30. En los jardines del emperador

PROGRAMACIÓN DE LA RED/NOTICIAS: Rebeldes malayos advierten a Occidente que se mantenga al margen.

(Imagen: batalla en la jungla al norte de Borneo; destrozos hechos por misiles). Voz en off: El grupo rebelde malayo que se autodenomina «Espadas de la Nueva Malacca» advirtió a turistas y ejecutivos extranjeros que entraban en una zona de guerra. Los rebeldes, que protagonizan una campaña ofensiva contra el gobierno federal malayo desde hace seis años para derrocar la secular y occidentalista política del país, mataron a tres diplomáticos portugueses en un asalto perpetrado la semana pasada. Asimismo, declaran que a partir de ahora tratarán a todos los occidentales que visiten su país como espías enemigos, incluidos los australianos y neozelandeses.

(Imagen: Rang Hussein Kawat, portavoz de los rebeldes de Nueva Malacca). HUSSEIN KAWAT: Europa y Norteamérica ejercen un poder vandálico sobre el resto del mundo desde hace quinientos años, pero les ha llegado la hora aunque tenga que ser con derramamiento de sangre porque, incluso si es la nuestra, al menos ya no estará envenenada por las ideas y los créditos occidentales. La corrupción de los infieles del gobierno de Kuala Lumpur ofende al olfato de los cielos.

Hurley Brummond sujetaba firmemente el timón de la aeronave con una mano, su perfil duro y barbado se recortaba a la luz de las dos lunas de Ullamar.

—¡Vamos a retorcerles las narices, Jonas! —aulló imponiéndose al rugido del viento—. Los sacerdotes de piel verde se van a enterar de que no se puede jugar con la prometida de un terrícola.

Paul quería hacer una pregunta pero no tenía ánimos para vociferar. Brummond se colocó nuevamente en su postura de mascarón de proa sin perder de vista las iluminadas torres de Tuktubim. Paul quería encontrar de nuevo a la mujer alada, pero no estaba seguro de que ésa fuera la manera de hacerlo.

—A Hurley se le ha metido entre ceja y ceja —dijo el profesor Bagwalter—, de nada sirve preocuparse. Y no tema… está más loco que la liebre de marzo, pero sólo él sería capaz de conseguirlo.

La aeronave dio un bandazo súbito que hizo crujir todos los herrajes de bronce. Paul estiró una mano para mantener el equilibrio y tocó a Gally para asegurarse de que no se había caído. El niño tenía los ojos muy abiertos y parecía más emocionado que asustado.

La aeronave empezó a bajar en picado. Mientras el barco descendía en un ángulo tan cerrado que Paul sólo podía sujetarse a la borda, Hurley Brummond abandonó su puesto de timonel y se arrastró, impulsándose con las manos por la barandilla de la borda, hasta una gran manivela metálica de color verde que había al fondo de la cabina. Todos los faroles, los de proa, los de las velas y los que bordeaban el casco, se apagaron de repente. La aeronave seguía descendiendo.

Una torre se alzó de pronto por un lado de la nave y subió en un instante. Otra se deslizó hacia arriba justo al lado de la barandilla donde Paul se sujetaba, tan cerca que le pareció que podía tocarla. Una tercera surgió junto a la primera. Aterrado, Paul miraba por encima de la barandilla labrada. La nave se hundía a toda prisa en medio de un bosque de minaretes afilados como agujas.

—¡Dios mío! —Paul atrajo a Gally hacia sí de un tirón aunque sabía que nada podía hacer por protegerlo—. Vamos a…

El barco tocó fondo repentinamente arrojando a Paul y a los demás al suelo de la cubierta. Un momento después, se detuvo en medio del aire con un estremecimiento, flotando entre la espesura de tejados en punta. Brummond se arrastró nuevamente hasta el timón.

—Lamento el topetazo —dijo entre risotadas—. Es que tenía que apagar los faroles porque… ¡vamos a caer por sorpresa!

Mientras Paul ayudaba a Gally a levantarse, Brummond lanzaba una escala por la borda; la escala se desenrolló haciendo ruido hasta perderse en la oscuridad y Brummond se enderezó con una sonrisa satisfecha en la cara.

—Perfecto. Estamos justo encima de los jardines imperiales, tal como pensaba. No se les ocurrirá que lleguemos por aquí. Entraremos y volveremos a salir con su bella dama en un abrir y cerrar de ojos, Jonas, compañero.

El profesor Bagwalter seguía de rodillas en la cubierta buscando las gafas.

—En mi opinión, Hurley, no era necesario, ¿verdad? O sea, ¿no podíamos habernos acercado más tranquilamente?

Brummond sacudió la cabeza con evidente cariño.

—Bags, ¡viejo mástil inútil! Ya sabes mi lema: «¡Moverse como el viento, caer como el rayo!». No vamos a dar a esos repugnantes sacerdotillos la oportunidad de que hagan desaparecer nuestro objetivo por arte de magia. Bueno, ¡al abordaje! Jonas, usted me acompaña, naturalmente. Bags, ya sé cuánto deseas entrar en acción pero creo que es mejor que te quedes aquí en la nave, listo para despegar. Además, alguien tiene que cuidar del chico.

—¡Yo quiero ir! —protestó Gally con los ojos brillantes.

—No, por mi honor —dijo Brummond sacudiendo la cabeza—. ¿Qué me dices, Bags? Comprendo que para ti es un mal trago, pero creo que por una vez tendrías que renunciar a la aventura.

El profesor no parecía excesivamente decepcionado. En realidad, a Paul le dio la sensación de que agradecía la excusa.

—Si a ti te parece bien, Hurley.

—Pues quedamos así. Un momento, voy a ceñirme a mi querida Betsy… —Brummond levantó la tapadera de un viejo baúl que había junto al timón y sacó un sable de caballería envainado, que se ató a la cintura. Se volvió hacia Paul—. ¿Y usted, compañero? ¿Qué arma prefiere? Creo que tengo aquí una o dos pistolas, pero prométame que no disparará hasta que yo dé la orden. —Brummond sacó un par de pistolas, que a Paul le parecieron arcaicas armas de cinturón, y echó una ojeada a los cañones de ambas—. Bien. Las dos están cargadas. —Se las entregó a Paul, quien se las sujetó al cinturón—. Porque no queremos que los sacerdotes se enteren de nuestra llegada antes de tiempo, ¿eh? —añadió Brummond sin dejar de hurgar en el baúl—. O sea, que le hará falta otra clase de arma para empezar. ¡Ah, justo lo que buscaba!

Se enderezó con un extraño artilugio adornado que parecía un híbrido de hacha y lanza y que le llegaba a Paul a la altura del pecho.

—Ahí tiene. Es una saljak vonaresa. Excelente para el cuerpo a cuerpo, aunque no lo parezca, y muy propia para la ocasión puesto que su prometida también lo es. Vonaresa, quiero decir.

Mientras Paul miraba atentamente la extraña arma cubierta de filigranas, Brummond se acercó corriendo a la borda y levantó una pierna por encima.

—Vamos, compañero. Es hora de partir.

Paul, con una sensación de impotencia como si se hallara en el sueño de otra persona, también saltó por la borda.

—Ten cuidado —dijo Gally, aunque a Paul le pareció que el chico disfrutaba más de lo debido de la perspectiva de la acción violenta.

—Procure impedir que Hurley provoque un incidente interplanetario, se lo ruego —añadió Bagwalter.

A Paul le resultaba difícil bajar por la escala con la saljak en la mano. A treinta metros del barco, y a esa misma distancia del suelo todavía, Brummond se detuvo impaciente a esperarlo.

—Cualquiera diría, compañero, que vamos al rescate de la prometida de otro. Nos hará perder el elemento sorpresa.

—Es que no… no estoy acostumbrado a esta clase de cosas.

Paul se balanceaba, agarrado a un travesero de la escala con una mano sudorosa.

—Deme.

Brummond se acercó, le libró de la saljak y continuó el descenso. Paul bajaba con más facilidad e incluso pudo echar un vistazo alrededor por primera vez. Seguían rodeados, pero no ya de torres sino de copas de árboles de extraña forma. El jardín parecía extenderse mucho en todas direcciones. La cálida noche marciana estaba llena de olores de vidas en crecimiento.

La espesa vegetación y el silencio le recordaban a algo. «Plantas… —quiso recordar. Parecía algo muy importante—. Un bosque rodeado de muros…».

Brummond se detuvo de nuevo, al final de la escala, a sólo un pequeño salto del suelo. Paul frenó la marcha. No sabía qué recuerdos le habían despertado los jardines imperiales, pero se le escaparon de nuevo ante otra preocupación más acuciante.

—Usted dijo que no se les ocurriría pensar que llegaríamos así, pero yo he visto muchas naves esta noche. ¿Por qué cree que los cogeremos desprevenidos?

Su compañero sacó el sable de la vaina y saltó ligero al suelo. Unas enormes flores de color carne se agitaban en una brisa que Paul no percibía. Algunos árboles tenían espinas del tamaño del brazo de un hombre, y otros daban flores que semejaban bocas húmedas y hambrientas. Paul se estremeció y saltó al suelo.

—Por los vormargs, en realidad —dijo Brummond en tono confidencial. Lanzó la saljak a Paul para devolvérsela y éste tuvo que hacerse a un lado para evitar recogerla por la afilada hoja—. Casi todo el mundo los teme —añadió, y empezó a caminar a paso vivo seguido de Paul.

—¿Qué son los vormargs?

—Bestias marcianas. «Simioserpientes», los llaman algunos. ¡Qué feos son, los condenados!

De pronto, Paul no tuvo sino medio segundo para asimilar la imagen de una cosa enorme, peluda y hedionda que cayó de un árbol en medio del camino.

—¡Hablando del rey de Roma! —exclamó Brummond, y blandió el sable en dirección al ser.

En el momento en que la criatura retrocedía gruñendo asustada, Paul entrevió unas ranuras amarillas en el lugar de los ojos y un hocico ancho lleno de colmillos curvos; entonces, otros dos ejemplares cayeron a su lado desde un árbol. Paul logró esgrimir el hacha vonaresa justo a tiempo para apartarse de la cara una zarpa de largas garras, aunque a punto estuvo de perder el arma y caer al suelo a causa del golpe.

—No los lleve hacia el palacio —le advirtió Brummond. Estaba peleando contra dos bestias al mismo tiempo, su sable era una mancha borrosa casi invisible a la luz de la luna—. Manténgalos aquí, entre las sombras del jardín.

Si Paul hubiera sido capaz de obligarlos a desplazarse hacia cualquier lugar, lo habría hecho con mucho gusto, pero apenas podía luchar por su vida. El ser peludo que tenía delante parecía dotado de brazos tan largos como látigos de carruaje; el simple esfuerzo de detener los golpes que le lanzaba a la cara y al estómago consumía todas sus fuerzas y toda su velocidad. Pensó en las pistolas, pero se dio cuenta de que no podría sacar una siquiera antes de que el ser se le abalanzara al cuello y le inyectara el veneno de los colmillos.

Hasta a Brummond le costaba hablar. Con el rabillo del ojo, Paul vio un bulto que retrocedía tambaleándose y, aterrorizado, creyó que se trataba de su compañero, pero enseguida le oyó chasquear la lengua con placer cuando una de las bestias cayó y no volvió a levantarse. No obstante, la segunda parecía perfectamente capaz de mantener ocupado a Brummond hasta que su congénere terminara con Paul.

Paul reculó y tropezó con una raíz de árbol que casi lo hace caer al suelo. En el momento en que recuperaba el equilibrio, su enemigo saltó sobre él. Desesperado, Paul arrojó la saljak a la cara del simioserpiente. El arma no estaba diseñada para ser arrojada; se giró en pleno vuelo, golpeó a la bestia fuertemente y la tumbó, pero sin causarle el menor mal. Paul aprovechó el desconcierto para sacar una pistola del cinturón, apuntó al vormarg a la cara lo más cerca que pudo y apretó el gatillo. El percutor golpeó. Durante una fracción de segundo odiosamente larga, no sucedió nada y, de pronto, la pistola dio un tirón y estalló como un trueno escupiendo fuego por la boca del cañón. El simioserpiente se sentó, sin nada sobre los hombros más que sangre, jirones de carne chamuscada y pelo.

—¡Por todos los santos, compañero! ¿Qué hace? —inquirió Brummond seriamente molesto. Con una bota apoyada contra el pecho del segundo vormarg, al que había matado, trataba de sacar el sable de entre las tripas—. Le advertí que no disparara hasta que yo se lo dijera.

Paul no podía discutir, bastante tenía con recuperar el resuello.

—Bien, si acaso hay algún otro ser encantador de éstos por aquí, el estruendo lo atraerá como la miel a las moscas… por no recordarle que, sin duda, habrá despertado a la Guardia de Ónice de Soombar. En fin, de perdidos, al río; larguémonos de una vez a la residencia imperial. Debo confesar que me ha decepcionado usted, Jonas. —Brummond limpió el sable en una hoja del tamaño de una bandeja de té y lo envainó con un solo movimiento—. Adelante.

Dio media vuelta y se alejó a paso vivo por entre la maleza.

Paul recogió la saljak y echó a andar a trompicones tras él. Se metió en el cinturón la pistola con que había disparado y sacó la segunda por si acaso. Era imposible prever a qué otra horrible trampa mortal le llevaría ese idiota.

Brummond echó a correr entre la vegetación de los jardines imperiales como si no hubiera hecho otra cosa en su vida y Paul tuvo que esforzarse para no perderlo. Al cabo de unos momentos llegaron a un muro de piedra sin más aberturas que una ventana que se alzaba a unos dos metros o más del suelo. Brummond se agarró del alféizar de un salto y se izó. Luego tendió la mano a Paul y lo ayudó a subirse.

Se encontraron en una habitación donde sólo había unas vasijas de piedra apiladas en un rincón e iluminada únicamente por una vela que se desgastaba en una hornacina. Brummond saltó de la ventana al suelo y se acercó sin hacer ruido a la puerta del otro extremo, escuchó unos momentos y luego condujo a Paul a un vestíbulo mejor iluminado por antorchas.

En el vestíbulo tampoco había nadie, pero el sonido que provenía de un determinado punto, voces broncas y entrechocar de armaduras, hacía pensar que pronto llegaría alguien. Brummond sacó una antorcha de su tedero y la acercó al orillo de un tapiz que cubría la sección media del muro y se extendía en ambas direcciones hasta donde alcanzaba la vista; era una serie interminable e incomprensible de gente con cabeza de animal que trabajaba o jugaba. Las llamas prendieron en el borde del tapiz y comenzaron a ascender.

—Vamos, adelante. —Brummond agarró a Paul por el brazo y se lo llevó a rastras—. Eso entretendrá un rato a la Guardia de Ónice. ¡De una carrera llegamos al recinto del templo!

Ya habían caído al suelo partes incendiadas del tapiz y la moqueta comenzaba a quemarse. Otras llamas empezaban a lamer las gruesas vigas del techo. El vestíbulo se iba llenando de humo.

A medida que Paul y Hurley avanzaban por el pasillo, empezaron a aparecer taltors en algunas puertas. La mayoría estaban adormilados. No era fácil distinguir, a la luz de las antorchas, si se trataba de terrícolas o de ullamareses de piel verde. Varios residentes del palacio les preguntaron a voces qué sucedía, creyendo, con más acierto del que sospechaban, que esos hombres que corrían sabrían a qué se debía la emergencia.

Aunque no todos se mostraron tan pasivos. Un soldado taltor muy corpulento, cuya librea negra indicaba que se trataba de un soldado de la Guardia de Ónice de la que Brummond había hablado antes, salió de otro corredor que se cruzaba y les cerró el paso. El compañero de Paul, haciendo gala de una contención un tanto sorprendente, se limitó a encajarle un gancho en la mandíbula. Paul, que iba detrás, se vio obligado a saltar por encima del guardián caído.

«Todo esto parece una película antigua —pensó—, como sacado de un cuento de las Mil y una noches». Ése pensamiento descubrió en su memoria una amplia perspectiva sobre innumerables cosas, nombres e ideas, como si ante él se hubieran abierto de par en par las puertas de una nutrida biblioteca. Después resbaló en el pulido suelo y a punto estuvo de caer de bruces en las losas. Cuando recuperó el equilibrio y continuó tras de Brummond, volvió a ofuscársele la cabeza. Pero había descubierto que tras la ofuscación había algo, que la niebla mental no era su estado natural, y sintió renacer la esperanza.

Brummond se detuvo patinando ante un arco alto cerrado por una puerta maciza.

—Aquí es —dijo. A su espalda, el barullo de la persecución y la algarabía de los sorprendidos residentes del palacio era ya un gran estruendo—. No crea todo lo que vea por aquí y no pierda la cabeza. ¡Ni mate a nadie! Los sacerdotes de Soombar tienen una memoria endemoniadamente buena.

Sin aguardar respuesta, arremetió con el hombro contra la puerta. La puerta crujió en sus goznes pero no se abrió. Brummond dio un paso atrás, descargó una patada y la puerta tembló y se abrió hacia dentro con el pestillo roto por la parte de dentro.

Justo al otro lado del umbral había unos pocos marcianos con blancas vestiduras que habían acudido atraídos por el primer envite.

Brummond los derribó como si de bolos se tratara. Cuando Paul entraba ya tras él, los asaltó otro que acechaba desde detrás de la puerta. Paul lo golpeó con el mango de la saljak.

—¡Por fin reacciona usted! —le gritó Brummond—. ¡Hacia el santuario interior!

Corrieron por otro largo pasillo flanqueado de estatuas de los mismos seres con cabeza de bestia que servían de motivo al tapiz, luego traspasaron una puerta, una mera cortina ceremonial, tras la cual los aguardaba una vaharada de aire caliente y pesado. Se hallaban en una cámara espaciosa en cuyo centro se abría una pileta ornamental envuelta en vapor de agua. Varios sacerdotes más, con máscaras doradas de animales, levantaron la vista sorprendidos por la repentina aparición.

Brummond rodeó la pileta a toda velocidad, deteniéndose sólo para empujar a uno de los sacerdotes enmascarados, que cayó al agua. El impacto del cuerpo arremolinó el vapor y, durante una fracción de segundo, Paul logró ver el otro extremo de la estancia. La mujer alada estaba desplomada sobre un banco, la barbilla contra el pecho y el espeso y oscuro cabello derramándose hacia delante de modo que casi le ocultaba el rostro… pero era ella, Paul lo sabía sin la menor sombra de duda, y se asustó al verla como sin vida. Toda esa lunática aventura había sido para rescatarla, pero ¿habrían llegado tarde?

Empezó a correr. Dos sacerdotes salieron de entre la bruma y se interpusieron musitando entre dientes y esgrimiendo largas y finas dagas. Paul levantó la saljak horizontalmente ante sí, los tumbó de espaldas y continuó su camino apresuradamente pisando a uno de ellos al pasar. Brummond se encontraba del otro lado de la pileta manteniendo a raya con el sable a tres de los asaltantes de largas vestiduras. Paul se zafó de un golpe de daga agachándose, de un revés, tiró al suelo a otro contrincante y llegó al banco de piedra en pocos pasos. Levantó la cara de la mujer; su piel azul claro estaba caliente y tenía los ojos entreabiertos. Le habían administrado alguna droga… pero estaba viva. Una dicha intensa se apoderó de él, un sentimiento tan ajeno como poderoso. Había encontrado a alguien que significaba algo para él, que tal vez supiera algún detalle acerca de su identidad o procedencia.

—¡Oh, cielos, Jonas! ¿A qué espera? ¿Es que tengo que pasarme la noche intercambiando mandobles con estos pieles verdes?

Paul iba a tomarla en brazos cuando descubrió que estaba esposada al banco. Brummond seguía manteniendo a raya a los tres sacerdotes con la punta de la espada, pero otros cuantos habían escapado y corrían hacia la puerta para alertar a la guardia, sin duda. Paul tumbó a la mujer en el banco con los brazos muy estirados por encima de la cabeza, apuntó con cuidado y descargó la saljak con todas sus fuerzas sobre los eslabones, algunos de los cuales saltaron en el aire como palomitas de maíz. La levantó con cuidado de no aplastarle las delicadas alas y se la cargó al hombro.

—¡La tengo!

—Pues lárguese, hombre, lárguese.

Paul rehízo el camino alrededor de la pileta tambaleándose. La mujer no pesaba mucho… en realidad, era sorprendentemente leve, pero él se estaba quedando sin fuerzas y la saljak era pesada. Tras considerarlo muy brevemente, abandonó el arma para poder sujetar la preciosa carga con ambas manos.

Brummond se unió a él en el lado opuesto de la pileta y salieron disparados por la puerta. No habían dado más que unos pasos cuando otro sacerdote, ataviado de negro, se interpuso en el camino; su máscara dorada era un disco liso con sólo dos agujeros para los ojos. El sacerdote levantó el báculo y el aire pareció espesarse. Un momento después, una especie de araña colosal apareció ante ellos tapando por completo el corredor. Paul, horrorizado, retrocedió un paso.

—¡Corra hacia ella! —le gritó Brummond. Paul lo miró desesperado sin comprender—. He dicho que corra hacia ella. ¡No es de verdad!

Como Paul seguía sin moverse, Brummond sacudió la cabeza con rabia y se lanzó hacia delante. La araña cayó sobre él como si lo envolviera entre sus mandíbulas chirriantes. Un momento después, se desvaneció como una sombra aplastada por la luz del sol. En el lugar que ocupara el insecto un momento antes se encontraba Brummond, de pie encima del sacerdote de negro, que estaba tendido boca arriba, al cual acababa de tumbar con el pomo del sable de caballería.

—Jamás lograríamos salir por donde hemos entrado —gritó Brummond—, pero creo que en alguna parte hay una puerta que lleva al tejado.

Sobrecogido, pero determinado a llevar a la mujer vonaresa a lugar seguro, Paul siguió al aventurero renqueando por los retorcidos pasillos laterales del recinto del templo. Brummond cogió una antorcha de la pared y, al cabo de unos momentos, dejaron atrás los iluminados salones principales. Paul estaba impresionado por el dominio que Brummond demostraba en aquel oscuro y confuso laberinto. Sólo tardaron unos minutos, aunque se le hizo mucho más largo… Paul volvía a tener la sensación de estar atrapado en el sueño de otra persona. Sólo la calidez tangible y el peso de la mujer sobre el hombro lo anclaban a la realidad.

Finalmente, Brummond encontró la escalera. Contra toda esperanza, Paul salió trastabillando al tejado y se irguió libre bajo las lunas gemelas.

—¡Faltaría más, maldita sea! Bags está esperando encima de los jardines —exclamó Brummond—. Y, a menos que sean figuraciones mías, por el ruido diría que la guardia estará aquí con nosotros de un momento a otro.

Paul también oyó el estrépito de soldados furiosos subiendo por la escalera como hormigas. Brummond cogió la antorcha y la tiró al aire lo más lejos que pudo. La tea describió un arco y luego cayó con la llama ondeando detrás como la estela de una estrella fugaz.

—Ruegue porque Bags esté ojo avizor. Y ahora, más vale que la deje en el suelo y me ayude a sujetar la puerta.

Paul depositó a la mujer alada en el tejado con cuidado, ella murmuró unas palabras pero no se despertó, y Paul sumó sus escasas fuerzas a las de Brummond. Ya había gente gritando y empujando la puerta. En cierto momento casi consiguen abrirla, pero Paul y Brummond los rechazaron a patadas y poco a poco la volvieron a cerrar.

—¡Hurley! —gritó una voz desde arriba—. ¿Eres tú, muchacho?

—¡Bags! —respondió Brummond con alegría—. ¡Mi buen amigo Bags! ¡Échanos la escala! ¡Estamos en un pequeño aprieto aquí abajo!

—¡Ahí la tenéis! ¡En medio del tejado!

—Bien; ahora, sube a la dama de tus amores lo más rápido que puedas mientras sujeto la puerta —dijo Brummond con calma, como si estuviera pidiendo un oporto en el club Ares—. A lo mejor Bags puede echarte una mano.

Paul volvió rápidamente junto a la vonaresa, la llevó hasta la escala a cuestas y comenzó a ascender despacio, travesaño tras travesaño, con un esfuerzo enorme, procurando que el peso muerto de la mujer no le desequilibrara.

—No podré resistir mucho más —gritó Brummond—. ¡Bags, suelta amarras!

—¡No sin ti, Hurley!

—¡Ya voy, maldición! ¡Suelta amarras de una vez!

Cuando Paul se hallaba en pleno ascenso, a unos siete metros por encima del tejado, notó que la aeronave empezaba a elevarse. El extremo de la escala ascendía libre. Brummond golpeó la puerta por última vez, dio media vuelta y echó a correr hacia la escala, que ascendía velozmente, en el momento en que la puerta se abría bruscamente y varios soldados de la Guardia de Ónice salían furiosos al exterior. La escala estaba ya tan alejada del tejado que a Paul le dio un vuelco el corazón… habían condenado a Brummond… y sin embargo por loco que estuviera, había arriesgado la vida por ayudarlo a él. Pero Hurley Brummond se impulsó con dos grandes botes, dio un salto tan alto como Paul jamás lo hubiera creído posible y se agarró al último travesaño de la escala con ambas manos. Sonriente, quedó colgado con los brazos estirados mientras la nave tomaba altura y los furibundos guardias de Soombar iban haciéndose pequeños abajo.

—Bueno, amigo mío —dijo a Paul—, ¡qué tarde tan emocionante! ¿No es cierto?

La mujer misteriosa dormía en la cama del camarote del capitán; incluso recogidas, sus diáfanas alas casi tocaban las paredes.

—Venga aquí, señor Jonas —le dijo el profesor Bagwalter dándole unas palmaditas en el hombro—. Creo que usted también necesita algunos cuidados… desde que está con nosotros, no ha comido nada.

Paul había pasado casi toda la noche sentado al lado de la mujer, reacio a marcharse por si ella despertaba y se asustaba al encontrarse en un lugar desconocido, pero la droga que los sacerdotes le habían administrado era muy potente y parecía indudable que seguiría durmiendo hasta que llegaran al campamento de la expedición. Siguió a Bagwalter hasta la reducida cocina de la nave, donde el profesor le había preparado fiambre, queso y pan. Lo tomó por educación aunque en realidad no tenía hambre, y luego se fue hacia el timón, donde Brummond relataba a Gally la aventura vivida por tercera o cuarta vez, sin duda. De todos modos, valía la pena contar el relato más de una vez, y Paul tuvo que admitir que Brummond no exageraba sus proezas.

—¿Cómo se encuentra la dama de sus amores? —inquirió Brummond interrumpiendo el recuento de la batalla contra los vormargs.

Tan pronto como supo que la mujer seguía dormida, retomó nuevamente la batalla de espadas.

Paul siguió paseando por la cubierta en busca de tranquilidad. De pie junto a la barandilla, jugueteaba con la comida en el plato contemplando las dos lunas, que cruzaban el cielo despacio por encima del veloz navío; ninguna de las dos era completamente simétrica.

—Es una nave excelente, ¿verdad? —comentó el profesor, aproximándose a la barandilla también—. Me alegro de que no le haya pasado nada. Aunque sea Brummond quien la ha alquilado, me habría tocado a mí dar explicaciones al dueño. Así son las cosas —añadió con una sonrisa.

—¿Llevan mucho tiempo viajando juntos?

—Pues, entre unas cosas y otras, varios años. Es buena persona y, si a uno le gusta la aventura… no hay nadie mejor que Hurley Brummond.

—Estoy seguro.

Paul miró por sobre la barandilla. La línea oscura del Gran Canal se retorcía a sus pies avanzando y retrocediendo, reflejando en algunos tramos las farolas de los asentamientos esparcidos y, a veces, cuando sobrevolaban alguna ciudad mayor, encendiéndose vivamente con el resplandor de las brillantes luces, que fulguraban como un cofre de joyas.

—Eso de ahí es Al-Grashin —dijo Bagwalter al pasar sobre una enorme extensión de viviendas. Tardaron un buen rato en dejarla atrás, a pesar de que volaban a gran altura—. Es el centro neurálgico del comercio turtuk de marfil. En una ocasión, a Brummond y a mí nos secuestraron ahí unos bandidos. Es una ciudad magnífica, sólo Tuktubim la supera. Bueno, también está Noalva pero, aunque su población sea más numerosa, siempre me ha parecido un poco aburrida.

Paul sacudió la cabeza admirado y desconcertado. ¡Cuánto sabía la gente… y había tanto que conocer! Y sin embargo, él, a pesar del instante de recuerdo en el palacio de Soombar, lo ignoraba todo. Estaba solo. No tenía hogar… ni recordaba si lo había tenido alguna vez.

Cerró los ojos. Las innumerables estrellas del oscuro cielo parecían burlarse de su soledad irremediable. Rabioso, apretó la mano alrededor de la barandilla y, por un momento, se vio tentado a tirarse por la borda sin más y resolver todas sus angustias con una sola inmersión definitiva.

«Aún queda la mujer… a lo mejor sabe algo». La mirada de ella, impenetrable, sombría, se le había antojado una especie de refugio…

—Parece usted preocupado, amigo —advirtió Bagwalter.

Sorprendido, Paul abrió los ojos y se encontró a su interlocutor junto a él.

—Es que… estaba pensando que ojalá tuviera memoria.

—¡Ah! —El profesor lo miró nuevamente con la desconcertante agudeza de otras veces—. La herida de la cabeza. Cuando lleguemos al campamento, tal vez me permita examinarlo. Tengo ciertos conocimientos de medicina e incluso alguna experiencia como alienista.

—Si cree que puede servir de algo.

A Paul la idea no lo convencía del todo, pero no quería mostrarse desagradecido con quien tanta ayuda le había prestado.

—En realidad, aún me gustaría hacerle unas cuantas preguntas, si no le importa, claro está. Verá, me ha…, en fin, he de confesar que su situación me ha despertado mucha curiosidad. Espero que no se lo tome a mal, pero usted parece ajeno a este mundo.

Paul lo miró con una indescifrable pero insistente sensación de alarma. El profesor estaba pendiente de él.

—¿Ajeno a este mundo? No sé siquiera de dónde vengo.

—No me refería a eso. Me he expresado con inexactitud.

Antes de que Bagwalter pudiera intentarlo de nuevo, un resplandor rasgó el cielo por encima de sus cabezas, seguido de otros tres casi inmediatamente. Unos objetos que brillaban con luz propia y carecían de forma definida giraron en el aire sobre sí mismos y continuaron volando al lado de la nave, recorriéndola a gran velocidad.

—¿Qué es eso?

—No sé. —Bagwalter se limpió los anteojos, se los volvió a poner y fijó la vista en los rastros de luz, que daban vueltas y saltos en el aire como delfines en la estela de una nave marina—. Se trata de criaturas o fenómenos que nunca había visto en Marte.

—¡Jo, jo, jo! —gritó Brummond desde el timón—. Nos están acosando no sé qué fuegos voladores de otro mundo. ¡Traedme el rifle!

—¡Ay Dios! —suspiró el profesor—. Como ve, a la ciencia se le cierran los caminos si Hurley anda cerca.

Los extraños objetos luminosos siguieron a la nave durante casi una hora y luego desaparecieron tan misteriosa y bruscamente como habían llegado. Bagwalter había olvidado por el momento las preguntas que deseaba hacer a Paul, cosa que a éste no le disgustó en absoluto.

Despuntaba el alba en el horizonte cuando la nave comenzó a descender por fin. Hacía ya largo rato que habían dejado atrás la última gran población y Paul no veía señales de vida humanoide en todo aquel sector yermo del desierto rojo. Gally, que había dormido en su regazo, se despertó y se asomó a la barandilla.

La nave volaba paralela a una larga pared de colinas erosionadas por el viento. Aminoró la marcha al entrar en un paso estrecho y comenzó a hundirse a una velocidad más lenta y cauta. Paul empezó a distinguir los detalles del entorno, extraños árboles amarillos de punzantes ramas y esponjosas plantas moradas como altas columnas de humo.

—¡Mira! —exclamó Gally señalando—. ¡Eso debe de ser el campamento!

Un reducido círculo de tiendas de campaña, no más de seis en total, se acurrucaba en el fondo del valle junto a un cauce seco. Al lado, se hallaba amarrada una nave de mayor envergadura que la suya.

—¡Ahí tenéis a mi Templanza! —aulló Brummond desde el timón—. ¡La mejor embarcación de Ullamar!

Una cuadrilla de nimbors que cavaba en el centro del cauce levantó la cabeza hacia la nave que se aproximaba. Uno de ellos echó a correr hacia las tiendas.

Brummond aterrizó junto al Templanza con la suavidad de un experto, deteniendo primero la nave sobre el suelo a poco más de la altura de un hombre y posándola después como si fuera una pluma. Salió de la cabina, saltó por encima de la barandilla levantando una nube de polvo rojo y salió disparado hacia el campamento. Paul, Bagwalter y Gally descendieron un poco más despacio.

Los nimbors dejaron de cavar y se apiñaron en torno a los recién llegados con las herramientas todavía en la mano. Los miraban furtiva y solapadamente; tenían la boca abierta como si no respirasen bien. Evidentemente, sentían curiosidad, pero parecía una curiosidad producida por el aburrimiento y no por un verdadero interés. Paul pensó que estaban más cerca de parecer auténticos animales que Klooroo y su pueblo de pescadores.

—¡Aquí están! —anunció Brummond, y su voz rebotó en las piedras rojas. Salió de una de las tiendas más grandes llevando del brazo a una mujer alta y hermosa, vestida con una blusa de un blanco puro y una falda larga. Hasta el sombrero con que se cubría la cabeza parecía bastante formal y moderno—. Os presento a Joanna, mi prometida… e hija de Bags, naturalmente. Es lo único bueno de verdad que ha hecho en su vida.

—Bienvenidos al campamento. —Joanna sonrió a Paul y le dio la mano. Miró a Gally con los ojos iluminados—. ¡Ah! Tú debes de ser el angelito. Pero ya no eres un niño… ¡te has hecho muy mayor! Me alegro mucho de conocerte, caballerito. Creo que tengo algunas galletas de jengibre en el arca del pan, pero no estoy segura. —Gally resplandecía cuando la mujer se dirigió nuevamente a Paul—. Pero antes, debemos atender a su prometida; tengo entendido que los sacerdotes de Soombar le han dispensado muy mal trato.

Paul no se molestó en discutir el término «prometida». Sería inútil si Joanna era realmente como aparentaba.

—Sí. Estaba esperando a que Hurley me ayudara a bajarla.

—Naturalmente. Mientras tanto, voy a preparar el té en el porche… lo llamamos porche aunque no sea más que una especie de toldillo de tela junto a la tienda para protegernos de este sol abrasador de Marte. —Volvió a sonreír y se adelantó a besar al profesor Bagwalter en la mejilla—. ¡Ni siquiera te he dirigido la palabra, querido padre! ¡Qué falta de consideración! Espero que no te hayan herido durante tu correría con Hurley.

Joanna dirigía el campamento con una eficiencia aplastante. A los pocos minutos de su llegada, ya había instalado a la vonaresa en una cama dentro de una tienda, dispuesto agua y un lugar donde asearse para cada uno y presentado a Paul y a Gally a otros dos miembros de la expedición, un taltor llamado Xaaro que debía de ser el cartógrafo y un humano rechoncho de nombre Crumley, el capataz de la cuadrilla de peones nimbors. Luego, se llevó a Gally a la cocina para que la ayudara a preparar el almuerzo.

Librado de su otra responsabilidad, Paul volvió a la vera de la mujer alada. Se sentó en el suelo de la tienda junto al colchón y, nuevamente, se maravilló del impacto que le causaba su presencia.

La mujer parpadeó y Paul notó en el pecho una especie de parpadeo de respuesta. Un momento después, abrió los ojos lentamente y se quedó mirando el techo un buen rato, anonadada, hasta que su rostro cobró una expresión de alarma e intentó incorporarse.

—Estás a salvo. —Paul se acercó y le puso la mano en la muñeca, asombrado de la fresca y aterciopelada tersura de la piel azul—. Has sido rescatada de manos de los sacerdotes.

Volvió sus enormes ojos azules hacia él, temerosa como un animal enjaulado.

—Tú. Te vi en la isla.

Su voz, como todo lo demás en ella, tocó una fibra sensible. Paul sintió un mareo momentáneo. La conocía… ¡sí! No cabía otra explicación.

—Sí —respondió cuando recobró el aliento. Aunque le costaba hablar—. Sí, te vi allí. Te conozco pero he perdido la memoria. ¿Quién eres? ¿Me conoces?

Lo miró largamente sin hablar.

—No lo sé. Hay algo en ti… —Sacudió la cabeza y, por primera vez, el cansancio desapareció dando paso a un estado menos definible—. Soy Vaala de la Casa de los Doce Ríos. Pero ¿cómo he podido verte antes de aquel momento en la isla? ¿Has estado en Vonar, donde vivo? Porque jamás he salido de allí hasta que fui elegida como tributo para Soombar.

—No lo sé. ¡Maldita sea, no sé nada! —Paul se dio un golpe en la rodilla, de rabia. Vaala se sobresaltó ante el ruido repentino y abrió las alas, que recrujieron al rozar las paredes de la tienda—. Sólo sé que me llamo Paul Jonas. No sé dónde he estado ni de dónde soy. Tenía esperanzas de que me lo dijeras tú.

—Pauljonas —repitió, clavándole su negra mirada—. El nombre suena extraño a mi oído, pero siento algo cuando tú lo pronuncias. —Plegó las alas y volvió a recostarse en la cama—. Pensar me produce dolor de cabeza. Estoy cansada.

—Pues entonces, duerme. —Le tomó la fría mano entre las suyas. Ella no se resistió—. Me quedo contigo. De todos modos, ahora estás a salvo.

La mujer hizo un lento gesto negativo con la cabeza, como un niño cansado.

—No, no estoy a salvo. Pero no puedo decirte por qué. —Bostezó—. ¡Cuántas ideas extrañas nos bullen a los dos en la cabeza, Pauljonas! —Los ojos oscuros se cerraron—. Podría ser… —balbució—, creo recordar… un lugar con mucha vegetación, con árboles y plantas. Pero es como un sueño antiguo.

Paul también recordaba algo y se le aceleró el pulso.

—¿Sí?

—Nada más. No sé lo que significa. Tal vez viera ese sitio cuando era pequeña. Tal vez nos conociéramos de niños…

Cada vez respiraba más lentamente. Al cabo de unos instantes volvió a quedarse dormida. Paul no le soltó la mano hasta que Joanna llegó y se lo llevó a rastras a desayunar.

Volvía al lado de Vaala con una taza de té y un plato de bollos con mantequilla precariamente sujeto en la mano, cuando el profesor Bagwalter le salió al paso.

—¡Ah! ¡Está usted aquí! Quería pescarlo a solas… no me parecía apropiado para la sobremesa del desayuno, ya sabe lo que quiero decir.

—¿A qué se refiere?

Bagwalter se quitó los anteojos y los limpió con nerviosismo.

—Deseo hacerle una pregunta. Es… bueno, creo que podría considerarse bastante grosera.

Paul era plenamente consciente del sol abrasador de Marte. El sudor le caía en gruesas gotas por el cuello.

—Siga —dijo por fin.

—Me preguntaba… —balbució Bagwalter inseguro—. ¡Vamos, lárgalo, no hay forma amable de hacer esa pregunta! ¿Es usted ciudadano?

A Paul le sorprendió. No sabía exactamente qué temía pero, desde luego, no esa pregunta.

—No comprendo.

—Ciudadano. ¿Es usted ciudadano o muñeco?

Bagwalter hablaba en roncos susurros, como obligado a repetir una obscenidad oída sin querer.

—No… no sé qué soy. No comprendo qué significan esas palabras. ¿Ciudadano? ¿De dónde?

El profesor lo miró fijamente y luego sacó el pañuelo del bolsillo y se enjugó la frente.

—Tal vez aquí no sea obligatorio declararlo. Confieso que jamás había hecho esta pregunta a nadie. O tal vez me exprese peor de lo que pensaba y no me explico con claridad. —Miró alrededor. El taltor Xaaro se dirigía hacia ellos, pero aún se encontraba lejos—. Tengo el privilegio de ser huésped del señor Jiun Bhao, una persona muy importante… el hombre más poderoso de la New China Enterprise. ¿Ha oído hablar de él? Es amigo íntimo y socio del señor Malabar, el creador de todo esto, y por eso he obtenido permiso para venir aquí.

Paul sacudió la cabeza. Aquello era un galimatías, o al menos la mayor parte: el último nombre le sonaba de algo, como una palabra misteriosa de una canción infantil que no hubiera vuelto a oír desde la infancia.

El profesor, que no lo perdía de vista, chasqueó la lengua con triste resignación.

—Pensé… porque como usted no acaba de encajar aquí… No pretendía ofenderlo, pero hay tan pocos ciudadanos en Marte… Uno o dos que he conocido en el club Ares, pero la mayoría andan por ahí corriendo aventuras. Además, temía que se rieran de mi forma de hablar a mis espaldas. Aunque tal vez no sea sorprendente… en otro tiempo, dominaba la lengua con fluidez, pero he practicado poco desde que dejé la Universidad de Norwich. En cualquier caso, esperaba poder conversar con alguien de verdad. Llevo un mes en esta simulación y a veces me siento solo.

Paul, perplejo y bastante asustado, retrocedió un paso. El discurso del profesor le resultaba incomprensible, pero parecía que algunas cosas tuvieran que encerrar algún significado para él.

—¡Profesor!

El cartógrafo casi los había alcanzado. Tenía la piel jaspeada brillante de sudor. No parecía tan adaptado al clima como los peones nimbors.

—Gracioso señor, perdonad la interrupción pero os reclaman para una conferencia en el aparato de radiofonía.

Bagwalter se dio media vuelta visiblemente molesto.

—¡Por el amor de Dios! ¿De qué se trata? ¿Quién llama ahora?

—Es la embajada tellaresa de Tuktubim.

—Más vale que atienda la llamada, amigo —dijo el profesor a Paul—; si le he ofendido en algo, no era mi intención. Por favor, olvídelo todo.

Trató de escrutar el rostro de Paul como buscando algo concreto, con una expresión casi de súplica. Paul tuvo la impresión, por un momento, de adivinar un rostro muy distinto oculto tras la máscara del flemático inglés.

Preocupado, Paul se quedó mirándole la nuca mientras se alejaba hacia el círculo de tiendas.

Cuando Paul llegó, Vaala estaba despierta, sentada en la cama, con las alas semiabiertas. Los grandes abanicos de plumas que se extendían a ambos lados de la mujer tenían algo que confundía, y a la vez parecían maravillosamente apropiados, pero Paul ya estaba lleno de recuerdos a medias. Mientras le relataba con detalle cómo la habían rescatado del palacio de Soombar, le dio el té, que por fin se había enfriado lo suficiente y no quemaba. La mujer tomó la taza con ambas manos y se la llevó a los labios para probarlo.

—Es bueno. —Sonrió con cara de placer y Paul sintió un pinchazo en las entrañas—. Es raro, pero me gusta. ¿Es una bebida ullamaresa?

—Creo que sí. —Se sentó en el suelo de nuevo con la espalda contra la rígida lona—. Se me han olvidado muchas cosas, claro. Tantas, que a veces no sé por dónde empezar a pensar.

Lo miró seriamente un largo rato.

—No tenías que haberme robado a los sacerdotes, ¿sabes? Ahora se enfadarán. Y además, sólo tienen que escoger a otra hija de Vonar para el sacrificio.

—No me importa. Aunque suene horroroso, es cierto. Tú eres lo único que tengo, Vaala. ¿Lo entiendes? Eres la única esperanza que me queda de averiguar quién soy, de dónde vengo.

—Pero ¿cómo es posible? —Levantó las alas, las abrió y volvió a cerrarlas sobre la espalda—. Jamás salí de mi mundo hasta el momento de acudir a la fiesta de la temporada, y en toda mi vida sólo he conocido a unos pocos tellareses como tú. Me acordaría de ti, sin duda.

—Pero dijiste que recordabas algo… un lugar con mucha vegetación, árboles, un jardín, algo así. Y dijiste que mi nombre te sonaba.

—Es raro, lo admito —comentó con un encogimiento de sus delicados hombros.

Paul era cada vez más consciente de un extraño ruido como de moler que provenía de fuera, pero no quería distraerse.

—Es más que raro. Y si algo sé en el mundo es que tú y yo nos conocemos de algo. —Se acercó a ella y le tomó la mano. Ella se resistió solamente un momento y luego le permitió retenerla. Paul creía sacar fuerzas del simple contacto—. Escucha, el profesor Bagwalter, uno de los que contribuyeron a rescatarte, me ha hecho preguntas muy extrañas. Me parecía que tenía que entenderlas, pero no las entendí. Por ejemplo, ha dicho que este sitio es una simulación.

—¿Una simulación? ¿Se refería a una ilusión, como los trucos que hacen los sacerdotes de Soombar?

—No sé. Y dijo nombres, muchos nombres. «Malbar», por ejemplo, y «Jumbao».

Se oyó un ruido en el exterior de la tienda. Paul se volvió y vio a Gally, que apartaba la solapa para entrar. El ruido seco y chirriante se hizo más patente.

—¡Paul, ven a ver! Ya casi están aquí. ¡Es una máquina maravillosa!

Paul se irritó, pero era imposible pasar por alto la emoción del chico. Al darse la vuelta, Vaala se había arrinconado contra la pared de la tienda y miraba con los ojos como platos.

—¿Qué ocurre?

—Ése nombre. —Levantó las manos como si quisiera evitar algo—. No… no me gusta.

—¿Qué nombre?

—¡Paul, ven!

Gally le tiraba del brazo. El ruido de molinillo era muy fuerte ya, y además se oía otro más profundo cuyas vibraciones se percibían incluso en la arena donde se asentaba la tienda. Era imposible no notarlo.

—Vuelvo enseguida —le dijo a Vaala, y se dejó llevar por Gally al exterior, donde se detuvo perplejo.

Por el valle, en dirección al campamento, se acercaba torpemente la máquina más extraña que jamás hubiera imaginado, un vehículo enorme de cuatro patas y treinta metros de largo que parecía un cocodrilo mecánico hecho de vigas metálicas y paneles de madera pulida. La cabeza era tan estrecha como la proa de un barco; el lomo, a excepción de tres inmensas chimeneas que escupían vapor, estaba cubierto por una lona de rayas. Los volantes giraban, los pistones subían y bajaban y el vapor salía silbando por los respiraderos a medida que el artefacto descendía poco a poco por la ladera. Paul acertó a distinguir varias siluetas diminutas en una plataforma protegida de la parte superior.

—¡Es magnífica! —exclamó Gally imponiéndose al estruendo.

El profesor Bagwalter apareció por la esquina de una tienda y se acercó a ellos.

—¡Lamento todo esto profundamente! —gritó—. Acaban de llamarnos por radio. Dicen que vienen de la embajada tellaresa a hacer no sé qué comprobaciones antes de que partamos hacia el confín de más allá. Una pequeña pejiguera que los mandarines de Soombar se han sacado de la manga, sin duda. Nuestros señores de la embajada siempre quieren estar a buenas con Soombar, lo cual, por lo general, significa que nos fastidiemos los demás.

—¿Cree que será algo relacionado con el rescate de Vaala? —gritó Paul, contemplando con fascinación el avance del monstruoso vehículo, que se detuvo a unos cuantos metros del campamento sacudiéndose y resoplando como una cafetera mientras las calderas se ventilaban.

A un lado, llevaba un sol pintado con cuatro anillos alrededor, blancos los dos más interiores y el último, y verde eléctrico el tercero.

—¡Oh! Lo dudo, amigo. Ya ha visto lo lento que es el vehículo. Tendrían que haberse puesto en marcha hace un par de días.

Cuando la máquina dejó de hacer ruido, Paul oyó el aleteo de Vaala a su espalda. Alargó la mano a ciegas hacia ella; un momento después, notó sus dedos entre los suyos.

—¿Qué es eso?

—Personal de la embajada. Pero será mejor que no te vean —dijo.

La gran cabeza del artilugio mecánico había quedado a sólo unos centímetros del suelo. Se abrió por un lado y desplegó una serie de placas que formaron una escalera. Dos siluetas salieron de la negra boca y se dirigieron a los escalones.

—Más vale que haga algo útil —dijo Bagwalter al tiempo que se ponía en marcha hacia la extraña máquina con forma de cocodrilo.

Paul detectó algo en aquellos hombres, en la forma de bajar la escalera, que le inquietó. El primero era delgado y de rasgos acusados, su rostro despedía un brillo como si llevara unas gafas iguales que las del profesor. El segundo, que acababa de salir de la sombra, era tan grotescamente obeso que bajaba con muchas dificultades. Paul se quedó mirándolos y su temor fue en aumento. La pareja le resultaba temible, le congelaba el pensamiento.

Vaala gemía junto a su oído. Cuando se giró hacia ella, le soltó la mano y retrocedió tropezando. Tenía los ojos tan abiertos de espanto que Paul le vio las oscuras pupilas completamente rodeadas de blanco.

—¡No! —Temblaba como presa de fiebre—. ¡No! ¡No permitiré que esos dos te atrapen otra vez!

Paul quiso sujetarla, pero ya se había escapado del alcance de su mano. Miró entonces a los recién llegados, que se encontraban al final de las escaleras. Hurley Brummond y Joanna avanzaban hacia ellos para darles la bienvenida, y el profesor les seguía a pocos pasos de distancia.

—¡Vuelve! —le dijo a Vaala—. ¡Te ayudaré…!

Se alejó un poco de las tiendas, abrió las grandes alas y las batió; el aire se agitó con un crujido audible. Las batió repetidamente y sus pies empezaron a elevarse sobre la arena roja.

—¡Vaala! —Echó a correr hacia ella, pero la mujer pájaro ya se había elevado casi dos metros sobre el suelo y seguía ascendiendo. Abrió más las alas hasta encontrar la débil brisa del desierto, y siguió subiendo—. ¡Vaala!

Saltó y estiró los brazos en vano, ella ya era tan pequeña e inalcanzable como… la idea le vino de pronto sin saber cómo. Como un ángel en la punta de un árbol de Navidad.

—¡Paul! ¿Adónde va?

Gally creía que se trataba de un juego.

Vaala volaba rápidamente hacia las colinas, con energía. Mientras Paul la miraba alejarse más y más, el corazón se le volvía de piedra. Abajo, la silueta flaca y la gorda se habían enzarzado en una ardorosa conversación con el profesor. Irradiaban una maldad terrible… una simple mirada hacia ellos le inundaba del mismo terror que debió de impulsar a Vaala a alzar el vuelo. Dio media vuelta y echó a correr ladera abajo hacia el otro extremo del campamento.

—¡Paul!

La voz de Gally sonaba lejana a su espalda. Vaciló y después retrocedió a buscar al chico.

—¡Vamos! —le gritó.

Cada instante que pasaba parecía una eternidad. Su pasado, su historia, desaparecía rápidamente entre las cimas, y algo temible le aguardaba al fondo del valle. Gally lo miraba sin comprender. Paul le hacía señas frenéticamente. Cuando por fin el niño empezó a correr hacia él, Paul dio media vuelta y se lanzó precipitadamente hacia las naves ancladas.

Ya había abordado la embarcación más cercana, en la que habían llegado allí, cuando Gally lo alcanzó. Paul se inclinó, lo ayudó a subir y luego se dirigió inmediatamente hacia la cabina del piloto.

—¿Qué haces? ¿Adónde ha ido la dama?

Bagwalter y los demás se habían percatado ya de que algo faltaba. Joanna, con una mano en la frente, señalaba hacia Vaala, un punto claro en el cielo azul, pero Hurley Brummond se dirigió hacia la nave como un dardo. Paul se obligó a estudiar el panel de caoba donde estaban los controles. Había varias palancas pequeñas de bronce. Accionó una. Un timbre sonó en las tripas de la nave. Paul maldijo y accionó las demás. Bajo sus pies, algo empezó a ponerse en marcha.

—¡Maldita sea! Pero ¿qué hace, hombre? —gritó Brummond.

Estaba ya a escasos metros, y cubriendo terreno a toda prisa con sus largos pasos de felino. Su expresión de incredulidad y rabia se tornó iracunda, ya había echado mano al sable que le colgaba del cinturón.

Paul movió el timón. La nave tembló y empezó a elevarse, Brummond llegó al punto donde estaba un instante antes y saltó, pero no llegó y volvió a caer al suelo levantando una nube de polvo. Los recién llegados se acercaban apresuradamente agitando los brazos.

—¡No cometa una locura, Jonas! —gritó el profesor Bagwalter haciendo bocina con las manos—. No es necesario…

La voz se fue perdiendo a medida que la nave ganaba altura rápidamente.

Paul miró hacia arriba. Vaala no era más que un punto diminuto en el horizonte flotando sobre las aserradas cimas de los montes.

El campamento desapareció enseguida tras ellos. La nave se bamboleaba a tirones mientras Paul trataba de descifrar los controles, y de pronto, se escoró. Gally cayó rodando por el suelo del puente de mando y se salvó en el último momento agarrándose a la pierna de Paul. Paul logró que el barco recuperara el equilibrio más o menos, pero no logró estabilizarlo y las corrientes más fuertes que batían el cielo sobre las cimas de los montes los llevaban a bandazos de un lado a otro.

Vaala estaba un poco más cerca ya. Paul sintió una satisfacción momentánea. Le darían alcance y volarían los tres libremente, juntos. Y juntos resolverían todos los enigmas.

—¡Vaala! —gritó, pero aún estaba lejos y no le oía.

Al cruzar al otro lado de las montañas, una ráfaga repentina de viento escoró la nave otra vez. A pesar de los esfuerzos de Paul por enderezar el timón, la nave hundió la proa, otra corriente la hizo girar sobre sí misma y Paul perdió el control. Gally lo agarró por la pierna gritando aterrorizado. Paul siguió tirando del timón hasta que le dolieron las articulaciones, pero la nave seguía cayendo. Primero, el suelo les salió al encuentro bruscamente, luego, se desplomaban por el cielo y después, el suelo volvió a saltar amenazadoramente. Paul entrevió un momento el Gran Canal, que se retorcía abajo como una serpiente, y de pronto, un golpe en la cabeza hizo estallar el mundo en chispas.