19. Fragmentos

PROGRAMACIÓN DE LA RED/NOTICIAS: Tormenta a cubierto causa tres víctimas.

(Imagen: restos del desastre en la playa, cúpula desgajada en lo alto). Voz en off: Accidente en una playa artificial cubierta de Bournemouth (Inglaterra) debido a un fallo técnico; mueren tres personas y catorce más permanecen hospitalizadas.

(Imagen: Bubble Beach Park en un día de actividad normal). Un fallo en el funcionamiento de las máquinas de oleaje y el derrumbamiento del techo abovedado del edificio han sido el desencadenante de lo que un testigo presencial calificó de «tsunami a cubierto», que terminó con el balance de tres ahogados y numerosos heridos después de que unas olas de casi cinco metros de altura anegaran la playa artificial. No se ha descartado la posibilidad de un sabotaje…

Lo evitó durante dos días pero ya no podía resistir más. La muerte de la doctora la había dejado en el aire. Era necesario buscar ayuda, y un recurso como ése no podía dejarse de lado, por mucho que lo prefiriera. Al menos ahora podría hacerlo desde el trabajo, lo cual no era tan desagradable como verse rodeada de la miseria del refugio. No se atrevió a cerrar la imagen… sería como admitir algo, o al menos así podría interpretarse, como si estuviera hecha un adefesio o fuera incapaz de mirarlo a la cara.

Renie ladeó la multiagenda para que su imagen quedara, al menos, delante de la pared menos atiborrada, cerca de la única maceta que había sobrevivido en la asfixiante atmósfera del despacho. Sabía el número… lo había averiguado el día de la muerte de Susan por hacer algo, por mantenerse activa; pero incluso en aquellos momentos ya sabía que si lo encontraba no tendría más remedio que utilizarlo.

Encendió un cigarrillo, echó otro vistazo general al despacho para asegurarse de que las lentes de gran angular de la multiagenda no recogieran nada patético y respiró hondo. Entonces, llamaron a la puerta.

—¡Mierda! ¡Adelante!

—¡Hola, Renie! —saludó !Xabbu asomando la cabeza—. ¿No es un buen momento para visitas?

Renie sintió la tentación de aprovechar la circunstancia para abandonar el asunto.

—No, entra. —¡Qué vergüenza, utilizar semejantes excusas!—. En realidad no es buen momento, no. Tengo que hacer una llamada telefónica que no me apetece nada. Pero es mejor que la haga. ¿Vas a quedarte un rato por la facultad?

—He venido a verte —respondió con una sonrisa—. Esperaré.

Al principio, creyó que tenía intenciones de esperar en el despacho —una perspectiva halagüeña de verdad— pero el hombrecillo la saludó con un gesto de la cabeza y se retiró cerrando la puerta tras de sí.

—Bien.

Dio otra calada al cigarrillo. En teoría, eran bastante inofensivos pero, si fumaba muchos más ese día, ardería por dentro, un caso auténtico de combustión humana espontánea. Marcó el número.

El recepcionista no dio paso a la señal visual, lo cual a ella no le importó.

—Quisiera hablar con el señor Chiume. De parte de Renie. Irene Sulaweyo.

Aunque no le gustara nada su nombre completo (se lo habían puesto en honor de una tía abuela inmensamente gorda e inmensamente cristiana), podía ser la forma de marcar un tono apropiado de distancia entre adultos.

Recibió contestación tan rápidamente que la sorprendió; la imagen apareció bruscamente como si el hombre hubiera salido de un armario.

—¡Renie! ¡Qué sorpresa tan agradable! ¿Qué tal estás? ¡Te encuentro fenomenal!

Del Ray tenía buen aspecto, y tal vez por eso sacó el tema a relucir: un corte de pelo moderno aunque ligeramente conservador, un traje bonito, una camisa con el cuello bordado en hilos metálicos… Pero había cambiado más que la simple imagen de estudiante: un cambio más profundo, más de fondo que no logró calificar al momento.

—Estoy bien. —Le gustó que la voz le saliera tan segura—. Me han pasado cosas… interesantes. Pero enseguida te las contaré. ¿Qué tal está tu familia? Hablé con tu madre un minuto pero salía justo en ese momento.

La puso al corriente en pocas palabras. Todos estaban bien, excepto su hermano menor, que tenía roces con las autoridades prácticamente desde la cuna y que seguía metiéndose en líos y saliendo de ellos (casi siempre). Renie se sintió un poco como en un sueño escuchando a Del Ray, meciéndose en su voz; una sensación extraña pero no tan penosa como se había imaginado. Era una persona completamente distinta de la que la había abandonado rompiéndole el corazón para siempre… o así lo creyó en su momento. No es que hubiera cambiado drásticamente, sino que a ella ya no le importaba tanto. Podía haberse tratado igualmente del ex novio de una amiga, y no del suyo.

—Eso es todo —le dijo—. Estoy seguro de que tú tienes mejores cosas que contarme, soy todo oídos. Tengo la impresión de que no me has llamado sólo para recordar viejos tiempos.

«Mierda», pensó Renie. Aunque Del Ray se hubiera convertido en un burócrata y usara la misma clase de traje de la que tanto se burlaban en sus tiempos, no se había vuelto estúpido.

—Creo que estoy en un pequeño aprieto —dijo—. Pero preferiría no hablarlo por teléfono. ¿No podríamos quedar en algún sitio?

Del Ray dudó. «Está casado —se dijo Renie— o tiene novia formal. No sabe qué es lo que pido exactamente».

—Siento que estés en un aprieto y espero que no sea nada grave. —Hizo otra pausa—. Supongo que…

—Sólo quiero pedirte consejo. No voy a ponerte a ti en ningún aprieto. Ni siquiera con respecto a la mujer que hay en tu vida.

—¿Te lo dijo mi madre? —preguntó levantando una ceja.

—Me lo he imaginado. ¿Cómo se llama?

—Dolly. Nos casamos el año pasado —contestó un poco cohibido—. Es abogada.

Renie notó un retortijón de estómago, pero no tan terrible como había previsto.

—¿Del Ray y Dolly? Por favor. Seguro que salís muy poco.

—No seas mala. Si la conocieras, te caería bien.

—Seguramente. —Se cansaba sólo de pensarlo; en realidad la conversación en general le producía cansancio—. Mira, si quieres, que venga ella también… no voy de amante repudiada y desesperada por recuperarte a toda costa.

—¡Renie! —exclamó, sinceramente indignado al parecer—. ¡Qué absurdo! Quiero ayudarte, si puedo. Dime lo que tengo que hacer. ¿Dónde nos vemos?

—¿Te parece bien en alguna parte del Golden Mile, a la salida del trabajo?

Renie tendría un largo recorrido en autobús después para volver al refugio, pero al menos se arrastraría pidiendo favores en un ambiente agradable.

Del Ray dijo el nombre de un bar tan inmediatamente que Renie dio por hecho que él lo frecuentaba; luego mandó muchos recuerdos para su padre y para Stephen. Al parecer, esperaba que le contara algo de ellos, la contrapartida correspondiente al intercambio de información entre huésped y anfitrión, pero poca cosa podía comentarle sin destapar todo el asunto. Renie concluyó la conversación lo más rápido posible sin pecar de descortés y desconectó.

«Da la impresión de que lo hayan domado —pensó. No eran sólo el traje y el pelo. Aquél punto de salvaje que tenía había desaparecido por completo, o al menos lo disimulaba a la perfección—. ¿Él me habrá visto igual? ¿Habrá pensado al verme, “Mira, ahí la tienes, convertida en una vulgar maestrilla”?».

Estiró la espalda, apagó el cigarrillo, que se había consumido solo, y encendió otro. «Eso ya lo veremos». Perversamente, se sintió casi orgullosa de sus insólitos y enormes problemas. «¿Alguna vez le habrán incendiado la casa, a él o a su mujercita Dolly, una conspiración internacional de hombres gordos y deidades hindúes?».

!Xabbu volvió pocos minutos después, pero ella siguió riéndose entre dientes un buen rato. Comprendía que era una risa parecida a la histeria, pero cortaba de cuajo las ganas de llorar.

Del Ray adoptó una actitud cauta frente a !Xabbu. Casi valía la pena pasar por el inconveniente extremo de tener que verse sólo por verlo a él esforzándose tanto en deducir quién era el bosquimano y qué papel desempeñaba en su vida.

—Encantado de conocerte —le dijo, y le dio un apretón de manos admirablemente firme y sincero.

—Del Ray trabaja en el Ministerio de la Comunidad de las Naciones Unidas —dijo Renie, aunque ya se lo había contado a !Xabbu en el viaje de ida. Se alegró de contar con la compañía de su amigo; así inclinaba la balanza a su favor de una forma sutil, no se sentía tan «novia abandonada» pidiendo un favor—. Es un hombre muy importante.

Del Ray frunció el ceño, cubriéndose un poco por si Renie pretendía burlarse de él.

—No tan importante, en realidad. Sólo un hombre de carrera que apenas ha dado los primeros pasos.

!Xabbu, que carecía de los reflejos corteses de la conversación superficial típicos de la clase media urbana, se limitó a asentir con un gesto de la cabeza y se sentó apoyando la espalda en el grueso mullido del reservado para mirar detenidamente las recargadas arañas y las paredes forradas de madera, ambas cosas antiguas o, más probablemente, de imitación.

Renie se quedó observando a Del Ray mientras éste llamaba a una camarera; le impresionó su resuelta actitud de amo y señor. En el siglo anterior, el bar habría sido exclusivamente para ejecutivos blancos, un lugar en el que se habría hablado de él, de ella y de !Xabbu en términos generales como «los kaffirs» o «el problema negro»; pero en esos momentos lo ocupaban, como entronizados en el boato del imperio colonial, Del Ray y otros profesionales negros. «Al menos las cosas habían cambiado en algo», pensó Renie. Vio a unos cuantos hombres blancos de traje en la sala, y mujeres también, pero sólo formaban parte de una clientela que contaba además con negros y asiáticos. Allí prevalecía cierta forma de igualdad racial verdadera, aunque se basara en criterios de riqueza e influencia. El enemigo ya no se identificaba con un color, su único atributo reconocible era la pobreza descontenta.

!Xabbu pidió cerveza y Renie un vaso de vino.

—Una ronda sólo —dijo Renie—. Me gustaría dar un paseo después.

Del Ray respondió levantando una ceja. Siguió charlando tranquilamente hasta que sirvieron las bebidas, aunque parecía un poco tenso, como si temiera una sorpresa desagradable en cualquier momento por parte de Renie. Ella soslayó el tema principal hablando del estado de salud de Stephen y del incendio sin dar pistas sobre la posible conexión de ambas cosas.

—Renie, es terrible. ¡Cuánto lo siento! —exclamó Del Ray—. ¿Necesitas algo? ¿Vivienda, dinero…?

—No, gracias, pero te agradezco el interés —replicó, tras apurar la copa de vino—. ¿Salimos a tomar el aire?

Del Ray asintió desconcertado y pagó la cuenta. !Xabbu, que había tomado su cerveza en silencio, los siguió hasta el paseo.

—Vamos a bajar por el muelle —dijo Renie.

Percibió que Del Ray empezaba a irritarse, pero estaba hecho un verdadero político. Si fuera como en los tiempos de estudiante, ya habría empezado a exigir respuestas muy enfadado y a preguntar por qué le hacía perder el tiempo. Renie pensó que, por lo menos, no todos los cambios eran negativos. Cuando llegaron al final del muelle, donde no había más testigos que algunos pescadores y el ronroneo de las olas, los llevó hacia un banco.

—Pensarás que estoy loca —dijo—, pero no quería hablar dentro del bar; aquí, sin embargo, es difícil que nos escuchen.

—No me parece que estés loca —replicó con un encogimiento de hombros; aunque el tono no era tan firme como las palabras.

—A lo mejor, algún día te alegras de que me tome tantas molestias. No tengo un interés especial en conocer a tu esposa, Del Ray, pero tampoco le deseo ningún mal, y sospecho que me he metido en líos con gente que no tiene ninguna clase de miramientos.

—¿Por qué no me lo cuentas? —le dijo, entrecerrando los ojos.

Empezó por el principio, hablando en términos tan generales como pudo y pasando por alto con la mayor discreción las veces que se había aprovechado de su cargo en la Politécnica o que había transgredido las normas de la Comunidad de las Naciones Unidas. De vez en cuando, pedía a !Xabbu que confirmara sus palabras, y el hombrecillo así lo hacía, aunque siempre con un aire como distraído. Renie no podía prestarle mucha atención, pero se preguntó un momento el porqué de su actitud y qué significado tendría.

Del Ray guardaba silencio casi todo el tiempo, sólo la interrumpía para hacerle preguntas concretas. Parecía interesado en el funcionamiento interno del Mister J’s, pero se limitó a hacer un gesto negativo con la cabeza cuando le contó sus especulaciones sobre el club.

Cuando llegó al final, el incendio de su bloque de pisos y el asesinato de Susan, no respondió inmediatamente sino que se quedó mirando a una gaviota que se arreglaba las plumas con el pico posada en una verja.

—No sé qué decirte. Es todo tan… asombroso.

—¿Qué quieres decir? —preguntó con una chispa de rabia—. ¿Quieres decir que es una estupidez asombrosa o que es tan asombroso que me ayudarás cuanto puedas?

—No… no sé, de verdad. Hay mucho que asimilar. —La miró fijamente, calculando, quizás, hasta qué punto la conocía después de tantos años sin contacto—. Y tampoco sé qué quieres que haga exactamente. No estoy en el cuerpo de seguridad de la Comunidad ni en los tribunales. Trabajo en coordinación comercial. Ayudo a las cadenas de establecimientos a comprobar si sus sistemas se ajustan a las directrices de las Naciones Unidas. No sé nada de todo eso que me cuentas.

—¡Mierda, Del Ray! Estás en el politburó, como lo llamábamos antes… ¡estás en el ajo! Seguro que puedes hacer algo, aunque sólo sea ayudarme a encontrar información. ¿Hay investigaciones abiertas sobre esa gente? ¿Sabes si alguien, aparte de mí misma, ha tenido experiencias anormales con esa Corporación Innovadora El Malabarista Feliz? ¿Quiénes son? Necesito que alguien de confianza me proporcione las respuestas. Estoy asustada, Del Ray.

—Claro —respondió con el ceño fruncido—, haré lo posible…

—Además, creo que necesito entrar en TreeHouse.

—¿TreeHouse? ¿Para qué demonios tienes que entrar ahí?

Consideró por un momento la posibilidad de hablarle del mensaje de Susan en su lecho de muerte, pero prefirió omitirlo. Sólo ella, !Xabbu y Jeremiah Dako conocían las últimas y esforzadas palabras de Susan. Mantendría el secreto un poco más.

—Tengo que entrar, nada más. ¿Puedes ayudarme?

—Renie, no logré entrar jamás en TreeHouse, ni en mis tiempos de pirata estudiante y fumador de hachís a jornada completa. —Sonrió burlándose de sí mismo—. ¿Crees que podría acercarme ni a kilómetros de distancia ahora que formo parte de la clase dirigente de la Comunidad? Nos consideran sus peores enemigos.

—Lo que digo no es fácil —replicó frunciendo el ceño—. Sabes que no te lo pediría si no lo necesitara mucho de verdad. —Parpadeó con fuerza—. ¡Maldita sea, Del Ray! Mi hermano pequeño… está…

No dijo más, no quería adentrarse en terreno peligroso. Prefería morir antes que llorar delante de él.

—Haré comprobaciones, Renie. —Del Ray se puso de pie y le tendió la mano. Seguía siendo muy guapo—. Veremos lo que averiguo.

—Ten cuidado. Aunque creas que estoy loca, haz como si no lo estuviera y excédete sólo en tomar precauciones. No hagas ninguna tontería y procura pasar desapercibido.

—Te llamo el fin de semana. —Tendió la mano a !Xabbu—. Ha sido un placer conocerte.

El hombrecillo aceptó el apretón de manos.

—Todo lo que le ha contado la señora Sulaweyo es cierto —dijo con solemnidad—. Ésa gente es mala. No se tome este asunto a la ligera.

Del Ray asintió un poco aturullado y se volvió hacia Renie.

—Lamento sinceramente lo de Stephen. Da recuerdos a tu padre de mi parte.

Se inclinó hacia ella y la besó en la mejilla; luego la abrazó un momento y se alejó caminando por el muelle.

—Cuando rompimos —dijo Renie al fin, siguiéndolo con la mirada—, no me imaginaba la vida sin él.

—Las cosas cambian siempre —dijo !Xabbu—. Todo se lo lleva el viento.

—Tengo miedo, Renie.

Lo miró. Había permanecido en silencio durante la mayor parte del trayecto, mirando los edificios a medida que avanzaban por los desfiladeros con ventanas del centro de Durban.

—¿Por lo que le pasó a Susan?

!Xabbu hizo un gesto negativo con la mano.

—Es verdad que lamento lo que le pasó y estoy furioso contra los responsables de un acto tan horrendo. Pero el miedo que tengo es por algo mucho mayor. —Calló un momento mirando al suelo, con las manos juntas sobre el regazo como un niño al que se le exige buena conducta—. Me refiero a mis sueños.

—Me contaste que, la noche que atacaron a Susan, soñaste que me pasaba algo malo a mí.

—Va más allá. Desde que estuvimos en aquel sitio, el club, tengo sueños muy intensos. No sé con exactitud qué es lo que me asusta pero tengo la impresión de que me acecha (no, de que nos acecha a todos) algo enorme y cruel.

A Renie se le aceleró el corazón. Ella también había soñado algo parecido ¿no? ¿O es que recordaba un sueño que !Xabbu le había descrito y que después había asimilado como propio?

—No me sorprende —replicó con cautela—. La experiencia fue terrible.

—No hablamos de lo mismo, Renie —insistió—. Tú te refieres a las pesadillas personales, que están hechas de cosas de la propia vida, sueños del pueblo, de la ciudad, lo digo sin ánimo de ofenderte. Yo me refiero a otra cosa, una especie de ola en el sueño de la cosa que nos sueña. Sé diferenciarlo. Lo que he visto en estos días es como los sueños de mi gente cuando la lluvia está a punto de llegar después de una larga sequía, o cuando se acercan extraños por el desierto. Son visiones de lo que va a suceder, no de lo que ha sucedido.

—¿Te refieres a adivinar el futuro?

—No sé. A mí no me lo parece; ver una sombra y saber que el objeto que la proyecta va a aparecer enseguida no es adivinar el futuro. Cuando el abuelo Mantis supo que se acercaba el fin de sus días en la tierra, que por fin había llegado la hora de sentarse junto a la hoguera con el devorador absoluto, tuvo esa clase de sueños. Cuando el sol está alto en el cielo sabemos que se hundirá otra vez y que llegará la noche. Ése saber no es mágico.

Renie se quedó sin argumentos. Ésa clase de ideas le irritaba el sentido de lo racional pero nunca le había resultado fácil despreciar las preocupaciones y la perspicacia de !Xabbu.

—Pongamos que creo lo que dices, sólo por seguir hablando. Dices que algo nos acecha. ¿Qué significa eso? ¿Que hemos encontrado enemigos? Eso ya lo sabíamos.

Fuera, al otro lado de la ventanilla del autobús, las relucientes torres de seguridad del distrito financiero empezaban a escasear dando paso a un paisaje cada vez más deteriorado de bloques de pisos chapuceramente construidos y establecimientos con escaparates, cada cual con su toque chabacano de neón químico en la fachada. Desde la perspectiva de Renie, los transeúntes circulaban sin sentido, yendo de un lado a otro al azar como un líquido inanimado.

—Me refiero a algo mayor. Aprendí un poema en la escuela… de un poeta inglés, creo. Hablaba de una bestia que se dirigía hacia Belén con los hombros caídos.

—Me acuerdo, más o menos. Olas empañadas de sangre. El caos suelto en el mundo.

!Xabbu asintió.

—Una imagen apocalíptica, según me enseñaron. Una visión del fin de las cosas. Hace un momento te hablé de Mantis y del devorador absoluto. El abuelo Mantis tuvo una visión de la llegada de grandes tiempos de cambio y preparó a su pueblo para abandonar la tierra para siempre porque su tiempo aquí había concluido. —Tenía una expresión solemne en su cara pequeña y de rasgos delicados, pero Renie percibió algo en sus ojos y en la determinación de la barbilla, una especie de desesperación febril. Estaba aterrorizado—. Siento que se me ha concedido una visión semejante, Renie. Se avecina un gran cambio, un… ¿cómo se decía? Una bestia despiadada que espera a nacer.

Renie se estremeció como si el aire acondicionado del autobús, extinto hacía ya mucho tiempo, hubiera resucitado súbitamente. ¿Estaría volviéndose loco su amigo? Había dicho que la vida de la ciudad había acabado con gran parte de su pueblo… ¿Ésa obsesión con los sueños y los mitos de sus antepasados no sería el comienzo de una manía religiosa que podría llegar a acabar con él también?

«Esto le pasa por mi culpa. Ya es mala suerte que haya tenido que adaptarse a una clase de vida completamente distinta, pero es que ahora lo he arrastrado por los pelos a las cosas más insólitas que ofrece nuestra sociedad. Es como dejar caer a un niño en un campo de batalla o en una orgía sadomasoquista».

—¿Y qué podemos hacer? —preguntó Renie, procurando mantener la calma, al menos aparentemente—. ¿De dónde viene la amenaza? ¿Lo sabes?

!Xabbu se quedó mirándola un momento.

—Sí. Ignoro las causas y los posibles resultados, pero no me hace falta saberlo para percibir de dónde viene el problema… Hasta un ciego daría con una fogata. Te dije que el club, el Mister J’s, era un sitio malo. Lo es, pero no es el corazón de las tinieblas. Creo que es como un agujero en un gran avispero… ¿entiendes? Si acercas el oído al agujero, oyes cosas que vuelan, se detienen y pican, pero aunque tapes el avispero con barro, las avispas siguen vivas dentro, en la oscuridad, y encuentran la forma de salir por otros agujeros.

—No lo entiendo bien, !Xabbu. De verdad, no comprendo lo que dices.

—Yo tampoco lo sé con precisión, Renie —replicó con una pequeña y triste sonrisa—. Veo la sombra, pero no reconozco qué es lo que la produce. Y no sólo está implicado tu hermano…, ni sólo la vida de muchos otros niños como él, quizá. Lo huelo como cuando se acerca una tormenta. Aunque no sea capaz de entender más, es suficiente para asustarme muchísimo.

Continuaron en silencio hasta que !Xabbu se apeó en su parada de Chesterville, unos minutos después. Renie le dijo adiós con la mano al alejarse el autobús, pero sus palabras la dejaron muy preocupada. No sabía qué pensar, si su amigo estaría enloqueciendo o si de verdad sabría cosas que los demás ignoraban, cosas terribles.

El sol se ponía cuando el autobús se acercó a Pinetown. Los edificios cuadrados y monótonos proyectaban largas sombras. Renie vio encenderse las farolas anaranjadas y pensó en la clase de bestias que acecharían en la oscuridad, fuera del círculo de luz.

Del Ray sonreía pero no parecía alegrarse mucho de recibir su llamada. Renie colocó a un lado de la pantalla el examen que estaba preparando y amplió la ventana de Del Ray.

—¿Has averiguado algo?

—No es el momento oportuno de contártelo, ahora mismo.

—Entonces, ¿quieres que nos veamos en algún sitio?

—No. Mira, todavía no tengo gran cosa que decirte… es una situación difícil. La corporación por la que me preguntaste ha despertado mucho interés, pero nada fuera de lo normal. Son propietarios de un puñado de clubes, unas cuantas compañías productoras, un par de casas de equipamiento, la mayor parte de los negocios relacionados con temas de la red. Otro de sus clubes fue denunciado ante los tribunales, pero sólo llegó a los de primera instancia en China; la denunciante era una mujer llamada Quan.

—¿Cómo que fue denunciado? ¿Por qué motivo?

—Por negligencia o algo así. Seguramente no es nada… La familia abandonó el caso antes del juicio. Mira, no estoy en situación de averiguar más datos sin meterme en archivos legales de acceso restringido, y no estoy facultado para eso. —Vaciló un momento—. ¿Qué tal está Stephen? ¿Ha mejorado algo?

—No. Llevamos semanas en la misma situación. —La noche anterior había soñado con Stephen; estaba en un pozo muy hondo y pedía auxilio mientas ella explicaba la urgente situación a un policía o un funcionario de rango inferior, el cual prestaba más atención al perro delgado al que estaba acariciando. El simple recuerdo del sueño la enfureció—. Bien, ¿eso es todo lo que vas a decirme? No es gran cosa. ¿Qué hay de los propietarios de ese club espantoso? En los permisos tendrán que figurar algunos nombres. ¿O también eso es pedir demasiado?

—No tengo por qué hacerte ningún favor, ¿te enteras? —replicó Del Ray, perdiendo un momento la compostura profesional.

—No. —Renie se quedó mirando la pantalla fijamente y se preguntó qué habría visto en él tan irremisiblemente seductor, en otro tiempo. No era más que un hombre guapo con traje—. No, desde luego.

—Lo siento. No quería decir… quiero ayudarte, Renie. Es que las cosas… —Dudó—. Se me están poniendo mal las cosas últimamente.

A Renie le intrigó si se referiría a su vida doméstica, a una crisis de trabajo normal o a algo más siniestro.

—Bien, no olvides lo que te he dicho. Ten cuidado y, de verdad, gracias por tu ayuda.

—Te pasaré toda la información que pueda. Es que… bueno, es que no es tan fácil hacerlo como decirlo. Cuídate.

—Sí. Gracias.

Cuando Del Ray colgó, Renie encendió un cigarrillo; estaba muy inquieta como para ponerse a trabajar otra vez en el examen. No acababa de saber si la inquietud de Del Ray se debía a cierto sentimiento de culpa por la forma en que había zanjado su relación con ella, a un cierto malestar por haberse implicado en una teoría peregrina sobre una conspiración o a cualquier otro asunto que no tuviera nada que ver. Si el motivo era lo segundo, no le extrañaría nada. Seis meses atrás, si le hubieran venido a ella con esa misma historia desquiciada, también la habría puesto en duda. Incluso en esos momentos podría pensarse que, sencillamente, estaba atravesando una racha de mala suerte y se había dedicado a unir el conjunto de los acontecimientos en un todo que tuviera sentido. ¿No era así como empezaban las religiones y las obsesiones paranoicas, según no sé quién? ¿Por un intento de encontrar sentido a un universo tan desmesurado y caprichoso que escapaba a la comprensión humana?

¿Con qué hechos contaba, en realidad? Su hermano había caído enfermo misteriosamente, pero las enfermedades inexplicables eran la materia prima de los archivos de historiales desde tiempos inmemoriales hasta el presente. Durante los últimos cincuenta años, se habían producido más manifestaciones repentinas de virus desconocidos que durante los cinco siglos anteriores.

!Xabbu y ella habían descubierto una aparente correlación entre la incidencia de casos de coma y el uso de la red, pero podían encontrarse otras muchas explicaciones.

El bloque de pisos donde ella vivía se había incendiado y, aunque aún no habían publicado el informe definitivo, se rumoreaba que había sido provocado. Pero también ese dato era extraordinariamente ordinario. No conocía las estadísticas, pero estaba segura de que en Durban se producían cientos de incendios provocados al año, por no hablar de los miles debidos a otras causas.

Lo único que podría esgrimirse como prueba, y no definitiva, era el asesinato de Susan, los sucesos realmente peculiares que rodeaban al Mister J’s y la aparición de la misteriosa ciudad dorada. Aunque hasta esas cosas podían ser casualidades curiosas pero explicables. Los sólidos vínculos entre esas aparentes coincidencias eran lo único que separaba su seguridad de encontrarse ante algo importante del más patético ejemplo de manía persecutoria.

Renie suspiró. «Entonces, ¿!Xabbu y yo somos verdaderos heraldos de un desastre o nos estamos transformando en personas como las de los programas sensacionalistas de la red, que dicen que unos alienígenas del espacio les teletransportan mensajes al cerebro?».

A Susan no se lo pareció o, al menos, descubrió algo que le pareció significativo, aunque ella no hubiera encontrado todavía la forma de seguir la pista. La doctora Van Bleeck jamás había admitido nada que le pareciera una necedad injustificable, ni siquiera tratándose de sus colegas más cercanos, menos aún en el caso de una ex alumna a la que no había visto durante años.

«¿Qué descubriría? ¿Y si no localizamos a ese tal Murat Sagar Singh? ¿O si lo encontramos pero no sabe qué es lo que Susan encontró tan significativo?».

Le daba escalofríos pensar que el espeluznante ataque a su protectora lo había provocado ella, pero también le frustraba que la doctora hubiera estado trabajando en su laboratorio la noche anterior del suceso, descubriendo quizá todo tipo de cosas importantes, tomándose incluso un tiempo para dejarle un mensaje a ella y que no se hubiera molestado en grabar nada. ¿Quién podía esperar que el mundo cambiara tan deprisa? Sin embargo, así era.

Acababa de abrir otro paquete de tabaco pero lo dejó en la mesa y pidió a la multiagenda que llamara a casa de Susan con la esperanza de encontrar a Jeremiah. La voz de la doctora llegó filtrada por el contestador del correo electrónico, seca y concisa.

—Contestador de Susan van Bleeck. En estos momentos estoy haciendo una cosa muy interesante. Sí, sí, a pesar de mi edad. Deja un mensaje, por favor.

Renie tardó un poco en poder articular palabra, pero se recobró y pidió a Jeremiah que la llamara en cuanto le fuera posible.

Cogió el tabaco otra vez y colocó la plantilla del examen en el centro de la pantalla.

Jeremiah Dako no pasó de la puerta del ascensor.

—Hoy me es imposible mirar ahí abajo. —Tenía los ojos enrojecidos y parecía diez años mayor que el día en que lo conoció—. Me enfurece y me llena de tristeza.

—No se preocupe. —Renie cedió el paso a !Xabbu y dio un golpecito a Dako en el brazo—. Gracias por dejarnos entrar a mirar. Ojalá encontremos algo. Subiremos otra vez si lo necesitamos para algo.

—La policía estuvo aquí y se fue. Supongo que ya no importa que toquen lo que sea.

Ayudó a Renie a meter las bolsas en el ascensor y pulsó el botón. La puerta se cerró, el ascensor se puso en marcha y Renie se giró para echar la primera ojeada al laboratorio.

—¡Dios mío! —Un líquido amargo se le subió a la garganta y tuvo que tragar con fuerza. No se esperaba un desastre tan absoluto. Los que habían golpeado a Susan con tanta saña también habían sembrado la destrucción a conciencia en su lugar de trabajo—. Seguro que vinieron armados con mazos.

Todas y cada una de las largas mesas habían sido reducidas a astillas y polvo con todo su contenido. Prácticamente todo el suelo del laboratorio estaba cubierto por una capa de plástico de más de treinta centímetros de grosor, hecha de fragmentos de cajas y componentes, un rompecabezas sin solución. Habían destrozado también todas las pantallas de las paredes; los circuitos internos asomaban desgajados por los boquetes mellados y los cables colgaban como las tripas de una víctima de torturas medievales.

!Xabbu estaba agachado y levantó la mirada moviendo entre los dedos trozos cortantes de desechos.

—Estoy seguro de que esos hombres no eran simples ladrones. Ningún ladrón sería capaz de perder tanto tiempo destrozando un equipo tan caro, ni aunque buscaran dinero.

—No me hago a la idea. ¡Dios Todopoderoso, fíjate en esto!

Tan sistemático aniquilamiento inspiraba una fascinación horrorizada… la entropía del universo demostrada por principiantes.

Atención, atención, parecía decir la desmesurada escabechina. Hay cosas irreversibles, faltas de tiempo, tiempo que gira en su surco y vuelve arrastrándose sobre sí mismo.

Renie se imaginó una especie de vídeo que se rebobina: todas las piezas rotas se colocaban volando en su lugar de origen, el equipo se rehacía, las mesas volvían a ponerse de pie como animales que despiertan sobresaltados… Y si pudiera rebobinarlo del todo, Susan volvería a respirar, la chispa vital animaría de nuevo su cuerpo frío, sus huesos se entretejerían otra vez, las gotas de sangre seca ocultas bajo el desastre se tornarían líquidas y fluirían todas juntas, como el mercurio, desde el suelo hasta las heridas de la doctora, que se cerrarían inmediatamente. La propia muerte huiría acobardada.

Se estremeció, débil y mareada de pronto. Aquello sobrepasaba el horror y la desesperanza.

Miró a !Xabbu, que seguía removiendo los fragmentos del trabajo de la doctora: se fijó en su espalda, delicada e infantil, y volvió a sentir el peso de la responsabilidad. En aquel momento no le produjo malestar. La necesitaban. Susan había desaparecido y ese espanto no era enmendable… más valía pensar con realismo, pensar en los problemas que tal vez tuvieran solución. Tomó aire, abrió una de las bolsas donde traía el equipo que había tomado prestado de la Politécnica y sacó una pequeña unidad nodular. Le temblaban las manos. Despejó un poco el suelo alrededor de una conexión de tierra y enchufó.

—Esperemos que esta unidad tenga potencia suficiente para poner en marcha el sistema doméstico —comentó, satisfecha por el tono tranquilo de su voz. La crisis había pasado—. Jeremiah dice que tiene que encender y apagar las luces y todo lo demás manualmente, o sea, que lo habrán anulado de alguna manera.

—¿Crees que unos delincuentes comunes serían capaces de hacer eso?

—Hay mucho trapicheo clandestino de artilugios para destrozar casas en estos días, y los venden baratos. Pero no creo que Susan dejara su casa a merced de semejantes ataques, lo cual apunta a que debieron de venir con muy buenas herramientas. Si logro entrar en el sistema de la casa, podré decirte más cosas.

—¿La policía no ha investigado? —preguntó !Xabbu con el ceño fruncido.

—¡Claro que sí! La víctima era una profesora famosa y rica. Jeremiah dice que estuvieron aquí tres días… y también los del cuerpo privado de guardia. Además, tú y yo les contestamos muchas preguntas sobre la última tarde que pasamos aquí, desde luego. Pero aunque encuentren algo, no nos lo dirán a nosotros, simples civiles… Ya lo he intentado, y Jeremiah también. A lo mejor descubrimos algo útil dentro de seis meses, pero no podemos esperar tanto tiempo. —Encendió la unidad nodular, que respondió inmediatamente. Era un aparato asiático muy bueno; si se le llegaba a caer en cualquier parte entre la casa y el laboratorio de la Politécnica, le costaría más de medio año de sueldo—. A ver qué queda y qué nos cuenta.

Renie se dejó caer en la silla. Dako le sirvió té.

—¿Su amigo desea tomar un poco?

—Seguro que sí. —Se quedó mirando la taza humeante, demasiado cansada como para levantarla siquiera. Dako dudó un momento y por fin se sentó enfrente.

—¿Ha encontrado algo… que sirva para atrapar a esos asesinos?

La taza le temblaba en la mano. Renie se preguntó cómo se habría sentido el hombre al volver a la casa el primer día después de la muerte de la doctora.

—No. Introdujeron una especie de asesino de datos en el sistema de la casa… He probado todas las herramientas de recuperación que se me han ocurrido. Es casi un milagro que haya algo en funcionamiento en la casa.

—La doctora tuvo la precaución de que toda la instalación corriera en paralelo, como lo llamaba ella, por si el sistema se estropeaba —dijo Dako con orgullo.

—Bueno, pues esos desgraciados hicieron su trabajo en paralelo también. No sólo pusieron una bomba en el sistema sino que destrozaron hasta el último aparato que les salió al paso.

!Xabbu llegó de la cocina con algo en las manos. Renie lo miró y el corazón se le aceleró.

—¿Qué es eso?

—Lo encontré al salir; estaba entre una mesa del laboratorio y la pared. Para mí no tiene ningún significado.

Renie cogió el trozo de papel y lo alisó. Lo primero que aparecía en la página era su propio nombre, Irene. Debajo, escritas con la inconfundible letra temblorosa de Susan, se leían las palabras «Atasco» y «Albores de M.».

—No sé qué es —dijo al cabo de un momento—. A lo mejor lleva meses ahí, a lo mejor se refería a otra Irene. Pero lo estudiaré; menos da una piedra.

Jeremiah tampoco sabía a qué podía referirse aquello. La emoción inicial de Renie empezó a desaparecer. !Xabbu se sentó con una expresión solemne en la cara.

—He vuelto a ver el dibujo de la pared al pasar —dijo—, el de la roca. —Se quedó mirando la taza que tenía delante. Todos guardaron silencio. Renie tuvo la impresión de que estaban en una sesión de espiritismo—. Lo siento muchísimo —dijo !Xabbu de pronto.

—¿A qué te refieres?

—Creo que molesté a la doctora Van Bleeck con respecto al dibujo de la pared. Ella era una buena persona y conocía su verdadero valor, creo, aunque no fuera algo de su propio pueblo.

—Era tan buena… —añadió Jeremiah sorbiendo furioso por la nariz y enjugándose una lágrima con la servilleta; después se sonó—. Demasiado buena. No se lo merecía. Tendrían que encontrar a esos hombres y colgarlos, como en los viejos tiempos.

—De todos modos, nos dijo algo importante —terció Renie—. Y a lo mejor nos dejó esta nota también. Haremos cuanto podamos por averiguar qué descubrió ella. Y si eso nos lleva a las personas que se lo hicieron… —Titubeó al recordar la implacable destrucción, brutal e impersonal, del piso inferior—. Bien, haré cuanto esté en mi mano (todo lo que esté en mi mano) para que comparezcan ante la justicia.

—Justicia —repitió Dako, como si la palabra tuviera mal sabor—. ¿Cuándo se ha hecho justicia en este país?

—Bien, veamos: ella era rica y blanca, Jeremiah. Si las autoridades son capaces de resolver algún caso de asesinato, será el suyo, te lo aseguro.

Dako soltó un bufido, aunque Renie no supo si sería de incredulidad o de acuerdo.

Terminaron el té mientras Jeremiah les contaba todos los preparativos pendientes para celebrar el funeral de la doctora y cuántas cosas le tocaba hacer a él. Una sobrina y un sobrino llegarían de Norteamérica; Jeremiah, basándose en experiencias anteriores, sospechaba que lo relegarían sin darle las gracias siquiera. Era comprensible su amargura, y deprimente al mismo tiempo. Renie tomó unas galletas, más por amabilidad que por hambre y, después, !Xabbu y ella se pusieron de pie para despedirse.

—Gracias por habernos permitido mirar —dijo—. Me habría sentido muy mal si no lo hubiera intentado al menos.

—Nadie pagará esa atrocidad con un justo castigo —dijo Jeremiah encogiéndose de hombros—. Ni nadie la echará de menos tanto como yo.

—Un momento —dijo Renie, inspirada de pronto—. Jeremiah, Susan me habló de una tal Martine, una investigadora, pero no recuerdo el apellido… Dei-ru-no-sé-qué.

—No me suena —dijo Jeremiah.

—Ya sé que han purgado los sistemas de la casa, pero ¿no habrá un sitio donde mirar? ¿La doctora llevaba un diario a la antigua, un cuaderno de notas o algo en papel?

Jeremiah empezó a negar con la cabeza por segunda vez pero se paró en seco.

—Tenemos un libro de cuentas de la casa. A la doctora le preocupaba la cuestión de los impuestos, no quería problemas y por eso llevábamos las cuentas por partida doble.

Salió rápidamente de la habitación, agradecido por tener algo que hacer y demostrándolo en clave de lenguaje corporal.

Renie y !Xabbu tomaron otro sorbo de té, ya frío; estaban tan cansados que no tenían ganas de conversación. Al cabo de unos doce minutos, Jeremiah volvió presuroso con un libro de contabilidad encuadernado en piel.

—Aquí hay registrado el pago de una pequeña suma, hace unos tres años, en concepto de «investigación» y a nombre de una tal Martine Desroubins. —Señaló con el dedo—. ¿Podría ser ésta?

—Da la impresión de que sí, desde luego —dijo Renie—. ¿Tiene una dirección o un número?

—No. Sólo el nombre y la cantidad pagada.

—Bien, es un primer paso.

Renie repasaba entre los dedos el papel doblado, donde había escrito también el nombre de la investigadora.

«Fragmentos —pensó—. Es lo único que tenemos». Suspiró al tiempo que Jeremiah torcía hacia la oscura carretera de la colina. De vez en cuando, un resplandor entre los árboles indicaba el lugar donde se hallaba otra de las aisladas fortalezas de Kloof… Como siempre, la luz era la demostración de osadía frente a la inmensa e imponente oscuridad.

¿Osadía o ignorancia?

«Fragmentos. —Apoyó la cabeza contra la fría ventanilla. !Xabbu había cerrado los ojos—. Supongo que nunca llegaremos mucho más allá».

Renie se sentó al borde de la cama a secarse el pelo, contenta de disponer de un momento para sí misma. La cola de la tarde en las duchas comunes del refugio había sido larga y, como no estaba de humor para charlas, los veinte minutos de espera le habían avivado la necesidad de estar sola.

Mientras se quitaba la toalla del pelo, enrollada en forma de turbante, escuchó los mensajes. Había una llamada de la Politécnica, tenía que presentarse al día siguiente en el despacho de la rectora, lo cual no parecía buena señal. Inició una búsqueda con los dos nombres que había en el papel de Susan. Cuanto más lo pensaba, más le intrigaba por qué la doctora Van Bleeck, que había pasado toda su vida trabajando con aparatos informáticos, había escrito una nota en un papel en vez de grabar un mensaje con voz en el sistema de su casa. A lo mejor el hallazgo de !Xabbu tenía más implicaciones de las que pensó al principio.

La orden de búsqueda unió los nombres «Atasco» y «Albores de M.» en poco tiempo; se trataba de un libro cuya tercera revisión se había publicado con el título de Albores de Mesoamérica, escrito por un tal Bolívar Atasco. La primera búsqueda de la amiga investigadora de Susan en los directorios sudafricanos fue más infructuosa, de modo que inició otra de extensión mundial en las guías de direcciones de la red con la palabra Desroubins y semejantes, y luego volvió a pensar en el libro de Atasco.

Como ya estaba gastando mucho más dinero del que podía permitirse en realidad, decidió bajar el libro entero. Era un poco más caro de lo normal porque, al parecer, contenía muchas ilustraciones; pero si Susan le había dejado una especie de clave, por Dios que daría con ella.

Cuando terminó de secarse el pelo, ya lo tenía en su sistema.

Si en Albores de Mesoamérica Susan le había dejado alguna clave, no la descubrió al primer golpe de vista. Parecía un simple trabajo de divulgación antropológica sobre la historia antigua de América Central y México. Consultó el índice para ver si descubría algo relevante pero tampoco encontró nada fuera de lo normal. Escaneó el texto. Las imágenes en color de las ruinas y artefactos aztecas y mayas eran impresionantes —sobre todo le llamaron la atención un cráneo de jade y unos complicados grabados en piedra que reproducían imágenes de unos dioses con cara de flor y garras de ave—, pero nada parecía tener relación con su problema.

Una luz intermitente la llevó de nuevo a la búsqueda anterior. No había ningún resultado sobre el nombre Martine Desroubins en ninguna guía convencional del mundo. Llamó a la Politécnica, entró en los programas de búsqueda, que eran mucho más completos —ya que iba a encontrarse en un aprieto, al menos sacaría el mayor partido posible mientras pudiera—, y volvió al libro de Atasco en busca de cualquier relación de imágenes y texto con la misteriosa ciudad. Tampoco esa vez hubo suerte y empezó a sospechar que el trozo de papel arrugado no era más que una vieja nota de investigación de Susan. Retrocedió de nuevo a la introducción y acababa de empezar a leer la reseña sobre el autor, Bolívar Atasco, que al parecer había hecho muchas cosas interesantes y había visitado muchos lugares también interesantes, cuando su padre llegó de la compra.

—Espera, papá, que te echo una mano. —Dejó la agenda en la cama y fue a ayudarle con las bolsas—. ¿Has comprado analgésicos?

—Sí, sí —dijo, como si la compra fuera una tarea menospreciada que tuviera asignada de toda la vida, en vez de ser la segunda o tercera vez que la hacía en sus años de adulto—. He comprado los analgésicos y todo lo demás. Ésa gente del supermercado está loca de atar. Te hacen esperar toda la cola aunque sólo lleves cuatro tonterías.

—¿Has comido algo? —le preguntó con una sonrisa.

—No —dijo con el ceño fruncido—, se me ha olvidado cocinar.

—Ahora te preparo algo. Mañana tendrás que hacerte el desayuno tú solo porque me voy temprano a trabajar.

—¿Para qué?

—Es el único momento en que puedo disponer del laboratorio durante un rato sin interrupciones.

—No paras en casa, niña. —Se dejó caer en el borde de su cama un tanto resentido—. Me dejas aquí solo todo el tiempo.

—Ya sabes que estoy intentando solucionar lo de Stephen, papá. —Contuvo un gesto ceñudo al sacar de las bolsas un paquete de seis cervezas; lo dejó debajo de la mesa, se remangó el albornoz y se arrodilló en la alfombra de pita para buscar el paquete de harina azucarada envasada al vacío—. Me esfuerzo mucho.

—¿Intentas solucionar lo de Stephen en el trabajo?

—Sí.

Mientras preparaba unas tortitas en el fogoncillo halógeno de dos resistencias, su padre cogió la multiagenda y ojeó unas páginas de Albores de Mesoamérica.

—¿De qué trata esto? Éste libro es todo de mexicanos. ¿No eran los que sacaban el corazón a la gente y se lo comían?

—Creo que sí —dijo Renie levantando la mirada—. Los aztecas hacían sacrificios humanos, sí. Pero todavía no he podido estudiarlo a fondo. Creo que Susan me lo ha dejado a mí.

—¡Vaya! —exclamó con un bufido, y cerró el libro—. Una mujer blanca y rica, con una gran casa antigua, ¿y sólo te deja un libro?

—No me refería a esa clase de… —comenzó Renie poniendo los ojos en blanco. Suspiró y dio la vuelta a la tortita—. Papá, Susan tenía familia propia y son ellos los que heredarán la propiedad.

—Me dijiste que no habían ido al hospital —replicó mirando el libro con mala cara—. Cuando yo me esté muriendo, niña, más te vale ir a verme porque si no… —se paró, pensó un momento y sonrió abarcando con un gesto de los brazos la reducida habitación y las escasas pertenencias rescatadas—, porque, si no, lego todo esto a otra persona.

Renie miró alrededor sin darse cuenta de que su padre acababa de hacer un chiste. Luego se rio, tanto por la sorpresa como por la gracia que le hizo.

—Iré, papá. No soporto la idea de que otra persona se quede con este felpudo que tanto me gusta.

—Pues que no se te olvide.

Se tumbó en la cama satisfecho de sí mismo y cerró los ojos.

Renie empezaba a dormirse cuando la multiagenda sonó. La buscó a tientas, adormilada pero alarmada… pocas eran las buenas noticias que tendrían que darle para llamar poco antes de la media noche. Su padre soltó un gruñido y se dio la vuelta en la cama, al otro extremo de la habitación, murmurando en sueños.

—¿Diga? ¿Quién es?

—Soy Martine Desroubins. —Lo pronunció «de-ru-ban»—. ¿Por qué intenta localizarme?

Tenía un acento muy marcado y una voz profunda y segura… como de presentadora nocturna de radio.

—Yo no he… es decir… —Renie se sentó en la cama. Dio paso a la imagen pero la pantalla permaneció negra, su interlocutora prefería mantenerse en el anonimato. Renie bajó un poco el volumen para no despertar a su padre—. Disculpe si le ha parecido una… —Hizo una pausa mientras ordenaba los pensamientos. No tenía idea de hasta qué punto Susan conocía a esa persona ni si era de confianza—. Una amiga me dio su nombre. Creí que usted podría ayudarme… que tal vez ya le hubieran contado algo… de ciertos asuntos familiares que me conciernen. —Ésa mujer la había localizado enseguida por medio de su propia investigación para encontrarla a ella—. Me llamo Irene Sulaweyo. No tengo nada que ver con negocios ni nada por el estilo. No quiero causarle problemas ni interferir en su vida privada.

Se produjo un largo silencio que la oscuridad se encargó de hacer más largo aún. Renie buscó el paquete de tabaco.

—¿Qué amiga?

—¿Cómo?

—¿Qué amiga le proporcionó mi nombre?

—La doctora Susan van Bleeck.

—¿Y le dijo que me llamara? —inquirió, verdaderamente sorprendida e indignada.

—No exactamente. Verá, lo siento pero prefiero no hablar de este asunto por teléfono con una desconocida. A lo mejor podemos vernos en alguna parte, ¿qué le parece? En algún sitio donde las dos nos encontremos seguras.

La mujer soltó una carcajada bruscamente, una risa gutural y un poco ronca. «Otra fumadora», pensó Renie.

—¿Cuál será la mitad del camino entre Durban y Toulouse, en Francia? Vivo en Francia, señora Sulaweyo.

—¡Ah…!

—Pero le aseguro que en estos momentos, aparte de algunos despachos gubernamentales y militares, no hay línea telefónica más segura que ésta en toda Sudáfrica. Bien, ahora dígame qué significa que la doctora Van Bleeck le dijera que me llamara pero no exactamente. Lo mejor sería hablar primero con ella.

El comentario la pilló por sorpresa y de pronto se dio cuenta de que esa mujer no sabía, o fingía no saber, lo que había pasado.

—Susan van Bleeck ha muerto.

Se hizo un silencio que duró varios segundos.

—¿Ha muerto? —inquirió en tono suave.

Si la tal Martine fingía sorpresa, era una actriz consumada, desde luego.

Renie sacó otro cigarrillo del paquete y le explicó lo sucedido sin hablar de su implicación. Tenía una sensación rara, sentada allí a oscuras y contándole a una desconocida que estaba en Francia lo que había pasado.

«A una mujer que dice estar en Francia —se autocorrigió Renie—. Y que dice ser mujer, no nos olvidemos». No era fácil acostumbrarse a ese juego de capa y espada, pero en la red no podía uno fiarse de las apariencias.

—Lamento mucho, muchísimo lo que me acaba de decir —manifestó la mujer—. No obstante, eso no aclara lo que usted desea de mí.

—Como ya le he dicho, prefiero no contárselo por teléfono. —Renie pensó brevemente en lo que acababa de decir. Si esa mujer estaba de verdad en Europa, no le quedaría más remedio que conformarse con conversaciones telefónicas—. Pero creo que no tengo otra opción. ¿El nombre de Bolívar Atasco le dice algo, o un libro titulado…?

—No siga. —Se oyó un breve zumbido de interferencia—. Antes de seguir hablando con usted, tengo que hacer ciertas averiguaciones.

—¿Qué significa eso? —preguntó Renie, sobresaltada por el cambio repentino.

—Significa que yo tampoco puedo permitirme un exceso de confianza, ¿entendu? Pero si usted es lo que aparenta y quien aparenta, volveremos a ponernos en contacto.

—¿Lo que aparento y quien aparento? ¿Qué demonios insinúa?

La mujer había colgado sin el menor ruido.

Renie dejó la multiagenda, se recostó en la cama y cerró los doloridos ojos. ¿Quién sería esa mujer? ¿Habría alguna posibilidad real de que la ayudara o no sería más que un contacto fortuito y extraño, como si hubiera marcado un número por equivocación?

Un libro, una desconocida misteriosa… más información pero completamente amorfa.

«Vueltas y más vueltas. —El cansancio tironeaba de ella como un niño maniático—. Sólo fragmentos de cosas. Pero tengo que seguir adelante porque nadie más lo hará. Tengo que seguir».

Dormiría un rato —necesitaba dormir un rato—, aunque sabía que no sería un sueño reparador.