28. Una visita a Tío Jingle

PROGRAMACIÓN DE LA RED/NOTICIAS: Las Naciones Unidas temen una nueva epidemia de bukavu.

(Imagen: víctimas de bukavu en Ghana amontonadas a las puertas del hospital de Accra). Voz en off: Funcionarios de la Comisión Médica de las Naciones Unidas informan de la posible aparición de una nueva variedad del virus bukavu. Ésta nueva epidemia, llamada extraoficialmente bukavu 5, tiene un período de incubación mayor, motivo por el cual los portadores propagan la enfermedad más fácilmente que los enfermos de bukavu 4, que provoca la muerte al cabo de dos o tres días…

(Imagen: Injinye, funcionario jefe de la Comisión Médica de las Naciones Unidas, en conferencia de prensa). INJINYE: Éstos virus mutan muy rápidamente. Estamos combatiendo en una serie de focos de epidemia en África y en el subcontinente de la India. Hasta el momento, hemos conseguido mantener la situación bajo control pero, de persistir la falta de recursos más apropiados, parece inevitable que la epidemia se extienda…

Un hombre era quemado vivo en el patio y golpeaba frenéticamente desde el interior de la urna mientras llovía suciedad sobre la tapa. En la parte superior de la cúpula del techo, una especie de araña enorme y peluda envolvía a otro cliente en una tela que, a juzgar por los gritos de la víctima, quemaba como ácido. Aquello era muy aburrido.

A Orlando le dio la impresión de que hasta la casa de los esqueletos era una pesadez. Mientras observaba, el pequeño escuadrón que efectuaba maniobras encima de la mesa no logró levantar el azucarero virtual. El cacharro se volcó y aplastó a doce de ellos convirtiéndolos en diminutos fragmentos simulados de huesos. Orlando ni siquiera sonrió.

Fredericks no estaba. Ninguno de los habituales del saloon Última Oportunidad lo había vuelto a ver desde la última vez que estuvieron los dos juntos.

Orlando echó una ojeada por los alrededores.

Su amigo no estaba en ninguno de los establecimientos de Fila Terminal, aunque en Final en Vivo le dijeron que creían haberlo visto por allí hacía poco, pero quien le informó tenía el apodo de Cabeza Vaporosa, de modo que Orlando no se fio mucho de sus palabras. Estaba bastante preocupado. Había dejado varios mensajes durante la semana anterior directamente en el buzón electrónico de Fredericks y a través de amigos comunes, pero Fredericks no había contestado a ninguno, ni siquiera los había recogido. Había dado por supuesto que su amigo, igual que él, habría salido expulsado de TreeHouse al final de su estancia allí y se habría incorporado a la normalidad, y que no daba señales de vida porque estaría enfadado con él por haberlo arrastrado en su última obsesión. Pero empezaba a preguntarse si le habría sucedido algo más grave.

Pasó entonces al País Medio, pero en vez de aparecer en el Garrote y Dirk del antiguo barrio Los Ladrones de Madrikhor, su punto de entrada habitual para nuevas aventuras, se encontró en una inmensa escalinata de piedra frente a un par de enormes puertas de madera decoradas con un par de escamas de titán.

«El templo de la Mesa del Juicio —pensó—. ¡Fiu! Sí que han deliberado con rapidez».

Las puertas se abrieron y las llamas de las antorchas bailaron en los tederos de las paredes. Orlando, con el simuloide habitual de Thargor, avanzó. A pesar del momento de indiferencia que atravesaba últimamente, era difícil no dejarse impresionar por la solemnidad del acto. La estancia, de altos techos, estaba en sombras, excepto una columna de luz que caía oblicuamente por la vidriera de la ventana. Ésta también estaba decorada con el emblema de la Mesa del Juicio, y la luz que se filtraba por ella iluminaba perfectamente las figuras sentadas en círculo, enmascaradas y vestidas con túnicas. Hasta los muros de piedra parecían antiguos e imponentes de verdad, desgastados por el paso de los siglos. Aunque ya lo había visto todo con anterioridad, Orlando volvió a admirar la cantidad de trabajo que se había invertido allí. Por eso siempre había jugado exclusivamente en el País Medio: los propietarios y los constructores eran jugadores y artistas, no esclavos pagados por una corporación. Habían hecho las cosas bien porque también querían disfrutar de ellas.

Uno de los enmascarados se levantó y habló con voz clara y firme.

—Thargor, hemos considerado tu demanda. Todos conocemos tu historia y admiramos tus proezas y tu osadía. También sabemos que eres un competidor que no solicita la intervención de la Mesa a la ligera. —Hubo una pausa; todos los demás lo miraban, impenetrables tras las máscaras de tela—. No obstante, no encontramos justificable la apelación. Thargor, el reglamento considera legítima tu muerte.

—¿Podría acceder a los registros que han servido para la deliberación? —preguntó Orlando, pero la figura enmascarada ni siquiera hizo una pausa.

Al cabo de un momento, se dio cuenta de que todo el juicio era una grabación.

Estamos seguros de que, con tus habilidades, volverás al País Medio con otra personalidad y darás fama a otro nombre, que se oirá en toda la tierra. Pero los que reverencian la historia del País Medio jamás olvidarán a Thargor. Buena suerte.

—Has escuchado la decisión de la Mesa del Juicio.

El templo desapareció antes de que Orlando pudiera decir una palabra: un momento después, se encontró en la sala de trajes, donde los personajes nuevos adquirían atributos y se construían, literalmente, antes de entrar en el País Medio. Se quedó mirando alrededor sin ver nada en realidad. Sintió cierta pesadumbre, pero muy poca sorprendentemente. Thargor estaba muerto sin apelación posible. Tendría que afectarle más, después de haber sido el temible bárbaro durante tanto tiempo.

—¡Ah, eres tú, Gardiner! —exclamó el sacerdote dependiente—. Tengo entendido que Thargor la ha diñado. Lo siento mucho pero todos morimos en algún momento, supongo. ¿Qué piensas hacer ahora? ¿Quieres otro guerrero o algo diferente? ¿Un mago?

Orlando soltó un bufido de desprecio.

—Oye, ¿podrías decirme si Pithlit el ladrón ha estado por aquí últimamente?

—No puedo darte esa información —respondió el sacerdote—. ¿No puedes dejarle un mensaje?

—Ya lo he hecho —contestó con un suspiro—. No importa. Hasta luego.

—¿Eh? ¿No piensas equiparte otra vez? ¡Venga, hombre! Ahí fuera se matan por ocupar tu sitio en la cumbre, Gardiner. Dieter Cabo ya ha publicado un reto general para todos los recién llegados. Sólo le faltan unos pocos puntos para saltar al sitio que tú ocupabas.

Orlando salió del País Medio con una mínima sensación de remordimiento.

Echó un vistazo a su queo con desapego. No estaba mal en su estilo, pero… qué infantil resultaba. Sobre todo los trofeos, que tanto habían significado para él cuando los adquirió, le avergonzaban un poco en esos momentos. Y la ventana simulada llena de dinosaurios… ¡dinosaurios! Eran tan de crío… Hasta la ventana de Marte se le antojó patética, el recuerdo de una idea obsesiva que ya sólo importaba a los nostálgicos y a unos pocos fanáticos de lo material. Los seres humanos no salían al espacio exterior… era excesivamente caro y complicado. Los contribuyentes de un país que tenía que convertir los estadios deportivos en campos de acogida o albergar al exceso de población reclusa en gabarras no iban a gastarse billones de dólares en enviar a unos cuantos hombres a otro sistema solar, y la idea de hacer habitable un planeta más próximo, como Marte, había empezado a desvanecerse. De todos modos, aunque todo cambiara y los humanos volvieran a pensar de pronto que el espacio exterior era el lugar idóneo, Orlando Gardiner ciertamente jamás iría.

—Beezle —dijo—, ven.

El agente salió de una rendija de la pared agitando las patas y se arrastró hasta él.

—Soy todo oídos, jefe.

—¿Hay novedades de Fredericks?

—Ni el menor suspiro. Estoy pendiente pero no se han producido señales de actividad.

Orlando contempló la pirámide de urnas con trofeos y se preguntó qué tal si los tirara todos…, si los borrara sin más de la memoria del sistema. Los ocultó para experimentar. El rincón de los trofeos de la habitación virtual apareció desnudo de pronto.

—Búscame el número de teléfono de sus padres. Fredericks, en Virginia Occidental. En alguna parte de las montañas.

—¿No puedes concretar un poco más? —preguntó Beezle alzando una ceja temblona—. La búsqueda preliminar dice que hay más de doscientos registros con el nombre de Fredericks en Virginia Occidental.

—No sé —suspiró Orlando—. Nunca hablamos de esas cosas. No creo que tenga hermanos ni hermanas. Los padres son funcionarios del gobierno. Creo que tienen un perro. —Siguió pensando—. Seguro que puso más información en los registros del País Medio cuando se inscribió.

—Eso no significa que esté a disposición del público —replicó Beezle sombríamente—. A ver qué encuentro.

Desapareció por un agujero del suelo.

—¡Oye, Beezle! —gritó Orlando—. ¡Microbio, vuelve!

El agente salió de debajo del sofá virtual arrastrando las patas como un esclavo harto de todo.

—Sí, jefe. Sólo vivo para servirte, jefe. ¿Qué deseas, jefe?

—¿Ésta habitación te parece estúpida?

Beezle se quedó inmóvil, como un mocho de fregona tirado en el suelo. Orlando creyó por un momento que había traspasado los límites de la capacidad del agente.

—¿Te lo parece a ti? —preguntó Beezle por fin.

—No repitas lo que yo digo —replicó Orlando exasperado. Era el truco más barato de los programas de vida artificial… en caso de duda, responder una pregunta con la misma pregunta—. Contéstame simplemente: en tu opinión, ¿es estúpida o no?

Beezle se quedó colgado otra vez. Orlando se inquietó de repente. A lo mejor había forzado la máquina más de la cuenta. Al fin y al cabo, no era más que un programa. Y además, ¿por qué hacía semejante pregunta a un simple cacharro? Si Fredericks estuviera allí, ya le habría dicho lo hiperinfecto que era.

—No sé lo que significa «estúpido» en este contexto, jefe —dijo Beezle al cabo de un rato.

Orlando se sintió avergonzado. Era como obligar a una persona a admitir públicamente que era analfabeta.

—Sí, tienes razón. Mira a ver si encuentras ese número de teléfono, anda.

Beezle desapareció de nuevo obedientemente.

Orlando se puso a pensar en qué hacer para pasar el tiempo mientras Beezle completaba la tarea. Eran más o menos las cuatro de la tarde, es decir, que le quedaba poco tiempo hasta que Vivien y Conrad volvieran a casa y él tuviera que salir a flote, o sea, que no podía permitirse ninguna actividad complicada, como entrar en un juego. Aunque en esos momentos no tenía muchas ganas de meterse en ninguno. La ciudad dorada y los diversos misterios que la rodeaban hacían parecer la caza de monstruos en el País Medio una pérdida de tiempo.

Creó una pantalla en medio de la habitación y empezó a pasearse por los diferentes nodos. Curioseó un poco por las galerías Lambda pero la idea de comprar lo que fuera lo deprimía, y además tampoco vio nada interesante. Dio una vuelta por los canales de variedades parándose a observar de vez en cuando los espectáculos, películas y presentaciones comerciales, sumergiéndose en el ruido y los efectos especiales como si de agua se tratara. Echó una ojeada a los titulares de las noticias pero no encontró nada que valiera la pena. Finalmente, hizo desaparecer la queo, conectó el sonido y se dio un paseo por las secciones interactivas. Tras especificar «sólo imagen», vio el equivalente a media hora de un programa sobre la vida submarina, hasta que se aburrió de flotar por ahí como un pez mientras una gente hacía demostraciones sobre el cultivo en el fondo del mar, y empezó a mirar programas infantiles.

Al pasar de un nodo a otro, una conocida sonrisa histriónica le llamó la atención.

—No sé por qué me han robado el pañuelo —dijo el Tío Jingle—. Sólo sé que es… «¡sinjusto!».

Los niños que asistían al programa, la tripulación de la jungla Jingle, estallaron en risas y aplausos.

¡El Tío Jingle! Orlando, que estaba a punto de cambiar otra vez, se detuvo allí. Pasó por alto la sección «¿Quién eres?» que saltó al cabo de diez segundos; era muy mayor como para inscribirse y además no quería llamar la atención en ese momento. De todas formas, se quedó mirando como un pasmarote. Hacía años que no veía al Tío Jingle.

«“Sinjusto”…, ¡vaya tela! Las cosas que se ven de pequeño».

—Bien —prosiguió el Tío Jingle meneando su pequeña cabeza—, sea como sea, voy a seguir el rastro del pañuelo y, cuando lo encuentre, voy a dar una lección a Pantalona y al viejo señor Quejica. ¿Quién quiere ayudarme?

Varios niños participantes, agraciados de entre los millones de audiencia diaria por un ignoto procedimiento de selección, empezaron a saltar y a gritar.

Orlando seguía embobado. Se le había olvidado lo estrambótico que era el Tío Jingle, con su enorme sonrisa llena de dientes y sus diminutos ojos como botones negros. Parecía una especie de tiburón bípedo o algo así.

—Vamos a cantar una canción, ¿de acuerdo? —dijo el anfitrión—. Así el viaje será más rápido. El que no se sepa la letra que me dé la mano.

Orlando no dio la mano al tío, y así se ahorró la indignidad de los subtítulos en la jerga propia del programa, aunque tuvo que escuchar múltiples voces infantiles que cantaban las maldades de Pantalona, la archienemiga a muerte de Jingle.

Es traidora como un calambre,

tiene los pelos de alambre

y siempre huele a cochambre.

¡Pantalona Bragasucias!

Mata pájaros a pedradas

dice muy feas palabras

y sólo come cochinadas.

¡Pantalona Bragasucias!

Orlando puso cara de asco. Pensó que, tras haber pasado la infancia en el bando de los buenos, sus simpatías empezaban a decantarse por Pantalona Cabeza Roja la Renegada.

El Tío Jingle y sus seguidores bailaban y cantaban bajando por la calle de la Pared de las Pintadas, en busca del pañuelo perdido y a vengarse de los enemigos del Tío Jingle. Orlando, más que satisfecha la nostalgia, estaba a punto de cambiar a otro programa cuando una pintada de la pared simulada le llamó la atención, unas letras que decían: «Tribu Genial… la mejor Tribu». Orlando se inclinó hacia delante. Como los de índigo ya le habían concedido su único favor, se había quedado sin conexiones en TreeHouse y por tanto no podría resolver el misterio del grifo ni encontrar más información respecto a la ciudad mágica. Pero allí, allí de entre todos los sitios posibles, encontró un nombre conocido… un nombre que, bien aprovechado, podría abrirle de nuevo las puertas de TreeHouse.

Hacía tanto tiempo que no era seguidor habitual de «La jungla del Tío Jingle» que había olvidado muchas cosas, además de por qué le gustaba tanto. Había una rutina para dejar mensajes, pero desgraciadamente no se acordaba de cómo era. Entonces, señaló a la Pelota Pota, la bola risueña que siempre iba botando por el aire detrás del Tío Jingle. Después de señalarla con el dedo el tiempo suficiente, de modo que la bola no lo interpretase como un gesto casual, la Pelota Pota se abría, aunque los demás no lo veían a menos que también quisieran pedir ayuda, y enseñaba una serie de pictogramas cuya función consistía en ayudar a la joven audiencia del Tío Jingle a escoger entre las diversas opciones. Orlando buscó la sección de «Nuevos Amigos» e introdujo el mensaje: «Se busca Tribu Genial». Tras un momento de duda, dejó una dirección segura de contacto. No se produjo respuesta inmediata pero decidió seguir conectado un rato, por si acaso.

—¡Eh, mirad! —El Tío Jingle empezó a dar saltos de alegría haciendo bailar los faldones del esmoquin—. ¡Mirad quién nos espera en el Puente del Crecer! ¡Es el Cerdito Meticón! Pero ¡ay! ¡Ha crecido muchísimo!

Toda la tripulación de la jungla Jingle, y toda la audiencia invisible del mundo, se volvió a mirar. Allí estaba el Cerdito Meticón, tan grande ya como una casa y aumentando aún a cada segundo, el amigo y compañero del alma del Tío Jingle, un conglomerado amorfo de numerosos atributos porcinos: patas, pezuñas, hocicos, ojos y rosados rabitos enroscados. Orlando tuvo un momento de inspiración y, por primera vez, reconoció en la voluble silueta el antecedente del diseño de su propio microbio Beezle pero, aunque en algún tiempo el Cerdito Meticón le hubiera parecido temible y gracioso a la vez, en ese momento, la convulsiva figura sin centro le pareció desagradable.

—¡No hay que quedarse mucho tiempo en el Puente del Crecer! —sentenció el Tío Jingle, con tanta seriedad como si estuviera explicando la segunda ley de la termodinámica—. ¡Porque os haréis muy, muy grandes o muy, muy pequeños! ¿Y qué le ha pasado al Cerdito Meticón?

—¡Se ha hecho muy, muy grande! —gritó la tripulación de la jungla de Jingle, imperturbable, al parecer, ante la especie de anémona que se alzaba ante ellos como una montaña.

—Tenemos que ayudarlo a hacerse pequeño otra vez. —El Tío Jingle miró alrededor con los ojillos de pastilla de regaliz abiertos como platos—. ¿Qué tenemos que hacer?

—¡Pincharlo con un alfiler!

—¡Llamar a Zoomer Zizz!

—¡Decirle que pare!

—Decirle que vaya a la otra punta del puente —dijo por fin una criatura, una niña a juzgar por la voz, con un simuloide de oso panda.

—Eso sí que es una buena idea… —dijo el Tío Jingle complacido, y se paró una décima de segundo para llamarla por su nombre—, Michiko. ¡Vamos! Si se lo decimos todos a la vez, a lo mejor nos oye… pero tenemos que gritar muy fuerte porque ahora sus oídos están muy arriba.

Todos los niños empezaron a vociferar. El Cerdito Meticón, como una grotesca carroza de desfile que se desinfla, se aplastó contra el suelo a escuchar. Siguiendo las indicaciones de los niños, retrocedió un poco por el puente pero luego se detuvo confundido. La tripulación volvió a aullar, con mayor ahínco aún; la algarabía se hizo insoportablemente dolorosa. Con Tribu Genial o sin ella, Orlando llegó al límite. Introdujo el mensaje de modo que siguiera apareciendo en la banda de «Nuevos Amigos» y salió de «La jungla del Tío Jingle».

—¡Orlando! —Alguien lo sacudía—. ¡Orlando!

Abrió los ojos y se encontró con la cara de su madre, muy cerca, que lo miraba con una mezcla de inquietud y enfado, expresión a la que estaba más que acostumbrado.

—Me encuentro bien, sólo estaba viendo un programa.

—Pero ¿por qué no me oías? ¡No me hace ninguna gracia!

—Estaba concentrado —respondió encogiéndose de hombros—, y tenía el volumen bastante alto. Era una cosa muy interesante sobre el cultivo en el océano.

Se imaginó que eso la aplacaría. A Vivien le parecían bien los programas educativos. No quería explicarle que, como no había programado el conector para que dejara una línea abierta al mundo exterior, es decir, a los ruidos normales que iban de sus oídos al nervio auditivo, no la había oído a ella; vamos, que era igual que si lo llamara a gritos desde Hawai.

Vivien lo miró poco convencida, aunque evidentemente no sabía bien por qué.

—¿Cómo te encuentras?

—Dolorido.

Era cierto. Hacía rato que le dolían las articulaciones, y las sacudidas de Vivien para despertarlo no lo habían mejorado. El efecto del analgésico debía de haberse pasado ya.

Vivien sacó unos parches dérmicos del cajón que había junto a la cama, uno para el dolor y otro, el antiinflamatorio de la noche. Orlando intentó colocárselos solo, pero le dolían los dedos y no fue capaz. Vivien puso mala cara, se los quitó y se los aplicó con pericia en los huesudos brazos.

—¿Qué estabas haciendo, arando el fondo del mar con tus propias manos? No me extraña que estés tan dolorido, no paras de hacer el indio en esa estúpida red.

—Vivien, ya sabes que puedo anular las reacciones musculares cuando me conecto. Es lo bueno que tienen las interfaces de conexión.

—Con lo caras que son, más vale que sirvan de algo. —Hizo una pausa. La conversación describía la trayectoria habitual; Orlando esperaba que su madre hiciera un gesto negativo con la cabeza y saliera de la habitación o aprovechara la ocasión para hacerle algunas advertencias funestas. Sin embargo, Vivien se sentó en el borde de la cama con cuidado de no aplastarle las piernas ni los pies—. Orlando, ¿estás asustado?

—¿Quieres decir, en estos momentos o en general?

—Ambas cosas. O sea… —Apartó la mirada y enseguida volvió a mirarlo con determinación. Por primera vez en cierto tiempo le sorprendió lo guapa que era. Tenía algunas arrugas en la frente, alrededor de los ojos y en la comisura de los labios, pero su mandíbula era todavía firme y sus ojos, de un azul muy limpio. A la pálida luz de la tarde, mientras el día terminaba rápidamente, estaba igual que cuando lo sostenía en brazos, en los años en que aún se le podía tener en brazos—. O sea que no es justo, Orlando. No es justo. Lo que te pasa a ti no se lo merece ni la peor persona del mundo y, desde luego, tú no lo eres. Aunque algunas veces me ponga como loca contigo, eres estupendo, cariñoso y muy valiente. Tu padre y yo te queremos mucho.

Abrió la boca pero no le salieron las palabras.

—Ojalá supiera decirte algo más que «sé valiente». Ojalá pudiera serlo yo en tu lugar. ¡Oh, Dios, si yo pudiera! —Parpadeó y se quedó con los ojos cerrados un rato. Luego le puso la mano con suavidad sobre el pecho—. Ya lo sabías, ¿verdad?

Orlando tragó saliva y asintió con un gesto. La situación le abochornaba y le dolía, aunque también le gustaba en cierto modo. No sabía qué era peor.

—Yo también te quiero, Vivien —dijo al fin—, y a Conrad.

Vivien lo miró con una sonrisa forzada.

—Sabemos lo mucho que significa la red para ti, que ahí tienes amigos y… y…

—Y algo parecido a una vida de verdad.

—Sí, pero te echamos de menos, cariño. Queremos estar contigo cuanto sea posible…

—Mientras dure —completó Orlando.

Su madre se estremeció como si le hubiera gritado.

—En parte —dijo luego.

Entonces, Orlando la comprendió como hacía tiempo que no la comprendía, vio la tensión en que vivía su madre, el temor que le inspiraba su estado de salud. En cierto modo, era una crueldad pasar tanto tiempo invisible e inalcanzable para ella. Pero en ese momento más que nunca tenía que seguir allí. Pensó en hablarle de la ciudad pero no sabía cómo contárselo sin que sonara a tontería, a sueño imposible de un mocoso… al fin y al cabo, ni siquiera él estaba convencido de que no fuera otra cosa. Vivien, Conrad y él andaban sobre la cuerda floja de la piedad; no quería hacer nada que dificultara las cosas a nadie.

—Ya lo sé, Vivien.

—Quizás…, a lo mejor podríamos dedicar un rato todos los días a hablar. Como ahora, por ejemplo. —Su rostro delataba tan claramente una esperanza mal disimulada que no lo podía soportar—. Un ratito. Así me cuentas cosas de la red, de todo lo que ves.

Orlando suspiró casi en silencio. Estaba esperando a que el analgésico hiciera efecto, pero era difícil ser paciente incluso con un ser querido.

Querido. Qué pensamiento tan extraño. Sí que quería a Vivien, e incluso a Conrad, aunque ver a su padre era casi tan extraordinario como ver a otros monstruos fabulosos, Nessie o Sasquatch, por ejemplo.

—Oye, jefe —le habló Beezle directamente al oído—, creo que tengo algo interesante.

Orlando se incorporó un poco más sin prestar atención al dolor de las articulaciones y sonrió cansado.

—De acuerdo, Vivien. Hecho. Pero ahora mismo no, ¿vale? Estoy un poco adormilado.

Se detestó más de lo habitual por mentiroso pero, en cierto modo, la culpa era de ella. Acababa de recordarle el poco tiempo que le quedaba en realidad.

—De acuerdo, cariño. Échate otra vez si quieres. ¿Necesitas algo de beber?

—No, gracias.

Se acostó del todo y cerró los ojos hasta que la oyó cerrar la puerta.

—¿Qué tienes?

—Un número de teléfono, para empezar. —Beezle hizo el chasquido característico que expresaba satisfacción—. Pero antes, creo que tienes una llamada en espera. Una cosa llamada Lolo.

Orlando cerró los ojos, pero dejó abiertos los canales auditivos externos. Se trasladó a la queo y abrió una pantalla. El que llamaba era una lagartija con la boca llena de colmillos y un exagerado moño despeinado de pelo de gafero. En el último momento, Orlando se acordó de subir su propio volumen para poder hablar en voz baja. No quería llamar la atención de Vivien y que volviera a ver cómo estaba.

—¿Eres Lolo?

—A lo mejor —dijo la lagartija. Era una voz alterada con toda clase de ruidos molestos, carraspeos, chirridos y distorsiones de moda—. ¿Para qué quierez Tribu Genial?

A Orlando se le aceleró el corazón. No esperaba contestación a su llamada tan pronto.

—¿Tú eres de la tribu?

No se acordaba de ningún Lolo pero había visto a unos cuantos monos.

La lagartija lo miró torvamente.

—Levanto el vuelo —dijo.

—¡Espera! No te vayas. Conocí a los de la Tribu Genial en TreeHouse. Yo iba así. —Le enseñó una imagen del simuloide de Thargor—. Si no estabas ese día, pregunta a los demás. Pregunta a… —Hizo un esfuerzo por recordar—. Pregunta a… ¡Zunni! ¡Sí! Y creo que había un tal Casper también.

—¿Kazper? —La lagartija ladeó la cabeza—. Kazpar, aquí conmigo. Zunni, fuera, lejoz, máz allá. Pero dime… ¿para qué quierez Genialez?

No era fácil adivinar si Lolo era extranjero o si el personaje tribal vestido de reptil estaba tan empapado de jerga infantil que resultaba casi ininteligible hasta para Orlando. Supuso que sería por ambas cosas, y también que Lolo era más pequeño de lo que quería dar a entender.

—Mira, necesito hablar con la Tribu Genial. Tengo entre manos una operación especial y necesito que me ayuden.

—¿Ayuden? ¿Crédito de tiempo, eh? ¡Chachi! ¿De qué vas?

—Es un secreto, ya te lo he dicho. Sólo puedo decirlo en una reunión con la Tribu Genial si todos juran guardar el secreto.

Lolo se quedó pensando.

—¿Tú, raro, raro? —le preguntó después—. ¿Abusón niños? ¿Sobón? ¿Mirón?

—No, no. Es una misión secreta. ¿Lo entiendes? Muy importante. Un gran secreto.

Los pequeños ojos de Lolo se empequeñecieron más aún mientras pensaba.

—Pronto. A preguntarles. Levanto el vuelo.

La comunicación se cortó.

«Bien. Dzang. Al menos, algo sale bien por una vez». Volvió a llamar a Beezle.

—¿Dices que has encontrado el teléfono de Fredericks?

—El de un Fredericks que encaja. A los funcionarios del gobierno no les gusta que se sepa dónde viven, ¿sabes? Compran comedatos y los mandan a destruir todo lo que ande flotando por la red a su nombre.

—Entonces, ¿cómo lo has conseguido?

—Bueno, no sé si lo habré conseguido. Pero creo que sí: hijo menor llamado «Sam» y un par de datos más. Lo malo de los comedatos es que dejan agujeros y, a veces, los agujeros son tan explícitos como lo que había antes en ellos.

—Eres muy listo, para ser un amigo imaginario —dijo Orlando riéndose.

—Soy un buen programa, jefe.

—Llama.

El número sonó varias veces, hasta que el sistema doméstico del otro lado detectó que el número del buzón de Orlando no respondía al perfil de molestia de primer grado y lo pasó al centro de mensajes. Orlando expresó su intención de hablar con un ser humano de la casa.

—¿Diga? —contestó una voz femenina con un leve acento sureño.

—Hola, ¿es la residencia de Fredericks?

—Sí. ¿En qué puedo ayudarlo?

—Quisiera hablar con Sam, por favor.

—¡Ah, es que Sam no está en este momento! ¿De parte de quién?

—De Orlando Gardiner. Soy un amigo.

—¡Ah! No nos conocemos, ¿verdad? No me suena tu nombre, vaya, pero entonces… —La mujer hizo una pausa y se alejó un momento—. Perdona, hay un poco de jaleo aquí —dijo al volver—. La doncella acaba de tirar una cosa al suelo. ¿Cómo has dicho que te llamabas… Rolando? Ya le diré a ella que has llamado cuando vuelva del fútbol.

—Guay… digo, gracias… —Tardó un momento en reaccionar—. ¿Ella? Un momento, señora, creo que…

Pero la mujer había colgado.

—Beezle, ¿ése es el único número que has encontrado que encajara? Porque no es el bueno.

—Lo siento, jefe, vamos, dame una patada. Era el que mejor se ajustaba al perfil. Voy a intentarlo otra vez, pero no te prometo nada.

Dos horas después, Orlando se despertó súbitamente. La luz de su habitación estaba encendida pero era tenue, el gotero proyectaba una sombra como una horca sobre la pared de al lado. Apagó la música de Los Hijos de Medea, que sonaba suavemente en la derivación de audio. Una idea inquietante se le había colado en la cabeza y no lograba quitársela de encima.

—Beezle, vuelve a ponerme con ese teléfono.

La llamada pasó nuevamente por el sistema. Al cabo de un momento, oyó la voz de la misma mujer.

—Soy el que llamó antes. ¿Ha vuelto Sam?

—¡Ah, sí! Se me olvidó decirle que habías llamado. Un momento.

Otro compás de espera, aunque en esta ocasión se le hizo dolorosamente largo porque no sabía qué esperaba.

—¿Sí?

Con esa sola palabra lo supo. Como no estaba procesada para sonar masculina, era más aguda de lo que estaba acostumbrado a oír pero la conocía.

—¿Fredericks?

El silencio fue absoluto. Orlando lo apuró hasta el final.

—Gardiner. ¿Eres tú?

Orlando sintió algo semejante a la rabia, pero era una emoción tan ofuscadora como dolorosa.

—¡Qué guarrada! —soltó al fin—. ¿Por qué no me lo dijiste?

—Lo siento —dijo Fredericks con voz débil—. Pero no es lo que te imaginas…

—¿Y qué tengo que imaginarme? Creía que éramos amigos, creía que tenía un amigo chico. ¿Te hacía gracia oírme hablar de chicas? ¿Hacerme quedar como un imbécil infecto? —Súbitamente se acordó de un día auténticamente vergonzoso en que le contó cómo confeccionaría la mujer ideal uniendo partes diversas de varias estrellas de la red—. Desde luego… te…

No fue capaz de añadir nada más.

—Pero no es lo que te imaginas. Bueno, no exactamente. Quiero decir que no tenía que… —Fredericks no podía seguir hablando. Cuando Orlando volvió a oír la voz de chica, conocida y no conocida a la vez, le sonó triste y lamentable—. ¿Cómo has averiguado este número?

—Siguiendo pistas. Te buscaba porque estaba preocupado por ti, Fredericks. ¿O prefieres que te llame Samantha? —dijo con toda la sorna de la que fue capaz.

—Me… me llamo Salomé, en realidad. «Sam» me lo puso mi padre en broma cuando era pequeña. Pero…

—¿Por qué no me lo has dicho? Una cosa es andar haciendo el gamberro por la red y otra, ¡ser amigos, hombre! —Soltó una carcajada amarga—. «Hombre».

—Exacto. Cuando nos hicimos amigos al cabo de un tiempo, no sabía cómo decírtelo. Pensaba que no querrías seguir corriendo aventuras conmigo.

—¿Ésa es la excusa?

Fredericks parecía a punto de echarse a llorar.

—No… no sabía qué hacer.

—Bien. —Orlando tenía la sensación de haber abandonado el cuerpo, de ser una nube de ira flotando en el aire—. Bien. Supongo que no te has muerto ni nada por el estilo. Y por eso te llamaba.

—¡Orlando!

Pero esta vez fue él quien colgó.

Están ahí, tan cerca que casi los hueles.

No, en cierto modo ya los hueles. Los trajes recogen toda clase de señales sutiles y aumentan tanto la capacidad sensitiva humana que percibes que un puñado de ellos se acercan a ti en medio de la niebla como un mastín huele a un gato que se pasea por la valla de atrás.

Miras alrededor pero Olekov y Pun-yi todavía no han vuelto. Escogieron un mal momento para ir a revisar el equipo de señales de la pista de aterrizaje. Claro, en este maldito planeta hay pocos momentos buenos.

Algo se mueve en el perímetro. Ajustas las lentes filtrantes del casco; no es una silueta humana. Ya has extendido la mano, el rayo del guantelete está listo, basta una fracción de pensamiento para lanzar una hebra horizontal de fuego que acuchille al intruso. Sin embargo, el objeto es veloz… horriblemente veloz. El láser arranca otro fragmento de los restos de la nave de la primera expedición, pero el objeto que se había agazapado ha desaparecido, se ha fundido otra vez en la niebla como un mal sueño.

De pronto, los sensores del traje te dan la alarma. Detrás de ti… a seis pasos largos. ¡Idiota! Te maldices por haberte distraído al tiempo que te giras y lanzas una centelleante lluvia de fuego. ¡El truco más viejo del libro! Al fin y al cabo, esas cosas cazan en manada. Aunque se asemejen tanto a los crustáceos terrestres, son terriblemente listos.

Dos de ellos bajan, pero uno vuelve a subir arrastrándose en busca de un escondrijo; le falta una pata articulada. Alumbrado por los fuegos residuales de tu ataque, te lanza una mirada sin dejar de avanzar, y te imaginas que ves una malicia activa en los ojos húmedos del desconocido…

«¡Perversos insectos gigantes!». A Orlando se le revolvieron hasta los sentimientos más refinados. Era la última vez que se fiaba del comentario de un camarero de Final en Vivo. ¡Ésa porquería estaba desfasada desde hacía años!

De todos modos, lo había pagado… o mejor dicho, lo pagarían sus padres cuando les cobraran la factura mensual de la red. Aunque, ya puestos, podía probar si mejoraba. Hasta el momento, no era más que un vulgar tiro al blanco de dificultad normal, sin nada que le interesara especialmente…

El perímetro entero se llena de fuegos artificiales. El corazón te da un brinco… es un arma humana. ¡Olekov y Pun-yi! Disparas una ráfaga sobre una sección lejana del perímetro para cubrir a tus compañeros, y también para que sepan dónde estás. Otra lluvia de fuego; luego, una figura oscura emerge en el claro corriendo rápidamente hacia ti perseguida por tres formas que arrastran los pies y saltan. No tienes buen ángulo pero logras abatir a uno. La criatura perseguida se abalanza hacia delante y cae rodando por el borde de la trinchera dejándote vía libre para disparar contra los perseguidores. Abres el ángulo para aumentar la cobertura a costa de la capacidad de matar; están atrapados, brincando inútilmente en el rayo mientras el aire que los rodea se sobrecalienta. Lo mantienes sobre ellos casi un minuto a pesar del desgaste de baterías, hasta que estallan en un remolino de partículas de carbono que el viento se lleva. Ésas criaturas tienen algo que te impulsa a dejarlas más muertas que muertas.

¿Algo como qué? ¿Quieren venderte suscripciones a nodos religiosos? ¿Hasta qué punto son malas?

Orlando no lograba concentrarse en la simulación. Sus pensamientos volvían una y otra vez a Fredericks… bueno, no a Fredericks, puntualizó, sino al hueco que había dejado tras de sí. En alguna ocasión, había pensado lo raro que era tener un amigo al que no se conocía. Y en ese momento le pareció más raro aún perder a un amigo que nunca había tenido en realidad.

Olekov se te acerca arrastrándose por la trinchera. Le falta buena parte del brazo derecho; justo por encima del codo se hincha una fea ampolla de plástico duro, donde el traje se ha cerrado nuevamente sobre el lugar de la herida. Olekov está sorprendentemente pálida tras el visor. No puedes evitar el recuerdo de aquel aterrizaje forzoso en Dekkamer Uno. Qué gran ocasión aquélla: Olekov, tú y diez días de permiso.

El recuerdo se te presenta claro, Olekov saliendo de un lago de montaña, chorreando, desnuda, sus senos blancos como copos de nieve. Hicisteis el amor horas y horas con sólo los árboles por testigos, animándoos mutuamente, sabiendo que os quedaba poco tiempo, que tal vez no volvierais a tener otra ocasión igual…

—Pun-yi… lo han atrapado —gime. Su voz aterrorizada te devuelve bruscamente al presente. La distorsión atmosférica es tan grande que apenas distingues su voz del ruido del canal, a pesar de la proximidad—. ¡Horrible…!

Dekkamer Uno está a años luz, perdido para siempre. No hay tiempo para ayudarla, ni para animarla siquiera.

—¿Puedes disparar? ¿Te queda carga en el guantelete?

—¡Se lo han llevado! —grita furiosa por tu aparente indiferencia. En su voz notas que algo se ha roto irreparablemente—. Lo han capturado… ¡Se lo han llevado a su nido! Estaban… estaban echándole algo por los… por los ojos… mientras se lo llevaban a rastras…

Te estremeces. Al final, te guardas la última carga del guantelete para ti. Has oído rumores sobre lo que esas criaturas hacen con sus presas. No consentirás que te lo hagan a ti.

Olekov ha caído al suelo, sus temblores se convierten en convulsiones rápidamente. La herida del brazo sangra y la sangre invade el casco… los coagulantes no funcionan bien. Te detienes sin saber qué hacer, pero los sensores de tu traje dan la alarma otra vez. Levantas la vista y ves una docena de cuerpos articulados, del tamaño de un caballo pequeño cada uno, que avanzan hacia ti cruzando la superficie planetaria humeante y llena de desechos. El llanto de Olekov se ha transformado en un resuello de agonía…

—¡Jefe! ¡Eh, jefe! Deja esas pobres imitaciones de una vez. Tengo que hablar contigo.

—¡Mierda, Beezle, no soporto que hagas eso! Ahora que empezaba a encontrarme a gusto…

Y bien sabía Dios que durante la última semana le había costado mucho distraerse.

Irritado, echó una ojeada a la queo. Incluso sin los trofeos, tenía un aspecto deprimente. Se imponía un cambio en la decoración.

—Perdona, pero dijiste que te avisara en cuanto se produjera contacto con esa Tribu Genial.

—¿Están ahí?

—No, pero te han mandado un mensaje. ¿Quieres verlo?

—Sí, mierda —contestó Orlando reprimiéndose la rabia—. ¡Pónmelo!

Una congregación de culebreantes garabatos amarillos apareció en medio de la habitación. Orlando puso mala cara y amplió la imagen. En el punto en el que veía las figuras con claridad, la resolución era muy baja; de un modo u otro, le dolían los ojos de mirar el lío de formas.

Los monos flotaban en una pequeña nube describiendo una órbita. Mientras uno hablaba, los demás no paraban de darse bofetones sin dejar de volar en apretados círculos.

—Tribu Genial… se reunirá contigo —dijo el simio del primer plano, haciendo una presentación melodramática que quedó empañada por los incesantes empujones y tirones del fondo. El portavoz esgrimía la misma sonrisa de dibujos animados que los demás y Orlando no lograba distinguir si ya había oído esa voz antes o no—. Tribu Genial se reunirá contigo en su bunkerclub Gran Secreto, en TreeHouse.

Una hora y una dirección se encendieron, llenas de erratas infantiles. El mensaje terminó.

—Contéstales, Beezle —dijo Orlando con el ceño fruncido—. Diles que no tengo acceso a TreeHouse y que, o me meten ellos, o nos reunimos aquí, en el Circuito Selecto.

—Entendido, jefe.

Orlando se sentó en el aire a mirar por la ventana de la CBM. Los excavacópteros seguían trabajando afanosamente, cumpliendo su deber con aplicación de autómatas. Orlando se sentía raro. Tendría que estar animado, o al menos satisfecho por haber conseguido ponerse otra vez en contacto con TreeHouse. Sin embargo, estaba deprimido.

«Son sólo niños —pensó—, microenanos. Y pretendo inducirlos… ¿a qué? ¿A infringir la ley? ¿A piratear conmigo algo que ni sé lo que es? Y si resulta que tengo razón y hay peces gordos implicados, ¿en qué lío los meto? ¿Y por qué?».

Por un dibujo… una imagen. Por una cosa que sólo había visto un breve momento y que podía tener un significado… o ninguno en absoluto.

«Pero es lo único que tengo».

Era un armario. Lo sabía por el ligero olor a ropa vieja y por los difusos contornos esqueléticos de las perchas, visibles gracias a la luz que se colaba por la rendija de la puerta. Estaba en un armario y, fuera, alguien lo buscaba.

Tiempo atrás, cuando sus padres aún recibían visitas, una vez vinieron sus primos por Navidad. Entonces, su problema no era tan visible y, aunque le hicieron más preguntas sobre su enfermedad de las que le apetecía contestar, en cierto modo le gustó ser el centro de atención y disfrutó de la visita. Le enseñaron muchos juegos, de ésos que los chicos solitarios como él solían jugar exclusivamente en la realidad virtual. Uno fue el escondite.

La emoción febril de esconderse, de esperar en la oscuridad sin respirar mientras el que pagaba lo buscaba, le produjo una impresión tremenda. A la tercera o cuarta vez, encontró un escondite en el armario del cuarto de baño de la habitación de sus padres, un escondrijo genial, aunque tuvo que quitar una estantería y ocultarla para caber dentro, y allí permaneció sin que lo encontraran hasta que el que pagaba se dio por vencido. Aquél momento de triunfo, cuando el que pagaba dijo «me rindo», era uno de los escasos recuerdos puramente felices de su vida.

Entonces, ¿por qué estaba aterrorizado, acuclillado en la oscuridad mientras alguien rebuscaba en el exterior, por la habitación? ¿Por qué le latía el corazón como a un corzo deslumbrado en plena noche por el fogonazo de un cazador? ¿Por qué tenía la sensación de que toda la piel del cuerpo se le resbalaba hacia la espalda? Quienquiera que estuviera buscándolo en el exterior no podía saber dónde se encontraba. Sin embargo, no sabía por qué pero no se imaginaba que se tratara de una persona, sino sólo de una presencia sin rostro ni forma. De lo contrario, ¿por qué no abría el armario sin más? O tal vez lo supiera y estuviera divirtiéndose con el juego, disfrutando de su propio poder y de la impotencia de la presa.

Se dio cuenta de que, en efecto, se trataba de una cosa. Por eso lo aterrorizaba tanto. No era uno de sus primos, ni su padre, ni siquiera un monstruo barroco del País Medio. Era una cosa. Algo que iba por él.

Le dolían los pulmones. No se había dado cuenta de que contenía la respiración. Tan sólo deseaba tomar una gran bocanada de aire fresco pero no se atrevía a hacer ruido. Fuera se oyeron unos arañazos, luego, silencio. ¿Dónde se encontraba el que lo buscaba? ¿Justo al otro lado de la puerta del armario, escuchando? ¿Esperando el ruidito delator? Y comprendió que lo más espantoso de todo era que, aparte de la cosa de fuera, no había nadie más en la casa. Estaba a solas con la cosa que en ese momento abría la puerta. A solas.

En la oscuridad, reteniendo un grito que le agarrotaba la garganta, cerró los ojos y rogó que el juego terminara…

—Te he traído unos analgésicos, jefe. No parabas de agitarte en sueños.

A Orlando le costaba respirar. Parecía que los pulmones no tomaran aire suficiente y, cuando por fin logró tomar una buena bocanada, una tos pegajosa le conmovió hasta los huesos. Al sentarse, desplazó a Beezle sin querer e hizo rodar sin remedio su cuerpo de robot sobre las mantas; luego, Beezle se incorporó.

—Estaba… no era más que una pesadilla.

Echó un vistazo alrededor pero en su habitación ni siquiera había armario, al menos no de los antiguos. Había sido un sueño desagradable, una de aquellas tonterías que soñaba cuando pasaba mala noche. Sin embargo, el sueño contenía un elemento importante, más importante incluso que el temor.

Beezle, bien asentado ya sobre sus patas terminadas en goma, empezó a arrastrarse por la colcha en dirección a su enchufe de la pared.

—Espera —dijo Orlando bajando la voz—. Creo que… voy a hacer una llamada.

—Deja que me deshaga de las patas, jefe. —Beezle bajó por la estructura de la cama hacia el suelo—. Ahora mismo me conecto contigo.

Las puertas del saloon Última Oportunidad se abrieron de pronto. Un ex asesino arrastró a su víctima a un lado con buenos modales y siguió desmembrándola activamente. La figura que avanzó pisando el charco de sangre tenía unos anchos hombros y un grueso cuello de levantador de peso que le eran muy conocidos. Fredericks se sentó con cierta expresión de inquietud en la cara de su simuloide.

«¿Él? —pensó Orlando con cierta desesperación—. ¿Ella?».

—He recibido tu mensaje.

—Esto… —replicó Orlando sacudiendo la cabeza— no pretendía… —Tomó aire y empezó de nuevo—. No sé, estoy mosqueado pero de una forma rara. ¿Me entiendes?

—Sí —replicó Fredericks asintiendo con la cabeza—, supongo que sí.

—Bueno… no sé cómo llamarte.

—Fredericks. Difícil, ¿eh?

Una sonrisa asomó brevemente a su ancho rostro.

—Sí, bueno, o sea… eres chica pero te considero chico.

—No me importa, yo también me considero chico cuando andamos juntos.

Orlando se quedó en silencio un momento con la sensación de estar pisando un terreno inexplorado que podía resultar traicionero.

—¿O sea, que eres transexual?

—No —replicó su amigo con un encogimiento de hombros—. Es que… bueno, a veces me aburro de ser chica. Por eso, cuando empecé a navegar, a veces iba de chico, nada más. En realidad no es nada raro. —Fredericks no sonaba tan convincente como deseaba—. Claro que, cuando haces amistad con alguien, resulta raro.

—Ya me he dado cuenta —dijo, con toda la sorna de Johnny Icepick—. Entonces, ¿te gustan los chicos, eres gay o qué?

Fredericks soltó un bufido de hastío.

—Los chicos me parecen bien. Tengo muchos amigos chicos, pero también tengo amigas chicas. Mierda, Gardiner, eres peor que mis padres. Se piensan que tengo que tomar decisiones de por vida sólo porque me están creciendo las tetas.

A Orlando se le tambaleó el mundo un instante. La idea de que Fredericks tuviera tetas era más de lo que podía soportar en ese instante.

—O sea… que ¿ésa es la cosa? ¿Vas a ser un tío? O sea, cuando navegas.

—Supongo —asintió Fredericks—. No es falso del todo, Orlando. Cuando vamos juntos… bueno, me siento como un tío.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Orlando enfurruñado.

Fredericks se ofendió y luego se enfadó.

—Porque hago estupideces y creo que el mundo entero gira a mi alrededor, por eso lo sé.

Orlando se rio, a pesar de que sabía que no era el momento.

—Bueno, entonces, ¿qué hacemos? ¿Seguimos siendo chicos cuando estemos juntos?

—¿Por qué no? —Fredericks se encogió de hombros—. Si eres capaz de soportarlo.

Orlando se aplacó un poco. Había cosas importantes que no le había contado a Fredericks, de modo que no tenía derecho a dar lecciones de moral a nadie. De todos modos, le costaba hacerse a la idea.

—Bueno —dijo finalmente—, supongo que… —No se le ocurría nada para terminar la frase que no sonase a película mala, y se conformó con un—: Supongo que no importa. —Vaya tontería que había dicho; además, tampoco estaba seguro de que no importara, pero así lo dejó, de momento—. Es igual; todo esto empezó porque quería localizarte. ¿Dónde te has metido? ¿Por qué no has contestado a mis mensajes?

Fredericks lo miró de soslayo, tratando de dilucidar si se habría restablecido un cierto equilibrio entre ellos o no.

—No me… no me atrevía, Gardiner. Y si te crees que es porque en realidad soy una chica o cualquier chochez por el estilo, te mato.

—¿Te dura el susto de TreeHouse?

—Me dura el susto de todo. Desde que viste esa ciudad estás muy raro, y la cosa se pone cada vez peor. ¿Qué será lo siguiente? ¿Un golpe de Estado, o algo por el estilo? ¿Acabar en la cámara de ejecuciones por la causa del Orlando-Gardinerismo? Lo que quiero es no volver a meterme en líos.

—¿Líos? ¿Qué líos? Un puñado de viejos akisushi nos echaron de TreeHouse, nada más.

—Es algo más, y lo sabes de sobra. ¿Qué pasa aquí, Gardiner? ¿Qué tiene esa ciudad que tanto te… obsesiona?

Orlando sopesó las posibilidades. ¿Debía algo a Fredericks, una especie de acto de sinceridad? Su amigo le había ocultado voluntariamente su propio secreto… había tenido que arrancarle la verdad.

—No sé explicarlo. En estos momentos no sé. Pero es importante… sé que lo es. Y creo que he encontrado la manera de volver a entrar en TreeHouse.

—¿Qué? —gritó Fredericks. La clientela del saloon, acostumbrada a escuchar estertores de muerte y gritos de agonía, ni siquiera lo miró—. ¿Volver? ¿Estás infectado hasta los huesos?

—Es posible. —Le costaba respirar otra vez. Le sobrevino otro convulso ataque de tos y bajó el volumen—. Es posible —reiteró cuando hubo recuperado el habla—. Pero necesito que vengas conmigo. Somos amigos, Fredericks, seas lo que seas. Y para que veas, voy a contarte un secreto… no eres sólo mi mejor amigo, eres el único que tengo.

Fredericks se tapó la cara con las manos como para no ver el dolor del mundo. Cuando habló, empleó un tono de resignación ante el destino.

—¡Ah, Gardiner! Eres un cerdo. ¡No me hagas esto, tío!