PROGRAMACIÓN DE LA RED/NOTICIAS: Campo de refugiados adquiere categoría de nación.
(Imagen: ciudad de refugiados en la playa de Mérida). Voz en off: El campo de refugiados mexicano conocido entre sus residentes como «El final de la calle» ha sido declarado país por las Naciones Unidas. Mérida, una pequeña ciudad del extremo norte de la península de Yucatán, en México, ha visto incrementada su población hasta cuatro millones de habitantes a causa de una serie de tormentas ocurridas en la costa y ala inestabilidad política de Honduras, Guatemala y el noreste de México.
(Imagen: camión de las Naciones Unidas abriéndose paso entre la multitud enfebrecida). Los tres millones y medio de refugiados se encuentran prácticamente sin cobijo de ninguna clase, muchos han enfermado de tuberculosis, fiebres tifoideas o fiebres de Guantánamo. Tras la concesión a Mérida del status de nación por derecho propio, las Naciones Unidas están en condiciones de declarar la ley marcial en el nuevo país y situarlo bajo su tutela jurisdiccional…
—¡Dzang, Orlando, tenías razón! ¡Tenías razón! —Fredericks saltaba en la playa, enloquecido de emoción y de terror—. ¿Dónde estamos? ¿Qué ha ocurrido? ¡Eso es! ¡Has acertado!
Orlando tocó arena con las palmas de las manos, caliente, granulosa e innegable. Cogió un puñado y lo dejó caer poco a poco. Era real. Todo era real. Y la ciudad, salvaje y más maravillosa que cualquier cuento de hadas, la ciudad dorada, también era real y se extendía hasta donde alcanzaba la vista, alzándose hacia el cielo con profusión de torres y pirámides tan decoradas como huevos de Pascua rusos. Su obsesión de tantos días se encontraba a pocos kilómetros de él, a una breve travesía por el océano azul. Se encontraba en una playa, una playa sin el menor género de duda, contemplando su sueño.
Pero antes había pasado por una pesadilla. La oscuridad y, luego, aquella cosa horrenda y hambrienta…
«Pero sólo fue un sueño. Aunque había algo real en aquello… como en los espectáculos de marionetas. Como si mi cabeza estuviera haciendo esfuerzos por comprender algo demasiado grande para mí…».
Aparte de la pesadilla, había más cosas que no encajaban. Dondequiera que fuese, la enfermedad de su cuerpo real iba con él. Tenía la ciudad delante de sí… la ciudad imposible, la ciudad inimaginable y, sin embargo, no podía permitirse ni experimentar la emoción correspondiente. Se estaba derritiendo como una vela, se le escapaba el calor. Algo grande y ardiente le comía el pensamiento por dentro, le llenaba la cabeza y le presionaba los ojos desde el interior.
«¿Dónde estamos?».
Fredericks seguía saltando, presa de un delirio de incertidumbre. Al tratar de ponerse en pie, Orlando vio que su amigo llevaba el simuloide de Pithlit, el archiladrón del País Medio.
«Eso tampoco encaja», se dijo, pero no pudo seguir razonando. De pie, se sentía peor aún. La ciudad pintada de oro se inclinó de pronto a un lado y Orlando trató de seguir la trayectoria; sin embargo, fue el suelo lo que saltó hacia él y lo golpeó con fuerza como si fuera sólido.
«Noté que me rozaban en la oscuridad…».
El mundo daba vueltas y vueltas. Orlando cerró los ojos y se desmayó.
Pithlit el ladrón lo zarandeaba. A Orlando le parecía que en vez de cabeza tenía un melón podrido que estallaría a la siguiente sacudida.
—¡Orlando! —Fredericks no tenía idea del dolor que su voz le causaba en los huesos—. ¿Te encuentras bien?
—… Enfermo. Deja de sacudirme…
Fredericks lo soltó. Orlando giró de lado y se abrazó a sí mismo. Notaba el sol, que le caía encima implacablemente, pero debía de tratarse de la información del tiempo de otra parte del país, porque él, en lo más hondo de su ser, notaba un frío inasequible al sol, fuera real o simulado. Empezó a tiritar.
—¡Estás temblando! —dijo Fredericks. Orlando apretó los dientes, incapaz de hacer un comentario sarcástico siquiera—. ¿Tienes frío? ¡Pero si hace mucho calor! Perdona, hombre. Hay que taparte con algo… sólo llevas un taparrabos. —Fredericks miró alrededor escrutando la vacía playa tropical como si fuera posible que alguien hubiera dejado a propósito un edredón de pluma detrás de una de aquellas rocas de lava. De pronto, se le ocurrió una idea y se dirigió otra vez a Orlando—. ¿Por qué llevas el simuloide de Thargor? ¿Cuándo te lo pusiste?
Orlando sólo podía gemir.
Fredericks se arrodilló a su lado. Tenía los ojos abiertos como platos, las pupilas fijas como un cobaya de laboratorio bajo los efectos de una sobredosis de un fármaco fuerte, pero se esforzaba por recuperar un punto de lógica.
—Toma, ponte mi capa. —Se la desató y la colocó sobre los hombros de Orlando. Debajo, llevaba la camisa y las calzas grises típicas de su personaje—. ¡Atiza! ¡Es la capa de Pithlit! ¿De modo que yo soy Pithlit como tú eres Thargor?
Orlando asintió sin fuerza.
—Pero no me… ¿Qué virus infecto…? —Fredericks hizo una pausa—. Tócalo, ¡si parece real! Orlando, ¿dónde estamos? ¿Qué ha ocurrido? ¿Estamos en la red?
—En la red… no hay nadie… que tenga un equipo así. —Trataba de impedir el castañeteo de los dientes, el ruido le resonaba dolorosamente en la cabeza—. Estamos en… No sé dónde estamos.
—Pero ahí está la ciudad, tal como me la describiste. —Fredericks parecía el niño desencantado que acababa de encontrarse con el verdadero Santa Claus—. Ésa es la ciudad de la que hablabas, ¿no? —Soltó una risa un poco estridente—. Claro que sí. No puede ser otra cosa. Pero ¿dónde estamos?
Orlando seguía a duras penas la nerviosa cháchara de su amigo. Se arropó en la capa y se acostó, preparado para soportar otra oleada de temblores.
—Creo… que tengo que dormir… un poco…
Las tinieblas alargaron los brazos y lo envolvieron de nuevo.
Orlando flotaba entre visiones de lápidas, cancioncillas del Tío Jingle e imágenes de su madre que buscaba por los pasillos de la casa algo que había perdido. En un momento, emergió de los sueños y notó que Fredericks le sostenía la mano.
—… Creo que es una isla —decía su amigo—. Hay un templo o algo así, de piedra, pero no parece que nadie lo use ya, y eso es todo. No llegué hasta el final porque encontré una especie de bosque increíblemente denso… bueno, más bien parece la jungla pero, por las curvas de la playa, diría que…
Orlando volvió a perder el conocimiento.
Mientras flotaba a la deriva entre las tumultuosas corrientes de su enfermedad, trataba de asirse a los pocos pensamientos que pasaban ante él y que parecían parte de la realidad. Los niños monos querían llevarlo a ver a… ¿a un animal…, o a una persona con nombre de animal… que sabía algo de la ciudad dorada? Sin embargo, los niños y él habían sucumbido a algo que casi lo hizo estallar en pedazos, como un perro que atrapa a una rata y la liquida.
Un perro, Dog. Tenía que ver con un perro.
De pronto estaba en otro sitio, al lado de la ciudad, o sea, que tenía que ser un sueño porque la ciudad era como un sueño.
Pero Fredericks también estaba en el sueño.
Otro pensamiento, frío y duro como una piedra, le cayó en medio de la cabeza enfebrecida.
«Me muero. Estoy en el asqueroso dispensario de Crown Heights, conectado a un montón de máquinas. Se me escapa la vida, sólo me queda este trocito de mente que se está montando un mundo entero con unas pocas células cerebrales y unos cuantos recuerdos. Y Vivien y Conrad estarán sentados al lado de la cama haciendo prácticas de cómo sobrellevar el dolor, pero no saben que todavía estoy aquí. ¡Sigo aquí! Atrapado en el piso más alto de un edificio en llamas, y el fuego va subiendo, piso a piso; los bomberos abandonan y se van a casa…
»¡Eh! ¡Que todavía estoy aquí!».
—Orlando, despierta. Creo que tienes una pesadilla. ¡Despierta! Estoy aquí.
Abrió los ojos. Un borrón gomoso rosa y marrón se convirtió poco a poco en Fredericks.
—Me muero.
Su amigo se asustó un momento, pero Orlando vio que se tragaba el susto.
—De eso nada, Gardiner. Sólo tienes la gripe o algo parecido.
Aunque pareciera extraño, el empeño de Fredericks en decir algo animoso le hizo sentirse mejor, a pesar de que no fuera cierto. Sólo porque Fredericks se comportaba como siempre, aquella alucinación valía como si fuera la vida real. Además, tampoco tenía dónde escoger.
El frío pasó un poco, al menos de momento, y Orlando se sentó, bien arropado en la capa todavía. Tenía la cabeza como si le hubieran hervido los sesos hasta convertirlos en vapor y se le escaparan silbando.
—¿Hablabas de una isla?
Fredericks, aliviado, se sentó a su lado. Con la visión aguzada y precisa de quien empieza a recuperarse de una fiebre alta, Orlando percibió los torpes movimientos osunos de su amigo.
«Verdaderamente, no tiene la gracia de una chica». La cuestión del verdadero sexo de Fredericks empezaba a pasar a la historia. Se preguntó por un momento cómo sería Fredericks en realidad…, bueno…, Salomé Fredericks, y después lo olvidó. En ese instante parecía un chico, se movía como un chico y quería que lo tratasen como a un chico… ¿quién era él para discutírselo?
—Creo que lo estamos. Que estamos en una isla, quiero decir. Fui a echar un vistazo, a ver si encontraba un bote o algo… hasta pensé que podría robarlo, porque ahora soy Pithlit. Pero aquí no hay nadie, sólo nosotros. —Fredericks miraba hacia el intrincado trazado de la ciudad que había al otro lado del agua; parecía un parque de atracciones, pero volvió la vista hacia Orlando—. Pero ¿por qué soy Pithlit, eh? ¿Qué crees que nos ha pasado?
—No lo sé —contestó Orlando—. Ojalá lo supiera. Los niños iban a llevarnos a ver a no sé quién, y hablaron de un gran agujero que comunicaba con algo, y dijeron que nos iban a «enchufar». —Sacudió la cabeza, le pesaba como el plomo—. Pero no sé nada.
Pithlit se pasó la mano por delante de la cara y frunció el ceño.
—Jamás había oído hablar de un sitio así en la red. Todo se mueve exactamente como en la vida real. ¡Y se notan los olores! ¡Todo! Fíjate en el mar.
—Ya, ya.
—¿Y qué hacemos ahora? Propongo que construyamos una balsa.
Orlando se quedó contemplando la ciudad. Al verla tan cerca, tan… auténtica… no pudo evitar sentir recelo. ¿Cómo era posible que una cosa de apariencia tan sólida encarnara todos los sueños que había invertido en ella?
—¿Una balsa? ¿Cómo vamos a hacer una balsa? ¿Te has traído el juego de herramientas de El Pequeño Carpintero?
Fredericks puso cara de asco.
—Hay palmeras, lianas y más cosas. Ahí mismo tienes la espada, así que, podemos hacerlo. —Dio unos pasos por la arena y cogió el arma—. ¡Eh! ¡Pero si no es Lifereaper!
Orlando se quedó mirando la sencilla empuñadura y la hoja desnuda, tan desprovista sin las runas que cubrían el acero de Lifereaper. Empezaba a quedarse otra vez sin fuerzas, el pensamiento se le nublaba poco a poco.
—Es la primera espada que tuve… la que llevaba Thargor cuando llegó al País Medio. Se hizo con Lifereaper un año antes de que tú llegaras más o menos. —Se miró los pies, calzados con sandalias, que le salían por debajo de la capa—. Seguro que tampoco tengo ni una cana, ¿verdad?
—No —dijo Fredericks tras mirarlo minuciosamente—. Nunca había visto a Thargor sin unos cuantos mechones grises. ¿Cómo lo sabías?
—Por estas sandalias —dijo, muy cansado otra vez—, por la espada… soy Thargor de joven, cuando acababa de llegar de los montes Borrikar. No le salió la primera cana hasta que luchó por primera vez contra Dreyra Jahr, en el fondo del Pozo de los Espíritus.
—Pero ¿por qué?
Orlando se encogió de hombros y, poco a poco, volvió a tumbarse en el suelo, rendido de antemano al suave tirón del sueño.
—No sé, Frederico. No sé nada de nada…
Mientras la luz menguaba, Orlando se despertó y volvió a dormirse varias veces. Una de las veces, casi salió del sueño por completo al oír un grito, pero el sonido venía de lejos y tal vez procediera de otro sueño. No vio a Fredericks por ninguna parte y se preguntó vagamente si su amigo habría ido a investigar el origen del grito, pero tenía la cabeza embotada por la fatiga y la enfermedad y nada le parecía importante.
De nuevo se hizo la luz. Alguien lloraba por allí cerca y le producía más dolor de cabeza. Orlando soltó un gruñido y trató de taparse los oídos con la almohada, pero sus manos sólo atrapaban arena.
Se sentó. Fredericks estaba arrodillado cerca de él, con la cara entre las manos; se le agitaban los hombros. Era una mañana radiante, la playa y el mar virtuales parecían más nítidos y surrealistas aún por las secuelas de la fiebre nocturna.
—Fredericks, ¿te encuentras bien?
Su amigo lo miró con la cara de ladrón llena de lágrimas. La simulación había llegado a sonrojarle las mejillas, pero lo más impresionante de todo era la expresión torturada de sus ojos.
—¡Ay, Gardiner! Estamos totalmente atrapados —exclamó con la respiración entrecortada—. La situación es mala, muy mala.
Orlando se sentía como un saco de cemento húmedo.
—¿A qué te refieres?
—Estamos atrapados. ¡No podemos desconectarnos!
Orlando suspiró y se dejó caer al suelo otra vez.
—No estamos atrapados.
Fredericks se arrastró por la arena hasta el lado de su amigo y lo agarró por un hombro.
—¡Mierda! ¡Venga ya! ¡Quise salir y casi me muero!
Jamás había visto a Fredericks tan hundido.
—¿Casi te mueres?
—Quise desconectarme. Te estabas poniendo fatal y me preocupaba, y pensé que a lo mejor tus padres habían salido o algo y no se habían dado cuenta de lo mal que estabas… A lo mejor había que llamar a una ambulancia o algo así. Pero cuando lo intenté, no pude. Ninguna de las órdenes normales respondió, no encontré nada que no formara parte de esta simulación… ¡ni mi habitación ni nada! —Se tocó el cuello nuevamente, con cuidado—. ¡Y el conector ha desaparecido! ¡Mírate!
Orlando se tocó el punto donde tenía implantada la neurocánula, y no encontró sino la acerada musculatura de Thargor.
—Sí, tienes razón. Pero algunas simulaciones son así… ocultan los puntos de control y hacen mentir a los tactores. ¿No estuviste una vez conmigo en El Patio de Recreo del Demonio? Allí ni siquiera se tienen brazos y piernas… no eres más que un amasijo neural de ganglios atado con correas a una trineonave.
—¡Por Dios, Gardiner! ¡No me escuchas!… Me desconecté. Mis padres me desconectaron la neurocánula. Y me dolió mucho, Orlando, me dolió como nada en el mundo, como si me hubieran arrancado la columna vertebral al mismo tiempo, como si me clavaran agujas candentes en los ojos, como… como si… Es que no tengo palabras. Y no paraba. Yo no podía hacer nada más que gritar y gritar… —Fredericks calló, estremecido, y tardó unos momentos en recuperar el habla—. No dejó de dolerme hasta que mis padres volvieron a conectarme y… ¡no pude hablar con ellos siquiera!… Y luego, ¡ñas!, estaba aquí otra vez.
—¿Seguro que no ha sido sólo un… no sé, una migraña muy fuerte o algo así?
Fredericks contestó con un resoplido furioso.
—¡No sabes ni de lo que hablas! Y me ha vuelto a pasar. ¿Es que no me oías gritar? Han debido de llevarme a un hospital o algo, porque cuando me la volvieron a quitar, había un montón de gente alrededor. Casi no veía del dolor, que era mucho más fuerte que antes… En el hospital me inyectaron algo, creo, y apenas recuerdo nada más, pero aquí estoy otra vez. Seguro que han tenido que volver a conectarme. —Se inclinó hacia Orlando y lo agarró por el brazo—. Así que, dime, señor de la ciudad dorada —prosiguió con la voz rota de desesperación—, ¿qué simulación puede hacer esas cosas? ¿Dónde demonios nos has metido, Gardiner?
Las horas de luz y oscuridad que pasaron después fueron las más largas que Orlando viviera jamás. La fiebre volvió con saña. Permanecía acostado, moviéndose sin cesar, helándose y quemándose alternativamente, en un refugio que Fredericks había construido con ramas de palmera.
Creyó que su subconsciente ejercía una influencia en la historia de la huida y el regreso forzoso de Fredericks, porque en determinado momento oyó a su madre claramente hablando con él. Le contaba algo que había ocurrido en la zona de seguridad, la «Comunidad», como lo llamaba ella, y lo que pensaban los demás vecinos. Se dio cuenta de que su madre hablaba como una cotorra, como siempre que estaba muerta de miedo, y por un momento creyó que en realidad no soñaba. La veía de verdad, vagamente, como tras una cortina de gasa, con el rostro tan cerca de él que hasta se le distorsionaban los rasgos. Ciertamente, la había visto en esa actitud tantas veces que la imagen podía repetirse en cualquier sueño.
Le decía no sé qué sobre lo que harían en cuanto se pusiera mejor. El tono desesperado de su voz, la duda que tan mal disimulaban las palabras lo convenció de que se lo tomara como verdadero, tanto si era un sueño como si no. Trató de hablar, de tender un puente sobre la distancia insalvable que los separaba. Sumido en lo que fuera, alucinación o separación incomprensible, no pudo ni poner la garganta en funcionamiento. ¿Cómo explicarse? Y ella, ¿qué podía hacer?
«Beezle —quiso decirle—. Tráeme a Beezle. Tráeme a Beezle».
Entonces, su madre se alejó y lo que había sido un fantasma más de su delirio febril o un verdadero contacto momentáneo con su vida real, terminó.
—Estás soñando con ese microbio estúpido —protestó Fredericks con una voz pegajosa de sueño.
«Microbio. Sueño con un microbio». Mientras caía de nuevo en las aguas turbias de la enfermedad, recordó un cuento que había leído una vez sobre una mariposa que soñaba que era emperador y se preguntaba si no sería un emperador que soñaba que era mariposa… o algo así.
«Entonces, ¿cuál es la realidad? —se preguntó aturdido—. ¿De qué lado de la línea está la realidad? ¿Soy un chico impedido, consumido, que agoniza en la cama de un hospital… o un… un bárbaro de ficción que busca una ciudad imaginaria? ¿Y si una tercera persona que no tuviera nada que ver estuviera soñando… ambas cosas…?».
En el colegio, todos los niños hablaban de la casa que se había incendiado y Christabel se sentía muy rara. Ophelia Weiner le dijo que habían matado a un montón de gente, y Christabel se puso tan mala que no pudo tomarse el almuerzo. La maestra la mandó a casa.
—No me extraña que te encuentres mal, hija —le dijo su madre, tocándole la frente para ver si tenía fiebre—. Después de pasarte la noche levantada, tener que aguantar todos esos comentarios de los niños sobre muertos… —Se dirigió al padre de Christabel, que iba hacia el cuarto de estar—. Es una niña tan sensible, de verdad…
Su padre se limitó a soltar un bufido.
—No han matado a nadie, bonita —la consoló su madre—. Sólo se ha incendiado una casa, y no creo que hubiera nadie dentro.
Mientras la madre iba a calentarle un poco de sopa, Christabel entró inintencionadamente en la sala de estar, donde se encontraba su padre conversando con el capitán Parkins. Su padre le dijo que saliera afuera a jugar… ¡como si no la hubieran mandado a casa de la escuela porque estaba enferma! Se sentó en el vestíbulo a jugar con el príncipe Pikapik. Su padre estaba muy gruñón; se preguntó por qué el capitán Parkins y él no estarían en la oficina, y si tendría algo que ver con el gran secreto que había pasado la noche anterior. ¿Descubriría su padre lo que había hecho? En ese caso, le pondría un castigo para toda la vida.
Sacó al príncipe Pikapik del nido de cojines que le había hecho, porque parecía que le gustaban los rincones oscuros, a la sombra, y se acercó un poco más a la puerta de la sala. Pegó el oído a la rendija por si oía algo. Nunca escuchaba detrás de las puertas y se encontraba como en una película de dibujos animados.
—… Un verdadero follón —decía el amigo de papá—. ¿Quién lo habría dicho, después de tanto tiempo?
—Sí —contestó su padre—, ése es uno de los mayores interrogantes, ¿no? ¿Por qué en este momento? ¿Por qué no hace quince años, cuando lo trasladamos por última vez? No lo entiendo, Ron. ¿No le fastidiarías negándole alguno de sus estrambóticos pedidos, no? ¿Lo jorobaste?
Christabel no entendía todas las palabras, pero estaba segura de que hablaban de lo que había pasado en casa del señor Sellars. Por la mañana, antes de ir al colegio, había oído comentar a su padre por teléfono detalles de la explosión y el incendio.
—… De todos modos, hay que quitarse el sombrero con ese maldito —dijo el capitán Parkins riéndose, aunque era una risa furiosa—. No sé cómo se apañaría para conseguirlo todo, pero casi nos mete un gol.
Christabel apretó fuertemente al príncipe Pikapik y el muñeco soltó un grito de advertencia.
—Si el coche hubiera ardido un rato más —prosiguió el capitán Parkins—, el material que dejó en el asiento delantero nos habría parecido el verdadero cuerpo de Sellars consumido por las llamas. Ceniza, grasa, desechos orgánicos… seguro que lo midió con una cucharilla para acertar con las proporciones. Muy inteligente, el mal nacido.
—Habríamos encontrado los agujeros de las vallas —dijo el padre de Christabel.
—Sí, pero no antes sino después, con lo que habría tenido veinticuatro horas más de ventaja sobre nosotros.
Christabel oyó levantarse a su padre. Se asustó un momento, pero enseguida notó que se paseaba de un lado a otro como cuando hablaba por teléfono.
—A lo mejor. Pero ¡mierda, Ron!, eso tampoco explica cómo salió de la base con el poco tiempo que tuvo. ¡Va en silla de ruedas, por todos los santos!
—La policía militar está haciendo todas las comprobaciones posibles. A lo mejor, despertó la compasión de alguien y se lo llevaron en coche. O quizá bajó rodando por la pendiente y está escondido en esa ciudad de desharrapados. En cuanto acabemos de registrarla, si alguien sabe algo no callará. Hablarán por los codos.
—A menos que contara con aliados… alguien que lo ayudara a salir de aquí.
—¿Y de dónde sacaría esos aliados, eh? ¿De dentro de la base? ¡Es un delito de tribunal militar, Mike! Además, no conoce a nadie que no sea de la base. Controlamos todos sus contactos en la casa, las llamadas que efectúa… ni siquiera tiene acceso a la red. Lo demás es inofensivo. Lo vigilábamos muy de cerca, de verdad. Un intercambio de ajedrez por correo con un jubilado australiano…, sí. Lo comprobamos escrupulosamente…, unas cuantas compras por catálogo, unas suscripciones a revistas…, cosas así.
—Bien, pero aun así no creo que haya podido arreglarlo todo sin alguna ayuda externa. Alguien ha tenido que ayudarlo. Y cuando descubra quién ha sido… en fin, esa persona deseará no haber nacido.
Christabel oyó unos golpes y levantó la cabeza. El príncipe Pikapik se había arrastrado hasta debajo del velador del vestíbulo y chocaba insistentemente contra una pata. El jarrón iba a caerse en cualquier momento, su padre oiría el estrépito y saldría muy enfadado. Cuando corría a buscar a la nutria fugitiva, con los ojos como platos y el corazón acelerado, su madre apareció por una esquina y a punto estuvo de tropezar con la niña.
Christabel gritó.
—¡Mike! Me gustaría que dedicaras algún rato a tu hija —dijo la madre a través de la puerta cerrada de la sala—. Dile que no pasa nada. Ésta pobre niña está hecha un manojo de nervios.
Christabel cenó en la cama.
En medio de la noche, Christabel se despertó asustada. El señor Sellars le había dicho que se pusiera las gafas de cuentos nuevas al salir del colegio, pero se le había olvidado. Se le había olvidado porque había salido muy pronto del colegio.
Se bajó de la cama con todo el sigilo que pudo y se metió debajo a buscarlas, porque las había dejado allí. Se había llevado las viejas al colegio y, durante el recreo, las había tirado por la trampilla de la basura que había a la salida de su clase, tal como le había dicho el señor Sellars.
Estar debajo de la cama era como estar en la Cueva de los Vientos de El País de las Nutrias. Por un momento, se preguntó si en realidad existiría un lugar así, pero como no sabía que hubiera nutrias más que en el zoo, según le había dicho su padre, seguramente la Cueva de los Vientos tampoco existiría.
Las gafas no parpadeaban ni hacían nada. Se las puso pero no había letreros, cosa que le dio más miedo aún. ¿Le habría pasado algo al señor Sellars allá abajo, cuando la casa saltó por los aires? A lo mejor se había hecho daño y se había perdido bajo tierra, entre los túneles.
Tocó el interruptor pero las gafas no se encendieron y, justo cuando empezaba a pensar que a lo mejor se habían roto, oyó que la llamaban, «¡Christabel!», muy bajito al oído. Se sobresaltó y se dio un golpe contra el somier de la cama. Al cabo de un rato, se atrevió a quitarse las gafas y a sacar la cabeza de debajo de la cama, pero a pesar de que todo estaba a oscuras, comprendió que no había nadie en la habitación y entonces se puso las gafas de nuevo.
—Christabel —insistió la voz—, ¿eres tú?
De repente se dio cuenta de que era el señor Sellars, que se dirigía a ella a través de las gafas de cuentos.
—Sí, soy yo.
Entonces lo vio sentado en su silla. La luz sólo le daba en una mitad de la cara, así que tenía un aspecto más temible que de costumbre, pero ella se alegró de comprobar que no estaba herido ni muerto.
—Siento no habérmelas puesto antes… —comenzó.
—Tranquila, no te asustes. Todo ha salido bien. Bueno, a partir de ahora, cuando quieras hablar conmigo, te pones las gafas y dices la palabra… a ver qué se me ocurre… —Frunció el ceño—. ¿Por qué no escoges tú una palabra, pequeña Christabel? Cualquiera que se te ocurra, pero que no la diga la gente todo el tiempo.
—¿Cómo se llamaba aquel hombrecito del cuento? —musitó Christabel pensando con mucha concentración—. Era un nombre que la niña tenía que adivinar.
El señor Sellars empezó a sonreír despacio.
—¿Rumpelstiltskin, el enano saltarín? Excelente, Christabel, muy bien. Dilo tú y así lo codifico con tu voz… Ya está. Úsalo para hablar conmigo todos los días después del colegio, cuando estés sola, por ejemplo, durante el camino a casa. Ahora tengo que hacer unas cuantas cosas muy difíciles, amiguita mía. Tal vez las más importantes que he hecho en mi vida.
—¿Va a hacer saltar más cosas por los aires?
—¡No, no, por Dios! Espero que no. ¿Te asustaste mucho? Oí el ruido. Lo hiciste todo a la perfección, niña mía. Eres muy, muy valiente, y serías una gran revolucionaria. —Sonrió con su gesto ajado—. No, ahora ya no habrá más explosiones. Pero espero que todavía me ayudes de vez en cuando. Mucha gente andará buscándome.
—Sí. Mi padre estuvo hablando de usted con el capitán Parkins.
Y le contó cuanto recordaba de la conversación.
—Bien, no me quejo —comentó el señor Sellars—, pero usted, señorita, tendría que irse a dormir. Llámame mañana. Ya sabes, sólo tienes que ponerte las gafas y decir «Rumpelstiltskin».
Cuando el misterioso anciano desapareció, Christabel se quitó las gafas de cuentos y salió de debajo de la cama. En cuanto supo que el señor Sellars se encontraba bien, le entró mucho sueño.
Acababa de meterse en la cama cuando de pronto vio una cara que miraba por su ventana.
—¡Era una cara, mamá! ¡La vi! ¡Estaba ahí mismo!
Su madre la abrazó y le acarició la cabeza. Su madre olía a loción, como siempre, por la noche.
—Hija mía, seguramente lo habrás soñado, nada más. Papá ha ido a mirar y no había nadie ahí fuera.
Christabel sacudió la cabeza y se apretó contra el pecho de su madre. Aunque habían cerrado las cortinas, no quería volver a mirar por la ventana.
—Será mejor que vengas a dormir con nosotros. —La madre de Christabel suspiró—. ¡Pobrecita mía! El incendio de anoche te ha asustado mucho, ¿verdad? Bien, no te preocupes, mi amor. No tiene nada que ver contigo y, además, ya ha pasado todo.
Los técnicos querían tomar notas relativas a la limpieza.
Miedo estaba medianamente irritado, pues aún tenía que atender a los detalles de última hora y no era el momento más propicio para que lo obligaran a salir del centro de observación, pero le pareció bien la minuciosidad de los técnicos. Sacó un pequeño puro del humidificador y salió al mirador del piso superior, que daba a la bahía.
El equipo de técnicos de Beinha y Beinha ya había desmantelado su despacho de la ciudad. Como a esas alturas el proyecto había entrado en su fase final, no lo necesitaría más y, cuando la operación concluyera, no habría tiempo de volver atrás y atar los cabos sueltos, por eso los técnicos lo habían vaciado completamente, tarea que incluía un lijado con chorro de arena de todas las superficies permanentes, una mano de pintura y un cambio de moqueta. En ese momento, esos mismos hombres y mujeres observaban atentamente la casa de la playa que cumplía la función de centro de observaciones. Cuando Miedo y su equipo se hallaran en el agua en dirección al objetivo, el equipo de limpieza, como escarabajos carroñeros uniformados de blanco, desmontaría la casa pieza a pieza y haría desaparecer todo rastro de quien había vivido allí los tres días anteriores.
Pensó que en realidad no le importaba que lo obligaran a salir al mirador en una noche tropical tan agradable. No se había permitido un momento de solaz desde lo de la azafata, y había trabajado mucho, muchísimo.
De todos modos, no era fácil olvidarse del asunto teniendo el objetivo delante, literalmente. Las luces de la Isla Santuario apenas se veían al otro lado de las negras aguas, y los diversos dispositivos de seguridad de la isla, los submarinópteros, los minisats y los enclaves protegidos por hombres armados no se veían en absoluto, pero habría que tratarlos todos uno por uno. De todas formas, salvo error de cálculo importante, cosa que Miedo no había cometido aún…
«Seguro, chulo, vago, muerto», se recordó.
… Salvo error de cálculo o fallo mortal de negligencia en la recogida de información, los conocía todos y estaba preparado para todos. Sólo esperaba la solución de unos cuantos cabos sueltos de poca importancia y la llegada efectiva de los demás componentes del equipo, prevista para cuatro horas más tarde. Miedo los había mantenido alejados a propósito hasta ese momento. El lugar real no tenía nada que no pudiera conocerse y dominarse en simulación, y no tenía sentido emprender una acción que pudiera poner en sobreaviso al objetivo. El equipo de limpieza era el único que no se preparaba en la realidad virtual, pero tenían la furgoneta aparcada a la vista en el sendero de la entrada, con el nombre de un famoso minorista de moquetas de la localidad, y, naturalmente, las Beinha habían colocado a alguien de su nómina en el teléfono del almacén de moquetas durante toda la semana, por si alguien de la isla descubría la furgoneta y se tomaba la molestia de hacer comprobaciones.
Así pues, con toda la complacencia de un verdadero propietario que disfruta de la perspectiva de cambiar todas las moquetas de su casa, Miedo encendió la música interna, se recostó en una tumbona de lona de rayas anchas, encendió el puro y puso los pies encima de la barandilla del mirador.
Apenas había fumado la mitad del puro, contemplando ociosamente las luces de situación de la costa isleña que se reflejaban en el agua como estrellas de ámbar, cuando percibió con el rabillo del ojo una luz mucho menor que parpadeaba. Maldijo en silencio y redujo a dulce murmullo el volumen del galopante madrigal de Monteverdi, su música preferida cuando se encontraba en situación contemplativa. Antonio Heredia Celestino apareció en una ventana superpuesta a la visión de Miedo; su cabeza rapada flotaba sobre el oscuro Caribe como si anduviera sobre las aguas. Miedo habría preferido que Celestino anduviera de verdad sobre las aguas.
—¿Sí?
—Siento molestarlo, jefe. Espero que haya pasado una tarde agradable.
—¿Qué quieres, Celestino?
La atención que prestaba aquel hombre a las formalidades insignificantes no era del agrado de Miedo. Era un técnico de equipos muy competente, las Beinha no contratarían a ningún técnico de segunda fila, pero su molesta falta de humor lo irritaba por sí sola y constituía una prueba de su falta de imaginación.
—Tengo algunas dudas sobre el pinchazo de datos. Las defensas son complicadas y existe el riesgo de que el trabajo preliminar pueda tener… consecuencias.
—¿A qué te refieres?
Celestino movió la cabeza nerviosamente y trató de esbozar una sonrisa. Miedo, hijo de los más feos barrios marginales de hojalata de la deshabitada zona interior de Australia, se debatió entre el desprecio y la risa. Pensó que si ese hombre tuviera sombrero se lo habría quitado con una reverencia.
—Temo que las inspecciones preliminares, los preparativos… bien, temo que hayan podido poner sobre aviso a… al designado.
—¿Al designado? ¿Te refieres al objetivo? ¿Qué demonios quieres decirme, Celestino? —Cada vez más irritado, Miedo apagó el madrigal por completo—. ¿Acaso has puesto la operación en jaque? ¿Llamas para decirme que, ¡vaya por Dios!, te has cargado la misión sin querer?
—¡No, no! Por favor, jefe. ¡No he hecho nada! —El hombre parecía más alarmado por la furia repentina de Miedo que por las implicaciones de su incompetencia—. No, por eso deseaba hablar con usted, señor. Yo no haría nada que supusiera riesgos para nuestra seguridad sin consultar con usted.
En pocas palabras, le contó una serie de preocupaciones, la mayoría de las cuales a Miedo le parecieron exageraciones irrisorias. Miedo decidió, más exasperado aún, que lo que sucedía era muy sencillo: Celestino nunca había pirateado un sistema tan difícil o complicado y quería asegurarse de que si cualquier cosa salía mal, tendría la excusa de que sólo había cumplido órdenes.
«Al parecer, este idiota piensa que sólo porque se encuentra en un apartamento a unos cuantos kilómetros del ejercicio sobrevivirá si esta misión fracasa. Evidentemente, no conoce al viejo».
—¿Qué es lo que dices, Celestino? Llevo un buen rato escuchando y todavía no he oído nada nuevo.
—Sólo quería indicar… —no terminó la frase porque le pareció una fórmula excesivamente directa—. Me pregunto si habrá pensado en la posibilidad de una bomba de datos de definición específica. Podríamos introducir un cazador asesino en el sistema para inmovilizar toda la red de la casa. Si codificamos convenientemente nuestro propio equipo…
—Basta. —Miedo cerró los ojos esforzándose por mantener la calma. ¡Qué locura! Siguió viendo la cara de preocupación de Celestino bajo sus párpados cerrados—. Refréscame la memoria: ¿no pasaste un tiempo entre militares?
—En la BIM —replicó Celestino con cierto orgullo—. Brigada de Institutos Militares. Cuatro años.
—Sí, sí. ¿Sabes cuándo comienza esta operación? ¿Sabes algo? Faltan menos de dieciocho horas y tú vienes a contarme toda esa mierda. ¿Una bomba de datos? ¡Claro que fuiste militar! Si no estás seguro de una cosa… ¡tírale una bomba! —Hizo la peor mueca que pudo, olvidándose por un momento de que Celestino, por motivos de seguridad, sólo veía un simuloide de Miedo muy inexpresivo y barato—. ¡Ah, miserable cabrón! ¿A por qué crees que vamos? ¿A matar a alguien, nada más? Si hubieras sido soldado de a pie o portero, o un maldito conserje, tendrías una excusa para pensar así, pero tú eres el técnico de equipos, ¡Dios nos salve! Vamos a congelar y a hacer trizas el sistema completo y todos sus vínculos más remotos. ¡Bomba de datos! ¿Y si lo tienen programado para volcarlo todo en caso de asalto?
—Yo… pero seguramente…
La frente del pirata estaba visiblemente cubierta de sudor.
—Escucha con atención. Si perdemos una sola partícula de esos datos, por pequeña que sea, voy a sacarte el corazón del pecho personalmente y a ponértelo delante de las narices. ¿Entendido?
Celestino asintió tragando saliva con esfuerzo. Miedo cortó la comunicación y empezó a buscar en sus archivos una música que lo ayudara a recuperar el buen humor.
—… Ése hombre tiene un agujero en la sesera de un kilómetro de ancho.
El simuloide amorfo de la hermana Beinha que tenía a la izquierda se inclinó levemente hacia delante.
—Hace su trabajo muy bien.
—Se pone nervioso por nada. He mandado a una persona a que eche un vistazo a todo. Sin discusión. Hacérselo saber a ustedes es una cortesía por mi parte.
Se produjo un largo silencio.
—Usted lo ha querido —contestó una de las dos por fin.
—¡Sí, maldita sea! —La luz roja volvió a parpadear, ahora con un ritmo conocido—. Discúlpenme, tengo que atender una llamada.
Las dos hermanas asintieron y desaparecieron. En su lugar apareció un funcionario del viejo… un muñeco, por lo que Miedo veía, vestido con el acostumbrado disfraz egipcio de bazar.
—El Señor de la Vida y de la Muerte, el más adorado, el coronado en el oeste, requiere tu presencia.
—¿Ahora? —preguntó Miedo reprimiendo un gruñido—. ¿Es que no puede hablar conmigo simplemente?
El funcionario no movió ni una pestaña.
—Se te convoca a Abydos —dijo, y desapareció.
Miedo se quedó sentado un buen rato, respirando solamente; después se puso de pie y se desperezó para liberar la tensión. Podría resultar un error muy doloroso descargar su frustración y su rabia contra el viejo. Miró con lástima el cigarro puro, prácticamente reducido a ceniza gris, que reposaba en el fondo del cuenco de cerámica que había utilizado como cenicero. Volvió a sentarse buscando una postura cómoda, porque los caprichos del viejo a veces le hacían esperar una hora, y cerró los ojos.
El impresionante hipóstilo de la Antigua Abydos se extendió ante él, las anchas y altas columnas producían un efecto más impactante aún a la luz de las innumerables lámparas. Al fondo del salón vio el sitial del dios en la tarima, que dominaba desde la altura las espaldas dobladas de miles de sacerdotes como una isla volcánica que surgiera del océano. Miedo gruñó asqueado y echó a andar hacia delante.
Aunque en realidad no notaba las orejas de chacal en la cabeza ni veía el hocico de perro que llevaba, aunque los sacerdotes mantenían el rostro hacia el suelo mientras él avanzaba y nadie se atrevía a mirarlo furtivamente siquiera, se sentía furioso y humillado. Faltaban pocas horas para el comienzo de la acción, pero ¿sólo por eso iba a facilitar las cosas el viejo saltándose algunas de las ridículas ceremonias? ¡Claro que no! Miedo era su perro, la voz de su amo lo llamaba y jamás le permitiría olvidarlo.
Cuando llegó al fondo del salón y se postró a cuatro patas frente al trono, se deleitó un breve instante con la fantasía de arrimar una cerilla a los vendajes de la momia de ese malnacido.
—Levántate, servidor mío.
Miedo se levantó. Aunque hubiera estado subido en el estrado, habría parecido un enano al lado de su amo.
«Siempre tiene que recordarme quién está arriba».
—Háblame del Proyecto Dios del Cielo.
Miedo tomó aire para calmar la rabia y expuso un informe sobre el estado de los últimos preparativos. Osiris, el Señor de la Vida y de la Muerte, escuchó con interés aparente pero, aunque su cara de cadáver permanecía tan inmóvil como nunca, a Miedo le dio la impresión de que el viejo estaba un tanto distraído: sus dedos vendados se movían con toda ligereza sobre los brazos del trono, y en una ocasión le pidió que repitiera una cosa que tendría que haber quedado muy clara la primera vez.
—La responsabilidad de ese programador idiota es tuya —sentenció Osiris cuando le habló de la llamada de Celestino—. Haz lo que sea necesario para asegurarte de que no sea un eslabón flojo en nuestra cadena.
A Miedo le enfureció que el viejo diera por sobrentendido que tenía que decírselo pero, a costa de un gran esfuerzo, logró mantener la voz tranquila.
—Una profesional con la que ya he trabajado va hacia allá para vigilar a Celestino.
Osiris agitó una mano como si todo eso fuera absolutamente lógico.
—No podemos fracasar. He depositado mi confianza en ti a pesar de tus múltiples lapsos de comportamiento, pero ahora no podemos fracasar.
A pesar del convulsivo malestar, Miedo estaba intrigado. El viejo parecía inquieto… si no por esa cuestión, por alguna otra.
—¿Cuándo te he fallado, abuelo?
—¡No me llames así! —Osiris levantó los brazos del sillón y los cruzó sobre el pecho—. Ya te he advertido otras veces que no consiento ese trato por parte de un simple servidor.
Miedo contuvo apenas un bufido de rabia. No, que el viejo malnacido dijera lo que quisiera. El juego tenía perspectivas de más largo alcance, el viejo en persona le había enseñado a jugar, y tal vez ésa fuera la primera grieta en las defensas de su amo.
—Pido disculpas, ¡oh, señor! Todo se hará según tus deseos. —Agachó la gran testuz negra hasta rozar levemente las losas del suelo con el hocico—. ¿He cometido algún nuevo error que te haya enfurecido?
Se preguntó un momento si la azafata… No. Ni siquiera habrían encontrado aún el cadáver y, por primera vez, no había firmado, constreñido por la necesidad.
El dios del Alto y Bajo Egipto ladeó la cabeza. Miedo creyó ver fugazmente la feroz inteligencia del viejo brillando en sus ojos.
—No —dijo al fin—. No has hecho nada. Me he precipitado en mi rabia quizá. Tengo muchas cosas que hacer, y desagradables en su mayor parte.
—Me temo que no comprendería tus problemas, mi señor. Sólo para controlar un proyecto como el que me has confiado debo entregarme por entero… de modo que no me imagino las complicaciones que te plantearán tus asuntos.
Osiris apoyó la espalda en su gran trono mirando a lo lejos.
—No, desde luego. En ese preciso momento… ¡en este momento!, mis enemigos se reúnen en la sala del Consejo. Tengo que enfrentarme a todos ellos. Existe una confabulación contra mí y todavía no sé… —Sus palabras se perdieron. Luego movió la cabeza y se inclinó hacia delante—. ¿Te ha abordado alguien? ¿Te han preguntado sobre mí, te han ofrecido algo a cambio de información o ayuda? Te prometo que mi ira contra quienquiera que me traicione es terrible, y mayor aún mi generosidad con los servidores fieles.
Miedo guardó silencio, temeroso de precipitarse al responder. El viejo diablo nunca se había mostrado tan abiertamente, jamás le había dejado entrever debilidad ni preocupación alguna. Deseó tener una forma de grabar ese momento para estudiarlo posteriormente, pero tuvo que confiar cada palabra y cada gesto a su frágil memoria humana.
—Nadie me ha abordado, señor. Te prometo que te lo habría comunicado inmediatamente. Pero si puedo ayudarte en lo que sea… recoger información, deshacerme de aliados en los que no confíes plenamente…
—No, no, no. —Osiris agitó el flagelo con impaciencia para hacer callar a su servidor—. Lo solucionaré como de costumbre. Tú cumplirás procurando que el Proyecto Dios del Cielo se lleve a cabo tal como estaba planeado.
—Por descontado, señor.
—Vete. Hablaré contigo otra vez antes de que la acción comience. Busca a una persona que vigile a ese programador.
—Sí, señor.
A un gesto del dios, Miedo fue expelido del sistema.
Se quedó sentado en la silla un largo rato, haciendo caso omiso de las tres llamadas que llegaron mientras pensaba en lo que acababa de ver y oír. Por fin, se puso en pie. En el piso inferior, el equipo de limpieza había terminado con los preparativos y subía a la furgoneta.
Miedo arrojó la colilla del puro al agua oscura por el balcón y entró en la casa.
—Mira, sólo tenemos que atar los cabos una vez más y ya está. —Fredericks tenía en la mano un puñado de lianas y enredaderas alargadas—. Eso de ahí son olas, Orlando, y sólo Dios sabe qué más habrá. Tiburones, monstruos marinos… qué sé yo. ¡Vamos! Un pequeño esfuerzo ahora puede ser definitivo después, cuando estemos en el agua.
Orlando miró la balsa. No estaba mal hecha: varias tiras de juncos duros y fuertes anudados en haces gruesos y unidos entre sí formando un rectángulo. Era posible que hasta flotara. Aunque, la verdad, preocuparse por ello le costaba un esfuerzo.
—Tengo que sentarme un minuto.
Fue trastabillando hasta la sombra de la palmera más cercana y se dejó caer en la arena.
—Bien, ya lo haré yo. No es ninguna novedad.
Fredericks se agachó y continuó con la tarea.
Orlando se llevó una mano temblorosa a la frente para protegerse del sol que se filtraba entre las hojas de la palmera. A mediodía, la ciudad era diferente; se transformaba a medida que las horas pasaban, los colores y el reflejo de los metales cambiaban con el movimiento de la luz, y las sombras se expandían y se contraían. En ese momento parecía una especie de mancha gigante en forma de seta donde los tejados dorados brotaban del fértil suelo de su propia sombra.
Bajó la mano y se recostó contra el tronco de la palmera. Estaba muy, muy débil. Era fácil imaginarse enterrado en la arena, como las raíces de un árbol, sin tener que volver a moverse nunca más. Estaba extenuado y amodorrado a causa de la enfermedad, y no tenía idea de cómo lograría sobrevivir a otra noche como la anterior, una noche de confusión, terror y locura que nada tenía de comprensible y mucho menos de reparadora.
—Bueno, ya he hecho nudos dobles en todas partes. ¿Piensas ayudarme al menos a transportarla hasta el agua?
Orlando se quedó mirándolo un buen rato, pero la cara rosada y triste de Fredericks no desaparecía. Al final, se levantó con un gruñido.
—Voy.
La balsa flotaba, aunque algunas partes quedaban bajo el agua sin remedio, de modo que no había espacios secos donde sentarse. No obstante, no resultaba demasiado incómodo porque hacía mucho calor. Orlando se alegró de haber convencido a Fredericks de llevarse la pared del refugio, hecha con hojas de palmera, aunque el viaje fuera a ser muy corto, según su amigo. Colocó el parapeto sobre las espaldas de ambos, que les protegería de lo peor del sol de la tarde, aunque apenas le aliviaba el fuego de la cabeza ni de sus doloridas articulaciones.
—No me encuentro bien —dijo en voz baja—. Ya te dije que tenía neumonía.
Era lo único que podía decir y empezaba a hartarse de repetirlo.
Fredericks siguió remando obstinadamente con la pala improvisada y no contestó.
Para gran asombro de Orlando, se estaban acercando a la ciudad poco a poco. La contracorriente los llevaba indefectiblemente hacia lo que Orlando suponía que era el lado norte de la costa, pero era una contracorriente suave y pensó que podrían alcanzar el otro extremo antes de ser arrastrados a las aguas del océano. En caso contrario… bueno, Fredericks quedaría muy desilusionado; aunque Orlando no acababa de ver clara la diferencia. Estaba flotando a la deriva en una especie de limbo, las fuerzas se le agotaban de hora en hora, y lo que había dejado atrás, en lo que todavía de vez en cuando consideraba con cursilería el mundo «real», no era mejor.
—Sé que estás enfermo, pero ¿no podrías intentar remar un poco? —Fredericks se esforzaba por no mostrar resentimiento; Orlando lo admiró, o la admiró, como de lejos—. Me duelen mucho los brazos pero, si no seguimos remando, la contracorriente nos alejará de la playa.
No era fácil saber si consumiría más energía discutiendo o remando, de modo que Orlando se puso a trabajar.
Notaba los brazos blandos y débiles como fideos, pero la acción repetida de hundir la pala, tirar, levantarla y volver a hundirla era una especie de masaje que le aliviaba. Tras un rato de monotonía combinada con el reflejo del sol en el agua y la modorra de la fiebre, Orlando entró en una especie de ensoñación y no se dio cuenta de que el agua subía hasta que Fredericks le advirtió a gritos que se estaban hundiendo.
Alarmado, pero aún atontado desde la lejanía de la modorra, Orlando vio el agua, que le llegaba a la entrepierna del taparrabos. El centro de la balsa se había hundido, o los extremos se habían levantado; fuera como fuese, una gran parte de la balsa estaba ya bajo el agua.
—¿Qué hacemos? —preguntó Fredericks como si todavía le importaran las cosas.
—¿Qué hacemos? Nos hundimos, creo.
—¿Te has pasado de rosca, Gardiner? —Fredericks miró al horizonte procurando contener el pánico—. A lo mejor podemos terminar la travesía a nado.
Orlando siguió la mirada de su amigo y se echó a reír.
—¡Eres tú el que se ha pasado de rosca! Casi no puedo ni remar. —Miró el trozo de junco que tenía en la mano—. Y tampoco sirve de nada ya.
Arrojó la pala al agua. Ésta se hundió con un chapoteo y salió otra vez a flote, arrastrada por la corriente de una forma mucho más efectiva que la balsa.
Fredericks gritó horrorizado y trató de alcanzarla, como si pudiera invertir la física y atraerla de nuevo por el aire.
—¡No me puedo creer lo que acabas de hacer! —Miró la balsa de nuevo temblando de energía y terror—. Tengo una idea. Vamos a meternos en el agua y vamos a usar la balsa como si fuera un flotador… ya sabes, como las burbujas de la clase de natación.
Orlando nunca había ido a clase de natación ni a nada que a su madre le pareciera peligroso para sus débiles huesos, pero no estaba dispuesto a discutir de ninguna manera. Cuando su amigo se lo pidió, se deslizó desde la balsa hasta el agua fría. Fredericks se tiró a su lado, se aupó en la balsa hasta el pecho y empezó a impulsarse con los pies de una forma que hacía honor a todos sus antiguos instructores.
—¿Por qué no me ayudas al menos un poco? —dijo jadeante.
—Ya lo estoy haciendo —replicó Orlando.
—¿Qué ha sido de… toda la fuerza… de Thargor? —preguntó Fredericks entrecortadamente—. ¿Dónde están los músculos… machacamonstruos? ¡Vamos, tío!
Tratar de explicarse requería un esfuerzo tremendo, y los frecuentes tragos de agua salada empeoraban la situación.
—Estoy enfermo, Frederico, y a lo mejor la potencia no está tan alta en este sistema… yo siempre tenía que poner a tope las salidas de los tactores para que el sistema me respondiera como a cualquier persona normal.
Al poco tiempo de mover los pies al estilo perro, Orlando notó que se quedaba sin fuerzas definitivamente. Las piernas se le pararon y, por fin, se detuvo. Se quedó colgado al final de la balsa, pero hasta eso le resultaba difícil.
—¡Orlando! ¡Tienes que ayudarme!
La ciudad, que antes se extendía justo frente a ellos, se había desplazado a la derecha. La franja de agua azul que mediaba entre la balsa y la playa no se había estrechado mucho. Orlando se dio cuenta de que iban a la deriva en dirección al mar abierto… a la deriva, como él mismo. Se alejarían más y más de la costa hasta que por fin, la ciudad desaparecería por completo.
«No es justo. —Los pensamientos acudían en lentas oleadas, como las olas mismas—. Fredericks quiere vivir. Quiere jugar al fútbol y hacer cosas… quiere ser un chico de verdad, como Pinocho. Yo se lo estoy impidiendo, soy el chico de la isla de los Burros».
—¡Orlando!
«No es justo. Tiene que nadar muy fuerte con las piernas para arrastrar mi peso también. No es justo…».
Resbaló de la balsa y se dejó caer en el agua. Era sorprendentemente fácil. La superficie se cerró por encima de él como un párpado y, por un momento, se sintió totalmente ingrávido, liberado por completo, poseído incluso de una vaga suficiencia por haber tomado esa decisión. De pronto, lo agarraron por el pelo y tiraron de él produciéndole un dolor terrible y haciéndole tragar agua marina. Lo sacaron a la superficie y escupió.
—¡Orlando! —gritó Fredericks—. ¿Qué demonios haces?
Estaba agarrado a la balsa con una mano mientras que con la otra sujetaba a Orlando, o a Thargor, por los largos cabellos negros…
«Ahora ninguno le da a los pies —pensó Orlando con tristeza. Escupió agua salada y contuvo como pudo un acceso de tos—. No sirve de nada».
—Estoy… no puedo más —dijo en voz alta.
—Agárrate a la balsa —le ordenó Fredericks—. ¡Agárrate a la balsa!
Orlando obedeció, pero Fredericks no lo soltó todavía. Se quedaron un momento flotando sin más, uno al lado del otro. La balsa subía y bajaba a merced de las olas. A excepción del dolor penetrante del cuero cabelludo, nada había cambiado.
También Fredericks había tragado agua. Moqueaba y tenía los ojos irritados.
—¡Tú no te largas de aquí! ¡Ni lo sueñes!
Orlando reunió las fuerzas necesarias para hacer un gesto negativo con la cabeza.
—No puedo…
—¿Que no puedes? ¡Cretino desgraciado! ¡Has convertido mi vida en un infierno viviente por culpa de esa mierda de ciudad! ¿Y pretendes rendirte en este momento, cuando la tienes delante?
—Estoy enfermo…
—¿Y qué? Sí, sí, es una verdadera pena. Tienes una enfermedad muy rara, pero ahí está el lugar al que querías llegar. Has soñado con él. Prácticamente es lo único que te importa. Así que, o me ayudas a llegar a la playa o tendré que remolcarte como me enseñaron en las estúpidas clases de natación, y entonces nos ahogaremos los dos… a quinientos metros de la maldita ciudad. ¡Eres un cobarde despreciable!
Fredericks respiraba con tanta dificultad que apenas pudo terminar la frase. Se quedó agarrado a la balsa, hundido en el agua hasta el cuello, mirando con rabia.
A Orlando le parecía levemente gracioso que una persona fuera capaz de demostrar tanta emoción por una cuestión sin importancia como era continuar o hundirse, pero le irritó un poco que Fredericks… ¡Fredericks precisamente!, le llamara cobarde.
—¿Quieres que te ayude? ¿Es eso lo que estás diciendo?
—No; quiero que hagas lo que era tan importante como para arrastrarme a esta chochez de mierda donde nos has metido.
Nuevamente, le pareció más fácil mover los pies que discutir. Además, Fredericks le tenía agarrado por el pelo, cosa que lo obligaba a mantener la cabeza en una posición incómoda.
—De acuerdo. Suéltame.
—¿Sin trucos?
Orlando negó cansinamente con la cabeza. «Quieres hacerle un favor a uno y…».
Se auparon a la balsa hasta apoyar todo el pecho y continuaron impulsándose con los pies.
El sol estaba bajo en el cielo y un viento fresco levantaba espuma en la cresta de las olas cuando pasaron de largo el primer rompeolas y salieron de la contracorriente. Tras un breve descanso para celebrarlo, Fredericks dejó que Orlando se subiera a la combada balsa e impulsara con los brazos, mientras él continuaba en el papel de motor fuera borda.
Cuando llegaron a la altura del segundo rompeolas, ya no estaban solos, aunque eran el artilugio flotante más pequeño del canal. Las otras embarcaciones, algunas dotadas de motor y otras con velas completamente hinchadas, emprendían el camino de regreso tras la jornada laboral. La estela que dejaban al pasar hacía bambolearse la balsa peligrosamente. Orlando volvió a meterse en el agua.
Por encima y alrededor de ellos empezaban a encenderse las luces de la ciudad.
Estaban planteándose si hacer señas o no a alguna de las embarcaciones que pasaban a su lado cuando a Orlando le sobrevino otro acceso febril.
—No podemos ir con la balsa hasta dentro —decía Fredericks—. A lo mejor llega un barco grande y ni siquiera nos ven en la oscuridad.
—Creo que… los barcos grandes van por… el otro lado —dijo Orlando. No podía tomar el aire suficiente para hablar—. Mira.
En el extremo opuesto del laberinto del puerto, más allá de muchos espigones, dos grandes barcos, uno de los cuales debía de ser un buque cisterna o algo así, eran arrastrados hacia una dársena por unos remolcadores. Más cerca de ellos se encontraba una gabarra mucho menor que el buque cisterna pero, aun así, bastante grande e impresionante. A pesar del agotamiento, Orlando no pudo evitar mirarla fijamente. La gabarra, cubierta de grabados policromados y con una especie de sol con un ojo pintado en la proa, parecía pertenecer a una época distinta que las demás naves del puerto. Tenía un solo mástil muy alto, una vela chata y cuadrada y faroles en las jarcias y en la popa.
Mientras Orlando contemplaba tan extraña visión, el mundo se vistió de una sombra mayor. Los faroles brillaron con forma de estrella. Tuvo un momento para preguntarse cómo el crepúsculo había pasado a noche cerrada tan súbitamente y para sentir tristeza porque los habitantes de la ciudad habían apagado todas las luces; entonces, notó que el agua lo alcanzaba y lo cubría por completo otra vez.
Orlando apenas notó que Fredericks lo sacaba del agua. La fiebre lo atenazaba y estaba tan exhausto que no podía imaginarse libre de ella nunca más. Una sirena distante se convirtió en un borrón sonoro que le reverberaba en los tímpanos, moribundo pero incesante. Fredericks le decía algo con apremio, pero Orlando no lo entendía. De pronto, una luz más brillante que cualquier cosa imaginable reemplazó a la oscuridad con una blancura mucho más dolorosa y terrible.
Era el foco de un bote pequeño. El bote pertenecía a la policía del puerto de la gran ciudad. Los agentes no eran crueles pero sí secos e indiferentes a las palabras de Fredericks. Al parecer, andaban buscando extranjeros y los dos hombres que iban por el agua al lado de una balsa hecha a mano parecían responder a la descripción. Cuando izaron a Fredericks y a Orlando a bordo, hablaron unos con otros; Orlando oyó las palabras «rey dios» y «consejo». Al parecer, los arrestaban por alguna infracción, pero cada vez le costaba más trabajo entender lo que ocurría a su alrededor.
La gabarra asomó por encima de ellos, después, el casco con grabados fue deslizándose a su lado a medida que la barca patrullera avanzaba hacia la dársena del gran palacio pero, antes de que rebasaran el otro extremo del casco, Orlando perdió la consciencia.