PROGRAMACIÓN DE LA RED/LINEAR. DOC: IEN, 23 h (Eu. NAm): «DESFILE DE LA MUERTE».
(Imagen: hombre golpeado por multitud a puñetazos y patadas; cámara lenta). Voz en off: Sepp Oswalt presenta un resumen de muertes entre las que destacan un linchamiento callejero grabado por cámaras de vigilancia, una violación con asesinato recogida por el propio asesino y utilizada posteriormente como prueba contra él, y una transmisión en directo de una decapitación en el Estado Libre del Mar Rojo. Se anunciará el nombre del ganador del concurso Name the Reaper Mascot.
—Te cuesta trabajo respirar, ¿verdad? —El sonriente hombre de pelo amarillo introdujo un frío objeto metálico en la boca de Orlando. El objeto produjo un chasquido al rozarle la parte posterior de la garganta como si le hubieran dado con un cordón de goma blanda—. Hummm. Bien; ahora, veamos qué se oye. —Le colocó una sonda membranosa sobre el pecho y se quedó mirando los picos que describía en la pantalla—. Me temo que no suena nada bien.
Orlando tuvo que reconocérselo al desgraciado. Era la primera vez que lo veía, pero el tipo ni se inmutó; ni siquiera se le había notado en los ojos, como solía observar en la gente que se esforzaba por tratarlo con normalidad.
El hombre de pelo amarillo se enderezó y se dirigió a Vivien.
—Es una neumonía, definitivamente. Vamos a recetarle unos antibióticos nuevos aunque, habida cuenta de las circunstancias de este caso… En fin, recomendaría que lo dejara un par días en el dispensario.
—¡No!
Orlando sacudió la cabeza enérgicamente.
Odiaba el dispensario de Crown Heights y tampoco le gustaba ese médico de ricos con su pico de oro. Además se dio cuenta de que el delgado y joven doctor se sentía incómodo con las «circunstancias de este caso»; el hecho incontestable de que Orlando padeciera una enfermedad de larga duración. Pero por más que le hubiera gustado, Orlando no podía esgrimir semejante argumento en contra del médico. Nadie era capaz de actuar con normalidad frente a su dolencia.
—Ya hablaremos de ello, Orlando. —Sólo por el tono, supo que su madre no quería que la pusiera en evidencia delante del agradable joven comportándose como un cabezota—. Gracias, doctor Doenitz.
El doctor sonrió, hizo un gesto con la cabeza y salió de la sala de reconocimiento. Al verlo marchar, Orlando se preguntó si habría asistido a una escuela especial de chupópteros para pacientes ricos.
—Si el doctor Doenitz cree que debes quedarte en el dispensario… —comenzó Vivien, pero Orlando la interrumpió.
—¿Qué van a hacer? Es neumonía. ¡Atiborrarme de antibióticos, como otras veces! ¿Qué importancia tiene dónde esté? Además, odio este sitio. Parece que lo haya decorado una persona horrible con la intención de que cuando los ricos vengan aquí, crean que no son iguales que cualquier otro enfermo.
Vivien esbozó una sonrisa, pero procuró reprimirla.
—No es necesario que te guste este sitio, pero es tu salud lo que está en juego…
—No; lo que está en juego es si voy a morir de neumonía esta vez o de cualquier otra cosa la semana que viene, o el mes que viene.
La crudeza de las palabras hizo callar a la madre. Orlando bajó de la camilla y empezó a ponerse la camisa. Hasta ese pequeño esfuerzo le hacía sentirse débil y le dejaba sin respiración. Desvió la mirada tratando de disimular lo desgraciado que se sentía. De lo contrario, todo parecería una película mala de la red. Cuando volvió a girarse, su madre lloraba.
—No digas esas cosas, Orlando.
La rodeó con el brazo pero, al mismo tiempo, estaba furioso. ¿Por qué tenía que consolarla él? ¿Quién estaba condenado a muerte, él o ella?
—Cómprame las medicinas. La simpática señora de la farmacia nos las venderá y las añadiremos al montón. Por favor, Vivien, vámonos a casa. Dicen que es muy importante procurar el bienestar del paciente. En este asqueroso dispensario no mejoraré nada.
—Hablaremos con tu padre —contestó enjugándose las lágrimas.
Orlando volvió a sentarse en la silla de ruedas. Ciertamente, se encontraba muy afectado, torpe y febril; respiraba con dificultad y sabía que en ese instante le faltaban fuerzas hasta para salir del centro de asistencia de Crown Heights y llegar al coche, por no hablar de volver a pie a su casa, situada a menos de un kilómetro. Pero no estaba dispuesto a quedarse encerrado en el maldito dispensario. En primer lugar, a lo mejor le prohibían acceder a la red… A veces, los médicos y enfermeras tenían ideas absurdas, y precisamente en esos momentos no podía permitirse ningún riesgo. Había sobrevivido ya a dos neumonías, aunque no era un trago agradable.
Mientras Vivien lo empujaba por el pasillo hacia el departamento de farmacia, o Rancho El Parche, como lo llamaba Orlando, pensó que quizás esa vez no fuera igual. A lo mejor no volvía a ir a ningún sitio por su propio pie. Qué pensamiento tan siniestro. Tenía que haber una forma de saber cuándo se hace una cosa por última vez para poder darle todo su valor, como una especie de anuncio que pasara al pie de la pantalla, igual que el cronómetro de las noticias, por ejemplo. Orlando Gardiner, de San Mateo (California), joven de catorce años, acaba de tomarse el último helado de su vida. Se espera que ría por vez postrera a lo largo de la semana que viene.
—¿En qué estás pensando, Orlando?
Orlando sacudió la cabeza.
La ciudad se alzaba ante él con sus torres doradas y retadoras, inconcebiblemente altas, brillando con luz propia. Lo único que deseaba en realidad le aguardaba en el interior de aquel bosque deslumbrante. Avanzó un paso, luego otro, pero las fulgentes espiras temblaron y desaparecieron. Una oscuridad fría y húmeda cayó sobre él. ¡Un reflejo! Se había lanzado a un reflejo del agua y se ahogaba, se asfixiaba, se llenaba de fluidos…
—¿Jefe? —chirrió Beezle en un rincón, desenchufándose de la toma de corriente.
Orlando agitó una mano esforzándose por respirar a pesar de la flema que lo ahogaba. Se dio un golpecito en el pecho y tosió. Se dobló al notar la afluencia de sangre al dolorido cráneo y escupió en la papelera higiénica.
—Estoy bien —resolló cuando recobró el aliento—. No quiero hablar.
A tientas, buscó el conector en la mesilla de noche y se lo introdujo en la neurocánula.
—¿Seguro que te encuentras bien? Si quieres despierto a tus padres.
—No te atrevas. Ha sido sólo… un sueño.
Beezle, que tenía poca información sobre los sueños en su programación, salvo la que le proporcionaran las referencias literarias o científicas a las que tenía acceso, no contestó.
—Te han llamado dos veces. ¿Quieres oír los mensajes?
Orlando entrecerró los ojos y consultó el reloj que aparecía superpuesto en la parte superior de su campo de visión, iluminado en azul en contraste con las sombras del fondo.
—Son casi las cuatro de la madrugada. ¿Quién ha llamado?
—Fredericks, dos veces.
—¡Tchi seen! De acuerdo, pásamelo.
La ancha cara del simuloide de Fredericks apareció en la ventana, bostezando cumplidamente, aunque parecía un poco nervioso.
—¡Vaya, Gardino! Me había hecho a la idea de que no tendría noticias tuyas hoy.
—Bueno, ¿qué hay? No pensarás dejarme colgado, ¿verdad?
Fredericks vaciló y Orlando notó una especie de losa en el estómago.
—Ayer… estuve hablando con unos amigos del colegio. Y resulta que hay un tipo… bueno, lo arrestaron por entrar en no sé qué sistema del ayuntamiento… no era más que una broma, vaya, una pequeña gamberrada y tal, pero el caso es que lo echaron de la academia y lo mandaron tres meses a un correccional.
—¿Y qué?
Orlando bajó el volumen del micrófono para toser y escupir otra flema. Se sentía incapaz de afrontar la situación. No tenía fuerzas para seguir solo adelante… ¿es que Fredericks no se daba cuenta?
—Pues que… el gobierno y las grandes compañías se están poniendo muy duros. O sea, que no es el mejor momento para andar husmeando en sistemas ajenos. Orlando, no quiero… Verás, mis padres me…
Fredericks dejó de hablar y se quedó con una expresión de preocupación neutra en su cara de buey. En ese instante, Orlando lo odió, o la odió.
—¿Y cuándo crees que será un buen momento? A ver si lo adivino… ¿nunca?
—¿De qué vas, Orlando? Ya te lo he preguntado mil veces… ¿Por qué es tan importante esa maldita ciudad, o lo que narices vieras? Hasta firmaste para trabajar un montón de años con no sé qué compañía, y sólo por ver si así te acercabas un poco a ese invento.
Orlando se rio amargamente… Equipos índigo tenía tantas posibilidades de sacar años de trabajo de él como sangre de una bola de billar. De pronto, se le pasó la rabia y se quedó como vacío. Allí, en aquel dormitorio oscuro, con sus padres a pocos metros de distancia y su amigo al otro lado de la línea, se sintió absoluta y totalmente solo.
—No sé explicártelo —dijo en voz baja—. De verdad.
—Inténtalo —le animó Fredericks.
—Pues… —Tomó aire resoplando. A la hora de la verdad, no había forma de explicarlo, realmente—. Sueño; sueño todo el tiempo con esa ciudad. Y en los sueños… sé que allí hay algo muy importante que tengo que encontrar. —Tomó aire nuevamente con esfuerzo—. Tengo que encontrarlo.
—Pero ¿por qué? Incluso si… si de verdad tienes que encontrar ese sitio, ¿a qué viene tanta prisa? Acaban de echarnos de la red de TreeHouse… ¿no crees que sería conveniente esperar un poco?
—No puedo esperar.
Nada más decirlo, se dio cuenta de que si Fredericks le preguntaba, tendría que explicárselo todo. Las palabras quedaron en el aire casi materializadas, como luces en las sombras de la noche, igual que los números del reloj.
—¿No puedes esperar? —preguntó Fredericks pronunciando despacio, como si intuyera algo.
—Es que… me queda poco tiempo de vida. —Era como desnudarse en público… asustaba, pero proporcionaba una especie de libertad heladora—. Que me estoy muriendo, vaya. —El silencio se prolongó tanto que si Orlando no hubiera tenido a la vista el simuloide de su amigo, habría pensado que Fredericks había colgado—. ¡Vamos, dime algo!
—Orlando, me has… ¡Oh, Dios! ¿Va en serio?
—Completamente. No es la gran noticia… quiero decir que hace tiempo que lo sé. Nací así… bueno, es genético. Se llama progeria. A lo mejor te suena o has visto algún documental…
Fredericks no dijo nada.
Orlando casi no podía respirar. El silencio pesaba como un vínculo invisible de dolor entre dos dormitorios a cinco mil kilómetros de distancia.
—Progeria —añadió al fin—. Significa que envejeces cuando todavía eres joven.
—¿Envejeces? ¿Cómo?
—De todas las formas imaginables. Te quedas calvo, los músculos se atrofian, te salen arrugas, padeces artrosis, y luego te mueres de neumonía o de un ataque cardiaco… o de cualquier otra enfermedad de las que matan a los viejos. Casi nadie llega a los dieciocho. —Quiso reírse—. ¡Casi nadie… ja! En todo el mundo no hay más de treinta chicos que tengan progeria. Tendría que sentirme orgulloso.
—No… no sé qué decir. ¿No tiene cura?
—Poca cosa se puede decir, Frederico, amigo mío. ¿Que si tiene cura? ¿Se cura el envejecer? Bueno, se puede retrasar un poco, y por eso sigo vivo todavía… Antes, los casos de progeria no llegaban ni a la adolescencia. —Orlando tragó saliva. Ya estaba, se lo había contado todo y no podía volverse atrás—. Bueno, ya sabes mi secretillo inconfesable.
—¿Y pareces un…?
—Sí, tengo la peor pinta que te puedas imaginar. Pero no hablemos más de ello. —Le dolía la cabeza más que antes, un martilleo como si lo estuvieran aporreando a puñetazos ardientes. De pronto sintió ganas de llorar, pero no estaba dispuesto a dejarse llevar, aunque el simuloide de aspecto normal, sin progeria, que mediaba entre ellos no se lo dejaría ver a Fredericks—. Cambiemos… cambiemos de tema, ¿vale?
—Orlando, lo siento.
—Sí, la vida es dura. Quiero ser un chico normal… y tú también, al menos en el ciberespacio. Espero que al menos a uno de nosotros se le cumplan los deseos, Pinocho.
—No digas esas cosas, Orlando. No te reconozco.
—Mira, estoy cansado, no me encuentro bien y tengo que tomarme una medicina ahora. Ya sabes cómo he quedado con esos enanos. Si quieres ir, te espero.
Y cortó la conexión.
Christabel agitó la mano. El reloj oficial de la tripulación de «La jungla del Tío Jingle» proyectó los números luminosos en el techo. Christabel agitó la mano a la altura de los ojos del Tío Jingle apresuradamente para que no se disparara la voz. En ese momento sólo quería ver el reloj en silencio.
El reloj marcaba las 00.13. Todavía faltaba mucho tiempo. Christabel suspiró. Era como esperar a que se hiciera de día en Navidad, pero peor. Hizo desaparecer los números agitando la mano de nuevo y la habitación volvió a quedarse a oscuras.
Oyó hablar a su madre en la sala de estar, decía algo del coche. Su padre respondió con voz grave y gruñona y la niña no entendió nada. Se encogió en la cama y se tapó hasta la barbilla. Normalmente, la tranquilizaba oír hablar a sus padres cuando estaba acostada, pero en ese preciso instante sólo le inspiraba temor. ¿Y si no se iban a dormir hasta pasadas las 02.00? ¿Qué haría entonces?
Su padre dijo algo que tampoco entendió y su madre replicó. Christabel se puso la almohada en la cabeza y trató de recordar la letra de la canción del príncipe Pikapik en El País de las Nutrias.
De pronto, no sabía dónde estaba. Soñaba que el Tío Jingle perseguía al príncipe Pikapik porque había faltado a clase. El Tío Jingle sonreía con su enorme sonrisa de loco y se acercaba cada vez más al príncipe de las nutrias; Christabel corría para avisar a Tío Jingle de que Pikapik era un animal y por eso no tenía que ir al colegio. Pero por más rápido que corriera no lograba darle alcance, y la sonrisa del Tío Jingle era tan grande…, y le brillaban tanto los dientes…
Todo estaba oscuro y, de repente, no. Una luz se apagaba y se encendía. Christabel dio una vuelta en la cama. La luz venía de las gafas de cuentos, que estaban en la alfombra al lado del tocador. Se quedó mirando el parpadeo de las gafas; se apagaron un par de veces más y de pronto se acordó.
Se sentó con el corazón en un puño. ¡Se había quedado dormida! ¡Lo único que no quería que le pasara! Agitó la mano y el reloj se reflejó en el techo: las 02.43. ¡Tarde! Christabel se destapó de un golpe y bajó de la cama a coger las gafas de cuentos.
—¿Así que quieres saber la hora? —gritó el Tío Jingle, aunque su voz quedó apagada por la almohada, que le había caído encima fortuitamente; de todos modos, le pareció el ruido más fuerte que había oído en su vida.
Christabel chilló, retiró la manta y agitó las manos para que el reloj no siguiera diciendo la hora. Se agazapó en la oscuridad y escuchó; en cualquier momento oiría levantarse a sus padres.
Silencio.
Esperó un poco más, sólo para asegurarse, y se arrastró por el suelo hasta alcanzar las gafas, que no paraban de parpadear. Se las puso y vio el mensaje «CHRISTABEL, TE NECESITO», que pasaba continuamente. Encendió y apagó las gafas, como le había dicho el señor Sellars la última vez, pero seguían saliendo las mismas palabras.
Una vez vestida y calzada con la ropa que había guardado debajo de la cama, cogió el abrigo del armario con mucho cuidado para que las perchas no hicieran ruido, abrió la puerta de la habitación y salió al pasillo de puntillas. La puerta de sus padres estaba entreabierta, así que tuvo que pasar por delante con el mayor sigilo posible. Su padre roncaba, gaño, siuuu, gaño, siuuu, como el señor Quejica. Su madre no hacía ningún ruido, pero Christabel estaba casi segura de que era aquel bulto al lado de su padre.
Qué rara se veía la casa por la noche, sin las luces encendidas; parecía mucho más grande y daba un miedo tremendo, como si se convirtiera en una casa de nutrias mientras ellos dormían. ¿Y si había desconocidos durmiendo en su casa?, se le ocurrió de repente, una familia entera, pero que vivían de noche y no volvían a casa hasta que su padre, su madre y ella estaban en la cama… ¡qué idea tan espantosa!
Oyó un ruido, una especie de golpe seco. Se quedó inmóvil, helada del susto, como un conejo que había visto en un documental sobre la naturaleza, que no movía ni el hocico cuando pasaba un halcón por el cielo. Hasta llegó a creer que sería la familia que vivía allí por la noche y que un señor grandote y enfadado, que sería el padre, pero no el suyo, aparecería de pronto a la vuelta de una esquina gritando: «¿Quién es esta niña mala?». Pero entonces oyó el mismo ruido otra vez y se dio cuenta de que sólo era el viento, que empujaba las contraventanas contra el cristal. Respiró hondo y cruzó apresuradamente la espaciosa sala de estar.
Al llegar a la cocina, por cuya ventana entraba la luz de la calle haciendo que todo pareciera desconocido y alargado, tuvo que detenerse a pensar con todas sus fuerzas en el número de la alarma. Su madre se lo había enseñado por si alguna vez lo necesitaba cuando hubiera una «mergencia». Christabel sabía que salir de casa a las 02.43 de la madrugada no era la clase de «mergencia» a la que su madre se refería; en realidad, era la peor de las cosas malas que podía imaginarse, pero se lo había prometido al señor Sellars y tenía que cumplirlo. Pero ¿y si llegaba algún hombre malo mientras la alarma estaba desconectada y cogía a sus padres y los ataba? La culpa la tendría ella.
Tecleó los números por orden y luego puso la mano en la placa; la luz cambió de rojo a verde. Christabel abrió la puerta y decidió dejar la alarma conectada otra vez para que no entraran ladrones. Después, salió; el aire era frío.
La calle estaba vacía y tenía un aspecto muy distinto que durante el día. Los árboles movían las ramas como si estuvieran enfadados y en casi ninguna casa se veían luces encendidas. Vaciló; le daba miedo pero al mismo tiempo le parecía maravilloso, emocionante y fantástico, como si la base entera fuera un juguete para ella sola. Se abrochó el abrigo con cuidado y echó a correr por el césped mojado resbalando un poco.
Recorrió su calle lo más deprisa que pudo, porque ya llegaba tarde. Su sombra se agigantó al dejar atrás una farola y, a medida que se alejaba, la sombra iba haciéndose más débil, hasta que reapareció de nuevo, igual de gigantesca pero a la espalda, al llegar al haz luminoso de la siguiente. Dobló la esquina de Windicott y luego la de Stillwell haciendo ruido en el pavimento. Un perro ladró en la lejanía y Christabel bajó de la acera y continuó por el centro de la calle, sorprendida por no tener que atender al paso de los coches. ¡Qué distinto era todo por la noche!
Desde Stillwell llegó a Redland. Jadeaba, de modo que continuó caminando a paso moderado bajo los viejos árboles de Redland. No se divisaban luces en casa del señor Sellars y creyó que se había equivocado en algo o que había olvidado alguna de sus instrucciones. Entonces se acordó de las gafas de cuentos, que deletreaban su nombre sin parar, y le entró miedo, así que echó a correr otra vez.
El porche del señor Sellars estaba a oscuras y las plantas parecían más grandes, densas y extrañas que nunca. Llamó a la puerta pero no hubo respuesta. Le entraron muchas ganas de volver a casa, y en ese momento se abrió la puerta y oyó la ronca voz del señor Sellars en el interior.
—Christabel, no sabía si habrías podido salir de tu casa. Entra.
El señor Sellars estaba en su silla, pero había salido de la sala de estar y la esperaba en medio del pasillo con una temblorosa mano tendida hacia ella.
—No puedo decirte cuánto te lo agradezco. Ven, acércate al calefactor un momento. ¡Ah, y ponte esto, por favor! —Sacó un par de guantes finos y elásticos y se los dio. Mientras ella se los ponía, no sin esfuerzo, el señor Sellars dio la vuelta a la silla y volvió a la sala de estar—. No es conveniente dejar huellas. Ya he limpiado todo lo demás. Pero escúchame. ¿Tienes frío, pequeña Christabel? Hace frío esta noche.
—Me dormí. No quería dormirme pero me dormí.
—No pasa nada. Tenemos tiempo de sobra hasta que empiece a amanecer. Y faltan muy pocas cosas por hacer.
En la sala de estar, encima de la mesa, había un vaso de leche y un plato con tres galletas. El señor Sellars los señaló con su sonrisa extraña y retorcida.
—Adelante, necesitas fuerzas.
—Muy bien —dijo, mientras la niña daba el último bocado a la última galleta—. Creo que eso es todo. ¿Has entendido lo que tienes que hacer? ¿Lo has entendido de verdad?
Como tenía la boca llena, Christabel sólo asintió con la cabeza.
—Pues tienes que hacerlo exactamente como te he dicho. Es muy peligroso, Christabel, y si te hicieras daño, no podría soportarlo. La verdad es que si hubiera otra solución, jamás te habría metido en esto.
—Pero somos amigos —le dijo ella con la boca llena todavía.
—Sí; por eso precisamente. Los amigos no tienen que aprovecharse de sus amigos. Pero de verdad, Christabel, es sumamente importante. Si comprendieras la importancia de todo esto… —Dejó las palabras en suspenso y Christabel creyó que iba a quedarse dormido, pero el viejo abrió otra vez sus ojos amarillos—. ¡Ah! Casi se me olvida. —Rebuscó en el bolsillo del albornoz—. Toma, para ti.
La niña se quedo mirando sin saber qué decir.
—Pero si ya tengo gafas de cuentos. Usted lo sabe.
—Pero no como éstas. Cuando termines, llévatelas a casa y deshazte de las otras… Tíralas en algún sitio donde no las encuentren. Si no, tus padres querrán saber por qué tienes dos pares.
—¿Éstas son diferentes?
Parecían idénticas por más vueltas que les diera. Se las probó pero seguían siendo exactamente iguales a las otras.
—Ya lo verás más tarde. Mañana mismo lo comprobarás. Póntelas cuando vuelvas del colegio… ¿A qué hora sueles llegar? ¿A las dos?
La niña asintió con un gesto.
—A las mil cuatrocientas, como dice mi padre.
—Bien. Ahora tenemos que empezar a trabajar. Pero antes, ¿quieres lavar el plato y el vaso? Sólo por precaución… ya sé que te has puesto los guantes, pero no hay por qué dejar rastros a lo tonto.
Cuando la niña hubo terminado y hubo devuelto el plato y el vaso al armario, encontró al señor Sellars en el pasillo. Sentado, tan quieto, con su rara cabeza y su pequeño cuerpo, parecía un muñeco.
—¡Ah! —exclamó—. En marcha. Voy a echar de menos este sitio, ¿sabes? Es como una cárcel, pero no tan absolutamente inhóspita.
Christabel no sabía lo que quería decir esa palabra de modo que no se movió.
—Vamos —dijo—. Está en el patio de atrás.
Christabel tuvo que apartar unas ramas que el viento había tirado para ayudar al señor Sellars a bajar por la rampa. Se veía bien a la luz de la farola de la calle, pero aun así estaba muy oscuro. Las plantas medraban por todas partes, hasta en medio del césped y por las grietas del cemento del suelo; a Christabel le dio la impresión de que hacía mucho tiempo que nadie iba a podar aquel jardín. El viento seguía soplando con fuerza y las hierbas húmedas le rozaban los tobillos mientras empujaba la silla. Se detuvieron en el extremo opuesto. Había una cuerda colgando sobre la vegetación y sus dos extremos pendían de un curioso artilugio metálico que había en la rama de un gran roble.
—Aquí es —dijo el señor Sellars señalando al suelo—. Sólo hay que levantar el césped y echarlo hacia atrás. Así. Ahora coge el otro extremo.
El tepe de césped se enrolló desde el borde como cuando su madre enrollaba la alfombra del comedor para pasar la aspiradora por el suelo. En medio de la tierra que quedó al descubierto, se distinguía una vieja placa metálica con dos agujeros. El señor Sellars cogió una barra de hierro que había a la orilla del sendero y la introdujo por uno de los agujeros, luego hizo palanca con el brazo de la silla de ruedas y levantó la placa, que cayó al suelo con un ruido sordo.
—Ahora —dijo—, primero yo y luego la silla. Vas a presenciar el principio físico de la polea, Christabel. Ya lo he usado para bajar ahí unas cuantas cosas, pero con tu ayuda todo será mucho más fácil.
Se agarró de la cuerda e izó su retorcido cuerpo de la silla, luego se la pasó por debajo de los brazos y, con ayuda de Christabel, logró maniobrar hasta situarse sobre el agujero. Mientras el señor Sellars iba dejando correr la cuerda poco a poco entre las manos, la niña procuraba que no chocara contra los lados. Había bajado sólo un poco cuando la cuerda dejó de correr.
—¿Ves? No está tan hondo.
Christabel se inclinó a mirar por el borde. En el fondo del túnel de cemento había una pequeña linterna cuadrada que inundaba el agujero de luz roja. El señor Sellars se sentó en el suelo sobre sus piernas dobladas, junto a la linterna. Si la niña hubiera tenido un paraguas, habría podido pincharlo con él. El señor Sellars se aflojó la cuerda y se la quitó sin deshacer el nudo.
—Esperemos que sea yo el único que sabe que esto existe —dijo con su sonrisa deshecha como la cera—. Hace cincuenta años que no usan estos túneles de emergencia; tu padre y tu madre ni siquiera habían nacido. Ahora, la silla —dijo lanzando a Christabel la cuerda con el nudo corredizo—. Voy a decirte cómo tienes que colocarla.
Una vez sujeta la silla con la cuerda, el señor Sellars le dio un buen tirón. El artilugio metálico de la rama chirrió, pero la silla no se movió. Christabel la empujó, pero sólo consiguió ladearla. El señor Sellars dio otro tirón levantándose del suelo y colgándose de la cuerda con todo su peso. La rama del árbol se dobló y la silla se levantó un poquito del suelo. Christabel la dirigió hacia el agujero y, entonces, el señor Sellars fue pasando cuerda suavemente por entre las manos hasta que la silla se posó en el fondo del túnel. El señor Sellars se sentó en ella y luego ató los dos cabos de la cuerda a los brazos de la silla.
—Retírate, Christabel —le indicó.
Movió los dedos sobre el brazo de la silla y ésta rodó hacia delante. Cuando la cuerda se tensó, la rama se dobló más aún. El señor Sellars movió los dedos a mayor velocidad. Las muescas de las ruedas de la silla parecían agarrarse al suelo del túnel, y la silla emitió un ruido suave por primera vez, como el ronroneo de un gato. Se oyó un ¡crac! La rama se partió y la cuerda cayó volando al interior del túnel.
—Bien, bien. Ha arrastrado la polea también. Era lo único que me preocupaba todavía. —El señor Sellars miró a Christabel. A la luz roja, el viejo parecía un personaje salido de la casa del terror que montaban en el economato el día de Halloween—. Ahora todo saldrá bien —dijo con una sonrisa. Dobló un brazo ante el pecho e inclinó la cabeza hacia la niña como si fuera la reina de las nutrias—. «Los que aún nos esforzamos… hastiados de los imperios del mundo, nos inclinamos ante ti…». Yeats, otra vez. Bueno, no te olvides de ponerte las gafas de cuentos cuando vuelvas del colegio. Y recuerda… ten mucho cuidado con el coche. —Se rio—. Por fin voy a sacarle algún provecho a ese trasto viejo. —Volvió a ponerse muy serio y levantó un dedo—. Ten mucho, mucho cuidado. Hazlo todo exactamente como te he dicho. ¿Te acuerdas de toda la poesía?
Christabel asintió y la recitó de cabo a rabo.
—Muy bien. No te olvides de esperar hasta que se apague la farola. —El señor Sellars sacudió la cabeza—. ¡Pero qué bajo he caído! ¡Verme obligado a semejantes extremos! Eres mi cómplice en el delito, Christabel. He estado mucho tiempo planeándolo, pero sin ti no habría sido posible. Espero tener ocasión algún día de explicarte la importancia de lo que has hecho. —Levantó su arrugada mano—. ¡Sé buena y ten mucho cuidado!
—¿No tendrá miedo, ahí abajo?
—No. Aunque no llegue muy lejos, seré libre, cosa que no he podido decir en mucho tiempo. Ahora, vete, pequeña Christabel. Tienes que volver a casa a tiempo.
Le dijo adiós con la mano y luego, con la ayuda del señor Sellars, volvió a tapar el agujero con la placa de metal, extendió el césped nuevamente y lo pisoteó para aplanarlo.
Lo primero que debes recordar
es la barra bajo el fregadero dejar…
Se llevó la barra que había servido de palanca al interior de la casa y la colocó bajo el fregadero, tal como decía la poesía del señor Sellars. Repitió los versos una y otra vez… tenía mucho en que pensar, y no quería equivocarse en nada.
El trapo tieso e impregnado de un olor fuerte estaba en una lata bajo el fregadero, tal como le había dicho el anciano. Lo cogió, y también el pequeño objeto de plástico que había al lado, luego se dirigió a la otra puerta de la cocina, que daba al garaje. Por la claraboya de la puerta se colaba luz suficiente como para distinguir el coche, el Cadillac del señor Sellars, que reposaba en las sombras como un gran animal. Christabel deseaba sobre todo encender la luz de la cocina; ahora que el señor Sellars no estaba, la casa parecía más oscura y amenazadora incluso que la suya, pero la poesía decía que no tenía que encenderla.
… Y no enciendas ninguna luz.
Se propuso ser valiente y pensó en los dos versos siguientes.
Ahora hay que levantar la puerta del garaje,
el botón de la cocina pone en marcha el engranaje…
Cuando pasó la mano por la célula fotoeléctrica de la entrada de la cocina, la puerta del garaje se levantó silenciosamente. Más allá del bulto oscuro del vehículo, se veía el camino que discurría bajo la farola y llegaba hasta el final de Beekman Court.
Christabel rodeó el coche recitando la poesía del señor Sellars. Al pasar junto a la portezuela del copiloto, vio algo arrugado en el asiento del conductor. Se asustó tanto que estuvo a punto de gritar, aunque se dio cuenta inmediatamente de que no era más que una vieja bolsa de plástico. Pero aunque sólo fuera eso, no le gustaba nada. Volvió rápidamente a la parte trasera del Cadillac.
… Luego busca la puertecilla secreta
que bajo el número cuatro se encuentra…
El número cuatro estaba en la placa de la matrícula. La niña levantó un extremo y la placa entera se ladeó. Detrás estaba el agujero por donde se metía algo en el coche… Era un coche antiguo, le había dicho el señor Sellars, y no funcionaba con electricidad ni con vapor. Aunque le había contado que el coche ya estaba allí cuando él se instaló en la casa, siempre lo había considerado suyo y estaba muy orgulloso de él.
Desenroscó el tapón, luego desenvolvió el trapo, metió un extremo en el agujero y lo empujó hacia dentro. Mientras lo hacía, la farola se apagó de súbito. Quedó todo tan oscuro y tan repentinamente que parecía que se hubieran fundido todas las luces del mundo al mismo tiempo.
Christabel contuvo el aliento. Por la puerta del garaje veía el cielo de un azul casi negro, y las estrellas, así que no le entró tanto miedo como había pensado al principio. Además, el señor Sellars ya se lo había advertido, y estaba a punto de terminar el trabajo.
Se apartó del trapo, levantó el pequeño tubo de plástico y apretó. Salió una chispa. Aunque ya se lo esperaba, la sorprendió y se le cayó el tubito de plástico al suelo, que rebotó e hizo ruido y fue a parar a un lado. En el suelo no había más que sombras negras y densas. Christabel no veía nada.
El corazón le hacía «pom, pom» como si fuera un pájaro encerrado dentro de ella que quisiera salir. ¿Y si perdía el tubo de plástico? El señor Sellars tendría problemas, dijo que el tubo era muy, muy importante; a lo mejor ella también tendría problemas, su mamá y su papá se enfadarían muchísimo y, encima, a lo mejor encerraban al señor Sellars en la cárcel. Se puso a cuatro patas en el suelo y empezó a tantear. Estiró un brazo y tocó algo seco y crujiente. Otra vez quería gritar pero, aunque tenía verdadero miedo de lo que pudiera haber allí debajo, arañas, gusanos, serpientes, más arañas, esqueletos… como en la casa de los horrores, tenía que seguir buscando, tenía que encontrarlo y nada más. El señor Sellars le había dicho que lo hiciera cuando se apagara la farola. ¡Se lo había dicho! Christabel empezó a llorar.
Por fin, después de un largo rato, tocó con los dedos el plástico liso. Sorbiéndose los mocos, se puso de pie y volvió a la parte trasera del coche a tientas. Sujetó el objeto a cierta distancia de sí para que no le diera tanto miedo y luego apretó de nuevo. Saltó la chispa y enseguida salió una llama. Tomó el extremo del trapo, con mucho cuidado como le había indicado el señor Sellars, y lo acercó al fuego. El trapo prendió, pero no ardía con grandes llamas sino sólo con una línea azul que echaba humo. Metió los guantes en el agujero para que la placa no se cerrara sin querer, luego llevó el extremo del trapo que se quemaba lo más lejos posible del coche y lo dejó en el suelo. Salió del garaje sin dilación, recitando mentalmente los últimos versos de la poesía para estar segura de que se acordaba, pero también porque estaba muy asustada. Una vez fuera, apretó el botón de la pared y la puerta del garaje se cerró.
Entonces, habiendo cumplido casi todos los pasos, Christabel echó a correr por Redland lo más rápido que las piernas le permitían. Todas las casas estaban a oscuras, y también se habían apagado todas las farolas, de modo que corría por el camino a la única luz de las estrellas. Al dar la vuelta a la esquina y tomar Stillwell, arrojó el encendedor de plástico a unos setos. Después, cuando llegó al jardín de su casa, las farolas volvieron a encenderse de repente. Llegó volando a la puerta.
No se acordó de la alarma. Cuando abrió la puerta, todos los altavoces de la casa empezaron a zumbar y le dieron tal susto que a punto estuvo de orinarse allí mismo. Además de aquel zumbido horrísono, oyó la voz de su padre, que empezaba a chillar. Aterrorizada, corrió como un dardo hasta su habitación y entró un segundo antes de que la puerta de sus padres se abriera con estrépito. Se quitó el abrigo, los zapatos y la ropa rogando porque sus padres no entraran. Acababa de ponerse el pijama cuando su madre llegó sobresaltada.
—Christabel, ¿estás bien? No te asustes… es la alarma de la puerta; ha debido de dispararse sin querer.
—¡Creo que ha habido un apagón, o algo así! —gritó su padre desde el corredor—. Las pantallas murales se han apagado y mi reloj marca casi una hora más que el de la cocina. Seguro que se ha disparado la alarma al volver la luz.
La madre de Christabel acababa de dejar a su hija bien arropada en la cama; la pequeña, arrebujada entre las sábanas notaba que el corazón empezaba a normalizársele cuando la llama alcanzó por fin el depósito de gasolina del Cadillac del señor Sellars. El estruendo de la explosión fue como si el mismo Dios hubiera batido palmas; las ventanas temblaron en varias millas a la redonda y casi todos los residentes de la base se despertaron. Christabel chilló.
Su madre volvió a entrar en el dormitorio y se quedó con ella, sentada en la cama, a oscuras, acariciándole el cuello y diciéndole que no se preocupara, que había sido un conducto del gas o algo parecido pero muy lejos de su casa. Christabel abrazó a su madre por la cintura con la sensación de que también estallaría por culpa de tantos secretos como tenía. Las luces de los camiones de bomberos se reflejaron en las copas de los árboles cuando pasaron frente a su casa gritando «uuuaaa, uuuaaa, uuuaaa»…
—¡Eh, Landogarner! ¡Tu casa es de dragones y mazmorras! —comentó Zunni.
Los diminutos monos amarillos reordenaban afanosos la decoración de la queo de Orlando. Dos de ellos colocaron un bigote exageradamente largo y fino al príncipe de los elfos negros, mientras que otros seis transformaron el cuerpo del gusano de la fortaleza de Morsin en un tobogán transparente; Orlando se quedó mirando a uno de los pequeños simios de color banana que se deslizaba por las entrañas de la pieza cobrada por Thargor hasta llegar a su estómago.
—¿Dragones y mazmorras? ¡Ah, sí! Antes iba mucho por el País Medio. ¿Lo conoces?
—Aburrido —sentenció Zunni—. Matar monstruos, buscar tesoros, ganar puntos. ¡Caca de vaca!
Orlando no podía discutírselo en realidad. Se volvió a mirar a otro par de monos que convertían las imágenes históricas del tapiz de Karagorum en una procesión de caracoles de cómic fornicando. Frunció el ceño. Lo que le molestaba en realidad no era el exuberante vandalismo, ya estaba bastante harto de la vieja decoración, sino el poco esfuerzo que, al parecer, había costado a la tribu saltarse la protección de sus programas. Habría hecho falta un equipo de técnicos de índigo, o algo así, trabajando toda la tarde para lograr lo que esos diminutos lunáticos habían perpetrado en cuestión de minutos. De pronto comprendió cómo debían de sentirse sus padres cuando trataba de explicarles sus actividades en la red.
Beezle apareció por un agujero del techo y al instante quedó rodeado por un enjambre de minisimios.
—Si no me quitas a éstos de encima —advirtió el agente—, me los cargo.
—Despáchate a gusto. ¡A ver cómo te las ingenias!
Beezle recogió las patas para protegerse de los entrometidos micos.
—Fredericks solicita permiso para entrar.
Orlando sintió una entrañable calidez por dentro.
—Sí, claro. Que pase… —contestó, pensando en zanjar de una vez la cuestión de si tratarlo de «él» o de «ella». En fin, si quería que la tratase de chico, la trataría de chico, como antes…, más o menos.
Fredericks se asomó e inmediatamente quedó inmovilizado por las criaturas voladoras; comenzó a agitar las manos en un acto reflejo para apartárselas de los ojos, aunque las podía haber hecho transparentes si se le hubiera ocurrido puesto que conocía las prestaciones de la queo de Orlando casi tan bien como su propio creador. Orlando lo miró de arriba abajo. El simuloide de su amigo parecía algo menos musculoso que otras veces. A lo mejor, al enterarse de su enfermedad, le había parecido ofensivo presentarse con un aspecto tan saludable.
—¡Los Monos Volandos! —gritó uno de la tribu zumbando ante la cara de Fredericks—. ¡Somos el club cultural Máximo Pez Gordo! ¡Felices Colas Meneantes!
—¡Recontra, Orlando, qué divertido! —farfulló Fredericks al tiempo que se sacudía un mico minúsculo que se columpiaba en el lóbulo de la oreja de su simuloide—. ¡No sabes cuánto me alegro de no habérmelo perdido!
—Sí, yo también me alegro mucho.
El momento de tenso silencio que siguió, silencio a excepción del zumbido y el parloteo absurdo de la tribu, concluyó a unas palmadas de Orlando. La nube amarilla se disolvió en partículas simiescas que se posaron en diversas superficies virtuales.
—Chicos, quería pediros un favor —dijo, procurando adoptar la actitud de un personaje al que un rebaño de niños feroces querría prestar ayuda—. Necesito vuestra colaboración urgentemente.
—¡Créditos, créditos! —gritaron algunos monos—. ¿Comprar colocante? ¿Juguetes y programas?
Pero Kaspar, pues Orlando empezaba a identificar algunas voces, los hizo callar.
—¿Qué favor necesitas?
—Estoy buscando a una persona llamada Melchior por un asunto relacionado con TreeHouse. Él o ella… o tal vez sea más de una persona, fabricó un programa para un grifo rojo del mundo virtual del País Medio.
—¿Melchior? —repitió Zunni, levantándose en el aire como un duende entrañable del hogar—. ¡Fácil! ¡Dog, Dog, Dog!
—¡Y los amigos de Doggie! —añadió otro mono.
—¡Un momento! ¿Qué quiere decir eso?
—Esto es como hablar con los cereales de desayuno —dijo Fredericks—. ¡Déjalo, Orlando!
—Espera. Zunni, ¿Dog es una persona?
—No, no, no —dijo el mico revoloteando—, no persona… ¡viejo! ¡Un millón de años!
Kaspar hizo callar otra vez a los más jóvenes de la tribu.
—Es una persona vieja. Lo llamamos Dog, «perro». Vive en el Rincón de las Telarañas.
—¡Más viejo que las piedras! —gritó uno de los monos.
—¡Más viejo que Tío Jingle! —se rio otro—. Viejo… oh… oh.
Tras grandes esfuerzos, Orlando sacó en limpio que una persona vieja llamada «Ana Coleta Blue Dog» o algo semejante, o simplemente «Dog», tenía una queo en la Colina de los Fundadores, en TreeHouse, y que, junto con otras personas, había fabricado programas con el nombre de Melchior.
—Hizo un botón bomba —recordó Zunni con placer—. Lo puso a uno en la cabeza, apretó y… ¡buuum!
Orlando esperaba que se refiriera a simuloides, no a personas de verdad.
—¿Puedes hacernos entrar en TreeHouse otra vez para hablar con él?
—¡Guau! —ladró Zunni—. Mejor todavía, tú lo ves, él te ve.
—Vamos a buscarlo ya —dijo Kaspar—. Dog quiere mucho a Tribu Genial. Siempre dice: «Justo lo que me faltaba», cuando vamos a jugar con él.
Los monos se alzaron a una formando un ciclón que giraba a tal velocidad que parecían mantequilla derritiéndose, y desaparecieron.
Orlando disfrutó unos momentos del silencio. Empezaba a dolerle la cabeza, un dolor que indicaba un poco de fiebre. Fredericks se levantó, se dirigió a la destrozada pirámide de trofeos y se detuvo frente al príncipe de los elfos negros.
—A Dieter Cabo le encantaría esto.
—No me eches a mí la culpa, échasela a la Sociedad de Amigos del Arte de la Fundación Tarzán.
—Entonces —preguntó Fredericks separándose—, ¿crees que esos microvirus van a ayudarte a encontrar una cosa que has visto en sueños? Orlando, ¿es que ya no te escuchas a ti mismo?
—Me agarro a un clavo ardiendo.
—Sí, ya me he percatado —respondió su amigo, inseguro—. ¿Cómo te encuentras?
—No empecemos. No tenía que habértelo contado.
Fredericks suspiró pero, antes de poder abrir la boca siquiera, una de las paredes de la queo se hizo permeable y una nebulosa de monos entró.
—¡Vamos! —gritó uno—. ¡Ya! ¡Rápido, rápido, rápido!
—¿Qué pasa?
Orlando no entendía nada del galimatías que armaba la tribu.
—Dog, lo tenemos —zumbó la voz de Zunni en su oído. Volaba justo encima del hombro izquierdo de Orlando—. Tiene un gran secreto. ¡Gran conexión, procesado súper, todos los colores! ¡Ven!
—Dog está haciendo una cosa —logró decirle Kaspar por el otro oído—. No quiere que nadie lo sepa. Gran secreto, ¡pero no hay quien engañe a Tribu Genial!
Sin poder evitarlo, Orlando se acordó de un dibujo que había visto una vez, de un hombre con un diablo sobre un hombro y un ángel sobre el otro, cada uno tratando de convencerlo de lo suyo. Pero ¿y si sólo te hablaban voces caóticas y descontroladas?
—¿Qué dices? ¿Qué clase de secreto? ¿Procesado?
—Un gran agujero en un sitio. ¡Ven! ¡Te conectamos! —Zunni le zumbaba al oído como un abejorro—. Damos una sorpresa a Dog. ¡Reír y gritar! ¡Reír y gritar!
—¡Tribu Genial, megatripulación cibernauta! —gritó otro—. ¡Kilohana! ¡Abróchense los cinturones!
—Tranquilos, tranquilos.
Orlando se estremeció. El dolor de cabeza causado por la fiebre empezó a martillearle de repente y no quería apresurarse. Pero ya era tarde para cualquier tipo de consulta… los monos estaban en modo de avance a la máxima velocidad. Fredericks hizo un gesto y desapareció, absorbido hacia donde sólo la Tribu Genial sabía. Toda la queo empezó a dar vueltas como si hubieran tirado pintura de todos los colores por un sumidero.
—¡Mierda! ¡Un momento…! —gritó Orlando, pero gritó a la nada, un mero susurro de señal de vacío, cuando también a él lo arrastraron.
La oscuridad lo envolvió. Caía, volaba, lo desmembraban tirando de él en diferentes direcciones. El crujir de los oídos aumentó hasta convertirse en un rugido como el de los motores de un cohete interespacial.
—¡Aguanta, Landogarner! —gritó Zunni muy contenta por encima del estruendo, desde alguna parte de la negrura.
Su voz era completamente normal. ¿Acaso era él el único que experimentaba aquella tortura? ¿O es que esos críos locos estaban acostumbrados a todo? La sensación de que lo desmembraban aumentó, como si lo estiraran y afinaran infinitamente para absorberlo por una paja. Parecía una montaña rusa virtual, pero debían de encontrarse entre simulaciones… Apenas podía pensar. Tenía la sensación de ir más deprisa, cada vez más deprisa.
El universo se desplomó.
Todo se detuvo, como si lo hubiera aprisionado una mano gigante. Oyó gritos en la lejanía, débiles voces infantiles, pero no alegres ya. Débilmente, como del otro lado de una puerta gruesa, los niños aullaban de terror. Los habían atrapado… y a Orlando también.
El vacío empezó a aprisionarlo como si la nada lo estrujara en un puño congelándole los pensamientos y el corazón. Se encontraba absolutamente impotente, suspendido en un arco de electricidad lenta. La parte de sí mismo que aún pensaba forcejeaba pero no lograba librarse. La oscuridad tenía peso, y lo aplastaba. Notaba que se iba aplanando por presión, hasta que la última partícula de sí mismo que quedaba parpadeó sin remedio y más lentamente aún, como un pájaro atrapado bajo una manta gruesa.
«¡No quiero morir!». Un pensamiento vano, porque nada podía hacer ni pensar para impedir lo que estaba sucediéndole, pero el grito resonaba una y otra vez en los últimos vestigios de su mente. Ni todas las simulaciones de viajes finales que había vivido podrían haberlo preparado para lo que estaba experimentando. «¡No quiero morir! No quiero… morir…».
«¡No… quiero…!».
Para su asombro, la oscuridad no era infinita.
Una chispa diminuta lo sacó de aquel vacío sin nombre. Se levantó hacia allí sin poder evitarlo, sin voluntad, como si fuera un cadáver arrastrado desde las profundidades de un río. La chispa se convirtió en una nube de luz. Tras la oscuridad asesina, aquello parecía un regalo imposible.
Mientras ascendía hacia la luz, ésta aumentó y disparó rayos en todas direcciones rasgando con arañazos luminosos la infinita pizarra de la noche. Las líneas formaron un cuadrado; el cuadrado cobró profundidad y se transformó en un cubo, que a su vez desembocó en una imagen tan mundanal que Orlando no podía creerlo. Flotando en el vacío y agrandándose por momentos, había un despacho… una simple habitación con un escritorio y sillas. No supo si subía hacia el despacho o el despacho descendía sobre él, pero se expandió y lo rodeó y, entonces, la rigidez y el embotamiento mermaron un poco.
«Esto es un sueño. Estoy soñando. —Estaba seguro… se había quedado dormido con la neurocánula conectada otras veces y conocía la sensación—. Es la neumonía, seguro que es… un delirio febril. Pero ¿por qué no me despierto?».
La habitación parecía el consultorio de un médico, pero todo lo que allí había era de cemento gris. La gran mesa de despacho semejaba un sarcófago de piedra salido de una tumba. Había un hombre sentado a la mesa… o al menos parecía un hombre, aunque donde tenía que estar la cara sólo había un vacío radiante.
—Estoy soñando, ¿verdad?
El ser no pareció oír la pregunta.
—¿Por qué deseas venir aquí, a trabajar con nosotros? —preguntó una voz aguda y tranquilizadora.
Ni en un millón de años se habría imaginado semejante conversación.
—Yo… no deseo… trabajar con nadie. Es que… no soy más que un niño.
Una puerta que había detrás de la mesa se abrió poco a poco y dio paso a una luz azul ahumada que revoloteaba. Algo se movía en su interior, una sombra sin forma definida que, sin embargo, le llenó de horror.
—Te quiere a ti —dijo el personaje brillante—. Aceptará a cualquiera porque, compréndelo…, se aburre. Pero por nuestra parte, exigimos bastante más. Nuestro margen es estrecho. No es nada personal.
—Todavía no puedo trabajar. Aún estoy estudiando en el colegio, verá…
Era un sueño… tenía que serlo. O a lo mejor era algo peor. A lo mejor se estaba muriendo y ésa era la última fantasía acuñada por su imaginación.
Lo que había en la otra habitación se movió y la luz tembló. Orlando lo oía respirar a bocanadas profundas e irregulares, muy separadas unas de otras. Esperaba. Esperaría cuanto fuera necesario.
—Bien, en ese caso, supongo que puedes pasar. —El personaje de la mesa señaló con un gesto hacia la puerta abierta, hacia el horror que aguardaba en el umbral—. Si no aspirabas al puesto, no tenías que habernos hecho perder nuestro precioso tiempo de oficina. En estos momentos estamos muy ocupados, con tanta expansión y tanta convergencia.
La respiración ronca se hizo más audible. Orlando sabía que por nada del mundo quería ver quién la producía.
—He cambiado de opinión —manifestó apresuradamente—. Lo siento. Acepto el trabajo. ¿Tiene que ver con las matemáticas?
Sabía que tenía buenas notas… ¿no era eso lo que querían los mayores? ¿Buenas notas? Tendría que pedir permiso a su padre y a su madre para dejar el colegio, pero cuando les contara lo que había visto en la otra habitación, seguro que…
El personaje luminoso se puso en pie. ¿Percibía un rechazo en la postura de los hombros, en el frío fuego blanco de la cara sin rostro? ¿Había discutido más de lo debido?
—Ven, dame la mano —le dijo.
Sin saber cómo, se encontró de pie ante la mesa. El personaje tendió la mano, que quemaba como el fósforo, pero sin calentar. Al mismo tiempo, notó el aire frío que exhalaba la habitación iluminada de azul, un aire que le encogía la piel y le humedecía los ojos. Orlando tomó la mano.
—Recuerda, haz cuanto puedas. —Cuando el personaje cerró la mano alrededor de la de Orlando, el chico sintió que volvía a calentarse tan rápidamente que casi le dolía—. Tienes muy buenas notas. Nos arriesgaremos.
—No se olvide de Fredericks —dijo, acordándose de repente—. Yo lo he hecho venir… ¡no es culpa suya!
La cosa de la otra habitación emitió un ruido horrísono, mitad ladrido, mitad gemido lloroso. Su sombra avanzó oscureciendo el umbral y apagando el cubo luminoso que era el despacho, empañando incluso el brillo de quien llevaba a Orlando de la mano. Orlando gritó aterrorizado y dio un paso atrás y entonces, volvió a caer.
Caer.
El sol poniente, al hundirse tras la bruma que envolvía Calcuta, encendió el cielo entero. Un resplandor anaranjado se extendió por el horizonte, una luz tamizada contra la que destacaban las siluetas negras de las chimeneas de las fábricas como minaretes del infierno.
«Ya ha empezado —pensó—. Se refleja hasta en los cielos. La danza ha comenzado».
El santón se agachó y recogió de la arena su única pertenencia; luego echó a andar lentamente hacia el río para lavarla, ya no le serviría para nada, era el último vínculo con el ilusorio mundo maya, pero era necesario observar los ritos. Debía concluir correctamente, como había comenzado.
Se acuclilló en el río marrón, un brazo del delta del poderoso Ganges, y dejó que las aguas sagradas lo bañaran, espesas por los efluvios de los desechos humanos e industriales de Calcuta. La piel le picaba y le escocía, pero no se apresuró. Llenó el cuenco y devolvió otra vez el agua al cauce; frotó y restregó hasta el último recoveco del pocilio con sus largos dedos hasta que lo hizo brillar a la luz del sol poniente. Lo levantó ante sí con los dientes en la palma de la mano y recordó el día en que llegó allí para prepararse, hacía ya dos años completos.
Nadie lo había molestado mientras rebuscaba entre las cenizas del campo crematorio. Hasta en la moderna Federación India, donde nuevos y vibrantes nervios electrónicos recorrían la estructura de toda una nación tan antigua y gastada como la propia humanidad, se sentía todavía un respeto supersticioso por los aghori. Los campos crematorios, a los que aún acudían como peregrinos él y algún que otro devoto de Shiva el Destructor para hundirse en la porquería y la carroña en busca de pureza, eran el único patrimonio de los más intocables entre los intocables. Los creyentes agradecían la prueba de que las viejas costumbres no hubieran desaparecido del todo. Otros, antiguos creyentes que habían dejado de serlo, volvían la espalda con un estremecimiento de culpabilidad. Y los que en nada creían tenían mejores cosas que hacer que preocuparse de lo que pudiera acontecer en los purulentos osarios de la orilla del sucio gran río.
Tal día como ése, pero dos años antes, tras haberse despojado de sus ropas urbanas tan fácil y rotundamente como una serpiente muda de camisa, había inspeccionado con minuciosidad cada una de las pilas de huesos humanos. Más tarde volvería allí en busca de carne no consumida, pues los servidores de Shiva se alimentan de carroña y viven en ella; pero aquel primer día buscaba algo más perdurable. Y finalmente lo halló, entero, a excepción de un hueso de la mandíbula, aposentado sobre los despojos chamuscados de la caja torácica. Consideró fútilmente qué imágenes habrían contemplado en otro tiempo aquellas cuencas vacías, qué lágrimas habrían derramado, qué pensamientos, esperanzas o sueños habrían poblado el ya hueco casco cerebral. Luego se recordó a sí mismo la primera lección del campo crematorio: todo se resuelve en esto, pero esto también es ilusión. De la misma manera que la muerte representada por la anónima calavera era todo muerte, también dejaba de serlo, mera ilusión del mundo material.
Aquél día, tras concentrarse nuevamente en su tarea, bajó a la orilla del río con la calavera. Cuando el sol se hundió, igual que en ese momento, para desaparecer finalmente en la neblina occidental cual antorcha arrojada en un recipiente de agua turbia, buscó una piedra afilada y empezó a trabajar. En primer lugar, colocó la punta de la piedra en medio de la frente, en el punto en que un vivo colocaría la marca pundara; después señaló la circunferencia de la calavera pasando por el hueso frontal, el temporal, el occipital… palabras de su vida anterior que abandonó con la facilidad con que se había despojado de la ropa. Delineado el círculo, tomó la punta afilada de la piedra, que no estaba muy afilada en realidad, y comenzó a serrar.
A pesar de la paciencia, pues pasó aquella primera noche sin fuego, temblando desnudo para no perder concentración, no fue tarea sencilla. Sabía que otros de su clase escogían cráneos más ablandados por el fuego, o ya rotos en algunos casos, pero una breve reflexión sobre los rigores supremos que le esperaban le impidió permitirse semejante lujo. Y así, hasta que el sol reapareció en el este y tiñó el río de un color cobre rosado, no logró desprender la parte superior de la calavera y apartarla.
Después bajó con el resto del cráneo al río, primera vez que tocaba las aguas sagradas desde su llegada. Aunque llevaba horas soportando una sed que le quemaba la garganta, no se permitió hundir el hueso en el agua y beber hasta que hubo limado los bordes del cuenco con una piedra lisa. Cuando las polucionadas aguas de la madre Ganges alcanzaron la garganta y trocaron la sed en fuego de otra clase, sintió que una gran claridad lo paralizaba.
«Señor Shiva —pensó aquel día—, reniego de los espejismos de maya. Espero tu música».
Dos años después, contemplando el cuenco por última vez, el aghori comenzó a hablar. Su voz, muda durante meses, sonaba seca y débil, pero no se dirigía a nadie sino a sí mismo:
—Llegó a oídos del señor Shiva que en el bosque de Taragam vivían diez mil sacerdotes heréticos. Dichos heréticos predicaban que el universo es eterno, que las almas no tienen dueño y que llevar obras a cabo es suficiente para la salvación. Shiva tomó la decisión de mezclarse con ellos y enseñarles lo erróneo de sus creencias.
»El protector dijo al señor Vishnu: “Ven, acompáñame. Tomaré el aspecto de un yogui errante, y tú tomarás el aspecto de la bella esposa del yogui, y confundiremos a esos rishis heréticos”. De tal guisa se disfrazaron él y Vishnu y se mezclaron con los sacerdotes en el bosque de Taragam.
»Todas las esposas de los sacerdotes ardían de anhelo por el poderoso yogui que se unió a ellos, así como los rishis ardían de anhelo por la esposa del yogui. Todos los asuntos del lugar quedaron interrumpidos y reinaba la inquietud entre los sacerdotes. Finalmente, optaron por lanzar una maldición al yogui y a su esposa, pero la maldición no surtió efecto.
»Entonces, los sacerdotes levantaron una pira de sacrificios, con la cual conjuraron a un tigre temible que se abalanzó sobre el señor Shiva para destruirlo. Pero Shiva únicamente sonrió con dulzura y despellejó al tigre con la sola fuerza del dedo meñique, y se arropó con dicha piel como si fuera un pañuelo.
»Después, los furibundos rishis llamaron a una serpiente terrible, enorme y venenosa, pero Shiva sonrió una vez más, la agarró y se la colgó del cuello a modo de guirnalda. Los sacerdotes no podían creer lo que veían.
»Por último, los sacerdotes hicieron aparecer un espantoso enano negro con un garrote capaz de hacer añicos una montaña, pero Shiva tan sólo rio, colocó el pie sobre la espalda del enano y después empezó a bailar. La danza de Shiva es la fuente de todo movimiento dentro del universo, y la visión de su danza y el esplendor de los cielos abiertos llenaron el corazón de los sacerdotes de respeto y terror. Se arrojaron a sus pies suplicando piedad. Él bailó ante ellos sus cinco actos, creación, protección, destrucción, encarnación y liberación, y cuando hubieron contemplado la danza del señor Shiva, los sacerdotes quedaron libres del engaño, se convirtieron en sus devotos, y quemaron el error de sus espíritus para siempre.
»Así, cuando la Primera Causa, llamado también el Terror y el Destructor, danza sobre la oscuridad, contiene en sí mismo la vida y la muerte de todas las cosas. Por eso, sus servidores habitan en el campo de cremación y el corazón de sus sirvientes es como el campo de cremación, baldío y desolado, donde el yo, sus pensamientos y sus obras arden en el fuego y nada permanece salvo el propio Danzarín.
Cuando terminó de hablar, agachó la cabeza y cerró los ojos. Al cabo de unos momentos dejó el cuenco en la arena, cogió una gran piedra y lo rompió en pedazos.
El sol había desaparecido dejando una cinta de luz sangrienta en el horizonte a espaldas de la ciudad. El aghori se puso en pie y caminó entre cenizas y humo hasta el lugar entre los juncos donde había dejado el maletín veinticuatro meses antes, protegido en una bolsa de plástico, al abrigo de un montón de piedras. Lo sacó de la bolsa, apretó la cerradura con el pulgar y lo abrió. El olor que salió del maletín, para unos sentidos acostumbrados ya sólo al olor de la incineración, pertenecía a otra vida, otra que se le antojó diferente hasta lo imposible. Dejó que sus rudos dedos se deleitaran un momento con la casi increíble suavidad de la ropa que lo había esperado allí durante tanto tiempo, y se maravilló de haberse vestido con semejantes atavíos en otro tiempo tan inconscientemente. Levantó el sedoso bulto y sacó de debajo una multiagenda con una cara funda de piel. Abrió la tapadera y pasó el dedo por la pantalla digital, que cobró vida con un destello luminoso… el chip del encendido no se había descargado. Se quitó el tapón de la neurocánula y lo empapó en el alcohol que tenía en el bolsillo del maletín: había algunas cosas para las que las sagradas aguas de la madre Ganges no eran del todo apropiadas: después, desenrolló el conector de fibra de un lado de la multiagenda y se lo enchufó.
Diez minutos más tarde, Nandi Paradivash desenchufaba el conector de fibra y se ponía en pie. Tal como esperaba, el mensaje estaba allí. Había llegado la hora.
Se puso los pantalones y la camisa, irremediablemente consciente de la suavidad de la tela sobre la piel, y se sentó en una roca a atarse los zapatos. El campo de cremación le había preparado, pero para la siguiente parte del viaje tenía que regresar a la ciudad. Lo que tenía que hacer a continuación requería acceso a una gran amplitud de banda.
«La Hermandad del Santo Grial ha tomado sus instrumentos y ahora, nosotros, El Círculo, tomamos los nuestros. La música ha atraído a otros, también, como había previsto. Y sólo el señor Shiva sabe cómo terminará».
Cerró el maletín y subió por la arenosa orilla del río. Ya era de noche y las luces de la ciudad brillaban ante él como un collar de piedras preciosas sobre el pecho de Parvati, la esposa del Destructor.
«Ya ha comenzado —se dijo—. La danza ha comenzado».