18. Rojo y blanco

PROGRAMACIÓN DE LA RED/CONTACTOS: Tu sueño hecho realidad.

(Imagen: foto del anunciante M. J. [versión mujer].) M. J.: Mírame. Soy tu sueño hecho realidad, ¿no es así? Fíjate qué labios… ¿no deseas que te muerda un poquito? Ven a verme. No me gusta la gente mezquina con ambiciones mezquinas… quiero chicos espléndidos con espléndidas ideas. Tenemos tanto que hacer y tanto de que hablar. Ven a buscarme a mi nodo, jugaremos a cosas que nunca, nunca olvidarás…

Gally apenas se sostenía en pie. Paul se agachó, lo cogió en brazos y lo sacó de la Casa de las Ostras. El chico lloraba tan estremecido que era difícil sujetarlo.

—¡No! ¡No puedo abandonarlos! ¡Bay! ¡Bay está ahí dentro!

—No se puede hacer nada. Tenemos que salir. Volverán… los que han hecho eso.

Gally forcejeaba débilmente. Paul abrió la puerta de un empujón y se metió en el bosque sin cerciorarse de que nadie los observara. Su única esperanza era proceder con rapidez y por sorpresa. El día tocaba a su fin; si se daban prisa, se internarían en el bosque antes de que empezaran a perseguirlos.

Anduvo penosamente un largo trecho con el niño en brazos. Agotadas las fuerzas, dejó al muchacho en el suelo con el mayor cuidado posible y se derrumbó sobre la gruesa alfombra de hojas. El cielo estaba gris oscuro como una roca húmeda. Las ramas de arriba eran meras siluetas retorcidas.

—¿Adónde vamos? —Al no obtener respuesta, se dio media vuelta. Gally estaba encogido como una cochinilla, con las rodillas dobladas y las manos en la cabeza. Seguía llorando, pero prácticamente sin fuerza ya. Paul se acercó a él y lo sacudió—. ¡Gally! ¿Adónde vamos? No podemos quedarnos aquí para siempre.

—Se han ido —dijo anonadado, como si acabara de darse cuenta en ese momento—. Se han ido.

—Ya lo sé. No podemos hacer nada. Y a nosotros nos pasará lo mismo si no encontramos la forma de salir.

En realidad, Paul sabía que tendría que afrontar cosas peores si sus dos perseguidores llegaban a darle alcance…

Pero ¿por qué lo sabía y cómo podría ser realidad? Los desconocidos habían… arrancado el corazón a los niños de la Casa de las Ostras, los habían destripado.

—Estábamos todos juntos —dijo Gally hablando despacio, como si recitara una lección de la que no estaba muy seguro—. No recuerdo que nunca fuera de otra manera. Cruzamos el océano Negro juntos.

—¿Qué océano? —preguntó Paul sentándose a su lado—. ¿Cuándo lo cruzasteis?

—No sé. Sólo me acuerdo de la travesía, es el primer recuerdo que tengo. Y estábamos todos juntos.

—¿Todos? Entonces, no habrá sido hace mucho tiempo… porque algunos… algunos niños eran muy pequeños.

—A los pequeños los encontramos por el camino, o nos encontraron ellos a nosotros. Somos el doble de los que éramos al principio, que yo recuerde. El doble…

Se le quebró la voz y empezó a llorar otra vez con un murmullo agudo. Paul sólo fue capaz de abrazarlo por los hombros y acercárselo al pecho.

¿Cómo sería que ese niño recordaba más cosas de su corta vida que él de la suya? ¿Por qué todos sabían más del mundo que él?

El chico se serenó. Paul lo acunó contra el pecho torpemente, pero no sabía hacerlo mejor.

—Cruzasteis el océano Negro, pero ¿dónde está?

—Muy lejos —repuso Gally, la voz ahogada contra el pecho de Paul. El día había terminado y Paul sólo distinguía sombras de formas diversas—. No sé… me lo dijeron los mayores.

—¿Los mayores?

—Se han ido ya. Algunos se quedaron por el camino, en sitios que les gustaban, o se atascaron, pero los demás seguimos adelante porque buscábamos una cosa. A veces, los mayores desaparecían sin más ni más.

—¿Qué era lo que buscabais?

—El océano Blanco. Así lo llamábamos, pero no sé dónde está. Un día, el último que quedaba mayor que yo se marchó, y entonces me tocó mandar a mí. Pero no sé dónde está el océano Blanco. No tengo la menor idea de dónde estará, y ahora ya no importa.

Dijo esas palabras con una fatalidad plúmbea e inapelable, y se quedó quieto entre los brazos de Paul.

Paul permaneció mucho rato sentado, sujetando al chiquillo, escuchando los ruidos nocturnos y tratando de olvidar lo que había visto en la Casa de las Ostras o, al menos, de no revivirlo en la imaginación. Los grillos cantaban por todas partes, el viento agitaba las copas de los árboles; todo estaba en calma, como si el universo se hubiera detenido.

Entonces se dio cuenta de que no percibía movimiento alguno sobre el pecho. Gally no respiraba. Lo posó en el suelo y se levantó aterrorizado.

—¿Qué? ¿Qué haces? —preguntó Gally con voz impregnada de sueño, pero fuerte, no obstante.

—Perdona, creí que…

Le puso la mano suavemente sobre el pecho. No había movimiento. Con la misma suavidad, impulsado por un instinto o un recuerdo cuyo nombre no supo decir, le tocó el hueco entre la garganta y la estrecha mandíbula. No le encontró el pulso. Se tocó a sí mismo…, el corazón le latía deprisa.

—Gally, ¿de dónde eres?

El chico murmuró unas palabras y Paul se acercó más.

—¿Cómo?

—Ahora, tú eres el mayor… —musitó Gally, rindiéndose de nuevo al sueño.

—El obispo Humphrey dijo que éste era el mejor camino.

El chico hablaba con firmeza, a pesar de las ojeras y la mirada cargada de pesadumbre.

Habían pasado mala noche, con muchas pesadillas, los dos. Paul se alegró tanto de volver a ver la luz del sol que se quedó sin fuerzas para discutir, aunque no confiaba mucho en los consejos del obispo.

—También dijo que por aquí encontraríamos algo peligroso.

Gally lo miró con gran dolor, diciéndole claramente que ahora él era el mayor y el más alto y que no tenía derecho a cargar los débiles hombros de sus subordinados con semejantes responsabilidades. Paul entendió en cierto modo la ecuanimidad del reproche. Guardó silencio y se limitó a seguir al chico por entre la enmarañada maleza del bosque. Ninguno hablaba, de modo que la marcha no era tan dificultosa. Paul estaba muy distraído, el brillo de la mañana no había disipado por completo los horrendos recuerdos de la Casa de las Ostras y las pesadillas nocturnas.

En el sueño, era una especie de pastor que obligaba a los animales a subir a bordo de un gran barco. No sabía qué clase de animales eran, aunque tenían algo de ovejas y, a veces, parecían vacas. Con los llorosos ojos en blanco, los animales oponían resistencia y daban media vuelta a la entrada luchando por librarse, pero Paul y los otros operarios los obligaban en silencio a traspasar el umbral hacia la oscuridad. Cuando toda la carga estuvo a bordo, Paul cerró la gran compuerta y la atrancó. Luego, al alejarse, vio que aquella especie de prisión no era un barco sino algo semejante a un cuenco o una taza enorme… no: una caldera, ésa era la palabra, una olla para hervir y derretir. Empezó a oír gritos cada vez más fuertes allí dentro y, cuando por fin despertó, todavía le avergonzaba la traición que había cometido.

Los recuerdos del sueño no desaparecían. Mientras caminaba detrás de Gally, la enorme silueta de aquella especie de taza rielaba en su imaginación. Tenía la impresión de haberla visto ya en otro mundo, en otra vida.

«Una cabeza llena de sombras que no se disipan ni con todo el sol del mundo». Se frotó las sienes como si pudiera exprimir los pensamientos hasta suprimirlos, y a punto estuvo de tropezar con una rama que se movía.

Gally encontró un arroyo que corría hasta el gran río de la Casa de las Ostras, y lo siguieron curso arriba pasando por tierras onduladas donde la hierba crecía densamente en los claros; los pájaros lanzaban agudos píos de aviso al ver a los invasores y volaban de rama en rama delante de ellos hasta que se alejaban lo suficiente de sus nidos ocultos. Algunos árboles estaban cargados de flores, destellos opacos blancos, rosas y amarillos, y por primera vez, Paul se preguntó en qué estación del año estarían.

Gally no entendió la pregunta.

—No es un lugar, es una época —dijo Paul—. Cuando hay tantas flores, suele ser primavera.

El niño negó con la cabeza. Parecía pálido e incompleto, como si una parte de él hubiera quedado destruida junto con sus compañeros de tribu.

—Pero aquí hay flores, patrón. Donde el obispo, ninguna. Es lógico que los sitios no sean iguales unos de otros porque, si no, todo sucedería en el mismo lugar. Sería un lío, ¿no? Todos chocarían unos con otros… un lío tremendo.

—Bueno, ¿sabes qué año es?

—¿A-ni-ooo? —inquirió Gally, nuevamente alarmado.

—Es igual.

Paul cerró los ojos un momento para simplificar las cosas. Tenía la cabeza como una madeja de hilos enredados y atados unos con otros en una maraña indisoluble. ¿Por qué el hecho de que Gally no supiera la estación o el año en que estaban, cosas en las que ni él había pensado hasta ese momento, le producía tanta inquietud?

«Soy Paul —se dijo—. Era soldado. Huí de la guerra. Dos personas… dos cosas… me siguen y sé que no tengo que dejarme encontrar. Soñé con una taza enorme. Sé algo de un pájaro y de un gigante, y algunas cosas más que no sé cómo se llaman. Y ahora estoy en el Octavo Casillero (aunque no entiendo qué demonios quiere decir), buscando la salida».

El inventario no era nada satisfactorio, pero le daba argumentos donde agarrarse. Él era de verdad. Tenía nombre e incluso un destino… de momento.

—Ahora, una subida fuerte —dijo Gally—. Estamos llegando al final de la casilla.

La colina había cambiado, realmente, y ascendía casi en vertical. El bosque empezó a aclararse y en su lugar aparecieron matojos bajos y espinosos y lajas de piedra cubiertas de musgo, que se adornaban de vez en cuando con un macizo de flores silvestres. Paul empezaba a sentir el cansancio y estaba impresionado por la energía de su compañero. Gally no había aminorado la marcha en absoluto, ni siquiera cuando él tenía que doblarse casi en dos para contrarrestar la inclinación del terreno.

De pronto, el mundo entero pareció brillar y nublarse. Paul se esforzó por no perder el equilibrio pero, en ese momento, no había arriba ni abajo. Hasta su cuerpo parecía inmaterial, como si flotara deshecho en los diversos componentes. Gritó, o creyó que gritaba e instantáneamente todo volvió a la normalidad; Gally no acusó nada de nada. Paul pensó estremecido si no le habría traicionado el propio cansancio.

Al llegar a la cima de la colina, Paul se volvió a mirar atrás. La tierra que vio no se parecía en nada a la cuadrícula del obispo: los árboles y las colinas se extendían a la vez, sin diferenciarse unos de otros. Distinguió el brillo blanco azulado del sol en el meandro del río y, más allá, la ahora siniestra mole de la Casa de las Ostras. Localizó también la aguja del castillo del obispo Humphrey entre los bosques y, más lejos, otras torres que sobresalían entre la gran extensión de árboles.

—Allí vamos —dijo Gally, y Paul se volvió.

El chico señalaba hacia un punto a varios kilómetros, donde una muralla de colinas cubiertas de bosques descendía casi hasta otro tramo curvo del río.

—¿Por qué no vinimos en barca? —preguntó Paul; la luz rebotaba en la superficie y cubría el ancho río de una red de destellos con forma de diamante que hacían pensar en otra cosa que no era agua, sino vidrio en movimiento o fuego congelado—. ¿No habría sido más rápido?

Gally se echó a reír y después lo miró con recelo.

—No se puede cruzar de una casilla a otra por el río. Lo sabes de sobra, ¿verdad? El río… el río no es así.

—Pero fuimos por el río.

—Sólo de la taberna a la Casa de las Ostras. Dentro de la misma casilla… se puede, como si dijéramos. Además, hay otra razón para no acercarse al río. Por eso hemos venido de noche. —El chico lo miró preocupado—. Si vas por el río, te encuentran.

—¿Quién? ¿Te refieres a esos dos…?

Gally negó con un gesto.

—Ellos y cualquiera, cualquiera que ande buscándote. Eso me lo enseñaron los mayores. No te puedes esconder en el río.

El chico no podía explicarse mejor y Paul dejó el tema. Rebasaron la cima de la colina y empezaron a descender.

Paul no se dio cuenta inmediatamente de que habían entrado en otra casilla, como lo llamaba Gally. El terreno era muy parecido, tojos y helechos en las alturas que se hacían más densos hasta convertirse en laderas boscosas, a medida que bajaban. La única diferencia inmediata era que parecía haber más vida animal en ese lado de los montes. Se percibían movimientos en los arbustos y se veía algún que otro ojo brillante asomando entre el follaje. En un momento, una nube de cochinillos del color de la hierba primaveral salió trotando al claro, pero enseguida huyeron chillando, asustados o molestos por la presencia de Gally y Paul. Gally no sabía nada sobre ellos ni sobre otras criaturas.

—No he estado nunca aquí, ¿vale?

—Me has dicho que llegaste de otra parte.

—Pero no por este lado, patrón. Sólo sé lo que sabe todo el mundo, como aquello, por ejemplo. —Señaló y Paul entrecerró los ojos, pero no vio nada más extraordinario que el interminable dosel de ramas entrelazadas del bosque—. No —le dijo el chico—, hay que agacharse; más.

De rodillas, Paul vio la cima de una montaña aislada entre los troncos, tan lejana que se diría pintada con una pintura más fina que el resto del paisaje.

—¿Qué es?

—Una montaña, panoli. —Gally rompió a reír por primera vez en el día—. Pero abajo, al pie de la montaña, dicen que duerme el rey rojo. Y si alguien lo despertara alguna vez, todo el Octavo Casillero desaparecería. —Chasqueó los dedos—. ¡Flas! ¡Así de fácil! Eso es lo que cuentan, al menos… pero no sé cómo pueden saberlo si nadie lo despierta y, además, tampoco tendría gracia, despertándolo.

Paul miraba a lo lejos. Parecía una montaña normal, aunque particularmente esbelta y alta.

—¿Y el rey blanco? ¿Qué pasa si lo despiertan? ¿Lo mismo?

—Supongo —replicó Gally con un encogimiento de hombros—, pero nadie sabe dónde duerme, excepto su majestad la dama blanca, y ella no se lo dice a nadie.

Cuando el sol pasó el cenit de su trayectoria en el cielo, habían llegado de nuevo a terreno bajo, un mar de campiñas onduladas y colinas bajas salpicado de amplias franjas forestales. Paul empezó a notar cansancio otra vez y se dio cuenta de que no había comido nada desde hacía más de un día. Acusaba la falta de comida pero no tanto como era de esperar; estaba a punto de preguntar a Gally cuando el chico le agarró súbitamente del brazo.

—¡Allí! ¡En la colina de atrás!

Paul se agachó sin haber entendido siquiera lo que el chico decía; un reflejo ante posibles amenazas procedentes de lo alto o un viejo cuento que su cuerpo todavía le contaba le hizo ponerse a cubierto. Miró siguiendo la dirección del dedo de Gally y vio una figura que se recortaba en la cima. Momentos después, se le unió una segunda y a Paul se le puso el corazón frío como una piedra. Luego, seis siluetas más formaron junto a las dos primeras, una parecía que iba a caballo.

—Son los pechiencarnados —dijo Gally—. No sabía que hubieran tomado también esta casilla. ¿Crees que vienen por ti?

—No lo sé. —No le atemorizaban tanto esos perseguidores como los dos que habían llamado a la puerta de la Casa de las Ostras, pero no se fiaba de los soldados de nadie—. ¿Qué distancia hay hasta el otro extremo de la casilla?

—Un rato. Llegaremos antes de que se ponga el sol.

—Entonces, démonos prisa.

La marcha era difícil. Los densos matorrales les desgarraban la ropa con ramas como zarpas. Paul ya no pensaba en comer, aunque se sentía débil todavía. Gally tomó un camino serpenteante para evitar los densos bosques, que retrasarían la marcha, y al mismo tiempo, para alejarse de los puntos más visibles desde la ladera. Paul comprendía que el chico lo hacía mejor de lo que podía pero, aun así, tenía la agónica sensación de avanzar muy lentamente.

Acababan de salir del resguardo de un bosquecillo y subían por una cuesta a campo abierto cuando oyeron un ruido de cascos proveniente de las zarzas. Un momento después, apareció un caballo que se precipitó por el terreno hasta adelantarlos; después dio media vuelta sobre los cuartos traseros. De un empujón, Paul apartó a Gally de delante de los cascos encabritados.

El jinete llevaba una armadura de color rojo sangre. Un yelmo del mismo color, réplica perfecta de la agresiva cabeza de un león, le ocultaba la cara. Golpeó el suelo con su larga lanza.

—Cruzas territorio conquistado por su majestad la dama escarlata —dijo, en tono orgulloso que resonó hueco y fuerte a causa del yelmo—. Ríndete a mí.

Gally forcejeaba por soltarse de Paul; resultaba difícil retener su pequeña y sucia mano.

—¡Somos gente libre! ¿Con qué derecho nos impides ir a donde queramos?

—No hay más libertad que la de ser vasallo de su majestad —tronó el caballero. Ladeó la lanza moviendo la punta a la altura del pecho de Paul—. Si no has cometido delito alguno y te rindes a ella leal y honorablemente, no tienes nada que temer.

Espoleó al caballo y se adelantó unos pasos hasta casi tocarlos con la punta de la lanza.

—Soy extranjero. —Paul todavía no había recobrado el aliento—. Voy de paso. No me interesan vuestros conflictos.

—También el pilluelo ése es foráneo —replicó el caballero, hablando por el hocico del león—; él y sus muertos de hambre no han causado sino inconvenientes desde su llegada… roban, mienten, esparcen rumores absurdos… Su majestad no lo soporta más.

—¡Mentira! —Gally estaba a punto de llorar—. ¡Son puras mentiras!

—Arrodíllate o te trato con la misma rudeza que a vuestros capones, aprendiz de fogonero.

Paul hizo retroceder a Gally; el caballero avanzó un poco más. No tenían adónde ir… Aunque alcanzaran los árboles que tenían detrás, no tardaría en atraparlos sobre su montura. Callejón sin salida. Paul hincó una rodilla en tierra poco a poco.

—¿Qué pasa ahí? ¿Quién va? —Otro caballero salió al claro a medio galope desde la orilla más cercana del río, pero enteramente vestido de un blanco resplandeciente y con un casco en forma de cabeza de caballo con un solo cuerno en la frente… un animal cuyo nombre Paul tenía que recordar, pero no pudo. De la silla del caballo colgaban varias armas, frascos y otros objetos, de modo que el animal, cada vez que se movía, hacía un ruido como el carromato de un hojalatero—. ¡Atrás! —gritó—. ¿O es «alrededor»?

—¿Qué hacéis aquí? —inquirió el caballero rojo sin poder evitar un matiz de sorpresa en la voz.

El caballero de la armadura blanca se quedó en silencio como si la pregunta fuera difícil.

—Habré errado un poco el camino. Inesperado. Imaginemos que hemos de librar un combate ahora.

—Éstos son prisioneros de la reina —declaró la cabeza de león— y no puedo perder el tiempo con vos. Os permito que os retiréis, pero si vuelvo a veros cuando termine con estos dos… —apuntó con la lanza a Paul y al chico—, tendré que mataros.

—¿Retirarme? ¡Oh, no es posible!… No, no puedo. Ella no es mi reina, ¿comprendéis?

El caballero blanco se quedó como pensando en algo importante que no recordaba. Se llevó la mano a la cabeza, se quitó el yelmo, dejó al aire un halo de cabello claro y mojado y se rascó la cabeza con vigor.

—¡Jack! —exclamó Paul, atónito—. ¡Jack Woodling!

—¿Jack? —El caballero blanco lo miró perplejo—. No soy Jack. Aquí los tenéis —le dijo al caballero rojo—, prisioneros para vos. Yo ya los he tenido. Falta de respeto, falta de comprensión de las sutilezas.

—No es él —murmuró Gally con fuerza.

Paul sacudió la cabeza. Aquello se estaba convirtiendo rápidamente en una farsa.

—Pero… nos hemos visto antes. La otra noche, en el bosque. ¿No te acuerdas?

—¿En el bosque? —repitió el hombre de la blanca armadura mirando fijamente a Paul—. ¿Alguien semejante a mí? —Se dirigió nuevamente al caballero rojo—. Creo que este hombre conoce a mi hermano. Qué gracia. Hace tiempo que no sabemos nada de él. Siempre ha sido un trotamundos. —Se volvió hacia Paul una vez más—. ¿Tenía buen aspecto?

Al cabeza de león no le interesaba la situación ni le hacía gracia.

—Dad media vuelta y partid, necio blanco, u os arrepentiréis.

Hizo retirarse a su inquieta montura unos pasos, enristró la lanza y apuntó al recién llegado.

—No, eso no está bien. —El caballero blanco daba señales de perturbación—. Tengo que tomar esta casilla en nombre de su serena alteza de alabastro, ahora, por así decirlo. —Volvió a ponerse el yelmo—. Es decir, supongo que tenemos que batirnos.

—¡Idiota! —gritó el caballero rojo—. ¡Vosotros, prisioneros… quedaos ahí hasta que termine!

El caballero blanco había empuñado la lanza y avanzaba a medio galope entre ruido de hojalata.

—¡Preparaos! —gritó, pero estropeó el efecto con una pregunta—. ¿Estáis seguro de que estáis preparado?

—¡A correr!

Gally echó a correr pasando al lado del caballero rojo; éste volvió la cabeza para gritar al chico y la lanza de su enemigo se le estrelló en medio de la coraza. Agitó los pies y las piernas en el aire para mantener el equilibrio pero cayó pesadamente al suelo.

Cuando Paul pasó corriendo junto a él, el caballero león ya volvía a ponerse en pie y sacaba de una correa de la silla una maza enorme y desagradable de ver.

—Un buen golpe… muy bueno, sí. ¡Tenéis que reconocerlo! —dijo el caballero blanco, que no parecía preparar defensa alguna contra el caballero rojo, que ya se arrojaba al contraataque.

—¡Pero va a matarlo!

Paul, indeciso, dio un paso algo inseguro en dirección al claro en el momento en que el caballero rojo, blandiendo la maza, golpeaba a su oponente y lo arrojaba de la silla a la húmeda tierra.

Gally lo agarró por la manga y le dio un tirón tan fuerte que casi le hace caer al suelo.

—¡Déjales con lo suyo! ¡Vamos, patrón!

Se lanzó otra vez a la carrera colina abajo sin soltar la manga de Paul, que no tuvo más remedio que seguirlo a trompicones. Al cabo de unos momentos, el claro quedó oculto por los árboles, pero los gruñidos, las blasfemias y el pesado resonar de metal contra metal siguieron oyéndose durante un buen rato.

—¡Él nos rescató! —dijo Paul sin aliento cuando por fin se detuvieron a descansar un momento—. No podemos dejarlo morir sin más.

—¿Al caballero? ¿A quién le importa? —Gally se apartó de la cara el cabello mojado—. No es de los nuestros… Si la diña, ya volverá. En la próxima partida.

—¿Volverá? ¿En la próxima partida?

El chico ya estaba corriendo nuevamente. Paul lo siguió tambaleándose.

Las sombras eran largas y desmañadas. La tarde declinaba rápidamente, el sol descansaba un momento en la cresta de las colinas. Paul se apoyó en el niño cuando se detuvieron y casi ruedan los dos por el suelo.

—No puedo… —dijo resollando—. Descansar…

—No mucho. —Gally también parecía cansado, pero no tanto como Paul, ni mucho menos—. El río está ahí mismo, después de la cuesta, pero todavía tenemos que seguirlo un rato para llegar a la frontera.

Paul colocó las manos en las rodillas pero no pudo estirar la cintura y ponerse de pie.

—Si… si esos dos están peleando… ¿por qué… corremos…?

—Porque había más… ya los viste en la colina. Pechiencarnados. Soldados de a pie. Pero se mueven rápido y sin parar cuando quieren, y no necesitan pararse a tomar aliento porque no se les sale el corazón por la boca. —Se deslizó hasta el suelo—. Recupérate porque tenemos que movernos deprisa.

—¿Qué quería decir eso de antes, de la muerte de los caballeros?

Gally se pasó las manos por la cara y se dejó churretes de suciedad, como el dibujo primitivo de un rostro.

—Todos ésos sólo hacen que dar vueltas y vueltas. Luchan y luchan hasta que gana un bando y, luego, vuelven a empezar desde el principio. Que yo recuerde, ésta es la tercera partida desde que estoy aquí.

—Pero ¿no muere nadie?

—Claro que sí. Pero sólo hasta el final de la partida, como lo llaman ellos. Y, después, vuelven a empezar. Ni siquiera se acuerdan.

—Pero ¿tú sí porque no eres de aquí?

—Supongo. —El chico frunció el ceño y se quedó pensativo—. ¿Crees que todos los pequeños, Bay y los demás, volverán la próxima vez? ¿Qué crees tú?

—¿Ya os ha pasado antes? ¿Habéis… perdido a algún pequeño de esa forma y luego ha vuelto?

Gally hizo un gesto negativo con la cabeza.

—No sé —dijo Paul al fin, aunque creía saberlo.

Dudaba que la magia, o lo que fuera, que protegía a los nativos del Octavo Casillero se hiciera extensiva a los foráneos.

Cuando pudo mantenerse de pie otra vez, reemprendieron el camino con Gally a la cabeza. Salvado un trecho de bosque denso, subieron por un bosquecillo de árboles retorcidos y salieron a una larga ladera herbosa que descendía hasta el río. Paul no tuvo ocasión de disfrutar de la vista. Gally lo arrastró cuesta abajo hasta cien metros escasos de la orilla del agua y luego volvió a subir hacia la cadena de colinas. Cruzaron los prados ralos y arenosos tan rápido como les permitían las piernas, con el destello anaranjado del sol en los ojos, hasta alcanzar la sombra de las colinas.

Paul miró atentamente el río y las ensombrecidas hileras de árboles que se extendían a lo largo de la orilla más lejana. Las oscuras aguas que corrían cerca de ellos parecían jalonadas de profundas pozas azuladas, pero a su espalda, más allá de la umbría donde se encontraban, ardían al sol poniente como una larga cinta de oro derretido. El río destacaba en el paisaje como si fuera a la vez más real y menor que lo demás, como un fragmento de un cuadro famoso insertado en otro.

Se detuvo un momento, consciente de pronto de que una nube de recuerdos parciales había ido inmiscuyéndose cada vez más en sus pensamientos. ¿Un cuadro famoso? ¿Qué podría ser? ¿Cuándo o dónde había oído esas palabras? Sabía lo que significaban pero no lograba visualizar nada que se correspondiera con esa idea.

—Apúrate, patrón. Si no llegamos a las cuevas cuando sea de noche, nos descubrirán.

—¿No sería más sencillo cruzar a nado hasta la otra orilla?

—¿Te has vuelto loco? —exclamó Gally volviéndose a mirarlo.

—Podríamos hacer una balsa, si el sitio está muy lejos… hay madera en abundancia.

—¿Para qué?

Paul, como de costumbre, se movía en un terreno conceptual donde los fragmentos de saber que salían a la superficie no concordaban con el mundo que le rodeaba.

—Para… para escapar. Para salir del Octavo Casillero.

Gally se paró en seco, puso los brazos en jarras y frunció el ceño.

—Primero, ya te lo dije, no podemos meternos en el agua porque nos encontrarían. Segundo, no hay otra orilla.

—¿Cómo que no hay otra orilla?

—Pues eso…, que no hay otra orilla. Lo sabe hasta el más panoli. Así no se sale del Octavo Casillero… el río sólo pasa por él.

Paul no atinaba a comprender la diferencia.

—Pero ¿qué es aquello? —preguntó, señalando a la otra orilla.

—Pues… no lo sé. Una especie de espejo. Un dibujo, quizá; pero allí no hay nada. Así se perdió una mayor. Creyó que podía cruzar, aunque ya se lo habían advertido.

—No lo entiendo. ¿Cómo es posible que no haya nada allí si yo veo que hay algo?

—No me creas si no quieres, patrón —replicó Gally; dejó de mirarlo y prosiguió la marcha—. Si lo prefieres, deja que te maten. Pero ni tú ni yo volveremos a salir en la próxima partida, creo.

Paul se quedó mirando los altos árboles y después se apresuró tras el chico. Gally, al ver que Paul lo seguía, se sintió aliviado y molesto a la par, pero entonces abrió los ojos desmesuradamente mirando más allá de su compañero, y éste volvió la cabeza.

Un objeto cruzaba el prado rápidamente en dirección a ellos, muy lejos todavía y avanzando tan velozmente que no se percibía con claridad. Iba dejando una fina estela de humo en el aire al quemar la hierba por donde pasaba.

—¡Corre! —gritó Gally.

A pesar del cansancio, Paul no necesitó que se lo dijera dos veces. Se lanzaron a la carrera hacia las colinas moradas cuyas faldas estaban a sólo mil pasos. Un saliente cercano, que al principio Paul había tomado por una formación rocosa más, resultó ser obra humana, visto de cerca. Era una especie de aguja triangular aislada, más alta que una persona, y se elevaba en el centro de un ancho círculo de baldosas planas de piedra cubiertas de extraños dibujos. Sobre la superficie lisa y dura, que Paul tomó por un enorme reloj de sol, se corría mucho más deprisa y, por breves momentos, Paul creyó que llegarían sanos y salvos a la cueva. Unos animalillos de hocico retorcido y curvo se apartaron de en medio y se ocultaron en la maleza.

Acababan de alcanzar el pedregal de arena y cantos que señalaba el pie de las colinas cuando un objeto rojo los sobrepasó a toda velocidad, con el ruido y la fuerza de un pequeño tren de mercancías.

«¿Tren de mercancías? —se preguntó Paul, a pesar del pánico incontrolado—. ¿Qué…?».

El objeto empezó a frenar delante de ellos hasta detenerse por completo levantando una polvareda de gravilla ardiente. Las pequeñas esquirlas de piedra rebotaron en el pecho y la cara de Paul.

Le sacaba la cabeza, al menos, y era toda roja de arriba abajo. Todo en ella tenía el mismo tono brillante, hasta su orgulloso rostro y su cabello peinado hacia arriba. El enorme vestido acampanado parecía hecho de un material mucho más pesado y tieso que la tela. Por debajo del orillo todavía salían unos hilillos de humo.

—¡Tú! Me han comunicado que has rechazado mi oferta de vasallaje. —Tenía la voz potente como una máquina de bombear, pero heladora como para inmovilizar pájaros en pleno vuelo—. Así no se ganan mis favores.

Gally se desplomó junto a Paul y éste logró aspirar el aire necesario para hablar sin chillar.

—No pretendíamos ofenderos, alteza. Sólo deseamos…

—Silencio. Habla cuando te hable, pero sólo si te digo que te he hablado. Bien, ahora te he hablado. Puedes hablar.

—No pretendíamos ofenderos, alteza.

—Eso ya lo has dicho. No creo que desee aceptar vuestro vasallaje, de todos modos… sois unas criaturas tremendamente estúpidas. —Levantó una mano en el aire y chasqueó con los dedos haciendo un ruido seco como un balazo. Entre los árboles de las colinas, a una buena distancia, aparecieron tres soldados de a pie armados; empezaron a descender por la ladera resbalando y tropezando, acudiendo raudos a la llamada de su señora—. Supongo que simplemente haré que os corten la cabeza. No es un castigo muy original pero me parece que las costumbres antiguas son las mejores, ¿no es así? —Se detuvo y se quedó mirando a Paul fijamente—. Bien, ¿no tienes nada que decir?

—Vámonos. Nos vamos de aquí. No queremos molestar.

—¿Acaso he dicho que te había hablado? —Frunció el ceño verdaderamente intrigada—. Bien, bien; si no se me olvida y descubro que has hablado cuando no te tocaba, sencillamente haré que te corten la cabeza dos veces.

Los soldados habían llegado a terreno llano y se acercaban presurosos. Paul pensó en esquivar a la reina como pudiera y echar a correr hacia la acogedora oscuridad de una cueva enorme que se abría en las rocas a sólo cien pasos.

—Te veo —dijo la reina—. Sé lo que estás pensando. —No había un ápice de frivolidad ni de sentimiento humano en aquella voz… era como ser capturado por una máquina horrenda—. No puedes planear una fuga sin permiso, ni te serviría de nada. —Hizo un gesto de asentimiento; un instante más tarde, se había alejado cien pasos hacia un lado, pero Paul no alcanzó a ver sino un borrón rojo—. Eres muy lento, no podrías superarme jamás —remarcó—. Aunque te has movido algo más velozmente de lo que esperaba. Me pone muy furiosa que lleguen fichas al Octavo Casillero y anden moviéndose a su gusto. Si supiera quién es el responsable, rodarían muchas cabezas, te lo aseguro. —Se convirtió de nuevo en un borrón, se detuvo a menos de un metro de Paul y el chico y los miró con superioridad y desprecio—. De todos modos, rodarán unas cuantas cabezas. Sólo hace falta saber cuáles y cuántas.

El primer soldado llegó por fin, seguido de cerca por sus dos compañeros. Antes de que Paul superase la perplejidad que le causaba la asombrosa agilidad de movimientos de la reina, unas manos fuertes y bruscas le pusieron los brazos a la espalda.

—Al parecer, ha habido algo más —dijo la reina secamente. Se llevó un dedo escarlata a la barbilla y ladeó la cabeza en un gesto de niño de madera—. ¿Había pensado en cortar otra cosa que no fuera la cabeza?

Paul se debatía inútilmente. Los dos soldados que lo sujetaban eran tan penosamente sólidos como la reina. Gally ni siquiera intentaba librarse del hombre armado que lo sujetaba.

—¡No hemos hecho daño a nadie! —gritó Paul—. Somos extranjeros.

—¡Ah! —La reina sonrió, complacida por su propia agudeza. Hasta los dientes tenía rojos como la sangre fresca—. Me lo has recordado… extranjeros. —Se llevó los dedos a la boca y silbó, un estallido ensordecedor que levantó ecos de todas las piedras—. Prometí que os entregaría a otra persona. Después, haré que corten la cabeza a los despojos.

Paul sintió un escalofrío repentino por todo el cuerpo, como el viento húmedo de la noche oceánica. Giró sobre sus talones sabiendo lo que iba a ver.

Detrás de ellos, dos figuras habían aparecido en el prado, vestidas con sombreros y capas y con las caras ocultas en la sombra. Avanzaban pesadamente, sin prisa. Cuando la de menor altura extendió los brazos en un horrible gesto burlón de sorpresa y alegría, algo destelló en la negrura bajo el ala del sombrero.

—¡Ahí estás! —Aquélla voz hacía sentir a Paul deseos de gritar y de morderse la carne—. Habríamos caminado cuanto hubiera sido necesario para encontrarte otra vez…

Gally gimió. Paul se lanzó hacia delante para librarse, pero los soldados de la reina lo tenían fuertemente agarrado.

—Tenemos para ti cosas muy especiales, querido y viejo amigo. —La pareja estaba más cerca ya pero todavía no se les distinguía bien, como si estuvieran envueltos en una nube más oscura—. Cosas muy especiales…

A Paul se le doblaron las rodillas y se desvaneció en los fuertes brazos de los soldados pero, aun así, oyó un sonido singular. O bien Gally chillaba con tanta fuerza como silbaba la reina o bien…

El rugido se elevó más. Paul dejó de prestar atención a la fascinante y aterrorizadora visión de sus perseguidores y miró hacia las colinas. Se preguntó si sería una avalancha… Con toda seguridad, sólo las piedras rodando unas sobre otras podían producir ese ruido grave como de moler. Pero no era una avalancha sino un ser enorme con alas que salió graznando de la cueva de la ladera. Paul se quedó mirándolo. La reina abrió la boca de par en par.

—¡Jabberwock! —exclamó azorado un soldado, presa de terror y desesperación.

Una vez fuera de la confinadora cueva, el ser desplegó las alas hasta recoger los últimos rayos de sol entre sus membranas veteadas. Cerró y abrió los pesados párpados. Adelantó la cabeza, que serpenteaba en el extremo de un cuello increíblemente largo, y alzó el vuelo ahuecando las alas con secos crujidos. El soldado que sujetaba a Gally cayó de espaldas y quedó en el suelo gritando débilmente.

La bestia se elevó hasta cernerse en el cielo luminoso por encima de las cimas de las colinas, una silueta negra como un murciélago con las alas extendidas delante de una farola, y después se lanzó en picado. Los soldados que retenían a Paul lo soltaron a la vez y echaron a correr. La reina levantó los brazos y gritó al ave que descendía. El vendaval empujó a Paul y finalmente lo tiró al suelo al tiempo que la criatura abría sus enormes alas y volvía a tomar altura con una de las horribles figuras embozadas pataleando entre las garras.

—¡Gally! —gritó Paul. Había polvo por todas partes, humaredas y más humaredas de polvo. En alguna parte, entre la arenilla, la oscuridad y la corriente de aire, oía a la reina roja expresando su ultraje a gritos—. ¡Gally!

Encontró al niño acurrucado en el suelo, lo agarró y echó a correr hacia el río. Mientras avanzaban a trompicones por el terreno irregular, el chico levantó la mirada y vio el destino que les esperaba.

—¡No! ¡No!

Paul chapoteaba en las aguas poco profundas con el niño en brazos, que no dejaba de patalear. Cuando avanzaba hacia la corriente, oyó una voz que le hablaba desde el caos que habían dejado atrás.

—¡Lo estás poniendo cada vez peor! ¡Te encontraremos, vayas a donde vayas, Paul Jonas!

Soltó al chico y empezó a nadar hacia la orilla opuesta. Gally estaba a su lado, luchando por mantenerse a flote, así que lo agarró del cuello y movió las piernas con fuerza contra la maraña de juncos. Algo les pasó por encima de la cabeza levantando olas blancas en el agua. Llevaba entre las garras una figura escarlata que aullaba como una olla a presión. Las olas zarandeaban a Paul y lo empujaban hacia la orilla. Se sentía cada vez más débil, y la otra ribera estaba todavía muy lejos.

—Nada, chico —le dijo medio ahogado, y lo soltó.

Avanzaron juntos un poco y con gran esfuerzo, pero la corriente los separaba y al mismo tiempo los colocaba en buena dirección hacia la orilla, pero no parecían acortar distancias.

Paul sintió un doloroso calambre en la pierna. Tragó aire y se hundió; luego, las aguas turbulentas lo arrastraron en círculo mientras luchaba por volver a la superficie. Cerca de allí distinguió un brillo, una forma distorsionada pero luminosa, como una vela vista a través de un espejo ondulante. Salió a flote con un esfuerzo. A su lado, Gally sacudía los brazos y las piernas desesperadamente, con la barbilla apenas por encima del agua y la cara contraída de miedo.

Paul volvió a meter la cabeza debajo del agua. Allí estaba… una cosa dorada que rielaba en las profundidades. Salió a la superficie, agarró a Gally y le tapó la boca.

—Contén la respiración —le dijo entrecortadamente, y lo arrastró al fondo consigo.

El chico se debatía salvajemente. Paul movía las piernas con todas sus fuerzas para arrastrar a ambos al fondo, hacia el resplandor distorsionado. Gally le propinó un codazo en el estómago que le hizo soltar todo el aire; Paul tosió y el río entero se le metió por la boca y la nariz. El resplandor amarillo parecía más cerca ya, pero también la negrura, que se cerraba alrededor rápidamente.

Paul estiró un brazo hacia el punto brillante. El agua era negra y se arremolinaba, sin embargo, tenía la solidez de la piedra, y había burbujas de luz dorada como atrapadas en ámbar. Vio por un instante la cara de Gally, parecía congelada, con los ojos desorbitados y la boca desmesuradamente abierta por el horror de la traición. Paul siguió alargando el brazo y luego, todo desapareció.