PROGRAMACIÓN DE LA RED/SALUD: La enfermedad que producen los cargadores puede ser reversible.
(Imagen: usuarios de cargadores en la esquina de una calle marsellesa). Voz en off: El Grupo Clinsor, una de las mayores compañías de instrumental médico del mundo, ha anunciado la pronta comercialización de una terapia para la enfermedad que produce la adicción a los programas de hipnosis profunda, denominados «cargadores» por sus usuarios.
(Imagen: desarrollo de pruebas con voluntarios humanos en los Laboratorios Clinsor). Voz en off: Éste nuevo método, cuyos inventores llaman RPN, o Reprogramación Neuronal, induce al cerebro a buscar nuevas vías sinápticas que sustituyan a las deterioradas por el abuso del cargador…
La luz dorada se hizo oscuridad y ruido.
Algo lo estrujaba. Dio una patada pero no había nada contra lo que golpear. Agitó brazos y piernas inútilmente unos momentos que le parecieron eternos y, después, el mundo apareció otra vez alrededor de su cabeza; llenó de aire los escocidos pulmones y se esforzó por mantener la cabeza fuera del agua tratando por todos los medios de no perder el hermoso, maravilloso y lunidulce aire nocturno.
Tenía a Gally apretado entre los brazos. El niño escupía agua y respiraba atragantadamente. Paul dejó de apretarlo y lo sostuvo con una mano a la distancia de un brazo, así podía usar el otro para mantenerse a flote sin soltar a Gally. Las aguas fluían más suavemente en ese lugar que en el punto del río donde se habían sumergido. Con suerte, la corriente los habría alejado de la mujer escarlata y del ser monstruoso.
Pero ya era de noche, ¿cómo habían podido permanecer bajo el agua tanto tiempo? Un momento antes aún no había terminado la tarde y, sin embargo, a excepción de un puñado de estrellas, el cielo estaba negro como el interior del bolsillo de un abrigo.
No valía la pena buscar explicaciones. Paul divisó una tenue luz en un punto que debía de ser la orilla. Tiró de Gally hacia sí y le habló en voz baja, temiendo que los temibles perseguidores rondaran aún por las cercanías.
—¿Has recobrado el aliento? ¿Puedes nadar un poco? —El chico asintió y Paul le dio una palmada en la empapada cabeza—. Bien. Nada delante de mí hacia esa luz. Si te cansas mucho o te da un calambre, no te asustes… yo estoy aquí, detrás de ti.
Gally lo miró con los ojos muy abiertos y una expresión inescrutable, y empezó a nadar como los perros en dirección al lejano resplandor. Paul lo siguió a lentas brazadas que, curiosamente, ejecutaba con espontaneidad, como si en otro tiempo hubiera practicado la natación con frecuencia.
Las olas eran suaves y pequeñas, la corriente, mínima. Paul fue relajándose a medida que imprimía ritmo a sus movimientos. El río había cambiado drásticamente desde que entraron en él: el agua estaba casi templada e impregnada de un olor dulce y picante. Se preguntó por un instante qué tal sabor tendría, pero dejó la aventura de probarla para cuando avistaran tierra. ¿Quién sabía las cosas que podían suceder allí?
A medida que se acercaban a la luz, Paul distinguió una llama alta como una almenara o un faro. Ardía, pero no en la playa sino en la cúspide de una estructura piramidal que se alzaba sobre una isla de roca. La isla sólo medía unos cincuenta metros de longitud y tenía unos peldaños de piedra que descendían desde la base de la pirámide hasta la orilla del agua. Por detrás de la pirámide, en el extremo opuesto de la isla, se divisaba otra construcción de piedra rodeada por un bosquecillo.
Cuando se aproximaron lo suficiente, Gally se detuvo en seco manoteando asustado; Paul lo alcanzó en unas rápidas brazadas y lo rodeó por el pecho.
—¿Te ha dado un calambre?
—¡Hay algo en el agua!
Paul miró alrededor, pero la superficie, irisada por los reflejos irregulares que proyectaba la llama, parecía tranquila.
—No veo nada. Vamos, casi hemos llegado.
Paul dio unas fuertes patadas que impulsaron a ambos hacia delante, pero en ese momento, notó que algo duro le golpeaba las espinillas. Sobresaltado, gritó y tragó agua. Empezó a toser y siguió nadando con fuerza hacia los escalones de piedra.
Algo enorme se movía justo debajo de ellos; se elevó y los arrojó a un lado en un remolino de agua. Paul vio primero un ser con forma de serpiente, seguido por media docena más, que rompían la superficie a pocos metros de ellos enroscándose sin objeto. Gally forcejeaba y Paul procuraba mantenerse a flote con él a poca distancia de la escalera.
—¡Quieto! —gritó a Gally al oído, pero el niño siguió manoteando débilmente.
Paul lo sacó del agua levantándolo cuanto pudo, lo hizo girar al tiempo que se impulsaba con una fuerte patada y lo dejó sobre el amplio escalón. El esfuerzo lo hizo hundirse en el agua otra vez y, luego, abrió los ojos. Una forma enorme, oscura y sin rostro, con una boca que parecía un agujero de bordes arrugados y ribeteados de púas curvas y coronada de tentáculos correosos, quería atraparlo. Ya era tarde para alcanzar los escalones, así que se sumergió con un gran impulso moviendo las piernas a toda velocidad para descender más aún. Los tentáculos culebrearon por encima de su cabeza y más allá. Notó algo gomoso que le rozaba el costado, lo apresaba brevemente y lo lanzaba dando volteretas. Salió a la superficie como un flotador de pesca, sin saber exactamente dónde estaba el arriba y dónde el abajo y no muy seguro de que eso le importara. Una mano delgada le asió por el brazo, una mano humana.
—¡Que vuelve! —gritó Gally.
Paul subió como pudo al escalón que tocaba el agua; con la ayuda del niño, ascendió por la resbaladiza piedra y alcanzó tierra firme. En el momento en que sacaba los pies del agua, una forma negra y lustrosa le lanzó un latigazo que golpeó la roca a dos brazos de distancia, y resbaló de nuevo hasta el río levantando olas de un metro sobre los escalones.
Paul trepó por los peldaños hasta la plataforma de la base de la pequeña pirámide. Apoyó la espalda contra los primeros bloques de piedra y se sentó abrazado a las rodillas hasta que el temblor aminoró.
—Tengo frío —dijo Gally al cabo de un rato.
Paul se levantó con las piernas temblorosas aún y se agachó a ayudar al niño.
—Vamos a ver qué hay allí, donde los árboles.
Un sendero de baldosas unía la pirámide con el bosquecillo. Paul percibió vagamente el dibujo sobre el que caminaban, una especie de espiral intrincada y trenzada que le resultaba conocida. Hizo una mueca. Eran tan pocas las cosas que recordaba con claridad… ¿Y adónde habían ido a parar?
Los árboles que rodeaban el claro tenían hojas alargadas y plateadas que producían un suave silbido cuando el viento las hacía entrechocar. En el centro, sobre un pequeño túmulo herboso, se levantaba una reducida edificación de piedra abierta por un lado. Sólo un poco de luz procedente del faro de la pirámide se colaba entre los árboles de plata, pero era suficiente para apreciar que el edificio, como el resto de la isla, estaba deshabitado. Se acercaron y encontraron una mesa de piedra en el interior, provista de fruta y panes cónicos. El pan era esponjoso y reciente. Antes de que Paul pudiera evitarlo, Gally partió uno y engulló un buen trozo; Paul lo imitó sin pensarlo dos veces.
También comieron varias piezas de fruta; rajaron la dura piel y sacaron la pulpa dulce de dentro. Chorreando jugo todavía por la barbilla y las manos, se sentaron y se apoyaron en las frías baldosas del interior del edificio y descansaron en silencio después de haberse llenado el estómago.
—Estoy muy cansado —dijo Paul al cabo, pero el niño no le escuchaba.
Gally ya había caído en un sueño semejante a la muerte, como siempre, acurrucado como un conejo junto a su pierna. Paul se esforzó por mantenerse despierto el mayor tiempo posible, pensando que el chico merecía protección pero, por fin, el agotamiento lo venció.
Despertó súbitamente y lo primero que vio fue la confortante forma de la luna, alta en el cielo. Pero advirtió cierta irregularidad extraña en su contorno y la sensación de alivio disminuyó en parte. Entonces, vio una segunda luna.
El ruido que lo había despertado iba en aumento. Era música, sin lugar a dudas, un cántico melodioso en una lengua que no reconoció. Tapó la boca a Gally con la mano y lo despertó suavemente.
Cuando el niño hubo comprendido lo que sucedía, Paul lo soltó. Se asomaron al exterior y vieron una nave larga y plana, iluminada por muchas antorchas, que se deslizaba a lo largo de la costa. Se apreciaban siluetas en la borda, aunque Paul, entre los árboles, no las distinguía con precisión. Sacó a Gally del cobijo de piedra y se internaron en el bosquecillo, que ofrecía un escondite más seguro.
Agazapados tras un árbol de hojas plateadas, observaron la nave, que se detenía con la proa hacia delante en el extremo de la isla donde se alzaba la pirámide. Una silueta fornida y ágil saltó a tierra, amarró el barco y se volvió a ambos lados con la cabeza alta, como si husmeara el aire. Paul lo vio claramente un breve momento a la luz del faro y se estremeció. La piel brillante de la criatura y su largo hocico parecían más animales que humanos.
Descendieron más siluetas hasta la base de la pirámide, con espadas brillantes en las manos. Paul aprovechó la confusión para encaramar a Gally a la rama más baja del árbol y luego se subió él; entre el follaje serían menos visibles.
Desde ese mirador mejor ubicado, vio que la nave era una gabarra tan larga como un tercio de la isla, cubierta de grabados y dibujos, con una amplia popa redondeada en forma de abanico, una cabina de columnas y antorchas a lo largo de toda la borda. Afortunadamente, no todos sus ocupantes tenían el aspecto de bestia que lucía el primero. El del hocico y sus compañeros debían de formar la tripulación; los demás, que en ese momento descendían a la isla, a pesar de ser muy altos, parecían humanos. Llevaban armadura, largas lanzas y espadas curvas.
Los que habían desembarcado en primer lugar vigilaban con celo excesivo para tratarse de un grupo tan fuertemente armado en una isla tan pequeña y, tras husmear por todas partes, se volvieron e hicieron señas a sus compañeros de a bordo. Paul se inclinó hacia delante para ver mejor entre el follaje y estuvo a punto de caerse de la rama cuando la ocupante de la cabina salió al exterior.
Era casi tan alta como los soldados y de una belleza deslumbrante, a pesar del extraño matiz azul que su piel desprendía incluso a la luz de la luna. Mantenía la mirada baja, pero la postura de los hombros y el cuello denotaba una sutil actitud de desafío. Llevaba su abundante cabellera negra recogida hacia arriba y sujeta por una corona de piedras brillantes. Lo más asombroso de todo eran las alas translúcidas, finas como el papel pero del color del cristal cromado, que le caían desde los hombros y se abrieron a la luz de la luna cuando salió del confinamiento de la cabina.
Pero el motivo del sobresalto fue otro: la conocía.
Ignoraba dónde o cuándo la había visto, pero conocía a esa mujer; fue un reconocimiento pleno e inmediato, como si se hubiera visto a sí mismo en un espejo. No sabía cómo se llamaba ni ninguna otra cosa acerca de ella, pero la conocía, y sabía que en cierto sentido le era muy querida.
Gally le puso la mano encima para que se calmara. Paul respiró hondo y tuvo la sensación de estar al borde de las lágrimas.
La mujer bajó de la elevada plataforma de la gabarra a la plancha que los soldados hocicudos habían colocado, y después avanzó lentamente hasta tierra firme. Tenía un vestido de innumerables hebras finísimas que la envolvían como una bruma reduciendo sus largas piernas y su esbelto torso a meras sombras. Los soldados la seguían de cerca como si la protegieran, pero Paul creyó percibir cierta desgana en sus movimientos, como si las afiladas armas tuvieran la misión de empujarla en vez de velar por ella.
Se detuvo y se arrodilló ante la pirámide largo rato, después se levantó lentamente y emprendió el camino de baldosas en dirección a la construcción donde Gally y él habían dormido. Un hombre delgado con túnica había bajado de la nave tras ella, y en ese momento la seguía a pocos pasos. La gracia de los movimientos y la extraña familiaridad del rostro de la mujer aturdieron tanto a Paul que, cuando la vio justo al pie del árbol, aún no había caído en la cuenta de que los visitantes descubrirían el hurto de ofrendas de la mesa del templo. ¿Qué sucedería entonces? En una isla tan pequeña no había lugar seguro donde esconderse.
Tal vez el repentino temor le acelerara la respiración, o tal vez fuera otro sentido, que no el oído, lo que atrajo la mirada de la mujer morena, pero cuando pasó bajo el árbol, levantó los ojos hacia la copa y lo vio. Sus miradas se encontraron sólo un instante, pero Paul sintió que lo palpaba y lo reconocía. La mujer bajó los párpados de nuevo sin dar señales de haber visto otra cosa que no fuera el cielo nocturno. Paul contuvo la respiración cuando el hombre de la túnica y los soldados pasaron bajo el árbol, pero ninguno miró hacia arriba. Al llegar la compañía al montículo cubierto de hierba, Paul se bajó del árbol con el mayor sigilo y luego recogió a Gally, que saltó a sus brazos. Llevaba al muchacho por entre los árboles hacia la orilla del agua cuando un grito furioso sonó repentinamente en el templo; los soldados y el hombre de la túnica acababan de descubrir que su isla sagrada había sido hollada por ladrones.
No tardó en oírse un rumor de pasos en el bosquecillo. Paul levantó a Gally, lo hizo entrar en el agua y después se deslizó junto a él. Los soldados se llamaban unos a otros; algunos de los que habían quedado en la nave bajaron la rampa apresuradamente para unirse a la búsqueda.
Gally se sujetaba en la roca de la orilla, Paul le susurró unas palabras al oído y el niño asintió y empezó a nadar hacia la gabarra. Paul lo siguió procurando sobresalir del agua lo imprescindible y hacer el menor ruido posible. Dos soldados holgazaneaban en la popa apoyados en las lanzas, mirando a sus compañeros que registraban la isla. Gally y Paul pasaron silenciosamente ante ellos y avanzaron hacia la otra punta de la nave, donde el mismo casco los ocultaría. Paul encontró un asidero en los intrincados grabados, cerca de la línea de flotación. Gally se aferró a él por la camisa y así permanecieron a la espera a ras de agua, juntos entre las sombras, golpeándose suavemente contra el casco.
Por fin, los rastreadores regresaron. Paul no sabía si volver a la isla o no pero, al oír la voz de la mujer cuando subía de nuevo a bordo, se decidió. Se agarró con más fuerza al asidero y sujetó mejor a Gally en el momento en que la embarcación zarpaba y se alejaba de la isla. Por un momento, se asombró de su falta de consideración, pues condenaba al niño y a sí mismo a las aguas donde sólo unas horas antes habían sufrido el ataque de un monstruo desconocido. ¿Se le habría ofuscado el sentido al ver a la mujer? Sólo sabía que no podía dejarla marchar sin más. La sensación de traición era la misma, aunque Gally siguiera tranquilo y confiado.
La noche estaba negra como las moras y la desconcertante pareja de lunas era aún lo más brillante en el cielo. La gabarra progresaba lenta y regularmente en contra de la débil corriente. A Paul no le resultaba difícil mantenerse agarrado, pero la postura era cansada. Fue a desabrocharse el cinturón y, por primera vez, se percató de que su atuendo no era el mismo que cuando se tiraron al río, horas antes. Los recuerdos eran de una imprecisión alarmante. El niño y él se habían escapado del Octavo Casillero huyendo de una mujer vestida de rojo y de otro peligro más inquietante aún, pero apenas recordaba nada más. Había estado en una guerra terrible, sí, pero ¿no había sido en otra parte? ¿Cómo iba vestido antes y por qué tenía la certeza de no llevar la misma ropa en ese momento?
Vestía unos pantalones amplios y una especie de chaleco de cuero, sin camisa debajo. No se acordaba de que fuera calzado cuando llegaron a la isla, y en ese momento tenía los pies desnudos, desde luego. Sin embargo, ceñía un largo cinturón que le daba dos vueltas a la cintura… Dejó las preguntas por imposibles, se quitó el cinturón y lo pasó por el hueco de una filigrana justo por encima de la línea de flotación. Una vez asegurado, se lo pasó a Gally por la cabeza y se lo ató por las axilas, luego lo aflojó y se metió él también detrás del niño, con la espalda contra el casco. Convenientemente amarrados los dos, Paul pudo por fin relajar los cansados músculos.
La gabarra siguió navegando, levantándose puntualmente a cada impulso de los remos. Paul se sentía como un alga a la deriva, traído y llevado por las aguas templadas, con la cabeza de Gally rozándole levemente la garganta. El suave masaje de las olas lo meció hasta dormirlo.
Un cosquilleo por todo el cuerpo lo despertó de golpe. Mientras flotaba en el improvisado arnés tratando de ahuyentar las supuestas cosas que lo asaeteaban a picotazos, el cielo morado se tornó bruscamente de un hiriente verde crudo, y el agua, de un feo naranja cobrizo. El aire se llenó de electricidad estática. La mitad del caudal del río se levantó repentinamente como si algo gigantesco hubiera emergido desde el fondo, pero la otra mitad no, ni siquiera cuando el desplazamiento cumplió su tercer o cuarto segundo de duración. Incluso se delineó un borde firme entre las dos mitades como si de piedra se tratara en vez de agua. Un momento después, el cosquilleo se hizo más penetrante y Paul soltó un grito. Gally se despertó otra vez y, asustado, también gritó. El cielo volvió a convulsionarse y relumbró con un blanco espectral un solo segundo; entonces, el doloroso hormigueo cesó, el cielo volvió a la normalidad y el agua quedó de una pieza otra vez, sin olas, sin ondas siquiera que señalaran el cambio.
Paul se quedó boquiabierto, con la mirada perdida en la penumbra. Le costaba recordar cosas pero estaba seguro de no haber visto jamás una masa de agua que se comportara de semejante manera. Se dio cuenta de que en realidad no había sido únicamente el río. Habría jurado que el mundo entero se convulsionaba, se distorsionaba groseramente, como si todo estuviera pintado en una hoja de papel y la hubieran estrujado con violencia.
—¿Qué… qué ha sido eso? —preguntó Gally respirando con dificultad—. ¿Qué ha pasado?
—No sé. Creo… creo que…
En el momento en que trataba de encontrar una explicación, la porción de la filigrana que los sujetaba al barco se desprendió entera del casco y quedaron a la deriva en medio del agua. Paul retuvo a Gally y lo ayudó a alcanzar el trozo desprendido, que giraba lentamente en la corriente a poca distancia. El madero era más largo que el propio Paul y flotaba bien, de modo que pudieron agarrarse a él. Fue una suerte pues la gabarra, ajena a la pérdida de sus polizones, prosiguió su travesía. A los pocos segundos, desapareció entre la niebla y la oscuridad del alba. Una vez más, estaban solos.
—Silencio —dijo Paul a Gally, que lloraba entre toses atragantadas. El niño lo miró con ojos enrojecidos—. No nos pasará nada. Mira, sólo vamos a quedarnos flotando aquí.
—No. Yo no… Yo… estaba soñando. Soñaba que Bay estaba bajo el agua, abajo, en la arena del fondo. Estaba solo, ¿sabes?, y quería que fuera a jugar con él.
Paul aguzó la vista buscando la costa; si estuviera suficientemente cerca, podrían alcanzarla a nado a pesar de la fuerza de la corriente, tranquila pero continua. Pero si había tierra a su alcance, quedaba oculta por la niebla y la débil luz.
—¿Quién dices? —preguntó distraído.
—Bay. He soñado con Bay.
—¿Quién es Bay?
—Mi hermano —repuso Gally con los ojos abiertos como platos—. Mi hermano. Tú lo conociste. ¿Es que no te acuerdas?
Paul no supo qué decir.
Llevaban ya un rato asidos al madero. El cielo comenzó a iluminarse pero el cansancio de Paul iba en aumento; temía que le fallaran las fuerzas para seguir agarrado al madero sujetando a Gally al mismo tiempo. Estaba considerando en qué dirección emprender una travesía a la desesperada cuando una sombra alargada salió de entre la niebla deslizándose hacia ellos.
Era una embarcación, no tan grande como la gabarra ceremonial sino un modesto esquife de pesca. Una silueta solitaria se destacaba en la proa. Cuando la barca se acercó, Paul comprobó que el ocupante era un ser hocicudo.
El ser ció con su único remo largo hasta detener el esquife a pocos metros de ellos. Se agazapó en la proa y los escrutó ladeando la cabeza. Del largo hocico sobresalían unos colmillos retorcidos, pero sus ojos amarillos miraban con el inconfundible brillo de la inteligencia. A la luz del sol, Paul percibió por primera vez que la piel lustrosa del desconocido tenía un ligero verdor. Al cabo de un momento, el hocicudo se puso de pie y levantó el remo como para golpearlos.
—¡Déjanos en paz!
Paul chapoteó frenéticamente hasta situar el madero entre ellos y el ser hocicudo.
El desconocido no los golpeó sino que se quedó mirándolos fijamente. Luego bajó el remo hasta el agua, a poca distancia de la mano de Paul. Levantó la zarpa, con garras y ligeramente parecida a la de una rana, e hizo un gesto inconfundible: «agarraos, agarraos». Paul no acababa de fiarse, pero comprendió que su posición defensiva mejoraría sustancialmente si se apoderaba de un extremo del remo. Alargó la mano y lo cogió. El ser empezó a tirar del remo hacia sí sujetándose a la proa para no caer arrastrado por el peso. Una vez se acercaron lo suficiente, Paul izó a Gally al pequeño bote y luego subió por un lado sin dejar de vigilar atentamente al rescatador.
El hocicudo dijo unas palabras con una voz que parecía el parpar de un pato más que otra cosa. Paul se quedó mirándolo y sacudió la cabeza.
—No hablamos tu lengua.
—¿Qué es? —preguntó Gally.
Paul volvió a sacudir negativamente la cabeza.
El desconocido se inclinó bruscamente y empezó a hurgar en un amplio saco de cuero que había en el fondo del bote. Paul se tensó y se irguió del todo. El desconocido se irguió también con una expresión de satisfacción en sus ojos brillantes y en su alargado rostro, y les enseñó lo que tenía en las manos: un cordón de cuero en cada una, con una piedra grande y pulida ensartada. Las piedras despedían un reflejo cremoso, como perlas plateadas. Paul y Gally se quedaron mirándolo sin más; entonces, el hocicudo sacó un tercer cordón y se lo colocó alrededor del cuello, con la piedra sobre el hueco de la garganta. Paul creyó que la piedra temblaba un momento y cambiaba de color, que reflejaba el matiz amarillento de jade de la piel del ser.
—Ahora vosotros. —Su voz tenía aún un timbre ligeramente gallináceo pero se le entendía perfectamente—. Daos prisa; el sol saldrá enseguida. No podemos dejar que nos encuentren en el Gran Canal en horas no permitidas.
Paul y Gally se ataron los cordones. Paul notó que la piedra se calentaba al contacto con su piel. Al cabo de un momento, era como si formara parte de sí mismo.
—¿Cómo os llaman? —preguntó el ser—. Yo soy Klooroo, del pueblo pescador.
—Yo soy… yo soy Paul. Y éste es Gally.
—Y los dos sois tellareses.
—¿Tellareses?
—Desde luego. —Klooroo parecía muy seguro—. Sois tellareses de la misma forma que yo soy ullamarés. ¡Miraos y miradme!
Paul se encogió de hombros. Evidentemente, su rescatador era diferente a ellos.
—¿Has dicho que estamos en… el Gran Canal?
—Claro —dijo Klooroo frunciendo el ceño, prominente y canino—. Hasta los tellareses lo saben.
—Somos… llevamos mucho tiempo en el agua.
—¡Ah! Y no estáis bien de la cabeza —asintió satisfecho—. Claro, entonces, tenéis que venir conmigo y ser mis huéspedes hasta que recobréis el juicio.
—Gracias. Pero… ¿dónde estamos?
—Qué pregunta más extraña, tellarés. Estás justo a la salida de la gran ciudad de Tuktubim, Estrella Refulgente del Desierto.
—Pero ¿dónde se encuentra eso? ¿En qué país? ¿Por qué hay dos lunas?
Klooroo se echó a reír.
—¿Es que alguna vez no han existido dos lunas? Hasta el más humilde nimbor sabe que ésa es la diferencia entre vuestro mundo y el nuestro.
—¿Mi… mundo?
—Tu herida debe de ser grave porque estás muy trastornado. —Sacudió la cabeza con pesar—. Os encontráis en Ullamar, el cuarto mundo a partir del sol. Creo que tu pueblo, en su ignorancia, lo llama Marte.
—¿Por qué tenemos que dejar el canal antes de que salga el sol?
Klooroo contestaba sin dejar de palear, hundiendo el remo y tirando primero por un lado y luego por el otro.
—Porque es la época de las fiestas y tenemos prohibido circular por el canal de noche, excepto las gabarras de los sacerdotes. Sin embargo, un pobre nimbor como yo, si no ha tenido buena pesca por la mañana, se arriesga para no morir de hambre.
Paul se sentó erguido; Gally, que estaba apoyado contra su rodilla, protestó entre sueños.
—O sea que, en efecto, era una especie de rito religioso. Tocamos tierra en una isla; más tarde, llegó una nave y amarró allí. En la nave iba una mujer de pelo oscuro con… con alas, por raro que parezca. ¿Hay alguna manera de averiguar quién es?
La orilla del canal se hizo visible por fin. Paul observó la fantasmagórica colección de casuchas que iban apareciendo poco a poco entre la niebla mientras esperaba la respuesta, pero Klooroo no contestó. Cuando levantó la vista, el que se llamaba a sí mismo nimbor lo miraba horrorizado.
—¿Qué pasa? ¿He dicho algo malo?
—¿Has… has mirado a la Princesa del Verano? ¿Y los taltors no te mataron?
—Si te refieres a los soldados, nos escondimos de ellos. —A Paul le hizo gracia la reacción del hocicudo y le contó cómo se habían atado a la nave para seguir navegando—… Y así fue como quedamos flotando en el agua donde nos encontraste después. ¿Qué hay de malo en ello?
Klooroo gesticuló con las manos como para ahuyentar un mal invisible.
—Sólo un tellarés loco de remate sería capaz de hacer esa pregunta. ¿Por qué crees que el canal está prohibido a todo ser inferior a los taltors durante la época de las fiestas? Pues porque si alguno de clase baja mirase a la Princesa, atraería mala suerte hacia los ritos de las fiestas. Si los ritos no se cumplieran con éxito, el canal no se desbordaría durante la próxima estación y la tierra quedaría como un desierto.
Un leve recuerdo, un reflejo en realidad, indicó a Paul que en otra época anterior habría calificado de ridícula esa creencia pero, como recordaba tan poco de su pasado y se hallaba inmerso en un presente tan extraño, le parecía difícil catalogar de ridícula cualquier cosa. Se encogió de hombros.
—Lo siento. No sabíamos nada. Sólo quería salvar al chico y a mí mismo.
Klooroo miró al adormecido Gally y el gesto severo de su hocico se ablandó un poco.
—Sí, pero… —Parpadeó y miró a Paul—. En fin, no podíais saberlo, supongo, así que, como sois de fuera de este mundo, a lo mejor no pasa nada.
Paul prefirió no contarle que habían comido las ofrendas del templo con mucha satisfacción.
—¿Quién es la Princesa del Verano? ¿Y cómo sabes tanto acerca de los… tellareses? ¿Es normal que haya gente como nosotros aquí?
—Aquí no… en las ciudades nimbors no. Pero en Tuktubim hay más que unos pocos, aunque suelen quedarse sobre todo en el palacio de Soombar, y unos cuantos locos que deambulan por los desiertos exteriores buscando los dioses sabrán qué. También, a veces llegan visitantes de Vonar, el segundo planeta. Pero casi nunca vienen fuera de la época de lluvias.
Klooroo llevó el esquife por una serie de pequeñas dársenas que formaban un conjunto de canales menores a lo largo de la orilla del canal principal. Había numerosas cabañas construidas directamente sobre las dársenas; otras, agrupadas entre el canal y un risco que servía de muro, se elevaban formando aglomeraciones altas y destartaladas. Casi todos los vecinos de Klooroo estaban despiertos y activos, unos preparando los botes para salir al canal y otros recogiéndolos después de una noche de pesca furtiva.
—Pero ¿y la mujer? —insistió Paul—. ¿Has dicho que es una princesa?
—Es la Princesa. La Princesa del Verano. —Giró por un canal menor y la amplia vista que Paul tenía quedó confinada de pronto por altos muros—. Es vonaresa, el pueblo azul con alas. Los conquistamos hace mucho tiempo y todos los años envían a una de sus mujeres nobles como tributo.
—¿Tributo? ¿Qué significa eso? Tiene que casarse con el… ¿cómo lo llamaste? ¿Con el Soombar?
—En cierto modo. —Klooroo volvió a girar a golpes de remo y entró por una pequeña compuerta para salir a un estanque cerrado y rodeado de finas paredes de madera. Llevó el esquife por una entrada abierta y, estirando la mano en forma de garra, sacó una cuerda que ató a un gancho de la proa—. En cierto modo —repitió—, porque el Soombar es descendiente de los dioses. En realidad, ella se casa con los mismísimos dioses. Al final de las fiestas, la matan y entregan su cuerpo a las aguas para que la lluvia vuelva.
Klooroo saltó del bote a la entrada, luego dio media vuelta y tendió la mano a Paul.
—Qué mala cara tienes… ¿Te duele la cabeza? Razón de más para que el chico y tú vengáis a mi casa.
El sol calentaba a mediodía. En ese momento, Klooroo tal vez fuera el único adulto residente en Nimbortown que no se hallaba en su casa, a cubierto de los rayos. Se mantenía a la sombra tanto como podía, acurrucado bajo el alero del edificio vecino, mientras su invitado tellarés permanecía sentado en medio de la techumbre de piel de pescado disfrutando del calor, tratando de sacudirse de los huesos el frío que le había producido la larga inmersión. Abajo, Gally se jugaba su comida, un plato de sopa y torta de pan, a un apasionante juego de «tú la llevas» con algunos niños de allí.
—Eso que haces también es de locos —se quejó Klooroo—. ¿No podemos entrar? Si me da el sol un poco más, me quedaré tan desequilibrado como tú.
—Naturalmente. —Paul se levantó y siguió a su anfitrión escaleras abajo hasta el refugio—. No se me… Estaba pensando. —Se sentó en un rincón de la desnuda estancia—. ¿No podemos hacer nada? Dijiste que aquí había gente de su pueblo. ¿No piensan hacer nada?
—¡Fu! —Klooroo sacudió la cabeza de largo hocico con asco—. ¿Sigues pensando en ella? ¿No has blasfemado bastante mirando a la que no debías mirar? En cuanto a los vonareses, ellos cumplen siempre el antiguo trato. Han entregado al menos trescientas Princesas del Verano antes de ésta… ¿Por qué habrían de oponerse a entregar una más?
—Pero ésta es… —Paul se frotó la cara como si así pudiera quitarse de la cabeza la presión de los obsesivos recuerdos—. La conozco. ¡La conozco, maldita sea! Aunque no recuerde de qué.
—No la conoces —replicó el nimbor con firmeza—. Sólo los taltors pueden verla. Los de fuera de este mundo y los humildes como yo… jamás.
—Bueno, pues yo la vi anoche, aunque fuera por casualidad. Tal vez la haya visto también en alguna otra parte, sólo que no me acuerdo. —Levantó la mirada rápidamente al oír gritar a Gally en el exterior, aunque fue un grito alborozado, no de miedo. El chico se encontraba a gusto con sus nuevos amigos nimbors; si aún sufría por la masacre de niños en la Casa de las Ostras, no lo demostraba—. La memoria… me pasa algo raro con la memoria, pero no creo que sea de hace poco —comentó de repente—. Creo que hace tiempo que me pasa algo.
—A lo mejor ya habías visto a la Princesa del Verano antes, a hurtadillas, y los dioses te han castigado. O a lo mejor padeces una enfermedad o pesa sobre ti una maldición. No conozco tanto a los tellareses como para saberlo. —Klooroo frunció el ceño—. Tendrías que hablar con alguien de tu pueblo.
—¿Conoces alguno? —preguntó Paul volviéndose.
—¿Acaso tengo yo amigos tellareses? No. —Klooroo se puso en pie con un crujir de articulaciones—. Pero sin duda acudirá gente de otros mundos al mercado de Tuktubim durante la época de fiestas. Si quieres, te llevo allí. Primero tengo que buscarte unos zapatos…, y para el chico también. Si no, se os quedarán los pies como comida requemada.
—Me gustaría ir al mercado y ver Tuktubim. ¿Dices que es allí donde tienen a la Princesa del Verano?
Klooroo bajó la cabeza y gruñó. Casi parecía un perro.
—¡Dioses! ¿Es que tu locura no tiene fin? ¡Olvídala!
—No puedo —replicó Paul con mala cara—. Pero procuraré no hablar más del tema delante de ti.
—Ni detrás, ni por la izquierda ni por la derecha. Llama al chico, tellarés. No tengo familia, de modo que nada nos impide marchar ahora mismo… ¡Ja! Tanta libertad es una de las pequeñas ventajas de no tener nido.
Lo dijo con cierta tristeza; Paul cayó en la cuenta, un poco avergonzado, de que no habían mostrado el menor interés por la vida de Klooroo, a pesar del trato amable y hospitalario que les había dispensado. Nacido en la clase baja de Marte, sometido de por vida a unas condiciones de esclavitud bajo el poder de la nobleza taltor, seguro que no había disfrutado mucho.
—¡Paul, mira! —gritó Gally desde fuera, chapoteando eufórico—. Raurau me ha tirado al agua, ¡pero sé nadar!
La gran ciudad de Tuktubim quedaba oculta a la vista, en lo alto de los riscos y, aunque distaba sólo una milla, no había camino directo que subiera por las colinas. Klooroo los hizo embarcar de nuevo en el esquife y salieron al canal. Paul se preguntó si la falta de vías directas de acceso estaría pensada para reducir las posibilidades de éxito de una supuesta sublevación violenta de los siervos.
A medida que se alejaban de Nimbortown, Paul consiguió ver por fin la extensión total de los acantilados, que bajo el sol del mediodía adquirían un oscuro tono marrón rojizo. En la cima, casi invisibles, sobresalían las agujas de una docena de torres puntiagudas, y no se divisaba nada más de la ciudad. A medida que los acantilados iban desapareciendo y el esquife describía un amplio círculo en torno al perímetro de las colinas, la vastedad del desierto rojo se hizo patente. A ambas orillas del Gran Canal, las arenas lo dominaban todo hasta donde alcanzaba la vista, como un océano escarlata ondulante y rumoroso, rota su monotonía sólo por las lejanas montañas de un lado y la red de canales menores que se entrecruzaban en el otro.
—¿Hay otras ciudades, más allá? —preguntó Paul.
—¡Oh, sí! Aunque la más cercana en cualquier dirección está a muchas leguas. —Klooroo oteaba el curso de agua con los ojos entrecerrados—. No es conveniente ir en su busca, ni siquiera por los canales, sin hacer grandes preparativos antes. Son tierras peligrosas, infestadas de fieras salvajes.
Gally abrió los ojos un poco.
—¡Como aquella cosa del agua…! —comenzó pero, de pronto, un fuerte zumbido resonó en el cielo.
Paul y el chico miraron hacia arriba y la luz cambió. Por unos instantes, el cielo brillante y amarillento se tornó de un verde amoratado y el aire casi se solidificó a su alrededor.
Paul parpadeó. El canal y el cielo parecían fundirse en una sola materia burbujeante y granulosa. Al instante todo volvió a la normalidad.
—¿Qué ha sido eso? Anoche, cuando estábamos en el río, sucedió algo parecido.
Klooroo gesticulaba vigorosamente contra el mal.
—No lo sé. Tormentas raras. Últimamente hemos tenido varias. Los dioses están enfadados, supongo… luchan entre sí. Si no hubiera empezado hace unos meses, diría que es por tu culpa, porque has violado el tabú de las fiestas. —Frunció el ceño—. De todos modos, estoy seguro de que tu indiscreción no ha mejorado el humor de los dioses.
El Gran Canal describía un amplio meandro alrededor de las colinas sobre las que se asentaba Tuktubim. Mientras el esquife avanzaba por la revuelta hacia el canal periférico que llevaba a la ciudad, Paul contemplaba las grandes extensiones de campos cuarteados y embarrados de ambos lados. Era comprensible que los ullamareses reverenciaran tanto la lluvia. Resultaba difícil de creer que hubiera algo capaz de hacer fértiles esas extensiones llanas y recocidas, pero Klooroo les había dicho que hasta el último grano de cereal crecía en unas pocas millas a lo largo de las márgenes del Gran Canal, y hasta el último rebaño de animales pastaba en esos mismos estrechos límites. Era un tenue hilo de vida que corría por el vasto desierto. Un año sin lluvia, y la mitad de la población moriría.
Según Klooroo, en el canal no había tanta circulación en ese momento como justo después del amanecer o justo antes del anochecer, porque el calor obligaba a la gente a quedarse en casa, pero a Paul le pareció que estaba abarrotado de embarcaciones, grandes y pequeñas. En la mayoría viajaban uno o más nimbors como Klooroo, pero también unas cuantas naves transportaban soldados taltors o gentes de otra clase, con atavíos menos militares, que Paul tomó por comerciantes o representantes del gobierno. Algunas embarcaciones resultaban aún más espectaculares y de mayor envergadura que la nave sacerdotal que había amarrado en la isla, tan cargadas como iban de dorados y ornamentos, tan envueltas en telas vaporosas y tan rebosantes de nobles cubiertos de joyas que parecía mentira que no se hundieran en el fondo del canal. «Y lo mismo podía decirse —pensó— de algunos nobles taltors, tan grotescamente ataviados».
Klooroo viró hacia un canal menor que volvía a pasar al pie de las colinas. Desde ese lado se veía la ciudad, acurrucada bajo la cima misma, dominando la serie de granjas que se abría en abanico desde el meandro del Gran Canal y que recibía agua gracias a un intrincado sistema de acequias. Tuktubim se elevaba sobre las granjas como un emperador coronado, con sus torres de plata y oro brillando al sol del verano.
—Pero ¿cómo vamos a subir en barco hasta ahí? —preguntó Gally mirando la corona de torres.
—Ya lo verás. —A Klooroo le hizo gracia la pregunta—. Tú no dejes de mirar para arriba, pequeño sapo de arena.
El secreto fue revelado tan pronto como llegaron a la primera esclusa de una larga serie; tenían ante sus ojos todo un sistema de esclusas dispuestas en hileras, con enormes ruedas de bombeo en cada una. En ese momento, Paul vio un barco de velas blancas que ascendía hacia la esclusa más alta. Parecía de juguete, pero sabía que debía de ser una de las grandes embarcaciones mercantes de fondo plano cuya estela había hecho bambolearse al pequeño esquife en el Gran Canal.
El esquife tardó gran parte de la tarde en ascender hasta la mitad de camino. A los nimbors no les estaba permitido subir sus embarcaciones más arriba, de modo que dejaron la suya en un pequeño puerto deportivo construido, paradójicamente, en la ladera de una colina. Klooroo los condujo a la vía pública y emprendieron el resto de la subida a pie. El paseo era lento, pero no arduo. Las sandalias de piel de pez que Klooroo les había proporcionado eran sorprendentemente cómodas. De vez en cuando, se detenían a beber de las fuentes que manaban sobre unos estanques a los lados del camino, o a descansar a la sombra de las altas piedras, grandes bloques rojos con rayas doradas y negras.
Las puertas de la ciudad estaban guardadas por soldados, pero éstos parecían más interesados en observar el espectáculo que en interrogar a un nimbor y a dos personas de otro mundo. El desfile merecía la pena: nobles en doradas literas cubiertas acarreadas por nimbors sudorosos; otros, a lomos de seres que parecían mitad caballo y mitad reptil y casi todos con el mismo tono verde jade que Klooroo. De vez en cuando, Paul entreveía el brillo de un cuerpo azul o un temblor de plumas claras en la abigarrada multitud, y cada vez contenía el aliento aunque sabía que la esperanza era falsa; había pocas probabilidades de que la mujer que buscaba pudiera pasear por las calles de Tuktubim en pleno día. La tendrían en alguna parte, vigilada, tal vez entre las torres del centro de la ciudad.
Klooroo condujo a Paul y a Gally por entre los altos pilares de marfil y oro de la entrada y desembocaron en una calle casi tan ancha como el Gran Canal. A ambos lados, al resguardo del sol implacable bajo enormes toldos de rayas, toda la población de Tuktubim parecía ocupada en discutir o regatear; al parecer, la actividad se centraba exclusivamente en una combinación de ambas cosas.
—¿Esto es el mercado, nada más? —preguntó Paul tras un paseo de varios minutos.
—¿Esto? —repitió Klooroo negando con la cabeza—. No, aquí sólo están los vendedores ambulantes. Ahora vamos al bazar… el mayor mercado de toda Ullamar, o eso me han dicho los que han viajado más que yo.
Iba a añadir algo pero Paul se distrajo al oír de pronto una voz tras él que gritaba en su propio idioma. Gracias a los collares traductores de Klooroo, parecía que los nimbors y demás ullamareses hablaran su lengua, pero la concurrencia de la lengua original y la traducción siempre se dejaba sentir. Sin embargo, esa otra voz que se acercaba por momentos podía entenderla clara e inequívocamente sin ayuda del collar.
—¡Eh! ¡Espere un momento, por favor!
Paul se giró. Gally, sobresaltado, también dio media vuelta, transformado en una fiera de pronto, como un gato de callejón, con los dedos extendidos como si fueran garras. Un hombre corría hacia ellos con la facilidad de un atleta. Parecía incuestionablemente humano y terrícola.
—¡Ah, gracias! —dijo al darles alcance—. Pensaba que tendría que correr tras de usted hasta el bazar. ¡Menuda gracia!, con el calor que hace, ¿verdad?
Paul no sabía a qué atenerse. Instintivamente, sabía que siempre debía temer que lo reconocieran o lo persiguieran, sin embargo, la súbita aparición del desconocido no lo alarmó. El risueño recién llegado era un hombre joven, alto y atractivo, con barba rubia y de complexión elástica y musculosa. Su ropa era semejante a la de Paul, aunque llevaba camisa blanca debajo del chaleco y, en vez de sandalias de piel de pez del canal, unas botas altas de cuero.
—¡Vaya! ¡Hay que ver qué malos modales! Le detengo sin más ni más en plena calle y ni siquiera me presento —comentó el hombre rubio—. Brummond, Hurley Brummond. Antes, capitán Brummond del Cuerpo de Guardia de Su Majestad, pero eso fue hace mucho tiempo y muy lejos de aquí, supongo. ¡Ah! Y éste es mi amigo, el profesor Bagwalter, que por fin nos ha dado alcance. ¡Saluda, Bags!
Señaló hacia un hombre mayor que él, también con barba pero vestido más formalmente, que se acercaba cojeando y con una levita en el brazo. Se detuvo delante de ellos jadeando, se quitó los anteojos, que se le habían empañado, y sacó un pañuelo para secarse la frente.
—¡Por dios, Brummond! ¡Vaya carrera! —Tomó aliento varias veces más antes de continuar—. Encantado de conocerlo, señor. Lo vimos cuando cruzaba la puerta.
—En efecto —dijo el rubio—. Vienen pocos de los nuestros por aquí, y conocemos a la mayoría. De todos modos, no hemos echado a correr tras de usted sólo porque sea una cara nueva. —Soltó una carcajada—. El club Ares no es aburrido hasta ese extremo.
—¡Yo no he salido en su persecución en ningún momento! —protestó el profesor entre toses—. Yo sólo pretendía no perderte.
—¡Una idea de locos, desde luego, con el bochorno que hace! —Brummond se dirigió a Paul—. La verdad es que por un momento creí que era usted un antiguo compañero mío… Billy Kirk, se llamaba. Tres Delicias Kirk, lo llamábamos, por lo especial que era en la cuestión del desayuno. Luchamos juntos en Crimea, en Sebastopol, en Balaklava… Un gran artillero, de los mejores. Pero en cuanto me acerqué me di cuenta del error. De todos modos, el parecido es asombroso.
A Paul le costaba seguir el hilo de la cháchara rápida y escueta de Brummond.
—No, me llamo Paul. Paul… —dudó; tenía la sensación de que hasta su nombre se le escapaba—. Paul Jonas. Éste es Gally, y éste, Klooroo, que nos sacó del Gran Canal.
—Buen chico —dijo Brummond, alborotando el pelo a Gally.
El chico puso mala cara. Klooroo, que no había dicho palabra desde que el hombre se acercara, pareció satisfecho de que no le prestase atención.
El profesor Bagwalter escrutaba a Paul con la mirada, como si fuera un ejemplo interesante de algún efecto científico relativamente desconocido.
—Señor Jonas, tiene usted un extraño acento, ¿es canadiense?
Paul se quedó mirándolo, lo había pillado desprevenido.
—No…, no creo.
Bagwalter levantó una ceja al oír la respuesta, pero Brummond agarró a Paul por el hombro. Tenía mucha fuerza en la mano.
—¡Dios mío, Bags! No vamos a quedarnos aquí, achicharrándonos al sol, mientras tú solucionas esa tontería de adivinanza lingüística, ¿verdad? No le haga mucho caso, Jonas… El profesor, en cuanto oye cantar al primer azulejo de la primavera, quiere diseccionarlo sin tardanza. Pero ya que hemos irrumpido en mitad de su jornada, permita que le invitemos a un trago, ¿le parece? En ese callejón hay un establecimiento para curdas entre bueno y regular, allí. Al chico le daremos algo más suave, ¿eh? —Rio y apretó el hombro a Paul como un camarada; Paul temió por un momento que algo se le soltase—. No, o mejor aún —añadió Brummond—, invitémosle al club Ares. Le sentará bien… le sabrá como si estuviera en casa. Vamos, ¿qué me dice?
—Bien…, me parece bien —replicó Paul.
Paul descubrió consternado que el portero del club Ares, un taltor muy poco favorecido, no estaba dispuesto a permitir el paso a Klooroo.
—No se admiten caras de perro —sentenció inapelablemente.
El nimbor solucionó la situación, potencialmente embarazosa, ofreciéndose a enseñar el bazar a Gally. Paul aceptó la oferta agradecido, pero Brummond no lo aprobó.
—Escuche, amigo —dijo cuando Gally y Klooroo se alejaron—; está muy bien eso de amar al prójimo, pero no llegará lejos si confía tanto en los pieles verdes.
—¿A qué se refiere?
—Pues, aunque a su manera sean buena gente, y además parece que éste los aprecia, no crea que le van a cubrir la espalda. No son de fiar. No como los terrícolas, ¿me entiende?
El interior del club le resultó extrañamente conocido. Una palabra, «Victoriano», se le coló en la cabeza, aunque no sabía lo que significaba. El mobiliario era macizo y el ambiente, abigarrado, con las paredes forradas de madera oscura. Docenas de cabezas de criaturas desconocidas colocadas en placas, o acompañadas de sus respectivos cuerpos disecados, vigilaban a los visitantes. A excepción de sus dos acompañantes y él, el lugar parecía vacío, lo cual imprimía un efecto más intimidador aún a las alineadas miradas de cristal.
Brummond observó que Paul se fijaba en una enorme cabeza peluda, vagamente felina pero con mandíbulas de insecto.
—Un cliente muy desagradable, ¿eh? Es un leonofeles amarillo. Vive al pie de los montes, come lo que se le ponga a tiro, incluidos usted, yo y mi tía Maude. Tan desagradable como un gamusino azul.
—Lo que Hurley no le ha contado es que fue él quien trajo a rastras ese trofeo hasta aquí —comentó el profesor Bagwalter secamente—. Lo mató con un sable de caballería.
—Cuestión de suerte —replicó Brummond con un encogimiento de hombros—, ya sabe.
Con todas las mesas a su disposición, escogieron una junto a una pequeña ventana que daba a lo que Paul supuso sería el bazar, una plaza pública de grandes dimensiones prácticamente cubierta de pequeños toldos. Una gran muchedumbre, marciana principalmente, entraba y salía de bajo los toldos. Paul contempló con asombro la incesante actividad y la vitalidad, casi se imaginaba dibujos regulares en el fluir y refluir de los compradores, formas que se repetían, movimientos espontáneos compartidos como una bandada de pájaros en pleno vuelo.
—Jonas —le llamó la atención Brummond—. ¿Con qué se envenena, amigo?
Paul levantó la vista. Un nimbor de bastante edad con un incongruente esmoquin blanco aguardaba pacientemente. Sin saber de dónde le había venido la idea, pidió un brandy. El nimbor inclinó la cabeza y desapareció sin hacer ruido.
—Como ya sabrá, el brandy de aquí apenas merece ese nombre siquiera —dijo el profesor Bagwalter—, aunque comparativamente es bastante mejor que la cerveza. —Clavó a Paul una mirada penetrante—. Así pues, ¿qué le trae a Tuktubim, señor Jonas? Le he preguntado si era canadiense porque se me ocurrió que había podido llegar con Loubert en L’Áge d’Or… dicen que en su tripulación hay muchos canadienses.
—¡Rayos y truenos! Bags, ya estás interrogando otra vez a este pobre hombre —rio Brummond.
Se echó hacia atrás en la silla como para dejar el campo libre a dos adversarios convenientemente pertrechados.
Paul vaciló. No se sentía pertrechado en absoluto, y el profesor Bagwalter le inquietaba profundamente aunque no sabía por qué con exactitud. Brummond, igual que Klooroo y todos los demás que había conocido allí, parecían tan satisfechos con la vida en Marte como peces en el río, sin embargo, el profesor tenía algo raro, una especie de inteligencia inquisitiva que se le antojaba fuera de lugar. No obstante, tras unos momentos de oírlos hablar sobre un tal Loubert y cierto lugar llamado Canadá supo que no encontraría la forma de salvar la situación con mentiras.
—No sé… no sé cómo he llegado exactamente —dijo—. Creo que me he dado un golpe en la cabeza. Encontré al chico… en realidad no me acuerdo muy bien. Es mejor que le pregunten a él. Sea como fuere, tuvimos problemas, eso sí lo recuerdo, y huimos. Lo primero que recuerdo con seguridad es que flotábamos a la deriva en el Gran Canal.
—Bien, eso lo explica todo —dijo Brummond, aunque no pareció asombrarse en absoluto, como si estuviera acostumbrado a tales sucesos.
Bagwalter, por otra parte, se mostraba satisfecho de haber encontrado algo en lo que basar una investigación y, para mayor inquietud de Paul y mayor fastidio de Brummond, se pasó la siguiente media hora interrogándolo sin tregua.
Paul estaba terminando su segundo brandy abrasagaznates y se sentía un poco más relajado cuando el profesor retomó el tema que más le llamaba la atención.
—¿Y dice que había visto ya a esa mujer vonaresa, pero que no recuerda dónde ni cómo?
Paul asintió.
—Sólo… lo sé.
—A lo mejor era su prometida —terció Brummond—. ¡Sí, seguro que es eso! —Tras permanecer en silencio un buen rato, aburrido en su sillón, cobró interés de repente por el tema—. A lo mejor le hirieron cuando trataba de protegerla de los guardias de Soombar. Son tipos muy duros, ¿sabe? Y muy diestros con esa especie de podaderas acimitarradas que tienen. Aquélla vez que iban a meter a Joanna en el serrallo de Soombar… bueno, me dieron bastante que hacer, ya sabe.
—Hurley, ojalá… —comenzó el profesor, pero no había forma de parar a Brummond: le salían chispas de los ojos azules y su pelo y barba rubios se encresparon de electricidad estática.
—Joanna… es mi prometida. La hija del profesor. Ya lo sé, es presuntuoso por parte de uno llamar Bags al padre de su prometida, pero el profesor y yo las habíamos pasado de todos los colores antes de que yo conociera a Joanna siquiera. —Agitó la mano—. Ahora está en el campamento con el Templanza, haciendo los preparativos para una expedición que vamos a realizar en el interior. Por eso precisamente salí corriendo detrás de usted, para ser sincero. Si usted hubiera sido mi viejo amigo Tres Delicias Kirk, le habría ofrecido un lugar en la tripulación.
—Hurley… —le recriminó el profesor un tanto irritado.
—En cualquier caso, parece que cada vez que me doy la vuelta uno de esos wallahs de piel verde intenta violar a Joanna. Es una real hembra, y digna de admiración, pero se pasan. Y los monstruos… no sabría decirle cuántas veces he tenido que sacarla de la madriguera de un gamusino…
—Por el amor de Dios, Hurley. Quiero hacerle unas preguntas al señor Jonas.
—Mira, Bags; por una vez, tienes que olvidarte de toda esta tontería científica. La prometida de este pobre hombre ha sido secuestrada por los sacerdotes, ¡y van a sacrificarla! Le han dado tal paliza que casi ha olvidado hasta cómo se llama. Y tú no paras de tocarle las narices en vez de ayudarle, ¿verdad?
—Bueno, a ver —replicó el profesor sorprendido.
—No estoy seguro… —comenzó Paul, pero Hurley Brummond se levantó y se irguió en toda su impresionante estatura.
—No se preocupe, amigo —dijo, y a punto estuvo de tirar a Paul encima de la mesa de una amistosa palmada en la espalda—. Voy a ver de qué me entero… Hay unos cuantos, blancos y verdes, que deben algún favor a Brummond de Marte. Sí, eso es lo que voy a hacer. Bags, nos vemos luego en la parte de atrás del club, los tres, al anochecer.
Salió de allí en tres zancadas; Paul y el profesor se quedaron prácticamente sin respiración.
—Es un buen hombre —comentó Bagwalter al cabo—. Más duro que el granito y con un gran corazón. Mi hija Joanna lo quiere mucho. —Tomó un sorbo de jerez—. Pero de verdad, ojalá no fuera tan estúpido algunas veces.
A lo lejos, en el otro extremo del desierto, el sol desaparecía ya tras las distantes montañas; se iba a descansar satisfecho de haber cumplido otra larga jornada requemando con tesón la revuelta superficie de Marte. Los últimos rayos arrancaban reflejos carmesíes a todas las ventanas de Tuktubim y a todas las translúcidas agujas.
Desde el balcón del club Ares, Paul contemplaba la falda de la colina, que se le antojaba un vasto pedregal de rubíes y diamantes. Por un momento, se preguntó si sería ése el hogar que tanto buscaba. Resultaba extraño y relativamente conocido al mismo tiempo. No recordaba dónde había estado antes, pero sabía que había sido en otra parte diferente… había varias partes diferentes en su pasado, de eso estaba seguro, y aun sin recuerdos específicos, un hastío desarraigado le pesaba en los huesos y en los pensamientos.
—¡Fíjate! —exclamó Gally de pronto, señalando.
No muy lejos, una enorme nave voladora, semejante a las embarcaciones de ceremonia que habían visto en el Gran Canal, pasaba elevándose lentamente, con los cabos al aire, por encima de las torres hacia el cielo crepuscular. Cientos de siluetas oscuras se movían en las diferentes cubiertas y entre las complicadas jarcias. Los faroles encendidos brillaban a lo largo de toda la envergadura, docenas de puntos de luz resplandeciente. Parecía una constelación viva surgida de las bóvedas de la noche.
—¡Qué maravilla! —Paul miró a Gally, que observaba fascinado con los ojos como platos, y sintió una especie de orgullo por haber protegido al niño, por haberlo salvado de… ¿de…? Era inútil… los recuerdos no volvían—. Qué lástima que Klooroo no esté aquí para verlo —prosiguió—. Aunque me imagino que ya lo habrá visto muchas veces. —Klooroo, del pueblo de pescadores, tal vez considerando cumplida su palabra con respecto a Paul cuando encontraron al otro terrícola, había devuelto a Gally tras llevarlo al bazar y después había regresado a su poblado de cabañas junto al canal—. Ha sido muy amable con nosotros y me entristeció que nos separáramos.
—No era más que un nimbor —comentó Gally sin darle importancia.
Paul se quedó mirando al niño, que seguía absorto en la contemplación de la embarcación voladora. El comentario le pareció fuera de lugar, como si Gally hubiera adoptado ya algunas actitudes de las gentes que los rodeaban.
—Viento del desierto esta noche. —El profesor Bagwalter soltó un hilo de humo por la boca y volvió a colocarse el puro en la comisura de los labios—. Mañana hará más calor.
A Paul le costó imaginárselo.
—No quiero que el chico siga despierto hasta muy tarde. ¿Cree que el señor Brummond tardará mucho en volver?
—Con Hurley nunca se sabe —contestó el profesor con un encogimiento de hombros. Sacó el reloj de bolsillo y miró la hora—. Sólo lleva un cuarto de hora de retraso. Yo no me preocuparía.
—¡Se va volando! —exclamó Gally.
La gran embarcación desaparecía en la creciente oscuridad. Sólo se distinguían las luces, unos puntos brillantes cada vez más pequeños.
Bagwalter sonrió al chico y luego se dirigió de nuevo a Paul.
—El pequeño me ha dicho que lo rescató usted de un lugar llamado Ocho Casillas o algo así. ¿Eso está en la Tierra?
—No lo sé. Ya le he dicho que me falla la memoria.
—El chico dice que está al final del Gran Canal, pero nunca había oído ese nombre por aquí, y yo he viajado mucho —comentó sin darle importancia pero clavándole su penetrante mirada otra vez—. También me ha contado no sé qué del océano Negro, y le aseguro que aquí no existe nada semejante.
—No lo sé. —Paul se dio cuenta de que levantaba la voz, pero no podía mantener un tono normal. Gally se giró a mirarlo con los ojos muy abiertos—. ¡No me acuerdo! ¡No me acuerdo de nada!
Bagwalter se sacó el puro, se quedó mirando la brasa y luego dirigió la vista a Paul nuevamente.
—No se excite, amigo mío. Soy un poco pesado, ya lo sé. Pero es que hace unos días llegaron unos tipos muy raros al club haciendo preguntas…
—¡Cuidado abajo!
Algo cayó entre ellos con un silbido y fue a dar en el suelo del balcón con un golpe seco. Era una escala de cuerda, y había caído sobre ellos como surgida de la nada. Atónito, Paul levantó la mirada. Una silueta flotaba por encima como una nube en el cielo limpio. Una cabeza asomó y los miró.
—¡Espero no haber dado a nadie! Es condenadamente difícil mantener este trasto quieto.
—¡Es el señor Brummond! —anunció Gally, encantado—. ¡Y ha traído un barco que vuela!
—¡Arriba! —gritó Brummond—. ¡Rápido! ¡No hay tiempo que perder!
Gally subió por la escala trepando veloz como una araña. Paul vaciló, inseguro todavía de lo que estaba pasando.
—Adelante —lo animó el profesor amablemente—. De nada sirve… Cuando a Hurley se le pone algo entre ceja y ceja, no hay quien lo pare.
Paul se agarró a la bamboleante escala y empezó a subir. A medio camino, se detuvo como afectado de una especie de vértigo espiritual. Aquélla situación le resultaba trágica y conocida, marchar de un lugar apenas comprendido para precipitarse a otro refugio más incomprensible aún.
—¿Le importaría seguir adelante? —le instó Bagwalter suavemente desde abajo—. No estoy rejuveneciendo y preferiría terminar de subir esta escala cuanto antes.
Paul sacudió la cabeza y siguió el ascenso. Brummond lo esperaba arriba y lo izó sobre la borda de un solo tirón.
—¿Qué le parece esta pequeña maravilla, Jonas? —preguntó—. Ya le dije que me debían un par de favores. Permítame que le enseñe esto… Se trata de una preciosa obra de artesanía, veloz como las aves, silenciosa como la hierba al crecer. Ella hará todo el trabajo, ya verá.
—¿Qué trabajo?
Paul empezaba a cansarse de preguntar.
—¿Qué trabajo? —repitió Brummond aturdido—. ¿Cómo? ¡Vamos a rescatar a su prometida! Al amanecer la trasladan a una celda especial bajo el palacio de Soombar y entonces ya será tarde, o sea, que tenemos que sacarla esta noche. No hay más que una docena de guardianes, y dudo que tengamos que matar a más de la mitad.
Antes de que Paul pudiera abrir la boca y cerrarla de nuevo, Brummond ya se había situado de un brinco ante el timón, que tenía una forma extraña y estaba profusamente adornado. Tiró del timón y la nave se elevó tan rápidamente que Paul estuvo a punto de caerse. Abajo, la ciudad fue haciéndose pequeña.
—¡Por el honor de su dama, Jonas! —gritó Brummond. Su pelo rubio flotaba al fuerte viento mientras ascendían y su sonrisa era un punto brillante en la oscuridad—. ¡Por el honor de nuestra vieja y querida Tierra!
Paul se dio cuenta, con creciente inquietud, de que estaban en manos de un loco.