26. Cazadores y presas

PROGRAMACIÓN DE LA RED/MÚSICA: Animales Horribles recuperan el sonido «clásico».

(Imagen: videoclip de 1 Way4U2B). Voz en off: Saskia y Martinus Benchlow, miembros fundadores de Mi Familia y Otros Animales Horribles, declaran que van a imprimir a su antiguo grupo, que arrasó en las listas de ventas, una nueva dirección hacia lo «clásico».

(Imagen: los Benchlow en su casa, con pistolas y pavos reales). S. BENCHLOW: Vamos a por el sonido clásico de guitarra del siglo XX. Los que dicen que no es más que un truco… M. BENCHLOW: Desgraciadamente, no tienen ni idea. S. BENCHLOW: Desgraciadamente. Son puros tchi seen. Se trata de una auténtica recuperación, ¿me sigues?, pero hacemos nuestro el sonido. Segovia, Hendrix, Roy Clark… sonido clásico, así de antiguo.

—Es mejor que me vaya ahora —dijo.

No quería mirarlo porque se sentía rara.

—Pero si acabas de llegar. ¡Ah, claro! Todavía estás castigada, ¿verdad? O sea, que no puedes llegar tarde del colegio. —Frunció un poco el ceño. Parecía triste—. ¿Y además estás asustada porque te he dicho que voy a pedirte que hagas una cosa mala?

Christabel no respondió; luego afirmó con la cabeza. El señor Sellars sonrió aunque seguía estando triste.

—Ya sabes que jamás te haría daño, pequeña Christabel. Pero necesito pedirte que me hagas un par de cosas, y tienes que guardarme el secreto. —Se inclinó hacia delante y le acercó mucho la cara, tan rara, como de cera derretida—. Escúchame. Se me termina el tiempo, Christabel. Me avergüenza tener que pedirte que desobedezcas a tus padres, pero estoy desesperado de verdad.

No estaba segura de lo que significaba «desesperado», pero creyó que era que tenía prisa. El señor Sellars le había enviado un mensaje secreto a través de la pantalla del pupitre del colegio, y le había pedido que fuera a verlo ese día. Christabel se sorprendió tanto al verlo en el lugar de los problemas de restas que había allí un momento antes que casi no se dio cuenta de que la maestra se acercaba a ella. Tuvo el tiempo justo para apagar la pantalla antes de que la señorita Karman llegara a su sitio, y luego tuvo que aguantar en silencio la regañina por no estar trabajando.

—Si no lo quieres hacer —prosiguió el anciano—, no lo hagas. Yo seguiré siendo amigo tuyo, te lo prometo. Pero aunque no me hagas esos favores, por favor, por favor, no le cuentes a nadie que te los he pedido. Es muy importante.

Se quedó mirándolo. Nunca había oído hablar así al señor Sellars. Parecía asustado y preocupado, como su madre cuando ella se caía por las escaleras de la entrada, en la casa vieja. Lo miró a los ojos amarillentos tratando de comprender.

—¿Qué quiere que haga?

—Te lo diré. Son sólo tres cosas… como en los cuentos de hadas, Christabel. Tres cosas que sólo tú puedes hacer. Pero antes, quiero enseñarte una cosa. —El señor Sellars se giró en la silla de ruedas y estiró el brazo hacia la mesa. Tuvo que apartar las gruesas hojas de una planta para encontrar lo que buscaba. Se lo enseñó—. ¿Sabes qué es esto?

—Jabón.

Se preguntó si iría a comerse un poco. Ya lo había visto comer jabón un día.

—Pues sí. En realidad, es una de las pastillas que tú me trajiste. Pero además es otra cosa. Mira, ¿ves? —Ladeó el jabón y señaló un agujero en un extremo—. Ahora, fíjate. —Lo cogió con manos temblorosas y lo abrió por la mitad como si fuera un bocadillo. En el centro del jabón había una llave gris de metal—. Es un buen truco, ¿no? Lo aprendí en una película de la red.

—¿Cómo se ha puesto dentro del jabón? —preguntó—. ¿Para qué sirve?

—Partí el jabón por la mitad y moldeé la forma de lo que quería —le explicó el señor Sellars—. Luego, hice este agujero, ¿ves? Y uní las dos mitades. Después eché metal líquido. Cuando se enfrió, ya estaba hecha la llave. Y ahora voy a contarte para qué sirve. Es una de las tres cosas que tienes que hacer, Christabel. Bueno, ¿estás lista para oírlas?

Christabel miró la llave, que reposaba dormida en el jabón como si de una cama se tratara y ella tuviera que despertarla, igual que el príncipe azul. Asintió con la cabeza.

Cogió la bicicleta porque el camino era largo y tenía que llevar bastante peso, que cargó en la cesta.

Esperó hasta el sábado, cuando su madre y su padre iban al partido de fútbol americano. Christabel había ido con ellos una vez, pero preguntó tantas cosas sobre lo que hacían los hombrecillos del campo verde que su padre decidió que se quedaría más a gusto en casa el próximo encuentro.

Cuando iban al fútbol, su padre y su madre la dejaban con la señora Gullison. Ése sábado, Christabel le dijo a la señora Gullison que su amiga le había encargado ir a dar de comer al perro y llevarlo a dar un paseo. La señora Gullison, que estaba viendo un partido de golf en la televisión, le dijo que adelante, pero que volviera enseguida y que no fisgoneara en los cajones de los padres de su amiga. Le pareció una advertencia tan curiosa que tuvo que contener la risa.

Empezaba a hacer frío. Se abrigó la garganta con la bufanda y metió los extremos en los bolsillos del abrigo para que no se enredaran en los radios de las ruedas. Ya le había pasado una vez, y se cayó al suelo y se hizo daño en la rodilla. Bajó pedaleando deprisa por Stillwell, luego giró hacia el puente y pasó por el colegio. El señor Díaz, el amable conserje, estaba tirando una bolsa de hojas secas al cubo de la basura, y ella iba a saludarlo cuando de pronto se acordó de que el señor Sellars no quería que hablase con nadie.

Siguió bajando por las calles tal como le había indicado su viejo amigo, por muchas calles. Al cabo de un rato, llegó a una parte de la base donde nunca había estado, a un grupo de cabañas bajas construidas de metal ondulado y curvado que rodeaban un campo de hierba que hacía mucho que no segaban. Detrás de la última fila de cabañas, había otra fila de siluetas que parecían cajas, como las cabañas pero más bajas y hechas de cemento. Debían de estar medio enterradas en el suelo. Christabel no se imaginaba para qué serían. Si eran casas, eran muy pequeñas, y se alegró de no vivir en un sitio así.

Empezó a contar por el lado de donde venía, como le había dicho el señor Sellars, uno, dos, tres, hasta llegar a la octava caja de cemento. Tenía puerta, y en la puerta, un candado, como tenía que ser. Miró alrededor, inquieta por si alguien la veía, por si la vigilaban esperando a que hiciese algo mal para salir corriendo a por ella, como en la exhibición de la policía que había visto la noche anterior, pero no había nadie. Sacó la extraña y basta llave que el señor Sellars había hecho en el jabón y la colocó en el candado. Al principio no encajaba del todo, pero la movió unas cuantas veces hasta que entró por completo. Intentó hacerla girar pero la llave ni se movió. Entonces se acordó del tubito que le había dado el señor Sellars. Sacó la llave e impregnó el cerrojo con la porquería del tubo. Contó despacio hasta cinco y volvió a intentarlo. El candado se abrió por fin. El chasquido que notó en la mano fue tan vivo y repentino que Christabel se sobresaltó.

Como no salió ningún policía con pistola y armadura de detrás de las cabañas de metal, abrió la puerta. Dentro, había un agujero en el suelo de cemento y una escalera que bajaba, como se lo había descrito el señor Sellars. Tocó la escalera, era áspera y la niña puso cara de fastidio, pero se lo había prometido y bajó. Aunque no había visto nada en el fondo, no le hacía gracia meterse allí…; el señor Sellars había dicho que no encontraría serpientes, pero a lo mejor se equivocaba. Por suerte, la escalera era corta y, antes de sentir miedo, ya había llegado abajo. Miró el suelo que pisaba, en aquella habitación subterránea no había nada, ni serpientes tampoco, sólo lo que buscaba, una puerta de metal en la pared.

Se agachó junto a la puerta, que era más ancha que ella y ocupaba la mitad de la pared. A un lado, tenía la barra de metal que el señor Sellars había llamado «pestillo». Intentó moverlo pero no consiguió nada. Volvió sacar el tubo y puso un poco más de aquella cosa. No se acordaba de dónde tenía que aplicar la sustancia exactamente, así que roció todo el pestillo hasta vaciar el tubo. Contó hasta cinco y volvió a intentarlo. Al principio parecía que no se movía. Después, le pareció que se había movido un poquito, pero seguía cerrado.

Se sentó a pensar un momento y luego subió la escalera. Se asomó a la puerta para asegurarse de que no había nadie mirando y salió de la caja de cemento. Enseguida encontró una piedra suficientemente grande.

Sólo tuvo que dar unos pocos golpes y, de pronto, el rabito que sobresalía del pestillo bajó y Christabel pudo correrlo de un lado a otro. Lo corrió hacia un lado cuanto el artilugio dio de sí, como le había dicho el señor Sellars, y se marchó por la escalera hacia la luz de la tarde.

Orgullosa de haber sido tan valiente y de haber hecho tan bien el primer encargo del extraño viejecillo, se quedó al lado de la bici contemplando la caja de cemento. Había vuelto a cerrarla y se había guardado la llave en el bolsillo. Era un secreto que sólo conocían ella y el señor Sellars. Le daba una emoción cosquilleante. Ahora, sólo faltaban dos cosas.

Se puso un momento las gafas de cuentos para repasar la lista del señor Sellars. Miró el reloj de El País de las Nutrias… Pikapik, el príncipe de las nutrias, tenía los números 14.00 entre las patas, lo cual quería decir que le quedaban quince minutos para llegar al segundo sitio.

Comprobó si las tenazas seguían en la cesta de la bici, montó y empezó a pedalear.

A excepción de la punta de la nariz y los huesos de los pómulos, Yacoubian estaba pálido de ira, su tez olivácea había perdido un tono completo en la escala de color.

—Repítelo. Despacio, para que pueda decir a tus parientes cercanos la cara que tenías antes de que yo te la rompiera de tal forma que fuera imposible exhibirte en la capilla ardiente.

El joven Tanabe sonrió con frialdad.

—Se lo repetiré con gusto, general. Toda persona ajena a Telemorphix ha de ser registrada antes de acceder al laboratorio… sin excepción. Punto. Por orden del señor Wells. Si desea dejar constancia de su desacuerdo, señor, hágaselo saber al señor Wells. Pero no entrará en el laboratorio sin cumplir ese requisito. Lo siento, general.

—¿Y si me niego?

—Entonces, o bien espera aquí o, si causa perturbaciones mayores, lo escoltaremos hasta la salida… señor. Con todos los respetos, no creo que desee enfrentarse a nuestro personal de seguridad. —Tanabe señaló, sin darle importancia, a dos hombres de gran estatura que había junto al umbral, atentos ambos a la conversación en una actitud profesional. Parecían enormes, debido en parte a los chalecos de goma galvanizada que llevaban bajo el traje de calle, que no disimulaba el efecto—. En realidad, general, aquí en Telemorphix, tenemos al menos a seis hombres de seguridad que fueron veteranos suyos. No le costaría identificar la calidad de su trabajo.

Yacoubian echaba chispas, pero hizo un esfuerzo por retirarse.

—Espero que se divierta. Adelante.

Tanabe llamó a los vigilantes con un gesto de la cabeza. Mientras registraban al general, rápida y eficazmente, el ayudante de Wells se mantenía a una discreta distancia con los brazos cruzados.

—Esto no tiene nada de divertido, señor. Es mi trabajo y cumplo con él, como sus hombres con el suyo.

—Sí, pero mis hombres pueden ser fusilados.

—Es posible —replicó Tanabe con una sonrisa— que mi jefe le haga un regalo de Navidad inesperado este año, general.

Uno de los hombres sacó a Yacoubian del bolsillo la caja de puros dorada.

—Esto no, señor. A menos que prefiera esperar media hora mientras examinamos la caja y el contenido.

—¡Dios mío! ¿Ése viejo loco tiene miedo hasta de un puro sin encender?

—Como guste, general —dijo Tanabe, retirándole la purera.

—¡Jesús! —exclamó Yacoubian con un encogimiento de hombros—. De acuerdo, gusano, usted gana. Lléveme adentro.

Wells se divirtió unos momentos mientras Yacoubian terminaba de despotricar.

—Lo siento, Daniel. Si hubiera sabido que iba a molestarte tanto, habría salido yo a registrarte personalmente.

—Muy gracioso. Después de toda esta mierda, más vale que merezca la pena. —El general se llevó la mano al bolsillo pero, al no encontrar la caja de puros, la retiró como si fuera un animal en hibernación que hubiera despertado antes de tiempo. Frunció el ceño más aún—. ¿Qué has podido preparar en sólo dos semanas? ¡Vamos, Bob! Ni siquiera tus chicos tienen un cerebro tan rápido.

—Chicos y chicas, Daniel. No seas antediluviano. Y además, no lo hemos hecho en dos semanas. Sería más exacto decir en dos años… pero en estas dos últimas semanas hemos invertido muchos miles de horas de trabajo a la vez para completarlo. —Algo tintineó suavemente en el interior de la pared. Wells rozó el tablero de la mesa y un cajón se abrió ante él. Sacó de allí un parche dérmico y se lo colocó con cuidado en la cara interna del codo—. Es la medicación —dijo en tono de disculpa—. Bueno, si ya te has tranquilizado, te enseñaré lo que hemos descubierto.

Yacoubian se quedó de pie. Estaba más calmado, pero mantenía una postura rígida que no tenía antes.

—Todo esto es una especie de broma tuya, ¿no? Hacerme esperar y luego, el registro; sabías que me jodería.

Wells tendió las manos; no le temblaba el pulso, a pesar de los músculos nudosos y los huesos prominentes.

—Daniel, no te pases.

Yacoubian cruzó la estancia e invadió el espacio corporal de su anfitrión en un momento. Acercó la cara a milímetros de la de Wells y luego, con un sutil movimiento de los dedos, le detuvo la mano, que iba acercándose poco a poco a la alarma de seguridad que había en el tablero.

—No me jodas en tu vida… Bob. No lo olvides. Hace mucho tiempo que nos conocemos, hasta hemos sido amigos, pero que no se te ocurra tratar de averiguar qué clase de enemigo puedo llegar a ser. —Yacoubian se retiró sonriendo repentinamente, mientras Wells buscaba apoyo a tientas en el sillón—. Bien, veamos ese nuevo juguete tuyo.

El general se detuvo en medio de la oscura habitación.

—¿Bien? ¿Dónde está?

A un gesto de Wells, las cuatro pantallas murales se encendieron.

—Esto es un laboratorio, Daniel, pero no del estilo del de Frankenstein. Aquí se trabaja con información. El «juguete», como lo has llamado, no es un objeto que se pueda poner en la mesa y señalarlo con el dedo.

—Entonces, deja de hacer tanto teatro, maldita sea.

—Mi gente —replicó Wells con un falso ademán de disculpa— ha dedicado mucho tiempo a una cosa que no podemos dar a conocer fuera de la compañía, así pues, espero que no me escatimes un poquito de exhibicionismo. —Movió una mano y las cuatro pantallas quedaron en negro. Un holograma formado por pequeños puntos blancos se materializó en medio de la estancia. Los puntos parecían moverse al azar, como bacterias en cámara rápida o moléculas a alta temperatura—. Prefiero ponerte en antecedentes, Daniel, así que voy a contarte un poco de la historia de este proyecto. No dudes en pararme si te doy datos que ya conoces.

—¿Pararte? —dijo Yacoubian con un bufido—. ¿Cómo? Tus chicos me han quitado la pistola.

Wells le dedicó una sonrisa gélida.

—El problema parece sencillo a primera vista. En el fondo, el Proyecto Grial es un entorno simulado, aunque increíblemente más ambicioso que cualquier otro hasta el momento. Como parte del proceso experimental, un sujeto al que llamaremos «X» por comodidad, puesto que ignoramos su verdadero nombre, fue escogido por nuestro presidente e introducido en la simulación. —Wells hizo un gesto. Apareció la imagen de una especie de cilindro de metal rodeado de cables que, momentáneamente, desplazó a los puntos—. No ha sido fácil obtener información acerca del sujeto porque el viejo lo lleva todo muy en secreto pero, al parecer, X fue sometido a varios procesos condicionadores que alteraron o borraron su memoria antes de que nos lo enviaran.

—¡Procesos condicionadores! —Yacoubian soltó una carcajada breve y ronca—. ¡Y vosotros, civiles, os carcajeáis de los eufemismos militares! ¿Qué le hicieron? ¿Un mal corte de pelo y un lavado con más champú de la cuenta? Le vaciaron la médula de la cabeza, Wells. ¡Un lavado de cerebro a conciencia, maldita sea!

—Llámalo como quieras. Fuera lo que fuese, hace aproximadamente un mes se produjo una interrupción en los monitores y se disparó la secuencia de escisión. Aún no sabemos definitivamente si fue un accidente o un sabotaje. Y se perdió el contacto con X, con su mente, claro. Su cuerpo continúa aquí, en las instalaciones, por supuesto. Para ser exactos, a unos cincuenta pies por debajo de donde estás en este instante. Eso significa que continúa inmerso en la red simulada pero no tenemos idea de en qué parte de la matriz se encuentra.

—Bien, por fin me cuentas algo que no sé —comentó Yacoubian—. ¿Por qué no podemos dar con él? ¿Por qué es tan difícil?

—Permíteme que te enseñe una cosa. —Wells hizo otro gesto. Los puntos blancos brillantes volvieron a aparecer y se inmovilizaron formando una especie de mapa estelar tridimensional. Wells señaló; un punto se volvió rojo y empezó a parpadear—. Las simulaciones antiguas eran muy sencillas… todo era reactivo. Cuando el sujeto miraba algo, lo tocaba o se movía en una dirección determinada, la simulación respondía.

El punto rojo empezó a moverse despacio otra vez. Los puntos blancos que estaban más cerca del rojo se apelotonaron a su alrededor y prosiguieron con sus movimientos, pero los demás permanecieron inmóviles.

—Todo sucedía con respecto al sujeto —prosiguió Wells—. Si no había sujeto, nada sucedía. Incluso en presencia del sujeto, nada sucedía más allá de su percepción directa. Sin embargo, esa clase de simulación, como los primeros experimentos de inteligencia artificial a los que imitaba, ofrecían versiones muy pobres de lo que pretendían simular: los seres humanos de verdad no piensan en secuencias lineales de silogismos «si x, entonces y», y los entornos de la realidad no dejan de cambiar aunque no medie observación humana. Entonces, a finales del siglo pasado, los experimentos de inteligencia artificial derivaron hacia la «vida artificial». Se empezaron a crear entornos evolutivos. Los organismos artificiales de tales entornos nuevos, aunque muy sencillos al principio, también evolucionaron. El experimento sobre vida artificial siguió adelante sin detenerse, y los diversos organismos continuaron viviendo, alimentándose, reproduciéndose y muriendo tanto si había científicos observando como si no.

»Y eso es lo que hacen también las simulaciones de nueva generación… al menos las de largo término. —Wells chasqueó los dedos. El punto rojo desapareció pero todos los puntos blancos cobraron nueva vida, algunos se movían despacio, otros, veloces como balas; algunos se desplazaban en grupos, otros, solitarios, vagaban por supuestos caminos con un fin determinado—. Tanto si hay participación humana como si no, los diversos componentes de la simulación: vidas artificiales, clima artificial, hasta entropía artificial, prosiguen. Interactúan, se combinan y recombinan y, a través de esta interacción, su simplicidad individual comienza a acercarse, y hasta a sobrepasar en algunas situaciones la complejidad de la vida real. —Chasqueó la lengua—. O MR, como lo llamábamos antes.

Yacoubian contemplaba los movimientos aparentemente caprichosos de los puntos del centro de la estancia.

—Pero sigo sin saber por qué no podemos encontrar al desgraciado de X.

Wells hizo aparecer de nuevo el punto rojo. Detuvo todos los puntos y se volvió al general con una mirada tierna pero penetrante.

—De acuerdo, Daniel; primero voy a enseñarte la simulación antigua, la que sólo reacciona cuando participa un ser humano. Permíteme que esconda al sujeto. —El punto rojo se volvió blanco fijo—. Ahora, voy a ponerlo todo en marcha. —Los puntos renacieron una vez más, o al menos unos cuantos; un hormiguero vivo que viajaba despacio por la falsa constelación como una nube acanalada, mientras los puntos de ambos lados permanecían estáticos—. ¿Cuál es el sujeto?

—Tiene que ser uno de ésos del medio —dijo Yacoubian acercándose—. Ése de ahí. No, ese otro.

La nube se congeló y un solo punto se tornó rojo.

—Casi, Daniel. Estoy seguro de que con un poco más de observación habrías acertado. Ahora, vamos a intentarlo con un modelo de simulación más parecido a la red del Grial.

El punto rojo se tornó blanco de nuevo, y luego, todos los puntos empezaron a moverse al mismo tiempo.

—Lo… lo he perdido.

—Exactamente. —A un gesto de Wells, el holograma desapareció. Las pantallas murales se iluminaron con un color gris donde flotaba un grabado casi invisible del logo de Telemorphix—. Cuando las simulaciones imitan la vida real con tanta perfección, no es fácil distinguir qué objeto aparentemente vivo es un participante humano y cuál es sólo una parte de la pseudovida.

Yacoubian miró alrededor. Wells, anticipándose a sus deseos, dio una palmada suave y dos sillas surgieron de unos huecos ocultos bajo el suelo.

—¡Pero se trata de nuestra propia red de simulación, maldita sea! —El general se dejó caer en el asiento con todo su peso—. ¿Por qué no la desenchufamos, sin más? ¡No me digas que X se quedaría corriendo por ahí en cualquier parte si sencillamente tiramos del cable!

—No es tan fácil, Daniel —respondió con un suspiro el fundador de Telemorphix—. Si nos limitáramos a congelar todas las simulaciones de la red, nada cambiaría. X parecería un artefacto más de la simulación en que estuviera, y los artefactos no tienen historia individual que se pueda comprobar. Sólo… existen. No hay procesadores suficientes en este planeta para registrar absolutamente todo lo que ha ocurrido en el Proyecto Grial desde que lo completamos. En cuanto a lo de desenchufar sin más… ¡Por Dios, Daniel! ¿No te das cuenta de la cantidad de tiempo y de dinero que los de la Hermandad han invertido en el desarrollo de estos entornos? Porque se han desarrollado, exactamente, se han creado a sí mismos por evolución. ¡Trillones! Hemos invertido trillones y casi dos décadas de procesos de alta velocidad. Es de una complejidad casi incomprensible… ¿y tú pretendes desenchufar, y ya está? No va a ser así, Daniel.

El general se tocó el bolsillo otra vez y torció el gesto.

—Pero tú has encontrado una solución, ¿no?

—Eso creo. Hemos construido un agente.

A un ademán suyo, las pantallas empezaron a llenarse de texto.

—¿Un agente? Creí que ya teníamos agentes para esta clase de trabajo. El rey Tutankamón o Dios Todopoderoso, o como leches se haga llamar ahora, dijo que ya había puesto en marcha lo último en agentes.

—Sí, pero ahí está el problema, ¿comprendes? No es que sepamos gran cosa sobre ellos, tampoco… su gente tiene bastante controlada esa parte del proyecto y, hasta el momento, yo me había mantenido al margen. Pero existen posibilidades de que los agentes que ha colocado allí, sean humanos o artificiales, estén llevando a cabo la persecución al estilo antiguo.

—¿O sea?

—Que busquen similitudes. Mi gente ha investigado cuanto ha podido, es difícil mantener cualquier cosa en absoluto secreto en un medio científico compartido, y, por lo que sabemos, el equipo del viejo ha seguido a X desde que fue colocado en la red. Es decir, que han desarrollado una especie de perfil de conducta, un mapa de las actuaciones de X en varias simulaciones diferentes. Por lo tanto, el agente o programa de seguimiento que estén usando ahora seguramente compara ese mapa con los perfiles de conducta de todas las unidades de la red.

—¿Sí? Pues parece la manera correcta de llevarlo a cabo.

Yacoubian se tocó el bolsillo por tercera vez.

—Lo sería en un sistema menos complejo. Pero como trato de explicarte desde hace un buen rato, nuestra red de simulación no es como las demás. Para empezar, como no hay seguimiento de unidades individuales, las comparaciones sobre mapas tienen que hacerse de una en una, caso por caso. —Wells frunció el ceño—. En serio, tendrías que procurar mantenerte al día en estas cuestiones, Daniel… Es tan importante para ti como para los demás.

—¿En serio? ¿Y cuánto sabes tú de lo que yo domino, listillo? ¿Cuánto sabes de la situación de seguridad global? ¿Del uso de la infraestructura militar?

—Tocado. —Wells se sentó por fin—. Bien, déjame seguir. El problema de encontrar correspondencias de comportamiento según el procedimiento anticuado no radica sólo en la complejidad del entorno. Lo que es más importante, la firma de comportamiento de cualquier agente libre cambia de una simulación a otra… no mucho, quizá, pero cambia. Verás, casi todas estas simulaciones están diseñadas para asignar funciones inmediatamente al usuario. Es decir, si no escoges unas características determinadas antes de entrar, la simulación te las asigna según su propia lógica. Por lo tanto, si X se traslada de una simulación a otra, seguramente cambia al menos un poco cada vez. En este caso, el lavado de cerebro, tal como lo has llamado tú crudamente pero con acierto, se nos vuelve en contra. Si no tiene memoria, cada vez que entra en una simulación, ésta le moldea el simuloide en vez de ser él quien moldee la simulación. Pero aún queda otro problema. Los agentes antiguos que se mueven libremente por la red poseen seguramente cierto grado de integridad, o sea, que no cambian mucho. Al cabo de un rato, suelen ser fáciles de descubrir y, como necesitan cierto tiempo y cierta proximidad a la unidad del sujeto para establecer la correspondencia y proceder a la captura, X puede mantener las distancias con ellos casi indefinidamente.

—Mierda. Entonces, ¿qué te has inventado que sea mejor?

—Creo que hemos dado con lo último en agentes. —Wells torció los labios—. ¿Me vas a acusar otra vez de exhibicionista? ¿No? Pues ahí va. —Chasqueó los dedos y del brazo de cada silla salió un cable—. Conéctate.

El general tiró del cable y se lo enchufó en el implante que tenía en la oreja izquierda. Wells hizo lo propio.

—No veo nada, sólo unos cuantos árboles y un lago.

—¿Ves aquel árbol? Es nuestro agente.

—Pero ¿qué demonios dices? ¿Un agente con forma de árbol? ¿Has perdido el juicio por completo?

—¿Ves esa otra escena? ¿Ves a la mujer de la cabecera de la mesa? Es nuestro agente. La siguiente… y ése es nuestro agente, el soldado que lleva el lanzallamas.

Yacoubian entrecerró los ojos para fijarse bien en algo que no se veía desde fuera.

—Es decir, ¿que la cosa va cambiando?

—Se integra en el medio. El motivo por el que no te he llamado para enseñarte una maqueta o un dibujo o algo es que no hay nada que enseñar. Es el mimetismo perfecto y, por lo tanto, el artilugio de persecución perfecto… capaz de buscar en cualquier medio.

—Bien, se camufla, pero ¿de qué nos servirá?

—Aunque X logre zafarse una o dos veces —replicó Wells con un suspiro—, no lo reconocerá porque nunca tendrá la misma forma o figura. Además, el agente aprende a medida que avanza, descubre maneras más sofisticadas de adaptarse y reunir información. Y lo que es más importante, va a seleccionar datos a un nivel muy superior al de los antiguos agentes, porque no busca correspondencias en un solo mapa. En realidad, hace todo lo contrario… busca anomalías.

—O sea, que si encuentra una anomalía… ¡zas! Lo tenemos.

—Tendría que digitalizarte y asimilarte al currículo del nuevo empleado: «Explicaciones para los no técnicos». No, Daniel, no es tan fácil. Recuerda, empezamos esta red con menos de cien simulaciones distintas, pero en estos momentos debemos de tener varios miles…, por ejemplo, yo solo tengo unas cuarenta. Añadamos ahora el hecho de que, en cualquier momento aislado, debe de haber más de diez mil personas de verdad utilizando las simulaciones; muchos socios jóvenes pagan por mantenerse en la lista de espera del Proyecto Grial permitiendo a sus amigos y colegas alquilar tiempo en la red. Es decir, que con los cambios constantes de las simulaciones, los usuarios vivos que apenas se distinguen de los artefactos y… bueno, digamos que con algunas cosas raras más que van emergiendo y que aún estamos estudiando, lo que yo llamo «anomalías» suceden ya de diez en diez millones. Y sin embargo, nuestro nuevo agente filtrará y seguirá pistas más rápido que cualquier otra cosa, y la velocidad es importante. Nos guste o no, estamos en una especie de carrera de competición con nuestro presidente. Pero esta criatura será la que encuentre a X o a cualquier otro a quien deseemos localizar en cualquier momento, eso te lo prometo. —Chasqueó la lengua—. ¿Sabes qué nombre codificado le he puesto al agente? Némesis.

El general se quitó el cable del cuello con el pulgar.

—Nunca me han parecido gran cosa esos coches extranjeros. —Se quedó mirando a Wells mientras éste se desconectaba—. ¡Por el amor del cielo, era sólo una broma, mosquita muerta! Algo sé de mitología griega. Así que, ¿cuándo piensas botar a esa monstruita? ¿Vas a romper una botella de champán contra la pantalla?

—Ya la he botado —replicó Wells un tanto fastidiado—. Mientras nosotros hablamos, ella se abre paso en el sistema aprendiendo, cambiando, yendo directa al grano. No necesita alimentarse ni días de vacaciones. Es la empleada perfecta.

Yacoubian asintió y se puso en pie.

—Estoy de acuerdo. Hablando de empleados perfectos, cuando acabes con ese Tanabe, dímelo. Pienso contratarlo yo, o matarlo.

—No creo que tengas ocasión de hacer ninguna de las dos cosas, Daniel. En Telemorphix, la plantilla se renueva menos aún que en el estamento militar. La compensación económica es generosa.

—Bueno, siempre me queda soñar. ¿Por dónde salgo de aquí?

—Te acompaño.

Mientras pasaban por un corredor alfombrado con una gruesa moqueta, el general se volvió y tomó del brazo al fundador de Telemorphix con suavidad.

—Bob, en realidad no hemos entrado en el laboratorio en ningún momento, ¿verdad que no? No en la parte superaséptica donde la seguridad es tan importante. En otras palabras, en realidad no había necesidad de que me registraran sólo para acceder a la sala de conferencias, ¿verdad?

Wells tardó unos momentos en responder.

—Cierto, Daniel. Sólo lo hice para fastidiarte.

Yacoubian asintió con un gesto pero no miró a Wells. Habló en un tono muy, muy tranquilo.

—Ya me lo parecía. Te debo una, Bob.

Nunca le había gustado mucho volar. Lo hacía con relativa frecuencia y sabía que incluso en las actuales vías aéreas, tan atiborradas de tráfico, seguramente era la forma más segura de transporte. Pero eso no aplacaba la parte más primitiva de su espíritu, la parte que no confiaba en nada que escapara al control de sus propias manos y su propia mente.

Ahí radicaba el problema: no tenía el control del aparato. Si un rayo caía sobre el Skywalker durante el despegue o el aterrizaje, pues las tormentas no representaban amenaza alguna para un avión con una altura de crucero de 105 000 pies, no habría nada que hacer. Él podía matar a cuantos quisiera, estropear un equipo electrónico con el extraño don que había heredado de sus padres, muertos hacía tanto tiempo, pero ni aun así podría enderezar a voluntad un avión suborbital de pasajeros fabricado en China si quedaba fuera de control.

Miedo se hacía tan amarga consideración y otras por el estilo porque el aterrizaje en Cartagena era brusco. El gran avión llevaba un cuarto de hora dando bandazos y resbalones. Una tormenta tropical, según había informado previamente el capitán de Qantas con afectado descuido, estaba provocando cierta inestabilidad en toda la cuenca caribeña, y el aterrizaje sería un poco brusco. Les recordó que, de todas formas, no se perdieran la vista de las luces de Bogotá, que comenzarían a desfilar por la parte izquierda del avión en cualquier momento.

Cuando el capitán terminó con sus consejos sobre el panorama y apagó la pantalla, el avión dio otro tumbo y se bamboleó como un animal herido. Una risa nerviosa se oyó por encima del ruido de los motores. Miedo se agazapó más en su sillón y se agarró a los brazos del asiento. Había apagado la música interna, porque su banda sonora sólo le servía para poner de relieve su situación de impotencia, el hecho de que, de momento, no era él el autor del guión de su propia película ni mucho menos. En realidad, no podía aliviarse de ninguna manera. Sólo podía resistir y desear que todo mejorara. Verdaderamente, era como trabajar para ese cerdo viejo.

Otro rizo mortal de la montaña rusa. Miedo apretó los dientes y notó bilis en el fondo de la garganta. Y para mayor inri, el viejo, el futuro dios que sin duda era más rico de lo que Miedo pudiera comprender, aún le obligaba a volar con compañías comerciales.

—¿Está usted enfermo, señor? —le preguntaron.

Abrió los ojos. Una linda muchacha de rostro redondo y cabello dorado estaba inclinada hacia él con una expresión profesional, pero auténtica, de preocupación. En su placa de identificación ponía «Gloriana». Tenía algo que le resultó vagamente familiar, pero no era el nombre. Ni tampoco el desagradable mono espartano que llevaba puesto, una moda para ayudantes de vuelo que ojalá pasara pronto.

—Me encuentro bien —dijo—. Pero no me gusta volar.

—¡Oh! —exclamó ligeramente sorprendida al reconocer su acento—. ¡Usted también es australiano!

—Nacido y criado en Australia. —La singular herencia genética que tenía le hacía pasar por hispanoamericano o centroasiático en muchas ocasiones. Sonrió a la azafata tratando de recordar por qué le resultaba familiar. El avión se estremeció una vez más—. ¡Dios, cómo lo odio! —dijo riéndose—. Nunca respiro a gusto hasta que tomamos tierra.

—Aterrizaremos en breves momentos. —Sonrió y le dio una palmada en la mano—. No tema.

La forma en que lo dijo y la reaparición de la sonrisa dieron rienda suelta por fin a la memoria. Se parecía a la joven maestra de guardería de su primera escuela, una de las pocas personas que lo habían tratado con ternura. Al darse cuenta, le sobrevino una especie de dolor dulce, una sensación desconocida y un tanto desconcertante.

—Gracias. —Sonrió con un poco más de energía. Sabía por experiencia que poseía una sonrisa impresionante. Una de las primeras cosas que el viejo había hecho en su favor fue enviarlo al mejor dentista estético de Sydney—. Le agradezco la molestia.

El capitán anunció el aterrizaje por fin.

—Es mi trabajo.

Lo miró con una expresión deliberadamente exagerada de ánimo e intercambiaron un gesto de complicidad.

En la aduana no hubo problemas. Miedo sabía que no le convenía llevar nada extraño, incluso había dejado en casa el equipo, que cumplía todos los requisitos legales… Nunca se sabe cuándo va a toparse uno con un agente de aduanas que sea un aficionado encubierto, capaz de reconocer y recordar aparatos profesionales de primera línea. Al fin y al cabo, para eso servía cultivar buenos contactos en el país… para que le proporcionaran a uno todo lo que no quisiera llevar encima. Como de costumbre, Miedo no llevaba nada más comprometido que una multiagenda Krittapong de calidad media y unos pocos trajes en una funda de insulex.

Tras un breve trayecto en taxi, tomó el tren elevado para cruzar el paso hasta la zona de Getsemaní del casco antiguo de la ciudad, que se asomaba al mar por encima de las murallas, los centenarios muros militares que los españoles levantaron en su día para proteger la ciudad portuaria.

Se inscribió en el hotel con el nombre de «Deeds», desdobló la funda de los trajes y la colgó en el armario; luego colocó la multiagenda en el pulido escritorio y bajó de nuevo a hacer unas compras. No tardó ni una hora en volver al hotel, guardó lo que había comprado y salió nuevamente.

La noche era cálida. Miedo fue caminando por calles empedradas pasando desapercibido entre turistas y lugareños. El olor del Caribe y el pesado aire tropical no se diferenciaban mucho del ambiente de su casa, aunque la humedad le recordaba más a Brisbane que a Sydney. Pensó que, no obstante, resultaba extraño hallarse tan lejos y notarlo tan sólo en los efectos de un vuelo de ocho horas.

Entró en una cabina telefónica y dio el número que había aprendido de memoria. Cuando contestaron la llamada, sólo la voz, sin imagen, recitó otro número de un tirón; inmediatamente le dieron una dirección y colgaron.

El aerodeslizador lo dejó a la entrada de un club y se alejó zumbando, agitando las faldas de las toberas sobre la superficie irregular. Un nutrido grupo de gente joven con modernas cintas rojas y armaduras de imitación, gaferos y gaferas en versión colombiana, aguardaba en la puerta para entrar. Sólo llevaba unos momentos en la cola cuando un mocoso de la calle le tiró de la manga. Tenía la mayor parte de la piel visible en carne viva debido al uso de parches dérmicos rescatados de la basura. El chico dio media vuelta y echó a andar por una calle cojeando ligeramente. Miedo aguardó unos momentos antes de seguirlo.

Se encontraban en la oscura escalera de un viejo edificio situado frente al mar cuando el mocoso desapareció colándose por alguna salida invisible con tanta rapidez y limpieza que el hombre que le seguía tardó en percatarse de su ausencia. Miedo, que se mantenía alerta desde que habían entrado en el edificio por la remota aunque inquietante posibilidad de que se tratara de una emboscada, quedó impresionado por la habilidad del niño: las hermanas sabían escoger a sus sicarios, incluso a los de menor importancia.

Al final de las escaleras había seis puertas a cada lado del rellano que parecían montar guardia en torno a una fea planta de caucho. Miedo avanzó sigilosamente por el corredor fijándose en cada puerta, hasta que dio con una que tenía una placa electrónica para abrirla. La tocó y la puerta se abrió; era una puerta mucho más gruesa de lo que aparentaba, con fuertes goznes encajados en un marco de fibrámica.

La habitación ocupaba toda la extensión del piso… las demás puertas eran falsas, al menos las de ese lado del pasillo. Las ventanas exteriores, no obstante, seguían en sus lugares originales: desde la entrada, Miedo dominaba seis panorámicas diferentes del puerto y del picado mar del Caribe. A excepción de las vistas del océano, que recordaban a Monet, las paredes blancas, la mesa de mármol negro y el servicio de té I ching eran casi una copia perfecta de su propio despacho simulado. Miedo sonrió ante la pequeña broma de las hermanas.

Una luz parpadeaba sobre el único mueble moderno de la habitación, una enorme y estilizada mesa de despacho. Se sentó, encontró enseguida el panel incorporado que contenía el equipo de conexión y se enchufó.

La habitación no cambió pero las hermanas Beinha aparecieron de pronto en el extremo opuesto de la mesa, una al lado de la otra, con unos simuloides tan amorfos como paquetes en papel de embalar. Miedo se sorprendió un momento, hasta que comprendió que se encontraba en una estancia que duplicaba el tamaño de la habitación y reflejaba su propio despacho virtual con gran fidelidad.

—Muy bonito —dijo—. Gracias por preparar esta recepción.

—Hay personas para quienes el entorno es crucial a la hora de desarrollar un trabajo —dijo una de las Beinha en un tono que implicaba que ni ella ni su hermana pertenecían a tal clase de personas—. Nuestro programa es ambicioso. Es preciso que se encuentre usted en su mejor momento.

—Estamos a la espera del segundo tercio de lo acordado —dijo el otro bulto amorfo.

—¿Han recibido la lista codificada? —Ambas asintieron—. Entonces, voy a bajarles una de las claves ahora. —Palpó la mesa que no conocía en busca de la pantalla digital, luego abrió el buzón electrónico que el viejo había creado y despachó a las hermanas una de las dos claves cifradas necesarias para acceder a la lista—. Recibirán la otra cuando lancemos la operación, tal como acordamos.

Cuando las hermanas Beinha, o su sistema experto, terminaron de examinar la mercancía, ambas asintieron nuevamente y con satisfacción.

—Tenemos mucho trabajo —dijo una de ellas.

—Yo ahora tengo tiempo, aunque hay un cosa que debo hacer antes de que anochezca demasiado. Mañana estaré a su entera disposición.

Las gemelas quedaron en silencio un momento, como si sopesaran la propuesta literalmente como una posibilidad.

—Para empezar —dijo una—, el objetivo ha cambiado de compañía de seguridad desde el último informe que le enviamos. La compañía nueva se ha instalado y ha alterado varios aspectos de las defensas del complejo, pero no los hemos descubierto todos. Sabemos poco sobre la nueva compañía, aunque disponíamos de varios informadores dentro de la anterior.

—Quizá por eso mismo han cambiado de compañía. —Miedo pidió el informe, que quedó flotando en el aire ante él. Empezó a sacar el resto de los datos, cuadros, listas, mapas topográficos y programas, un derroche luminoso de códigos de color que transformó el despacho virtual en un país de hadas con luces de neón—. ¿En qué afecta a su programa el cambio de compañía?

—Implica mayor riesgo para usted y para el equipo de tierra, claro está —respondió una de las hermanas—. Y habrá que matar a mucha más gente de lo que habíamos planeado.

—¡Ah! —exclamó con una sonrisa—. ¡Qué pena!

Incluso la somera discusión sobre los nuevos giros de la operación duró horas. Cuando terminó el contacto y dejó el nuevo despacho, sintió la sobrecarga del trabajo y del viaje. Volvió caminando por el paseo marítimo, dejándose llevar por el tranquilizador sonido del océano. Al pasar frente a un imponente edificio de oficinas, una pequeña formación de camaracópteros, activados por el movimiento o por el calor del cuerpo, se acercó a él. Volaron una vez por encima de su cabeza y se retiraron nuevamente a las sombras sin dejar de vigilarlo. Cansado e irritado, refrenó el impulso de desahogarse con la vigilancia, de estropear los aparatos o provocarles confusión. Sería una pérdida de tiempo y una tontería. Sólo hacían su trabajo, seguir los movimientos de alguien que pasaba muy cerca de su edificio a altas horas; un vigilante aburrido echaría un vistazo a las imágenes por la mañana y después, la información sería borrada. Es decir, siempre y cuando no hiciera nada precipitado.

«Seguro, chulo, vago, muerto», se recordó y siguió adelante sin mirar atrás. El viejo se sentiría orgulloso de él.

Entró en su habitación, se desvistió y colgó el traje en el armario. Examinó su cuerpo desnudo en el espejo unos momentos, luego se sentó en la cama y encendió la pantalla mural. Puso en marcha su música interna, consistente en un estallido fúnebre, profundo y sonoro de danza mono loco, en honor a la visita a Colombia. Encontró en la pantalla unas imágenes abstractas que cambiaban rápidamente y aumentó el volumen dentro de su cabeza hasta que notó las pulsaciones del bajo en la mandíbula. Se quedó unos instantes observando el paso sucesivo de las imágenes y volvió a contemplarse en el espejo. Había algo de animal depredador en sus brazos y piernas largos y musculosos, y en la neutralidad de su expresión; todo ello lo excitaba. Había visto esa cara antes. Ya había visto esa película. Sabía perfectamente lo que iba a suceder a continuación.

Mientras se dirigía al cuarto de baño, introdujo unos cornetazos disonantes en la música, cortantes filos de sonido que sugerían aumento de tensión. Al abrir la puerta, bajó el volumen.

«Entra zoom…».

Seguía atada con cinta adhesiva al caño de la ducha por las muñecas, pero ahora ya no estaba de pie. Pendía, con las rodillas dobladas y el peso sobre los brazos estirados, de una manera que sabía dolorosa. Cuando lo vio, gritó y empezó a forcejear otra vez, pero la cinta adhesiva de la boca redujo el grito a un simple balido sordo.

—Te seguí —le dijo, y se sentó en el borde de la bañera. En su cabeza, con la música de fondo, su voz adquiría una profunda resonancia de líder—. Seguí el taxi hasta que te dejó en el hotel. Después, no fue difícil encontrar tu habitación, Gloriana. —Estiró la mano y tocó la placa con el nombre, y ella se separó de un tirón. Él sonrió y se preguntó si ella habría percibido que era la misma sonrisa que en el avión—. Por lo general, prefiero partidas de caza más largas, un poco más de distracción. Quiero decir que para eso estás, ¿no?… Para aliviar las preocupaciones de los cansados hombres de negocios que viajan. Pero sacarte de allí y subirte hasta aquí, y todo dentro de tu propia maleta… bueno, diría que no está nada mal para ser una inspiración del momento, ¿no te parece?

Ella abrió más los ojos y trató de decir algo, pero la cinta adhesiva se lo impidió. Se balanceó de un lado a otro retorciéndose, colgada del caño de la ducha. El pelo rubio, tan inmaculadamente peinado seis horas antes, le colgaba sin gracia en rizos sudorosos.

Le arrancó la placa con el nombre; era un modelo electrostático sin bordes afilados potencialmente agresivos, de modo que la tiró al suelo.

—¿Sabes? —le dijo—, yo sé tu nombre, bonita, pero tú no me has preguntado el mío. —A continuación se levantó y salió del cuarto de baño bajando la música hasta convertirla en una especie de marcha fúnebre, profunda, sonora, plúmbea. Volvió con una bolsa de la ferretería—. Me llamo Miedo. —Abrió la bolsa y sacó unos alicates y una lima—. Bueno, vamos a quitarte ese uniforme tan feo.

Christabel estaba preocupada. Tardaba mucho en llegar al lugar que el señor Sellars le había indicado. ¿Y si la señora Gullison iba a casa de su amiga a buscarla? ¿Y si los padres de su amiga estaban en casa? Se metería en un buen lío, y peor todavía cuando se enterara su padre.

Se imaginó lo muchísimo que éste se enfadaría y cerró los ojos; entonces, se salió de la acera sin querer y a punto estuvo de caerse de la bici cuando llegó a la carretera y la rueda de delante empezó a torcer sola sin parar, de un lado a otro. Pedaleó con ahínco hasta que por fin consiguió poner recta la bicicleta. Había prometido al señor Sellars que lo ayudaría, de modo que tenía que hacerlo.

Le había dicho que fuera a un lugar cerca del final de la base, donde tampoco había estado nunca. Era mucho más allá del campo de atletismo… vio a unos hombres en camiseta y pantalones cortos que hacían ejercicio en la hierba. De los altavoces de los postes del campo llegaba una música y una voz que no entendía porque estaba muy lejos. En el sitio a donde el señor Sellars la había mandado había muchos árboles y matorrales del lado de la cerca en el que estaba, y también del otro, donde la segunda cerca; pero en medio no había ninguno. El espacio vacío que se abría entre ambas alambradas parecía como cuando pasaba la goma de borrar por el medio de un dibujo recién hecho.

El señor Sellars le había dicho que escogiera un sitio detrás de unos árboles para que nadie viera lo que hacía. Después de buscar un poco, encontró el lugar adecuado. Miró hacia atrás, no se veía el campo de deportes ni las casas ni los demás edificios, aunque seguía oyendo la música que llegaba de los altavoces. Cogió la cartera escolar de la cesta de la bici, sacó las tenazas y las dejó en el suelo; luego sacó una especie de tijeras y una laminilla enrollada. Cogió las tijeras y se acercó a la valla, que era casi como una tela con unas cajitas en la parte superior que hacían unos suaves chasquidos. Más allá de la segunda valla, a lo lejos, el humo de unas hogueras flotaba en el aire. Allí, bajo los árboles, vivía gente, la veía cuando salía de la base con sus padres, y había más en el valle; cerca de la carretera. Se construían sus casas, unas casas raras de cajas viejas y trozos de tela, y su padre decía que a veces intentaban colarse en la base escondiéndose en los camiones de la basura. Por entre la alambrada, vio a algunos de los que vivían en las cajas, a lo lejos, más pequeñitos que los que entrenaban en el campo de ejercicios que tenía a la espalda, pero no se veía bien por la valla. Todo lo que había al otro lado tenía como una especie de niebla, como cuando podía escribir su nombre en la ventanilla del coche por dentro.

Tocó la alambrada con las tijeras pero entonces se acordó de que el señor Sellars le había dicho que todavía no la cortara. Volvió a la bici y sacó las gafas de cuentos del cesto.

«CHRISTABEL —decía el mensaje—, SI YA ESTÁS EN LA CERCA, APAGA LAS GAFAS Y ENCIÉNDELAS DOS VECES DEPRISA».

Lo pensó un momento para estar segura de que lo haría bien, luego pulsó el botón del lateral de las gafas cuatro veces: «encender, apagar, encender, apagar». Cuando volvió a ver la imagen de las gafas, había otro mensaje.

«CUENTA HASTA DIEZ Y LUEGO, CORTA. CUANDO LLEGUES A LA SEGUNDA CERCA, VUELVE A ENCENDER Y APAGAR LAS GAFAS DOS VECES».

Christabel había llegado a seis cuando la música del campo dejó de sonar y las cajas dejaron de hacer ruido. Tuvo miedo, pero no apareció nadie ni oyó gritos, de modo que se arrodilló en el suelo y apoyó las tijeras en la valla. Al principio fue muy difícil, pero en cuanto la punta la atravesó de repente, lo demás fue muy fácil. Siguió cortando hacia arriba hasta donde pudo, luego cogió las tenazas grandes y echó a correr hacia la segunda valla. Seguía sin oírse la música y sus pasos resonaban muy fuerte en el suelo.

La segunda alambrada era como de diamantes de gruesa tela metálica forrada de plástico. Encendió y apagó las gafas dos veces.

«CORTA LA SEGUNDA CERCA DE TRAMO EN TRAMO, LUEGO VUELVE. CUANDO EN TU RELOJ VEAS LAS 14.38, VUELVE INMEDIATAMENTE PASE LO QUE PASE. NO TE OLVIDES DE LA LAMINILLA».

Christabel entrecerró los ojos. El príncipe Pikapik ya tenía las 14.28 entre las patas, o sea, que le quedaba muy poco tiempo. Colocó las tenazas para cortar el primer tramo y apretó con ambas manos. Apretó y apretó hasta que le dolieron los brazos, y por fin, las dos partes de las tenazas se cerraron de golpe. Miró el reloj, eran las 14.31. Todavía tenía que cortar mucho más para hacer un agujero tan grande como le había dicho el señor Sellars. Empezó a cortar el segundo tramo, pero parecía más duro que el primero y no logró unir las dos partes de las tenazas. Se puso a llorar.

—¿Qué demonios haces, chiquita? ¿Qué haces?

Christabel se sobresaltó y dejó escapar un grito. Alguien la miraba desde un árbol, del otro lado de la valla.

—Na… nada —dijo.

La persona bajó del árbol. Era un niño con un extraño corte de pelo y la cara oscura y sucia. Parecía algo mayor que ella. Dos caras más asomaron entre las hojas de la rama de la que había caído, un niño pequeño y una niña más sucios aún que él. Se quedaron como monos mirando a Christabel con sus grandes ojos.

—No lo parece, chiquita —dijo el niño mayor—. Más bien estás cortando la alambrada, ¿no?

—Es… es un secreto.

Lo miró fijamente, sin saber si debía echar a correr o no. Estaba en el otro extremo de la valla, o sea, que no podría hacerle nada, ¿o sí? Miró el reloj de El País de las Nutrias. Ponía las 14.33.

—Mamita loca, no la cortarás nunca. Eres muy chica. Échame eso aquí —dijo, refiriéndose a las tenazas.

Christabel lo miró. Le faltaba un diente de delante y tenía los brazos morenos cubiertos de unas raras ronchas rosadas.

—No me las robes.

—Échalo aquí.

Siguió mirándolo, sujetó las tenazas por las dos partes, tomó impulso y se las tiró lo más alto que pudo. Golpearon la valla y casi le cayeron encima de la cabeza. El chico soltó una carcajada.

—Estás muy cerca, chiquita. Aléjate.

Volvió a intentarlo. Las tenazas chocaron contra el borde superior de la valla y cayeron al otro lado resbalando entre las espirales de alambre de espino. El chico las recogió y las miró.

—Si lo corto, ¿me las das?

Christabel lo pensó un momento y después asintió, aunque no estaba segura de si el señor Sellars se enfadaría o no. El chico se inclinó sobre el tramo siguiente al que ella había cortado y apretó las tenazas. A él también le costó un esfuerzo y dijo unas palabras que ella no había oído nunca, pero al cabo de un momento, el alambre se cortó y el chico pasó al siguiente tramo.

Cuando terminó, en el reloj de Christabel ya eran las 14.37.

—Tengo que irme a casa —dijo.

Dio media vuelta y echó a correr por el suelo desnudo hacia la primera cerca.

—¡Un momento, chiquita! —le dijo el chico—. Creía que querías escaparte de la base militar y de mamá y papá. ¿Para qué lo has hecho?

Se agachó al pasar por el agujero de la primera valla y estaba a punto de montar en la bici cuando de pronto se acordó. Volvió y desenrolló la laminilla que le había dado el señor Sellars. Le había contado que esa clase de cerca hablaba consigo misma y que tenía que unir las partes cortadas con la laminilla para que pudiera seguir hablando. No lo había entendido bien, pero sabía que era importante. Extendió la lámina para cubrir el trozo que había cortado y presionó para que se quedara pegada.

—¡Eh, chiquita, vuelve! —gritó el niño.

Pero Christabel ya estaba guardando todas las cosas en la cesta y no miró atrás. Al montar en la bici, las cajas de la alambrada empezaron a hacer ruido otra vez. Unos segundos más tarde, cuando pedaleaba hacia casa, oyó de nuevo la música en el campo de atletismo, rara y confusa en la distancia.