PROGRAMACIÓN DE LA RED/TELECOMEDIA-DIRECTO: «¡Ven a por tu Sprootie!».
(Imagen: comedor de Wengweng Cho). CHO: ¿Qué pasa? ¡Creía que alguien había ido a buscar Sprootie! ¡Tenemos un banquete muy importante! ¡Viene el gobernador regional! ¡Me habéis traicionado!
(Imagen: Cho sale. Su hija Zia da empellones a Chen Shuo). ZIA: ¡A mi padre le va a dar un ataque cardiaco por tu culpa, Shuo! SHUO: Según dicen, ¡eso también lo cura Sprootie! (Risas). ZIA: ¡Se cree que en realidad existe tal cosa! ¡Qué cruel eres! SHUO: ¿Por eso me amas? ¿O sólo por lo guapo que soy? (Risas y aplausos).
Permaneció largo rato tendida boca arriba, contemplando el verde ardiente de los árboles y las caprichosas y variopintas manchas ígneas de colores que más tarde identificó como mariposas. El cielo, que entreveía fragmentado como piezas de rompecabezas entre las hojas, era imponentemente azul y profundo. Pero no recordaba quién era, dónde estaba ni por qué permanecía boca arriba tan vacía de conocimiento.
Al fin, mientras observaba descuidadamente un pájaro verde que emitía apremiantes pitidos desde una rama verde, un recuerdo emergió. Había una sombra, un frío que la aplastaba. Oscuridad, una oscuridad terrible. A pesar del calor húmedo del aire y de la fuerza del sol que se filtraba por el follaje, se estremeció.
«He perdido a alguien —pensó de pronto. Notaba el espacio vacío donde debería haber otra persona—. Un ser querido se ha ido para siempre». Una imagen incompleta le pasó fugazmente por la cabeza, un cuerpo pequeño, delgado, un rostro moreno de ojos brillantes.
«¿Hermano? —se preguntó—. ¿Hijo? ¿Amigo o amante?». Conocía todas las palabras pero no sabía con exactitud qué significaban.
Se sentó. El viento suspiró hondamente entre los árboles, una exhalación que la envolvió, como los árboles, por todas partes. ¿Dónde estaba?
Entonces, cosquilleándole el pensamiento como una tos que se prepara en la garganta, comenzó a escuchar una voz. Al principio no era más que un sonido, pero en su cabeza oía una voz aguda de mujer que quería llamarle la atención diciendo: «¡Irene, Irene!».
Irene. Era la voz de su madre que resonaba en su memoria desde el pasado como una grabación antigua. «Irene, deja eso de una vez. Niña, a veces me agotas. Irene. Irene Sulaweyo. Sí, Renie. ¡A ti te digo!».
Renie.
Y con el nombre, llegó todo lo demás como un torrente: el ceño fruncido de su padre, la tierna cara de Stephen adelgazada por un sueño sin fin, Pinetown, el destrozo del laboratorio de la doctora Van Bleeck. Y después, la oscuridad, la negrura terrible y el grito sin sonido del viejo Singh.
!Xabbu.
—!Xabbu…
No hubo más respuesta que el piar del pajarillo verde. Lo intentó nuevamente levantando la voz; entonces se acordó de Martine y también la llamó.
«Estoy loca. No podría estar aquí conmigo; ella vive en Francia, en alguna parte». Y desde luego aquello no era Francia, ni la base militar de las entrañas de la montaña. Aquello era… otro sitio.
«¡Por el amor de Dios! ¿Dónde estoy?».
—¡!Xabbu! ¡!Xabbu! ¿Me oyes?
La jungla vibrante ahogó su voz, la sofocó casi sin levantar ecos. Renie se puso en pie, le temblaban las piernas. Era evidente que el experimento había sufrido algún fallo grave, pero ¿cómo había llegado a ese resultado? Se encontraba en un lugar que nada tenía en común con la aridez de las montañas Drakensberg…, más bien parecía el norte, la selva tropical de la Federación de África Occidental.
Un pensamiento, una idea imposible se iluminó en su mente.
«No sería posible…».
Se tocó la cara. Había algo, algo invisible que sin embargo poseía forma y textura, lo notaba con los dedos… algo que le cubría hasta los ojos, aunque el mundo verde que veía le demostraba que nada le cegaba la visión…
A menos que todo fuera irreal…
Sintió un ligero mareo; se arrodilló en el suelo poco a poco y finalmente se sentó. El suelo era espeso y blando, estaba caliente y animado con sus propios ciclos vitales… ¡lo notaba! Notaba en la mano el roce del borde dentado de una hoja. Era una idea imposible… pero aquel sitio también era imposible. El mundo donde se hallaba era demasiado real. Cerró los ojos y volvió a abrirlos. La jungla no desaparecía.
Sobrecogida, empezó a llorar.
«Es imposible. —Llevaba media hora caminando, abriéndose paso entre la densa vegetación—. Tanta calidad de detalle… ¡y continúa kilómetros y kilómetros! ¡Y no hay señal de latencia! No puede ser».
Pasó un insecto zumbando. Renie tendió la mano y notó en los nudillos el golpe del diminuto cuerpo, que cayó al suelo. Un momento después, el ser brillante y alado levantó el vuelo de nuevo y se alejó zigzagueando.
«Ni el menor asomo de latencia, en semejante nivel de complejidad. ¿Qué dijo Singh…? ¿Trillones y trillones de instrucciones por segundo? Jamás había oído cosa semejante». De pronto comprendió por qué la ciudad dorada le había causado tanta impresión. A tales niveles de complejidad era posible casi cualquier cosa.
—¡!Xabbu! —llamó de nuevo—. ¡Martine! ¡Hola! —Y después, en voz más baja—: Jeremiah, ¿sigue funcionando la línea? ¿Me oye? ¡Jeremiah!
Sólo los pájaros contestaron.
¿Y ahora, qué? Si en realidad se hallaba en la red llamada Otherland, y si era tan extensa como Singh había dicho, tal vez estuviera tan horrendamente alejada de cualquier cosa útil como el Antártico de una cafetería egipcia. ¿Por dónde pensaría empezar Singh?
El peso de la impotencia amenazaba con inmovilizarla de un momento a otro. Pensó en desconectarse, sin más, pero unas breves consideraciones la disuadieron. Singh había muerto en aquella… oscuridad (fue lo único que se atrevió a pensar sobre lo que había sucedido) por llevarlos a ese lugar. Abandonar sería una traición inconmensurable, pero ¿adonde podía dirigirse?
Ejecutó rápidamente una serie de órdenes de exploración sin resultado alguno. Ninguno de los lenguajes habituales de control de realidad virtual funcionaba allí, o bien se precisaban determinados requisitos para manipular el entorno, requisitos que, sencillamente, no cumplía.
«Alguien ha invertido cantidades inconcebibles de tiempo y dinero para construir este mundo. Alguien a quien le gusta jugar a ser Dios…, quizá nadie más pueda entrar aquí, sólo de visita y aceptando lo que le den».
Estaba a punto de sucumbir a la inverosimilitud de la situación, pero a pesar del pasmo, el aturdimiento y la desesperación, aún conservaba un rastro de humor amargo. ¿Quién habría dicho que su educación universitaria, ganada a costa de tantos sudores y por la cual, según todo el mundo, entraría a formar parte integrante del siglo XXI, había de llevarla a hacer hogueras imaginarias en junglas imaginarias para mantener alejadas a fieras imaginarias?
«Enhorabuena, Renie. Ya eres oficialmente un ser primitivo imaginario».
Inútil. Ni recurriendo al truco que !Xabbu le había enseñado logró sacar ni una chispa de muestra. La madera había pasado mucho tiempo en el suelo húmedo.
«El que fabricó este maldito lugar debía de ser un maniático de los detalles, ¿no? Habría podido dejar unos cuantos palos secos a mano…».
Algo se movió entre los arbustos. Renie se sobresaltó y cogió un palo con la esperanza de que sirviera mejor como garrote que como leña.
«¿De qué tienes miedo? Es una simulación. ¿Y qué, si sale de la oscuridad un gran leopardo viejo y te mata?».
Un incidente de esa clase seguramente la expulsaría de la red, fin del juego. Sólo sería otra forma de traicionar a Singh, a Stephen, a todos.
«Además, esto parece tan real, ¡maldita sea! No quiero saber cómo simularían servir de cena a una fiera».
El claro en el que se hallaba apenas medía tres metros de anchura. La luz de la luna se colaba intensamente entre las ramas, pero no era más que luz de luna: no le daría ni tiempo a reaccionar si cualquier cosa suficientemente grande como para hacerle daño se le echara encima. Ni podía tampoco prepararse para otros peligros porque no tenía idea de dónde había ido a parar. ¿Seguía en África? ¿Estaba en la Asia prehistórica? ¿En un lugar inventado íntegramente? El que hubiera ideado una ciudad semejante podría inventarse también toda clase de monstruos.
El ruido se hizo más intenso. Renie trató de recordar lo que había leído en los libros. Le sonaba que la mayoría de animales solían temernos más que nosotros a ellos. Incluso los grandes, como los leones, preferían evitar al ser humano.
«Suponiendo que aquí haya algo parecido a los animales de verdad».
Dejó de lado tan lúgubre reflexión y pensó que tal vez sería mejor hacerse notar que agazaparse muerta de miedo con la esperanza de no ser descubierta. Tomó aire y empezó a cantar en voz alta.
¡Guerreros Genome!
Valientes y fuertes,
combatid a la perversa hueste de Mutarr,
separad la bondad de la maldad,
poderosos guerreros Genome…
Se sentía un poco ridícula pero, por el momento, era lo único que le llegaba a la cabeza, ese tema de un programa infantil, y una de las canciones predilectas de Stephen.
Cuando la inteligencia mutante
amenaza al género humano,
quiere tomarlo por sorpresa
y cortar vínculos genéticos que obligan…
El movimiento entre los arbustos se hizo más patente. Renie dejó de cantar y levantó el garrote. Un animal peludo y extraño, entre rata y cerdo por su aspecto pero de un tamaño más parecido al último, se abrió paso hasta el claro. Renie se quedó inmóvil. El bicho levantó el hocico un momento y husmeó el aire, pero no la vio. Poco después, dos más, iguales que el primero pero de menor tamaño, salieron tras el grande dando tumbos. La madre gruñó suavemente y se llevó a los cachorros otra vez hacia los arbustos; Renie se quedó temblando de alivio.
La criatura le recordaba vagamente a algo, pero no podía decir que la hubiera identificado. Seguía sin tener la más remota idea de dónde estaba.
¡Guerreros Genome!
Volvió a cantar, y más alto. Por lo visto, y a juzgar por el comportamiento del cerdo-rata, o lo que fuera lo que acababa de ver, la fauna del lugar no sabía que, teóricamente, debía sentir temor del ser humano.
… Osados y puros,
armados de espadas cromadas afiladas y firmes
luchan contra la máquina Muto-mix.
¡Poderosos guerreros Genome!
La luna acababa de pasar por encima de su cabeza y ella había agotado el repertorio de canciones que recordaba, melodías populares, temas de programas de la red, canciones de cuna e himnos tribales, cuando le pareció oír una vocecilla que la llamaba.
Se puso en pie dispuesta a responder a gritos, pero se contuvo. Ya no estaba en su propio mundo, evidentemente, estaba atrapada en el sueño de otra persona, y no lograba deshacerse del recuerdo de aquella negrura que había matado a Singh y la había manejado a ella como si fuera un juguete. A lo mejor el extraño sistema operativo, o lo que fuera, la había perdido al entrar y en ese momento estaba buscándola. Parecía ridículo, pero la horrible negrura animada junto con la desbordante realidad del lugar en que se encontraba la habían alarmado sobremanera.
Sin darle tiempo a pensar en qué hacer, alguien tomó la decisión en su lugar. Las hojas de arriba se movieron y un bulto cayó al suelo ruidosamente en medio del claro. El intruso tenía cabeza de perro y ojos amarillos y reflexivos. Renie trató de gritar pero no pudo. Medio asfixiada, levantó la gruesa rama. El ser reculó un poco y levantó las patas delanteras, sorprendentemente humanas.
—¡Renie! ¡Soy yo, !Xabbu!
—¿!Xabbu? ¿Cómo…? ¿De verdad eres tú?
El babuino se sentó en los cuartos traseros.
—Te lo prometo. ¿Te acuerdas del pueblo que se sienta en los talones? Me he vestido como ellos, pero soy yo.
—¡Dios mío! —La voz era suya, indudablemente. Si alguien era capaz de imitar el habla de !Xabbu con tanta perfección, ¿para qué habría de molestarse en tomar un cuerpo tan distinto?—. ¡Dios mío! ¡Eres tú!
Echó a correr y levantó al animal en volandas abrazándolo y llorando.
—Pero ¿por qué tienes ese cuerpo? ¿Te pasó algo cuando atravesamos aquella… lo que fuera?
!Xabbu aplicaba sus manos de finos dedos de babuino a la tarea de encender fuego. Había trepado hasta encontrar algunas ramas muertas relativamente secas porque aún no habían caído al suelo; un tenue hilillo de humo empezaba a brotar del fragmento que tenía entre sus largos pies.
—Te dije que había tenido un sueño. Que era el momento de que todos los representantes del primer pueblo se reunieran de nuevo. Soñé que había llegado la hora de pagar la deuda contraída por mi familia con el pueblo que se sienta en los talones. Por eso, y por otros motivos que juzgarías más prácticos, escogí este simuloide secundario después de definir una forma humana más normal. Pero cuando entré en este sitio, el cuerpo que me dieron fue éste. No he encontrado la manera de cambiar nada, así que, aunque no quería asustarte, he tenido que quedarme como ves.
Renie sonrió. El mero hecho de haberse reencontrado con !Xabbu la había animado, y la aparición de un ardiente punto rojo en la muesca de la rama la animaba más aún.
—¿Escogiste ese simuloide por motivos prácticos? ¿Por qué resulta práctico ser un babuino?
!Xabbu se quedó mirándola. La frente sobresaliente y huesuda y el hocico canino tenían algo intrínsecamente cómico, pero la personalidad del hombrecillo aún se traslucía.
—Por muchas razones, Renie. Puedo llegar a sitios a los que tú no llegarías, por ejemplo, me subí a ese árbol y encontré leña, ¿recuerdas? Tengo dientes —añadió, enseñándole un momento sus impresionantes colmillos— que son muy útiles. Y puedo ir a lugares donde pasaría desapercibido porque la gente de ciudad no repara en los animales… incluso en un mundo tan extraño como éste, diría yo. Teniendo en cuenta lo poco que sabemos sobre esta red y sus simulaciones, creo que todas ellas son características muy valiosas.
Las hojas empezaron a arder por los bordes. Mientras !Xabbu hacía de las pequeñas llamas un fuego más grande, Renie tendió las manos para calentárselas.
—¿Has intentado hablar con Jeremiah?
!Xabbu asintió con la cabeza.
—Estoy seguro de que los dos hemos averiguado las mismas cosas.
—Todo esto es tan difícil de creer —comentó Renie apoyando la espalda—. Es que parece tan increíblemente real, ¿no? ¿Te imaginas si tuviéramos conexiones directas con las neuronas?
—Ojalá fuera así. —El babuino se acuclilló y atizó el fuego con un palo—. Es decepcionante captar tan pocos olores. Éste simuloide desea información olfativa.
—Me temo que los militares no dan mucha importancia a los olores. El equipo del tanque virtual dispone de una paleta de olores muy rudimentaria. Seguramente sólo pretendían que los usuarios detectaran por el olfato incendios en los equipos, aire nocivo y unas cuantas cosas más, pero aparte de eso… De todos modos, ¿a qué te refieres con información olfativa?
—Antes de acceder a la realidad virtual por primera vez no me había dado cuenta de lo mucho que utilizo el sentido del olfato. Además, tal vez porque llevo un simuloide de animal, el sistema operativo de esta red me proporciona una… ¿cómo lo llamas? Una información sensorial ligeramente distinta. Noto que soy capaz de hacer cosas que jamás podría realizar en la otra vida.
Renie se estremeció al oír las palabras «otra vida», pero !Xabbu la distrajo acercándose a ella y olisqueándola con su largo hocico. El leve roce le hizo cosquillas y lo apartó.
—¿Qué haces?
—Memorizar tu olor o, al menos, el olor que te da el equipo que llevamos. Si dispusiera de mejores herramientas, ni siquiera tendría que tomarme la molestia. Bien, creo que ahora podría encontrarte si te perdieras otra vez —concluyó satisfecho.
—La cuestión no es encontrarme a mí. Lo difícil de esto es encontrarnos a nosotros mismos. ¿Dónde estamos? ¿Adonde vamos? Tenemos que hacer algo enseguida… no me importan los relojes de arena ni las ciudades imaginarias, ¡pero mi hermano se está muriendo!
—Lo sé. Primero tenemos que encontrar la forma de salir de esta jungla, creo. Después descubriremos más cosas, estoy seguro. —Se columpiaba sobre las patas traseras con la cola entre las manos—. De todos modos, creo que sé algo sobre el lugar donde nos hallamos. Y también la época.
—¡No lo creo! ¿Cómo lo sabes? ¿Es que has visto una señal en la carretera antes de encontrarme? ¿O una oficina de información turística?
Frunció el ceño, era la imagen misma de una fría indignación simiesca.
—Renie, es una mera suposición. Es posible que me equivoque porque hay muchas cosas que ignoramos de esta red y de sus simulaciones. Pero en parte, es sólo sentido común. Mira a tu alrededor. Esto es la jungla, una jungla tropical como la del Camerún. Pero ¿dónde están los animales?
—Yo he visto algunos. Y estoy sentada al lado de otro.
—Unos pocos, sí —replicó !Xabbu haciendo caso omiso del comentario—. Pero no hay tantos pájaros como sería de esperar en un sitio así. —¿Y?
—Pues que deduzco que estamos muy cerca del lindero del bosque, y que hay una gran ciudad cerca o bien algún tipo de actividad industrial. Lo he visto otras veces en la vida real. Cualquiera de esas dos posibilidades habría alejado a los animales de aquí.
Renie asintió despacio. !Xabbu era receptivo en cuestiones emocionales, pero también inteligente, sin más. Había sido fácil subestimarlo algunas veces a causa de su pequeña estatura y su peculiar forma de vestir y hablar. Y, con la apariencia que tenía en ese momento, más fácil todavía.
—O, si este mundo se lo ha inventado alguien, a lo mejor es así porque sí —puntualizó Renie.
—Es posible. Pero creo que hay muchas posibilidades de que encontremos gente no muy lejos.
—Has dicho que también sabías la época.
—Si los animales han tenido que huir, sospecho que la tecnología de este… mundo… no está mucho más atrasada que la nuestra, puede que incluso esté más adelantada. Además, percibo un olor fuerte en el aire que me parece que forma parte de esto, que no es producto accidental de los tanques virtuales. Lo noté cuando cambió el viento, poco antes de encontrarte.
Renie, disfrutando del inesperado bienestar que proporcionaba la hoguera, se avino de buen grado a actuar de Watson con el personaje de Holmes que desempeñaba el hombrecillo.
—¿Y ese olor es…?
—No estoy completamente seguro pero es un humo más moderno que el de una hoguera de leña… contiene metal, y aceite.
—Ya veremos. Espero que tengas razón. Si tenemos una larga búsqueda por delante, no estaría mal que fuera en un sitio con duchas calientes y camas blandas.
Se quedaron en silencio escuchando el crepitar de la hoguera. Algunos pájaros y algo parecido a un mono gritaban entre los árboles.
—¿Y Martine? —inquirió Renie de pronto—. ¿No podrías localizarla con tu olfato de babuino?
—Quizá, si estuviéramos suficientemente cerca, aunque no sé cómo olerá en esta simulación. Pero no hay nada por los alrededores que huela como tú, que es la única referencia que tengo de olores humanos.
Renie miró hacia la oscuridad que se extendía más allá de la hoguera. Tal vez, si !Xabbu y ella habían terminado relativamente cerca uno del otro, Martine no anduviera muy lejos. Si es que había sobrevivido.
—!Xabbu, ¿qué sentiste cuando entramos?
La descripción que le dio volvió a ponerle la carne de gallina pero no le aportó nada nuevo.
Lo último que oí decir al señor Singh fue que aquello estaba vivo —concluyó—. Después, tuve la sensación de que había numerosas presencias, como si estuviera rodeado de espíritus. Desperté en el bosque, como tú, solo y aturdido.
—¿Tienes idea de lo que era aquella… aquello? ¿Lo que nos atrapó y… mató a Singh? Te aseguro que no tenía nada que ver con ningún sistema de seguridad del que haya oído hablar en mi vida.
—Era el Devorador Absoluto —contestó con una seguridad aplastante.
—¿Qué dices?
—Aquello que odia la vida porque está vacío en sí mismo. Mi pueblo cuenta una historia famosa sobre los últimos días del abuelo Mantis y la forma en que el Devorador Absoluto llegó a su hoguera. —Sacudió la cabeza—. Pero no voy a contártela aquí y ahora. Es muy importante pero es triste y da miedo.
—Bueno, no sé lo que sería, pero no quiero volver a acercarme a eso nunca jamás. Era peor que la criatura que encontramos en el Mister J’s, Kali.
No obstante, si lo pensaba, había ciertas similitudes entre los dos, sobre todo respecto a la forma en que, al parecer, producían cambios físicos a través de medios virtuales. ¿Qué conexión podría existir que la ayudara a comprender, habida cuenta de Kali y de lo sucedido en el club, lo que !Xabbu llamaba el Devorador Absoluto? ¿Había algo que arrojara alguna luz?
Renie bostezó. Había sido un día muy largo. Su cerebro no quería seguir trabajando. Se apoyó en un árbol; al menos no había demasiados mosquitos en la simulación tropical, quizá lograra dormir un rato.
—!Xabbu, acércate aquí, ¿quieres? Estoy cansada y no sé cuánto rato voy a mantenerme despierta.
!Xabbu la miró en silencio y luego cruzó el pequeño claro a cuatro patas. Se acurrucó a su lado, cohibido de momento, y después se estiró y colocó la cabeza sobre los muslos de Renie. Ella le acarició el peludo cuello con dejadez.
—Me alegro de que estés aquí. Sé que Jeremiah, mi padre y tú os encontráis a pocos metros de mí pero, de todos modos, me sentí abandonada cuando desperté sin nadie alrededor. Habría sido mucho peor pasar toda la noche aquí a solas.
!Xabbu no contestó pero extendió el largo brazo, le dio unas palmadas en la cabeza y luego le rozó levemente la nariz con un dedo pelón de simio. Renie se dejó caer en un sueño reparador.
—Veo el final de la selva —anunció !Xabbu desde veinte metros de altura—, y hay una población.
Renie se paseaba impaciente al pie del árbol.
—¿Una población? ¿De qué clase?
—Desde aquí no lo distingo. —Avanzó por la rama, que se bamboleó de forma alarmante—. Debe de estar a unos kilómetros, pero hay humo y edificios. Parecen sencillos.
Bajó rápidamente y se dejó caer en el poroso suelo al lado de Renie.
—Creo haber divisado un buen sendero, aunque la jungla es muy densa. Tendré que volver a subirme a un árbol enseguida a ver lo que hay porque, si no, nos pasaremos el día abriéndonos camino entre la vegetación.
—Te diviertes de lo lindo, ¿verdad? Como da la casualidad de que hemos venido a parar a la jungla, la idea del babuino te parece excelente, ¿no? Pero ¿y si hubiéramos aparecido en medio de un edificio de oficinas o algo así?
—Vámonos. Ya hemos pasado gran parte del día aquí.
Se alejó trotando. Renie lo siguió un poco más despacio maldiciendo la espesa vegetación.
«¡Vaya sendero!», pensó.
Se quedaron resguardados entre las sombras, en el lindero del bosque. Ante ellos descendía una pendiente de barro rojizo moteada de tocones de árboles talados y surcada de las roderas del arrastre de los troncos.
—Es un campo maderero —musitó Renie—, más o menos moderno.
Había una flotilla de grandes vehículos en la zona despejada del fondo; unas pequeñas siluetas se afanaban entre ellos limpiándolos y reajustándolos, como cornacas atendiendo elefantes. La maquinaria era enorme e impresionante pero, a juzgar por lo que veía, Renie percibió extraños anacronismos también. Ninguno de los vehículos tenía los enormes neumáticos típicos de tanques de guerra, como era usual en la maquinaria pesada para la construcción, sino que estaban dotados de gruesas ruedas cubiertas de tachones. Incluso algunos parecían funcionar con vapor.
Sin embargo, la hilera de cabañas, hechas sin duda de un material prefabricado, era idéntica a las que se veían en las afueras de Durban. Incluso tenía algunos conocidos y alumnos que habían vivido toda su vida en barracas como aquéllas.
—No te separes de mí —dijo—. No sabemos cómo reaccionarán ante animales salvajes pero, si me das la mano, seguramente pensarán que eres mi mascota.
!Xabbu empezaba a encariñarse con la cara de babuino, y expresó claramente que disfrutaría del pequeño revés de la fortuna cuanto pudiera.
Mientras bajaban por la resbaladiza pendiente bajo un gris cielo matutino, Renie tuvo por primera vez una panorámica completa del paisaje. Más allá del campamento, una carretera ancha y sucia cortaba la jungla. El terreno de alrededor era llano en su mayor parte; una neblina oscura empañaba el horizonte de modo que los árboles parecían extenderse hasta el infinito.
Los habitantes del campamento eran de piel oscura, pero no tanto como ella, y la mayoría tenían el pelo negro y liso. Tampoco la ropa le dio la clave del lugar ni de la época porque casi todos usaban pantalones sencillos y el calzado quedaba oculto bajo el barro rojo.
Uno de los obreros que más cerca se encontraban la descubrió y lanzó un grito de aviso a los demás. Muchos se volvieron a mirar.
—Dame la mano —dijo a !Xabbu en un susurro—. Y no te olvides de que los babuinos no hablan en casi ninguna parte.
Un obrero se alejó, «tal vez para avisar a la autoridad competente o para ir a buscar armas», pensó Renie. ¿Sería un lugar muy apartado? ¿Qué implicaría ser una mujer desarmada en semejante situación? Era una decepción saber tan poca cosa…, como si la hubieran transportado por sorpresa a otro sistema solar y la hubieran expulsado de la nave espacial sin nada más que la cesta de la merienda.
Los obreros formaron en silencio un semicírculo a medida que Renie y !Xabbu se aproximaban, pero guardando una distancia que podía ser respetuosa o supersticiosa. Renie les devolvía la mirada altivamente. Los hombres eran en general nervudos y de pequeña estatura, de rasgos vagamente asiáticos, semejantes a ilustraciones que recordaba de los mongoles y los países esteparios. Algunos llevaban pulseras de una piedra translúcida parecida al jade, o amuletos de metal y plumas manchadas de barro ensartadas en correas alrededor del cuello.
Un hombre con camisa y sombrero de paja de ala ancha apareció por detrás del grupo de obreros. Era musculoso, con la nariz larga y afilada y un abultado estómago que le sobresalía por encima del colorido cinturón. Renie supuso que sería el capataz.
—¿Habla usted inglés? —preguntó Renie.
El hombre se detuvo, la miró de arriba abajo e hizo un gesto negativo con la cabeza.
—No. ¿Qué es eso?
La perplejidad de Renie duró sólo un instante. Al parecer, la simulación disponía de un servicio de traducción incorporado, de modo que ella tenía la impresión de que el hombre hablaba su lengua y ella la de él. A medida que la conversación transcurría, percibió un pliegue en la labio inferior del capataz con un pequeño enchufe dorado.
—Perdone. Nos… me he perdido. He tenido un accidente. —Maldijo en su fuero interno. Con la de tiempo que habían pasado en la jungla abriéndose camino, en ningún momento se le ocurrió pensar en una explicación plausible, de modo que empezó a improvisar sobre la marcha—. Estaba con un grupo de excursionistas, pero me separé.
—Ya sólo podía esperar que en ese país existiera la costumbre de pasear por gusto.
Y al parecer, así era.
—Está usted muy lejos de cualquier ciudad —dijo el hombre, mirándola con cierta agudeza y buen humor, como si intuyera que no le decía la verdad pero no le importara mucho—. No es bueno perderse tan lejos de casa. Me llamo Tok. Venga conmigo.
Mientras cruzaban el campamento, con !Xabbu silencioso al lado de Renie y sin despertar comentarios a pesar de las numerosas miradas de que era objeto, Renie trataba de hacerse una idea más exacta del lugar en el que se hallaban. El capataz tenía el mismo aspecto de asiático de Oriente Próximo que los obreros. Llevaba en el cinturón un objeto que debía de ser un radiotransmisor, pues tenía una especie de antena, pero era cilíndrico y estaba lleno de grabados. Encima de una de las cabañas más grandes había un artilugio muy semejante a una antena parabólica, pero eso no añadía ningún detalle aclaratorio.
La cabaña de la parabólica resultó ser la oficina de Tok y su casa. Invitó a Renie a sentarse en una silla ante una mesa metálica de despacho y le ofreció una taza de algo que el traductor no tradujo completamente, pero que ella aceptó, no obstante. !Xabbu se acurrucó al lado del asiento con los ojos como platos.
La habitación tampoco le dio nuevas claves. Había unos cuantos libros en una estantería pero la escritura de los lomos consistía en unos caracteres extraños que no supo interpretar; por lo visto, los algoritmos traductores sólo funcionaban con el habla. Había también una especie de capilla, un montaje como una caja con un marco de plumas de colores con personajes de madera con cuerpo de persona y cabeza de animal.
—No tengo la menor idea de dónde estamos —musitó.
!Xabbu le apretó la mano con sus deditos para advertirle que el capataz volvía.
Renie tomó la taza humeante y le dio las gracias; se la acercó a la cara, la olió y entonces se acordó de que, tal como se había quejado !Xabbu, el tanque virtual limitaba mucho la capacidad olfativa. No obstante, el simple hecho de haber intentado olfatear algo apuntaba a que el entorno empezaba a afectarle los reflejos virtuales; si no se mantenía alerta, no tardaría en olvidar que todo era irreal. Tuvo que llevarse la taza a los labios con cuidado, palpando el lugar exacto para asegurarse de que la ubicaba correctamente, porque la boca era el único punto donde no tenía sensibilidad… era como tratar de beber bajo los efectos de una anestesia dental.
—¿Qué clase de mono es ése? —inquirió Tok mirando a !Xabbu fijamente—. Nunca había visto otro igual.
—No… no sé. Me lo regaló un amigo que… que viajaba mucho. Es una mascota muy leal.
Tok hizo un gesto afirmativo. Renie se sintió aliviada al comprobar que la palabra tenía traducción.
—¿Cuánto tiempo hace que se perdió? —preguntó.
Renie decidió ceñirse a la verdad en la medida de lo posible, cosa que siempre hacía más fácil mentir.
—He pasado una noche sola en la jungla.
—¿Cuántos? ¿Cuántos había en el grupo?
Renie vaciló pero la suerte estaba echada.
—Éramos dos… sin incluir al mono, las que nos separamos del grupo. Y después, también perdí a mi compañera.
El capataz asintió nuevamente, como si la respuesta encajara con algún cálculo personal.
—Y, por descontado, es usted temiluna.
Eso ya era terreno más resbaladizo, pero Renie se arriesgó.
—Sí, por descontado.
Calló, y la respuesta pareció confirmar las sospechas del capataz.
—Ustedes, la gente de la ciudad, se creen que pueden meterse en la jungla sin más ni más como si fuera el parque —y dijo una palabra que Renie no entendió—. Pero las zonas salvajes no son así. Deberían tener más cuidado con su vida y su salud. De todos modos, a veces los dioses se muestran compasivos con los locos y los errantes. —Levantó la mirada, musitó unas palabras e hizo un signo sobre el pecho—. Venga, voy a enseñarle una cosa.
Se levantó, dio la vuelta a la mesa e hizo una seña a Renie en dirección a la puerta del fondo.
Al otro lado estaba la vivienda del capataz, con una mesa, una silla y una cama cubierta con una tela a modo de mosquitero. Cuando el hombre avanzó y descorrió la cortina de gasa, Renie se aplastó contra la pared pensando que quizás el hombre esperaba alguna clase de intercambio de favores por el rescate… pero el lecho estaba ocupado ya.
La mujer que dormía era pequeña, de pelo oscuro y nariz larga como la de Tok, y llevaba un sencillo vestido de algodón blanco. Renie no la reconoció. Se quedó paralizada sin saber qué hacer, pero !Xabbu trotó hasta la cama y, de un salto, se puso al lado de la mujer y comenzó a saltar encima del delgado colchón. Trataba de decir algo a Renie, evidentemente, pero ella tardó un buen rato en comprenderlo.
—¡Martine…!
Se acercó a toda prisa.
La mujer abrió los ojos, las pupilas se movían sin control, sin fijar la vista.
—… El camino… ¡cerrado! —Martine, si es que era ella, levantó los brazos como protegiéndose de algún peligro terrible. Renie no reconoció la voz y no percibió acento francés, pero las siguientes palabras le aclararon todas las dudas—. No, Singh, no vaya… ¡Ah, Dios mío, qué horror!
A Renie se le llenaron los ojos de lágrimas picantes al ver a su compañera debatiéndose en la cama, atrapada aún en las garras de la pesadilla que les había recibido en la tenebrosa frontera de Otherland.
—¡Ah, Martine! —Se volvió hacia el capataz, que contemplaba el reencuentro con grave satisfacción—. ¿Dónde la encontró?
Tok le contó que una cuadrilla de marcadores de árboles la había encontrado vagando fuera de sí al principio de la jungla, a poca distancia del campamento.
—Los hombres son supersticiosos —añadió—. Creen que está tocada por los dioses —y repitió el gesto como un acto reflejo—, pero yo creo que sólo es hambre, frío y temor y, tal vez, un golpe en la cabeza.
El capataz volvió a su trabajo con la promesa de que podrían regresar con el último envío de troncos, que saldría hacia el crepúsculo. Renie, desbordada por los acontecimientos, olvidó preguntar adonde regresarían. !Xabbu y ella pasaron el resto de la tarde sentados al lado de la cama, tomando a Martine de la mano y hablándole en voz baja cuando las pesadillas la perseguían de cerca.
Tok ayudó a Renie a subirse al remolque de un camión de vapor enorme y brillante. !Xabbu se subió solo y se sentó a su lado encima de los troncos encadenados. Tok la obligó a prometer que ni ella ni su «enloquecida amiga temiluna» volverían a pasearse solas por la jungla. Renie se lo prometió y le dio las gracias por su amabilidad; el camión arrancó y salió del campamento por una carretera ancha y llena de barro.
Renie habría podido viajar en la cabina de cualquier otro camión, pero prefería estar a solas con !Xabbu para poder hablar. Además, Martine iba atada con el cinturón en el asiento del copiloto de ese mismo vehículo, cuyo conductor, observó Renie con interés, era una mujer de ancho rostro y fuertes hombros, y prefería estar cerca de su amiga enferma.
—… Así que ésa no es la voz de Martine porque está delirando y hablando en francés, supongo —comentó mientras salían del campamento dando tumbos—, pero entonces, ¿por qué tú y yo tenemos la voz de siempre? Yo reconozco tu voz aunque parezcas salido de un zoológico…
!Xabbu, que estaba de pie disfrutando del viento y olisqueando, no respondió.
—Seguro que hemos entrado todos en el index de Singh —razonó ella—, y allí estaría especificado «idioma inglés». Claro que eso no justifica por qué yo tengo este cuerpo pero tú tienes el simuloide de segunda opción.
Se miró las manos cobrizas. De la misma forma que !Xabbu había terminado con un cuerpo muy apropiado para andar por la jungla, ella había escogido uno muy parecido físicamente a la gente del lugar. Claro que, si hubieran aterrizado en una aldea vikinga o en el Berlín de la Segunda Guerra Mundial, no habría encajado tan bien.
!Xabbu se sentó y se acurrucó al lado de Renie, con la erecta cola curvada como la cuerda de un arco.
—Hemos encontrado a Martine pero aún no sabemos qué es lo que buscamos —dijo—, ni adonde vamos.
Renie miró a lo lejos, a los kilómetros de jungla que iban quedando atrás al caer la noche y los kilómetros de carretera roja que aún tendrían que cubrir.
—Tenías que recordármelo, ¿verdad?
Viajaron toda la noche. La temperatura era tropical, pero Renie descubrió enseguida que los troncos virtuales no proporcionaban una cama más cómoda que los auténticos. Lo que más le fastidiaba era saber que su cuerpo de verdad estaba flotando en un tanque virtual lleno de gel ajustable que podía manipularse hasta dar la sensación del suave plumón de oca, si lograra encontrar los controles.
Cuando el sol salió, dando fin a una oscuridad que le había reportado poco descanso, los camiones llegaron a la ciudad. Al parecer, allí se encontraban el aserradero y la planta procesadora, y una especie de metrópoli selvática; ya con las primeras luces se veían grupos de gente por las embarradas calles.
Un puñado de coches parecidos a los Land Rover los adelantaron al entrar en la vía principal; algunos funcionaban con vapor, pero otros, con una energía más misteriosa. Renie descubrió la presencia de más antenas parabólicas, aunque sólo en los edificios de mayor tamaño; por lo demás, la ciudad era como si la hubieran trasplantado íntegramente de una saga del oeste americano. Las aceras de madera se elevaban sobre el barro pegajoso, la larga calle mayor que dividía el pueblo por la mitad parecía diseñada para tiroteos entre pistoleros, y se veían tantos caballos como coches. Incluso había un grupo de hombres a la entrada de una taberna engrescados en una especie de trifulca matutina. Ésos hombres y las demás personas que se veían iban mejor vestidos que los obreros de la jungla pero, a excepción del hecho de que muchos llevaban mantones de lana de vivos colores, todavía no le fue posible deducir nada concreto del estilo del vestir.
Los camiones cruzaron la población traqueteando y se alinearon en un amplio llano lodoso a las puertas de la serrería. La conductora del vehículo de Martine se apeó y, con una cortesía taciturna, le indicó que ella, su amiga enferma y el animalillo podían bajarse allí también. Mientras ayudaba a Renie a bajar a la pasajera semiinconsciente, le dijo que podían tomar el autobús enfrente del ayuntamiento.
Renie se alegró de saber que había algún otro sitio, además de ese lugar.
—El autobús. Es estupendo. Pero es que… no tenemos dinero.
La conductora se quedó mirándola fijamente.
—Por todos los dioses del cielo, ¿es que ahora hace falta dinero para coger el autobús? ¿Qué puñetas se le ocurrirá al municipio la próxima vez? El rey dios debería ejecutarlos a todos y volver a empezar desde cero.
Tal como parecía indicar la sorpresa de la conductora, los autobuses eran gratuitos. Renie, asistida por !Xabbu disimuladamente, logró ayudar a Martine a cubrir a trompicones la corta distancia que los separaba del ayuntamiento, y allí se sentaron en la escalinata a esperar. La francesa seguía atrapada en los terribles momentos de la entrada en el sistema de Otherland, cuando todo empezó a dislocarse, pero podía moverse casi con normalidad cuando se lo pedían, e incluso en un par de ocasiones Renie notó que le apretaba la mano en respuesta a un apretón suyo, como si luchara por dentro para salir a la superficie.
«Espero que así sea —pensó Renie—. Sin Singh, ella es la única esperanza que nos queda de entender todo esto. —Echó una mirada al exterior, tan absolutamente desconocido y al mismo tiempo intachablemente realista, y se sintió morir—. Pero ¿a quién quiero engañar? Fíjate bien, piensa en los cerebros, el dinero y los servicios que habrán hecho falta para construir todo esto… ¿y pretendemos poner a los cabecillas bajo arresto municipal, o algo por el estilo? Ésta aventura es una ridiculez desde el primer momento».
La sensación de impotencia era tan aplastante que Renie se quedó sin fuerzas para hablar. Martine, !Xabbu y ella siguieron sentados en silencio, un curioso trío que, como era de esperar, atraía miradas disimuladas y provocaba cuchicheos entre la gente que pasaba.
Renie creyó que la jungla empezaba a clarear un poco, aunque no estaba segura. Después de haber visto pasar tantos árboles durante tantas horas, seguía viendo el monótono paisaje aunque cerrara los ojos.
El conductor del autobús, un hombre con dientes de oro y engalanado con un medallón de plumas, no había pestañeado al ver a ninguno de sus dos curiosos acompañantes, pero cuando le preguntó adonde iba el autobús, pues la información inscrita sobre el parabrisas le resultaba tan ilegible como los libros del capataz, se quedó mirándola como si le hubiera pedido que hiciera volar aquel vehículo viejo y vapuleado.
—A Temilún, buena mujer —le respondió bajándose las gruesas gafas de sol para mirarla más atentamente; tal vez pensara que más tarde le pedirían la descripción de la loca fugitiva—. La ciudad del rey dios, alabado sea su nombre, el Señor de la Vida y de la Muerte, el más honorable entre los honorables. ¿Dónde quiere que vaya, si no? —Señaló hacia la única y recta carretera que salía de la ciudad de la serrería—. ¿A qué otra parte podría ir?
Renie, con !Xabbu encaramado en su regazo, la nariz pegada al cristal, y Martine dormida sobre su hombro, trató de poner en orden lo que había descubierto. El lugar tenía una mezcla de tecnología de los siglos XIX y XX, por lo que recordaba de las diferencias entre ambos. Los habitantes parecían asiáticos de Oriente Próximo, aunque en la ciudad había visto algunos más blancos y algunos más negros. El capataz no sabía lo que era «inglés», lo cual podía indicar una gran distancia respecto a pueblos de habla inglesa, un mundo en el que no existía el inglés o, sencillamente, que el capataz era ignorante. Al parecer, tenían una religión preponderante y un rey dios, pero ¿se referiría a una persona o sería una simple figura retórica?, y por el comentario del conductor del camión, podía deducirse que existía alguna forma de organización gubernamental.
Renie dejó escapar un suspiro de impotencia. Bien poca cosa había descubierto. Estaban perdiendo un tiempo precioso pero no se le ocurría ninguna otra forma de seguir adelante. Iban en dirección a Temilún, que debía de ser una ciudad más grande. Pero si allí tampoco encontraban nada que les acercara a su meta, ¿qué? ¿Ir hasta la ciudad siguiente? ¿Acaso la incursión por la que Singh había pagado con su vida iba a quedar reducida a una serie de trayectos en autobús?, ¿a unas vacaciones largas y desagradables?
!Xabbu dejó de mirar por la ventanilla y se le acercó al oído. No había pronunciado palabra hasta el momento porque los pasajeros se apiñaban por todas partes, en todos los asientos y en todo el pasillo, al menos media docena se agolpaban en un radio de un metro alrededor del concurrido asiento de Renie. Muchos viajaban además con pollos u otros animales pequeños que no logró identificar, lo cual justificaba la indiferencia del conductor hacia !Xabbu, pero nadie parecía inclinado a conversar y por eso el babuino, que viajaba en el regazo de Renie, le habló al oído.
—He estado pensando en qué es lo que tenemos que buscar —dijo—. Si queremos dar con los propietarios de esta red de Otherland, lo primero que tenemos que hacer es encontrar información sobre quién detenta el poder en este mundo.
—¿Y eso cómo se hace? —musitó Renie—. ¿Yendo a una biblioteca? Supongo que tendrán bibliotecas, pero seguramente tendremos que encontrar una ciudad grande.
—O haciéndonos amigos de alguien que sepa decirnos lo que queremos saber.
—!Xabbu habló un poco más alto porque la mujer que se sentaba al lado de ellos había empezado a cantar, un canturreo sin palabras que a Renie le recordó a las odas tribales que su padre y sus amigos cantaban a veces cuando la cerveza había corrido abundantemente.
Renie echó una ojeada alrededor, pero nadie les prestaba atención. Por la ventanilla se veían tierras desarboladas convertidas en campos de labor y algunas casas, y pensó que debían de estar acercándose a otro pueblo.
—Pero ¿en quién confiaremos aquí? Porque cualquiera de los que van en este autobús podría estar conectado directamente al sistema operativo. No son de verdad, !Xabbu… o al menos la mayoría.
!Xabbu no respondió porque notó una presión en el brazo de Renie. Martine estaba apoyada en ella, agarrándola como si le fuera la vida en ello. Los ojos de su simuloide seguían como perdidos, mirando sin ver, pero la cara tenía una nueva expresión de alarma.
—Martine. Soy Renie. ¿Me oyes?
—La… oscuridad… es muy densa.
Parecía un niño perdido, pero por primera vez reconocieron su voz.
—Estás a salvo —le musitó Renie con apremio—. Hemos cruzado. Estamos en la red de Otherland.
Martine se giró hacia ella pero los ojos aún no establecieron contacto.
—¿Renie?
—Sí, soy yo. Y !Xabbu también está aquí. ¿Has entendido lo que acabo de decirte? Hemos cruzado, estamos dentro.
La presión de la mano de Martine no disminuyó, pero la expresión ansiosa de su cara huesuda se suavizó.
—¡Cuánta! —dijo—. ¡Cuánta hay…! —Hacía esfuerzos por sobreponerse—. ¡Cuánta oscuridad había!
!Xabbu apretaba a Renie en el otro brazo. Renie empezaba a sentirse como una madre con una prole numerosa.
—¿Ves algo, Martine? No miras a ninguna parte.
Martine puso una cara como de anonadamiento total, como si acabaran de darle un golpe inesperado.
—Me… no sé qué me ha pasado. Todavía no me he recuperado. —Miró a Renie—. Dime, ¿qué le ha pasado a Singh?
—Ha muerto, Martine. No sé qué fue aquello, pero lo mató. Yo… juraría que noté que lo mataba.
—Yo también —dijo Martine sacudiendo la cabeza con pesadumbre—. Tenía la esperanza de haberlo soñado.
!Xabbu la apretaba cada vez más. Renie fue a apartarle la mano pero vio que estaba mirando por la ventanilla.
—!Xabbu…
—¡Mira, Renie, mira!
No habló en susurros.
Un momento después, ella también olvidó las precauciones.
El autobús rebasó una amplia curva y, por primera vez, vieron el horizonte más allá de los árboles. Una cinta lisa de plata apareció en la lejana línea entre el cielo y la tierra, una franja relumbrante y temblorosa que por su extensión sólo podía ser agua, una bahía o un mar. Pero lo que había fascinado a !Xabbu y después casi hizo a Renie levantarse del asiento fue lo que divisaron delante, recortándose contra el brillo metálico en forma de arcos complicados y agujas que brillaban al sol de la tarde como el parque de atracciones más grande del mundo.
—¡Ah! —exclamó casi sin aire—. ¡Ah! ¡Mira!
—¿Qué hay? —preguntó Martine, impaciente.
—Es la ciudad. La ciudad dorada.
Tardaron una hora en llegar a Temilún, tras cruzar una gran planicie llena de poblaciones; al principio, aldeas campesinas rodeadas de ondulantes campos de cereales, y después, concentraciones más densas de viviendas urbanas y modernidad creciente, con centros comerciales, pasos elevados para el tráfico y señales con jeroglíficos indescifrables. Y la ciudad iba agrandándose en el horizonte.
Renie avanzó por el pasillo hasta llegar a la parte delantera para ver mejor. Se coló entre dos hombres de labios perforados y que hacían bromas con el conductor, y se colgó del asidero que había al lado de la puerta para contemplar el sueño hecho realidad.
En parte, parecía sacado de un cuento, por decir algo, con altos edificios muy diferentes de los bloques de viviendas y los rascacielos funcionales de Durban. Algunos eran pirámides inmensas con muchos niveles, todos adornados con jardines y plantas colgantes. Otros eran torres rocambolescas de un estilo que jamás había visto, agujas enormes que, sin embargo, se asemejaban a montones de flores o gavillas de cereales. Otras, igualmente incatalogables como escultura abstracta, tenían ángulos y protuberancias estructuralmente imposibles. Todas estaban pintadas, sus vivos colores aumentaban el efecto de profusión floral, pero el color dominante era el amarillo brillante del oro. El color oro resplandeciente coronaba las pirámides más altas y envolvía las elevadas torres en rayas ascendentes como el reclamo de las barberías. Algunas construcciones estaban recubiertas de oro de arriba abajo, de modo que hasta los recovecos más oscuros y los nichos más profundos relumbraban. Era tal como se adivinaba en la borrosa imagen capturada en el laboratorio de Susan, y más aún. Era una ciudad construida por lunáticos, pero tocados por la mano de la genialidad.
A medida que el autobús traqueteaba por las cercanías de la metrópoli, los tejados de los altos edificios iban dejándose de ver desde las ventanillas. Renie se abrió paso entre el gentío y volvió a su sitio absolutamente pasmada.
—Es increíble. —No podía evitar una sensación de júbilo desmedido, aunque sabía que era peligroso—. No puedo creer que la hayamos encontrado. ¡La hemos encontrado!
Martine permanecía en silencio. Sin palabras, tomó la mano de Renie y la hizo cambiar de pensamientos. En medio de aquel gran milagro se había producido otro menor: Martine, la mujer misteriosa, la voz sin rostro, se había convertido en una persona de verdad. Ciertamente, usaba el simuloide como un titiritero usa las marionetas, y además se encontraba a miles de kilómetros del cuerpo real de Renie, e incluso más lejos de ese lugar puramente teórico, pero allí estaba; se la podía tocar, se podía decir algo respecto a su verdadero yo físico. Renie tenía la sensación de haber encontrado al esperado amigo de la infancia. Incapaz de expresar tan extraña felicidad, se limitó a apretar la mano a Martine.
El autobús se detuvo por fin entre las sombras doradas del corazón de la ciudad. Martine ya podía caminar relativamente bien por sí sola. Renie, !Xabbu y ella aguardaron con impaciencia a que los demás pasajeros se apearan y bajaron al suelo embaldosado de la estación de autobuses, una inmensa pirámide hueca que ascendía apoyándose en vigas colosales, piso sobre piso, como una telaraña calidoscópica. Sólo tuvieron unos momentos para apreciar la magnificencia de los altos techos antes de que un par de hombres con ropa oscura se presentara ante ellos.
—Perdonen —dijo uno—. Acaban de llegar en el autobús de Aracatacá, ¿no es cierto?
Renie empezó a pensar a toda velocidad. Los hombres llevaban un abrigo con una pequeña capa de ceremonia, y ambos tenían cara de profesionales duros. Cualquier esperanza de que fueran severos revisores del transporte público se desvaneció al ver los extraños garrotes de ceremonia que llevaban en el cinturón y los lustrosos cascos negros en forma de cabeza de lince.
—Sí, nos hemos…
—Por favor, enséñennos sus documentos de identidad.
Renie se tocó los bolsillos del mono en vano y Martine se quedó mirando al vacío con la expresión de quien sueña despierto.
—Bien, ahórrese las molestias. —Bajo el alto casco asomó una cabeza rapada—. Son ustedes extranjeras. Las esperábamos. —Dio un paso adelante y tomó a Renie por el brazo. Su compañero dudó un momento mirando a !Xabbu—. El mono que venga también, naturalmente —añadió—. Estoy seguro de que ninguna de ustedes desea esperar más, de modo que, en marcha. Por favor, sepan que van a ser transportadas al gran palacio con toda prontitud. Son las órdenes que tenemos.
!Xabbu tomó la mano de Renie y echó a andar tras el policía, que les abría el camino por la estación en dirección a las puertas.
—¿Qué van a hacer con nosotros? —Aunque no fuera a servir de nada, Renie no quiso rendirse sin intentarlo—. No hemos hecho nada. Estábamos paseando por el campo y nos perdimos. Tengo la documentación en casa.
El policía abrió la puerta. Justo enfrente, estaba aparcada una gran furgoneta que echaba vapor de agua como un dragón dormido. El segundo policía abrió las puertas de atrás y ayudó a Martine a subirse al oscuro interior.
—Por favor, señora. —La voz del primer policía sonaba fría—. Todo será más fácil si reserva sus preguntas para nuestros amos. Hace días que nos han ordenado aguardar su llegada. Además, serán recibidas con todos los honores. Al parecer, el Consejo tiene planes especiales para todos ustedes.
En cuanto Renie y !Xabbu entraron y se instalaron al lado de Martine, cerraron las puertas. No había ventanillas, la oscuridad era completa.
—Llevamos horas aquí.
Renie había paseado tantas veces por la pequeña celda describiendo la forma de un ocho que lo hacía ya con los ojos cerrados mientras procuraba encontrar el sentido de las cosas. Todo lo que había visto, la jungla, la magnífica ciudad y la mazmorra de fría piedra en la que se encontraban, que parecía salida de una película de horror, daba vueltas en su imaginación, pero ella no lograba encontrarle sentido.
—¿A qué viene toda esta demostración? —protestó—. Si piensan hipnotizarnos o lo que pretendiera la Kali que nos echaron encima la otra vez, ¿por qué no lo hacen ya? ¿No piensan que podemos salir de la conexión en cuanto nos dé la gana?
—Tal vez no podamos —dijo !Xabbu. Poco después de que la policía los encerrara, se subió a la única ventana que había y, tras comprobar que estaba protegida por una red metálica suficientemente tupida como para impedir que un mono mediano se escapara, volvió a bajar y se sentó en cuclillas en un rincón. Incluso había dormido un poco, cosa que a Renie le pareció inexplicablemente inoportuna—. A lo mejor ellos saben algo de ese tema que nosotros ignoramos. ¿Nos atrevemos a intentarlo?
—Todavía no —dijo Martine—. Es posible que no funcione… ya nos han demostrado que pueden manipularnos la mente de una forma que no comprendemos… y si funcionara, tendríamos que admitir la derrota.
—De todos modos, son los que buscábamos. —Renie se calló y abrió los ojos. Sus amigos la miraron con una expresión semejante a la indiferencia del impotente, mientras ella se esforzaba por contener una ira que iba en aumento—. Si no lo supiera ya, lo adivinaría por el comportamiento de esos policías tan aparentes y tan suficientes. Se trata de los que intentaron matarnos, los que mataron a la doctora Van Bleeck, a Singh y a no sé cuántos más, y están muy orgullosos de sí mismos. ¡Malditos arrogantes!
—De nada sirve enfadarse —dijo Martine amablemente.
—¡Ah! ¿No? Pues entonces, ¿qué es lo que sirve para algo? ¿Pedir disculpas? ¿Decir que jamás volveremos a inmiscuirnos en sus horribles juegos malditos, y que por favor nos dejen marchar con una simple advertencia? —Agitó los puños en el aire—. ¡Mierda! ¡Estoy más que harta de que me empujen, me atosiguen, me asusten y… y me manipulen esos monstruos!
—Renie… —dijo Martine.
—¡No me digas que no me enfade! No tienes a tu hermano en un hospital en cuarentena. No han convertido a tu hermano en un vegetal que sólo las máquinas mantienen con vida, ¿verdad que no? ¡Un hermano que contaba con tu protección!
—No, Renie. Tienes razón: a mi familia no le han hecho tanto daño como a la tuya.
Se dio cuenta de que estaba llorando y se limpió los ojos con las manos.
—Lo siento, Martine, pero…
La puerta de la celda se abrió. Allí estaban los mismos policías, como negras sombras ominosas en el oscuro corredor.
—Vengan. El más honorable entre los honorables desea verlas.
—¿Por qué no huyes? —musitó Renie ansiosamente—. Escóndete en algún sitio y luego procura venir a salvarnos. Me parece increíble que no quieras intentarlo siquiera.
!Xabbu la miró con expresión de dolor, a pesar de la contención impuesta por el simuloide de babuino.
—No te dejaría por nada, con lo poco que sabemos de este sitio. Además, si lo que quieren es volvernos locos, juntos somos más fuertes.
El primer policía los miró, molesto por el cuchicheo.
Subieron unas largas escaleras y llegaron a un espacioso vestíbulo con suelo de piedra pulida. Por la forma y la altura del techo, Renie dedujo que se encontraban en el interior de una pirámide como las que habían visto desde el autobús. Una multitud de gente de pelo oscuro, ataviada con trajes de ceremonia diversos, la mayoría con capas semejantes a las de los policías, se movía atareada en todas direcciones. La multitud, tan presurosa, concentrada y enérgica, no prestó atención a los prisioneros: los únicos que mostraron auténtico interés fueron los seis hombres armados que guardaban las puertas del extremo opuesto del vestíbulo. Dichos hombres eran corpulentos y llevaban unos cascos de animales más realistas y truculentos aún que los de los policías, rifles largos que parecían antiguos y prácticas porras, y daba la sensación de que fueran a agradecer la oportunidad de hacer daño a cualquiera.
A medida que Renie y los demás se acercaban, las filas se pusieron alerta anticipándose a cualquier movimiento pero, tras examinar el emblema de los policías detalladamente, se hicieron a un lado con desgana y abrieron las puertas. Hicieron entrar de un empujón a Renie y a sus amigos, pero los policías se quedaron fuera cuando las puertas se cerraron.
Se encontraron solos en una estancia casi tan grande como el vestíbulo que acababan de dejar. Las paredes de piedra estaban pintadas con escenas de batallas fantásticas entre hombres y monstruos. En el centro de la sala, en medio del chorro de luz eléctrica que daba una ancha araña de grotesco diseño, se hallaba una mesa larga rodeada de sillas vacías. La de la cabecera era mucho mayor que las demás, y tenía un dosel en forma de disco solar brillando entre nubes, todo de oro macizo.
—El Consejo aún no ha llegado, pero pensé que tal vez les interesara ver el lugar de reunión.
Una figura salió de detrás del impresionante sitial, un joven alto con los mismos rasgos de halcón que los demás habitantes. Iba desnudo de cintura para arriba, adornado solamente con una larga capa de plumas, un collar de cuentas y dientes afilados y una alta corona de oro con piedras azules incrustadas.
—Generalmente aparezco rodeado de servidores, «incontables como las arenas del mar», al decir de los sacerdotes, y casi aciertan. —Hablaba suavemente, con un marcado acento, pero tras sus ojos fríos se escondía un cúmulo inconfundible de inteligencia aguda y sólida: cuando ese hombre quería algo, lo conseguía. También era mucho mayor de lo que aparentaba—. No obstante, aguardamos la llegada de algunos invitados más, de modo que necesitaremos espacio… y, además, me pareció mejor que tuviéramos una charla en privado. —Sonrió glacialmente—. A los sacerdotes les daría un ataque si supieran que el rey dios está solo con desconocidos.
—¿Quién… quién es usted? —preguntó Renie esforzándose por mantener la voz normal, aunque el hecho de saber que se encontraba frente a uno de sus perseguidores se lo hizo imposible.
—El rey dios de este lugar, como les he dicho. El Señor de la Vida y de la Muerte. Pero si lo prefiere, permítame que me presente adecuadamente… al fin y al cabo, son ustedes invitados. Me llamo Bolívar Atasco.