23. Anacoreta Blue Dog

PROGRAMACIÓN DE LA RED/FINANZAS: ANVAC anuncia beneficios récord.

(Imagen: las oficinas generales de ANVAC, pared en blanco). Voz en off: La corporación de seguridad ANVAC declara el margen de beneficios más amplio de los últimos cincuenta años. Observadores del Zurich Exchange citan la creciente necesidad mundial en materia de seguridad, tanto individual como colectiva, junto con la línea innovadora de ANVAC en armamento biológico inteligente, como razones de esta escalada de gran altura.

(Imagen: el vicepresidente de ANVAC, voz y rostro distorsionados). VICEPRESIDENTE: Cubrimos una necesidad. El mundo es un lugar peligroso. ¿Exceso de asesinatos? Muy fácil. ¿Usted prefiere conservar la moralidad o la vida?

La queo de Anacoreta —en el argot pirata, un refugio virtual fuera de casa— era lo más anodino que Renie había visto en su vida. Con todos los adelantos virtuales que tenía para elegir, se había montado un escenario sumamente insulso: una cama diminuta, una pantalla de pared de ínfima resolución y unas míseras flores en un jarrón de plástico sobre una mesa convencional. Más bien parecía la habitación de un viejo en un asilo. Pero poseía la misma característica peculiar de realidad e irrealidad al mismo tiempo que su propio simuloide. Renie, cansada y frustrada, se preguntó si de verdad ese hombre les serviría de ayuda.

—¿Queréis sentaros? —preguntó Singh—. Ahora mismo creo unas sillas, si os apetece. Rediós, hacía siglos que no traía a nadie aquí.

El simuloide se sentó en la cama, que crujió verazmente, y Renie se dio cuenta de pronto de por qué tanto el viejo pirata como su habitación parecían tan sorprendentemente reales. Todo era real. Su simuloide era un vídeo de sí mismo en directo; la cama en la que estaba sentado y la habitación entera también debían de ser reales, una proyección transformada en espacio virtual funcional. Lo que tenía delante de los ojos era el rostro y el cuerpo verdaderos de Anacoreta, tal como eran exactamente en ese preciso instante.

—Has dado en el clavo —comentó, devolviéndole la mirada socarronamente—. Antes tenía instalado el conjunto completo de moda: un simuloide impresionante y un acuario de ciento cincuenta mil litros en el despacho, repleto de tiburones y sirenas. Pero me harté de todo eso. Los únicos amigos que tenía sabían que yo era un perro viejo e inútil. ¿A quién pretendía engañar?

—¿Le preguntó alguna vez Susan van Bleeck por una ciudad dorada? —dijo Renie, que no estaba especialmente interesada en la filosofía de Singh—. ¿A qué se refería cuando dijo que ya era tarde?

—Sin prisas, niña —dijo Anacoreta enfadado.

—No me trate de niña. Necesito respuestas, y rápido. No estamos hablando de un misterioso asesinato ya resuelto. Se trata de mi vida; más importante aún, de la vida de mi hermano pequeño.

—Creo que el señor Singh está dispuesto a hablar con nosotros, Renie —se oyó decir a Martine. Su voz provenía de todas partes y de ninguna en concreto, como la de un director entre bastidores, y a Renie no le gustaba que la dirigiesen.

—Martine, estoy cansada de hablar con el aire. Aunque te parezca una grosería, ¿por qué no te pones un cuerpo de una maldita vez para que sepamos al menos dónde estás?

Tras un largo silencio, un gran rectángulo plano apareció en un rincón de la habitación. El rostro esgrimía una famosa sonrisa al óleo.

—¿Te parece bien éste? —preguntó la Mona Lisa.

Renie asintió. Aunque la elección de Martine tuviera, sin duda, una ironía implícita, al menos ahora podían mirar a algo. Se volvió hacia el anciano del turbante.

—Usted dijo «muy tarde». ¿Muy tarde para qué?

—Eres un auténtico Napoleón en miniatura, ¿no? —replicó el viejo riéndose con sorna—. ¿O quizá debería decir una auténtica shaka zulú en miniatura?

—Soy tres cuartas partes xosa. Siga hablando, ¿o tiene miedo?

—¿Miedo? —Shing se rio de nuevo—. Soy condenadamente viejo y no puedo tener miedo. Mis hijos no me hablan y mi mujer está muerta. ¿Qué me pueden hacer, aparte de barrerme de la espiral de los mortales?

—¿Pueden? —dijo Renie—. ¿A quién se refiere?

—A los cerdos que mataron a todos mis amigos. —La sonrisa del anciano se desvaneció—. Susan ha sido la última de la lista. Por eso es muy tarde, porque todos mis amigos se han ido. Sólo quedo yo.

Alzó una mano y señaló con un gesto la insulsa habitación como si fuera el único lugar sobre la tierra y él, el único superviviente.

«Quizá para Singh fuera el último lugar sobre la tierra», pensó Renie. El corazón se le ablandó un poco, pero todavía no estaba segura de que le gustase el anciano.

—Mire, necesitamos saber varias cosas urgentemente. ¿Estaba Susan en lo cierto? ¿Qué sabe de esa ciudad?

—Cada cosa a su tiempo, niña. Te lo contaré a mi manera —dijo extendiendo los dedos encorvados sobre el faldón del albornoz—. Empezó hace un año aproximadamente. Sólo quedábamos media docena, Melani, Dierstroop y otros. Pero los nombres de los viejos piratas no te interesan, ¿verdad? Bueno, quedábamos media docena. Éramos viejos conocidos. Komo Melani y yo coincidimos en alguna de las primeras revisiones de TreeHouse, y Fanie Dierstroop y yo íbamos juntos al colegio. Felton, Misra y Sakata trabajaron en Telemorphix, como yo. Algunos eran asiduos de TreeHouse pero Dierstroop nunca entró. Pensaba que éramos un puñado de izquierdistas, idiotas de la New Age. Sakata renunció a su ingreso por un desacuerdo con la comisión de reglas. De un modo u otro, todos seguíamos en contacto, nos unían los amigos comunes perdidos para siempre. Cuando se llega a mi edad, es un dolor que se repite con frecuencia, así que probablemente estábamos más unidos que nunca porque el círculo se reducía cada vez más.

—Una pregunta, por favor —dijo la Mona Lisa—. Usted conoció a esas personas en lugares diferentes, ¿non? Entonces, cuando dice «quedábamos media docena», ¿a qué se refiere?

Renie asintió con un gesto de la cabeza. Ella también trataba de descubrir el nexo que los unía.

—Rediez, contente un momento. —Singh frunció el ceño pero daba la impresión de disfrutar del interés que despertaba—. Estoy llegando al fondo de la cuestión. Veréis, en aquel momento, no me di cuenta de que sólo quedábamos seis porque no había reparado en el factor común, precisamente. Yo tenía más amigos por ahí, claro, no he sido tan mezquino como para no tener más. Pero no pensé ni me di cuenta del vínculo hasta que empezaron a morir.

»Dierstroop fue el primero. Un ataque al corazón, por lo que se supo. Me dolió, pero no sospeché nada. Fanie bebía mucho y se decía que últimamente había engordado en exceso. Supuse que se debía a la buena vida que se daba.

»Después murió Komo Melani, de infarto también. Más tarde, mi amiga Sakata se cayó por la escalera de su casa, a las afueras de Niigata. Parecía una especie de maldición, perder tres amigos en pocos meses, sin embargo no tenía ninguna razón para sospechar. Pero Sakata tenía un jardinero a su servicio; el hombre juró que había visto a dos tipos vestidos de oscuro salir en un coche por la verja delantera aproximadamente a la hora en que ella debió de morir. Así que, de pronto, la muerte de la vieja ingeniera de equipos dejó de parecerme accidental. Por lo que sé, las autoridades japonesas todavía no han cerrado el caso.

»Felton murió un mes más tarde. Se desplomó en el metro de Londres. Fallo cardíaco. Se celebró una ceremonia en su honor aquí, en la Colina de los Fundadores. Entonces empecé a sospechar. Vijay Misra me llamó, le había dado vueltas al asunto también pero con una diferencia: había sumado dos y dos y había obtenido un bonito número redondo. Veréis, se me había olvidado que Misra, los cuatro que acababan de morir, entre ellos mi viejo amigo Dierstroop, y yo sólo habíamos trabajado juntos en una ocasión. Éramos más en aquel momento, pero sólo nosotros seis seguíamos vivos. Cuando Misra y yo empezamos a hablar, nos dimos cuenta de que éramos los únicos que nos habíamos librado. Y no nos hizo ninguna gracia.

—¿Librado de qué? —preguntó Renie inclinándose hacia él.

—¡A eso voy, niña!

—¡No me grite! —replicó Renie, a punto de perder la compostura—. Mire, me han despedido del trabajo pero todavía estoy usando el equipo de la facultad. Cualquiera puede echarme a la policía encima en cualquier momento, por el amor de Dios. Vaya a donde vaya buscando información, me colocan un rollo y mucho misterio.

A través de los mecanismos virtuales, notó que !Xabbu le tocaba el brazo, un gesto de amigo para advertirle que se calmara.

—Bien —dijo Singh, alegre otra vez—, a caballo regalado no le mires el diente, nena.

—¿Es seguro este lugar? —preguntó Martine de repente.

—Como un búnker insonorizado en medio del Sahara. —Singh se echó a reír mostrando un hueco en la dentadura—. Lo digo con conocimiento de causa porque yo mismo diseñé el programa de seguridad de todo este lugar. Hasta sabría si alguno de vosotros tuviera un pinchazo de escucha en la línea. —Se echó a reír otra vez con un ronquido tranquilo de autocomplacencia—. Bueno, quieres que siga, ¿no?… Pues déjame seguir. Misra era especialista en seguridad también… pero no le sirvió de nada. Llegaron hasta él. Suicidio… sobredosis de tabletas contra la epilepsia. Sin embargo, yo había hablado con él dos noches antes y no estaba deprimido ni al borde del suicidio; atemorizado sí, porque nos habíamos dado cuenta de que se nos estaba poniendo todo en contra. Así que, cuando murió, no me cupo duda alguna. Estaban matando a todos los que sabían algo de Otherland.

—¿Otherland? —Por primera vez desde que Renie la conociera (si es que podía considerarse así), Martine pareció alarmarse de veras—. ¿Qué tiene que ver todo eso con Otherland?

—¿Por qué? ¿Qué es eso? —preguntó Renie.

Un escalofrío le recorrió la columna vertebral.

—¡Ah, ahora os interesa! ¡Ahora queréis escuchar!

El viejo meneó la cabeza con satisfacción.

—No hemos dejado de escucharlo, señor Singh, con los cinco sentidos —terció !Xabbu, sereno pero con una rotundidad poco frecuente.

—Tranquilízate —le rogó Renie—. ¿Qué es eso de Otherland? Suena como un parque de atracciones.

—Lo es, en cierto modo —asintió la pintura rotando el rostro hacia Renie—, según se rumorea. Otherland es menos conocida aún que TreeHouse. Al parecer, es una especie de patio de recreo para ricos, una simulación a gran escala. Es lo único que sé. Es de propiedad privada y se mantiene en absoluta discreción, por eso disponemos de tan poca información. —Se dirigió de nuevo hacia Singh—. Por favor, continúe.

Él aceptó con un gesto de asentimiento, como quien recibe lo que le es debido.

—Nos contrataron a través de Telemorphix Sudáfrica. Yo estaba trabajando allí, os hablo de hace casi treinta años. Entonces, Dierstroop dirigía el proyecto pero me dejó escoger al personal, y así fue como entraron Melani y los demás. Ideamos e instalamos el sistema de seguridad de lo que yo pensaba que era una especie de red financiera… todo entre susurros, todo muy en secreto, dinero a mansalva. Lo único que se sabía era que se trataba de unos cuantos peces gordos, clientes de la compañía. A medida que el trabajo avanzaba, nos fuimos dando cuenta de que se trataba de un nodo de realidad virtual o, mejor dicho, una cadena de nodos con superordenadores en paralelo, la red virtual más grande y veloz que habíamos visto en nuestra vida. Era propiedad del consorcio HSG, y no sabíamos nada más. Ellos eran HSG y nosotros TMX. —Soltó una carcajada como un ladrido—. No os fiéis jamás de los aficionados a las iniciales, es mi filosofía. Al menos ahora, ¡ojalá lo hubiera sido entonces!

«En fin, los de HSG, o al menos sus ingenieros, se referían a la nueva red como Otherland. Igual que “motherland” pero sin la eme. Creo que era un chiste, aunque yo nunca lo entendí. Melani, yo y algunos más especulábamos sobre el fin a que se destinaría tamaño montaje… Nos figurábamos que sería una especie de descomunal parque temático virtual, la versión cibernética de esa monstruosidad llamada Disney que no para de expandirse en Baja California; pero la tecnología era excesiva incluso para eso. Dierstroop insistía en que dejáramos de perder el tiempo, que nos calláramos y nos limitáramos a recoger nuestros sustanciosos cheques, eso sí hay que admitirlo. De todas formas, había algo realmente extraño en el proyecto en sí y, cuando diez años después de terminarlo, todavía no se habían oído anuncios de ninguna clase, llegamos a la conclusión de que no se trataba de un espacio comercial. Me imaginé que sería del gobierno, porque Telemorphix siempre había mantenido buenas relaciones con los gobiernos, especialmente con el norteamericano. Wells nunca perdió de vista por dónde salía el sol».

—¿Qué era, entonces? —preguntó Renie—. ¿Y por qué tuvieron que matar a sus amigos para mantenerlo en secreto? Y lo que es más importante para mí, ¿qué tiene que ver con mi hermano pequeño? Susan van Bleeck habló con usted, señor Singh… ¿qué le contó?

—Ya estoy llegando, ten paciencia. —El anciano alzó una mano hacia algo invisible. Un momento después, tenía una taza y bebió un largo y tembloroso trago—. La habitación no está presente en su totalidad —explicó—. Sólo yo. Ya estoy mejor. —Chasqueó los labios—. En fin, vamos con lo que te interesa.

»Susan tuvo cierta suerte al investigar esa extraña ciudad que encontraste. Los edificios tenían pequeños elementos de estilo azteca, según el programa de arquitectura con que la comparó… detalles pequeños, cosas que sólo captaría un sistema experto. Por eso empezó a buscar especialistas en el tema, con la esperanza de encontrar a alguien que la ayudara a localizar la ciudad.

—¿Y por qué se puso en contacto con usted?

—No me llamó hasta que vio un nombre en la lista de expertos del que me había oído hablar. Y entonces me pegó un susto de mil demonios. ¡Claro que sabía quién era ese cerdo! Era uno de los mamones de HSG. Teníamos que darle cuenta de todo a él cuando instalamos el sistema de seguridad en esa Otherland que tenemos entre manos. Bolívar Atasco.

—¿Atasco? —Renie movió la cabeza, perpleja—. Pensaba que era arqueólogo.

—No sé a qué otra cosa se dedica pero era uno de los capos del Proyecto Otherland —refunfuñó Singh—. Perdí la chaveta, naturalmente. Ya sabía que sólo quedaba yo y tenía claro lo que estaba pasando. Le dije a Susan que se olvidara del maldito asunto. Ojalá… ojalá me hubiese llamado antes. —Dio la impresión de que su rígida fachada fuera a derrumbarse de un momento a otro, pero hizo un esfuerzo y se sobrepuso—. Ésos mierdas acabaron con ella esa misma noche, probablemente pocas horas después de hablar conmigo por teléfono.

—¡Oh, Dios! Por eso escribió esa nota y la escondió —dedujo Renie—. Pero ¿por qué me dio el título del libro? ¿Por qué no escribió simplemente el nombre del autor?

—¿Qué libro? —preguntó Singh, molesto por no ser el centro de atención.

—Un libro sobre… culturas de América Central, o algo así, que escribió ese tal Atasco. Martine y yo lo hemos mirado de arriba abajo pero no hemos llegado a ninguna conclusión.

—Aquí está —dijo Martine al tiempo que abría una ventana a su lado—. Pero como ya ha dicho Renie, lo hemos estudiado a fondo.

—Albores de Mesoamérica, sí —leyó el viejo mirando la ventana con los ojos entrecerrados—. Recuerdo que es autor de varios libros de texto famosos. Pero ése es de hace mucho tiempo… es posible que esa edición no sea la que buscabais. —Pasó todo el libro—. No hay ningún retrato del autor en esta versión, para empezar. Si queréis ver el careto de ese mamón, buscad una edición más antigua.

—A ver qué encuentro —dijo Martine, y cerró la ventana.

—En resumen, ¿qué sabemos exactamente? —Renie cerró los ojos un momento para no ver la cochambrosa habitación e intentó atar todos los cabos—. Atasco dirigió el Proyecto Otherland y usted cree que los que trabajaron a su lado en ese proyecto han sido asesinados.

—No lo creo, nena; lo sé —afirmó Singh con una sonrisa seca.

—Pero ¿qué tiene que ver esa… esa ciudad con lo que sea… con la imagen que colocaron en mi ordenador? ¿Y qué relación puede tener esa gente con mi hermano? ¡No lo entiendo!

Apareció otra ventana en medio de la habitación.

—Tiene razón, señor Singh —corroboró Martine—. La edición anterior tiene una foto del autor.

Las páginas del libro pasaron rodando como una catarata gris. Renie miró fijamente el retrato de Bolívar Atasco, un hombre atractivo de cara estrecha en las postrimerías de la madurez. Estaba sentado en una habitación llena de frondosas plantas y estatuas antiguas. Detrás de él, colgada en la pared y convenientemente enmarcada estaba…

—¡Ah, Dios mío! —el simuloide de Renie alargó una mano como para tocarla. La pintura allí fotografiada no poseía el dinamismo del original (era sólo un bosquejo, una acuarela como un proyecto de un arquitecto) pero, sin duda, era la ciudad, la imposible y surrealista ciudad dorada. !Xabbu chasqueó sorprendido a su lado—. ¡Oh, Dios mío! —dijo ella otra vez.

—Me encuentro bien, !Xabbu. Sólo estoy un poco mareada. Hay mucho que digerir.

Hizo una seña con la mano a su amigo para que se retirase. Él retrocedió con una mueca que era la caricatura de la tribulación.

—Estoy preocupado por ti, por el ataque que sufriste —dijo él.

—No tengo ningún problema de corazón, lo tengo de comprensión. —Se volvió agotada hacia el viejo y la Mona Lisa—. ¿Con qué contamos, en total? O sea, a ver si lo entiendo. Cierto arqueólogo demente, que quizá trabaje para la CIA o algo por el estilo, construye una enorme red virtual superrápida. Después empieza a liquidar a todos los que trabajaron en la construcción. Al mismo tiempo, deja a mi hermano, y posiblemente a varios miles de niños más, en estado de coma. Mientras tanto, me teletransporta unos diseños de edificios con influencias aztecas. Todo encaja a la perfección…

—Es todo muy extraño, en efecto —dijo Martine—. Pero tiene que haber una pauta.

—Avísame cuando la descubras —replicó Renie—. ¿Por qué me manda ese hombre dibujos de una ciudad imaginaria? ¿Es una especie de aviso para que abandone? En tal caso, es el mensaje más endemoniadamente incomprensible que pueda imaginar. Puedo convencerme, aunque me cueste, de que ese grupo HSG o como se llame tenga un proyecto que quiera mantener en secreto hasta el punto de matar a un puñado de programadores viejos para conseguirlo. Pero ¿qué tiene que ver con mi hermano Stephen? Él está inconsciente en la cama de un hospital. Yo estuve a punto de seguir sus pasos gracias a una estrafalaria película de terror con un montón de brazos, pero eso vamos a dejarlo aparte de momento para no complicar las cosas. —Soltó un bufido de asco, el vértigo de la fatiga amenazaba con engullírsela—. Pero en el nombre del cielo, ¿qué tiene que ver mi Stephen con un complot internacional? —Se volvió hacia Martine, que llevaba un buen rato callada—. ¿Qué sabes tú de todo esto? Ya habías oído hablar de Otherland. ¿Qué sabes de esa gente?

—No sé casi nada —replicó la francesa—. Pero la historia del señor Singh junto con la tuya me reafirma en la idea de que aquí hay intereses más fuertes, aspectos que no hemos comprendido del todo.

Renie se acordó de la expresión de !Xabbu: una bestia despiadada.

El hombrecillo la miró a los ojos, pero el barato simuloide mantuvo un gesto inescrutable.

—¿Y eso qué significa? —le preguntó a Martine.

—No tengo respuestas para tus preguntas, Renie —dijo tras un largo suspiro, una exhalación aflautada no muy acorde con la expresión de la pintura—. Sólo dispongo de información que quizás añada más interrogantes. Conozco la HSG de la que nos ha hablado el señor Singh, pero ignoraba su implicación en Otherland. Se hacen llamar la Hermandad del Santo Grial o, a veces, simplemente la Hermandad, aunque se dice que cuenta con miembros femeninos. No hay pruebas irrefutables de que el grupo exista siquiera, pero he oído hablar de él muchas veces a varias fuentes fiables. Forman un conjunto bastante disjunto; cuentan con académicos como Atasco, financieros, políticos… y se rumorea que hay otros miembros aún más indeseables. No tengo más información fidedigna, excepto que atraen… ¿cómo las llamáis?… «teorías de confabulación». Son como los bilderbergers, los iluminados o los masones. Hay quien los culpa de todas y cada una de las caídas del dólar chino o de los huracanes que perturban las líneas de comunicación del Caribe, pero no tengo ni idea de lo que pretenden con los niños.

Fue el discurso más largo que Renie había oído pronunciar a Martine.

—¿Serán… pederastas o algo así?

—Da la impresión de que se toman muchas molestias sin haber llegado a poner las manos encima a ningún niño, literalmente —puntualizó Martine—. No cabe duda de que los ricos e influyentes no emplearían tanta energía cuando se pueden procurar víctimas mucho más fácilmente. Es más probable que estén tratando de ahuyentar a esos niños de algo muy importante, y que la enfermedad sea una consecuencia, un… efecto secundario.

—Órganos —apuntó Singh.

—¿Qué significa eso? —preguntó Renie mirándolo fijamente.

—También los ricos tienen problemas de salud —dijo el anciano—. Os aseguro que cuando se llega a cierta edad se piensa lo que se podría hacer con unos pulmones o unos riñones sanos. Podría tratarse de una especie de coleccionistas de órganos. Eso explicaría por qué no les hacen daño y únicamente los dejan en coma.

Renie sintió una punzada de dolor y después, una sensación de ultraje impotente y abrasadora. ¿Sería posible? Su hermano, casi su hijito.

—¡No tiene sentido! Aunque esos niños murieran finalmente, las familias tendrían que dar su consentimiento. Y los hospitales no se dedican a vender órganos al mejor postor.

—Crees en la institución médica como un crío, niña —dijo el anciano, y soltó una desagradable carcajada.

—Es posible —concedió con un gesto negativo de la cabeza—. Es posible que sobornen a los médicos y compren los órganos. Pero entonces, ¿qué relación tendría con sus amigos y el hecho de haber trabajado en esa… Otherland? —Se volvió y señaló Albores de Mesoamérica, que todavía flotaba en medio de la estancia—. ¿Y por qué me enviaría Atasco, el ladrón de órganos, una imagen de ese lugar? No tiene sentido.

—Para alguien lo tiene —sentenció el viejo amargamente—. De lo contrario, no sería yo el único programador del sistema de seguridad del proyecto que sigue vivo. —Enderezó la espalda súbitamente, como si hubiera recibido una descarga eléctrica—. Un momento. —Permaneció en silencio durante largo tiempo mientras los otros lo miraban intrigados—. Sí —dijo por fin a alguien que no estaba presente—. Bien, es muy interesante. De acuerdo, mándame la información.

—¿Con quién habla? —preguntó Renie.

—Con un compañero de los residentes de TreeHouse, de la comisión de seguridad. Un segundo. —Se quedó en silencio otra vez, escuchando, y luego terminó la conversación con dos o tres frases escuetas—. Parece ser que alguien ha estado husmeando por ahí y ha preguntado por Melchior —explicó—. Era el seudónimo que usábamos Felton, el que sufrió el supuesto infarto en el metro, y yo. Lo utilizábamos para firmar contratos de fabricación de equipos y cosas así. Ésa gente entró en la reunión de programadores y empezó a preguntar por Melchior. Muy arrogante por su parte, colarse así en TreeHouse. Pero los programadores se les echaron encima.

—¿Ésa gente?

A Renie se le puso la carne de gallina sólo de pensar que sus enemigos podían estar tan cerca.

—Eran dos. Ahora me mandan una fotografía de ellos. Es que, veréis, emití un mensaje general diciendo que todo el que preguntase por uno de mis colegas del Proyecto Otherland fuera tratado de sospechoso extremo y, a ser posible, se le interrogase.

—Pero ¿han escapado? —dijo !Xabbu apoyando las manos en los muslos para levantarse.

—Sí, pero contamos con material que investigar. Por ejemplo, cómo lograron entrar y con qué seudónimos.

—Está usted bastante tranquilo —comentó Renie—. Son los que mataron a sus amigos y a Susan. Son peligrosos.

—Es posible que fuera, en la vida real, sean más peligrosos que el diablo —replicó Singh sonriendo y alzando una de sus pobladas cejas—, pero TreeHouse es nuestra. Cuando alguien viene, tiene que atenerse a nuestras normas. Aquí llega la foto.

Dos robustas figuras aparecieron en medio de la queo de Singh. La instantánea aumentó hasta apoderarse de casi todo el espacio. Los dos simuloides quedaron en suspenso en el aire, uno congelado en actitud de hablar y el otro, el más anodino, a su lado. El que hablaba iba cubierto de pieles y cuero como si hubiera salido de una película barata.

—Los hemos visto antes —dijo !Xabbu.

Renie miró fijamente los cuerpos musculosos asombrada y fascinada.

—Sí. Fue en el primer sitio al que nos llevaste —le recordó a Martine—. Tu amigo dijo que necesitaban un asesor de imagen, ¿te acuerdas? —Frunció el ceño—. Supongo que es muy difícil llamar la atención en un sitio como TreeHouse, pero éste… —señaló al bárbaro bigotudo tratando de contenerse la risa— ha tentado a la suerte. Quiero decir que ese tipo de simuloide es el que se pondría cualquiera de los amigos de mi hermano pequeño para los juegos de la red.

El recuerdo de Stephen la devolvió a la realidad y acabó con el pequeño instante de diversión.

—Sabremos más cosas sobre ellos enseguida —dijo Singh—. Ojalá los de la reunión no se hubieran mostrado tan estrictos… habría estado bien averiguar lo que querían antes de que se dieran cuenta de que íbamos a por ellos. Pero los ingenieros son así: sutiles como un mazo volando.

—Otro ingrediente más para la mezcla —dijo Renie—. Encima de toda esa locura, mandan a un par de espías que parecen sacados de un juego interactivo para niños, Borak, el Amo de la Edad de Piedra, o algo así.

—Es adecuado para los espías que entran en TreeHouse —dijo Singh alegremente—. Aquí todo el mundo es extravagante. Te voy a decir una cosa: trabajé a las órdenes de ese Atasco y no tiene un pelo de tonto. Es escurridizo como una babosa. —Levantó la mano otra vez y se quedó escuchando la voz inaudible—. Ya es algo —dijo—. Sí, rodeadlos. Iré a hablar con ellos cuando termine aquí. —Volvió a dirigirse a sus invitados—. Al parecer, esos tipos andaban por ahí con unos niños del club de cultura, o sea que a lo mejor les sacamos algo más de información. Aunque hablar con esos críos es como hablar con interferencias, pero…

!Xabbu dejó de estudiar la imagen congelada de los intrusos y se acercó flotando a Renie.

—¿Qué hacemos ahora? —le preguntó.

—Podemos buscar más información sobre Otherland —propuso Martine—. Me temo que habrán sido tan escrupulosos con los datos como con otras formas de seguridad, pero a lo mejor somos capaces de…

—Haced lo que queráis —la interrumpió Singh—, pero os aseguro que yo pienso seguir la pista a ese hatajo de mamones.

—¿Qué quiere decir? —le preguntó Renie mirándolo fijamente.

—Lo que he dicho. Ésa gente se cree que está a salvo de todo con su dinero, sus fortalezas y sus corporaciones. Y, sobre todo, se creen inaccesibles en su grandiosa red. Pero yo participé en su construcción, maldita sea, y apuesto a que puedo volver a entrar. No hay nada como un viejo akisu para hacer cualquier cosa, aunque esté pasado de moda. ¿Queréis llevarlos a los tribunales o algo parecido? Adelante. Cuando terminéis de dar vueltas y vueltas me habré muerto. No pienso esperar.

—¿Se refiere a entrar en la supuesta Otherland? —preguntó Renie, que tenía ciertas dificultades para seguirle el hilo—. ¿Es eso? ¿Va a presentarse allí a echar un vistazo? Y después preguntará a los usuarios: «¿Alguno de vosotros ha puesto en coma a un puñado de niños o ha matado a mis amigos?». Un plan fantástico.

—Tú haz lo que quieras, nena —repuso Singh con indiferencia—; esto no es el ejército ni nada por el estilo. Sólo te cuento lo que pienso hacer yo. —Calló un momento y se mordió los labios—. Y, por el mismo precio, voy a decirte otra cosa. ¿Quieres saber dónde está esa ciudad que tanto te intriga? ¿Por qué parece tan real y sin embargo no la encuentras en el mundo conocido? Porque está en la red de Atasco.

Renie guardó silencio. Las palabras del viejo tenían el peso de la verdad.

—El misterio se centra en Otherland —dijo Martine lentamente, con los ojos creados por Da Vinci fijos en algo ausente—. Todas las pistas parecen llevarnos allí. Es un objeto, es un lugar. Allí se han volcado inconmensurables sumas de dinero y el esfuerzo y la dedicación de las mentes más brillantes de dos generaciones, y se ha rodeado del más alto secreto. ¿Qué puede pretender esa Hermandad del Santo Grial? ¿Simplemente hacerse con los órganos para venderlos? Sería una verdadera atrocidad, pero ¿no pretenderán algo más grave, más complicado de entender?

—¿Como hacerse los amos del mundo? —Singh soltó una ruda carcajada—. ¡Venga ya! Acabas de dar con el tópico más vulgar y antiguo de la literatura. Además, por lo que parece, ya son dueños de la mitad del mundo. Pero andan tras de algo, eso os lo aseguro, maldita sea.

—¿Hay una montaña allí? —preguntó !Xabbu de repente—. ¿Una gran montaña negra que se pierde entre las nubes?

Nadie dijo nada y Singh pareció molestarse un poco. De repente, a Renie le vino algo a la memoria, unos fragmentos deshilachados de un sueño traídos por un viento helado. Una montaña negra. En su sueño, también. Quizá Martine estaba en lo cierto y todas las pistas apuntaban a Otherland. Y puesto que Singh era la única persona que podía introducirla allí…

—Si lograra colarse —dijo en voz alta—, ¿podría llevar a alguien con usted?

—¿Lo dices por ti? —preguntó alzando una ceja—. ¿Quieres venir conmigo? He dicho que esto no era el ejército pero, si hago el trabajo, seré el general. ¿Podrás soportarlo, shaka zulú?

—Creo que sí. —De repente y sin saber cómo, sintió que el excéntrico y viejo cascarrabias empezaba a gustarle un poco—. Pero no tengo el equipo necesario… no podré usar este material nunca más —dijo, refiriéndose al simuloide—. Me han despedido del trabajo por usarlo.

—Tienes multiagenda y gafas, Renie —le recordó !Xabbu.

—No sirve. —Singh agitó una mano con despotismo—. ¿Un sistema casero? ¿Una de esas pequeñas unidades Krittapong del tamaño de un estuche, o así? Tardaremos horas e incluso días sólo en colarnos. Hace veinticinco años, habría sido imposible piratear ese sistema… y Dios sabe hasta qué punto han mejorado las defensas desde entonces. Cualquiera de vosotros que quiera entrar conmigo tiene que estar dispuesto a permanecer en conexión muchas horas. Y si conseguimos entrar, necesitaremos el mejor equipo de input-output que podamos conseguir. Ésa ciudad que os ha impresionado tanto es sólo un ejemplo de la capacidad procesadora que tienen. Habrá una cantidad increíble de información y hasta lo más insignificante puede tener importancia.

—Te ofrecería un vínculo para entrar, Renie —dijo Martine—, pero dudo que tu multiagenda pueda cargar con tanta amplitud de banda. Además, tampoco solucionaríamos la cuestión de permanecer conectada mucho tiempo.

—¿Se te ocurre algo, Martine? Estoy desesperada. No puedo quedarme sentada, esperando a ver si Singh encuentra algo.

Ni se le habría ocurrido confiar mucho en la astucia de Singh, una vez quebrantado el sistema de seguridad. Prefería acompañarlo.

—Lo… lo pensaré. A lo mejor puedo hacer algo.

Renie se sintió tan agradecida y esperanzada que tardó un momento en comprender que en los cálculos de Martine entraba participar en la expedición. Pero un enjambre de diminutos monos amarillos se materializó de repente en medio de la habitación girando a toda velocidad como un tornado de dibujos animados, y no le dio tiempo a recapacitar.

—¡Jiii! —gritó uno de ellos—. ¡La Tribu Genial, la tribu de los que mandan!

Armando un gran jaleo, empezaron a revolotear como hojas de otoño.

—¡Dios mío, fuera de aquí, niños! —gritó Singh.

—¡Nos llamaste, Apa Dog! ¡Nos llamaste! ¡Aquí estamos!

Se dirigieron en torbellino a la instantánea de los dos intrusos, que todavía flotaban en el centro de la queo como dos reaccionarios en un desfile. Uno de los monos se desmarcó con una voltereta de la nube color banana y quedó suspendido ante ellos.

—¡Conocemos! —chilló la vocecita—. ¡Amigos nuestros! ¡Conocemos!

—¿Por qué los echaste? —preguntó otro con exigencias—. ¡Ahora aburrido, aburrido, aburrido!

—No quería que vinierais aquí —dijo Singh moviendo la cabeza con enfado—. Les dije que hablaría con vosotros más tarde. ¿Cómo habéis entrado, monstruitos? ¿Qué coméis, códigos o algo así?

—¡La mejor tribu pirata! ¡Superpequeños, superrápidos y supercientíficos!

—Habéis andado husmeando donde no debíais. ¡Dios! ¿Dónde vamos a ir parar?

La imagen de los intrusos estaba ahora rodeada por diminutas criaturas amarillas. Renie no podía dejar de mirarlos fijamente. En los aledaños del enjambre que daba vueltas, unos cuantos jugaban a la pelota con un pequeño objeto brillante tallado.

—¿Qué es eso? —preguntó Renie secamente—. ¿Qué tenéis ahí?

—¡Nuestro! ¡Lo encontramos!

Un puñado de microsimios se apiñó alrededor de la pepita dorada para protegerla.

—¿Lo encontrasteis? ¿Dónde? —preguntó Renie—. ¡Es exactamente igual a lo que dejaron en mi sistema!

—Lo encontramos donde estaban nuestros amigos —dijo uno de los monos para defenderse—. ¡Ellos no lo vieron pero nosotros sí! ¡Tribu Genial, ojos mejores!

—Traed eso aquí —gruñó Singh.

Voló hacia ellos y metiéndose en el medio se lo arrebató.

—¡No es tuyo! ¡No es tuyo! —protestaron.

—Tenga cuidado —le advirtió Renie—. Un objeto igual que ése cargó la imagen de la ciudad en mi sistema.

—¿Qué hiciste para que apareciese? —preguntó Singh, pero antes de que pudiera contestarle, la gema empezó a vibrar y a resplandecer. Acto seguido, se desvaneció súbitamente con un fulgor blanco.

Durante un instante, Renie se quedó deslumbrada y, poco después, mientras contemplaba la imagen ya conocida de la ciudad dorada, todavía veía destellos del resplandor delante de los ojos.

—No es posible —dijo Singh furioso—. Nadie ha podido introducir tanta información en TreeHouse delante de nuestras narices… ¡nosotros construimos este lugar!

La imagen tembló de repente y después se redujo a un solo punto de luz intermitente. Volvió a expandirse y adquirió una nueva forma.

—¡Mirad! —Renie no se atrevía a moverse por miedo a desbaratar la información—. ¡Mira eso, Martine! ¿Qué es?

Martine permaneció en silencio.

—¿No lo reconocéis? —preguntó Singh—. Jesús, qué viejo soy. Se usaba en la antigüedad, antes de que existiesen los relojes. Es un reloj de arena.

Todos contemplaban el rápido fluir de la arena por el gollete. Incluso la Tribu Genial flotaba absorta e inmóvil. Antes de que cayeran los últimos granos, la imagen se desvaneció. Otro objeto un poco más abstracto saltó a escena.

—Es una especie de cuadrícula —dijo Renie—. No, me parece que es… un calendario.

—Pero no hay días…, ni meses —repuso Singh, con los ojos entrecerrados. Renie se puso a contar. Cuando terminó, la cuadrícula parpadeó y desapareció sin dejar nada en su lugar—. Las tres primeras semanas estaban tachadas, sólo estaban en blanco los diez últimos días.

—¿Qué demonios está pasando aquí? —bramó Singh—. ¿Quién ha hecho esto y qué demonios quiere decir?

—Creo que puedo contestar a la segunda pregunta —dijo !Xabbu—. El que haya querido hablarnos sobre la ciudad ahora intenta añadir algo más.

—!Xabbu tiene razón —dijo Renie, poseída de una certeza inamovible que la aferraba como mano de hielo. No le quedaba otra alternativa… le habían arrebatado la libertad de escoger. Sólo podía seguir, dejarse arrastrar hacia lo desconocido—. No sé por qué ni sé si nos están avisando o se están burlando de nosotros, pero nos han comunicado que nuestro tiempo se acaba. Nos quedan diez días, nada más.

—¿Nos quedan diez días para qué? —preguntó Singh.

Renie sólo pudo contestar con un movimiento negativo de la cabeza.

Uno de los monos se alzó y quedó suspendido delante de ella batiendo las alas amarillas a la velocidad de un colibrí.

—Ahora Tribu Genial enfadada de verdad —dijo torciendo el gesto de su cara menuda—. ¿Qué hace con nuestra cosa brillante?