PROGRAMACIÓN DE LA RED/NOTICIAS: Los líderes asiáticos declaran la «Zona de prosperidad».
(Imagen: Palacio de la Emperatriz, ciudad de Singapur). Voz en off: En la reunión de líderes políticos y grandes empresarios asiáticos celebrada en Singapur bajo la presidencia de Jiun Bhao, de avanzada edad y prácticamente retirado, y el presidente Low…,
(Imagen: apretón de manos de Low Wee Kuo y Jiun Bhao.)… se ha llegado a un acuerdo comercial histórico al que Jiun denomina «Zona de prosperidad» y que será la base de una unidad económica sin precedentes en Asia.
(Imagen: Jiun Bhao, asistido por ayudantes, ante los micrófonos de la prensa). JIUN: Ha llegado la hora. El futuro está en manos de una Asia unida. Tenemos todas las esperanzas, pero sabemos que queda mucho trabajo por hacer…
Se extendía ante ellos a lo largo de todo el horizonte, con sus millones de sendas como arañazos en un cristal vistos a través de la lente de aumento más potente… pero en cada uno de esos arañazos parpadeaban luces y se movían objetos.
—¡No es posible que exista un lugar tan inmenso!
—Recuerda que no es un lugar… de verdad. No son más que impulsos electrónicos en una cadena de ordenadores muy potentes. Se puede hacer tan grande como los programadores sean capaces de imaginar.
!Xabbu se quedó en silencio un largo rato. Estaban suspendidos uno al lado del otro, como estrellas gemelas flotando en un cielo negro y vacío, como dos ángeles observando desde la gloria la inmensidad de la imaginación comercial de la humanidad.
—La muchacha se levantó —dijo !Xabbu por fin—; metió las manos entre las cenizas de la leña…
—¿Cómo?
—Es un cuento, o un poema, de un hombre de mi pueblo:
La muchacha se levantó; metió las manos entre las cenizas de la leña; lanzó las cenizas al cielo. Les dijo: «Éstas cenizas de madera que aquí tengo, conviértanse unidas en la Vía Láctea. Permanezcan blancas surcando el cielo…».
Se detuvo como cohibido.
—Lo aprendí en la infancia. Se titula La muchacha de la raza primitiva que hizo las estrellas. Estar aquí, viendo lo que ha hecho usted, me lo ha recordado.
Renie se sintió cohibida también, aunque no sabía por qué exactamente. Flexionó los dedos y ambos descendieron inmediatamente al nivel del suelo. Se encontraron de pronto en medio de la zona comercial más importante de la red, las galerías Lambda. Las galerías eran un laberinto de distritos comerciales simulados, de las dimensiones de una nación, un continente de información sin costas. Millones de nodos de venta al público parpadeaban, vibraban, cambiaban de color y cantaban para que la clientela se dejara los créditos. El intrincado trazado de avenidas virtuales hervía de simuloides de toda clase y condición.
—Es un lugar inmenso —le dijo—, pero no olvides que casi nadie se interesa por las vistas aéreas generales como la que acabamos de contemplar; se limitan a viajar directamente al punto al que desean ir. Si quisieras ver todos los nodos de la red, o todos los de estas galerías siquiera…, bien, sería como llamar a todas las direcciones de la guía ampliada de Beijing. Sólo ésos —señaló la aglomeración de simuloides que circulaban a su alrededor en un desfile sin fin— no son sino una fracción insignificante de la gente que está utilizando las galerías en este momento. Ésos son sólo los que quieren tener la experiencia visual de curiosear y ver a otras personas.
—¿La experiencia visual?
El simuloide gris de !Xabbu se volvió a mirar a un grupo de personajes peludos que avanzaba entre la multitud, unas hembras voluptuosas como las ilustraciones de cómic y con cabeza de animal.
—Lo que estás haciendo tú ahora. Hay mucho que ver, pero es más rápido ir directamente a tu destino. Cuando utilizas la interfaz normal del ordenador, ¿miras todos los nombres de todos los archivos almacenados?
!Xabbu tardó en responder. Las peludas se habían encontrado con un par de hombres con cabeza de serpiente y se saludaban siguiendo un complicado ceremonial de olfateos.
—¿Ir a mi destino?
—Te lo enseño. Digamos que queremos ir a…, no sé, a comprar una multiagenda nueva. Bien, si sabes dónde se encuentra el distrito de electrónica, puedes ir allí directamente y luego moverte físicamente por la zona; los comerciantes invierten mucho dinero en llamar la atención hacia su nodo, igual que en la vida real. Pero supongamos que ignoras la ubicación del distrito.
La estaba mirando de frente. Su rostro gris de rasgos poco definidos le produjo un momento de ansiedad. Echó de menos la expresión animosa de !Xabbu, su sonrisa: era como viajar con un espantapájaros. Claro que ella tampoco debía de resultar mucho más atractiva.
—Así es —replicó él—; no sé dónde está el distrito de electrónica.
—Bien. Mira, en estas últimas semanas has pasado mucho tiempo aprendiendo a manejar la configuración básica del ordenador. La única diferencia es que ahora estás dentro del ordenador… en apariencia al menos.
—Es difícil recordar que tengo un cuerpo de verdad y que está en la Politécnica…, o sea, que sigo estando en la Politécnica.
—Ahí está la magia. —Procuró sonreír con la voz, ya que con la cara poco podía expresar—. Ahora, haz una búsqueda.
!Xabbu movió los dedos despacio. Una esfera azul y brillante apareció ante él.
—Bien. —Renie dio un paso hacia él—. Sólo la vemos tú y yo; forma parte de la interacción con nuestro ordenador de la Politécnica. Pero vamos a utilizar el ordenador para acceder a la guía de servicios de las galerías. —Le enseñó el procedimiento—. Adelante, pide la lista. También puedes dar órdenes en modo autónomo para oírlo tú solo, o conectado a la línea. Si te fijas bien, aquí en las galerías hay mucha gente que habla sola. Es posible que estén locos, y abundan, pero a lo mejor están hablando con su sistema y no se han molestado en mantener la comunicación en privado.
La esfera produjo una lista de servicios que quedó flotando en el aire en forma de líneas de letras de un azul intenso. Renie cambió el color a un rojo puesta de sol, que se leía mejor sobre el fondo general, y señaló la sección de «Electrónica».
—Ahí está. «Complementos personales de acceso». Márcalo.
El mundo cambió al instante. En lugar de los espacios abiertos del sector público de las galerías, se encontraron en una calle ancha y larga. Los edificios simulados de ambas aceras, verdaderos derroches de color y movimiento, se elevaban hacia el falso cielo luciendo escaparates coloristas y competitivos como flores tropicales. «Y nosotros somos las abejas —pensó Renie que esparcimos el polen de los créditos por todas partes. Bienvenidos a la jungla de la información». Se quedó muy satisfecha con la metáfora; la usaría en las clases.
—Ahora —dijo en voz alta—, si hubieras encontrado un establecimiento determinado en la lista, podríamos teletransportarnos allí directamente.
—¿Teletransportarnos?
El simuloide de !Xabbu giró la cabeza hacia atrás. A Renie le recordó el asombro que le produjeron las imágenes la primera vez que viajó por la red.
—Era un término de ciencia ficción antigua, creo, una especie de broma de la red. Significa viajar directamente en vez de ir por el camino largo, al estilo del mundo real, ¿recuerdas?
—Hum.
!Xabbu se había quedado silencioso y retraído. Renie no sabía si ya tendría bastante para una primera visita… no era fácil prever el impacto que la red causaba sobre la mente de un adulto. Toda la gente a la que conocía navegaba por la red desde la infancia.
—¿Quieres continuar con el paseo de compras simulado?
—¡Claro que sí! —exclamó !Xabbu girándose hacia ella—. Por favor. Esto es tan… asombroso.
—Bien —respondió, sonriendo para sí misma—. Así, como te iba diciendo, si quisiéramos ir a un comercio concreto, podríamos materializarnos directamente. Pero vamos a curiosear un poco.
Renie llevaba tanto tiempo en la profesión que ya no le emocionaba lo que se podía llegar a hacer. Al igual que su hermano menor, había descubierto la red casi al mismo tiempo que el mundo real, y aprendió a moverse en ambos medios mucho antes de la adolescencia. A Stephen aún le interesaba el ciberespacio en sí mismo pero Renie hacía tiempo que había superado el estadio de «sensación de maravilla». Ni siquiera le gustaba ir de compras y, siempre que podía, se limitaba a renovar la orden de compra anterior.
!Xabbu, por el contrario, era un niño en los reinos de lo virtual, pero un niño adulto, se dijo, con una sensibilidad sofisticada y madura por mucho que sus prejuicios de urbanita etiquetaran de primitivo el historial de su alumno; de modo que acompañarlo en ese casto viaje resultaba refrescante y un poco espeluznante a la vez. Algo más que un poco espeluznante, porque, viéndolo con sus ojos, las galerías Lambda parecían inmensas, llenas de ruido, vulgares…
!Xabbu se detuvo frente a un escaparate e hizo un gesto para ver todo el anuncio. Renie no se tomó la molestia. Aunque su simuloide estuviera inmóvil ante la fachada deslumbrante de la tienda, sabía que !Xabbu en ese momento se encontraba en medio de un melodrama familiar en el que el padre, malhumorado pero condescendiente, se dejaba arrastrar por el gozo de adquirir un juego de diversión familiar Krittapong con múltiples aplicaciones. Observó el pequeño simuloide del bosquimano, que hablaba y reaccionaba ante presencias invisibles, y volvió a sentirse un tanto responsable y avergonzada. Al cabo de unos minutos, !Xabbu se sacudió de arriba abajo como un perro mojado y se alejó.
—¿El padre de mano dura pero bueno en el fondo llegó a ver que se había equivocado de táctica? —le preguntó.
—¿Quiénes eran esas personas?
—Personas no. En la red, a las personas de verdad se les llama ciudadanos. Ésos eran muñecos: imitaciones que parecen personas. Cosas inventadas, como todas estas tiendas e incluso las propias galerías.
—¿No son reales? Pero hablaban conmigo y me contestaban cuando les preguntaba.
—No es más que una forma de publicidad un poco más costosa. Y no son tan listos como parecen. Vuelve y pregunta a la madre algo sobre el levantamiento de Soweto o la segunda administración Ngosane. Volverá a contarte otra vez todas las maravillas del visualizador retinal.
!Xabbu se quedó pensativo.
—Entonces son… son como fantasmas, objetos sin alma.
—No tienen alma —replicó Renie—, eso es cierto; pero «fantasma» significa otra cosa en la red. Ya te lo explicaré otro día.
Siguieron avanzando por la calle, flotando hacia delante a paso moderado, una velocidad cómoda para curiosear.
—¿Cómo se distinguen unos de otros? —preguntó !Xabbu—. Los muñecos de los ciudadanos, quiero decir.
—No siempre se distinguen a simple vista, pero si quieres saberlo, pregunta. Es obligatorio responder, lo ordena la ley…, los muñecos también. Y tenemos que decir la verdad, aunque estoy segura de que se transgrede la ley con bastante frecuencia.
—Me parece… inquietante.
—Acostumbrarse lleva su tiempo. Bien, fingimos que estamos de compras, así pues, entremos… a no ser que la forma de publicidad te haya ofendido por algo.
—No. Ha sido interesante. Creo que el padre tendría que hacer más ejercicio, no tiene buena cara.
Renie entró riéndose en la tienda. !Xabbu se quedó boquiabierto.
—¡Pero si desde fuera sólo se ve un espacio muy pequeño! ¿Más magia óptica?
—No olvides que nada de todo esto es realidad en el sentido normal de la palabra. Los escaparates exteriores son caros en las galerías, de modo que suelen quedar reducidos al mínimo, pero el nodo comercial no está detrás del escaparate como en las tiendas de verdad. Nos hemos movido a otra localización de la red informática, que a lo mejor está al lado del servicio de conserjería de la Politécnica, o de un juego infantil de aventuras, o del registro de datos de una compañía de seguros.
Echaron una ojeada a la tienda, grande y selecta. Sonaba una música suave que Renie bloqueó inmediatamente…, los mensajes subliminales eran muy sutiles y no quería salir de allí habiendo comprado cualquier adminículo carísimo. Las paredes y el suelo de la simulación estaban cubiertos de estatuas abstractas de buen gusto; los productos a la venta, exhibidos en columnas bajas, parecían brillar con luz propia como reliquias sagradas.
—¿Te has dado cuenta de que no hay escaparates?
!Xabbu miró hacia atrás.
—Pero había varios a ambos lados de la puerta cuando entramos.
—Sólo por fuera. Son como una página de un catálogo impreso…, es fácil de hacer. Sería mucho más difícil y mucho más caro, por no decir que distraería mucho a los posibles compradores, mostrar lo que sucede en las galerías Lambda al otro lado de la fachada. Por eso no se ven los escaparates desde el interior.
—Tampoco se ve gente. ¿Será un tienda poco conocida?
—Cuestión de opciones. Cuando entramos, no cambié la definición por defecto. Si no has olvidado la terminología de ordenadores que estudiamos la semana pasada, la definición «por defecto»…
—… es la que tienes si no especificas otra.
—Exacto. Y la definición por defecto de esta clase de establecimiento suele ser: «A solas con la mercancía». Si queremos, podemos ver a otros clientes que a su vez hayan especificado ser visibles. —Hizo un gesto y, por un breve momento, otros cuantos simuloides se hicieron visibles, mirando las columnas de cerca—. Y si queremos, vendrá un empleado de la tienda inmediatamente. Pero si deambulamos por aquí el tiempo suficiente, aparecerá alguno de todos modos para ayudamos a escoger.
!Xabbu se desplazó andando hasta el siguiente producto, que brillaba con suavidad como los demás.
—¿Esto son representaciones de lo que se vende aquí?
—Sólo vemos algunos productos. También podemos cambiar el expositor o ver sólo lo que nos interese flotando delante de nosotros. Hasta podemos eliminar este espacio de exhibición y verlo todo en forma de texto, con descripciones y precios. Así es como suelo hacerlo yo, me temo.
!Xabbu chasqueó la lengua.
—«El hombre que vive junto al pozo de agua no sueña con la sed».
—¿Otro dicho de tu pueblo?
—De mi padre. —Alargó la mano hacia una multiagenda, un rectángulo pequeño que cabía en la palma de la mano del simuloide—. ¿Puedo cogerlo?
—Sí, pero sólo notarás lo que te permita el equipo que llevas puesto, y me temo que estos simuloides son bastante rudimentarios.
!Xabbu dio la vuelta al producto en la mano.
—Noto el peso; no está mal. ¡Y fíjese en el reflejo de la pantalla! Aunque supongo que no es más real que el agua que usted creó el primer día que hablamos de simulación.
—Bueno, pero esto que ves tiene mucho más tiempo y trabajo detrás que mi laguna.
—Buenas tardes, ciudadanos. —Una atractiva mujer negra, unos años más joven que Renie, apareció detrás de ellos. !Xabbu la miró en actitud culpable y ella sonrió—. ¿Buscan complementos personales de acceso?
—Hoy sólo hemos venido a mirar, gracias. —Renie examinó la raya de los pantalones de la mujer, perfecta y recién planchada, y sus dientes inmaculadamente blancos—. Mi amigo…
—¿Es usted una ciudadana o un muñeco? —preguntó !Xabbu.
—Soy una réplica del tipo E —respondió mirándolo, con la voz tan cálida y acariciadora como cuando los saludara al principio—, respondo a todos los códigos de las Naciones Unidas relativos a la venta al por menor. Si desea ser atendido por un ciudadano, pediré encantada que venga uno inmediatamente. Si desea formular alguna queja sobre mi comportamiento, sírvase indicarlo y se pondrá al habla con…
—¡No, no! —dijo Renie—. No es necesario. Es la primera vez que mi amigo viene a Lambda y sólo sentía curiosidad.
La dependienta seguía sonriendo impertérrita, aunque a Renie le dio la impresión de que estaba un poco más tirante que antes. Pero era una tontería… ¿por qué habrían de programar reacciones de agravio en un muñeco?
—Me alegro de haber respondido a sus preguntas. ¿Desea saber alguna cosa más sobre este producto de calidad Electrónica Krittapong o cualquier otro del mismo fabricante?
Renie, movida por un indefinido sentido de culpabilidad, pidió a la dependienta —la dependienta muñeco, se recordó a sí misma, un simple código— que les enseñara la multiagenda.
—La «Manos libres» es la multiagenda portátil más avanzada —empezó el muñeco—; está dotada del sistema de reconocimiento de voz más sofisticado del momento en su categoría de precio. Permite, además, preprogramar cientos de tareas diarias diferentes, posee un efectivo sistema de filtrado de llamadas y muchas aplicaciones más que convierten a Krittapong Asia en el líder de productos de manipulación de datos…
Mientras el muñeco describía a !Xabbu las características del reconocimiento de voz, Renie se preguntaba si sería mera coincidencia que esa dependienta en particular tuviera la forma de una mujer negra, o si se la habrían hecho a medida de su número y dirección de la red.
Al cabo de unos minutos, se encontraban de nuevo en la calle simulada.
—Para tu información —le dijo—, no es de muy buen gusto ir por ahí preguntando a la gente si son ciudadanos o no. De todos modos, si no especificas que te atienda un ser humano lo más normal será que lo haga un muñeco, pues la mayoría de los dependientes lo son.
—Pero ¿no me dijo que la ley obligaba a…?
—Sí, eso dice la ley. Pero me refiero a una consideración social… un tanto delicada. Si estás hablando con un ciudadano y le haces esa pregunta, significa que te parece una persona tan aburrida o mecánica como para ser artificial.
—¡Ah! De modo que sólo se debe preguntar cuando se tenga la certeza casi absoluta de que la persona en cuestión es un muñeco.
—O en caso de gran necesidad.
—¿Cómo por ejemplo?
—Pues… —respondió Renie con una sonrisa—, por ejemplo, si empezaras a enamorarte de una persona que conocieras aquí. Vamos a sentarnos un rato.
!Xabbu suspiró y se enderezó. Su simuloide gris había resbalado en la silla.
—¡Todavía hay tantas cosas que no entiendo…! Seguimos dentro del… en… las galerías, ¿no es así?
—Sí. En una de las principales plazas públicas.
—Bien, ¿y qué podemos hacer aquí? No se puede comer ni beber.
—Descansar, para empezar. Estar en la realidad virtual es como conducir grandes distancias. No se hace gran cosa pero uno se cansa igual.
De la misma manera que la sangre es roja y húmeda por cualquier arteria que circule, también la gente que abarrotaba las calles parecía idéntica, en su inmensa variedad, a la de cualquier otra parte de las galerías Lambda. Los visitantes que flotaban, caminaban o se arrastraban ante el café Boulle no se diferenciaban de los que Renie y !Xabbu habían visto al entrar en la zona comercial, ni a los de las calles del distrito de electrónica. Los simuloides más sencillos, que solían representar a los visitantes menos asiduos, se detenían cansados a frotarse el cuello. Había otros con más colorido que se desplazaban en grupo, vestidos como para ir de fiesta. Algunos llevaban equipos sofisticados que habrían encajado perfectamente en los sectores más modernos del Circuito Selecto, simuloides que parecían jóvenes dioses y que atraían las miradas virtuales de todos allá por donde pasaran.
—Pero ¿por qué es un café y no una casa de descanso o algo parecido?
Renie se volvió hacia !Xabbu. El muchacho tenía los hombros abatidos, señal de fatiga. Tendría que desconectarlo enseguida. Se olvidaba fácilmente de lo agotadora que podía resultar la experiencia sensorial de visitar la red por primera vez.
—Porque «café» suena mejor. No; es broma. Hay una razón: si tuviéramos el equipo necesario, podríamos comer y beber aquí, o al menos, notar la misma sensación que si lo hiciéramos de verdad. Si contáramos con los implantes que se hacen algunas personas, probaríamos cosas que no habríamos visto siquiera en el mundo real. Pero hasta en un café de verdad se puede hacer más que comer y beber. —Hizo un gesto y sonó la música dulce de un cuarteto de cuerda de Poulenc; el bullicio de la calle se redujo a un murmullo como ruido de fondo—. Hemos alquilado un sitio para estar, un lugar donde pararnos a pensar, a hablar y a admirar el desfile sin obstaculizar la vía pública. Y, al contrario que en los restaurantes de verdad, al pagar por la mesa que ocupas tienes siempre un camarero a tu disposición, pero sólo cuando así lo desees.
—No me importaría tomar una cerveza —dijo !Xabbu enderezándose de nuevo.
—¡Hecho!, cuando nos desconectemos; para celebrar tu primer día en el ciberespacio.
!Xabbu se quedó mirando el movimiento de la calle un rato y luego volvió a observar el recinto del café Boulle. Los toldos de rayas se movían aunque no había viento. Los camareros y camareras de blancos y limpios delantales circulaban entre las mesas llevando muy en alto bandejas con vasos, aunque eran muy pocos los clientes que tenían vasos ante sí.
—Éste sitio es agradable, señora Sulaweyo.
—Renie, por favor.
—Muy bien. Éste sitio es agradable, Renie. Pero ¿por qué hay tantas mesas vacías? Si es tan barato como dice…
—No todos quieren ser vistos, aunque no se puede ser invisible sin dejar un rastro. —Señaló hacia un simulacro perfecto de mesa negra de hierro forjado, completamente vacía pero con un jarrón exquisito de margaritas en el centro del blanco mantel—. ¿Ves esas flores? ¿Cuántas mesas vacías más tienen flores?
—La mayoría.
—Eso significa que están ocupadas, es decir, que el espacio virtual está ocupado. Tal vez sean amantes en secreto, o tienen un simuloide famoso y reconocible. O, tal vez, simplemente se olvidaron de cambiar la definición por defecto de los últimos que ocuparon esa misma mesa.
—¿Nosotros somos visibles? —preguntó !Xabbu tras mirar la mesa detenidamente.
—Sí, claro; no tengo nada que ocultar. Aunque sí he cerrado nuestra salida de voz porque, si no, en cuanto salgamos nos asaltarán los vendedores ambulantes para ofrecernos mapas, manuales de instrucciones, una cosa que llaman «kits de ampliación»… cualquier cosa. Les encantan los novatos.
—¿Y eso es lo que hace aquí la mayoría de la gente? ¿Estar sentados?
—Hay varios espectáculos virtuales en marcha en este momento para los que no quieren contemplar la calle. Baile, creación de objetos, comedia… pero no he pedido acceso a ninguno. ¿Quieres ver algo?
—No, gracias, Renie. Prefiero el silencio.
El silencio no duró sino unos momentos más. Una detonación muy fuerte hizo gritar a Renie. En la calle, fuera del café, la muchedumbre daba vueltas y se desperdigaba como una manada de antílopes atacada por un león.
Seis simuloides, todos varones musculosos y vestidos militarmente, de cuero y acero, estaban en el espacio abierto gritándose unos a otros y agitando fusiles en la mano. Renie conectó el volumen para enterarse de lo que pasaba.
—¡Os advertimos que no volvierais a aparecer por la calle Englebart! —gritó uno con un monótono acento norteamericano y con el rifle a la altura de la cintura, sobresaliendo como un falo negro de metal.
—¡Haremos caso a los Barkies cuando los cerdos vuelen! —le contestó otro a voces—. ¡Vuelve a tu infierno, mocoso!
Una estrella expansiva de fuego salió de la boca del cañón del arma del primer hombre. El pac, pac, pac de los disparos sonó con fuerza a pesar de que Renie tenía la entrada de audio amortiguada. El que había recibido la orden de no entrar en la calle Englebart quedó desparramado a lo largo de ésta; había sangre, intestinos y trozos de carne por todas partes. La gente gritó de miedo, todos a la vez, y se retiraron más aún. Aparecieron más rifles y cayeron otros dos hombres musculosos, desangrándose por las negras heridas. Los supervivientes levantaron las armas, se miraron fijamente un momento y desaparecieron.
—¡Idiotas! —exclamó Renie, volviéndose hacia !Xabbu, pero el chico también había desaparecido. El momento de angustia terminó en cuanto vio el simuloide gris asomando por detrás de la silla—. Ven, !Xabbu. No eran más que unos jóvenes alocados haciendo el payaso.
—¡Han disparado a un hombre!
!Xabbu volvió acobardado a su asiento, mirando con inquietud a la gente, que volvía a inundar el centro de la calle como la marea que sube.
—Simulación, no lo olvides. Nadie ha matado a nadie en realidad, pero no está permitido hacer esas cosas en áreas públicas. Serán pandillas de colegiales. —Pensó un momento en Stephen con preocupación, pero a su hermano no le gustaban esas cosas. Además, no creía que sus amigos y él tuvieran acceso a simuloides tan caros. Ésos chicos eran punks ricos, ni más ni menos—. Si los pillan, pueden retirarles el acceso.
—Entonces, ¿todo ha sido falso?
—Todo ha sido falso. Una pandilla de cibernautas haciendo travesuras.
—¡Qué mundo tan extraño, Renie! Creo que ya tengo ganas de volver.
Estaba en lo cierto, habían pasado allí demasiado tiempo.
—No, volver no —le dijo amablemente—; desconectar. Si hablas así te será más difícil olvidar que esto es un sitio de verdad.
—Desconectemos pues.
—De acuerdo. —Y desconectó con un movimiento de la mano.
La cerveza estaba fría, !Xabbu estaba cansado pero contento y Renie empezaba a relajarse cuando advirtió el parpadeo de su multiagenda. Pensó hacer caso omiso —tenía la batería casi agotada y, cuando la energía no era suficiente, siempre hacía cosas raras—, pero sólo tenían prioridad los mensajes de casa, y Stephen habría vuelto del colegio haría unas horas ya.
El nodo de la cervecería no funcionaba y su batería no podía elevar la señal lo suficiente como para usar la multiagenda desde la mesa, de modo que pidió disculpas a !Xabbu y salió a la calle en busca de un nodo público guiñando los ojos a la luz hiriente del final de la tarde. No estaba en un buen barrio, volaban por la calle virutas de plástico arrugado como hojas de otoño; en una alcantarilla había un montón de botellas y ampollas tiradas en bolsas de papel. Tuvo que andar cuatro manzanas enteras hasta dar con un nodo, cubierto de pintadas pero que funcionaba.
Era una sensación extraña, encontrarse tan cerca de la zona bien cuidada de la Politécnica y, al mismo tiempo, en otro mundo, un mundo de entropía creciente donde todo iba reduciéndose a polvo, basura y fragmentos de pintura seca. Hasta la parcela de césped que rodeaba el nodo no era más que una sombra, un parche de tierra cocida y hierba esquelética y marrón.
Movió el conector de entrada de su multiagenda en el nodo hasta que logró algo parecido a un contacto limpio. La cabina era sólo de voz y contó doce timbrazos en el teléfono de su casa antes de que contestaran.
—¿Qué quieres? —contestó su padre arrastrando las palabras.
—Papá, tenía un mensaje en la multiagenda. ¿Me ha llamado Stephen?
—¿Ése chico? No, pequeña, soy yo quien te llama. Te llamo para decirte que no pienso consentir más tonterías. Un hombre tiene derecho a dormir sus horas. Tu hermano y sus amigos arman mucho jaleo, hacen mucho ruido. Le digo que limpie la cocina y me dice que no le toca a él.
—Es que no le toca. Le dije que si limpiaba su habitación…
—No rechistes, niña. Os creéis que podéis contestar a vuestro padre, ¡cómo si yo no fuera nadie! Bueno, pues he echado a la calle para siempre a ese advenedizo de hermano que tienes, y si no vuelves a casa y limpias todo esto ahora mismo, te echo a ti también.
—¿Cómo dices? ¿Qué quiere decir que lo has echado de casa?
—Ya me has oído —replicó Long Joseph en un tono malicioso y satisfecho—. He echado a ese culo esmirriado de mi casa. El muy sinvergüenza anda jugando a tonterías con sus amigos y hacen ruido…, ¡pues que viva con sus amigos! Me he ganado un poco de paz.
—¡Pero… pero…! —Renie tragó saliva con esfuerzo. Cuando su padre tenía el día, sólo buscaba pelea; si le contestaba, seguiría del mismo humor varios días, borracho perdido y profundamente indignado—. Eso no es justo, Stephen tiene derecho a invitar a sus amigos.
—Si no te parece bien, lárgate tú también.
Renie colgó el teléfono y se quedó largo rato mirando una raya de pintura amarillo cadmio que había en la pared del nodo, la larga cola de una letra misteriosa que no logró identificar. Se le llenaron los ojos de lágrimas. A veces, comprendía el impulso violento que empujaba a los cibernautas a coserse a tiros unos a otros con armas de mentira. A veces, comprendía incluso a los que utilizaban armas de verdad.
El conector se atascó en el nodo público cuando intentó sacarlo. Se quedó mirando el cable roto un momento, soltó una palabrota, tiró el cable al suelo y allí lo dejó, como una diminuta serpiente aturdida.
—Sólo tiene once años, no puedes echarlo de casa por armar barullo. Además, según la ley, tiene que vivir aquí.
—¡Ah, vaya! ¿Piensas denunciarme a la ley, niña?
Long Joseph tenía manchada la camiseta en la parte de las axilas. Estaba descalzo y tenía las uñas de los pies amarillas y muy largas. En ese momento, Renie lo odió.
—¡No puedes hacerle eso!
—Márchate tú también. Vamos… no necesito niñas bien habladas en mi casa. Ya se lo dije a tu madre antes de que muriera: esta niña se cree más de lo que es, se da importancia.
Renie dio la vuelta a la mesa para acercarse a él. Parecía que la cabeza le iba a estallar.
—¡Adelante, échame a mí también, viejo loco! ¿Quién va a limpiarte esto? ¿Quién va a prepararte la comida? ¿Qué gastos crees que vas a cubrir con el cheque del gobierno, sin mi salario?
Joseph Sulaweyo hizo un gesto de desprecio con su larga mano.
—¡Hablarme a mí de esta manera! ¿Quién te trajo al mundo? ¿Quién te pagó los estudios en esa escuela de afrikáners para que aprendieras todas esas tonterías de ordenadores?
—¡Yo me pagué los estudios en esa escuela! —El simple dolor de cabeza empezaba a degenerar en una especie de puñado de hirientes clavos helados—. Trabajé en la cafetería fregando los platos de los demás estudiantes durante cuatro años. Y ahora tengo un buen trabajo…, y cuando llego a casa, la limpio para ti. —Cogió un vaso sucio, con un residuo de leche que nadie había tocado desde la noche anterior, y lo levantó con la intención de estrellarlo contra el suelo, de romperlo en mil fragmentos como los que le martilleaban la cabeza. Al cabo de un momento, volvió a dejarlo encima de la mesa y dio media vuelta respirando hondo—. ¿Dónde está?
—¿Quién?
—¡Maldita sea! ¡Sabes de sobra de quién hablo! ¿Dónde ha ido Stephen?
—¿Cómo quieres que lo sepa? —Long Joseph hurgaba en el armario en busca de una botella de vino barato que se había terminado hacía dos noches—. Se largó con su maldito amigo, ese tal Eddie. ¿Qué has hecho con mi botella de vino, niña?
Renie le dio la espalda, se marchó a su dormitorio y cerró dando un portazo. Era imposible hablar con él. ¿Por qué lo intentaba siquiera?
La foto que tenía en el escritorio era de su padre hacía veinte años, alto, de piel oscura y guapo. Su madre estaba junto a él con un vestido sin tirantes, protegiéndose los ojos del sol estival de Margate. También estaba ella, de tres o cuatro años, con una ridícula gorra que le hacía una cabeza tan grande como el resto del cuerpo, medio escondida en el hueco del codo de su padre y agarrándolo por la camisa tropical como si fuera un asidero para resistir las fuertes corrientes de la vida.
Frunció el ceño y se limpió las lágrimas. No le hacía ningún bien mirar esa fotografía. Ésas dos personas habían muerto, o como si hubieran muerto. Un pensamiento horroroso, pero no por ello menos cierto.
Al final del cajón encontró una batería de repuesto, la puso en la multiagenda y llamó a casa de Eddie.
Contestó el chico, cosa que no le sorprendió porque Mutsie, su madre, pasaba más tiempo en la calle bebiendo con sus amigos que en casa con sus hijos. Por eso, entre otras cosas, Eddie era un tanto conflictivo, aunque buen chico, y por lo mismo entre otras cosas Renie no quería que Stephen frecuentara su casa.
«¡Por Dios, chica! ¿Te das cuenta? —pensaba mientras esperaba a que Eddie avisara a su hermano—. Te estás haciendo vieja, criticas a todo el mundo».
—¡Renie!
—Sí, Stephen, soy yo. ¿Te encuentras bien? No te ha pegado ni nada de eso, ¿verdad?
—No, el muy borracho no logró atraparme.
A pesar de la rabia, se asustó al oírle hablar de ese modo de su padre.
—Escucha, ¿no te importaría quedarte ahí esta noche, hasta que a papá se le pase? Ponme con la madre de Eddie.
—No está, pero dijo que no le importaba.
—Bueno, dile que me llame de todas formas —contestó con el ceño fruncido—, quiero comentarle una cosa. Stephen, no cuelgues.
—Sigo aquí —replicó resentido.
—¿Qué sabéis de Soki? No me has dicho si ha vuelto al colegio después de… después del lío en que os metisteis los tres.
—Está enfermo —dijo tras un momento de indecisión.
—Ya lo sabía, pero ¿ha vuelto al colegio?
—No. Su padre y su madre se han trasladado a Durban. Creo que han ido a vivir con una tía de Soki o algo parecido.
Repicó con los dedos en la multiagenda y se dio cuenta de que había estado a punto de cortar la conexión.
—Stephen, enciende la imagen, por favor.
—No funciona. La hermana pequeña de Eddie rompió la unidad.
Renie dudó que fuera cierto; a lo mejor, Eddie y su hermano estaban haciendo algo que no querían que viese. Suspiró. De su casa a la de Eddie había cuarenta minutos de autobús y estaba muy cansada. No podía hacer nada más.
—Llámame mañana al trabajo cuando vuelvas del colegio. ¿A qué hora llegará la madre de Eddie?
—Pronto.
—¿Y qué pensáis hacer los dos hasta que vuelva?
—Nada —dijo, con un tono claramente defensivo—. Entraremos un rato en la red, a jugar un partido de fútbol o así.
—Stephen —dijo, pero se contuvo. No le gustaba su propio tono de interrogatorio. ¿Cómo aprendería a manejarse solo si lo trataba como a un crío? Su padre acababa de acusarlo injustamente y lo había echado de casa—. Stephen, confío en ti. Llámame mañana, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
El teléfono hizo clic y Renie se quedó sola.
Mulló la almohada y se sentó en la cama buscando una postura cómoda para la cabeza y el cuello, que tanto le dolían. Había pensado leer esa noche un artículo de una revista especializada, sobre un tema que quería tener dominado cuando llegara el momento de renovar su título, pero estaba agotada para un esfuerzo así. «Saca algo del congelador, ponlo en el microondas y mira las noticias. Procura no quedarte despierta horas y horas, preocupándote».
Otra noche perdida.
—Parece preocupada, señora Sulaweyo. ¿Puedo ayudarla en algo?
—Me llamo Renie —contestó, tras inspirar furiosamente—. Me gustaría que empezaras a llamarme por mi nombre, !Xabbu…, ¡me haces sentir como una abuela!
—Lo siento, no pretendía ofenderte —replicó con una expresión singularmente solemne.
Se levantó la corbata y se quedó absorto mirando el dibujo.
Renie borró de la pantalla el esquema en el que había estado trabajando la última media hora. Sacó un cigarrillo y tiró de la pestaña.
—No; perdona. No tengo ningún derecho a descargar mis… Te pido disculpas. —Se inclinó hacia delante mirando el cielo azul de la pantalla vacía y el humo que pasaba flotando por delante—. Nunca me has hablado de tu familia; bueno, me has contado pocas cosas.
Notó que la observaba y, al levantar la vista, se encontró con una incómoda mirada penetrante, como si !Xabbu hubiera deducido, de la pregunta sobre su familia, los problemas que ella tenía con la suya. Nunca daba resultado infravalorar a !Xabbu. Ya había superado las primeras nociones de informática y empezaba a adentrarse en temas que volvían locos a sus otros alumnos adultos. Pronto empezaría a utilizar lenguaje de programador. En cuestión de meses. Si, para conseguir tan buenos resultados, estudiaba por las noches, seguro que no dormía.
—¿Mi familia? —preguntó—. Ésa palabra tiene otro significado en mi pueblo. Mi familia es muy grande, pero supongo que te refieres a mi madre y a mi padre.
—Y a tus hermanos y hermanas.
—No tengo hermanos, aunque sí muchos primos. Tengo dos hermanas menores que yo, las dos siguen viviendo con nuestro pueblo, y mi madre también, aunque no se encuentra bien de salud. —La expresión de su cara o, mejor dicho, la ausencia de expresión parecía indicar que la enfermedad de su madre era grave—. Mi padre murió hace muchos años.
—Lo siento. ¿De qué murió? Si no te importa hablar de ello.
—Se le paró el corazón —respondió sencillamente, aunque Renie no supo cómo interpretar el tono seco de su voz.
!Xabbu solía guardar las formas, pero no por ello dejaba de mostrarse abierto en las conversaciones. Atribuyó su actitud al dolor que no deseaba compartir, y eso lo entendía bien.
—¿Qué fue para ti hacerte mayor? Seguro que no se parece en nada a mi experiencia.
—No estoy tan seguro, Renie. —Volvió a sonreír pero con una sonrisa pequeña—. En el delta, vivíamos mucho al aire libre, y eso sí que es diferente de vivir en la ciudad bajo un techo… desde que llegué aquí, algunas noches no puedo dormir. Entonces, salgo al jardín para notar el viento y ver las estrellas. La patrona piensa que soy muy raro. —Se rio con los ojos casi cerrados—. Pero aparte de eso, tengo la impresión de que la infancia es muy parecida en todas las personas. Yo jugaba, hacía preguntas sobre las cosas que me rodeaban, a veces desobedecía y me castigaban… Veía a mis padres ir a trabajar todos los días y, cuando llegó el momento, me mandaron a la escuela.
—¿A la escuela? ¿En los pantanos de Okavango?
—No es una escuela como las que tú conoces, Renie, con una pared electrónica y cascos de realidad virtual. La escuela como un lugar cerrado llegó mucho más tarde. Me llevaron con mi madre y con los parientes de mi madre y ellos me enseñaron lo que tenía que saber. No he dicho que los dos tuviéramos una infancia igual, sólo parecida. La primera vez que me castigaron por portarme mal fue porque me acerqué demasiado al río. Mi madre tenía miedo de que me comieran los cocodrilos. Supongo que tu primer castigo sería por otra cosa.
—Pues sí. Pero en mi colegio no había paredes electrónicas. Cuando yo era pequeña, sólo contábamos con un par de microordenadores pasados de moda. Si todavía anduvieran por ahí, sería en un museo.
—Mi mundo también ha cambiado desde que yo era pequeño. Es una de las razones por las que he venido aquí.
—¿A qué te refieres?
!Xabbu sacudió la cabeza como lamentando algo, como si la estudiante fuera Renie, en vez de él, y se hubiera obcecado con una teoría imposible. Cuando volvió a hablar, cambió de tema.
—¿Me has preguntado por mi familia por mera curiosidad, Renie? ¿O tienes algún problema con la tuya que te entristece? Hoy estás triste.
Por un momento, Renie sintió la tentación de negarlo y zanjar la cuestión. No era propio de un profesor hablar con sus alumnos de sus problemas familiares, ni aunque fueran de su misma edad. Sin embargo, había llegado a considerar a !Xabbu un amigo, un compañero poco común a causa de su procedencia tan distinta, pero un amigo al fin y al cabo. Las preocupaciones de educar a un hermano menor y cuidar a un padre latoso y con problemas le habían supuesto perder poco a poco a sus amigos de los tiempos universitarios, y no había entablado otras relaciones.
—Estoy… estoy inquieta —dijo, y tragó saliva; no le gustaba su propia debilidad ni mezclar los problemas con otras cosas, pero ya era tarde para dar marcha atrás—. Mi padre echó a mi hermano de casa, y sólo tiene once años. Se lo ha tomado muy a pecho y no piensa dejar que vuelva hasta que le pida perdón. Stephen es testarudo también… Espero que sólo se parezca a mi padre en eso. —La sorprendió su propia vehemencia—. Tampoco quiere dar su brazo a torcer. Lleva ya tres semanas en casa de un amigo… ¡tres semanas! Casi no lo veo ni tengo ocasión de hablar con él.
—Comprendo tu preocupación —dijo !Xabbu—. A veces, cuando uno de los míos riñe con su familia, se va a casa de otros parientes. Pero nosotros vivimos todos muy cerca y nos vemos a menudo.
—Exacto. Stephen sigue asistiendo al colegio, he preguntado en secretaría, y la madre de Eddie, su amigo, dice que está bien. No sé si me fío mucho de ella, cosa que no me ayuda en nada. —Se puso de pie y dio unos pasos hasta la pared de enfrente echando humo; necesitaba moverse—. Ahora no paro de dar vueltas al asunto, pero no me gusta. Dos hombres tontos, uno mayor y el otro pequeño, y ninguno de los dos está dispuesto a admitir que se ha equivocado.
—Según tú, la razón la tenía tu hermano menor —le recordó !Xabbu—. Disculparse sería demostrar a su padre que lo respeta, es cierto, pero aceptar una culpa que no es suya sería rendirse a una injusticia en pro de la paz. Lo que te preocupa es que no sería una buena lección, ¿me equivoco?
—No, no. Su pueblo, nuestro pueblo, luchó durante años contra esa clase de abusos. —Renie se encogió de hombros con rabia y apagó el cigarrillo—. Pero es algo más que política. No quiero que piense que el poder es lo bueno, que si te pisan tienes que buscar otro inferior a quien pisar. No quiero que ninguno de los dos acabe como… como su…
!Xabbu le sostuvo la mirada. Parecía capaz de terminar la frase pero no lo hizo.
Tras una larga pausa, Renie se aclaró la garganta.
—Estamos perdiendo tu hora de tutoría. Lo lamento. ¿Volvemos a intentar el gráfico de flujo? Sé que es aburrido pero te lo van a pedir en los exámenes, por muy bien que hagas otras cosas.
!Xabbu levantó una ceja inquisitiva pero Renie no hizo caso.
!Xabbu se encontraba de pie al borde de un afilado espolón rocoso. La montaña caía en picado bajo sus pies describiendo una curva lisa y negra, tersa como el cristal. En la palma de la mano sostenía un antiguo reloj de cadena y empezó a desmontarlo.
—Aléjate del borde —le advirtió Renie. ¿Es que no se daba cuenta de lo peligroso que era?—. ¡No te asomes tanto!
!Xabbu la miró entrecerrando los ojos y sonrió.
—Tengo que averiguar cómo funciona. Tiene un fantasma dentro.
Antes de que pudiera advertirle del peligro, el joven dio un respingo y levantó la mano asombrado como un niño; una gota de sangre, redonda como una piedra preciosa, se licuó y le resbaló por la palma.
—Me ha mordido —dijo.
Retrocedió un paso, perdió el equilibrio y cayó por el precipicio.
Renie se quedó mirando al fondo desde el borde. !Xabbu había desaparecido. Escrutó en las profundidades pero no vio sino niebla y pájaros blancos de grandes alas que volaban en círculos graznando tristemente, quía, quía, quía…
Despertó del sueño con el corazón alborotado todavía. La multiagenda parpadeaba, en silencio pero con insistencia, y palpó la mesita de noche hasta alcanzarla. El reloj digital marcaba las 2.27.
—¿Diga?
Levantó la pantalla.
Tardó unos momentos en reconocer la voz de Eddie, el amigo de Stephen. El chico lloraba, vio las lágrimas como un hilo plateado en la cara iluminada de azul. Se le heló la sangre en las venas.
—Renie…
—¿Dónde está Stephen?
—Está… enfermo, Renie. No sé qué…
—¿Cómo que está enfermo? ¿Dónde está tu madre? Dile que se ponga un momento.
—No está.
—¡Por el amor de Dios…! ¿Qué le pasa, Eddie? ¡Contéstame!
—No se despierta. No sé qué le pasa, Renie; está enfermo.
—¿Estás seguro? —preguntó; las manos le temblaban—. ¿No será que está profundamente dormido?
Eddie hizo un gesto negativo con la cabeza, confuso y atemorizado.
—Me levanté. Está… está tendido en el suelo.
—Tápalo con algo. Con una manta. Ahora mismo voy para allá. Díselo a tu madre en cuanto… ¡mierda, olvídalo! Ahora mismo voy para allá.
Avisó a una ambulancia por teléfono, les dio la dirección de Eddie y luego pidió un taxi. Mientras esperaba, temblando de angustia, revolvió los cajones buscando monedas para pagar. Long Joseph había quemado el crédito con la compañía de taxis hacía meses.
En el edificio de pisos de Eddie no se veían señales de vida desde el exterior, a excepción de algunas ventanas débilmente iluminadas, ni ambulancias ni policía. La rabia se tiñó de temor. Ya habían pasado treinta y cinco minutos y aún no había habido respuesta. Eso les enseñaría a todos lo que era vivir en Pinetown. Se apresuró hacia la entrada aplastando cosas crujientes al pisar.
Un aviso escrito a mano advertía de que la cerradura electrónica no funcionaba, y además habían desmontado la pieza entera con una palanca. La escalera olía a lo que suelen oler las escaleras, pero además se apreciaba un tufo a quemado, desvaído pero penetrante, como de restos de un antiguo incendio. Renie subió las escaleras corriendo, de dos en dos, y llegó jadeante a la puerta. Abrió Eddie; sus dos hermanas menores miraban, escondidas detrás de él, con los ojos muy abiertos. La única iluminación del apartamento era el resplandor temblón de la pantalla mural. Eddie movía la boca, atemorizado y preparado para recibir un castigo. Renie no esperó a que se le ocurriera algo que decir.
Stephen estaba tumbado de lado en la moqueta de la sala de estar, suavemente encogido, con los brazos sobre el pecho. Retiró la gastada manta y lo sacudió suavemente al principio, pero cada vez con más fuerza, sin dejar de llamarlo. Lo puso boca arriba, aterrorizada al ver lo delgados que tenía los brazos. Le tocó el estrecho pecho y luego la arteria del cuello. Respiraba, aunque despacio; también el corazón latía con fuerza, aunque mesuradamente. Había tenido que hacer un cursillo obligatorio de primeros auxilios para obtener el certificado de profesora pero recordaba poca cosa, aparte de mantener a la víctima abrigada y practicar la respiración boca a boca. Stephen no la necesitaba, o al menos se lo pareció. Lo levantó en brazos y lo estrechó como para darle algo, cualquier cosa que lo hiciera volver en sí. Parecía pequeño pero pesaba. Hacía ya tiempo que no se dejaba abrazar tan abiertamente. La sensación de su peso entre los brazos le pareció tan extraña que se quedó helada de pronto.
—¿Qué ha pasado, Eddie? —Tenía la impresión de que su corazón llevaba horas latiendo a toda velocidad—. ¿Habéis tomado alguna clase de droga? ¿Os habéis bajado una sobrecarga?
—¡No hemos hecho nada! ¡Nada! —insistió el amigo de Stephen enérgicamente.
Respiró hondo para ver si se le despejaba la cabeza. El apartamento parecía un caos surrealista a la luz azul plateada, con juguetes, ropa y cacharros sin fregar por todas las superficies disponibles; no se veía nada liso y plano.
—¿Qué habéis comido? ¿Stephen comió algo que tú no comieras?
—Sólo calentamos eso en el microondas.
Señaló unos envases de comida que, por supuesto, todavía estaban en la mesa.
Renie acercó la mejilla a los labios de su hermano sólo para comprobar la respiración. Al notar su aliento, cálido y ligeramente dulce, se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Cuéntame lo que ha pasado. Todo. ¡Maldición! ¿Por qué no llega esa ambulancia?
Según Eddie, no habían hecho gran cosa. Su madre se había marchado a casa de su hermana con la promesa de volver a media noche. Bajaron unas películas de las que Renie no le habría dejado ver en casa, pero no tan horrendas como para afectarlo físicamente; luego calentaron la cena y después mandaron a las hermanas de Eddie a dormir; ellos se quedaron hablando un rato antes de acostarse.
—Pero me desperté no sé por qué y no vi a Stephen. Creí que habría ido al cuarto de baño o algo así, pero no volvía. Entonces, noté un olor raro y me entró miedo porque a lo mejor habíamos dejado encendido el microondas, así que fui a ver… —Se le quebró la voz y tragó saliva—. Estaba ahí tirado…
Llamaron a la puerta, que no habían cerrado con el pestillo, y se abrió de par en par. Dos camilleros con mono entraron como soldados de asalto y le arrancaron a Stephen bruscamente de los brazos. Renie no quería dejarlo en manos de unos desconocidos, a pesar de que los había llamado ella; con la excusa de la tardanza, descargó una parte de su tensión y de su temor en los dos hombres. Los camilleros pasaron los reproches por alto con elegancia profesional y rápidamente tomaron nota de las constantes vitales de Stephen. La exhibición de precisión en el cumplimiento de su deber se echó un poco a perder cuando descubrieron lo que Renie ya sabía: Stephen estaba vivo pero inconsciente, y no había la menor indicación de lo que le había pasado.
—Lo llevaremos al hospital —dijo uno de ellos.
A Renie le dio la impresión de que lo decía como si le hicieran un favor.
—Voy con ustedes.
No quería dejar solos a Eddie y a sus hermanas, sólo Dios sabía cuándo volvería la inútil de su madre; de modo que llamó a otro taxi y escribió una nota rápidamente explicando por qué se los llevaba a todos. Como su padre no era conocido en la compañía de taxis de esa zona, pudo utilizar la tarjeta de crédito.
Mientras los camilleros subían la camilla de Stephen a la furgoneta blanca, ella le apretó la pequeña mano inmóvil y se agachó a darle un beso en la mejilla. Todavía estaba caliente, buena señal, pero bajo los párpados asomaba el blanco de los ojos, como a un ahorcado que había visto en un libro de historia. A la débil luz de la calle, sólo le veía dos rendijas grises, como pantallas mostrando una señal de vacío.