36. El arpa mágica

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(Imagen: foto del anunciante, M. J., simuloide asexuado estándar). M. J.: ¡Hola! Sólo quería saber si hay alguien ahí fuera. ¿Alguien tiene ganas de hablar? Estoy un poco… bueno, ya sabes, la soledad y esas cosas. Pensé que a lo mejor había otra persona por ahí que también se sintiera sola…

Se había dado un golpe en la cabeza y no podía pensar en otra cosa. Caía, el Gran Canal se precipitaba y daba vueltas en dirección a él. Entonces, a pesar del dolor y de la oscuridad poblada de chispas brillantes, Paul notó cosas que se movían sesgadamente, un espasmo inmenso que parecía atravesarlo rizándose y hacerlo estallar en mil fragmentos.

Todo se detuvo un instante. Todo. El universo quedó suspendido en un equilibrio imposible, el cielo se extendía por debajo de él como un cuenco de vacío azul, la tierra roja y el agua se alejaban ladeadas por encima de su cabeza. Gally colgaba petrificado en medio del aire con su cuerpo menudo contorsionado y las manos extendidas, tocando un dedo a Paul. Paul tendía el otro brazo por encima de la cabeza del niño hacia el canal inmovilizado, con la muñeca hundida ya en el agua de cristal y con un encaje de espuma rígida que subía por el antebrazo.

«Todo… se ha… parado», pensó Paul. De pronto, un resplandor intenso deslumbró todo lo visible reduciéndolo a la nada, y Paul siguió cayendo de nuevo.

Un instante de oscuridad, otro de brillo feroz… oscuridad, brillo, oscuridad, alternándose estroboscópicamente a mayor velocidad cada vez. Caía por dentro de algo… caía entre dos cosas. Sabía que Gally estaba allí, justo fuera de su alcance, notaba el terror del chico pero no podía socorrerlo de ninguna manera.

De repente, el movimiento cesó; estaba a cuatro patas en un suelo de piedra duro y frío.

Levantó la mirada. Un muro blanco se alzaba ante él sin nada más que una enorme bandera roja, negra y dorada. Un cáliz surgía entre dos rosas gemelas, con una corona en lo alto y la leyenda: «Ad aeternum» escrita debajo en artísticas letras.

—Ya… he estado aquí.

Aunque lo dijo en un susurro, las palabras lentas y atónitas resonaron levemente en el alto techo. Se le llenaron los ojos de lágrimas.

Era más que la bandera, más que la creciente impresión de que conocía aquel sitio. Múltiples pensamientos, imágenes y sensaciones se le venían encima, cosas que caían en el reseco suelo de su memoria como lluvia regeneradora.

«Soy… Paul Jonas. Nací… nací en Surrey. Mi padre se llama Andrew. Mi madre se llama Nell, y está muy enferma».

Los recuerdos iban arraigando donde antes sólo había vacío, y brotaban y florecían. Un paseo con su abuela, Paul de niño salía de la escuela primaria a pasar el día fuera y jugaba a ser un oso que gruñía detrás de un seto. La primera bicicleta, la rueda deshinchada, el aro retorcido y el horrible sentimiento de vergüenza por haberla estropeado. Su madre con el inhalador químico, su cansancio y su resignación. La luna colgada entre las ramas de un rechoncho ciruelo en el jardín del piso de Londres.

«¿Dónde estoy?». Miró las hoscas paredes blancas, la bandera con los extraños colores que cambiaban. Otro montón de recuerdos punzantes, luminosos y cortantes como trozos de un espejo roto le llegó a la cabeza. Una guerra que duraba siglos. Barro y temor, un vuelo por tierras extrañas, entre gentes desconocidas. Y también el lugar en que se hallaba en ese momento. Ya había estado allí.

«¿Dónde he estado? ¿Cómo he llegado aquí?».

Los recuerdos antiguos y los nuevos crecían juntos, pero en el medio había una cicatriz, una parte baldía que no lograba cubrir. Estaba terriblemente confundido, pero lo más terrible de todo era la zona en blanco.

Se acuclilló y se llevó las manos a la cara para taparse los ojos y buscar mayor claridad. ¿Qué podía haber ocurrido? Su vida… había sido normal. El colegio, algunos lances amorosos, más tiempo del debido haraganeando con amigos que tenían más dinero que él y podían permitirse largas comilonas con borrachera y salidas nocturnas. Un título sacado con poco esfuerzo de… un momento… de Historia del Arte. Un trabajo de último ayudante de conservador en la Tate, traje sobrio, cuello duro, grupos de turistas cloqueando como gallinas alrededor de la instalación «Nuevo Genocidio». Nada fuera de lo normal. Era Paul Jonas, eso era todo lo que tenía, y nada había de especial en todo ello. Era un don nadie.

¿Por qué?

¿Locura? ¿Un golpe en la cabeza? ¿Era posible que existiera una locura tan detallada, tan plácida? Aunque no todo había sido tan sereno. Había visto monstruos, cosas espantosas… las recordaba con la misma claridad que el tendal de la terraza que se veía desde la ventana de su habitación de la residencia universitaria. Monstruos…

«… Traqueteando, rechinando, echando vapor…».

Paul se levantó súbitamente asustado. Había estado antes en ese sitio, y allí vivía un ser terrible. A menos que lo hubieran encerrado en una especie de falsa memoria incomprensible, una especie de déjà vu con dientes, él ya había estado allí y no era un buen refugio.

—¡Paul!

La voz era débil, venía de lejos y sonaba aguda de desesperación, pero la reconoció antes de saber de qué parte de su vida procedía.

¡Gally! —¡El niño! El niño iba con él cuando se cayeron de la nave voladora, pero a Paul se le había pasado por alto en la avalancha de recuerdos recobrados. ¿Y entonces? ¿Estaría el niño amenazado por aquel ser inmenso e imposible, el gigante máquina?—. ¡Gally! ¿Dónde estás?

No hubo respuesta. Se puso de pie y echó a correr hacia la puerta del extremo opuesto del salón. Allí, otra imposición de la realidad y la memoria, tan intensa que casi dolía. Plantas polvorientas que crecían en todas direcciones y llegaban hasta las vigas del techo cubriendo las altas ventanas. Estaba perdido en una jungla de interior. Más allá… lo sabía, lo recordaba… había un gigante…

… Y una mujer, una mujer de belleza sobrecogedora, con alas…

—¡Paul! ¡Socorro!

Siguió apresuradamente la voz del niño apartando a manotazos las ramas correosas y secas. Las hojas se le caían entre las manos y se convertían en polvo que flotaba y se arremolinaba con cada uno de sus movimientos. El matorral se abrió ante él, las ramas se apartaban, se desplomaban, se desintegraban al tocarlas, hasta que una jaula de finos barrotes dorados quedó al descubierto. Los barrotes tenían manchas negras y grises, y oscuros zarcillos se enredaban entre ellos. La jaula estaba vacía.

A pesar de su temor por el niño, Paul sintió una gran decepción. Ahí era donde estaba ella. La recordaba vívidamente, el temblor de sus alas, sus ojos. Pero la jaula estaba vacía.

Bueno, casi vacía. En el centro, algo brillaba debajo de una maraña de zarcillos y raíces y del mantillo de las hojas caídas. Paul se acuclilló y metió el brazo entre los barrotes deslustrados, estirándose para llegar al centro. Cerró la mano y asió un objeto liso, fresco y pesado. Cuando lo levantó y lo sacó por entre los barrotes, una serie de repiques tintineó en el aire.

Era un arpa, un arco curvo y dorado con cuerdas doradas. Mientras la sujetaba ante sí y la miraba, el arpa se templó y empezó a encogerse retorciéndose como una hoja en una hoguera. Al cabo de unos momentos, quedó reducida al tamaño de una moneda.

—¡Paul! ¡No puedo…!

El grito de dolor que oyó a continuación concluyó brusca y secamente. Paul se levantó temblando del susto, guardó el objeto dorado en la mano y empezó a abrirse camino a porrazos entre la ruinosa vegetación. Había avanzado tan sólo unos pocos pasos cuando se alzó ante él una puerta que le quintuplicaba en altura. La tocó y se abrió hacia dentro.

La estancia inmensa que había al otro lado, grande como un hangar, tenía vigas de madera y paredes de piedra sin revocar. Unas ruedas gigantescas giraban lentamente; unas grandes palancas subían y bajaban. Unos engranajes del tamaño de autobuses de dos pisos rotaban mordiendo alrededor de otros aún mayores cuyo tamaño completo no se veía, pero sus bordes dentados entraban y salían de unos grandes agujeros que había en las paredes. Olía a aceite, a rayos y a óxido y el sonido era de destrucción lenta. El ruido de un horadar profundo y constante que reverberaba en los gruesos muros, el martilleo monótono de grandes pesas al caer, era el sonsonete de un hambre incomprensible e insaciable, de una maquinaria capaz de moler hasta los cimientos del tiempo y el espacio.

Gally estaba de pie en el único espacio libre del centro de la habitación, flanqueado por dos seres, uno delgado y otro inmensamente gordo.

Paul notó una oscuridad desesperante que le ofuscaba el cerebro. Gally se debatía entre los dos, pero ellos lo sujetaban sin esfuerzo. El delgado era de metal brillante, con garras, inhumano, con una cara sin ojos que parecía un pistón. Su compañero era tan gordo que su piel sebosa era casi transparente de tan estirada como estaba, y despedía una luz propia como sudor gris amarillento; parecía una herida enorme.

La boca de colmillos rotos del grande se abrió sonriendo hasta hacer desaparecer las comisuras de los labios entre los pliegues de sus gordos mofletes.

—¡Has vuelto con nosotros! ¡Has hecho todo el camino de regreso… por voluntad propia! —Se rio y los carrillos le temblaron—. ¿Te lo imaginas, Nickelplate? ¡Cuánto nos habrá echado de menos! ¡Qué lástima que el viejo no esté aquí para gozar de estos momentos!

—Tenía razón, Jonas ha vuelto —dijo el metálico abriendo y cerrando una puertecilla de su boca rectangular—. Pero tendría que estar arrepentido, después de todos los problemas que nos ha causado. Es un chico muy malo. Tiene que rogarnos que lo perdonemos. ¡Ruéganoslo!

—Soltad al chico. —Paul nunca había visto a esos dos, pero los conocía de todos modos y los odiaba como el cáncer que había acabado lentamente con su madre—. Es a mí a quien buscáis.

—¡Nada de eso! Ya no te buscamos sólo a ti —dijo el ser de metal—. ¿Verdad que no, Butterball?

El gordo negó con la cabeza.

—Primero danos lo que tienes en la mano. Te lo cambiamos por el chico.

Paul notó los bordes agudos del arpa en los dedos. ¿Por qué querían negociar? Estaban en sus dominios, donde mandaban ellos, ¿por qué molestarse en hacer tratos?

—¡No lo hagas! —gritó Gally—. No pueden…

El ser llamado Butterball le apretó el brazo con sus dedos como babosas y el niño empezó a retorcerse y a gritar como si hubiera caído en unos raíles electrificados.

—¡Dánoslo! —repitió Nickelplate—. Así, a lo mejor el viejo se porta bien contigo. Las cosas te iban bien antes, Paul Jonas. Y podría volver a ser igual.

Paul no podía soportar la boca abierta de Gally y sus ojos rebosantes de dolor.

—¿Dónde está la mujer? Había una mujer en aquella jaula.

Nickelplate volvió su rostro casi liso para mirar a Butterball un momento largo y silencioso, y luego se dirigió otra vez a Paul.

—Se fue. Voló… pero no llegó lejos ni se fue por mucho tiempo. ¿Quieres volver a verla? Se puede arreglar.

Paul negó con un gesto. Sabía que no podía fiarse de aquellos dos.

—Soltad al chico.

—No, hasta que nos des lo que tienes en la mano.

Butterball hizo convulsionarse a Gally otra vez.

Paul, horrorizado, les enseñó el arpa. Los dos rostros, el de cromo y el de cera, la miraron codiciosamente.

La habitación se conmovió. Por un momento, Paul creyó que la inmensa maquinaria había empezado a romperse. Después, cuando parecía que hasta las paredes iban a desplomarse, sintió un temor mucho más pavoroso.

«¿El viejo…?».

Pero Nickelplate y Butterball también miraban fijamente, boquiabiertos, cuando los propios planos de formas geométricas empezaron a correrse a un lado alrededor de ellos. Paul se quedó con la mano tendida y Nickelplate, por sorpresa, dio un paso increíblemente largo hacia él para tratar de arrebatarle el arpa. Gally, que se había desplomado en el suelo, agarró a Nickelplate por las piernas y la criatura tropezó y cayó con un estrépito de metal contra piedra.

La habitación, Paul…, todo tembló de nuevo, se derrumbó y volvió a cerrarse sobre sí mismo.

Estaba otra vez congelado en el aire, sobre el cielo, y el Gran Canal y el desierto rojo se extendían por encima de su cabeza… pero ahora sólo había un vacío en el lugar de Gally. La mano del dedo que Gally le tocaba antes estaba cerrada.

Mientras su cabeza superpoblada trataba de comprender la brusca transición del taller del gigante a esa estasis perfecta, el mundo volvió a la vida. Los colores se despegaron y fluyeron. Los sólidos se transformaron en aire y el aire se hizo agua, que tragó a Paul de un solo sorbo grande y frío.

No hacía pie, tenía los pulmones llenos a reventar y empezaban a dolerle. Las negras tinieblas húmedas que lo envolvían eran frías y pesadas. No sabía qué era arriba y qué abajo. Divisó un brillo tenue, un punto amarillo que podía ser el sol, y se lanzó hacia allí retorciéndose como una anguila. La luz lo envolvió un momento, pero enseguida volvió a sumirse en la oscuridad, una oscuridad gélida como la muerte. Vio luz nuevamente, de un azul más frío, y hacia allá se dirigió. A medida que se elevaba, empezó a ver las finas puntas de unos árboles oscuros y un cielo gris encapotado. Después, golpeó con la mano y ésta rebotó. Dio una patada y levantó la cara hacia la luz aprovechando el impulso y arañando con los dedos al mismo tiempo, pero entre él y el aire había algo sólido que lo aprisionaba en el agua helada.

¡Hielo! Empezó a darle puñetazos pero ni siquiera lo agrietó. Tenía ascuas ardientes en los pulmones y sombras asfixiantes en la cabeza.

Se ahogaba. No sabía dónde ni cómo, y jamás averiguaría por qué.

«Lo que sé morirá conmigo. Lo del Grial». Ése pensamiento sin sentido pasó ante su oscuridad personal, cada vez más profunda, como un pez brillante.

El agua le absorbía todo el calor del cuerpo. No notaba las piernas. Hizo fuerza con la cara contra el hielo, ansioso por una burbuja de aire, pero una inhalación diminuta sólo le proporcionó más frialdad. No valía la pena esforzarse más. Abrió la boca para tomar un trago que pusiera fin a su dolor y luego se detuvo un momento a contemplar por última vez un atisbo de cielo. Algo oscuro cubrió el agujero y, en el mismo momento, el hielo, el cielo y las nubes estallaron sobre él empujándolo y haciéndole expulsar súbitamente el aire de los forzados pulmones. Tomó una bocanada en un acto reflejo y el agua lo inundó, lo asfixió, lo anuló.

Una cortina se movía, una pantalla vaporosa de color naranja y amarillo. Intentó fijar la vista pero no pudo, por más que se esforzara no lograba enfocar lo que veía, seguía siendo una mancha tenue y sin textura. Cerró los ojos, descansó un momento y volvió a abrirlos para intentarlo de nuevo.

Notó un roce, una sensación extraña y ajena, como si su cuerpo fuera inmensamente largo y el roce se hubiera producido en alguna parte lejana. Se preguntó si habría sido… no lograba recordar la palabra, sin embargo topó con una imagen, una habitación de hospital, olor de alcohol, un escozor agudo como la picadura de un insecto.

«Anestesia». Pero ¿por qué iban a…? Estaba en…

El río. Quiso sentarse y no pudo. El roce delicado continuaba suave y lejano. Por fin logró enfocar la mirada y comprendió que estaba mirando fijamente las llamas danzarinas de un fuego. Tenía la sensación de que su cabeza estaba conectada al cuerpo sólo por unos pocos nervios: notaba algo debajo de sí, una superficie áspera e incómoda, pero la sensación de incomodidad era una pura especulación de su cuerpo adormecido. Quiso hablar y sólo logró emitir un leve sonido rasposo.

Un rostro acudió como si lo hubiera llamado y apareció flotando en un plano perpendicular a su mirada. Tenía barba y una frente grande. Los ojos castaños, hundidos en unas cuencas profundas, eran redondos como los de una lechuza.

—Está helado —dijo el rostro con voz profunda y serena—. Casi se muere de frío, pero vamos a hacerlo entrar en calor.

El rostro desapareció nuevamente.

Paul pasó revista a cuantos pensamientos pudo. Había sobrevivido de nuevo, hasta el momento. Recordó cómo se llamaba y todas las demás cosas que había recuperado al arrodillarse ante la bandera del cáliz y las rosas. Sin embargo, seguía sin saber dónde había estado, como tampoco sabía dónde se encontraba en ese momento.

Trató de sentarse una vez más pero sólo logró ponerse de lado. Empezaba a recobrar la sensibilidad en el cuerpo en forma de focos de pinchazos por las piernas que cada vez le resultaban más dolorosos… pasaba de accesos de temblor convulsivo a fuertes espasmos de dolor. Al menos, vio por fin lo que había más allá de la cortina de fuego, aunque tardó unos momentos en distinguir qué era.

El hombre que había hablado con él y media docena más, también con barba y ojos hundidos, estaban acuclillados en un semicírculo en torno al fuego. Por encima se elevaba un techo de piedra, pero no era una cueva sino un entrante profundo de la ladera de una colina. Más allá de la boca se veía un mundo de blancura casi perfecta, un mundo de nieve en abundancia que se extendía hasta una cadena de picos serrados que se divisaba a lo lejos. Al pie de la colina, a un kilómetro de distancia más o menos, distinguió la fina cinta gris de un río helado y el agujero negro del que esos hombres lo habían rescatado.

Miró hacia abajo. El hombre que había hablado con él estaba cortándole las húmedas ropas con un trozo de piedra negra pulida en forma de hoja de cuchillo. Era corpulento, de manos anchas y dedos aplastados. Iba vestido con una mezcolanza de pieles de animales sujetas por tendones a modo de cuerdas.

«Neandertales —pensó Paul—. Cavernícolas, y estamos en un período interglacial, o algo así. Es como una exposición de museo, sólo que yo estoy dentro, a cincuenta mil años de cualquier cosa que conozca».

Un dolor terrible le removió las entrañas. Estaba vivo pero había perdido la vida en cierto modo, la vida de verdad, y, al parecer, estaba condenado a vagar para siempre por un laberinto horrendo sin saber por qué. Se le llenaron los ojos de lágrimas y empezó a llorar. La angustia de la pérdida total se sobrepuso al temblor y al dolor de los nervios, que ya entraban en reacción.

«Gally no está. Vaala tampoco. Mi familia, mi mundo, todo ha desaparecido».

Giró la cara contra la piedra, se la tapó con la mano para ocultarse de los hombres de barba que lo miraban y lloró.

Cuando el cuchillo de piedra terminó de cortar el último jirón de su camisa, Paul pudo sentarse. Se acercó un poco más a la hoguera a rastras. Otro de los rescatadores le ofreció una piel de gran tamaño cubierta de pelo que olía a sebo y a humo, y Paul, agradecido, se cubrió con ella. Poco a poco, los temblores fueron remitiendo, pero siguió tiritando levemente, sin parar.

El que tenía el cuchillo recogió los desechos de la ropa de Paul, tiesos de hielo todavía, y los dejó amontonados en un rincón con un cuidado ansioso. En ese momento, algo cayó con un ruidito sobre la piedra y rodó lanzando destellos. Paul se quedó mirándolo, lo recogió y empezó a darle vueltas entre las manos observando el reflejo de las llamas en las doradas superficies del objeto.

—Te vimos en el agua —dijo el del cuchillo—. Creíamos que eras un animal, pero Cazapájaros dijo que no eras un animal. Y te sacamos del agua.

Paul cerró la mano en torno al precioso objeto, el cual se templó; entonces, una voz suave llenó la caverna y le hizo dar un respingo.

—Si has encontrado esto, es que has escapado —dijo la voz. Paul miró alrededor temiendo que sus rescatadores estuvieran aterrorizados, pero seguían mirándolo con la misma expresión de reserva y vaga preocupación. Al cabo de un momento, se dio cuenta de que no oían la voz, es decir, que le hablaba sólo a él—. Has de saber —prosiguió— que eras prisionero. No estás en el mundo en que naciste. Nada de lo que te rodea es verdad, aunque las cosas que ves pueden hacerte daño o matarte. Eres libre pero te persiguen, y yo sólo puedo ayudarte en sueños. Tienes que procurar que no te atrapen hasta que encuentres a los otros que voy a enviar. Te buscarán en el río. Sabrán quién eres cuando les digas que el arpa dorada te ha hablado.

La voz calló. Cuando Paul abrió la mano, el objeto brillante había desaparecido.

—¿Eres un espíritu del río? —le preguntó el del cuchillo—. Cazapájaros cree que eres un ahogado que ha vuelto de la tierra de los muertos.

—¿La tierra de los muertos? —Paul hundió la cabeza en el pecho. El agotamiento le presionaba, le pesaba como la colina que los amparaba. Su carcajada repentina resonó roncamente y los hombres recularon gruñendo y murmurando. Las lágrimas volvieron a emborronarle la visión—. La tierra de los muertos. Sí, más o menos.