antes estate preparado para iniciar el cierre de las defensas en cuanto te lo diga.
Comprobó el estado de la pista dos, que aguardaba a una distancia semejante de la isla por el lado sureste. La información que iba llegando por la banda de seguridad de la isla le indicó que el equipo de rescate estaba a punto de descubrir el truco del helicóptero.
—Pista tres… cierra.
Las luces de perímetro se apagaron. Se oyó un grito de indignación y protesta en la banda de seguridad, pero una vez comenzada ya la secuencia de cierre, ninguna de las emisoras de radio podía hablar con nadie excepto consigo mismas… o con Miedo.
—Pista dos, allá vamos.
Hizo una seña al piloto de la barca, el cual pisó el acelerador a fondo y la embarcación empezó a volar por encima de la rizada superficie en dirección a la playa. Tan pronto como llegaron al bajío, sus hombres saltaron inmediatamente por la borda; los primeros en llegar empezaron a barrer la playa y los muros de la casa con armas ELF. Los vigilantes de la isla que no llevaban trajes protectores antifrecuencia cayeron convertidos en gelatina, sin saber siquiera qué los había eliminado.
Mientras seguía a sus hombres por la arena, Miedo cerró todas las ventanas excepto las estrictamente necesarias, pero dejó abierta en su cabeza la entrada de sonido procedente de la conferencia virtual del objetivo. Empezaba a ocurrírsele una idea.
La isla estaba tan oscura que Miedo ni siquiera se molestó en avanzar arrastrándose. Tres vigilantes más con trajes anti-ELF aparecieron en el pasadizo que rodeaba la caseta de vigilancia más cercana; uno llevaba una potente linterna y seguramente iba a averiguar lo que había sucedido con los generadores de la isla. Miedo hizo un gesto. Los Trohner con silenciador sonaban como si se rascara un palo contra una valla de estacas al pasar, mientras los centinelas iban cayendo. La linterna rebotó en el suelo del pasadizo y cayó hasta la playa girando en el aire.
Encontraron una fuerte resistencia en el pórtico del edificio principal, pero Miedo ya no tenía tanta prisa. El objetivo seguía encerrado en su simulación y, como Celestino había cerrado las salidas por control remoto y corrido un tupido velo de datos sobre el objetivo para evitar que los de seguridad dieran la voz de alarma, el Dios del Cielo no tenía la menor idea de que su castillo había sido tomado por asalto.
Miedo admiró al menos el nuevo servicio de seguridad de Atasco, pues hacían honor a su contrato. Luchaban ferozmente… la media docena que disparaba sin cesar desde la reforzada caseta de vigilancia que había junto a la puerta principal parecía capaz de detener a un ejército muy superior al de Miedo. No obstante, un buen trabajo de seguridad no se basaba sólo en la valentía, también la previsión era importante. Uno del grupo de asalto consiguió colocar una bomba incendiaria por una tronera, aunque se ganó una herida fatal en el intento. Cuando estalló al cabo de un momento, el calor fue tan intenso que hasta las ventanas de aceroplex se ablandaron y se alabearon.
El equipo de la pista dos, que había entrado por la parte trasera del complejo para atacar la oficina principal de seguridad, tardaría un poco en desembarazarse de peligros, pero Miedo estaba bastante satisfecho. De dos equipos de asalto de quince hombres cada uno, sólo habían caído tres unidades, que él supiera, con un solo muerto y con el setenta y cinco por ciento de la acción completada ya. Contra los medios de seguridad que un maldito ricachón como Atasco podía pagarse, el resultado era más que aceptable. Mientras sus dos artificieros colocaban explosivos plásticos Anvax en la maciza puerta, Miedo se permitió unos breves momentos de observación de su confiado objetivo.
—La Hermandad del Santo Grial ha construido la red virtual más potente y sofisticada que podamos imaginar. —Era la misma voz tranquila y aguda, que procedía de alguien situado junto a Atasco—. Al mismo tiempo, han manipulado y causado daños mentales a miles de niños. Pero aún no sé por qué. En realidad, os he convocado aquí a todos vosotros con la esperanza de que, juntos, encontremos algunas respuestas.
Miedo estaba cada vez más intrigado. Si no era Atasco quien encabezaba esa pequeña conspiración, ¿quién era? ¿Sabría el viejo lo lejos que habían llegado las cosas?
El explosivo entró en acción. Un estallido de luz iluminó brevemente los cuerpos diseminados por el porche al tiempo que la puerta principal se desprendía y caía hacia dentro. Miedo cerró la ventana que le proporcionaba la visión del objetivo; el canal de audio quedó invadido brevemente por el anuncio de la pista dos de que habían conquistado con éxito la oficina de seguridad.
—Ya hemos llegado, caballeros —respondió satisfecho—. Hemos olvidado las invitaciones, así que tendremos que entrar sin más.
Una vez traspasado el requemado dintel, Miedo se detuvo un momento a inspeccionar los montones de escombros y polvo que antes fueran una colección de piedras mayas instalada, desafortunadamente, demasiado cerca de la puerta de entrada. Ordenó al resto del equipo que se mantuviera alerta por si había algún otro agente de seguridad y que redujeran al personal doméstico y, acompañado por un artificiero y dos comandos, se dirigió al laboratorio del piso inferior.
Cuando el encargado de los explosivos se arrodilló frente a la puerta del laboratorio, Miedo volvió a conectarse con la confusión de voces.
—Pista tres —dijo—, dentro de un minuto, la línea del objetivo quedará libre. Quiero que la mantengas abierta cueste lo que cueste, y que retengas a los demás invitados de la simulación si es posible mientras averiguamos quiénes son. ¿Está claro?
—Sí, entiendo.
Celestino parecía tenso y excitado, lo cual proporcionó cierto malestar a Miedo, pero el colombiano había actuado correctamente hasta el momento. Era la persona rara y excepcional a la que no afectaba ni siquiera un poco participar en un asalto criminal armado de gran alcance.
Miedo y los demás se apartaron un poco de la puerta y el artificiero apretó el transmisor. Las paredes temblaron sólo ligeramente cuando el explosivo plástico dobló la maciza puerta de seguridad como si fuera una rebanada abarquillada de pan rancio. La apartaron de un puntapié y entraron. El hombre de cabello blanco, que estaba reclinado en una silla con cojines, había notado al parecer la vibración del estallido controlado y trataba de ponerse en pie. Su esposa, sentada en otra silla en el extremo opuesto del laboratorio, seguía inmersa en la realidad virtual y se agitaba suavemente.
Bolívar Atasco vaciló un poco, aún no se había separado del todo de la simulación y su punteado de las respuestas físicas externas. Se detuvo, se bamboleó y se quedó mirando a Miedo como si tuviera que reconocerlo por fuerza.
«Acabas de ver al ángel de la muerte y siempre es un desconocido. Siempre es un desconocido». Las palabras de un remoto juego interactivo le sonaron en la cabeza y le hicieron sonreír. Cuando Atasco abrió la boca para hablar, Miedo movió un dedo y el comando que más cerca se hallaba disparó al antropólogo entre ceja y ceja. Miedo se adelantó, sacó el conector de la neurocánula de Atasco y señaló a la mujer con un gesto. El otro soldado no se movió hacia ella sino que puso el Trohner en disparo automático y la regó con una lluvia de fuego que le sacó el cable del cuello y la arrojó al suelo hecha un amasijo de sangre. Misión cumplida.
Miedo miró un momento ambos cuerpos y ordenó a los dos comandos que volvieran arriba con los demás. Se conectó con la simulación otra vez, a tiempo para escuchar una voz nueva.
—Tratar de escapar sería una idea pésima.
No identificó la voz, estaba procesada a través de un traductor. Tardó unos momentos en darse cuenta de que era Celestino.
—Mucho me temo que los Atasco hayan tenido que ausentarse antes de tiempo —dijo el técnico por medio del simuloide usurpado a Atasco—. Pero no os preocupéis. Pensaremos en la forma de continuar alegrándoos la fiesta.
—¡Imbécil! —gritó Miedo—. ¡Desgraciado idiota, sal de ahí! —No hubo respuesta, Celestino no escuchaba el canal de órdenes. La rabia se fue apoderando de Miedo como un río de lava—. ¡Dulcy! ¿Estás ahí?
—Aquí estoy.
—¿Tienes una pistola?
—Hum… sí.
Su tono parecía indicar que siempre la llevaba aunque no la usara.
—Entra ahora mismo y mata a ese imbécil. Ahora mismo.
—¿Que lo mate…?
—¡Ahora mismo! Creo que ha echado a perder lo más importante de todo este montaje. Vamos. Ya sabes que me ocuparé de ti.
Dulcinea Anwin, que ya ocupaba un lugar elevado en la estima de Miedo, se elevó aún más. No volvió a oír un ruido por parte de ella hasta después de escuchar una fuerte explosión en el canal de audio de la pista tres.
—¿Y ahora, qué? —Volvió a la línea respirando con dificultad—. ¡Dios! ¡Es la primera vez que lo hago!
—Pues no lo mires. Vuelve a la otra habitación… desde allí puedes puntear. Quiero saber quién está en esa simulación. Busca las líneas de salida. Y lo que es más importante, quiero pinchar una de esas líneas, sólo una.
Dulcy tomó aire trabajosamente y se serenó.
—Entendido.
Mientras esperaba, Miedo examinó el laboratorio de los Atasco. Material caro. En otras circunstancias, no le habría importado llevarse unas cuantas cosas aunque contraviniera las órdenes explícitas del viejo. Pero se olía un premio mayor. Hizo un gesto al artificiero, que se encontraba de pie en el pasillo fumando un puro negro y fino.
—Vuélalo.
El hombre apagó el puro contra el suelo y empezó a colocar nodulos de explosivo Anvax por toda la habitación. En cuanto Miedo y Dulcy vaciaran el contenido del equipo informático, haría explosionar los dispositivos por control remoto.
Mientras Miedo subía de nuevo las escaleras, Dulcy Anwin volvió a conectarse.
—Tengo noticias malas y noticias buenas, ¿cuáles prefieres primero?
—Dime las malas primero, no ha habido muchas esta noche hasta ahora, así que puedo soportarlo —dijo con una sonrisa automática, más voraz que humorística.
—No logro establecer la posición de casi ninguno de esos tipos. Al parecer, hay diversas configuraciones distintas, la mayoría no se pueden rastrear. No son muñecos, no me lo parecen, pero utilizan alguna clase de navegador oculto… relacionado con al menos un par de routers anónimos y alguna otra cosa más rara todavía. Si pudiera tenerlos a todos un par de días en un sitio, a lo mejor lograba descubrir algo pero, si no, olvídalo.
—Ya empiezan a dispersarse. Se desconectarán dentro de unos minutos seguramente. Pero dijiste «de casi ninguno». ¿Ésas son las buenas noticias?
—Tengo a uno en el punto de mira. Era invitado del objetivo. Sin navegadores ni rodeos raros. Ya le he pinchado la línea.
—Bien —exclamó Miedo con un suspiro de alivio—. Perfecto. Quiero que hagas un seguimiento rápido y luego saques el índice del usuario. ¿Sabrás hacerlo?
—¿Para cuándo lo quieres?
—Inmediatamente. Quiero que uses el pinchazo para puntear y expulsar al usuario de la línea, luego, métete en su simuloide. Haz el escrutinio del índice, pero rápido, ya sacaremos después una versión más completa… y entérate de todo lo que puedas. Sea quien sea esa persona, te conviertes en ella. ¿Entendido?
—¿Quieres que me haga pasar por esa persona? ¿Y qué ocurrirá con todo el trabajo de información que tenemos que hacer?
—Ya lo haré yo. Tengo que hacerlo yo. No te preocupes, enseguida te mando el relevo. ¡Demonios! En cuanto cuadre los datos de una vez, seguramente te sustituiré yo mismo. —El dolor de cabeza, secuela del uso del don, ya casi había desaparecido por completo. Miedo sintió de pronto la necesidad de escuchar un poco de música y puso en marcha un triunfante aire marcial. Él tenía una cosa que no tenía el viejo, la tenía segura entre las fauces y no renunciaría a ella hasta el día del Juicio Final—. Si cualquiera de los otros que asisten a la conferencia o lo que sea permanece en la simulación, tú también. No abras la boca. Grábalo todo.
Hacía planes sobre la marcha a toda prisa. En cuanto supiera dónde vivía ese usuario, haría que investigaran sobre él y lo sancionaran, aunque no forzosamente en ese orden. ¡Cielos, qué júbilo! En ese momento tenía un asiento de primera fila, un papel protagonista en una misteriosa conspiración que había puesto los pelos de punta al viejo. Además, los conspiradores parecían saber mucho más acerca de las andanzas del viejo y sus amigos que él mismo. Imposible calcular lo valioso que podía resultar ese pequeño juego de manos.
«Por fin ha llegado mi hora», pensó con una carcajada.
Pero todo tenía que ser claro como el cristal, infalible. Hasta la eficiente señora Anwin podía cometer un error entre tanta confusión.
—¿Seguro que lo has entendido bien? —le preguntó—. Mantén ese simuloide en funcionamiento cueste lo que cueste hasta que yo te sustituya. Eres el usuario. No te preocupes por las horas extras… te las compensaré debidamente, Dulcy, muñeca. —Se rio de nuevo. La idea anterior de convertir a Dulcinea en su presa se había quedado pequeña al lado de una partida de caza mucho más gloriosa de lo que se había imaginado—. Sigue con ello. Volveré en cuanto ate unos cuantos cabos que han quedado sueltos por aquí.
Subió las escaleras a grandes pasos y entró en el enorme vestíbulo. Había que mover información, mucha. Tendría que ocuparse de eso antes de meterse en el simuloide, monitorizar la máxima cantidad de datos posible antes de que llegaran al viejo y a la Hermandad. De pronto sintió unas ganas tremendas de saber qué había estado haciendo Atasco y qué era lo que sabía. Significaría otra noche en vela, pero seguro que valía la pena.
Al pie de la escalera principal, sobre un pedestal, se hallaba una estatua de piedra de un jaguar agazapado, maciza y expresiva. Le tocó las fauces cariñosamente para que le diera buena suerte y se recordó que había que añadir el cadáver de Celestino a la lista de quehaceres del escuadrón de limpieza.