PROGRAMACIÓN DE LA RED/MÚSICA: Zumbido «mayor que nunca».
(Imagen: un ojo). Voz en off. La música zumbido ganga será «mayor que nunca» este año, según uno de sus más destacados representantes.
(Imagen: mitad de la cara, dientes brillantes). Ayatollah Jones, vocalista e instrumentista de neurocítara del grupo de zumbido Your First Heart Attack, nos dijo: JONES: Nosotros… va… a ser… grande. Recontragrande. Grande como…
(Imagen: dedos enlazados, muchos anillos, maquillaje de telaraña). JONES: …como nunca. No miento. Grande de verdad.
Christabel Sorensen no sabía mentir pero iba mejorando con la práctica.
En realidad, no era una niña mala, aunque en una ocasión se le murieron los peces porque se le olvidó darles de comer durante unos cuantos días. Tampoco se consideraba mentirosa, sólo que a veces… era más fácil no decir la verdad. De modo que, cuando su madre le preguntó adonde iba, contestó con una sonrisa:
—Portia tiene El País de las Nutrias. Es nuevo y parece que estés nadando de verdad, pero se puede respirar; además, están el rey nutria y la reina nutria…
Su madre levantó una mano para que se ahorrara más explicaciones.
—¡Suena divertido, hija mía! No tardes en volver porque hoy papá viene pronto a cenar.
Christabel sonrió. Su padre trabajaba mucho, según decía siempre su madre. Tenía un trabajo importante, era supervisor de seguridad de la base aunque no sabía en qué consistía eso exactamente. Era como una especie de policía pero del ejército, y no llevaba uniforme como los soldados de las películas.
—¿Hay helado de postre?
—Si vuelves a tiempo para ayudarme a pelar los guisantes, tomaremos helado de postre.
—Vale.
Christabel salió alegremente. Sonrió al oír el peculiar ruido de la puerta, que se cerraba herméticamente; era como si la succionaran, y le hacía mucha gracia.
Sabía que la base no era como las ciudades de la gente que veía en los programas de la red ni como las de otras partes de Carolina del Norte, aunque no sabía por qué. Había calles, árboles, un parque y una escuela, bueno, dos, en realidad, porque había una para hombres y mujeres mayores de la base y otra para los hijos de los que vivían en la base, como ella. Los padres y las madres iban a trabajar con ropa normal, conducían, segaban el césped, iban a cenar unos a casa de otros y hacían fiestas y parrilladas en el jardín. Sin embargo, en la base había algunas cosas que no tenían la mayoría de las ciudades —una alambrada eléctrica doble que la rodeaba entera y la protegía de la bulliciosa ciudad de chabolas que había al otro lado de los árboles y tres casetas que se llamaban puntos de control, por donde tenían que pasar todos los coches que entraban— pero eso no le parecía suficiente como para que fuera una base en vez de un sitio normal donde vivir. Sus compañeros del colegio siempre habían vivido en bases, igual que ella, y opinaban lo mismo.
En la calle Windicott torció a la izquierda. Si de verdad fuera a casa de Portia, habría torcido a la derecha, y se alegró de que la esquina no se viera desde su casa, por si su madre estaba mirando. Era una sensación rara, decir a su madre que iba a un sitio cuando en realidad iba a otro. No estaba bien y lo sabía, pero no era tan malo y sí muy emocionante. Cada vez que lo hacía, se sentía diferente y temblaba toda por dentro, como un potrillo que había visto en la red y que casi no se sostenía de pie.
De la calle Windicott se dirigió a Stillwell saltando alegremente un trecho, con cuidado de no tropezar en las grietas de la acera, y giró por Redland. En esa parte, las casas eran bastante más pequeñas que la suya y algunas, tristes. El césped era corto en los jardines, igual que en toda la base, pero parecía que fuera corto porque no podía crecer más, incluso había trozos secos; muchas casas estaban sucias y un poco despintadas y se preguntó por qué la gente que vivía en ellas no las limpiaría o las pintaría para que parecieran nuevas. Cuando ella tuviera su propia casa algún día, la pintaría de un color diferente cada semana.
A lo largo de la calle Redland fue pensando en los diferentes colores que podrían tener las casas; luego, cruzó el puente que pasaba sobre el arroyo dando saltos otra vez —le gustaba el patum, patum que hacía— y bajó rápidamente por Beekman Court, donde los árboles eran muy tupidos. Aunque la casa del señor Sellars estaba muy cerca de la valla que señalaba las afueras de la base, casi no se veía porque los árboles y los matorrales la tapaban.
Ése detalle fue lo primero que le llamó la atención sobre la casa: los árboles. En el jardín trasero de la casa de sus padres había sicomoros y, frente a la ventana principal, un abedul con la corteza como papel; pero la del señor Sellars estaba completamente rodeada de árboles; había tantos que ocultaban la casa por completo. La primera vez que la vio —ayudando a Ophelia Weiner a buscar a su gato Dickens, que se había escapado—, le pareció como sacada de un cuento de hadas. Cuando volvió allí más tarde y subió por el retorcido sendero de gravilla, casi esperaba que fuera una casita de mazapán. No fue así, claro está, era una casa como todas las demás, pero muy interesante de todos modos.
También el señor Sellars era un señor muy interesante. Christabel no entendía por qué sus padres no querían que volviera nunca más a esa casa, ni tampoco se lo explicaban. Es verdad que daba un poco de miedo, pero él no tenía la culpa.
Dejó de saltar para disfrutar mejor del crujido que hacía la gravilla del sendero al pisarla. Era una tontería tener ese sendero para vehículos, porque el coche grande que había en el aparcamiento hacía años que no se movía de allí. El señor Sellars ni siquiera salía de su casa. Un día, le preguntó por qué tenía coche y él se echó a reír un poco triste y le dijo que formaba parte de la casa. «Si me porto muy bien —le dijo—, a lo mejor un día me dejan subirme al Cadillac, pequeña Christabel. Cerraré la puerta de ese aparcamiento con siete cerrojos y me marcharé a casa en coche».
Lo tomó a broma aunque realmente no había entendido lo que quería decir. A veces, los adultos explicaban chistes así, pero por otra parte, casi nunca se reían de los que contaba el Tío Jingle en el programa de la red, y ésos sí que eran graciosos (y algo traviesos también, aunque no sabía exactamente por qué), tan graciosos que a ella a veces se le escapaba el pipí de tanto reír.
Para llamar al timbre, tuvo que apartar un helecho que tapaba casi todo el porche y esperar mucho rato. Por fin, oyó la extraña voz del señor Sellars al otro lado de la puerta, que era como un silbido suave.
—¿Quién es?
—Christabel.
La puerta se abrió y salió una bocanada de aire húmedo mezclado con un olor intenso y verde de plantas. La niña se apresuró a entrar para que el señor Sellars pudiera cerrar enseguida. En una ocasión, le había explicado que era malo para él que la humedad se escapara.
—Bien, pequeña Christabel —parecía muy contento de verla—, ¿a qué se debe tan grata sorpresa?
—Le dije a mamá que iba a casa de Portia a jugar con El País de las Nutrias.
El hombre asintió. Era tan alto y estaba tan encorvado que a veces, cuando asentía así, subiendo y bajando la cabeza con tanta fuerza, Christabel pensaba que se iba a hacer daño en el cuello, porque lo tenía muy delgado.
—Entonces, la visita no será muy larga, ¿verdad? Pero vamos a hacer las cosas como es debido. Ya sabes dónde cambiarte, creo que hay una prenda que te sentará bien.
Apartó la silla de ruedas del medio y la niña cruzó decidida el recibidor. El señor Sellars tenía razón. No podían estar mucho rato porque, si no, a lo mejor su madre llamaba a casa de Portia para que volviera a ayudarla con los guisantes. Y entonces tendría que inventar una excusa de por qué no había ido a jugar con El País de las Nutrias. Ésa era la desventaja de decir mentiras: si empezaban a comprobar cosas, todo se complicaba mucho.
El vestidor, como todas las habitaciones de la casa, estaba lleno de plantas. Nunca había visto tantas juntas, ni siquiera en casa de la señorita Gullison; la señorita Gullison siempre presumía de sus plantas y decía que le daban mucho trabajo, aunque se lo hacía todo un señor bajito y moreno que iba a su casa dos veces a la semana a podar, regar y cavar lo que hiciera falta. Las plantas del señor Sellars tenían toda el agua que necesitaban pero nunca las podaban; crecían y crecían sin parar. A veces, Christabel se preguntaba si llegarían a llenar la casa entera algún día y el extraño viejecito tendría entonces que marcharse.
Encontró un albornoz de su talla colgado de la percha, detrás de la puerta. Se quitó rápidamente los pantalones cortos, la camisa, los calcetines y los zapatos y los dejó en la bolsa de plástico, tal como le había enseñado el señor Sellars. Al agacharse para dejar el último zapato, un helecho le rozó la espalda y ella gritó.
—¿Te pasa algo, pequeña Christabel? —preguntó el señor Sellars desde fuera.
—Sí. Una planta me ha rozado.
—Seguro que no —contestó fingiendo enfado, pero ella sabía que era una broma—. Mis plantas son las mejor educadas de toda la base.
Se ató el cinturón del albornoz de felpa y se calzó unas chancletas.
El señor Sellars estaba sentado en su silla junto a la máquina que llenaba el aire de humedad. Levantó la mirada al verla entrar y su cara torcida esbozó una sonrisa.
—¡Ah! Me alegro de verte.
La primera vez que lo vio, su cara le había asustado. No sólo la tenía arrugada como su abuela, parecía como deshecha, como la cera derretida que cae por los lados de una vela. No tenía pelo y las orejas no eran más que una especie de nudos a cada lado de la cabeza. Aquél mismo día, él le dijo que era normal asustarse, que sabía lo feo que era. Le contó que había tenido un accidente de avión y se había quemado con el carburante, y que no le importaba que lo mirara fijamente; ella lo miró fijamente y, durante varias semanas, veía en sueños su cara de muñeca derretida. Pero era muy bueno y Christabel sabía que estaba muy solo. ¡Qué triste ser viejo y tener una cara en la que todo el mundo se fija y de la que todos se ríen, y tener que estar en una casa donde el aire es siempre frío y húmedo para que la piel no le duela! Merecía tener un amigo. A ella no le gustaba decir mentiras, pero ¿qué otra cosa podía hacer? Sus padres le habían prohibido ir a verlo pero no le habían dicho por qué. Christabel ya era casi mayor y quería saber los porqués de las cosas.
—Bueno, pequeña Christabel, cuéntame cosas del mundo —dijo el señor Sellars, sentado en medio del chorro de humedad que lanzaba la máquina.
Christabel le habló de la escuela, de Ophelia Weiner, a la que admiraba mucho porque tenía un vestido Nanoo que cambiaba de color y de forma al tirar de él, y sobre el juego El País de las Nutrias.
—… ¿Y sabes cómo averigua el rey nutria si has pescado un pez? ¡Oliéndote!
Miró al señor Sellars, que parecía una máscara, con los ojos cerrados y la cara sin pelo y llena de bultos. Empezaba a preguntarse si se habría dormido cuando, de pronto, abrió los ojos otra vez. Eran de un color muy curioso, amarillos, como los del gato Dickens.
—Lo siento pero no sé cómo funciona el reino de las nutrias, mi querida amiga. Un fallo, lo reconozco.
—¿No existía cuando eras pequeño?
—No —dijo con una risa como un suave arrullo de paloma—, no teníamos juegos como El País de las Nutrias.
Al mirarle a la cara, tan arrugada, sintió algo parecido al cariño que sentía por sus padres.
—¿Daba miedo ser piloto en aquellos tiempos?
—A veces sí —dijo, borrada la sonrisa—, y a veces me encontraba muy solo, pero me educaron para ser piloto, Christabel. Lo supe desde que… desde que era muy pequeño. Era mi deber y me sentía orgulloso de hacerlo. —Su cara adquirió una expresión rara; se agachó a manipular el humidificador—. Pero había algo más. Escucha este poema:
… Ni la ley ni el deber me hicieron luchar,
ni los políticos ni las masas enardecidas,
un solitario impulso de gozar
me empujó al tumulto de las nubes;
todo lo sopesé, todo lo tuve en cuenta,
los años venideros parecían un derroche de aliento
un derroche de aliento los años pasados
en equilibrio con esta vida, con esta muerte.
Tosió.
—Yeats. Nunca es fácil decir con precisión lo que nos hace escoger una cosa. Sobre todo si elegir nos asusta.
Christabel no sabía qué era un «yeits» ni entendió el poema, pero no le gustaba ver triste al señor Sellars.
—Cuando sea mayor, seré médico —dijo. Unos meses atrás, pensaba en ser ciberbailarina o cibercantante, pero había tomado otra decisión—. ¿Sabes dónde pienso abrir mi consultorio?
—Me encantaría saberlo… —el viejo sonreía otra vez—, pero ¿no se está haciendo un poco tarde?
Christabel miró hacia abajo; la pulsera parpadeaba.
—Tengo que ir a cambiarme —dijo, poniéndose de pie de un brinco—, pero quería que me contaras más cosas.
—La próxima vez, pequeña. No quiero que tu madre te riña; no me gustaría nada quedarme sin tu compañía.
—¡Quería que acabaras de contarme el cuento de Pedro!
Volvió enseguida al vestidor y se puso su ropa. La bolsa de plástico había evitado que se mojara, como estaba previsto.
—¡Ah, sí! —dijo el señor Sellars cuando la niña salió ya cambiada—. ¿En qué momento dejamos a Pedro?
—Había trepado por la habichuela y estaba en el castillo del gigante —contestó, ligeramente ofendida por el despiste del señor Sellars—. ¡Y el gigante estaba a punto de volver!
—Cierto, estaba a punto de regresar. Pobre Pedro. Bien, ahí empezaremos el próximo día que vengas a verme. Ahora, en marcha.
Le dio una palmada cariñosa en la cabeza. Christabel pensó que, por la cara que ponía, debía de hacerse daño cada vez que la tocaba, pero siempre le daba una palmada.
Ya había abierto la puerta cuando se acordó de una cosa que quería preguntarle sobre las plantas. Dio media vuelta y volvió, pero el señor Sellars había cerrado los ojos de nuevo y se había hundido en su silla. Movía despacio los largos y delgados dedos, como si pintara con ellos en el aire. Se quedó mirándolo un momento —nunca le había visto hacerlo y pensó que tal vez se tratara de un ejercicio especial para los dedos— y de pronto se dio cuenta de que las nubes de humedad empezaban a escaparse hacia el exterior, hacia la calurosa tarde. Salió inmediatamente y cerró la puerta tras de sí. Ésos ejercicios, si es que lo eran, parecían muy íntimos y le dieron un poco de miedo.
Súbitamente, se acordó de que, cuando uno se conectaba a la red, tenía que mover las manos como hacía el señor Sellars, pero él no tenía un casco puesto ni un cable en el cuello, como los hombres que trabajaban con su padre. Sólo tenía los ojos cerrados.
La pulsera parpadeaba cada vez más deprisa; Christabel sabía que faltaban sólo unos minutos para que su madre llamara a casa de Portia, de modo que no perdió el tiempo al volver a pasar por el puente.