PROGRAMACIÓN DE LA RED/NOTICIAS: Krellor se declara otra vez en bancarrota.
(Imagen: Krellor con Hagen en una playa de Tasmania). Voz en off: El controvertido y pintoresco financiero Uberto Krellor se ha declarado en bancarrota por segunda vez en diez años. Krellor, tan conocido por su famoso y tormentoso matrimonio con la estrella de la red Vila Hagen y sus fiestas de un mes de duración como por sus intereses en el mundo financiero, perdió tres billones y medio de créditos S. en el hundimiento de su imperio tecnológico Escudo Negro.
(Imagen: empleados de Escudo Negro saliendo de la fábrica de Madagascar). Escudo Negro, compañía fuertemente financiada y una de las primeras participantes en la nanotecnología, sufrió grandes pérdidas cuando la comunidad financiera dejó de creer en la nueva industria a raíz de una serie de fracasos técnicos muy decepcionantes…
—Martine, por favor, lo necesitamos de verdad. —Renie procuraba mantener la calma sin lograrlo—. Olvídate del equipo… hay que encontrar un escondite. ¡No tenemos adónde ir!
—En mi vida he visto locura igual —dijo su padre desde el asiento de atrás—. Conducir y más conducir…
La pantalla negra se sumió en un silencio enloquecedor y prolongado mientras Jeremiah entraba en la autopista y regresaba a Durban otra vez. La multiagenda estaba enchufada al teléfono móvil de la doctora Van Bleeck y la transmisión se estaba encriptando pero, aunque la francesa parecía satisfecha de la seguridad de la línea, Renie estaba a punto de estallar. El susto de la traición de Del Ray la había dejado tensa e inquieta.
—Estoy haciéndolo lo mejor posible —dijo Martine por fin—, por eso hablo poco… tengo varias líneas abiertas; además he hecho algunas comprobaciones. Al menos, no aparecéis en ningún comunicado de la policía.
—No me sorprende —comentó Renie, esforzándose por mantener la calma—. Quiero decir que seguro que, anden tras lo que anden, lo harán de forma más sutil. Nosotros no hemos hecho nada, o sea, que tendrán que buscarse cualquier excusa. Algún vecino de la doctora Van Bleeck informará de que hay gente en una casa supuestamente vacía y entonces nos detendrán por okupas o algo parecido, cualquier cosa contra la que no podamos defendernos. Sencillamente, desapareceremos en cualquier recoveco del sistema.
—O a lo mejor, sucede de una forma más directa que no tenga que ver con la ley —añadió !Xabbu sombríamente—. No te olvides del incendio de tu casa.
«¿Atasco y ésos del Grial habrán tenido algo que ver en mi despido?». Sólo la confusión de salir huyendo de casa de Susan le había impedido planteárselo antes. El mundo de fuera del coche parecía lleno de peligros terribles e impredecibles, como si un gas tóxico estuviera envenenando la atmósfera. «¿O me estoy volviendo completamente paranoica? ¿Por qué habría de molestarse nadie tanto por gente como nosotros?».
—Ésta locura va de mal en peor —dijo su padre—. Acabamos de instalarnos y ya estamos saliendo por la puerta otra vez.
—Con todo respeto, señor Sulaweyo, estoy completamente de acuerdo con Renie —dijo Martine—. Todos ustedes están en peligro y no deben volver a casa de la doctora ni a ninguna parte donde los conozcan. Pour moi, seguiré buscando una solución a esos problemas. Existe una posibilidad de solucionar los dos a la vez, pero sigo un rastro muy débil de hace ya veinte años y, además, no quiero llamar mucho la atención, ¿comprende? Dejo una línea abierta con ustedes. Llámenme si ocurre cualquier cosa.
Colgó.
Siguieron por la autopista durante unos minutos en un silencio tenso. Jeremiah fue el primero en romperlo.
—Ése coche de policía, creo que nos sigue.
Renie miró hacia atrás. El coche patrulla, con la luz sobresaliente, el abultado blindaje y los parachoques, parecía una especie de insecto depredador.
—No olvide lo que Martine nos ha dicho: no hay alerta general sobre nosotros, así que conduzca con naturalidad.
—Seguro que les intriga qué hacen cuatro kaffir en un coche grande como éste —farfulló su padre—. ¡Mierda de afrikáners!
El coche patrulla se situó a la izquierda y poco a poco fue acelerando hasta colocarse a su altura. El agente se volvió a mirarlos parapetado tras unas gafas de espejo, con la tranquilidad de quien se sabe a lomos de una bestia más grande y poderosa. Era una mujer negra.
—Siga conduciendo, Jeremiah —musitó Renie—. No mire.
El coche de policía los acompañó casi una milla, luego los adelantó y se desvió a toda velocidad por una salida.
—¿Qué hace una negra paseándose en uno de ésos?
—¡Cállate, papá!
Se habían parado en las últimas filas de un aparcamiento enorme, en el exterior de unas galerías comerciales de Westville, cuando llegó la llamada.
Long Joseph dormía en el asiento de atrás con los pies fuera del coche, enseñando quince centímetros de piel desnuda entre los calcetines y el bajo de los pantalones. Renie estaba sentada en el capó con !Xabbu, tamborileando con los dedos y fumando el duodécimo cigarrillo del día, joven todavía, cuando el zumbido la hizo resbalar hasta el suelo. Cogió la multiagenda del asiento y vio el código de Martine iluminado.
—¿Sí? ¿Hay novedades?
—Renie, me dejas sin respiración. Eso espero. ¿Seguís en Durban?
—Cerca.
—Bien. ¿Puedes volver a la otra frecuencia, por favor?
Apretó un botón y el teléfono móvil de la doctora giró hasta situarse en otro canal. Martine ya estaba al otro extremo esperando. La gran experiencia de aquella misteriosa mujer impresionó a Renie una vez más.
—Renie, estoy mareada y cansada. He recogido tanta información que voy a pasar días soñando con ella, creo. Pero me parece que he encontrado algo que tal vez ayude a resolver vuestros problemas en parte.
—¿De verdad? ¿Has encontrado un equipo?
—Y un escondite, además, espero. He dado con un programa gubernamental sudafricano, un proyecto militar que se suspendió hace unos años por falta de presupuesto. Se llamaba Nido de Avispas, uno de los primeros experimentos de aviones de guerra sin piloto. No está registrado oficialmente pero existió. He encontrado algunos…, ¿cómo lo llamáis?, algunos relatos de primera mano de gente que trabajó allí, ¿me entiendes?
—No muy bien, pero lo único que me interesa es si de verdad nos servirá de algo. ¿Hay posibilidades de acceso a la maquinaria?
—Eso espero. El cierre fue temporal, pero nunca volvieron a ponerlo en funcionamiento, es decir, que es posible que aún esté en pie parte de la instalación. Aunque los documentos son muy… ¿cómo se dice?, imprecisos. Tendrás que comprobarlo en directo.
Renie casi no podía soportar la leve chispa de esperanza que se le encendió.
—Tomo nota de la dirección. Jeremiah aún no ha vuelto… ha ido a buscar algo de comida. —Abrió un panel de la parte inferior de la multiagenda—. Voy a conectar esto al coche para que me bajes las coordenadas geográficas.
—¡No! —exclamó Martine secamente—. Eso no puede ser. Yo le diré a tu amigo, el señor Dako, cómo llegar allí, y que siga mis instrucciones. ¿Y si os arrestaran en el trayecto, Renie? No sólo tendríais problemas sino que la policía limpiaría la memoria del coche también y descubriría el escondite, con toda la esperanza que pueda proporcionarnos.
—De acuerdo —asintió Renie—. Sí, tienes razón.
Miró al otro lado del aparcamiento con la esperanza de ver llegar a Jeremiah.
!Xabbu se inclinó hacia delante.
—¿Puedo hacer una pregunta?
—Desde luego.
—¿No podemos ir a otro sitio que no esté rodeado de soldados? ¿No hay muchos establecimientos conectados a la realidad virtual, o donde nos alquilen o nos vendan lo que necesitamos?
—No, para lo que nos hace falta —replicó Martine—. Estoy segura de que ni el mejor equipo de la Politécnica proporcionaría el nivel de respuesta que es necesario y, desde luego, no permitiría permanecer en la realidad virtual el tiempo necesario…
—¡Mira, ahí llega Jeremiah! —dijo Renie de pronto, mirando con los ojos entrecerrados a una silueta lejana—. ¡Y viene corriendo! —Dejó la multiagenda en el suelo del coche—. ¡Vamos!
Entró apresuradamente en el asiento del conductor y clavó la mirada en el cuadro de mandos tratando de recordar las clases de conducir de hacía varios años; !Xabbu entró en el asiento trasero por la fuerza, despertando a Long Joseph, que protestó como un cascarrabias.
—¿Qué haces?
La voz de Martine sonaba amortiguada; la multiagenda se había cerrado al caer.
—Te lo contamos dentro de un minuto. No cuelgues.
Renie arrancó el coche y salió del aparcamiento haciendo eses; luego se dirigió al encuentro de Jeremiah. Como tenía que recorrer las filas de coches aparcados de arriba abajo, sólo consiguió acercar el vehículo unos pocos metros antes de llegar a la altura de Jeremiah, el cual ocupó el asiento de al lado casi sin aire y a punto estuvo de sentarse encima de la multiagenda de Renie.
—¿Qué ha ocurrido?
—¡Me han quitado la tarjeta de crédito! —exclamó Jeremiah atónito, como si fuera la cosa más rara que le hubiera ocurrido hasta el momento—. ¡Iban a detenerme!
—¡Dios mío! No usaría una tarjeta de Susan, ¿verdad? —preguntó Renie horrorizada.
—¡No, no! Mi tarjeta, ¡la mía! La cogieron y la pasaron por la máquina y entonces me dijeron que el director tenía que hablar conmigo, pero como tardaba en llegar, aproveché para salir corriendo. ¡Mi tarjeta! ¿Cómo es que saben mi nombre?
—No sé. A lo mejor es pura coincidencia. Ha sucedido todo tan deprisa… —Renie cerró los ojos para concentrarse—. Es mejor que conduzca usted.
Se cambiaron de sitio. Jeremiah se dirigió lo más rápido posible hacia la salida del aparcamiento. Cuando se situaron en la cola de salida, que pasaba ante la entrada de las galerías, salieron dos vigilantes uniformados hablando por los micrófonos que llevaban incorporados al casco.
—No mire —dijo Renie—, siga adelante.
Al salir a la carretera principal, Jeremiah dio un súbito respingo en el asiento.
—Si tienen mi nombre, a lo mejor van a por mi madre. —Parecía al borde de las lágrimas—. ¡No es justo! ¡Es sólo una anciana! ¡No le ha hecho nada a nadie!
Renie le puso la mano en el hombro para que se calmara.
—Ni yo. Pero no se preocupe. No creo que vayan a hacerle nada… es imposible que sepan seguro si usted tiene algo que ver en esto.
—Tengo que ir a buscarla.
Se metió en un carril de desviación.
—¡No, Jeremiah! —exclamó Renie apelando a una autoridad que no sentía—. No lo haga. Si de verdad nos buscan tan en serio, estarán esperando a que haga eso justamente. A ella no le servirá de nada, pero nosotros nos quedaremos en la estacada, todos. —Se obligó a pensar—. Mire, Martine dice que cree haber encontrado algo… un refugio para nosotros. Necesitamos que nos lleve. Seguro que podrá solucionar lo de su madre de alguna manera.
—¿Solucionar?
Jeremiah seguía con los ojos desmesuradamente abiertos.
—Llame a algún familiar. Dígale que ha tenido que salir de la ciudad urgentemente y pídale que vaya a verla. Si usted no se acerca a ella, quienquiera que nos siga no tendrá motivos para molestarla.
No estaba muy segura de que sus palabras fueran ciertas y se sentía como una traidora al decirlas, pero no se le ocurrió nada más. Sin Jeremiah y sin la movilidad que les prestaba el coche, su padre, !Xabbu y ella no tenían la menor posibilidad.
—Pero ¿y si quiero ir a verla? Es una anciana… se quedará sola y asustada.
—¿Y Stephen? —terció Long Joseph de pronto desde el asiento de atrás—. Si nos siguen y nos escondemos, no podremos ir a verlo cuando termine la cuarentena.
—¡Por el amor de Dios! No puedo pensar en todo a la vez —saltó Renie—. ¡Callaos todos!
Desde el asiento de atrás, !Xabbu le tocó los hombros con sus finos dedos.
—Estás pensando muy bien —le dijo—. Tenemos que hacer lo que estamos haciendo, lo que tú has dicho.
—Siento interrumpir —dijo Martine desde la multiagenda, que estaba bajo los pies de Renie, y la sobresaltó— pero ¿queréis que os indique el camino?
Renie bajó la ventanilla y respiró a pleno pulmón. El aire era cálido y pesado, cargado de lluvia, pero en ese momento olía a huida.
El Ihlosi avanzaba veloz hacia el norte por la N3 como una anónima unidad más en la primera hora punta del día. Jeremiah había logrado establecer contacto con un viejo pariente y había dejado a su madre en buenas manos. Renie había despachado mensajes convencionales al hospital de Stephen y a la Politécnica para no levantar sospechas en ninguna de las dos instituciones durante unos cuantos días. Habían logrado salvarse y dar esquinazo a sus perseguidores, al menos temporalmente. Los ánimos iban mejorando en el coche.
Martine los dirigió hacia las alturas de la cadena montañosa Drakensberg, en la frontera de Lesotho, una zona salvaje con carreteras muy antiguas que no podían explorarse en la oscuridad. A medida que la tarde avanzaba, Renie empezó a preocuparse por si no llegaban al lugar a tiempo. Se opuso a la idea de Jeremiah de detenerse a comer en un restaurante del camino. Hubo de recordar a todos el extraño grupo que componían y que !Xabbu, sobre todo, llamaría mucho la atención, y así convenció a Jeremiah de que entrara a encargar cuatro menús para llevar. Regresó y se quejó de tener que comer mientras conducía, pero de esa forma sólo perdieron un cuarto de hora.
A medida que subían de la llanura al pie de las montañas, la densidad del tráfico disminuía. La carretera se hizo más estrecha y los vehículos, más grandes; los pequeños utilitarios de la gente que iba a trabajar por los alrededores iban siendo sustituidos por camiones de gran tonelaje, dinosaurios con piel de plata que se dirigían a Ladysmith o empezaban la larga ruta hacia Johannesburgo. El silencioso Ihlosi se deslizaba entre los enormes vehículos cuyas ruedas, en algunos casos, eran el doble de grandes que el coche. Renie no pudo evitar la sensación de que era una analogía perfecta de su propia situación, la inmensa diferencia de escala entre ellos y la gente a la que habían molestado.
«Para que todo fuera más parecido a lo que está pasando de verdad —puntualizó con pesimismo—, sólo faltaría que estos camiones trataran de atropellarnos».
Afortunadamente, la analogía se quedó en el plano simbólico; llegaron al cinturón periférico de Eastcourt y giraron hacia el oeste por una carretera más estrecha; al cabo de poco tiempo se desviaron por otra más estrecha aún. Mientras subían por las cerradas curvas de la carretera de montaña, el sol alcanzó el cénit de su trayectoria y empezó a caer en espiral en dirección al manto de nubes negras que envolvía los picos distantes. Las señales de la civilización empezaban a escasear dando paso a herbosas laderas y álamos temblones; menudeaban los bosques de oscuros árboles de hoja perenne. El camino parecía desierto en trechos cada vez más largos, a excepción de alguna que otra señal de la carretera que avisaba de la presencia de un refugio oculto entre los árboles o de un campamento. Parecía que no sólo estuvieran saliendo de Durban sino del mundo tal como lo conocían.
Los pasajeros llevaban un rato en silencio, absortos en la contemplación del paisaje, cuando !Xabbu habló.
—¿Veis aquello? —Señaló hacia un pico cuadrado que destacaba en las montañas—. Es el Castillo del Gigante. De allí procede la foto, la pintura rupestre de casa de la doctora Van Bleeck. —La voz del hombrecillo tenía un timbre tenso y extraño—. Muchos miles de los míos fueron arrinconados hasta aquí, atrapados entre el hombre blanco y el negro. Hace menos de doscientos años. Les daban caza, los mataban a tiros nada más verlos. Ellos lograron acabar con algunos enemigos gracias a las lanzas, pero no podían vencer a las armas de fuego. Los llevaban a las cuevas y los asesinaban… a los hombres, a las mujeres y a los niños. ¡Por eso no queda gente de mi pueblo en esta parte del mundo!
A nadie se le ocurrió nada que decir y !Xabbu volvió a sumirse en el silencio.
El sol empezaba a caer tras una cima muy aguda, empalado como una naranja en un exprimidor, cuando Martine se puso en contacto de nuevo.
—Eso que veis tiene que ser el pico Cathkin —dijo—. Estáis muy cerca de la desviación. Decidme el nombre de los pueblos que hay alrededor. —Jeremiah dijo el nombre de los últimos por donde habían pasado, pequeños conglomerados tristes de neón de segunda mano y reacondicionamiento industrial—. Bien. Dentro de unos doce kilómetros, llegaréis a un pueblo que se llama Pietercouttsburg. Girad a la salida del pueblo y luego tomad el primer cruce a la derecha.
—¿Cómo lo sabe, con lo lejos que está Francia? —preguntó Jeremiah.
—Mapas topográficos, creo que se les llama —respondió como si le hiciera gracia—. En cuanto descubrí la ubicación de ese Nido de Avispas, no me fue difícil encontrar el camino para guiaros. Señor Dako, de verdad me considera una bruja, ¿no?
Al cabo de pocos minutos, tal como había predicho Martine, apareció una señal que anunciaba la inminente llegada a Pietercouttsburg. Jeremiah salió de la carretera y volvió a girar al llegar al cruce. En un momento, empezaron a subir por un camino muy estrecho. El pico Cathkin, envuelto en nubes oscuras, destacado su contorno por el sol poniente, asomaba amenazador por la izquierda de Renie. Se acordó del nombre zulú de aquellas montañas: Barrera de Lanzas; pero en ese momento, las Drakensberg parecían dientes, una dentadura inmensa de colmillos irregulares que le recordó al Mister J’s y la hizo estremecer.
Tal vez también a Long Joseph le pareciera una dentadura.
—¿Cómo vamos a comer por estos andurriales? —preguntó de pronto—. Porque estamos en el culo del mundo, un culo enorme.
—A la hora de comer compramos bastantes provisiones —le dijo Renie.
—Para dos días, a lo mejor. Pero has dicho que tenemos que huir, niña. ¿Va a durar dos días la huida? Y luego, ¿qué?
Renie contuvo una respuesta mordaz. Por una vez, su padre tenía razón. Naturalmente, podrían adquirir alimentos en pueblos pequeños como Pietercouttsburg, pero el riesgo de llamar la atención como foráneos era real, y más aún si tenían que acudir varias veces. Además, ¿de qué dinero disponían? Si a Jeremiah le habían congelado la cuenta, seguro que a su padre y a ella también. Lo que llevaban en metálico entre todos se terminaría en pocos días.
—No morirá de hambre —dijo !Xabbu dirigiéndose a Long Joseph, aunque Renie tuvo la impresión de que también lo decía para Jeremiah y para ella—. Hasta ahora, mi contribución ha sido escasa, y eso me entristece, pero no hay quien sepa buscar comida mejor que mi pueblo.
—Creo recordar —dijo Long Joseph enarcando una ceja con horror— la clase de comida que os gusta. Estás chalado, hombrecillo, si te crees que me voy a meter esas cosas en la boca.
—¡Papá!
—¿Habéis llegado a la siguiente carretera? —preguntó Martine—. Cuando lleguéis, continuad adelante y buscad una senda que sale del lado izquierdo de la carretera, como la entrada de una casa.
Suspendida la controversia sobre la comida, por el momento, Jeremiah siguió las instrucciones. Una fina humedad empezaba a llenar de gotas las ventanillas del coche. Renie oyó el rugido de la tormenta a lo lejos.
La senda era estrecha porque había abundante vegetación cerca de la carretera. Sin embargo, en cuanto dejaron atrás los espinosos matorrales que casi la cubrían, y que rascaron la chapa del Ihlosi a conciencia poniendo a Jeremiah otra vez al borde de las lágrimas, se encontraron de pronto en una calzada ancha y sorprendentemente firme que zigzagueaba empinada montaña arriba.
Renie contemplaba el paso de los densos bosques. Unas plantas conocidas con el nombre de «palos al rojo vivo» destacaban en el aire gris, luminosas como fuegos artificiales.
—Esto parece la selva. Pero no hemos visto ninguna señal, por no hablar de vallas.
—Es propiedad del gobierno —dijo Martine—. A lo mejor no querían llamar la atención con señales y barreras. De todos modos, he llamado al señor Singh por la otra línea. Nos ayudará a pasar cualquier dispositivo de seguridad que pueda haber.
—Para eso estamos. —La cara arrugada de Singh apareció brillante en la pantalla—. No tengo nada mejor que hacer en toda la semana, aparte de dedicar unas cien horas a desmantelar el maldito sistema de Otherland.
De repente, al rebasar una curva, un vallado con cadena y candado en la puerta de entrada les bloqueó el paso. Jeremiah frenó maldiciendo para sus adentros.
—¿Qué hay? —preguntó Singh—. Levanta la multiagenda para que lo vea.
—Es… es una simple cerca —dijo Renie—, con un candado.
—¡Ah, sí! Eso lo quito yo en un momento —exclamó con un carcajeo—, en cuanto me saques de aquí dentro.
Renie puso mala cara y salió del coche levantándose las solapas para protegerse de la ligera lluvia. No se veía a nadie por los alrededores y no se oía nada más que el viento en los árboles. En algunas partes, la valla estaba combada y los goznes de la cancela estaban cubiertos de herrumbre pero, aun así, era una barrera efectiva. En una placa metálica totalmente despintada aún se notaba un leve rastro de las palabras «Prohibido el paso». La prosa explicativa que hubiera acompañado el aviso había desaparecido hacía mucho.
—¡Qué viejo parece esto! —dijo al volver al coche—. No he visto a nadie en los alrededores.
—Una instalación del gobierno guardada en secreto, ¿eh? A mí no me parece nada de particular. —Long Joseph abrió la portezuela del coche y empezó a salir del asiento trasero—. Voy a mear.
—A lo mejor la valla está electrificada —apuntó Jeremiah con cierta esperanza—. Mee usted en ella y luego cuéntenoslo, hombre.
Se oyó una fuerte descarga eléctrica, la tormenta se acercaba.
—Vuelve al coche, papá —dijo Renie.
—¿Para qué?
—Vuelve, ¿vale? —Se volvió hacia Jeremiah—. Tírela abajo con el coche.
Dako la miró como si le hubiera pedido que sacara las alas.
—Pero ¿qué me pide, mujer?
—Que la aplaste con el coche. Hace años que no se abre esa verja. Podemos quedarnos sentados aquí mientras se hace de noche o podemos continuar con esto. Derrúmbela con el coche.
—¡No, no! Con el coche no. Destrozaría la carrocería…
Renie estiró la pierna y hundió el acelerador a fondo pisando a Dako. El barro empezó a salir disparado de debajo de las ruedas del Ihlosi hasta que el vehículo acumuló tracción, saltó hacia delante y chocó contra la cancela, que cedió un poco.
—¿Qué hace?
—¿Prefiere esperar que encuentren nuestro rastro? —le gritó Renie a su vez—. No hay tiempo para contemplaciones. ¿De qué le servirá la carrocería si lo mandan a la cárcel?
Se quedó mirándola un momento. El parachoques delantero seguía empotrado en la cancela, que se había combado medio metro hacia dentro sin que se soltaran los goznes. Dako lanzó un juramento y apretó el pedal con el pie. De momento, tan sólo cambió el ruido del motor, que empezó a rugir temblorosamente. Después, algo se rompió con un chasquido audible, el parabrisas se convirtió en una telaraña y la entrada se abrió de par en par ante ellos. Jeremiah tuvo que dar un pisotón al freno para evitar chocar contra un árbol.
—¡Mire! —aulló. Se levantó del asiento de un brinco y empezó a patalear rabiosamente delante del capó—. ¡Mire el parabrisas!
Renie salió también pero fue hacia la verja y volvió a cerrarla. Encontró la cadena en el suelo, la separó de los restos del candado y la colocó en su sitio para que siguiera pareciendo cerrada si alguien se acercaba a inspeccionar. Antes de volver a entrar en el coche, echó un vistazo a la parte delantera.
—Lo siento —dijo—. Encontraré la manera de compensarle. ¿Podemos seguir adelante, por favor?
—Está oscureciendo —dijo !Xabbu—. Creo que Renie tiene razón, señor Dako.
—¡Maldición! —rio Singh desde el altavoz de la multiagenda—. Espero que me contéis lo que ha pasado. Desde aquí me ha parecido muy divertido.
El camino a partir de la verja era angosto y sin pavimentar.
—Pues no parece gran cosa —dijo Long Joseph.
Jeremiah, silencioso y huraño, siguió conduciendo.
Continuaron por entre los árboles perennifolios y Renie notó que la descarga de adrenalina se le iba pasando. ¿Cómo la había llamado Singh? ¿Shaka zulú? A lo mejor tenía razón. No era más que la pintura del coche pero ¿con qué derecho se había impuesto a Jeremiah? ¿Y por qué? Desde luego, de momento no habían llegado a ninguna parte.
—Huele a algo raro —dijo !Xabbu.
Pero antes de que pudiera terminar la frase, salieron de una curva, la sombra de la montaña les cayó encima y Jeremiah pisó el freno con todas sus fuerzas. El coche derrapó y se detuvo por fin a unos metros de una pared lisa de cemento que apareció como una puerta inmensa incrustada en la montaña.
—¡Dios mío! —exclamó Jeremiah con los ojos fuera de las órbitas—. ¿Qué es eso?
—Decidme qué veis —les instó Martine.
—Otra barrera, de unos diez metros cuadrados, y parece un solo bloque de cemento. Pero no veo nada por donde se pueda abrir. —Renie salió del coche y tocó la fría piedra gris—. No hay asideros ni nada. —Un pensamiento repentino la inquietó—. ¿Y si no se trata de una puerta? A lo mejor cerraron las instalaciones y clausuraron la entrada.
—Echa una ojeada alrededor. Por el amor de Dios, ¿siempre te rindes tan pronto? —La voz ronca de Singh la hizo tensarse—. Mira a ver si hay una caja, un panel empotrado o algo. Recuerda que no tiene por qué estar en la puerta misma.
Los demás salieron del coche y empezaron a buscar también. La tarde caía rápidamente y la lluvia empeoraba la visión. Jeremiah reculó con el coche y encendió los faros, pero no sirvió de mucho.
—Creo que he encontrado algo. —!Xabbu estaba a unos diez pasos a la izquierda de la pared—. Esto no es piedra de verdad.
Renie se acercó. Alumbrándose con el mechero, descubrió unas líneas finas como cabellos que formaban un cuadrado en la superficie de la roca. En uno de los surcos había una pequeña grieta que, aunque parecía natural, podía servir de asidero. Introdujo la mano y tiró sin resultado alguno.
—Déjame a mí, niña.
Su padre deslizó la mano en el escondido espacio y tiró con fuerza. Se oyó un crujido amenazador, pero no se abrió. Un rayo iluminó el cielo como en respuesta al crujido y, luego, el trueno y el eco que despertó bajaron rebotando montaña abajo. La lluvia arreció.
—Voy a sacar el gato del portaequipajes —dijo Jeremiah—. Sólo será un destrozo más.
Jeremiah y Long Joseph tuvieron que unir fuerzas para accionar el gato, pero por fin, la tapadera del panel se abrió con un crujir de goznes en desuso. Dentro, había un pequeño panel de mandos lleno de pequeños cuadrados lisos.
—Funciona con un código —dijo Renie en voz alta para que la oyeran Martine y Singh.
—¿Tienes un cable hisi? ¿Un HSSI? —Renie dijo que sí y el viejo pirata hizo un gesto de conformidad—. Bien. Saca la tapa del panel y levanta la multiagenda para que yo pueda ver. Te diré lo que hay que hacer para conectarme, ya verás qué bien me enrollo.
Singh estaba haciendo algo, pero sin resultados inmediatos. Una vez que Renie hubo conectado la multiagenda al panel de control siguiendo sus instrucciones, la apoyó en una piedra para que quedara levantada y volvió al coche. El sol se hundió. Un viento helado hacía caer la lluvia horizontalmente. El tiempo pasaba despacio, jalonado sólo por algún que otro resplandor de los rayos que caían, peligrosamente cercanos, por encima de sus cabezas. Jeremiah, a pesar de la preocupación de Renie por reservar un poco la carga de la batería, puso música, ligera como una pluma, pop ultraligero pero desgarrador que no aliviaba sus destrozados nervios.
—¿Por qué han puesto eso ahí? —preguntó su padre, mirando la losa gris.
—Parece un refugio antibombas o algo así. —Renie levantó la mirada hacia la empinada pendiente de la montaña que se levantaba sobre la entrada—. Y está un poco empotrado, invisible incluso desde el aire.
—¿De quién protegen este sitio? —preguntó Long Joseph.
—Martine dice —respondió Renie con un encogimiento de hombros— que era una base militar del gobierno. Supongo que la respuesta es «de todos».
!Xabbu volvió con un brazado de leña, completamente empapado pero indiferente al chaparrón, por lo visto.
—Si no conseguimos entrar, necesitaremos fuego —dijo.
Metido en el bolsillo de los pantalones, y bastante incongruente con su anticuado abrigo y su corbata pasada de moda, llevaba un largo cuchillo envainado.
—Si no podemos entrar, buscaremos un lugar decente donde pasar la noche. —Jeremiah estaba sentado en el capó, cruzado de brazos y con cara de desgraciado—. No hay sitio en el coche y les aseguro que no pienso dormir en plena lluvia. Además, seguro que hay chacales por aquí arriba y quién sabe qué otras fieras.
—¿Adónde vamos a ir sin dinero…? —empezó a decir Renie.
De pronto, un ruido como de moler, más fuerte que la tormenta, la sobresaltó. La losa de cemento empezó a deslizarse hacia un lado dejando un vacío negro abierto en las entrañas de la montaña. El grito de triunfo de Singh resonó por encima del crujir de la puerta.
—¡Ichiban! ¡Lo conseguí!
Renie apagó la música y se quedó mirando la abertura. Dentro, nada se movía. Dio unos pasos adelante en medio de la lluvia y se inclinó a mirar, temerosa de que hubiera bombas o cualquier otra trampa de película de espías, pero no vio nada más que un suelo de cemento que desaparecía en la oscuridad.
—Por cierto, ha sido peliagudo —resonó la voz del viejo pirata en el repentino silencio—. Me ha costado lo mío…, prácticamente lo he sacado por la fuerza bruta. Un código del antiguo gobierno, y siempre los inventaban difíciles de piratear.
—!Xabbu —dijo Renie—, ¿dijiste que estabas dispuesto a hacer una hoguera? Bueno, pues ¿por qué no la haces? Vamos a entrar y necesitamos antorchas.
—¿Estás loca, niña? —Su padre salió del asiento trasero y se puso de pie—. Tenemos el coche, y el coche tiene luces. ¿Para qué quieres las antorchas?
Renie sintió un momento de irritación pero se reprimió.
—Porque es más fácil ver con antorchas, y así podemos guiar al coche para que entre. Y si por un casual han levantado el suelo o algo así, será más fácil verlo y Jeremiah no se estrellará con este Ihlosi tan caro en un pozo de cincuenta pies.
Su padre la miró fijamente un momento, frunció el ceño y asintió.
—Muy lista, niña.
—… Pero no encendáis nada —dijo Martine—. Si queda algo de equipo ahí, o luces, es posible que aún reciban electricidad.
—Eso es precisamente lo que nos hace falta, ¿no? —Renie esperaba impaciente a que !Xabbu, que estaba arrodillado bajo la entrada, acabara de encender con su mechero un palo largo con la punta envuelta en hierba seca—. Quiero decir que lo que buscamos es el equipo necesario, ¿no? Tendremos que usarlo, y me imagino que no funcionará a base de buenos pensamientos.
—Resolveremos esa cuestión en cuanto podamos —replicó Martine con cierta tensión en la voz—. Pero piensa. Si esta base está clausurada, tal como se dice en mi informe, ¿no crees que llamaría la atención que empezara a gastar energía? ¿Vale la pena correr el riesgo?
—Tienes razón. No tocaremos nada todavía.
Se sentía avergonzada por no haberlo pensado antes. ¡Una auténtica shaka zulú!
—Yo os guío —dijo !Xabbu agitando la improvisada antorcha—. Seguidme todos en el coche.
—Pero !Xabbu…
—Por favor, Renie. —Se quitó los zapatos, los dejó en un rincón seco al lado de la puerta y luego se remangó las perneras de los pantalones—. Hasta ahora he contribuido muy poco. Pero esto puedo hacerlo mejor que cualquiera de vosotros. Además, soy más pequeño y podré pasar mejor por sitios estrechos.
—Claro. Tienes razón. —Suspiró. Al parecer, a todos se les ocurrían mejores ideas que a ella—. Pero ten mucho cuidado, !Xabbu. No desaparezcas, quiero decir.
—No te preocupes —repuso con una sonrisa.
Al ver avanzar a !Xabbu hacia el agujero vacío, Renie sintió un escalofrío de inquietud por la columna vertebral. Parecía un guerrero antiguo entrando en la cueva del dragón. ¿Adónde iban? ¿Qué hacían? Unos pocos meses atrás, huir de esa forma y entrar ilegalmente en cualquier sitio le habría parecido una locura incomprensible.
Jeremiah puso el coche en marcha y avanzó tras !Xabbu reduciendo la velocidad en el umbral. Los faros no alumbraban más que un vacío polvoriento; si !Xabbu no hubiera estado de pie a pocos metros de ellos, con la antorcha en alto, Renie habría pensado que estaban a punto de despeñarse por el borde de un pozo sin fondo.
!Xabbu indicó que se detuvieran levantando una mano. Avanzó unos pasos moviendo la antorcha al tiempo que miraba a uno y otro lado, arriba y abajo; luego dio media vuelta y volvió corriendo. Renie se asomó a la ventanilla.
—¿Qué pasa?
—Creo que podéis seguir adelante sin peligro —dijo con una sonrisa—. Mira. —Alumbró el suelo con la antorcha. Renie se estiró para ver algo. A la temblorosa luz distinguió una ancha flecha blanca y la palabra «STOP» al revés—. Es el aparcamiento —añadió !Xabbu. Volvió a levantar la antorcha—. ¿Ves? Hay más pisos encima.
Renie se arrellanó en el asiento. Más allá de los faros, las rampas subían hacia una oscuridad mayor. El aparcamiento era grande y estaba completamente vacío.
—Supongo que no nos costará mucho encontrar sitio —comentó.
Después de apilar un buen montón de leña, y en contra de los deseos de Jeremiah y Long Joseph, Renie conectó a Sagar Singh a través de la multiagenda con el panel de control del interior del aparcamiento para que cerrara otra vez la gran puerta. Si por casualidad alguien los descubría, deseaba disponer de toda la protección que las defensas antibombas del gobierno pudieran proporcionarles.
—Voy a bajar las instrucciones para abrirla a la memoria de tu multiagenda ahora mismo —dijo Singh—. Porque en cuanto esa puerta se cierre, me perderéis. Si estáis en una base militar acorazada, la conexión normal a través del teléfono del coche no dejará pasar ni un suspiro al exterior.
—Hay un ascensor cerrado con un tablero de mandos diferente —dijo al viejo pirata—. Creo que baja al resto de las instalaciones. ¿Puede abrirlo también?
—Ésta noche no. ¡Dios, dame un respiro! ¿Vale? Como si no tuviera otra cosa que hacer más que haceros de mayordomo electrónico.
Le dio las gracias y se despidió también de Martine con la promesa de volver a abrir la puerta para ponerse en contacto con ella al cabo de doce horas. Singh bajó la gran losa. En el momento en que encajó del todo, su rostro de ave desapareció de la pantalla en una tormenta de nieve electrónica. Renie y sus amigos quedaron aislados.
!Xabbu había encendido una gran hoguera y junto a Jeremiah estaban preparando parte de la comida que habían comprado por la mañana, un guiso barato de lata: ternera con verduras. Long Joseph, antorcha en mano, paseaba por las partes más lejanas del inmenso aparcamiento subterráneo, lo cual enervaba a Renie.
—Ten mucho cuidado, el cemento puede haberse resquebrajado en algunas partes, o a lo mejor hay escaleras y no las ves a tiempo, o cosas así —le advirtió.
Su padre se volvió y la miró de una manera que Renie no logró distinguir a la luz de la antorcha, aunque supuso que sería de mal humor. El techo en sombras era tan alto y el espacio tan enorme que Long Joseph parecía encontrarse en el extremo opuesto de un gran desierto llano. Por un momento, a Renie le bailó la perspectiva y se imaginó que estaban fuera, no dentro, tan afuera que no había paredes en ninguna parte. La sensación era vertiginosa y tuvo que tocar el suelo de cemento con las manos para no desmayarse.
—Está bien esta hoguera —opinó !Xabbu.
Los demás, acostumbrados a una variedad más amplia de entretenimientos, lo miraron ceñudos. La cena fue satisfactoria y Renie se permitió olvidar la situación y divertirse un poco, casi, como si estuvieran de acampada simplemente, pero la ilusión no duró mucho. !Xabbu observó la expresión de sus compañeros.
—Creo que es un buen momento para contar un cuento —dijo de pronto—. Sé uno que podría resultar apropiado.
—Por favor, cuéntanoslo —le pidió Renie rompiendo el silencio.
—Trata sobre la desesperación y cómo vencerla. Me parece un buen cuento para esta noche, con los amigos reunidos en torno a la hoguera. —Su sonrisa, que le arrugaba hasta los ojos, se iluminó un instante—. Pero antes tenéis que saber algunas cosas de mi pueblo. A Renie ya le he hablado del viejo abuelo Mantis y otros personajes de la raza primitiva. Son leyendas muy antiguas, de los tiempos en que todos los animales eran pueblos y el propio abuelo Mantis caminaba sobre la tierra. Pero lo que os voy a relatar ahora no es sobre él.
»Los hombres de mi pueblo son cazadores… o lo eran, porque ya no queda casi nadie que viva al estilo antiguo. Mi propio padre era cazador, un bosquimano del desierto, y la persecución de un oryx que lo sacó de la tierra que conocía lo llevó hasta mi madre. Renie ya conoce esa historia, y no voy a repetirla esta noche. Pero cuando los hombres de mi pueblo salían a cazar, casi siempre tenían que alejarse mucho de sus mujeres e hijos para encontrar venados.
»No obstante, los mejores cazadores de todos son los luceros del cielo. Mi pueblo los veía cruzando el cielo por la noche y así sabían que no eran ellos los únicos que tenían que desplazarse grandes distancias y pasar por lugares peligrosos. Y el más poderoso de todos esos grandes cazadores es el que conocéis con el nombre de lucero del alba, pero nosotros lo llamamos Corazón de la Aurora. Es el rastreador más incansable del mundo, y su lanza vuela más lejos y más veloz que cualquier otra.
»En los días antiguos, Corazón de la Aurora deseaba tomar esposa. Todos los pueblos de la raza antigua llevaron a sus hijas con la esperanza de que el gran cazador escogiera a una de ellas como novia. La elefanta y la pitón, la springbok y la ratona de hocico largo, todas bailaron en su presencia pero ninguna le llegó al corazón. De entre los gatos, la leona era demasiado grande, la leopardo tenía la piel manchada, y las despreció a todas solemnemente, una por una, hasta que sus ojos descubrieron a la lince. Fue como una llama para él, con su manto claro y sus orejas cual relumbrantes lenguas de fuego. Le pareció que, de todas las que habían comparecido ante él, ella era la única con quien se casaría.
»Cuando el padre de ella consintió en la petición de Corazón de la Aurora, como era de esperar, hubo una gran fiesta con cantos y danzas. Acudieron todos los pueblos de la raza primera. Hubo celos entre aquellos cuyas hijas no habían sido escogidas, pero la comida y la música contribuyeron a que el malestar desapareciera de casi todos los corazones. Sólo la hiena no se unió a la celebración, porque su hija había sido rechazada. La hiena era un ser orgulloso, y también su hija, y ambos se sintieron insultados.
»Tras la boda, Corazón de la Aurora veía aumentar su amor por lince. Ella concibió un hijo que nació enseguida. El gran cazador era dichoso con su reciente esposa y siempre le llevaba cosas hermosas cuando volvía de sus viajes por el cielo: pendientes, pulseras para los brazos y los tobillos y una preciosa capa de cuero; ella se lo ponía todo gozosamente. Como era una esposa ejemplar y no abandonaba el fuego por la noche mientras su esposo estaba ausente cazando por el cielo, su hermana menor acudía a visitarla. Hablaban, se reían y jugaban con el pequeño hijo de lince mientras aguardaban el retorno de Corazón de la Aurora.
»Pero la rabia se agriaba aún en el estómago de la hiena padre y su hija, y así, la vieja hiena, cuya astucia casi nadie superaba, envió a su hija en secreto al campamento de lince y Corazón de la Aurora. Había un alimento, huevos de hormiga, que lince prefería por encima de todos. Si tenía algún defecto, es que era un poco glotona porque, antes de casarse con Corazón de la Aurora, había pasado mucha hambre y siempre que encontraba los dulces huevos blancos, que parecían granos de arroz, se los comía todos. La hija de hiena, que lo sabía, recogió un montón de huevos y los dejó en su sitio donde lince pudiera encontrarlos, pero antes tomó un poco de su propio almizcle, el sudor de sus axilas, y lo mezcló con los huevos. Después, la hija de hiena dejó los huevos y se escondió.
»Lince y su hermana andaban buscando qué comer cuando aquélla encontró el montón de huevos.
»—¡Oh! —exclamó—. ¡Aquí hay una cosa muy buena!
»Sin embargo, su hermana recelaba y dijo:
»—Ésta comida huele mal. No creo que sea buena para comer.
»Pero lince estaba entusiasmada.
»—Tengo que comérmelos —dijo recogiendo todos los huevos—, porque puedo tardar mucho en volver a encontrar una cosa así.
»Sin embargo, la hermana de lince no quiso ni probarlos porque el olor del almizcle de la hiena la molestaba.
»Cuando volvieron al campamento, lince empezó a sufrir dolor de estómago y la cabeza se le calentó como si hubiera estado demasiado cerca del fuego. Aquélla noche no pudo dormir, ni tampoco la siguiente. Su hermana la riñó por haber sido tan glotona y fue a buscar a su madre para que la ayudara, pero la anciana no pudo hacer nada y lince fue empeorando. Alejó a su hijito de sí. Lloró y vomitó y los ojos se le subieron al cráneo. Sus hermosos adornos empezaron a caer uno por uno al suelo, primero los pendientes, luego las pulseras de los brazos y las de los tobillos, luego la capa de piel e incluso las correas de las sandalias, hasta que quedó desnuda y llorosa. En ese momento, se puso en pie y echó a correr hacia la oscuridad.
»La madre se asustó tanto que volvió corriendo a su campamento a contarle al padre que su hija se estaba muriendo, pero la hermana siguió a lince.
»Cuando el campamento quedó vacío, la hija de hiena salió de la oscura noche que se extendía más allá de la hoguera y se quedó junto al fuego. Primero se puso los pendientes caídos de lince, luego recogió los brazaletes de cáscara de avestruz y se los abrochó, y también se apoderó de la capa de piel y de las sandalias. Una vez hecho esto, se sentó junto al fuego y se rio diciendo:
»—Ahora, yo soy la esposa de Corazón de la Aurora, como tenía que haber sido desde el principio.
»Lince huyó al monte y su hermana la siguió. Se sentía tan desgraciada que corrió hasta llegar a un marjal lleno de juncos y agua y se sentó a llorar amargamente. Su hermana llegó y le dijo:
»—¿Por qué no vuelves a tu casa? ¿Y si regresa tu esposo y no te encuentra junto a la hoguera? ¿No temerá por ti?
»Pero lince se internó más en el marjal hasta que el agua le llegó por las rodillas, y dijo:
»—Siento el espíritu de la hiena en mi interior. Estoy sola y tengo miedo, y la oscuridad ha caído sobre mí.
»A causa de lo que le sucedió a lince, mi pueblo todavía dice que a alguien le entra “el momento de la hiena” cuando su espíritu enferma.
»La hermana de lince cogió al hijo de lince y dijo:
»—Tu hijo quiere mamar. Dale el pecho.
»Y convenció a lince de que alimentase a su hijo un rato, pero luego lo dejó en el suelo y volvió otra vez al agua, más hondo esta vez, hasta la cintura. Cada vez que la hermana la convencía de que saliera a amamantar al hijo, lince lo cogía un ratito y luego volvía a retirarse al agua, cada vez más hondo, hasta que el agua le llegó casi a la boca.
»Al final, la hermana de lince se alejó apesadumbrada y se llevó al pequeño otra vez junto a la hoguera para que entrara en calor, porque hacía frío bajo el cielo nocturno y aún más donde crecían los juncos. Pero cuando llegó al campamento, vio a una figura de ojos brillantes sentada junto a la hoguera, ataviada con toda la ropa y los adornos de lince.
»—¡Ah! —dijo la figura—. Ahí está mi hijito. ¿Por qué me lo has robado? ¡Dámelo ahora mismo!
»La hermana de lince se quedó perpleja pensando que era su hermana mayor, que había vuelto del marjal y del agua, pero entonces olió el sudor de la hiena y le entró miedo. Abrazó al pequeño fuertemente y echó a correr alejándose del fuego mientras la hiena aullaba diciendo:
»—¡Devuélveme al niño! ¡Soy la esposa de Corazón de la Aurora!
»Entonces, la hermana de lince comprendió lo que había pasado y supo que, cuando su cuñado regresara de su largo viaje por el cielo, sería tarde para salvar a su hermana. Subió a un altozano, levantó la cabeza hacia la negra noche y empezó a cantar:
»¡Corazón de la Aurora, escúchame, escúchame!
¡Corazón de la Aurora, vuelve de la cacería!
¡Tu esposa está enferma, tu hijo está hambriento!
¡Corazón de la Aurora, es un mal momento!
»Lo cantó una y otra vez, cada vez más fuerte, hasta que por fin el gran cazador la oyó. Volvió corriendo por el cielo, echando chispas por los ojos, hasta llegar frente a la hermana de lince. Ella le contó lo sucedido y él se enfureció mucho. Corrió a su campamento y, al llegar allí, la hija de hiena se irguió, con los pendientes y los brazaletes tintineantes. Trató de poner una voz dulce como la de lince, pero la tenía grave y ronca, y dijo:
»—¡Esposo, ya has regresado! ¿Qué has traído para tu esposa? ¿Has traído venados? ¿Has traído regalos?
»—Sólo he traído un regalo, ¡helo aquí! —dijo Corazón de la Aurora arrojando la lanza.
»La hiena aulló, se apartó de un salto y la lanza no le dio… Fue la única vez que Corazón de la Aurora falló un disparo, porque la magia de la hiena es antigua y muy poderosa pero, al zafarse, cayó en el fuego y se quemó las patas en las brasas, lo cual la hizo aullar más fuerte aún. Dejó a un lado los bienes robados a lince y echó a correr tan deprisa como pudo, cojeando por el dolor de las quemaduras. Y si un día veis una hiena, fijaos que camina como si tuviera los pies blandos, que es lo que les pasa a todos los descendientes de la hija de hiena, y veréis que tiene la patas ahumadas todavía por el fuego de Corazón de la Aurora.
»Y entonces, cuando el cazador expulsó a la intrusa, se fue al lugar de las aguas a sacar a su esposa, y le devolvió los adornos y la ropa y le puso al pequeño entre los brazos otra vez. Luego, con la hermana de lince a su lado, volvieron al campamento. Y ahora, el lucero del alba al que llamamos Corazón de la Aurora siempre vuelve raudo de la cacería, y hasta la oscura noche huye de él. Cuando él aparece, la noche escapa por el horizonte mientras él levanta polvo rojo con los pies. Y éste ha sido el final de la historia.
Quedaron en silencio cuando el hombrecillo concluyó. Jeremiah asentía despacio como si acabara de escuchar la confirmación de una antigua creencia personal. Long Joseph asentía también con la cabeza, pero por otro motivo: se había adormilado.
—Ha sido… precioso —dijo Renie al cabo de un rato. La narración de !Xabbu le había parecido extraordinariamente vivida y conocida también, como si hubiera oído algunos fragmentos con anterioridad, aunque sabía que no era así—. Ha sido… me ha recordado muchas cosas.
—Me alegro de que la hayas escuchado. Espero que la recuerdes cuando te sientas desgraciada. Todos necesitamos rogar para que la bondad de los demás nos dé fuerzas.
Por un momento, el resplandor del fuego pareció llenar el ambiente ahuyentando las sombras. Renie se permitió el lujo de abrigar una pequeña esperanza.
Contemplaba desde arriba un vasto desierto borroso por la noche. No habría sabido decir si estaba sentada en las ramas de un árbol o en la falda de una montaña. Había gente colgada a su alrededor por todas partes, aunque apenas la distinguía.
—Me alegro de que hayáis venido a mi casa —dijo Susan van Bleeck desde la oscuridad—. Está muy alta, claro… a veces me preocupo por si alguien se cae.
—Pero no puedo quedarme. —Renie no quería herir los sentimientos de Susan, pero sabía que tenía que decirlo—. Debo ir a llevar a Stephen las cosas del colegio. Mi padre se enfadará si no lo hago.
Notó una mano seca y huesuda que le agarraba la muñeca.
—Pero no puedes marcharte. Él está ahí fuera, ya lo sabes.
—¿De verdad? —La inquietud de Renie aumentó—. Pero ¡tengo que ir al otro lado! ¡Tengo que llevar los libros a Stephen!
La idea de que su hermano estuviera esperándola, solo y llorando, competía con la trascendencia de las palabras de la doctora. Sólo tenía una vaga idea de lo que Susan quería decir o de a quién se refería, pero sabía que era malo.
—¡Pues claro! ¡Nos huele! —La mano que le sujetaba la muñeca la apretó más—. Nos odia porque estamos aquí arriba, calientes, y él tiene mucho frío.
Mientras la doctora hablaba, Renie notaba algo… un viento helado y penetrante que venía del desierto. Las otras siluetas casi invisibles también lo notaban, y se levantó un murmullo de temor.
—Pero no puedo quedarme. Stephen está ahí fuera, al otro lado.
—Pero tú tampoco puedes bajar. —La voz de la doctora sonó diferente, y también olía diferente—. Él está esperando… ¡ya te lo he dicho! Siempre está esperando porque siempre está fuera.
No era Susan la que estaba sentada a su lado en la oscuridad, sino su madre. Renie reconoció su voz y el olor de perfume de limón que le gustaba ponerse.
—Mamá.
No hubo respuesta pero notaba su calor a pocos centímetros de distancia. Cuando siguió hablando, tuvo una nueva sensación que la paralizó de terror. Fuera había algo que rondaba en la oscuridad debajo de ellos, husmeando en busca de algo que devorar.
—¡Silencio! —dijo la madre entre dientes—. Está muy cerca, hija.
Un hedor la sobrecogió, un tufo extraño y helador de cosas muertas y viejas, cosas quemadas y sitios mohosos y deshabitados. Con el olor llegó la sensación a sus sentidos, fuerte y clara como aquél… una oleada tangible de maldad perversa, de celos y odio corrosivo, de desgracia y soledad pura y absoluta, la emanación de algo consignado a la oscuridad desde antes del principio del tiempo, y que nada sabía de la luz sino que la odiaba.
De repente, Renie sintió que no quería abandonar jamás aquel lugar alto.
—Mamá —dijo—, tengo que…
Súbitamente, un pie le resbaló y se desplomó sin remedio en la oscuridad, cayendo, cayendo, mientras la cosa perversa, poderosa y llena de odio que había abajo abría su enorme y hedionda boca para comérsela…
Renie se incorporó sin aliento, la sangre le martilleaba en los oídos. Tardó un buen rato en saber dónde estaba. Cuando lo recordó, no le pareció mucho más halagüeño.
Exiliada, fugitiva, arrojada a una tierra extraña y desconocida.
La última sensación del sueño, la caída hacia un mal que la esperaba, no había pasado del todo. Estaba mareada y tenía la carne de gallina por todo el cuerpo. «El momento de la hiena —pensó, tentada por la desesperación—. Como dijo !Xabbu. Y realmente ha llegado».
No podía ni tumbarse siquiera, pero se obligó. La respiración regular de los demás, que flotaba y resonaba en la gran oscuridad de arriba, era su único vínculo con la luz.
—Así que ¿habríamos podido usar la electricidad anoche? —Long Joseph se metió las manos en los bolsillos y se inclinó hacia delante—. ¿Y no pasarla sentados alrededor de una hoguera?
—Sí, tenemos electricidad. —A Renie le fastidiaba tener que explicarlo otra vez—. La del edificio, la que necesitan el propio mantenimiento y los sistemas de seguridad. Pero eso no significa que podamos usar más de la que necesitemos.
—Me hice daño en un pie buscando un lavabo en la oscuridad. Podía haberme caído por un agujero y haberme partido la cabeza…
—Mira, papá —empezó, y se calló.
¿Por qué seguía repitiendo las mismas peleas? Dio media vuelta y cruzó el espacioso suelo de cemento en dirección a los ascensores.
—¿Qué tal va? —preguntó.
—El señor Singh sigue trabajando —dijo !Xabbu levantando la mirada.
—Seis horas —comentó Jeremiah—. No conseguiremos abrir esto jamás. No esperaba pasarme el resto de mi vida en un maldito aparcamiento subterráneo.
La voz de Singh zumbó en la multiagenda, comprimida a una fracción de la amplitud de banda normal.
—¡Jesús! ¡Lo único que sabéis hacer es quejaros! Dad gracias de que hayan clausurado este agujero, o que lo hayan cerrado o como demonios lo llaméis. Habría sido condenadamente más difícil entrar… por no hablar de que ahora no hay vigilancia, cosa que habría agravado la situación, sin duda. —Parecía más dolido que enfadado, quizá porque se habían puesto en duda sus habilidades—. Al final lo conseguiré, pero éstos funcionan con los lectores de huellas dactilares originales, y son mucho más difíciles de piratear que un simple sistema de código.
—Lo sé —dijo Renie—, y estamos muy agradecidos. Lo que pasa es que ha sido difícil. Éstos últimos días han sido agotadores.
—¿Agotadores? —El anciano empleó un tono ofendido—. ¿Por qué no intentáis colaros en la red mejor controlada del mundo con una enfermera que entra cada dos minutos a mirar la cuña o a obligarte a terminar el flan de arroz? Y encima, las puertas no tienen pestillo en esta mierda de sitio y no dejan de entrar viejos seniles que me molestan y me empujan porque piensan que es su habitación. Y no digamos los increíbles dolores gástricos que me provoca la medicación. Y mientras tanto, procuro abriros el sistema de seguridad de una base militar supersecreta. ¡Ya os diré yo lo que es agotador!
Convenientemente reprendida, Renie se alejó. Le dolía la cabeza y se le habían terminado los analgésicos. Encendió un cigarrillo aunque en realidad no le apetecía.
—Hoy nadie está contento —comentó !Xabbu en voz baja.
Renie dio un respingo, no le había oído acercarse.
—¿Y tú? Pareces bastante contento.
!Xabbu parecía estar de un humor tristemente alegre y Renie se arrepintió de su mordaz respuesta.
—Claro que no estoy contento, Renie. Me apena lo que te sucede a ti y a tu familia. Me apena no poder llevar adelante lo que más deseo en el mundo. Y tengo miedo de que hayamos descubierto algo verdaderamente peligroso. Pero enfadarse no sirve de nada, al menos de momento. —Sonrió un poco y los ojos se le arrugaron en los extremos—. A lo mejor, después sí me enfado, cuando las cosas mejoren.
Una vez más, Renie agradeció en su fuero interno el carácter tranquilo y bondadoso de su amigo y, junto al agradecimiento, notó también una pizca de resentimiento. La actitud equilibrada de !Xabbu la hacía sentirse perdonada una vez tras otra, y no le gustaba que le perdonaran nada.
—¿Cuando las cosas mejoren? ¿Crees que mejorarán?
—Es una cuestión de palabras —replicó con un encogimiento de hombros—. En mi lengua materna, decimos «si pasa esto» más veces que «cuando pase esto», pero yo tengo que escoger cada vez que digo una frase en la vuestra. Procuro elegir la forma más optimista de expresar las cosas para que mis propias palabras no me aplasten como piedras. ¿Tiene sentido?
—Eso creo.
—¡Renie! —gritó Jeremiah alarmado.
Se giró a tiempo para ver encenderse la luz sobre uno de los ascensores. Un momento después, la puerta se abrió.
«Es como ser aquel explorador —pensaba Renie mientras el ascensor se detenía sin ruido en el primer piso inferior—, el que descubrió la tumba perdida del faraón». El siguiente pensamiento, un recuerdo desconcertante de la maldición que supuestamente matara al descubridor, fue interrumpido, aunque no borrado, por el ruido de la puerta al abrirse.
No era más que un piso de despachos, sin más mobiliario que una enorme mesa de conferencias y algunos archivos cuyos cajones abiertos permanecían vacíos. A Renie se le encogió el corazón. La desnudez del lugar no prometía nada bueno. Recorrieron todas las salas del piso para asegurarse de que no había nada útil en ninguna, y luego volvieron todos al ascensor.
Tres pisos más de despachos vacíos no mejoraron su estado de ánimo. Encontraron suficientes muebles grandes como para pensar que el desalojo se había detenido en algún momento, pero las deshabitadas guaridas no contenían nada valioso. Quedaban algunos objetos como recordatorios fantasmales de que allí había vivido gente en algún momento: un par de calendarios de hacía casi veinte años colgados aún de la pared, antiguos anuncios de tal o cual cambio de funciones o de reglas que amarilleaban en el tablón de anuncios, e incluso una foto de una mujer y unos niños pegada a la ventana de un despacho, todos vestidos con atavíos tribales como para una ceremonia. Pero todo eso sólo acentuaba el abandono del lugar, su muerte.
El piso inferior estaba lleno de mostradores de acero inoxidable que a Renie le recordaban, desagradablemente, a la sala de consulta de un patólogo, hasta que se dio cuenta de que aquello había sido la cocina. Una habitación grande y vacía pero llena de pilas de mesas plegables confirmó la teoría. En los dos pisos siguientes había unos cubículos que tomó por dormitorios, vacíos ya como celdas de una colmena abandonada largo tiempo.
—¿Aquí vivía gente? —preguntó Jeremiah.
—Seguramente sí. —Renie recogió la multiagenda e hizo bajar el ascensor de nuevo—. O a lo mejor tenían las instalaciones preparadas por si se declaraba una guerra pero no llegaron a usarlas. Martine dijo que esto era una especie de montaje especial de las fuerzas aéreas.
—Estamos en el último piso —observó su padre, un tanto inútilmente, puesto que era fácil contar los botones del panel del ascensor—. Y, por encima de donde entramos sólo hay dos pisos más de aparcamiento, como ya te dije. Fui a verlo.
Casi parecía animado.
Renie cruzó una mirada con !Xabbu. La expresión del hombrecillo no cambió, pero sostuvo la mirada a Renie como enviándole fuerzas. «!Xabbu piensa que aquí tampoco hay nada». La inundó una sensación de irrealidad. O tal vez fuera realidad… ¿Qué esperaban al fin y al cabo? ¿Una base militar de alta tecnología en pleno funcionamiento puesta allí para ellos como un castillo encantado?
La puerta del ascensor se abrió. Renie no necesitó mirar siquiera, y las palabras de su padre no la sorprendieron.
—Más despachos. Eso parece una gran sala de reuniones.
—Vamos a echar un vistazo de todos modos —dijo Renie con un suspiro—. No nos hará daño.
Con la sensación de estar atrapada en un sueño especialmente agotador y deprimente, los condujo hacia el espacio dividido en secciones. Se quedó mirando mientras los demás se dispersaban en direcciones diferentes. La primera sala estaba completamente desnuda, no quedaba nada más que la fea moqueta de color beige institucional. En su deprimido estado de ánimo, no pudo evitar imaginarse lo desagradable que tenía que ser trabajar en aquel espacio sin ventanas, respirando aire envasado, sabiéndose enterrado bajo millones de toneladas de piedras. Asqueada, dio media vuelta y se dirigió al ascensor sin pararse a considerar, de puro abatimiento, cuál sería el paso siguiente.
—Hay otro ascensor —anunció !Xabbu.
Tardó unos momentos en asimilarlo.
—¿Cómo?
—Otro ascensor. Aquí, en esta esquina.
Renie y los demás se acercaron cruzando el laberinto y se quedaron boquiabiertos ante el ascensor, que por otro lado era completamente normal, como si fuera un ovni que acabara de aterrizar.
—¿Comunica con la entrada, como el otro? —preguntó Renie evitando hacerse ilusiones otra vez.
—En esta pared no había ninguno, niña —replicó Long Joseph.
—Tiene razón.
Jeremiah se acercó y, con cuidado, tocó la puerta.
Renie corrió a desenchufar la multiagenda del otro ascensor.
Dentro de aquella caja gris mate no había botones y, al principio, la puerta no se cerraba. Renie enchufó la multiagenda al lector de manos del interior y tecleó la secuencia codificada de Singh; un momento después la puerta se cerró. El ascensor estuvo bajando un rato sorprendentemente largo hasta que, por fin, las puertas se abrieron con un timbrazo.
—¡Dios mío! —exclamó Jeremiah—. ¡Mirad qué sitio!
Renie parpadeó. Aquello era la tumba del faraón.
Long Joseph empezó a reírse de pronto.
—¡Entiendo! ¡Primero construyeron este sitio maldito, y luego levantaron lo demás encima! ¡No podían sacar todo esto de aquí sin hacer saltar por los aires la montaña entera!
!Xabbu ya había dado un paso adelante y Renie lo siguió.
El techo era cinco veces más alto que el del aparcamiento, una bóveda inmensa tallada en la roca viva, con muchos plafones de luz, cada uno del tamaño de una cama de matrimonio. Poco a poco, empezaron a derramar una amarillenta y tenue luz como si alguien los hubiera encendido en honor a las visitas. Alrededor de las paredes, había varias hileras de despachos que parecían cortados en la roca viva y unidos por pasarelas. Renie y los demás se encontraban en el tercero empezando por el fondo de la caverna, mirando abajo desde una altura de doce metros por lo menos.
El suelo estaba lleno de mesas de trabajo con equipos, casi todos tapados con plásticos, aunque se apreciaban algunos huecos donde, evidentemente, faltaban cosas. Los cables colgaban como telarañas titánicas de una red de conductos. Y en el centro, inmensos y extraños como sarcófagos de reyes dioses muertos, doce enormes ataúdes de cerámica.