PROGRAMACIÓN DE LA RED/RELIGIÓN: Un enfrentamiento sacude los cimientos del islam.
(Imagen: fieles orando en Riyadh). Voz en off: La escindida secta musulmana autodenominada «Soroushin» en honor a su fundador espiritual, Abdol Karim Soroush, ha sido proscrita por el Estado Libre del Mar Rojo, el último país islámico que se ha declarado abiertamente en contra de un grupo considerado como una amenaza entre muchos musulmanes tradicionales. Aún no se sabe si dicha prohibición evitará que los soroushin acudan en peregrinación a La Meca, pues son muchos los que temen que la mencionada decisión divida al mundo islámico.
(Imagen: fieles peregrinos alrededor de la kaaba). El gobierno del Estado Libre afirma que la prohibición es una medida de protección de los propios soroushin, víctimas en tantas ocasiones de la violencia de la multitud.
(Imagen: el profesor Soroush impartiendo una clase). Soroush, famoso erudito islámico de finales del siglo pasado, declaró que la democracia y el islam no sólo eran compatibles sino que estaban abocados a asociarse…
No había sol que ensuciase el inmaculado azul del cielo y, sin embargo, las arenas destellaban luminosas y el gran río brillaba. A un gesto del dios, la barca se deslizó hasta donde mayor era el caudal y viró a contracorriente sobre las perezosas aguas. En las orillas, miles de adoradores arrastraban el rostro por el suelo suplicando, una colosal ola humana que gemía extasiada con una violencia muy superior al adormilado y tranquilo movimiento del río. Algunos nadaban tras la embarcación gritando alabanzas aunque se les llenara la boca de agua, jubilosos porque se ahogaban en el intento de tocar con las manos el costado de la polícroma barca de su señor.
Las plegarias continuas y ruidosas, que normalmente proporcionaban un sonido de fondo calmante al discurso diseñado por el propio Osiris, de pronto le molestaron; le impedían pensar, aunque había escogido esa forma de transporte precisamente porque era lenta y tranquila y le permitía prepararse para el encuentro. Si no hubiera deseado un paréntesis largo y meditativo, habría viajado a su destino instantáneamente.
Hizo otro gesto y la multitud desapareció sin más, se sumió en la no existencia más rápidamente de lo que se tarda en matar una mosca. En las orillas no quedaron sino unas cuantas palmeras de esbelto tronco. También los que nadaban desaparecieron, y en los bajíos sólo se veían matas de papiros. En la barca viajaban el timonel y los niños desnudos que abanicaban al Señor de la Vida y de la Muerte con abanicos de plumas de avestruz. Osiris sonrió y se calmó. Era agradable ser dios.
El suave murmullo del agua le calmó los nervios y empezó a pensar en el próximo encuentro. Miró dentro de sí en busca de manifestaciones de ansiedad y encontró varias, cosa que no le sorprendió. A pesar de haber pasado por lo mismo tantas veces, nunca le resultaba más fácil.
Había probado varias estructuras diferentes a lo largo de su encuentro con el otro, procurando siempre hacer más agradable la interacción. Para el primer encuentro formal, creó un simulacro de oficina convencional, más anodina que todo lo que poseía en el mundo real, y filtró al otro por una imagen de empleado bisoño, una de tantas no entidades intercambiables cuyas carreras, y vidas incluso, había aplastado sin vacilar en numerosas ocasiones. Esperaba convertir así al otro en un objeto tan incapaz de amedrentar que no le hiciera sentirse incómodo en ningún momento; sin embargo, aquel primer experimento dio muy malos resultados. Las desconocidas cualidades del otro se manifestaron de forma más inquietante todavía al ser expresadas forzadamente a través de la simulación.
A pesar de que el encuentro se había celebrado en un mundo simulado propiedad de Osiris y controlado por él, el otro había metamorfoseado y descompuesto su corporización de una forma temible. Aun con toda su gran experiencia, Osiris no tenía idea todavía de cómo lograba el otro perturbar por entero el complejo desarrollo de los aparatos de simulación, sobre todo porque solía dar la impresión de no ser ni racional siquiera.
Los siguientes experimentos no mejoraron los resultados. En una ocasión, la reunión se celebró en un espacio sin imagen, y el dios sólo consiguió sentirse enjaulado en una negrura infinita con un animal peligroso. Tampoco triunfó con sus intentos de presentar al otro como un personaje sutilmente ridículo: una simulación de dibujo animado diseñada por creativos del programa infantil «Tío Jingle» empezó a expandirse simplemente hasta emborronar por completo el resto de la simulación y provocar a Osiris una claustrofobia tan intensa y terrorífica que lo obligó a desconectarse.
No; ahora sabía que ésa sería la única forma de manejar la desagradable tarea… una tarea que cualquiera de los demás miembros de la Hermandad ni siquiera intentaría realizar. Tenía que filtrar al otro por su simulación más conocida y familiar y construir con el mayor detalle un ambiente de rito y distancia en torno al encuentro, en la medida de lo posible. Hasta el lento viaje por el río se hacía necesario, un período de tiempo para alcanzar el estado de serena meditación que hiciera posible la comunicación útil.
Era asombroso, sin embargo, que alguien pudiera inspirar temor a Osiris, el amo de la Hermandad. Hasta en el mundo real su imagen causaba terror, pues era un hombre con tanto poder e influencia que muchos lo consideraban un mito. Allí, en el microcosmos creado por él mismo, era un dios, el dios de los dioses, con todo lo que conllevaba tanta grandeza. Podía destruir universos enteros a placer con un solo parpadeo.
Ya había hecho ese mismo viaje muchas veces y, sin embargo, la simple perspectiva del contacto —no podían llamarse «conversaciones» a semejantes interacciones— con el otro le atemorizaba tanto como cuando se acurrucaba en su dormitorio, aquellos días tan lejanos de la infancia, consciente de su culpa y del castigo consiguiente, esperando el resonar de los pasos de su padre subiendo por la escalera.
Qué era el otro, cuáles eran sus pensamientos, cómo hacía lo que hacía… eran preguntas que tal vez no tuvieran respuestas comprensibles. O quizás existieran explicaciones sencillas, tan claras como la luminiscencia con que una luciérnaga atrae a su pareja. Pero no importaba, y Osiris se alegraba con un terror perverso. La humanidad seguía adelante, cada vez más lejos, y el universo no se detenía. Misterio no era sinónimo de muerte.
La barca del Señor de la Vida y de la Muerte se deslizaba por el gran río. Las arenas ardientes se extendían regularmente hasta el horizonte por ambos lados. Nada parecía moverse en el mundo entero en ese instante salvo la nave misma y el lento subir y bajar de los abanicos de plumas en manos de los siervos del dios. Osiris se irguió en el asiento con las manos vendadas cruzadas sobre el pecho y la máscara dorada de momia mirando al infinito sur del desierto rojo.
Set, la bestia de las tinieblas, aguardaba.
Desde el aire, esa parte de la costa de Oregón había cambiado poco en diez mil años; los pinos y los cipreses se inclinaban en hileras barridas por el viento a lo largo de la tierra firme y las playas pedregosas aceptaban las incesantes atenciones del incansable Pacífico. Sólo la pista de aterrizaje para helicópteros que se imponía por encima de los árboles, un círculo de cemento fibramizado de noventa metros de anchura y tachonado de luces halógenas, delataba lo que se ocultaba bajo las colinas.
El avión dio una ligera sacudida al encontrarse con una fuerte ráfaga oceánica, pero el piloto había hecho aterrizajes en pistas de brea con peor tiempo, y bajo fuego enemigo además; unas pocas correcciones menores cuando rugieron los motores de aterrizaje y despegue en vertical, y el avión se posó en la pista con la suavidad de una hoja seca. Un grupo de hombres vestidos con monos de color naranja salió inmediatamente de un feo edificio bajo que había a un lado de la pista, seguidos, con más tranquilidad, de un hombre de traje azul que parecía cambiar de tono ligeramente a cada paso, es decir, que oscilaba como una película con el color mal procesado.
El último en llegar se quedó al pie de la rampa del avión y saludó con la mano a un hombre bajo y fornido, más viejo que él y vestido de uniforme, que salió del avión.
—Buenas tardes, general. Bienvenido a Telemorphix. Soy Owen Tanabe. El señor Wells está esperándolo.
—Ya lo sé. Acabo de hablar con él.
El hombre de uniforme dejó a Tanabe con la mano tendida y se dirigió a las puertas del ascensor obligándolo a girar sobre sus talones y a apresurarse para darle alcance.
—No es la primera vez que viene usted, deduzco —comentó Tanabe.
—Estuve aquí cuando esto no era más que un agujero en el suelo y un puñado de planos, y luego un par de veces más. —Apretó los botones del ascensor con un dedo corto y grueso—. ¿A qué espera este maldito aparato?
—La autorización. —Tanabe apretó la hilera de botones con un movimiento suave y preciso como un lector de braille—. Abajo —dijo.
Se cerraron las puertas y la cabina bajó silenciosamente.
Los posteriores intentos de cordialidad del japonés americano cayeron en saco roto. Cuando las puertas se abrieron de nuevo, Tanabe señaló hacia la habitación de gruesa moqueta roja y mobiliario tapizado.
—El señor Wells dice que pase y espere. Vendrá enseguida. ¿Desea que le traiga alguna cosa?
—No. ¿Va a tardar?
—Lo dudo mucho.
—En ese caso, piérdase.
Tanabe se encogió de hombros y sonrió amablemente.
—Arriba.
La puerta se cerró.
El general Yacoubian había encendido un puro y miraba entrecerrando los ojos con ultrajado recelo un objeto de arte moderno —gases electrosensibles de colores en suspensión en un armazón claro de plástico hecho con la máscara mortuoria de una víctima de accidente— cuando la puerta que había detrás de la mesa de despacho se abrió con un susurro.
—Eso no te conviene, ¿sabes?
Yacoubian miró al que hablaba con la misma expresión reprobatoria con que contemplaba la escultura; se trataba de un hombre alto y delgado, de pelo blanco y rostro surcado de arrugas. Llevaba un antiguo jersey, arrugado también, y pantalones sueltos.
—¡Jesús María! —exclamó el general—. ¿Piensas volver a las andadas con tu maldita campaña antitabaco? ¿Qué sabes tú lo que es fumar?
—Algo sabré —replicó Wells sin inmutarse—. Al fin y al cabo, cumplo ciento once años el mes que viene. —Sonrió—. Por cierto, me canso sólo de pensarlo. Voy a sentarme.
—No te pongas cómodo. Tenemos que hablar.
—Pues habla —replicó Wells levantando una ceja.
—Aquí no. No te ofendas pero hay cosas de las que no quiero hablar a menos de medio kilómetro de cualquier aparato de escucha o grabación, y el único lugar que tiene más por centímetro cuadrado que esta especie de granja que te has montado es la embajada de Washington del país del Tercer Mundo que hayamos decidido destruir esta semana.
—¿Insinúas que mi oficina no es lo suficientemente segura para hablar? —replicó Wells con una fría sonrisa—. ¿Crees de verdad que cualquiera podría penetrar en Telemorphix? Tengo equipos que harían soñar al gobierno. ¿O quieres decirme que no te fías de mí, Daniel?
—Lo que digo es que no me fío de nadie en este asunto… ni de ti ni de mí ni de nadie que haya podido trabajar en nuestra compañía. No me fío de Telemorphix, ni del gobierno de los Estados Unidos, ni de las fuerzas aéreas, ni del Emporia de Kansas, capítulo de los boy scouts de América, ¿lo entiendes? No te lo tomes como una cuestión personal. —Se sacó el puro de la boca y miró la punta mojada y mordisqueada con cierto fastidio, sacó otro puro y lo chupó hasta que el extremo opuesto prendió. Wells frunció el ceño al ver la nube de humo espeso que se producía pero no dijo nada—. Bien, a ver qué te parece esto. Podemos plantarnos en Portland en media hora. Tampoco me fío de mi avión, por si te sirve de consuelo, así que iremos hablando del tiempo hasta que aterricemos de nuevo. Tú escoges una zona de la ciudad y yo un restaurante en la zona. Así, los dos estamos seguros de que ninguno ha preparado nada.
—Daniel… —replicó Wells con mala cara—, esto es muy inesperado. ¿Estás seguro de que es necesario?
Yacoubian sonrió levemente. Se sacó el puro de la boca y lo aplastó en un cenicero art déco que por primera vez en al menos medio siglo era utilizado para su función original. El estremecimiento del anfitrión no le pasó desapercibido.
—No, Bob; he venido hasta aquí sólo porque creo que tu dieta es baja en vitaminas. ¡Maldita sea, hombre! Te estoy diciendo que tenemos que hablar. Tráete a un par de guardaespaldas. Los mandaremos con los míos para que se cercioren de que el lugar que escojamos sea seguro.
—¿Es que vamos a sentarnos allí… con… con los demás clientes?
—¡Dios! —rio el general—. Te asusta la idea, ¿eh? No, los echaremos a todos. Podemos pagar a los dueños lo que sea para compensarlos. No me preocupa la publicidad, aunque también podemos meterles un poco de miedo en el cuerpo al respecto. Sólo quiero disponer de un par de horas sin preocuparme de quién estará escuchándonos.
—Daniel —dijo Wells, inseguro todavía—, hace no sé cuánto tiempo que no salgo a cenar. No he salido de esta propiedad desde el viaje a Washington por lo de la medalla de la libertad, y eso fue hace cinco años.
—En ese caso, te sentará bien. Eres dueño de la mitad del mundo… ¿No te apetece verlo de vez en cuando?
A ojos de un extraño —como la camarera que, nada más llegar al trabajo, había descubierto que sólo tendría dos clientes aquella noche y que en ese momento los observaba desde la puerta de la cocina, un apostadero relativamente seguro—, los hombres de la mesa parecían de la misma edad, la suficiente como para estar pensando ya en tener sus primeros nietos. Aunque muy pocos abuelos normales hacían esterilizar a su equipo de seguridad las sillas y mesas que ocupaban o exigían que los platos se preparasen delante de los ojos vigilantes de sus guardaespaldas.
El general era en realidad un hombre de unos setenta años, bien conservado, bajo y corpulento, con la piel bronceada de un tono café cortado a causa de los años pasados en Oriente Próximo. Había sido luchador en la academia militar de aviación y todavía se mantenía arrogante y erguido.
El hombre alto también estaba muy bronceado, aunque el color de su piel se debía a una alteración de la melanina, un protector contra los efectos envejecedores de la luz ultravioleta. Por la rectitud de su espalda y la firmeza de los músculos, la camarera —decepcionada porque no reconocía a ninguno de los dos importantes clientes— pensó que era el más joven. Un error comprensible. Sólo sus movimientos lentos y crispados y el color amarillento de los ojos indicaban el gran número de operaciones y el severo régimen diario que lo mantenían vivo y daban a su actividad cierto parecido con una vida normal.
—Me alegro de haberte hecho caso. —Wells bebió un sorbo de vino, posó la copa y se secó los labios, todo con movimientos lentos y controlados. Parecía frágil como el delicado cristal, un ser de cuento de hadas—. Me alegro de… haber cambiado de aires.
—Sí, y si nuestros chicos cumplen con su deber, aquí podemos hablar con mucha más seguridad que en el Crepúsculo de los Dioses, ese búnker acorazado que tienes debajo de tus oficinas. Además, la comida ha estado bien. No hay salmón como éste en la Costa Oeste… en realidad, no creo que exista siquiera salmón en la Costa Oeste, desde aquel asunto de la plaga. —Yacoubian apartó a un lado el plato con las finas espinas y abrió un puro—. Voy a ir al grano. Ya no me fío del viejo.
—Ten cuidado con la palabra «viejo» —replicó Wells con una sonrisa pequeña y fantasmal.
—No pierdas el tiempo. Sabes a quién me refiero y lo que quiero decir.
El propietario de la compañía tecnológica más potente del mundo se quedó mirando a su compañero de mesa un momento y se giró al acercarse la camarera. Su expresión vaga y distraída se enfrió repentinamente. La joven, que había reunido por fin el valor necesario para abandonar la puerta de la cocina y retirar los platos, se detuvo en seco a pocos pasos de la mesa al ver la expresión de Wells. El general la oyó tomar aire sobresaltada y la miró.
—Ya la llamaremos cuando la necesitemos. Quédese sentada en la cocina o donde quiera. Piérdase.
La camarera desapareció inmediatamente.
—No es ningún secreto que no te cae bien —dijo Wells—, ni tampoco a mí, aunque le tengo un cierto respeto a mi pesar por lo que ha hecho. Pero como ya he dicho, no hay secretos en eso. Entonces, ¿a qué viene tanto rodeo?
—Porque ha habido un fallo. Tienes razón, no me gusta este tipo y, francamente, toda esa fantasmada de Egipto y demás me pone los pelos de punta. Pero si las cosas hubieran salido como estaba planeado, me habría importado un comino.
—¿De qué estás hablando, Daniel? —Wells se había puesto tenso. Sus extraños ojos, como zafiros incrustados en marfil viejo, parecían más intensos aún en medio de su rostro inexpresivo—. ¿A qué te refieres?
—Me refiero al que se escapó… el «sujeto», como lo llama nuestro Amo Sinmiedo. He encargado varias simulaciones a mis hombres… no te preocupes, no les he dado consignas específicas, sólo parámetros generales. Y todos vuelven con el mismo resultado: en síntesis, que no pudo ocurrir accidentalmente.
—Los accidentes no existen. En eso consiste la ciencia, precisamente… Ya te lo he explicado un montón de veces, Daniel. Sólo existen pautas de conducta que todavía no reconocemos.
—No me des lecciones, Wells, maldita sea —replicó Yacoubian arrugando la servilleta—. Te estoy diciendo que no ha sido un accidente, y no me sueltes discursos. Según mis informaciones, alguien ha tenido que intervenir para que sucediera.
—¿Alguien… del grupo? ¿El viejo en persona? Pero ¿por qué? ¿Y cómo, Daniel? Tendrían que haberlo hecho justo delante de mis narices.
—Bien, ¿comprendes ahora por qué no quería hablar en tu oficina?
—Razonamiento circular —replicó Wells sacudiendo la cabeza despacio—. Un accidente sigue siendo lo más probable. Aunque tus chicos de mapas situacionales digan que hay un noventa y nueve coma noventa y nueve de posibilidades a favor de una intervención exterior (y doy los porcentajes por buenos sólo por seguir con el tema), sigue habiendo una posibilidad entre diez mil de que se deba a la casualidad. Por mi parte, nadie duda de que haya sido un accidente, y fueron mis ingenieros los que tuvieron que resolver el problema. Para mi mayor tranquilidad, prefiero pensar que dimos en la diana contra todo pronóstico, lo cual no es tan imposible, que creer que un extraño haya podido entrar en el Proyecto Grial. —Otra sonrisa heladora—. O «Ra», como lo llama nuestro intrépido líder. Sírveme un poco más de vino, por favor. ¿Es chileno?
—Hace años que no salías de tu maldito búnker —replicó Yacoubian al tiempo que le llenaba la copa— y ahora piensas emborracharte a mi costa, adolescente centenario.
—Ciento once, Daniel, casi.
Detuvo la mano con la copa a medio camino de los labios y la dejó en la mesa.
—¡Bob, maldita sea! ¡Es crucial! Sabes de sobra el tiempo y la energía que hemos invertido en esto. Sabes los riesgos que hemos corrido… que corremos incluso en este momento, mientras hablamos.
—Lo sé, Daniel. —La sonrisa de Wells parecía fija, como horadada en la cara de una momia de madera.
—Entonces, empieza a tomar en serio lo que te digo. Ya sé que no tienes a los militares en gran consideración (como todos los de tu generación, que yo sepa) pero si crees que se puede llegar a donde yo estoy sin tener nada en la mollera…
—Siento gran respeto por ti, Daniel.
—Entonces, ¿por qué me miras con esa estúpida sonrisa en la cara cuando quiero que hablemos de una cosa muy importante?
El más alto de los dos cerró los labios en una línea estrecha.
—Porque estoy pensando, Daniel. Ahora, cállate unos minutos.
La camarera, que ya tenía el miedo completamente metido en el cuerpo, pudo recoger los platos por fin. Cuando dejó en la mesa café para los dos clientes y una copa de coñac para el general, Wells la agarró por el brazo. La muchacha dio un respingo y un grito de sorpresa.
—¿Qué haría usted si se perdiera y no supiera cómo había llegado a un sitio ni reconociera los alrededores?
—Yo… —balbució mirándolo con los ojos desmesuradamente abiertos—, ¿cómo dice, señor?
—Ya me ha oído. ¿Qué haría usted?
—¿Si me… perdiera, señor?
—… En un sitio desconocido y no supiera cómo había ido a parar allí. A lo mejor tenía amnesia y no se acordaba de dónde estaba antes.
Irritado, Yacoubian empezó a decir algo, pero Wells lo hizo callar con una mirada. El general puso cara de fastidio y sacó la caja de puros del bolsillo.
—No sé. —La joven quiso erguirse pero Wells la tenía firmemente sujeta por el brazo. Era más fuerte de lo que indicaban sus delicados movimientos—. Supongo que… me pondría a esperar. Me quedaría quieta en un sitio hasta que vinieran a buscarme, tal como enseñan en las guías de niñas.
—Bien —asintió Wells—. Tiene usted un leve acento, querida. ¿De dónde es?
—De Escocia, señor.
—Qué bonito. Seguro que vino después del Gran Desmoronamiento, ¿no? Pero dígame, ¿qué haría si estuviera en una tierra llena de desconocidos y no supiera si vendría alguien a buscarla algún día?
La chica empezaba a asustarse. Apoyó la otra mano en la mesa y respiró hondo.
—Creo que… creo que buscaría una carretera, buscaría gente que hubiera viajado mucho. Preguntaría qué lugares había en los alrededores hasta que reconociera algún nombre. Entonces, supongo que seguiría el camino hasta llegar al sitio que me sonara.
—Hum —musitó Wells con los labios fruncidos—. Muy bien. Es usted una chica muy lista.
—Señor —dijo ella inquisitivamente. Volvió a intentarlo un poco más alto—. Señor.
Wells volvió a exhibir su media sonrisa y tardó unos segundos en responder.
—Dígame.
—Me hace daño en el brazo, señor.
La soltó. La muchacha se fue rápidamente a la cocina sin mirar atrás.
—¿A qué demonios viene eso?
—Sólo quiero saber cómo piensa la gente, la gente normal. —Wells se llevó el café a los labios y bebió con cuidado—. Suponiendo que fuera posible penetrar en el Proyecto Grial, ¿quién sería capaz de soltar allí a ese sujeto concreto? Y no estoy diciendo que haya sido así, Daniel.
El general hincó los dientes en el puro y la punta de la brasa se levantó hasta casi quemarle la punta de la nariz.
—No muchos, desde luego. ¿Alguien de la competencia?
Wells exhibió su perfecta dentadura en una sonrisa totalmente distinta.
—No creo.
—Bueno, ¿quién queda? ¿La Comunidad de las Naciones Unidas? ¿Una de las grandes metrópolis, o un estado importante?
—O alguien de la Hermandad, como ya dijimos antes. Es una posibilidad porque tendría una ventaja a su favor. —Wells se quedó pensando—. Saben lo que buscan. Nadie más sabe que tal cosa existe siquiera.
—O sea, que te has tomado el asunto en serio.
—Naturalmente. —Wells sacó la cucharilla de la taza y contempló el goteo del café—. Ya estaba preocupado antes, pero al hablar de porcentajes, me he dado cuenta de que es arriesgado seguir pasándolo por alto. —Volvió a mojar la cucharilla y luego la dejó gotear sobre el mantel—. No he llegado a comprender por qué el viejo quiso la… modificación, y te aseguro que Telemorphix y yo quedamos muy mal cuando el tipo desapareció del radar. Hasta ahora, he dejado que llevara el asunto el viejo, pero creo que tienes razón… tenemos que protegernos un poco más.
—Ahora hablas en serio. ¿Crees que ese trato con Sudamérica tiene algo que ver? De pronto, demostró un gran interés por quitar de en medio a nuestro viejo amigo. Hace casi cinco años que Bully se retiró de la Hermandad… ¿por qué ahora?
—No lo sé. Lo estudiaremos detenidamente cuando nos devuelva las instrucciones del trabajo. Aunque, en estos momentos, me interesa más descubrir dónde está el agujero de mi valla… si es que lo hay.
Yacoubian terminó el coñac y se chupó los labios.
—No me he traído un escuadrón de seguridad completo sólo para despejar un restaurante, ¿sabes? Pensé que a lo mejor dejaba a unos cuantos trabajando contigo. Dos de mis chicos trabajaban en Pine Gap y otro acaba de salir de la escuela superior de espionaje industrial de Krittapong… sabe hasta los últimos trucos del negocio.
—¿Salió sin más de Krittapong USA y se fue a trabajar contigo? ¿Por un sueldo militar? —cuestionó Wells levantando una ceja.
—No, hombre. Lo reclutamos antes de que empezara a trabajar con ellos. —El general se echó a reír mientras pasaba el dedo por el borde de la copa—. Así que vas a concentrarte en averiguar cómo entraron en el proyecto y soltaron al conejillo de indias del viejo, ¿no?
—Si es que ha entrado alguien… todavía no he dicho que haya sido así. ¡Dios del cielo! Imagínate lo que implicaría que alguien haya podido entrar. Pero sí, ésa será una de las vías de investigación. Además se me ocurre otra cosa necesaria.
—¿Sí? ¿Qué?
—Bueno, ¿quién se ha pasado con la bebida? Si no estuvieras un poco obnubilado, esa cabeza tuya de militar de rango máximo lo vería inmediatamente, Daniel.
—Como si no te hubiera oído. Cuéntame.
Wells puso sobre la mesa las manos juntas; curiosamente, no tenían arrugas.
—Tenemos razones para creer que ha podido producirse un agujero en el sistema de seguridad, ¿no? Y, puesto que la responsabilidad última de la seguridad del Proyecto Grial recae sobre mi organización, no puedo conceder inmunidad a nadie en lo que a sospechas se refiere… ni siquiera a la Hermandad. Ni al viejo en persona. ¿Tengo razón?
—Toda. ¿Y?
—Y creo que ahora me toca a mí (contando con tu ayuda, claro, porque Telemorphix siempre ha mantenido unas cálidas relaciones con el gobierno) localizar no sólo el supuesto agujero del sistema de seguridad sino al propio fugado también. Dentro del sistema. Y si al buscar al fugitivo descubrimos además por qué es tan importante para el viejo, y si resulta perjudicial para los intereses de nuestros apreciados colegas… bien, sería una vergüenza insoslayable, ¿no es así, Daniel?
—Me entusiasma la forma que tienes de pensar, Bob. Siempre te superas.
—Gracias, Daniel.
—¿Por qué no volvemos de un salto? —dijo el general levantándose—. Ésos chicos se mueren por empezar a trabajar en el asunto.
—Gracias por la comida —dijo el más alto, levantándose también pero más despacio—. Hacía mucho que no pasaba una velada tan agradable.
El general Yacoubian presentó su tarjeta en la ventanilla del mostrador y llamó a la camarera agitando una mano alegremente; la muchacha los miraba desde el zaguán como un animal acorralado. El general dio media vuelta y tomó a Wells por el brazo.
—Siempre es agradable reunirse con viejos amigos.
Y el lobo echó a correr para ver si se le caían las piedras ardientes, pero el leñador se las había cosido fuertemente dentro de la barriga. Se fue corriendo al río y estuvo bebiendo hasta que las piedras de la barriga se enfriaron, pero pesaban tanto que lo arrastraron al fondo del agua y allí se ahogó.
Caperucita Roja y su abuelita se abrazaron muy contentas y dieron las gracias al leñador por su gran hazaña. Y, desde entonces, fueron felices para siempre.
—Perdón…
El señor Sellars tosió y estiró la mano hacia el vaso de agua. Christabel se lo acercó.
—El cuento no es así en mis gafas de cuentos —dijo, un tanto preocupada porque los cuentos no podían tener más que un final—. En el cuento verdadero, el lobo pide perdón y promete que no volverá a hacerlo nunca más.
—Bueno —dijo el señor Sellars después de tomar un trago de agua—, las cosas cambian y los cuentos también. Creo que en la versión original, ni siquiera se salvan Caperucita y su abuelita, o sea, que el lobo feroz, menos todavía.
—¿Qué es la visión noriginal?
El señor Sellars sonrió con su retorcida sonrisa.
—Cuando el cuento sucedió por primera vez, o lo que sucedió de verdad y que alguien contó como si fuera un cuento.
—Pero los cuentos no son de verdad —replicó Christabel con el ceño fruncido—; son inventados… por eso debemos tener miedo de los cuentos.
—Pero Christabel, todo viene de alguna parte. —Se giró a mirar por la ventana. Sólo se veía un trocito de cielo entre las hojas densas y enmarañadas que crecían en la ventana—. Todos los cuentos tienen aunque sólo sea una pequeña raíz de realidad.
La muñequera de la niña empezó a parpadear. Frunció el ceño y se levantó.
—Tengo que irme ya. Mañana mi papá no trabaja, por eso nos vamos esta noche, y tengo que prepararme los juguetes y la ropa. —Se acordó de lo que tenía que decir—. Gracias por el cuento, señor Sellars.
—¡Ah! —exclamó él como sorprendido. No dijo nada más hasta que la pequeña volvió a la sala de estar vestida con su ropa normal—. Mi querida amiguita, tengo que pedirte una cosa. No quiero obligarte a que lo hagas y lo siento muchísimo.
Christabel no sabía a qué se refería, pero le pareció triste. Se quedó quieta, esperando, chupándose un dedo.
—Cuando vuelvas del viaje, te pediré que me hagas unos favores. Algunos te parecerán cosas malas y a lo mejor te asustas.
—¿Duelen?
—No. No te haría nada que te doliera, mi querida Christabel. Eres una amiga muy importante para mí. Pero son secretos, el secreto más importante que tendrás que guardar en tu vida. ¿Lo entiendes?
La niña asintió con los ojos muy abiertos. El señor Sellars hablaba muy en serio.
—Bien; ahora vete y pasa un buen fin de semana con tu familia. Pero por favor, ven a verme en cuanto puedas después. No sabía que ibas a marcharte y temo que… —se le quebró la voz—. ¿Vendrás a verme en cuanto puedas? ¿Volverás el lunes?
La niña asintió con un gesto.
—Volvemos el domingo por la noche, me lo dijo mi mamá.
—Bien. En fin, más vale que te marches ya. Que te diviertas.
Christabel se dirigió a la puerta pero se volvió antes de llegar. Su amigo la miraba fijamente. Su cara, rara como si se deshiciera, tenía una expresión muy apenada. Echó a correr hacia él otra vez, se inclinó sobre el brazo de la silla y le dio un beso. Le notó la piel fría y más suave que la de su padre, que rascaba.
—Adiós, señor Sellars.
Cerró la puerta deprisa para que no se escapara el aire húmedo. Echó a correr camino abajo y él le dijo algo, pero no lo entendió a causa de los gruesos cristales.
Salió de Beekman Court andando despacio y pensando. El señor Sellars siempre la trataba muy bien, era su amigo, aunque sus padres no la dejaban ir nunca a su casa. Pero le había dicho que iba a pedirle que hiciera cosas malas. Ella no sabía qué cosas malas serían, pero se le revolvía el estómago de pensarlo.
¿Serían cosas malas pequeñas, como lo del jabón? Eso no tenía importancia porque no lo habían descubierto y no la habían reñido, y, además, no era como robarlo en una tienda o en casa de otra persona. ¿O serían cosas malas de otra clase, las malas, malas de verdad como subir al coche de un desconocido, que a su madre siempre le preocupaba tanto cuando hablaban de eso, o un secreto malo y lioso como el que el amigo de papá, el capitán Parkins, le hizo una vez a la señora Parkins y ella vino a casa llorando? Ésas cosas malas nunca se las explicaba nadie, sólo ponían cara de enfadados y decían «ya sabes», o hablaban de ellas cuando Christabel se iba a dormir.
En realidad, tampoco le habían explicado nunca por qué no podía ir a ver al señor Sellars. Su madre y su padre le habían dicho que no estaba bien y que no tenía que recibir visitas, y menos aún de niños, pero el señor Sellars le había dicho que en realidad no era cierto. Pero entonces, ¿por qué sus padres no le permitían visitar a un anciano bueno y solo? No lo entendía.
Muy preocupada, atajó por el césped de la esquina y salió a Redland. Oyó ladrar a un perro en la casa y pensó que ojalá ella tuviera uno, un perrito blanco de orejas saltarinas. Así tendría un amigo con quien hablar. Portia era amiga suya, pero a Portia sólo le gustaba hablar de juguetes y de «Tío Jingle» y de lo que decían otras niñas de la escuela. El señor Sellars también era amigo suyo, pero si iba a pedirle que hiciera cosas malas, a lo mejor no era tan buen amigo.
—¡Christabel!
Levantó la mirada con un respingo. Un coche se detuvo a su lado y la portezuela se abrió. La niña lanzó un grito y saltó hacia atrás: ¿sería eso lo malo a que se refería el señor Sellars, ir a buscarla así? ¿La peor de todas las cosas?
—Christabel, ¿qué haces? Soy yo.
La niña se agachó un poco a ver quién iba en el coche.
—¡Papá!
—Entra, te llevo a casa.
La niña subió al vehículo y abrazó a su padre. Todavía olía un poco a afeitado. Llevaba traje, así que supo que volvía del trabajo. Se sentó y el cinturón de seguridad se abrochó automáticamente.
—No quería asustarte, hija mía. ¿De dónde venías?
Abrió la boca pero se detuvo en seco a pensar un momento. Portia vivía en la dirección contraria.
—Fui a jugar con Ofelia.
—¿Con Ofelia Weiner?
—Ajá.
Dio unas patadas suaves y observó los árboles que pasaban por encima del parabrisas. Los árboles empezaron a pasar más despacio hasta que el coche se paró. Christabel miró por la ventanilla lateral pero todavía estaban en Stillwell, a dos manzanas de casa.
—¿Por qué nos paramos aquí?
Su padre le levantó la barbilla con un gesto brusco y le volvió la cara para que lo mirase de frente. Tenía el ceño fruncido.
—¿Estabas jugando con Ofelia Weiner ahora mismo? ¿En su casa? —preguntó su padre hablando despacio y asustándola un poco. La niña asintió—. Christabel, a la hora de comer, llevé al señor y a la señora Weiner y a Ofelia en coche al aeropuerto. Se han ido de vacaciones, igual que haremos nosotros. ¿Por qué me has mentido? ¿Dónde has estado?
Ahora también le daba miedo la cara que ponía, sabía que esa cara tan silenciosa y enfadada significaba que ella había hecho algo malo. Era cara de azotes. Se le nubló la vista porque empezó a llorar.
—Perdona, papá, perdona.
—Dime la verdad, Christabel.
Estaba seriamente asustada. Le habían prohibido ir a casa del señor Sellars y, si se lo decía a su padre, la reñiría mucho… seguro que le daba una azotaina. Y a lo mejor también reñía al señor Sellars. ¿Le darían una azotaina a él? Era tan pequeño y estaba tan débil que seguro que le harían mucho daño. Pero el señor Sellars le había dicho que quería que hiciese cosas malas, y ahora su padre estaba enfadado. Qué difícil era pensar. No podía dejar de llorar.
—Christabel Sorensen, no nos moveremos de aquí hasta que me digas la verdad. —Le puso la mano en la cabeza—. Oye, no llores. Yo te quiero mucho pero necesito saber la verdad. Siempre es mucho mejor decir la verdad.
Pensó en el señor Sellars, en el aspecto tan raro que tenía y lo triste que se había quedado. Pero su padre estaba justo a su lado y la maestra de la escuela dominical siempre decía que las mentiras eran pecado y que los mentirosos iban al infierno y se quemaban. Respiró hondo y se limpió la nariz y el labio superior. Tenía la cara llena de churretes y mojada.
—Fui… a ver a…
—Sigue.
Su padre era tan grande que tocaba el techo del coche con la cabeza. Era grande como un monstruo.
—A… una señora.
—¿Qué señora? ¿Qué te pasa, Christabel?
Era una mentira enorme —muy mala—, tanto que apenas podía decirla. Tuvo que volver a tomar aire.
—Tiene un pe… pe… perro. Y me deja jugar con el perro. Se llama Mi… Mi… Mister. Y sé que mamá dice que no puedo tener un perro, pero es que yo lo quiero, yo quiero mucho tener un perro. Y pensaba que ibas a decirme que no podía ir allí nunca más.
Se quedó tan sorprendida al oír una mentira tan enorme saliendo de su propia boca que empezó a llorar otra vez, y muy fuerte. Su padre la miraba con tanta severidad que tuvo que apartar la vista. El padre le levantó la barbilla de nuevo y le giró la cara suavemente.
—¿Me has dicho la verdad?
—Lo juro, papá. —Sorbió y sorbió hasta que el llanto aflojó un poco, pero todavía tenía la nariz llena de agüilla—. Te he dicho la verdad.
—Bueno —dijo el padre arrancando el coche otra vez—; estoy muy enfadado contigo, Christabel. Ya sabes que siempre tienes que decirnos adonde vas, aunque no salgas de la base. Y no vuelvas a mentirme nunca jamás. ¿Lo has entendido?
Se limpió la nariz otra vez. Tenía la manga mojada y pegajosa.
—Sí, papá.
—Un perro. —Giró por Windicott—. De todas las tonterías posibles… En fin, ¿cómo se llama esa señora?
—No… no lo sé. Es una señora mayor, como mamá.
Su padre soltó una carcajada.
—¡Caramba! Eso tendré que ahorrárselo. —Volvió a poner cara de cascarrabias—. Bien, creo que no voy a darte una azotaina esta vez porque al final me has dicho la verdad, y eso es lo más importante. Pero primero dijiste una mentira y saliste de casa sin decir adonde ibas. Creo que cuando volvamos de Connecticut te quedarás en casa unos días. Una o dos semanas. Es decir, castigada sin salir… no irás a jugar con Portia ni a casa de la señora mayor que tiene un perro que se llama Mister. ¿Te parece justo?
Christabel era un caos de sensaciones diferentes: una sensación de vértigo que la asustaba, una molesta sensación en el estómago y una sensación emocionante de secretos. Tenía las tripas revueltas, como doloridas. Volvió a sorber y se restregó los ojos.
—Me parece justo, papá.
El corazón se le aceleró. La tormenta de arena que había barrido el desierto brevemente empezaba a aflojar y, entre las ráfagas moribundas, entrevió la silueta grande y achaparrada de un templo.
Era enorme y curiosamente bajo, una gran valla de columnas, una sonrisa inmensa plantada en la vasta cara muerta del desierto. El propio Osiris lo había diseñado así y, al parecer, al otro le convenía. Era la décima vez que iba, y el templo seguía como siempre.
La gran barca se deslizó lentamente hacia el amarradero. Unas figuras con inflados atavíos blancos y el rostro cubierto por velos de muselina blanca cogieron la cuerda lanzada por el capitán y acercaron la barca a la orilla. Una hilera de músicos, también sin rostro, apareció de pronto a ambos lados de la calle tañendo arpas o tocando flautas.
Osiris agitó la mano. Aparecieron doce musculosos esclavos nubios en taparrabos, oscuros como el hollejo de las uvas negras y sudando bajo el calor del desierto. En silencio, se agacharon, levantaron la litera de oro del dios y la transportaron muelle abajo en dirección al templo.
Cerró los ojos para que el suave balanceo lo sumiera más aún en su estado contemplativo. Tenía varias preguntas que hacer, pero no sabía cuántas lograría formular, así que debía determinar previamente cuáles eran las más importantes. Los músicos tocaban a su paso y cantaban también, un murmullo suave que subía y bajaba ensalzando las glorias de la Enéada y, sobre todo, de su dueño y señor.
Abrió los ojos. El macizo templo parecía alzarse del desierto a medida que se aproximaba, agrandándose por los lados hasta ocupar todo el horizonte. Casi notaba la cercanía de su inquilino… de su prisionero. ¿Sería sólo la fuerza de la anticipación unida al hecho de recorrer el camino de siempre, o podría el otro hacerse notar a través de los muros supuestamente inquebrantables del nuevo mecanismo? A Osiris no le gustó la idea.
La litera subió lentamente por la rampa hasta que el gran río se redujo a un mero hilo marrón lodoso. Los nubios que la transportaban jadeaban discretamente… un detalle nimio, pero Osiris era un maestro de los detalles y se deleitaba en esas sutiles pinceladas de autenticidad. No eran más que muñecos, claro está, y en realidad no llevaban peso alguno. Ciertamente, no jadeaban por voluntad propia, como tampoco pedirían jamás el traslado a otra simulación.
Los esclavos lo llevaron por la inmensa puerta hasta las frescas sombras de la antecámara, un vestíbulo soportado por numerosas columnas altas. Estaba todo pintado de blanco y cubierto de palabras mágicas que calmaban y hacían contenerse a los habitantes del templo. Una figura yacía postrada en el suelo ante él y ni siquiera levantó la cabeza cuando la música de la procesión del dios alcanzó un punto febril y fue suprimida de súbito. Osiris sonrió. Ése gran sacerdote era una persona de verdad, un ciudadano, como se decía curiosamente. El dios lo había escogido con gran cuidado, pero no por sus cualidades interpretativas, y se alegró de comprobar que, cuando menos, recordaba la forma correcta de comportarse.
—Levántate —dijo—. Estoy aquí.
Los porteadores se quedaron de pie resueltamente, sujetando la litera sin temblar. Una cosa era simular en los nubios la fragilidad humana cuando estaban en movimiento y otra muy distinta, oscilar de lado a lado en el momento de encontrarse frente a frente con un subalterno vivo, como los iconos de los santos italianos cuando los llevan por calles inclinadas. El balanceo no inspiraba dignidad.
—¡Oh, Señor de la Vida y de la Muerte, por cuya mano germina la simiente y los campos se renuevan! Tu servidor te da la bienvenida.
El sacerdote se levantó e hizo varias reverencias ceremoniales.
—Gracias. ¿Cómo está hoy?
El sacerdote cruzó los brazos sobre el pecho abrazándose a sí mismo como para darse calor. El dios interpretó el gesto como un malestar físico auténtico, no una respuesta a la simulación: atento siempre a los detalles, Osiris mantenía el templo a la temperatura del desierto.
—Está… activo, señor —contestó el sacerdote—. Quiero decir, ¡oh, señor! Ha subido las lecturas a la altura en que se mantienen desde hace un tiempo. Quise bajar la temperatura del contenedor unos pocos grados, pero si nos enfriamos un poco a lo mejor lo perdemos del todo. —El sacerdote se encogió de hombros—. Sea como fuere, he preferido hablar primero con usted.
Osiris frunció el ceño, pero sólo por el lenguaje anacrónico del sacerdote. Era imposible que los técnicos tuvieran presente mucho tiempo el lugar en que se encontraban… o mejor dicho, donde se suponía que estaban; de todos modos, ese sacerdote era de los mejores que había encontrado y no quedaba más remedio que mostrarse indulgente.
—Has hecho bien. No ajustes la temperatura. Es posible que se haya puesto nervioso porque sabe que llego. Si continúa muy activo cuando yo termine… bien, ya veremos.
—Adelante pues, señor. He abierto la conexión.
El sacerdote se retiró del camino.
Osiris hizo un gesto y fue transportado al umbral de piedra donde habían tallado el gran cartucho de lord Set con jeroglíficos tan altos como los porteadores nubios. Hizo otro gesto, la música cesó y la puerta se abrió. El dios abandonó la litera y pasó el zaguán flotando hasta la oscura caverna del otro lado.
Voló hacia el inmenso sarcófago de mármol negro, que permanecía aislado en medio de la cámara toscamente abierta y vacía, con la tapa tallada en forma de figura durmiente, un cuerpo humano y una cabeza de bestia irreconocible. Se quedó flotando por encima un momento, reordenando sus pensamientos. Por la rendija entre la tapa y el sarcófago se colaba una luz anaranjada a modo de saludo.
—Aquí estoy, hermano mío —dijo—. Aquí estoy, lord Set.
Se oyó un siseo crujiente y un ruido rasposo que hizo daño a los oídos del dios. Cuando llegaron las palabras, casi no podía reconocerlas.
—… No… hermano… —Se produjo otra interferencia—. Tiyuh… la hora… muy despacio. Despaciooo. Quiero… quiero…
Como siempre, Osiris notó los síntomas de malestar que le enviaba su cuerpo real, lejos de allí y a salvo en su baño balsámico. Era miedo, puro miedo que se apoderaba de él, que le ponía los nervios de punta y le hacía temblar. Siempre le pasaba lo mismo, cada vez que oía ese graznido inhumano.
—Sé lo que quieres. —Se obligó a tener presente lo que había venido a hacer—. Intento ayudarte. Sé paciente.
—… Oigo… ruido de sangre… Hue… hue… huelo voces… quiero luz.
—Te daré lo que quieres, pero tienes que ayudarme. ¿Te acuerdas de nuestro trato?
Se oyó un gemido profundo y húmedo. El sarcófago brilló un momento ante los ojos del dios en átomos independientes que se separaban como un diagrama al estallar. Dentro, en una oscuridad más negra que la normal, algo ardía con débil luz propia y se retorció convulso como un animal. El perfil cambió de nuevo un momento y el dios creyó ver un único ojo que miraba al otro lado del caos arremolinado. Luego, la visión entera tembló y el sarcófago apareció en su sitio, tan sólido y negro como la ingeniería de la simulación podía crearlo.
—… Recuerdo… trampa…
Si pudiera decirse que la voz purulenta y rasposa tenía matices, el otro habría hablado casi con resentimiento, aunque una furia más honda parecía borbotear por debajo, un pensamiento que a Osiris le provocó deseos inmediatos de tragar saliva.
—No hubo trampa alguna. No estarías vivo sin mi intervención pero tampoco recobrarás nunca la libertad sin mi ayuda. Ahora, tengo que hacerte unas preguntas.
Se produjo otro cúmulo de ruidos discordantes. Cuando cesó, se oyó de nuevo la voz que pulverizaba y rascaba.
—… Pájaro… de… tu jaula. Principal… y el que corría…
El ruido se hizo ininteligible.
—¿Cómo? ¿Qué quiere decir eso?
El sarcófago se estremeció. Por una fracción de segundo, adquirió más caras de lo normal, demasiadas esquinas. La voz daba sacudidas y se arrastraba como un motor con las pilas bajas.
—… Del otro lado… las voces… pronto. Vienen.
El temor y la frustración se mezclaban en los sentimientos del dios.
—¿Quién viene? ¿Del otro lado? ¿Qué significa eso?
Después, la voz sonó casi humana… más cercana que nunca.
—Del otro… lado… de… todo.
Se rio, al menos así lo interpretó Osiris, como un masticar profundo y saturado que de súbito se convirtió en aullido, en un tono sostenido casi inaudible.
—Tengo más preguntas —gritó el dios—. Debo tomar decisiones importantes. Si no cooperas, puedo retrasar las cosas cuanto desee. —Pensó en una amenaza adecuada—. ¡Puedo dejarte así para siempre!
Por fin, volvió y habló con él. Al final, respondió varias preguntas, pero no siempre de forma útil al dios. En medio de las pocas frases comprensibles, gritaba, siseaba, e incluso aullaba como un perro. En una ocasión, le habló con la voz de una persona a la que había conocido y que ya había muerto.
Cuando la audiencia terminó, el dios no se preocupó de la litera ni de los porteadores, ni siquiera del gran río. Se fue directa e instantáneamente a su salón de la Antigua Abydos, apagó todas las luces, expulsó a todos los sacerdotes y se sentó un largo rato en silencio en la oscuridad.