PROGRAMACIÓN DE LA RED/INTERACTIVOS: GCN, 5-5 h (Eu, NAm): «CÓMO MATAR AL MAESTRO».
(Imagen: Looshus y Kantee en un túnel). Voz en off: Looshus (Ufour Halloran) y Kantee (Brandywine García) huyen perseguidos por Jang (Avram Reiner), el asesino del Sindicato de Enseñanza. Vacantes 10 personajes secundarios, audición para el papel de señora Torquemada, de larga duración. Dirigirse a: GCN. HOW2KL. CAST.
No paraba de pensar pero no llegaba a ninguna parte.
—Beezle —susurró—, búscame ese fragmento misterioso en «nodos bandoleros». A ver si encuentras la dirección del autor.
—¿Qué has dicho? —preguntó su madre mirándolo por el espejo retrovisor.
—Nada.
Se hundió más en el asiento, mirando las vallas del cercado por las ventanillas de seguridad. Se llevó la mano al cuello y acarició el nuevo conector inalámbrico, un «autorregalo» de cumpleaños que había adquirido por correo. El enchufe telemático era ligero y casi imperceptible: lo único que se veía era un botón redondo de plástico blanco que se ajustaba a la parte superior de la neurocánula. Daba tan buen resultado como prometían los artículos publicitarios, y era un placer increíble conectarse sin necesidad de cables.
—Tengo la dirección —dijo Beezle con voz áspera—. ¿Quieres llamar ahora?
—No, después.
—Orlando, ¿qué andas haciendo? ¿Con quién hablas ahí atrás?
—Con nadie, Vivien. Estoy… estoy cantando un poco —dijo alzando la mano para tapar el conector.
El cilindro negro mate de la caseta del guarda surgió a lo lejos por el parabrisas y acaparó la atención de Vivien. Se paró en el control de salida para introducir el código de seguridad. Cuando la barrera se abrió, se dirigió hacia la caseta.
—Beezle… ¿algún mensaje? —tecleó Orlando, tras sacar del bolsillo los nuevos mandos inalámbricos.
—Sólo uno. —Beezle estaba justo al lado de su oído, o al menos eso le pareció. En realidad, le introducía los datos directamente en los nervios auditivos—. Mensaje de Elaine Strassman, de Equipos índigo. Pide una entrevista.
—¿Quién? —dijo Orlando en voz alta, e inmediatamente levantó la vista con sentimiento de culpa. Su madre estaba muy ocupada hablando con el guarda de seguridad, un tipo fornido con traje Fibrox negro antibalas que hacía juego con las baldosas de la caseta—. ¿Qué es índigo? —tecleó.
—Una compañía pequeña de tecnología muy moderna. Hicieron la presentación en la ciberescuela el semestre pasado.
Algo le sonaba, pero muy vagamente. Había tanteado muchos terrenos buscando pistas sobre TreeHouse pero ninguno le había llevado hasta índigo, una compañía rabiosamente moderna con base en California del sur, según la presentación, si no recordaba mal.
—Adelante, concierta una entrevista, para esta noche cuando llegue a casa o para mañana por la mañana, cuando Vivien se vaya a clase.
—Entendido, jefe.
—En principio, volveremos antes de las cuatro —decía su madre al guarda.
—Si quiere pararse a hacer compras, señora, avísenos con tiempo, nosotros reajustaremos el ETR. —El guarda, un joven rubio de cabeza redonda, tenía los pulgares metidos por el cinturón. Acariciaba distraídamente la pistola que sobresalía de la funda—. No hay necesidad de que se produzcan situaciones de alarma inútilmente.
—Gracias, Holger. Llegaremos a tiempo, estoy segura. —Apretó el botón del elevalunas y esperó a que se abriera la gran barrera exterior para salir a la calle—. ¿Cómo te encuentras, Orlando? —le preguntó.
—Bien, Vivien.
En realidad, tenía alguna molestia pero decírselo no le aliviaría y su madre sentiría la necesidad de hacer algo al respecto. Se enderezó en el asiento una vez que quedaron atrás los muros protectores de Crown Heights Community.
Bajaron por las curvas de la carretera de montaña un rato hasta salir a terreno llano, pasada la alambrada que protegía la reserva de árboles. Poco después, el coche empezó a vibrar. Ni los amortiguadores más caros eran capaces de compensar baches del tamaño de cráteres lunares. El Estado de California y los ayuntamientos llevaban años discutiendo a quién correspondía la responsabilidad de las carreteras principales y todavía no se habían puesto de acuerdo.
—Vas muy deprisa, Vivien.
El chico puso mala cara; los baches le repercutían en los huesos.
—Voy bien. Ya casi hemos llegado —contestó con una animación un tanto forzada.
Odiaba conducir y tener que bajar al niño al llano para que lo viera el doctor.
A veces, Orlando tenía la sensación de que una de las cosas que peor sentaban a su madre era que hubiese cometido la estupidez de contraer una enfermedad que no podía recibir tratamiento a distancia ni en el centro de asistencia médica de Crown Heights, tan acogedor y seguro.
Tampoco le sentaba nada bien preocuparse tanto por la salud de su hijo. Vivien era muy sensible, lo mismo que su padre, Conrad, pero era un tipo de sensibilidad que ahuyentaba los problemas a base de razonamientos. Y si no conseguían ahuyentarlos… pues simplemente dejaban de hablar de ellos.
Era una sensación extraña, salir del cobijo de los árboles a las tierras llanas. En Crown Heights, resguardados por un cinturón verde y un ejército de guardas privados, resultaba fácil convencerse de que las cosas no habían cambiado mucho en los últimos doscientos años; que California del norte era todavía un lugar esencialmente abierto, un paraíso templado de secuoyas y comunidades seguras con suficiente espacio entre ellas. «Por eso debía vivir en Crown Heights gente como sus padres», pensó Orlando.
La hipermetrópoli de la zona de la bahía de San Francisco era antiguamente un discreto grupo de ciudades que bordeaba la bahía en forma de uve, como dedos de una mano que sujetaran delicadamente un objeto de valor. Pero con el tiempo, las ciudades se habían extendido hasta unirse en un todo compacto que aferraba la bahía y sus vías navegables como un gran puño de más de doscientas cincuenta millas cuadradas. Sólo las cotizadísimas y feraces tierras de la Corporación de Central Valley habían evitado que la hipermetrópoli y su rival del sur, metastatizada alrededor de Los Ángeles, se fundieran en una única mancha uniforme de crecimiento urbano.
Cuando pasaron bajo la mole del puente voladizo de la Autopista 92, Orlando se agazapó en su asiento para ver la ciudad de chabolas.
Siempre le habían fascinado las barriadas marginales dispuestas en múltiples niveles, a los que sus propios residentes llamaban a veces «panales» y los habitantes de Crown Heights conocían como «nidos de ratas». Las pocas veces que preguntó a sus padres por esos barrios, no logró sacar en limpio mucho más de lo que ya sabía, de modo que recurrió a filmaciones antiguas de la red.
Así supo que, hacía mucho tiempo, durante la primera gran crisis de viviendas de principios de siglo, los okupas habían empezado a construir ciudades de chabolas bajo las autopistas elevadas, caóticas aglomeraciones de cartones de embalaje, revestimientos de aluminio y láminas de plástico. A medida que la avalancha continua de desposeídos iba hacinándose bajo las rampas de hormigón, los que llegaron más tarde empezaron a desplazarse hacia arriba, dentro de la bóveda misma, clavando redes de carga, retales de lona alquitranada y paracaídas de los excedentes del ejército a los pilares y a la parte inferior de las autopistas. No tardaron en enlazar las improvisadas viviendas con pasadizos de cuerda y comunicar los barrios de abajo con los de arriba por medio de escalas. Algunos residentes, artesanos e ingenieros aficionados, añadieron niveles intermedios hasta que el meollo de viviendas en estratos se consolidó debajo de todas las autopistas y acueductos.
El sol se acercaba al mediodía y la parte inferior de la Autopista 92 permanecía en sombras, pero el entretejido de la ciudad bullía de actividad. Orlando bajó la ventanilla para ver mejor. Un grupo de chiquillos jugaba a perseguirse por una amplia extensión de malla, a más de veinte metros de altura. Parecían ardillas ágiles y confiadas, y los envidió. Después se acordó de la miseria en que vivían, en condiciones de hacinamiento e insalubridad y rodeados de peligros generados por el propio medioambiente. Además de la violencia ligada siempre a la pobreza de las grandes ciudades, los habitantes de las chabolas se enfrentaban constantemente con la fuerza de la gravedad. No pasaba un día sin que alguien se cayera a la autovía y fuera atropellado o se ahogase en un canal de agua. El año anterior, sin ir más lejos, todo el «panal» del Barrio los Moches había sucumbido bajo su propio peso arrastrando consigo una parte de la autopista de San Diego. Murieron cientos de habitantes y un buen puñado de conductores.
—Orlando, ¿por qué has abierto la ventanilla?
—Estoy mirando el paisaje.
—Ciérrala. No hay por qué abrirla.
Orlando subió el cristal de nuevo. Las voces de los niños y casi toda la luz del sol quedaron al otro lado del cristal ahumado.
Continuaron por El Camino Real, una avenida importante y amplia flanqueada de anuncios holográficos y neoneón que se adentraba unos ochenta kilómetros en la península desde San Francisco hacia el sur. Las aceras estaban llenas de gente que, al parecer, vivía en los portales de los edificios o pasaba el rato charlando en corrillos fuera de las paradas de autobús, que permanecían cerradas y se abrían con tarjeta. La madre de Orlando conducía inquieta, a pesar de ir en medio de una especie de banco de peces menores compuesto por ciclomotores y minicoches. Los peatones atravesaban los cruces lentamente, fijándose en las ventanillas de espejo del coche de los Gardiner con la expresión calculadora de los rateros de tiendas, vistos desde un monitor de vigilancia.
Vivien se detuvo en otro semáforo y empezó a tamborilear con los dedos en el volante. Un grupo de jóvenes hispanos formaba un círculo desigual en la esquina más cercana. Llevaban las gafas en la frente y daba la sensación de que tuvieran dos pares de ojos. Incluso bajo el sol radiante, se percibían en sus rostros unas fluctuaciones luminosas, aunque los implantes —una especie de tatuajes de motivos tribales y fetichistas hechos con finos tubos de neón químico introducidos bajo la piel— impresionaban mucho más de noche, entre las sombras de los salientes de hormigón.
Orlando había oído hablar de los gaferos a los amigos de sus padres con una mezcla de admiración y temor rayana en la mitificación. Afirmaban que las peculiares gafas les servían para protegerse de los aerosoles químicos con que a veces los agredían durante los atracos. Sin embargo, a Orlando le pareció que la mayoría eran anteojos de realidad virtual impactantes pero poco potentes, no mucho más eficaces que los antiguos walkie-talkies. Era una moda, una forma de aparentar que en cualquier momento había que conectarse con una reunión virtual o recibir una llamada importante y, mientras tanto, se mataba el tiempo en la esquina.
Uno de los jóvenes se apartó del grupo y se dirigió hacia el paso de peatones. Su largo abrigo magenta de lona de paracaídas ondeaba al viento tras él como una bandera. Un tatuaje en forma de cadena partía del nacimiento del pelo al lado de la sien y bajaba hasta la mandíbula cambiando a un relieve más oscuro cada pocos segundos, cuando los implantes golpeaban la piel. Iba sonriendo como si se acordase de algo divertido. Antes de que llegara al coche —porque era evidente que se dirigía al coche—, Vivien aceleró y se saltó el semáforo en rojo esquivando por los pelos un barco de guerra, de los que llamaban eufemísticamente «vagones familiares». El otro coche lanzó un alarmado fogonazo de luz que se abrió como el capuchón de una cobra.
—¡Vivien, has pasado en rojo!
—Ya casi hemos llegado.
Orlando se volvió a mirar por la ventanilla trasera. El joven estaba en la esquina mirándolos fijamente, con el abrigo al viento. Parecía que esperase la llegada del resto de la comparsa.
—Considerándolo bien, creo que estás mucho mejor. Parece que los nuevos antiinflamatorios hacen efecto. —El doctor Vanh se levantó—. Sin embargo, no me gusta esa tos. ¿Hace mucho que la tienes?
—No. No es nada.
—De acuerdo, pero hay que vigilarla. ¡Ah! Y, lo siento, pero vamos a tener que sacar más sangre.
—Ya me la ha sacado casi toda —replicó Orlando tratando de sonreír—, así que, quédese con el resto también.
—Así me gusta —asintió el doctor Vanh con un gesto de aprobación. Alargó una mano delgada para indicar a Orlando que no se levantara de la camilla—. La enfermera vendrá dentro de un minuto. ¡Ah! Déjame ver esas manchas. ¿Todavía te salen erupciones? —dijo girándole el brazo para mirarlo.
—No muchas.
—Bien, me alegro —asintió otra vez.
A Orlando siempre le intrigaba que una persona con una cara tan fina y triste fuera capaz de emitir tantas expresiones alentadoras.
Mientras el doctor Vanh comprobaba unos datos en una multiagenda que tenía en la mesa de la esquina —no era tan desconsiderado como para mostrar las informaciones en una pantalla mural, a la vista de los pacientes—, una enfermera llamada Desdémona entró e hizo una extracción de sangre a Orlando. Era muy guapa y agradable y siempre recurrían a ella para que el chico no se atreviera a armar un escándalo. Tenían razón. Aunque estaba cansado, dolorido y harto de agujas, apretó los dientes y lo aguantó todo. Incluso hizo un esfuerzo para contestar con un débil adiós la animosa despedida de Desdémona.
—¿Cómo te encuentras, Orlando? —le preguntó su madre—. ¿Puedes ir solo a la sala de espera? Quiero hablar con el doctor Vanh un momento.
—Claro, Vivien —respondió con una mueca—. Creo que puedo arrastrarme solo por el pasillo.
Le dedicó una sonrisa nerviosa como para demostrarle que había captado el chiste, aunque no era así. El doctor lo ayudó a bajarse de la camilla. Se abrochó la camisa de camino hacia la puerta y dijo adiós a Vivien con la mano, a pesar de que tenía los dedos agarrotados de dolor.
Se detuvo en la fuente a descansar un momento; volvió la vista y vio la cabeza de su madre por la pequeña ventana de la sala de consulta, escuchando atenta con el ceño fruncido. Le dieron ganas de volver y decirle que todos esos secretos y susurros eran una pérdida de tiempo, que estaba mejor informado que ella sobre su enfermedad. Además, tenía la certeza de que ella lo sabía. Ser el azote sanguinario de los ciberespacios significaba algo más que matar montones de monstruos en los mundos fantásticos de la simulación: tenía a su disposición en cualquier momento todas las bibliotecas de medicina de las universidades y hospitales del mundo. No creería su madre que iba a desentenderse de su propio caso, ¿verdad? A lo mejor, ésa era una de las razones por las que no quería que pasase tanto tiempo conectado.
Y, desde luego, tal vez tuviera razón. A veces, el exceso de información no resulta beneficioso. Durante cierto tiempo, tomó la costumbre de consultar su historial médico en los archivos del hospital, pero después lo dejó. Una cosa eran los viajes de la muerte de la realidad virtual y otra muy distinta los de la vida real, sobre todo tratándose de la suya propia.
—Después de todo, los médicos no hacen milagros, Vivien —murmuró.
Se apartó de la fuente y reemprendió la lenta marcha por el vestíbulo.
La llamada de Beezle tardó cinco minutos en ser atendida. Orlando se sentó en la cama, sorprendido y un poco desorientado. El conmutador nuevo era tan cómodo que se había olvidado de que lo tenía puesto y se había dormido con él.
—Entrada —le dijo Beezle al oído.
—De acuerdo. Dame uno de los simuloides estándar y conecta.
Cerró los ojos. La pantalla que apareció en la oscuridad bajo sus párpados cerrados enviaba información directamente del conmutador telemático a sus nervios auditivos. Abrió los ojos de nuevo y la pantalla seguía ante él, pero veía al mismo tiempo las paredes oscuras de su dormitorio y la esquelética silueta del soporte del gotero como una fotografía con dos imágenes superpuestas. Le había costado horas conseguir la graduación correcta, pero había merecido la pena.
«¡Qué guay! Funciona como la fibra… o mejor todavía. No tendré que desconectarme nunca más».
Elaine Strassman saltó a la pantalla. Era joven, probablemente poco más de veinte años, y lucía gran cantidad de joyas. Tenía el pelo oscuro, recogido en un moño alto y envuelto en algo metálico y brillante. Orlando cerró los ojos y bloqueó la habitación para observar a la chica con más claridad. Le resultaba conocida, pero no estaba seguro del todo.
—Esto… ¿Orlando Gardiner? —preguntó.
—Soy yo.
—Hola, soy Elaine Strassman, de índigo —dijo con cierta vacilación. Entornó los ojos. Estaba claro que se sentía un poco confusa—. Pregunto por Orlando Gardiner… de catorce años.
¡Jesús! ¿Trabajaba en una compañía de equipos y no reconocía un simuloide? O estaba completamente alucinada o no veía bien. ¿No se había arreglado los ojos todo el mundo, desde Los Ángeles hasta Dakota del Sur?
—Soy yo. Esto es un simuloide. No he podido usar el teléfono normal, así que no hay imagen de vídeo.
—Estoy acostumbrada a los simuloides —dijo riéndose—, pero casi todos los chicos… casi todas las personas de tu edad llevan…
—Modelitos más llamativos, sí; pero a mí me gusta éste; así es más fácil hablar con adultos como tú. Eso dicen, vaya. —Se preguntó qué simuloide le habría escogido Beezle. Variaban desde los que representaban un poco más de la edad que él tenía hasta los de persona madura y respetable, especialmente útiles para tratar con instituciones y autoridades en general—. ¿En qué puedo ayudarte?
La joven respiró hondo intentando recuperar el tono susurrante que había perdido. Orlando pensó que era ventajoso sorprender a la gente porque se averiguaba más sobre el otro que el otro sobre uno.
—Bien —dijo ella—, según nuestros registros, asististe a la sesión de presentación que hice en la ciberescuela y, más adelante, enviaste una consulta sobre cuestiones de las que yo había hablado. ¿Bucles de propriocepción?
—Sí, ya me acuerdo. Fue bastante interesante, pero ya me ha mandado información uno de vuestros ingenieros.
—Quedamos sumamente impresionados con tus preguntas. Algunas nos parecieron muy perspicaces.
Orlando no dijo nada, pero sus antenas mentales se estremecieron. ¿Sería un retorcido plan que el pirata informático había ideado para llegar hasta él? Era difícil de creer que Elaine Strassman, con su pelo a la última moda y sus joyas de cráneo de colibrí, fuese la persona que con tanta efectividad había pirateado el País Medio; pero a veces las apariencias engañan. O a lo mejor trabajaba para otra persona sin saberlo.
—No lo hago mal —dijo lo más fríamente que pudo—. Me interesa bastante la realidad virtual.
—Lo sabemos. Espero que no te ofenda, pero nos hemos informado sobre ti. En la ciberescuela, por ejemplo.
—¿Os habéis informado?
—Nada de datos personales, por supuesto —añadió ella inmediatamente—. Sólo nos hemos interesado por tus notas y tu gran dedicación a este medio. Hablamos con algunos instructores tuyos. —Hizo una pausa como si estuviera a punto de revelar algo importante. Orlando se dio cuenta de que estaba apretando los puños porque le dolían los dedos—. ¿Has pensado lo que vas a hacer cuando termines el colegio? —le preguntó.
—¿Cuando termine el colegio?
Abrió los ojos y Elaine Strassman volvió a quedar flotando en el aire a los pies de la cama.
—Índigo ofrece un plan de aprendizaje —dijo—, y te subvencionaríamos los estudios universitarios con mucho gusto (tenemos una lista muy completa de programas de la más alta tecnología donde escoger), todos los gastos, incluso los desplazamientos para asistir a seminarios especiales hasta en los sitios más ultraguays. —Enfatizó la expresión ligeramente como quien sabe que no podrá seguir manteniendo el argot de pequeños cibernautas mucho tiempo—. Es una gran oportunidad.
Se sintió aliviado pero un poco decepcionado. No era la primera vez que lo abordaban los cazatalentos, aunque nunca había recibido una oferta tan directa.
—Queréis patrocinarme.
—Es una gran oportunidad —repitió ella—. Sólo tienes que prometer que trabajarás un tiempo con nosotros cuando te licencies, no mucho, tampoco, sólo tres años. Equipos índigo tiene la certeza absoluta de que te encantará nuestro entorno, por eso estamos dispuestos a apostarte una educación superior a que te quedarás con nosotros.
«Y dispuestos a apostar que les voy a proporcionar patentes interesantes los tres primeros años —pensó—. Aun así, no está mal. Éstos en realidad no saben por lo que apuestan».
—Suena bien. —Sintió un poco de lástima al ver que la sonrisa de Elaine se ensanchaba—. Envíame información.
Al menos serviría para dar una satisfacción a su madre.
—Muy bien. Mira, Orlando, como ahora ya sabes mi número, si tienes alguna duda, llámame… a cualquier hora. Insisto, a cualquier hora.
Casi parecía que le estaba prometiendo acostarse con él y no pudo evitar una sonrisa. ¡Sigue soñando, Gardiner!
—De acuerdo. Mándame el material y me lo pensaré en serio. Tras unas cuantas frases más de entusiasmo y ánimos, Elaine Strassman colgó. Orlando cerró los ojos de nuevo. Escogió la última grabación de Pharaoh Had To Shout de la discoteca, la puso a bajo volumen y se acostó a pensar.
A los cinco minutos de la primera pista, abrió los ojos.
—Beezle —dijo—. Microbio, llama a Elaine no sé qué a este número.
—Strassman.
—Sí. Pásamela por el teléfono.
Había dicho que la llamara si tenía alguna duda. En ese momento le asaltó una.
—No hace falta que lo repitas, te he entendido a la primera. Sólo que no te creo —dijo Fredericks cruzando los brazos como un chiquillo ofendido.
—¿Qué es lo que no crees? ¿Que el fabricante del grifo tenga relación con TreeHouse?
Orlando intentaba dominar la cólera. Nunca había solucionado nada enfadándose con Fredericks porque era un cabezota tan grande como los hombros de su simuloide.
—Eso me lo creo, de acuerdo. Lo que no me entra en la cabeza es que pienses que puedes entrar allí. Tú chocheas, Gardiner.
—Mira, tío. —Orlando se plantó delante de la ventana de pantanos cretácicos que su amigo miraba fijamente con cara de mal humor—. No es que piense que puedo entrar, ¡es que lo sé seguro! Es lo que quería decirte. Un ingeniero de Equipos índigo va a meterme allí, a meternos, si es que quieres venir conmigo.
—¿En TreeHouse? ¿Un tipo que no conoces va a colar a un par de chavales en TreeHouse? ¿Para pasar el rato? Dispara otra vez, Gardiner, que todavía respiro.
—De acuerdo, no es sólo por pasar el rato. Les dije que firmaría la subvención si me ayudaban a entrar en TreeHouse un día.
—¿Qué has dicho? —Fredericks estaba perplejo—. ¡Orlando, te estás pasando de virus! ¿Te has comprometido a trabajar la mitad de tu vida con no sé qué compañía de equipos sólo por averiguar quién construyó ese estúpido grifo?
—No es la mitad de mi vida. Son tres años. Y es una gran oportunidad a pesar de todo. —Sin embargo, no le confió sus dudas de que tal condena llegara a cumplirse alguna vez—. Vamos, Fredericks, aunque haya perdido el juicio, ¡es TreeHouse! No vas a rechazar la oportunidad de ir allí, ¿no? Tú no tienes que trabajar en índigo.
Su amigo le miró detenidamente, como si quisiera ver a la persona real dentro del simuloide. Fue en vano. Orlando se preguntó por un instante si sería perjudicial para el cerebro mantener una amistad durante años con una persona a quien no se conoce en la vida real.
—Estoy preocupado por ti, Gardiner. Te tomas esto demasiado en serio. Primero matas a Thargor, después tiras por la borda la jugada de la Mesa del Juicio, y ahora… no sé, vendes el alma a una corporación cualquiera. Y todo por… culpa de una ciudad que viste sólo cinco segundos. ¿Te estás volviendo loco o algo así?
Orlando estaba a punto de decir algo sarcástico; sin embargo, se preguntó de pronto si Fredericks no tendría razón. El mero hecho de ponerlo en duda, la pérdida momentánea de convicción, fue como una fría puñalada de pánico. La palabra era «demencia», y la había visto en muchos artículos de medicina.
—Gardiner.
—Cierra el pico un momento, Fredericks.
Palpó el miedo, sintió su pegajosidad inmensa. ¿Tendría razón su amigo?
¿Importaba, en realidad? Si estaba perdiendo la razón, ¿tenía importancia hacer el ridículo? Sólo sabía que, al ver la ciudad, tuvo la sensación de que aún quedaba algo con que maravillarse en una vida que, por lo demás, no era sino certezas espantosamente aburridas. Y, en sus sueños, la ciudad había adquirido un significado aún más extraordinario. Tenía el tamaño, la forma y el color exactos de la esperanza… algo que nunca pensó que volvería a ver. Eso era más importante que todo lo demás.
—Creo que tendrás que confiar en mí, Fredericks, viejo amigo.
—De acuerdo —dijo al fin, después de un silencio—. Pero no estoy dispuesto a quebrantar ninguna ley.
—Nadie te pide que quebrantes la ley. TreeHouse no es ilegal. Bueno, puede que lo sea, no estoy seguro. Pero recuerda que los dos somos menores. El tipo que nos acompaña es un adulto. Si alguien tiene problemas, será él.
—¡Qué estúpido eres, Gardino! —dijo Fredericks haciendo un gesto negativo con la cabeza.
—¿Por qué?
—Porque si ese tipo está dispuesto a saltarse la ley a cambio de tu compromiso con índigo, es que te quieren con ellos de verdad. ¡Fuá! Podías haberles pedido un avión particular, o algo así.
—Frederico, eres único —dijo Orlando riendo.
—¿Sí? Razón de más para no quedarme tieso en una de tus estúpidas excursiones, Gardiner.
—No pensarás llevar puesto ese simuloide, ¿no?
—Desintoxícate, Fredericks. Claro que sí. —Dobló el brazo de cuero reforzado de Thargor—. Lo conozco mejor que a mi propio cuerpo.
«Oh, sí —pensó—, eso espero».
—Pero vamos a… ¡a TreeHouse! ¿No tendrías que ponerte algo… no sé… más interesante?
—No es un baile de disfraces. —Orlando le clavó una mirada furiosa, cosa que el simuloide de Thargor hacía muy bien—. Además, si los de TreeHouse llevan toda la vida pirateando, no creo que les impresione un simuloide de fantasía. Sólo quiero acabar de una vez.
—Desde luego, yo no pienso ponerme nada reconocible —dijo encogiéndose de hombros—. A lo mejor nos trae problemas. Esto es ilegal, Orlando.
—Seguro. Como que va a haber un puñado de gente por ahí, en TreeHouse, que va a decir: «Mira, ¿no es ése Pithlit, el famoso personaje “culinquieto” del País Medio?».
—Piérdete. Yo no quiero correr ningún riesgo. —Fredericks se calló. Orlando apostó a que estaba haciendo el equivalente en conexión a mirarse en el espejo, estudiando las especificaciones—. Quiero decir que llevo un cuerpo normal.
—Más musculoso de la cuenta, como siempre. —Fredericks no contestó y Orlando se preguntó por un instante si no habría herido los sentimientos de su amigo. Fredericks podía ser muy susceptible a veces—. Bueno, qué, ¿estás listo? —preguntó.
—No las tengo todas conmigo. ¿Ése tipo sólo va a enviarnos allí? ¿Nosotros no tenemos que hacer nada?
—En general, creo que prefiere pasar desapercibido. Elaine Strassman, la cazatalentos, no me dio su nombre ni nada. Sólo dijo «estaréis en contacto», muy peliculera ella. Y después me llamó el tipo ése y se presentó como «Scottie», sin imagen y con la voz distorsionada. Dijo que subiría por la escala, no sé a qué se refería, y que cuando estuviera dentro, nos presentaría como invitados. No quiere que sepamos nada de él.
—Me huele a chamusquina —comentó Fredericks frunciendo el ceño—. ¿Cómo sabemos que lo va a hacer de verdad?
—Ah, y si no, ¿qué? ¿Va a activar una simulación ridícula para hacernos creer que estamos en el bastión bandolero más ultrarrecontraguay de la historia de la red? ¡Venga ya, Frederico!
—De acuerdo. Sólo deseo que sea rápido y como tú dices.
Fredericks se acercó flotando a las imágenes CBM y miró torvamente a los cavadores marcianos.
Orlando abrió una ventana de datos y repasó toda la información sobre los seudónimos personales y de compañías relacionados con el grifo guardián para ver si faltaba algo, pero lo hacía sólo por matar el tiempo. En realidad, no había ninguna necesidad de memorizar. Aunque el equipo de seguridad de TreeHouse le impidiese conectar directamente con su banco de datos, podía usar otros métodos para mover información de un lado a otro. Había pasado la tarde planeándolo todo; sólo faltaba que su padre y su madre tuviesen la amabilidad de dejarlo en paz…
Había subido temprano a la habitación con la excusa de encontrarse cansado tras la visita al doctor Vanh. Sus padres no pusieron reparos… estaba claro que Vivien quería hablar con Conrad a solas para comentar las impresiones del doctor. Eran ya las diez en punto. Seguramente, su madre entraría a echar un vistazo antes de irse a la cama, pero le pareció que no sería difícil hacerse el dormido y que podría esconder el nuevo conector con la almohada. Luego, le quedarían siete horas por delante, tiempo más que suficiente.
Se quedó mirando a Fredericks, que seguía preocupado, con la mirada fija en la ventana CBM como si fuera una clueca y los pequeños robots cavadores, pollitos descarriados. Orlando sonrió.
—Eh, Frederico. Esto nos va a llevar una cuantas horas. ¿Tienes algún inconveniente? Me refiero a tu casa.
—No —dijo Fredericks—. Han ido a una fiesta en la otra punta del complejo y volverán tarde.
Fredericks y su familia vivían en las colinas de Virginia occidental. Sus padres trabajaban en el gobierno, los dos, en algo relacionado con el Departamento de Urbanismo. Fredericks no hablaba mucho de ellos.
—Oye, nunca te he preguntado de dónde viene el nombre de «Pithlit».
—No, nunca —dijo mirándolo con acritud—. ¿De dónde viene «Thargor»?
—De un libro. El padre de un compañero de colegio tenía un montón de libros viejos, de papel, ¿sabes? Uno tenía un dibujo en la tapa de un ho ying con una espada. Se llamaba «Thangor» o algo así. Lo cambié un poco cuando empecé la carrera en el País Medio. Y ahora, cuéntame lo de Pithlit.
—No me acuerdo —dijo.
Mentía, a todas luces.
Orlando se encogió de hombros. A Fredericks no se le sacaba nada por las malas ni tirando con grúa pero, si se le dejaba en paz, en algún momento terminaba por desembuchar. Eso lo había descubierto Orlando con el tiempo. Se asombraba cada vez que recordaba cuánto tiempo hacía que lo conocía. Para ser una simple amistad de la red, había durado mucho.
La puerta del refugio electrónico de Orlando parpadeó.
—¿Quién es? —preguntó.
—Scottie.
La voz distorsionada realmente parecía la misma, y no era más fácil copiar una distorsionada que una auténtica.
—Entra.
El sencillo simuloide que apareció en medio de la habitación era muy rudimentario. En la cara sólo tenía dos puntos por ojos y una rendija por boca. El cuerpo, de un blanco cáscara de huevo, estaba cubierto de la cabeza a los pies con marcas de calibración que parecían tatuajes. Scottie no se había molestado en cambiarse a la salida del trabajo… tenía el típico aspecto de un ingeniero.
—¿Preparados, chicos? —preguntó, crujiendo y articulando mal como una grabación vieja—. Decidme los seudónimos; no necesitáis ficha pero sí una denominación.
—¿De verdad vas a llevarnos a TreeHouse? —dijo Fredericks, mirando fijamente aquella especie de simuloide de pruebas con una mezcla de desconfianza y fascinación.
—No sé de qué hablas.
—¡Pero…!
—Cierra el pico, virus de virus. —Orlando movió la cabeza. Fredericks tenía que haberse dado cuenta de que ese tipo no iba a reconocer ninguna ilegalidad estando en un nodo ajeno—. Yo soy Thargor.
—Seguro que sí. ¿Y tú?
—Pues… no sé. James, supongo.
—Precioso. Instalad un vínculo automático y seguidme, según lo acordado. Pre-cio-so. En marcha.
Todo se oscureció un instante y luego el mundo se volvió loco.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Fredericks—. ¡Dzang! ¡Esto es increíble!
—Es la red, Jim —dijo Scottie—, pero no como la conocemos. —Tenía una risa extraña, llena de tonos distorsionados y oscilaciones—. Es igual, era un chiste muy, muy viejo.
Orlando trataba de entender TreeHouse en silencio. A diferencia de los espacios comerciales de la red, que se habían preocupado de imponer ciertas normas del mundo real, como el horizonte y la perspectiva, TreeHouse en pleno parecía haber vuelto la espalda a las mezquinas convenciones newtonianas.
—Os quedáis solos, chicos. —Scottie levantó el dedo índice marcado con signos rojos—. El sistema os expulsará a las 16.00, hora de Greenwich, aproximadamente dentro de diez horas. Si queréis salir antes no creo que os sea difícil, pero si salís y luego os arrepentís, yo no vendré a introduciros otra vez.
—Entendido.
En circunstancias normales, a Orlando le habría indignado la suficiencia de hermano mayor con que los trataba el ingeniero, pero en ese momento estaba pendiente de una onda de distorsión que avanzaba, entre las estructuras que tenía delante, liberando una estela de colores cambiantes y dibujos estrambóticos.
—Y si os metéis en líos y queréis dar mi nombre, adelante. No os va a servir de nada porque no es el seudónimo que utilizo aquí.
Orlando pensó que el tío ése se creía muy gracioso.
—¿Es que no tenemos derecho a entrar aquí, o algo?
—No, vosotros sois invitados. Tenéis los mismos derechos que cualquier otro invitado. Si queréis saber cuáles son esos derechos, consultad el índice general, aunque aquí la organización es pura caca… Se os acabará el permiso de estancia y todavía no habréis encontrado las normas. Hasta luego.
Curvó el dedo que tenía en el aire y desapareció.
Mientras Orlando miraba, un camión diésel azul, que parecía construido con ramas y varillas, salió a toda velocidad de entre dos estructuras y pasó con gran estrépito por el espacio que Scottie acababa de dejar libre. Dio unos bocinazos a un volumen altísimo, incluso para los niveles de TreeHouse, y los obligó a dar un salto a ambos. Sin embargo, aunque pasó a pocos milímetros de distancia, no notaron ráfaga de aire ni vibración alguna. Dobló una esquina y se dirigió colina arriba inclinado, trepando por el aire hacia un grupo de edificios, o algo semejante, que flotaba en lo alto.
—Bien, Frederico —dijo Orlando—, ya estamos aquí.
Durante las primeras horas recibieron varias invitaciones para participar en grupos de debate, otras cuantas más para asistir a demostraciones de equipos nuevos, que Orlando habría aceptado gustosamente en circunstancias normales, y dos propuestas de matrimonio múltiple. Pero no encontraron nada que los orientara sobre los fabricantes del grifo.
—¡Éste índice no vale para nada! —exclamó Fredericks. Habían encontrado un lugar apartado relativamente tranquilo y estaban consultando atentamente una ventana de datos que se negaba con obstinación a proporcionarles información útil—. ¡Aquí no se encuentra nada!
—No, el equipo es muy bueno; extraordinario, diría yo. El problema es que nadie lo actualiza. Mejor dicho, sí que lo actualizan, pero sin orden de ninguna clase. Aquí hay toneladas de datos, tierrabits de información, pero es como si alguien hubiera arrancado las páginas de un millón de libros de papel y las hubiese apilado en un montón. No hay forma de saber dónde está nada. Necesitamos un agente.
—¡Beezle Microbio no, por favor! —dijo Fredericks soltando un gruñido teatral—. ¡Cualquier cosa menos eso!
—Piérdete. De todas formas, aquí no puedo usarlo. TreeHouse está aislada del resto de la red y Scottie no nos dejó ver cómo habíamos llegado hasta aquí. Beezle está en mi sistema (puedo hablar con él si quiero o enviarle por ahí a revisar otros bancos de datos de la red), pero no puedo traerlo a éste.
—Así que nos hemos perdido.
—No lo sé. Será mejor que preguntemos. A lo mejor nos ayuda algún nativo.
—Perfecto, Gardino. ¿Qué vamos a hacer, casarnos con ellos a cambio de que nos hagan un favor?
—A lo mejor sí. Me dio la impresión de que aquella mujer-tortuga era tu tipo.
—Piérdete.
Una secuencia musical se impuso al amortiguado vocerío. Orlando se giró y vio un tornado amarillo dando vueltas en el aire, detrás de ellos. Las notas se repitieron en escala ascendente en un tono interrogativo.
—Esto… ¿necesitáis ayuda? —preguntó Orlando, poco seguro del protocolo en vigor en TreeHouse.
—Ingleses —dijo una voz con una entonación aguda y ligeramente metálica—. No. ¿Nosotros ayuda a vosotros?
—¿Qué es? —preguntó Fredericks preocupado.
Orlando le hizo el gesto de que se desintoxicara.
—Os lo agradeceríamos. Somos nuevos aquí… nos han invitado. Buscamos cierta información; queremos hablar con unas personas.
El tornado amarillo aminoró la velocidad hasta convertirse en una nube de monos amarillos del tamaño de un dedo.
—Nosotros intenta. Gusta ayudar. Nosotros Tribu Genial. —Uno de los monos se acercó flotando y se señaló con una mano pequeñita—. Yo Zunni. Otros Tribu Genial: Kaspar, Ngogo, Masa, ‘Suela…
Zunni continuó nombrándolos hasta doce. Los monos iban saludando con la mano y señalándose uno por uno. Después volvieron a dar vueltas como diablillos voladores.
—¿Quiénes sois? —preguntó Orlando riendo—. Sois niños, ¿no? Niños pequeños.
—No. No niños pequeños —dijo Zunni muy digna—. Nosotros Tribu Genial. Club cultura número uno.
—Zunni dice eso porque es más pequeña —dijo otro mono. Orlando imaginó que podía ser Kaspar pero, como eran todos idénticos, no estaba seguro. Hablaba bastante bien, aunque con cierto acento extranjero—. Somos un club de cultura —siguió Kaspar—. Cuando cumples diez años te echamos a patadas.
—¡Arrugas no en Tribu Genial! —gritó uno de los monos, y empezaron a dar vueltas en círculo alrededor de Orlando y Fredericks riéndose—. ¡Tribu Genial! ¡Ultraclub! ¡El club de los que mandan, de los que mandan! —cantaron.
Orlando alzó las manos despacio por temor a golpear a alguno de ellos. Sabía que los diminutos cuerpos eran sólo simuloides, pero no quería lastimarlos.
—¿Podríais ayudarnos a encontrar a unas personas? Somos nuevos y estamos un poco despistados.
—Nosotros ayuda a vosotros —dijo Zunni desligándose del grupo, y flotando delante de sus narices—. Nosotros ayuda a vosotros. Tribu conoce todas cosas, todos lugares.
—Salvados por los monos voladores —apostilló Fredericks arrancándose por fin una sonrisa.
La Tribu Genial resultó útil. Al parecer, a los niños se les toleraba todo en TreeHouse y se les permitía ir prácticamente a donde quisieran. Orlando dedujo que, como era tan fácil permanecer en el anonimato, los que preferían hacerse visibles a los demás sería porque querían formar parte de la comunidad realmente. La tribu conocía a la mayoría de residentes que se cruzaron en su camino durante las dos primeras horas, y se cruzaron con cientos. Orlando disfrutaba con la experiencia, varias veces deseó disponer de tiempo para entablar con ellos una verdadera conversación, aunque ninguno de sus nuevos conocidos pudiera proporcionarle la información que buscaba.
«Podría quedarme aquí todo el tiempo —pensó—. ¿Cómo es que no he venido antes? ¿Por qué no me han invitado nunca?».
Contrarrestó la sombra de resentimiento con la certeza de que si la comunidad de TreeHouse funcionaba se debía en parte al hecho de que no era más que una charca al borde del inmenso océano de la red: la anárquica ausencia de estructura funcionaba sólo porque era un lugar cerrado. ¿Y eso qué implicaciones tenía? ¿Que no se podía confiar en que la mayoría de la gente no pudiera echar algo a perder? No estaba seguro.
Guiados por la Tribu Genial, entraron en contacto con la diversidad de TreeHouse más detalladamente. Contemplaron, durante más tiempo del que habían previsto, a un grupo de soldados de caramelo que luchaba encarnizadamente en una explanada de mazapán. Los cañones disparaban nubes dulces contra las almenas de un castillo de «tofes». Los pegajosos hombrecillos se esforzaban y peleaban en pantanos de dulce de leche y entre alambradas de azúcar hilado. En el fragor de la batalla, las picas y las bayonetas de chocolate se derretían y se arqueaban. Los monos se sumaron con gran regocijo, volando sobre las almenas y arrojando salvavidas a los soldados que se ahogaban en los pozos de caramelo. Zunni explicó a los visitantes que la batalla duraba ya una semana. Orlando, a su pesar, sacó a Fredericks de allí a rastras.
Los monos los llevaron por muchos de los rincones de TreeHouse. Casi todos los habitantes eran amables, pero apenas se interesaban por responder a sus preguntas, aunque les daban todo tipo de consejos relacionados con otros temas. Un desayuno viviente se ofreció a ayudarlos a «reconsiderar la totalidad de su imagen en términos de simuloide» y los instó a que aceptaran su ayuda para un cambio total de imagen ante lo que calificó de «una desafortunada presentación». Pareció sorprendido cuando Orlando rechazó amablemente la invitación.
—Creo que os interesaría introduciros en uno de los grupos de debate sobre programación.
La que hablaba era una mujer con acento europeo y un simuloide mucho más sobrio de lo normal. En realidad, de no haber sido por algunas indicaciones indiscretas, como la dicción excesivamente suave y cierta rigidez indefinible de movimientos, parecía una persona de la vida real, por ejemplo como las que asistían a las fiestas de sus padres. La Tribu Genial la llamó «Luz de Estrella» (aunque Orlando también oyó que otro se refería a ella como «tía Frida»). Estaba produciendo fenómenos meteorológicos sobre un extenso paisaje virtual, movía nubes y regulaba la velocidad del viento. Orlando no supo si llamarlo arte o experimentación.
—Así tendríais la oportunidad de hacer una ronda de preguntas —continuó—. Podríais dar una batida por los informes de debates anteriores pero debe de haber miles de horas de sesiones de ésas y, si os digo la verdad, el mecanismo de búsqueda es bastante lento.
—¿Debates? —exclamó uno de los monos, zumbando al lado de la oreja de Orlando como un mosquito—. ¡Aburrido!
—¡Hablar, hablar, hablar! ¡Aburrido, aburrido, aburrido!
La Tribu Genial revoloteó trenzando una danza espontánea.
—Pues no parece mala idea —le dijo Orlando—. Gracias.
—¿Le parecerá mal a alguien? —preguntó Fredericks—. Que hagamos preguntas, quiero decir.
—¿Mal? No, no creo. —La mujer pareció sorprendida con la pregunta—. Os aconsejo que esperéis a que acaben con los otros asuntos. O, si tenéis prisa, pedid al moderador del debate que os permita formular las preguntas antes de que empiece la sesión.
—Sería estupendo.
—Sólo una cosa. No entréis en discusiones con los auténticos fanáticos. Sería una pérdida de tiempo, en el mejor de los casos. Y no os creáis el noventa por ciento de lo que digan. Nunca fueron tan peligrosos y despiadados como proclaman.
—¡No ir! —exclamó la delicada voz de Zunni, que pasó volando en picado—. ¡Nosotros encuentra otro juego divertido!
—Pero es que hemos venido para eso —explicó Orlando.
Tras unos instantes de charla en el aire, los monos se agarraron unos a otros de la mano y formaron una palabra flotante con sus cuerpos: «A-B-U-R-R-I-D-O».
—Lo sentimos. Quizá necesitemos que nos ayudéis otra vez después.
—Nosotros viene a buscar después —dijo Zunni—. Ahora, ¡vuela y hace ruido!
La tribu se apiñó hasta formar un pequeño cumulonimbo amarillo.
—¡La tribu de los que mandan! ¡Yupiii! ¡Ultramonos de primera! ¡Genial, genial, genial!
Rodearon a Orlando y a los demás como un enjambre de abejas y después se desvanecieron por un hueco de la desordenada geometría de TreeHouse.
—Los chicos del club son muy divertidos cuando no tienes que concentrarte en algo —comentó Luz de Estrella sonriendo—. Ahora os digo adonde podéis ir.
—Gracias. —Orlando puso todo su empeño en hacer sonreír al parco Thargor—. Tu ayuda nos ha servido de mucho.
—Es que acabo de acordarme, nada más —dijo ella.
—¿Entiendes algo?
El simuloide de Fredericks fruncía el ceño con poca delicadeza, como un trozo de masa de pan doblado por la mitad.
—Un poco. Propriocepción. Lo he trabajado superficialmente en el colegio. Es cuando todo el input (tactores, audio y vídeo) se une para hacerte sentir que estás realmente en un lugar determinado. Es una cuestión que requiere mucho seso científico.
Se habían sentado en la fila más alta, lejos del centro del debate, aunque se oían perfectamente todas las voces. Orlando supuso que el anfiteatro era como los de la antigua Grecia o Roma, todo de piedra clara y con un tiempo delicioso. El caos descomunal de TreeHouse no se percibía desde el recinto: el anfiteatro gozaba de su propia bóveda de cielo celeste. Un tenue sol rojizo se acurrucaba sobre el horizonte proyectando largas sombras entre los bancos.
Las sombras de los participantes eran más o menos humanoides. Los cincuenta o sesenta ingenieros y programadores, muy semejantes al hombre misterioso que los había introducido en TreeHouse, parecían darle menos importancia al arreglo personal que el resto de los habitantes. Muchos llevaban simuloides muy rudimentarios, de un aspecto tan poco natural como los maniquíes de pruebas. Otros no se molestaban en llevar simuloide alguno y solamente se reconocía su presencia física mediante unos pequeños puntos de luz o unos sencillos iconos que indicaban su situación.
No todos eran tan sosos y funcionales. Un resplandeciente pájaro gigante hecho de alambre de oro, una Torre Eiffel de cuadros escoceses y tres pequeños perros vestidos de Papá Noel se contaban entre los oradores más ardorosos.
Orlando escuchaba fascinado, aunque no entendía gran cosa de lo que se hablaba. Era una discusión sobre programación de alto nivel entre piratas nada ortodoxos, mezclada con asuntos de seguridad de TreeHouse y el funcionamiento de sistemas generales en todo el insidioso nodo. En cierto modo, era como escuchar a alguien discutir sobre filosofía existencial en una lengua que sólo se ha estudiado en el instituto.
«Pero es aquí donde tengo que estar —pensó—. Esto es lo que quiero hacer». Sintió un desconsuelo súbito al pensar que ni su aprendizaje con Equipos índigo ni unas supuestas visitas posteriores a TreeHouse serían posibles.
—Dios —gruñó Fredericks—, esto parece una asamblea de delegados de curso. ¿Por qué no les hacemos las preguntas y nos vamos de aquí? Hasta los monos enanos voladores eran más interesantes que esto.
—Estoy aprendiendo muchas cosas…
—Sí, pero no lo que necesitamos saber. Vamos, Gardiner, sólo nos quedan un par de horas y yo me estoy volviendo loco. —De repente, Fredericks se levantó y agitó el forzudo brazo de su simuloide como si estuviera parando un taxi—. ¡Perdón! ¡Perdón!
El grupo se volvió hacia el punto de origen de la interrupción con la exactitud de una bandada de golondrinas ladeándose a contra viento. La Torre Eiffel, que estaba polemizando sobre protocolos de información visual, se interrumpió echando fuego por los ojos… dentro de las posibilidades de un gran edificio de cuadros escoceses. Sea como fuere, no dio la impresión de estar muy satisfecho.
—Está bien —dijo Fredericks—, tenemos su atención. Adelante, pregúntales.
Los reflejos de Thargor, que Orlando había afilado con afán, le impulsaban a romper la crisma a Fredericks con un objeto contundente. Pero se puso de pie y, por primera vez, tomó conciencia de lo… adolescente que resultaba el cuerpo de Thargor.
—Huuummm… Pido disculpas por la interrupción de mi amigo —dijo—. Somos invitados y se nos está acabando el tiempo, pero tenemos algunas preguntas que hacer y… nos enviaron a esta reunión.
—¿Quién demonios sois vosotros? —dijo uno de los puntos de luz brillando con irritación.
—Somos… somos un par de colegas.
—Lo estás haciendo muy bien, Gardino —dijo Fredericks para darle ánimo.
—Cierra el pico. —Cogió aire y empezó de nuevo—. Necesitamos información sobre cierto equipo…, una pieza de software. Hemos oído que los que lo fabricaron andan por aquí.
Se produjo un ligero murmullo de desagrado entre los programadores.
—No queremos que nos interrumpan —dijo uno con un característico acento alemán.
Uno de los simuloides más rudimentarios se levantó y extendió las manos como para calmar a la multitud.
—Decidnos qué queréis —dijo.
La voz bien podía ser femenina.
—Hum, bien, cierto equipo, que fue a parar al mundo simulado del País Medio convertido en un ser fabuloso (un grifo rojo, concretamente), aparece en todos los bancos de datos InPro con la autoría de un tal Melchior. —Hubo una reacción breve y sosegada, como si conocieran el nombre. Orlando continuó esperanzado—. Por lo que hemos podido averiguar, él o ella vive aquí. Desearíamos que nos ayudasen a encontrar a Melchior.
El simuloide rudimentario que había calmado a la multitud se quedó impasible un instante; después levantó una mano, hizo un gesto y el mundo se volvió negro de repente.
Orlando no oía ni veía nada, como si lo hubieran arrojado súbitamente a un vacío sideral sin estrellas. Intentó levantar una mano para ver qué le bloqueaba la visión pero el simuloide no respondió a sus pensamientos.
—Puede que permanezcas aquí como invitado más tiempo de lo previsto —murmuró una voz en el oído de Orlando, una voz claramente amenazadora—. Tu amigo y tú habéis cometido una gran estupidez.
Incomunicado en la oscuridad, Orlando se debatía furioso. «¡Estábamos tan cerca… tan cerca!». Con una sensación cada vez más clara de haber perdido algo más que una oportunidad, tiró del dispositivo y los dos salieron despedidos de TreeHouse.