PROGRAMACIÓN DE LA RED/NOTICIAS: La fiscal de Dallas califica de «sucio» el abandono del caso «Hurones».
(Imagen: Azanuelo en conferencia de prensa). Voz en off: Carmen Azanuelo, fiscal del distrito federal de Dallas, ha declarado que la deserción y desaparición de testigos implicados en el caso de asesinato de su jurisdicción es «el más claro ejemplo de desprecio a la justicia desde el juicio del Barón del Crack».
(Imagen: acusados en la comparecencia). El proceso contra seis hombres, entre ellos dos ex agentes de policía, por el asesinato de cientos de niños vagabundos, conocidos como «hurones», ha provocado una gran polémica debido a que algunos comerciantes de la zona contrataron a los implicados como «escuadrón de la muerte», con el objeto de limpiar de niños las calles de las zonas altas de Dallas-Fort Worth.
(Imagen: niños mendigando en el parque Marsalis). Las demandas por «caza de hurones» en otras ciudades norteamericanas también han sufrido dificultades a causa de los testigos. AZANUELO: Intimidan, secuestran o matan a nuestros testigos, muchas veces con la colaboración de elementos del propio departamento de policía. En las calles de Norteamérica se asesinan niños pero nadie paga por ello. Es así de fácil…
—¡Por todos los santos, papá! ¿Quieres dejar de quejarte?
—No me quejo, niña. Sólo pregunto.
—Una y otra vez. —Renie respiró hondo y volvió a inclinarse para atar más fuerte la correa de la maleta. Habían salvado pocas posesiones del incendio y, con la confusión de los sucesos recientes, le había faltado tiempo para ir de compras; no obstante, le pareció que tenían más de lo que recordaba—. En este refugio no estamos a salvo. Cualquiera puede encontrarnos. Te lo he dicho mil veces, papá, estamos en peligro.
—¡Es la tontería más grande que he oído en mi vida!
Se cruzó de brazos y sacudió la cabeza como condenando semejante idea a un merecido olvido.
Renie sintió un impulso irrefrenable de darse por vencida y dejar de luchar. Tal vez fuera mejor sentarse al lado de su padre y desear juntos que el mundo real no existiera. La obstinación proporciona cierta libertad, la libertad de pasar por alto las verdades desagradables. Pero al final, alguien tenía que asumirlas siempre… y ese alguien solía ser ella. Suspiró.
—Levanta, viejo cascarrabias. Jeremiah llegará de un momento a otro.
—No pienso ir a ninguna parte con ese afeminado.
—¡Por el amor de Dios! —Volvió a doblarse por la cintura, tiró con fuerza de la correa de la maleta, llena a reventar, y encajó la trabilla en la cerradura magnética—. Si le dices una sola tontería a Jeremiah, una sola, te dejaré a ti y a tu maldita maleta en la puñetera carretera.
—¿Qué formas son ésas de hablar a tu padre? —La miró fulminantemente—. Ése hombre me atacó. Quiso estrangularme.
—Vino a buscarme a mí en medio de la noche y empezasteis a pelearos. Tú fuiste el primero que sacó un cuchillo.
—Cierto —convino Long Joseph muy ufano—. ¡Jo, jo, así fue! Y pensaba rajarlo por la mitad de una jodida vez, para que aprendiese a no colarse como una serpiente en mi casa.
—No olvides —replicó Renie con otro suspiro— que nos va a hacer un favor muy grande. Estoy suspendida de empleo y de la mitad del sueldo, papá, tenlo en cuenta. O sea, que demos gracias que tenemos algún sitio adonde ir. Teóricamente, en esa casa no vive nadie hasta que se venda. ¿Lo entiendes? Jeremiah podría tener problemas pero, aun así, quiere ayudarme a encontrar a los que mataron a Susan, por eso colabora con nosotros.
—Vale, vale. —Long Joseph agitó la mano indicando que, como de costumbre, su hija subestimaba sus dotes para lo social—. Pero si se le ocurre colarse en mi habitación por la noche para hacerse el macho conmigo…, le parto la cabeza.
—La acaban de instalar. —Jeremiah se refería a la nueva tela metálica que rodeaba la residencia—. El sobrino de la doctora pensó que había que mejorar el sistema de seguridad de la casa porque así será más fácil venderla. —Sus labios fruncidos indicaban claramente lo que opinaba de los propietarios ausentes—. Así que supongo que se encontrarán a salvo. Éste sistema de seguridad es de alta tecnología. Lo mejor del momento.
En su fuero interno, Renie dudaba que la gente cuyas iras se había atraído sin querer tuviera dificultades para violar hasta el más sofisticado sistema doméstico de seguridad, pero se reservó el comentario. En realidad, era mejor que el refugio.
—Gracias, Jeremiah. No sé cómo agradecérselo. La verdad es que no tenemos amigos ni familiares a quienes recurrir. La hermana mayor de mi padre murió hace dos años y su otra hermana vive en Inglaterra.
—Ésa no te daría ni la hora —farfulló Long Joseph—. Ni yo aceptaría nada de ella, desde luego.
La cancela de la verja de seguridad se cerró con un chirrido al entrar el coche en el sendero semicircular. El padre de Renie contempló la casa con asombro y rencor.
—¡Dios Todopoderoso! Esto no es una casa, es un hotel. Sólo los blancos tienen casas como ésta… Hay que auparse encima de un negro para hacerse con semejante chamizo.
Jeremiah apretó los frenos a fondo y el coche derrapó sobre la grava varios centímetros. Desde su asiento, volvió la cara y clavó la mirada a Long Joseph con una expresión furibunda.
—Usted sólo dice idioteces. No sabe de qué habla.
—Distingo la mansión de un afrikáner cuando la veo.
—La doctora Van Bleeck sólo hizo el bien a todo el mundo. —Se le agolpaban las lágrimas en los ojos—. Si va a seguir hablando en ese tono, búsquese otro sitio adonde ir.
Renie se estremeció, abochornada y furiosa.
—Papá, Jeremiah tiene razón. Sólo dices estupideces. No conociste a Susan ni sabes una palabra de ella. Hemos venido a su casa porque era amiga mía y gracias a la amabilidad de Jeremiah.
Long Joseph levantó una mano como un mártir inocente.
—¡Dios mío! ¡Qué susceptible se vuelve la gente! Yo no me he metido con vuestra querida doctora, sólo he dicho que así son las casas de los blancos. Y usted, que es negro… no me diga que los blancos tienen que trabajar tanto como los negros.
Jeremiah se quedó mirándolo un momento, se giró de nuevo y acercó el coche al stop.
—Voy a sacar sus maletas del maletero —dijo.
Renie fulminó a su padre con la mirada y salió a ayudar a Jeremiah Dako.
Éste los llevó al piso superior, les enseñó dos habitaciones y les indicó dónde estaba el cuarto de baño. Renie pensó que su habitación, con las paredes empapeladas de simpáticas muñecas de trapo, debía de estar preparada para una criatura, aunque los Van Bleeck no habían tenido hijos. Nunca había pensado mucho en el hecho de que Susan no hubiera tenido hijos, pero en ese momento se preguntó si para la doctora habría sido más doloroso de lo que había dejado entrever en vida.
Asomó la cabeza a la habitación de su padre. Estaba sentado en la cama, examinando el antiguo mobiliario con recelo.
—¿Por qué no te acuestas a echar una siesta, papá? —dijo más en tono de orden que de consejo—. Voy a preparar algo de comer. Te avisaré cuando esté listo.
—No sé si me encontraré a gusto en una casa vieja y grande como ésta, pero puedo intentarlo.
—Es lo mejor que puedes hacer.
Cerró la puerta y se quedó quieta un momento mientras se le pasaba la irritación y echaba una ojeada a las paredes y al alto techo del distribuidor.
«A Stephen le encantaría», pensó. Se lo imaginó saltando como loco por el vestíbulo, explorando el nuevo espacio, y de pronto, un sentimiento de pérdida le produjo una sensación de mareo. Se balanceó, las lágrimas le escocían en los ojos y tuvo que agarrarse al pasamanos. Tardó unos minutos en sobreponerse lo suficiente como para bajar a la cocina y disculparse por el comportamiento de su padre.
Jeremiah, que limpiaba una cazuela brillante de antemano, la hizo callar con un ademán.
—Lo comprendo. Es como mi padre. Jamás tuvo una buena palabra para nadie.
—El caso del mío no es tan extremo —arguyó Renie preguntándose si sería verdad—, es que lo ha pasado mal desde la muerte de mi madre.
Dako asintió con poco convencimiento.
—Más tarde voy a recoger a su amigo y luego preparo la cena para todos con mucho gusto.
—Gracias, Jeremiah, pero no es necesario que se moleste. —Calló un momento, indecisa al ver el gesto decepcionado de Dako. Quizá se sintiera solo también, no tenía en la vida a nadie más que a Susan van Bleeck y a su madre, que ella supiera, y ahora ni siquiera a Susan—. Nos ha hecho muchos favores y creo que me toca cocinar a mí esta noche.
—¿Piensa andar enredando en mi cocina? —preguntó con amargura, medio en broma.
—Con su permiso y muy agradecida por todos los consejos que desee darme.
—Hum. Ya veremos.
Había un largo paseo de la cocina al salón, y Renie no sabía dónde estaban los interruptores. Con mucho cuidado, cruzó corredores iluminados sólo por la luz anaranjada que se filtraba del exterior a través de las altas ventanas, procurando que la tapadera de cerámica no se desencajara de la cacerola aunque la sujetaba con las manos, entorpecidas por las gruesas manoplas de horno. La oscuridad parecía tangible, poderosa, antigua, y las luces de seguridad, una inadecuada respuesta humana.
Lanzó un reniego al golpearse la rodilla contra una mesa casi invisible, pero el murmullo de los demás al otro extremo del pasillo la reconfortó. Siempre había algo al final de la oscuridad, ¿no?
Jeremiah y su padre mantenían una áspera conversación sobre el adinerado vecindario de Kloof, donde se encontraban. !Xabbu, que había llegado con todas sus posesiones materiales en una reducida maleta barata, dejó de mirar atentamente la fotografía de la pintura rupestre de Susan.
—Renie, me ha parecido que te dabas un golpe al venir, ¿te has hecho daño?
—No ha sido más que un tropezón. Espero que todos tengáis mucha hambre.
—¿Encontró todo lo necesario en la cocina? —preguntó Jeremiah enarcando una ceja—. ¿Ha roto algo?
—Sólo mi amor propio —contestó Renie con una carcajada—. En mi vida había visto tantos útiles de cocina. Me siento muy patosa. Sólo he manchado un plato y un par de cazuelas.
—No te desprecies tanto, niña —dijo su padre muy serio—. Eres una gran cocinera.
—Eso creía yo, hasta que vi la cocina de Jeremiah. Preparar ahí mi modesto pollo a la cazuela ha sido como ir de excursión al Kalahari sólo para tender la ropa.
!Xabbu se rio de la comparación, una carcajada alegre que hizo sonreír hasta a Jeremiah.
—¡Bien! —dijo Renie—. Id pasándome platos.
Jeremiah y Renie estaban terminando una botella de vino. Su padre y !Xabbu habían optado por catar las cervezas frescas de la bodega, aunque, al parecer, Long Joseph se quedaba con la parte del león. Jeremiah había encendido fuego en la espaciosa chimenea de piedra y había apagado casi todas las luces de modo que, en el amplio salón, las sombras oscilaban y bailaban. Se produjo un silencio, sólo se oía el crepitar del fuego en la chimenea y Renie suspiró.
—Ha sido una velada agradable. Sería tan fácil olvidar todo lo sucedido y relajarse…, como si nada…
—Ya lo ves, niña, ése es tu problema —replicó su padre—. Relajarte, sí. Es exactamente lo que te conviene. Siempre estás preocupada. —Sorprendentemente, se volvió a Jeremiah en busca de apoyo—. Trabaja demasiado.
—No es fácil, papá. No olvides que no estamos aquí porque lo hayamos querido. Nos incendiaron la casa, a Susan… la atacaron. No: seamos sinceros. La asesinaron. —Miró a Jeremiah brevemente, el cual contemplaba el fuego con una expresión sombría en su alargado rostro—. Sabemos algo acerca de los responsables pero no podemos alcanzarlos… al menos en la vida real, porque son muy ricos y poderosos; ni furtivamente siquiera, con toda seguridad. Aunque el señor Singh, el viejo, papá, el programador, aunque sepa lo que se trae entre manos y realmente tengamos que investigar esa red colosal que se han montado, no sé qué pinto yo en todo eso. No tengo el equipo adecuado para permanecer en la red el tiempo necesario para colarme en el sistema de seguridad que deben de tener en esa… Otherland. —Se encogió de hombros—. Estoy estancada, no sé muy bien qué hacer a partir de ahora.
—¿No ha quedado nada del equipo de la doctora que pueda servirles ahora? —preguntó Jeremiah—. No sé si he entendido todo lo que me ha contado, pero estoy seguro de que la doctora Van Bleeck habría puesto a su disposición todo lo que fuera de alguna utilidad.
—Ya vio cómo dejaron el laboratorio —dijo Renie con una sonrisa triste—. Ésos cerdos lo destrozaron todo a conciencia.
—Es lo de siempre —soltó su padre con un bufido—. Siempre la misma canción. Echamos a los malditos afrikáners del gobierno pero sigue sin haber justicia para los negros. ¡No hay quien ayude a mi hijo! ¡A mi… Stephen!
Se le quebró la voz bruscamente, se llevó una manaza callosa a la cara y se alejó de la chimenea.
—Si alguien puede encontrar la forma de ayudarlo, es su hija —dijo !Xabbu con firmeza—. Tiene un espíritu muy fuerte, señor Sulaweyo.
A Renie le sorprendió la seguridad de esas palabras, pero el hombrecillo no la miraba directamente. Su padre no contestó.
Jeremiah abrió la segunda botella de vino y, poco a poco, un tanto forzadamente, la conversación tomó otros rumbos. Después, Long Joseph comenzó a cantar en voz baja. Al principio, Renie oía, casi sin darse cuenta, un tono grave que se tornó más patente poco a poco.
Imithi goba kahle, ithi, ithi
Kunyakazu ma hlamvu
Kanje, kanje
Kanje, kanje.
Era una antigua canción de cuna zulú que Long Joseph había aprendido de su abuela, una melodía cadenciosa y repetitiva, dulce como el viento que describía. Renie la conocía, pero hacía mucho tiempo que no la escuchaba.
Todos los árboles se inclinan
de un lado a otro.
Todas las hojas se agitan
de aquí para allá,
de aquí para allá.
Le vino un recuerdo de la infancia, de una época anterior al nacimiento de Stephen, de un día en que su padre, su madre y ella habían cogido el autobús para ir a ver a su tía a Ladysmith. Aquél día, se le revolvió el estómago y se acurrucó junto a su madre mientras su padre cantaba, y no sólo la canción de Kanje, kanje. Cuando se le pasó el malestar, siguió fingiendo que se encontraba mal sólo para que su padre no dejara de cantar.
Long Joseph se mecía suavemente de lado a lado marcando un ritmo delicado con los dedos sobre los muslos.
Ziphumula kanjani na
Izinyone sidle keni.
Mira cómo descansan
en este día soleado
esos bellos pájaros
en sus nidos alegres…
Renie captó un movimiento con el rabillo del ojo. !Xabbu había empezado a bailar delante del fuego, doblándose e irguiéndose al compás de la canción de Long Joseph con los brazos tendidos hacia delante, tiesos, a alturas diferentes, y bajándolos luego a los lados. La danza marcaba un ritmo extraño y tranquilizador a la vez.
Imithi goba kahle, ithi, ithi
Kunyakazu ma hlamvu
Kanje, kanje,
Kanje, kanje.
Niños, niños, niños, volved a casa
niños, niños, niños, volved a casa
niños, niños, niños, volved a casa…
La canción siguió un buen rato. Por fin, su padre dejó de cantar y miró la habitación iluminada por la chimenea sacudiendo la cabeza como si acabara de despertarse de un sueño.
—Ha sido muy bonito, papá —dijo despacio, luchando contra la pesadez del vino y la cena: no quería equivocarse de palabras—. Me gusta oírte cantar. Hacía mucho tiempo que no te oía cantar.
Long Joseph se encogió de hombros un tanto cohibido, y luego soltó una brusca carcajada.
—Bueno, este hombre nos ha traído a esta casa tan grande, y mi hija nos ha preparado la cena. Creo que me tocaba poner algo a mí.
Jeremiah, que había dado la espalda al fuego para escuchar la canción, asintió sobriamente, como si aprobara el intercambio.
—Me ha recordado un día que fuimos a ver a tía Tema. ¿Te acuerdas?
—Una mujer con una cara como una carretera en mal estado —dijo con un gruñido—. Tu madre heredó toda la belleza de esa familia. —Se puso en pie—. Voy a buscar otra cerveza.
—Y tu danza ha sido preciosa, también —dijo Renie a !Xabbu.
Quería hacerle una pregunta pero dudó, temerosa de parecer paternalista.
«¡Dios —se dijo—, para hablar con mi padre y con mi amigo hace falta ser antropólogo!… No es cierto: !Xabbu no se ofende fácilmente».
—¿Era una danza concreta? —le preguntó por fin—. Quiero decir que si tiene un nombre ¿o bailabas sin más?
El hombrecillo sonrió arrugando los ojos hasta casi cerrarlos.
—He marcado unos pasos de la danza del Hambre Mayor.
Long Joseph regresó con dos botellas y ofreció una a !Xabbu, quien la rechazó. Se sentó con un botellín en cada mano, satisfecho del premio obtenido por sus buenos modales. El hombrecillo se puso en pie, se dirigió a la fotografía de la pared, repasó una de las brillantes figuras con un dedo y luego se volvió a los demás.
—Tenemos dos clases de danzas del hambre. Una es la del Hambre Menor, que se refiere al hambre del cuerpo, y la bailamos para pedir paciencia cuando tenemos el estómago vacío. Pero cuando estamos satisfechos no necesitamos esa danza… En verdad, habría sido una descortesía bailarla después de la opípara cena de esta noche. —Sonrió a Renie—. Pero existe otra clase de hambre que no se mitiga llenando el estómago. No la curan ni la carne del oryx mejor cebado ni los más jugosos huevos de hormiga.
—¿Huevos de hormiga? —repitió Long Joseph, exageradamente ofendido—. ¿Coméis huevos de hormiga?
—Muchas veces —replicó !Xabbu con una sonrisa—. Son cremosos y dulces.
—No sigas —contestó Long Joseph con cara de asco—. Sólo de pensarlo me dan ganas de vomitar.
—Pero —terció Jeremiah poniéndose de pie y desperezándose— ¿no es una locura comer huevos de ave? ¿O de pez?
—Hable por sí mismo. Yo no como huevos de pez. En cuanto a los de ave, sólo los de gallina, y eso es natural.
—Cuando se vive en el desierto, no se puede rechazar nada que sea comestible, señor Sulaweyo. —!Xabbu sonrió maliciosamente—. Aunque hay cosas que nos gustan más que otras, claro está; por ejemplo, consideramos los huevos de hormiga un manjar exquisito.
—Mi padre es un esnob —replicó Renie—, y se equivoca a cada paso. Cuéntame más cosas de la danza, !Xabbu, por favor, de la del… Hambre Mayor.
—Llámame lo que quieras, niña —contestó su padre con aires de opinión magistral—. Pero que no se te ocurra ponérmelos en el plato.
—Todos hemos sufrido el Hambre Mayor —dijo !Xabbu señalando las figuras del dibujo rupestre—. No sólo los que bailan ahí, sino también quien los pintó y todos los que han visto esta pintura. Es el hambre de calor, de familia, de contacto con las estrellas, con la tierra, con los seres vivos…
—¿Hambre de amor? —preguntó Renie.
—Sí, supongo que sí. —!Xabbu se quedó pensativo—. Mi pueblo no lo diría con esas palabras. Pero si te refieres a lo que nos alegra de los demás, a lo que hace que estar juntos sea mejor que estar solos, entonces sí. Es el hambre de la parte de la persona que no puede saciarse con carne ni con bebida.
Renie quería preguntarle por qué había escogido esa danza para esa noche, pero pensó que tal vez fuera una grosería. A pesar de la robustez física y espiritual, el hombrecillo tenía algo que despertaba en Renie un torpe sentimiento de protección.
—Ha sido una danza muy bonita —dijo Renie al fin—. Muy hermosa.
—Gracias. Me gusta bailar entre amigos.
Un agradable silencio se impuso en la sala. A Renie no le pareció mal dejar los platos para el día siguiente y marcharse a la cama directamente.
—Jeremiah, gracias por acogernos.
Jeremiah Dako hizo un gesto de asentimiento sin levantar la mirada.
—No hay de qué, no se preocupe.
—Papá, gracias por la canción.
Long Joseph la miró con una expresión extraña, medio anhelante, y luego se rio.
—Sólo quería poner mi grano de arena, niña.
Se despertaba y volvía a caer en un estado de somnolencia inquieto y agitado, consciente de que tenían muchos problemas sin solución como para perder tiempo de descanso pero incapaz de hacer nada al respecto; el sueño y el consiguiente olvido reparador no acudían. Por fin, se dio por vencida y se sentó en la cama. Encendió las luces pero volvió a apagarlas, prefería la oscuridad. !Xabbu había dicho una cosa que no paraba de volverle a la memoria una y otra vez, repitiéndose entre los desordenados pensamientos como el estribillo de una canción popular: «Lo que nos alegra de los demás, lo que hace que estar juntos sea mejor que estar solos».
Pero ¿qué podían hacer ella y unos pocos más en semejante situación? ¿Y por qué tenía que haberle tocado a ella, precisamente? ¿Por qué nadie más asumía responsabilidades nunca?
Pensó en su padre, a dos puertas de su habitación, y sólo la agradable velada que habían pasado la ayudó a aplacar el profundo resentimiento que sentía. Por mucho que hubiera trabajado todo el día y por poco que lograra dormir, su padre protestaría puntualmente si no tenía el desayuno preparado cuando se levantara. Estaba acostumbrado a que le sirvieran. Por culpa de su madre, que había capitulado…, mejor dicho, que había colaborado con no se sabe qué idea arcaica del papel del macho africano. Seguro que antiguamente era así, los hombres sentados junto a la hoguera, fanfarroneando sobre una gacela a la que habían perdonado la vida hacía tres semanas, mientras las mujeres recogían alimentos, hacían vestidos, cocinaban, cuidaban a los niños… y a los hombres, que en realidad también son como niños, igual de susceptibles cuando no se sienten el centro del universo… Se dio cuenta de que hervía de rabia. Rabia contra su padre, contra Stephen por… haber huido de ella, aunque fuera horrible sentir rabia contra su hermano. Pero así era… La enfurecía que se hubiera alejado, que estuviera condenado en el maldito hospital, silencioso y ajeno, rechazando todo su amor y todo su dolor.
Si su madre no hubiera muerto, ¿habría sido todo distinto? Trató de imaginarse cómo habría sido la vida con alguien con quien compartir la carga, pero no consiguió creérselo… una adolescencia normal, al menos en el sentido más general, sin más preocupaciones que sus estudios y sus amistades. Un trabajo en verano, si lo hubiera querido, y no una jornada completa además del trabajo escolar. Pero tratar de imaginarse tal vida no era más que pura especulación, porque se habría transformado en otra persona distinta, no en lo que era. Habría sido otra Renie, una del otro lado del espejo de Alicia.
Miriam, su madre, frágil y esbelta. No tenía que haberse marchado. Si no hubiera ido a los grandes almacenes, todo sería mejor en ese momento. Sólo su generosa sonrisa que le iluminaba la oscura cara repentina y deslumbrantemente, como una mano que se abre para entregar un regalo espléndido, habría paliado el abrumador sentimiento de soledad. Pero la madre y su sonrisa no eran ya más que recuerdos, que se debilitaban con el paso del tiempo.
«… Mejor que estar solos», había dicho !Xabbu. Pero ¿acaso no era eso parte de su problema? ¿Que jamás estaba sola, sino que los que la rodeaban siempre esperaban que hiciera lo que ellos no podían hacer solos?
Sin embargo, ella nunca pedía nada. Era más fácil ser fuerte… En realidad, le resultaba útil ser fuerte. Admitir que necesitaba ayuda le haría perder facultades para luchar, sin duda.
«Pero es que necesito ayuda. Esto no puedo solventarlo sola. Me he quedado sin ideas».
—Hago cuanto puedo por encontrar una solución, Renie. —Martine no daba muchas esperanzas—. La clase de equipo a que se refería Singh cuesta muchísimo dinero, y aunque te prestara todo lo que tengo no sería suficiente. Llevo una vida sencilla y todo mi dinero lo invierto en equipo.
Renie se quedó mirando la pantalla negra pensando que ojalá tuviera algo que mirar, aunque no fuera más que el simuloide de la Mona Lisa de Martine. Los seres humanos dependen mucho del rostro del otro para obtener información, claves o, sencillamente, la confirmación de que al otro lado hay un ser humano. Renie estaba bastante acostumbrada a la imagen defectuosa de las videocabinas públicas, pero al menos, aunque la pantalla no funcionase, sabías con quién hablabas. Reconocía la generosidad de Martine pero, aun así, era difícil sentir el punto de contacto. ¿Quién era esa mujer? ¿De qué se escondía? Y, lo que era aún más extraño en una persona que rendía culto a lo privado, ¿por qué se había implicado tanto en la locura de Otherland?
—Ya sé que no será fácil, Martine, y de verdad agradezco tu interés, pero es que no puedo renunciar a Stephen sin luchar. Tengo que averiguar qué ha pasado, quién lo ha hecho y por qué.
—¿Y tú, cómo te encuentras, Renie? —preguntó Martine de pronto.
—¿Qué? ¡Ah, bien! Hecha un lío, cansada.
—Pero aparte de todo esto, ¿cómo estás?
De repente, Renie vio algo más en la pantalla negra… la ventana oscura de un confesonario. Sintió la tentación de contárselo todo a la francesa, sus temores obsesivos sobre Stephen, su ridícula relación maternal con su propio padre, el auténtico pánico que le inspiraban las fuerzas que, al parecer, había desatado. Todas esas cosas pesaban sobre ella como un techo derrumbado y sería beneficioso contárselas a alguien. En algunos momentos tenía la impresión de que la otra mujer, a pesar del misterio de que se rodeaba, podía ser una amiga de verdad.
Sin embargo, Renie no estaba preparada para una confianza tan profunda, aunque ya había puesto su vida en manos de Martine en gran medida. Existía un límite sutil entre la desesperación común y la pérdida total de autocontrol.
—Estoy bien. Cansada, como te he dicho. Llámame si averiguas algo. O si tienes noticias de nuestro amigo el anacoreta.
—Muy bien. Buenas noches, Renie.
—Gracias otra vez.
Volvió a tumbarse con la sensación de haber hecho algo, al menos.
Por la mañana, cuando abrió su buzón electrónico de la Politécnica, encontró varios mensajes relacionados con la suspensión de empleo: un aviso de que le habían anulado los privilegios de correo, la fecha de la vista preliminar, una reclamación de devolución de varios códigos y archivos de sistema y una llamada con el icono de «personal».
«Renie, llámame, por favor. —Del Ray acababa de afeitarse cuando grabó el mensaje, como si estuviera a punto de asistir a una reunión importante. La barba le crecía mucho más deprisa que a cualquier otro que ella conociera—. Estoy preocupado por ti».
Dominó la leve patada instintiva que sintió en el estómago. Y, además, ¿qué quería decir «preocupado»? Simplemente, lo que se le diría a una vieja amiga que ha perdido el puesto de trabajo. Ya estaba casado… ¿cómo se llamaba ella? Blossom, Daisy o alguna cursilada por el estilo. ¿Y qué más daba? Hacía mucho que había resuelto la cuestión de sus sentimientos por Del Ray. Para nada necesitaba volver a meterlo en su vida. Además, con tantas cosas que requerían su atención, ¿dónde cabía él?
Se imaginó un estante dedicado a Del Ray en el armario de su habitación de muñecas de trapo y se permitió una carcajada sólo por el placer de sentirse y oírse.
Encendió otro cigarrillo, tomó otro sorbo de vino… una tarde de lujo al alcance de una recién desempleada…, y miró al otro lado de la valla de seguridad que rodeaba las colinas de Kloof. ¿Haría bien en contestar a la llamada? Hasta el momento, no le había proporcionado ninguna información y su mensaje no parecía prometer nada nuevo. Por otra parte, tal vez supiera algo sobre esa tal Otherland o, lo que era más importante, sobre algún lugar donde pudiera disponer de un equipo profesional de realidad virtual. Tenía que hacer algo, y pronto. Si se viera obligada a abandonar, no tendría nada que alegar ante el tribunal de la Politécnica, sólo locuras. Por no hablar de Singh, un anciano supuestamente sentenciado a muerte, que tendría que hacerlo solo.
Y Stephen. Abandonar en ese momento sería abandonar también a Stephen, dejarlo dormir para siempre, al igual que las princesas de los cuentos de hadas pero sin esperanza alguna de que un príncipe se abriera camino entre los espinos para darle el beso liberador.
Posó el vaso de vino, que de pronto le agriaba el estómago. Todo parecía un lío imposible. Apagó el cigarrillo y luego, al tomar la decisión de llamar a Del Ray, encendió otro. En el último momento, cuando su multiagenda conectó con la centralita de la Comunidad, en un arranque repentino de precaución, apagó la imagen.
La secretaria de Del Ray acababa de colgar cuando Del Ray contestó.
—¡Renie, cuánto me alegro de que me llames! ¿Te encuentras bien? No hay imagen.
Ella lo veía perfectamente. Parecía un poco apurado.
—Estoy bien. Es que… tengo un problema con la multiagenda, nada más.
—¡Ah! —exclamó vacilante—. Bueno, no importa. Dime dónde estás. Estoy muy preocupado por ti.
—¿Que dónde estoy?
—Tu padre y tú os habéis ido del refugio. Intenté localizarte en la Politécnica pero me dijeron que te habían concedido la excedencia.
—Sí. Escucha, tengo que preguntarte una cosa. —Se detuvo antes de pronunciar el nombre de Otherland—. ¿Cómo sabías que nos habíamos marchado del refugio?
—Es que… fui allí. Estaba preocupado por ti.
Se rebeló contra el estúpido nerviosismo de colegiala. Había algo en la conversación que no acababa de gustarle.
—Del Ray, ¿me estás diciendo la verdad? ¿Cruzaste toda la ciudad para ir al refugio sólo porque te dijeron que tenía la excedencia?
—No me devolviste la llamada. —La respuesta era sencilla pero él parecía tenso y a disgusto—. Dime dónde estás, Renie. Tal vez pueda ayudarte. Tengo amigos… a lo mejor encontramos algún lugar más seguro adonde podáis ir.
—Ya estamos seguros, Del Ray. No hace falta que te tomes tantas molestias.
—Maldita sea, Renie, esto no es una broma. —En su voz había algo más que rabia—. Dime dónde estás. ¡Ahora mismo! No me creo que se te haya estropeado la multiagenda.
Renie, sobresaltada, tomó aliento y pasó la mano por la pantalla digital. El programa de seguridad que Martine le había enviado se encendió sobre el rostro de Del Ray. Un bloque de caracteres brillaba más que los demás, parpadeaba en un amarillo de señal vial de peligro.
—Eres… eres un desgraciado —dijo sin aire—. ¡Quieres localizar mi llamada!
—¿Qué? ¿De qué hablas? —preguntó con una expresión de vergüenza en la cara—. Renie, estás haciendo cosas raras. ¿Por qué no me dejas que te ayude…?
Su cara desapareció de pronto al cortar Renie el contacto. Apagó el cigarrillo con dedos temblorosos y se quedó mirando abatida el cable que salía de la multiagenda, pasaba por la ventana y se conectaba en la toma de la casa. El corazón le latía muy deprisa.
«Del Ray me ha vendido». Era una idea casi surrealista. Que alguien quisiera saber su paradero con tanto ahínco como para sobornar a un agente del gobierno era bastante curioso, ¡pero que Del Ray Chiume le hiciera semejante jugarreta! La separación había sido difícil pero no tanto como para vengarse. «¿Qué le han hecho? ¿Le habrán amenazado?». Le había parecido que Del Ray estaba asustado.
Vació el vaso de un trago. Si no se había vuelto loca de remate, si lo que creía que acababa de suceder era cierto, entonces, ni siquiera la respetable residencia de Susan, con barrera de seguridad y todo, era un buen refugio. Aunque Del Ray no hubiera logrado localizar la llamada, ¿cuánto tardaría la gente que andaba buscándolos en recorrer la breve lista de conocidos de Renie y hacer otra visita a la casa?
Desenchufó la multiagenda; luego, como para borrar las huellas, volvió dentro con el cenicero y el vaso de vino. Tenía los pelos de punta y el corazón acelerado desde que cortó la conexión con Del Ray.
Se dio cuenta de que sentía el miedo ancestral de los animales acorralados.