17. Una llamada de Jeremiah

PROGRAMACIÓN DE LA RED/DEPORTES: Joven caribeño firma el contrato «Conejillo de Indias».

(Imagen: Bando jugando al baloncesto en pista de tierra). Voz en off: Solomon Bando, dominicano de doce años, será el primer niño en someterse a un tratamiento hormonal financiado y administrado por un concesionario de deporte profesional. La familia de Bando firmó el contrato con Ensenada ANVAC Clippers, de la Asociación Mundial de Baloncesto, por el cual su hijo, elegido como espécimen óptimo entre cientos de aspirantes, será sometido a una serie de tratamientos con hormonas de desarrollo de la masa muscular e injertos de tejido óseo, cuyo objetivo es potenciar su crecimiento hasta una altura de dos metros y medio.

(Imagen: Roland Krinzy, vicepresidente de los Clippers). KRINZY: Nuestra perspectiva es el futuro de largo alcance, no pensamos sólo en el mañana inmediato. La afición nos lo agradece.

Renie colocaba y recolocaba los bultos buscando un orden manejable. El autobús resopló y siguió despacio sobre ruedas, depositando almas en unas cuantas esquinas más como un animal extraño que marca los límites de su territorio.

La temperatura había subido en la calle mientras cubrían el trayecto, aunque el sol estaba ya muy bajo en el horizonte; el sudor le corría por el cuello y la espalda. Antes del incendio, tenía la parada a pocas calles de su casa, aunque esa distancia siempre le había parecido pesada al final de una jornada de trabajo. Dos semanas más tarde, ya recordaba el pasado con cariño y nostalgia.

Todo era bullicio en las calles de Lower Pinetown, como era habitual a esa hora del día. Gente de todas las edades se reunía en los portales o al pie de las escaleras a chismorrear con los vecinos o con los de la otra acera, difamando a voces para que todo el que lo oyera participara de la juerga. Un grupo de jóvenes jugaba al fútbol en medio de la calzada bajo la atenta mirada de una pandilla de niños, que corrían por las aceras siguiendo las incidencias del partido a medida que el balón se dirigía de un extremo a otro de la calle, y también, aunque con menos dedicación, vigilados por el público de los portales. Casi todos los jugadores llevaban sólo pantalones cortos y takkies destrozados. La imagen de los cuerpos sudorosos unida a las risas y las voces le provocó un hondo deseo de tener alguien que la abrazara y la amara.

«No pierdas el tiempo, chica. Hay mucho que hacer».

Uno de los jóvenes jugadores, delgado y con la cabeza rasurada, se parecía un poco a Del Ray, su antiguo novio, sobre todo en el atractivo aire de soberbia. Por un momento, lo vio allí en la calle, frente a sí, aunque sabía que el chico que le había llamado la atención era mucho más joven. Se preguntó qué haría el verdadero Del Ray en ese momento, dónde estaría. Hacía ya un tiempo que no pensaba en él y no estaba segura de alegrarse por haberlo recordado. ¿Se habría marchado a Johanesburgo, como siempre juraba que haría? Nada le habría impedido entrar en el gobierno e iniciar la escalada del respeto… Del Ray era muy ambicioso. ¿O seguiría en Durban y volvería a su casa después del trabajo, donde le esperaría una mujer… su esposa, quizá? Hacía al menos cinco años que no lo veía, tiempo suficiente para cualquier cambio. Tal vez tuviera hijos. O a lo mejor había muerto, incluso.

Se estremeció ligeramente y se dio cuenta de que se había detenido en medio de la acera. El joven, que en ese momento corría delante de todos los jugadores regateando con el viejo balón, pasó volando ante sus narices. Percibió un reflejo dorado en su sonrisa esforzada. En realidad, se parecía poco a Del Ray.

Unos cuantos chiquillos la sobrepasaron a toda velocidad, como una ola marina, siguiendo al joven que no era su novio en su trayectoria hacia la meta. Tuvo que sujetar los bultos con fuerza cuando la tropa la envolvió gritando y, luego, siguió su camino. Anduvo unos cuantos metros más dejando atrás los portales y llegó a la zona comercial, pequeña y un tanto deprimente.

Un vestido en un escaparate le llamó la atención y frenó el paso. La tela clara tenía un brillo extraño, parecía que la luz, oblicua ya, se moviera en la tela irregularmente. Resultaba extraño y chocante al mismo tiempo y se detuvo a mirarlo más de cerca. Hacía mucho tiempo que no se compraba ropa que no fuera práctica.

Sacudió la cabeza con cierta sensación de víctima victoriosa. Si había habido alguna ocasión en que necesitara ahorrar y no pudiera permitirse una cosa sólo por gusto, era justo ese momento.

Al volverse para reemprender la marcha, percibió un movimiento en el reflejo del cristal o más allá. Pensó que sería alguien que estaba en el escaparate pero, al mirar desde otro ángulo, comprobó que allí no había más que maniquíes. Había captado algo muy cerca de ella, por detrás. Se giró pero sólo alcanzó a ver un trozo de paño oscuro que desaparecía por una esquina a unos diez metros de distancia. Dos muchachas que caminaban en sentido contrario a Renie, por la misma acera, miraron hacia atrás un poco asombradas, como siguiendo con la vista a quien acababa de pasar.

Renie se colocó bien el bolso y siguió adelante con determinación, no como si fuera de noche y anduviera sola por la calle porque, en realidad, había bastante gente en el mercado de la esquina a escasa distancia, y seis personas al menos más cerca de ella aún. Aunque tuviera problemas, era peligroso empezar a creer que la perseguían.

Mientras esperaba para cruzar la calle, se volvió a mirar inintencionadamente. Un hombre alto y delgado con camisa oscura y gafas de sol de montura metálica observaba fijamente el escaparate de la tienda de ropa. No la miró a los ojos ni dio señal alguna de advertir su presencia siquiera, pero a Renie le pareció que estaba pendiente de sus movimientos.

A lo mejor sólo se asustaba de las sombras. Pero de todas formas, cuando alguien seguía a otra persona lo llamaban «convertirse en su sombra», ¿no?

«Es peligroso creer que te siguen, pero a lo mejor lo es más creer que no».

A la altura de la esquina, entró en el mercado, aunque ya había hecho la compra cerca de la Politécnica, donde se encontraban las mejores tiendas. Cuando salió con un refresco en la mano, no vio ni rastro del hombre de la camisa oscura.

El refugio era un antiguo depósito de furgonetas que no había perdido su ambiente íntimo y acogedor. Los techos, de doce metros de altura, se abrían al cielo en las partes donde las placas de barata fibrámica ondulada no llegaban a encontrarse. El suelo era de cemento y conservaba antiguas manchas de aceite. El departamento de Bienestar Social de la Gran Durban había hecho cuanto había podido, gracias al trabajo voluntario en su mayor parte —habían compartimentado la inmensa nave con paneles de cartón madera de los que se podían colgar cortinas, dejando un área común espaciosa y enmoquetada en una esquina, con una pantalla mural, una gran cocina de gas, dianas para jugar a los dardos y una vieja mesa de billar—, pero la conversión del edificio se había hecho precipitadamente, a raíz de las inundaciones de hacía tres años y no se había modificado desde entonces. En su día, se acondicionó temporalmente para albergar a los desplazados de las zonas más bajas pero, pasadas las riadas, el ayuntamiento mantuvo abierto el edificio. Lo alquilaban para los poco frecuentes bailes improvisados y reuniones políticas, aunque contaba con un contingente de población fija que nunca encontraba otro lugar de residencia.

Haber mantenido el refugio no había supuesto mejorarlo, sin embargo. Renie arrugó la nariz al pasar por el espacio abierto que había ante la entrada. ¿Cómo sería que un espacio tan barrido por las corrientes en invierno mantuviera el calor y el hedor con tanta efectividad durante el verano?

Dejó los paquetes en el reservado de cuatro metros por tres que constituía su casa, de momento. Su padre no estaba ni esperaba encontrárselo. Encendió un cigarrillo, se descalzó y cerró la cortina para cambiarse de ropa; prefería conservar la de trabajo lo más limpia posible. Se puso unos pantalones cortos y una camisa suelta y colocó los alimentos en la diminuta nevera; puso agua a calentar en el hornillo, apagó el cigarrillo y salió a buscar a Long Joseph.

Estaba en la zona de la pantalla mural con el grupo de hombres de siempre, unos de su edad y otros más jóvenes, viendo un encuentro de fútbol que se celebraba sobre un verde campo de hierba en alguna parte, un partido entre profesionales bien pagados de un país de nunca jamás del deporte y el comercio, de los que sólo existían en los programas de televisión. Sin poder evitarlo, pensó en el juego de verdad que acababa de ver en la calle, muy cerca de allí. ¿Qué alejaba a los jóvenes del aire libre y los transformaba en seres sólo un poco mayores, lentos en el hablar pero rápidos para discutir, superficiales, satisfechos simplemente con sentarse a pasar la tarde tomando cerveza en un almacén húmedo? ¿Cómo podían empezar siendo tan fuertes y llenos de vitalidad y terminar tan amargamente?

Su padre la vio llegar y, con un reflejo surgido de la culpabilidad, trató de esconder la cerveza. Renie lo pasó por alto.

—Estoy haciendo café, papá, y luego tenemos que ir a ver a Stephen.

El padre echó una ojeada furtiva hacia abajo, donde escondía la botella pegada a la pierna. Estaba casi vacía. Los demás miraban la pantalla fijamente. Renie había oído decir a un colega que los hombres eran como perros; en ese caso, se hacía más patente cuando seguían el movimiento de un balón. Long Joseph apuró la cerveza y dejó el envase en el suelo con un gesto de desafío.

—Me voy. Tengo que ir a ver al chico.

Mientras avanzaban por el gran espacio abierto, Renie creyó ver otra vez al hombre de la camisa oscura, recortada su silueta en la puerta de entrada, pero resultaba difícil de precisar con el chorro de luz que entraba por detrás de él. Se sobrepuso al momento de inquietud. Aunque fuera el mismo, no significaba nada. En el refugio vivían al menos quinientas personas, más los muchos que pasaban por allí durante el día para distraerse. Renie sólo conocía a los que se habían refugiado, igual que ellos, después del incendio del bloque de pisos.

Volvió a mirar cuando la luz no le daba en los ojos pero ya no lo vio.

—Yo lo hacía bien —dijo su padre de pronto—. Todos los días. Sabía hacerlo bien.

—¿Cómo?

—Cuando trabajaba. Cuando era electricista. Terminaba la jornada, dejaba las herramientas, me tomaba algo con mis amigos. Contento al final de la jornada. Pero entonces vino la lesión de espalda.

Renie no contestó. La lesión de espalda de su padre había empezado, o al menos eso decía él, al cabo de un año de la muerte de su uma' Bongela, su abuela, que había tomado a los niños bajo su cuidado tras la muerte de la madre en el incendio de los almacenes. Tal lesión coincidió además con un aumento de interés por la bebida y con el regreso a casa a altas horas de la noche de unas supuestas reuniones sociales, de modo que Renie tenía que llevarse a su hermanito con ella a la cama para que dejara de llorar. Siempre había tenido dudas con respecto a la lesión de espalda de su padre.

A menos que la acumulación de trabajos duros lo hubiera aplastado durante mucho tiempo y luego lo rematara la carga casi imposible de perder a su esposa y a su suegra y quedar como único progenitor de dos niños pequeños, de tal modo que no hubiera podido enderezarse nunca más. Claro, a eso también se le podía llamar lesión de espalda, en cierto modo.

—Todavía podrías volver a hacerlo, ¿sabes?

—¿Cómo?

Estaba distraído, caminando con la mirada perdida a media distancia.

—Ser electricista. Bien sabe Dios que por aquí todo el mundo tiene problemas. Estoy segura de que recibirían tu ayuda encantados.

—La espalda —dijo, tras clavarle una mirada rabiosa y volver a fijar la vista adelante.

—Bueno, no tienes por qué forzarla, evita los movimientos que te la empeoren. Estoy segura de que aun así podrías hacer muchas cosas. La mitad de los que viven aquí tienen las tomas de electricidad sobrecargadas, los cables viejos, los electrodomésticos en mal estado…, ¿por qué no te das una vuelta y lo miras?

—¡Maldita sea, niña! Si lo que quieres es deshacerte de mí, dímelo. —Se enfadó repentinamente y apretó los puños—. No pienso ir por ahí mendigando trabajo. ¿Insinúas que mi paga mensual no es suficiente?

—No, papá. —A sus cincuenta y pocos años, empezaba a convertirse en un viejo gruñón. Renie quería tocarlo pero no se atrevió—. No, papá. Era sólo una idea. Me gustaría verte…

—¿Convertido en un ser útil? Soy útil a mí mismo, niña. Y ahora, métete en tus asuntos.

Volvieron en silencio a su agujero. Long Joseph se sentó en la cama y se concentró en un detallado y crítico repaso de sus zapatillas, mientras Renie preparaba dos tazas de café instantáneo. Cuando las tabletas terminaron de hacer efervescencia, le pasó una taza a su padre.

—¿Puedo hacerte una pregunta, o piensas pasarte el resto de la tarde de mal humor?

—¿Qué? —dijo, mirándola por encima del borde de la taza.

—¿Cómo era el hombre que viste a la puerta de casa? ¿Te acuerdas? Me refiero al que viste esperando en el coche el día que !Xabbu vino a verme a casa.

—¿Cómo quieres que lo sepa? —dijo encogiéndose de hombros y soplando en el café—. Estaba oscuro. Tenía barba y sombrero. ¿Para qué quieres saberlo?

El hombre que la había seguido no tenía barba, pero eso no demostraba nada… cualquiera podía afeitarse.

—Estoy… preocupada, papá. Creo que me siguen.

—¡Qué absurdo! —exclamó con mala cara—. ¿Te siguen? ¿Quién?

—No sé, pero… creo que he molestado a alguna persona. He estado estudiando lo que le ha pasado a Stephen, he hecho algunas investigaciones por mi cuenta.

—¿Qué tonterías estás diciendo, niña? —insistió Long Joseph, ceñudo todavía—. ¿Quién te sigue, un doctor loco?

—No. —Renie tomó la taza con ambas manos y agradeció el calor, a pesar de la tarde calurosa que hacía—. Creo que lo que le pasa tiene algo que ver con la red. No sé explicártelo, pero es lo que creo. Por eso fui a ver a mi antigua profesora.

—¿Qué ayuda puede prestarte esa vieja bruja blanca?

—¡Mierda, papá; sólo quiero hablar contigo! ¡No conoces de nada a la doctora Van Bleeck, así que calla la boca!

Long Joseph hizo un movimiento como para levantarse y se salpicó de café.

—¡Ni se te ocurra levantarte! Te estoy contando una cosa muy importante. ¿Piensas escucharme? No soy la única familia de Stephen, ¿sabes?… también es tu hijo.

—Y pienso ir a verlo esta noche —replicó Long Joseph, herido en su amor propio, aunque era sólo la quinta vez que iría a ver a su hijo, y siempre obligado por la insistencia de Renie.

Volvió a sentarse haciendo pucheros, como un niño al que se reprende.

Le contó cuanto pudo, sin entrar en los detalles especulativos más incomprensibles y sin nombrar siquiera la última hora que pasó en el Mister J’s. Tenía edad e independencia suficientes, nadie podía prohibirle hacer lo que estaba haciendo; pero no podía pasar por alto la posibilidad de que su padre decidiera protegerla de sí misma, tal vez, y le destrozara la multiagenda o cualquier otro componente del equipo cuando recordara, después de unos tragos, que en parte era descendiente de guerreros zulúes. Si fuera necesario, continuaría con la investigación desde el despacho, pero ya había implicado a la Politécnica más de lo recomendable y además tenía mucho trabajo atrasado a causa de la baja por enfermedad.

Long Joseph se quedó en silencio después de escuchar a su hija.

—No me extraña que hayas estado a punto de matarte, trabajando todo el día y luego corriendo de un lado a otro por culpa de ese otro asunto —le dijo al fin—. Me parece una locura. ¿El chico está enfermo por culpa de un ordenador? Jamás lo había oído.

—No lo sé. Sólo te he contado lo que pienso y lo que estoy haciendo, pero no tengo pruebas.

«Excepto una foto muy borrosa de una ciudad —pensó—. Pero gracias a que me llevé la multiagenda a casa de Susan y gracias a que no estaba en casa cuando se produjo el incendio».

—¿Crees que el incendio fue provocado? —preguntó su padre, como si le hubiera leído el pensamiento.

—No… no sé. Prefiero no pensar que la cosa es tan grave. He dado por sentado que fue un incendio normal… ya sabes, un accidente.

—Porque si has metido las narices donde no te llamaban, irán a por ti. Sé cómo son esas cosas, hija; las he visto con mis propios ojos. —Long Joseph estiró las piernas y se miró los calcetines. A pesar de su altura, en ese momento parecía muy pequeño y muy viejo. Se inclinó hacia delante y buscó los zapatos palpando el suelo con un leve gruñido—. ¿Y ahora crees que andan tras de ti?

—Es posible, no lo sé. En estos momentos no sé nada de nada.

—Yo tampoco sé qué decirte, Irene —replicó, mirándola con reproche y un poco asustado—. No quiero pensar que mi hija se ha vuelto loca, pero tampoco me gusta la otra idea. —Se enderezó con los zapatos en la mano—. Más vale que me calce y vayamos a ver al chico.

Después de la visita, acompañó a su padre al vestuario para que se quitara el traje aislante y, luego, se quitó el suyo con cuidado y lo dobló para meterlo en el recipiente dispuesto a tal uso. Acto seguido se fue al servicio, se sentó en el retrete y empezó a llorar, suavemente al principio pero, al cabo de un momento, apenas podía respirar; tenía la nariz llena de mucosidad, pero no le importaba.

Stephen estaba allí, en alguna parte; su Stephen, el niño de los ojos sorprendidos que se metía en su cama, estaba en alguna parte, perdido en su cuerpo. Las luces de las máquinas, los monitores del cerebro, todo el instrumental de la medicina moderna —o al menos, todo el material de que disponía el hospital de las afueras de Durban— indicaban que no había muerte cerebral. Aún no. Pero los brazos y las piernas se retorcían más cada día y mantenía los puños cerrados, muy apretados a pesar de la fisioterapia. ¿Cómo eran esas palabras horrendas? «Estado vegetativo persistente». Como una raíz seca, sin nada más que algo hundido en la tierra, macabra, sin movimiento por fuera ni por dentro.

No sentía a su hermano y eso era lo peor. !Xabbu había dicho que su espíritu estaba en otra parte y, aunque fuera el típico sermón espiritualista que solía escuchar asintiendo pero sonriendo con sorna por dentro, tenía que reconocer que compartía su opinión. El cuerpo era de Stephen y seguía con vida, pero el verdadero Stephen no estaba allí.

¿Qué diferencia había entre eso y un estado vegetativo persistente?

Estaba cansada, muy cansada. Cuanto más corría, más estancada estaba en el mismo sitio, y no sabía de dónde sacaría fuerzas para seguir adelante. En momentos como ése, hasta la terrible muerte de su madre le parecía una bendición, comparativamente… Al menos, la víctima descansaba en paz y la familia podía encontrar alivio en el duelo.

Cogió un trozo de rasposo papel higiénico industrial y se sonó la nariz; luego cogió un poco más y se limpió los ojos y la cara. Su padre empezaría a impacientarse. Las revistas que había en la sala de espera no eran de su gusto y no le distraerían. ¿Por qué sería eso? ¿Las revistas de los hospitales serían donativos exclusivos de señoras ancianas? La falta de artículos deportivos y de mujeres semidesnudas indicaba la falta de intervención masculina en la selección.

Frente al espejo, se secó la cara un poco más. El olor a desinfectante era tan fuerte que pensó que los ojos se le iban a llenar de lágrimas otra vez. «Sería perfecto —pensó con amargura—, tomarme tantas molestias por disimular que he llorado y salir del servicio con los ojos llenos de lágrimas». Se dio otro orgulloso repaso a las pestañas.

Su padre se había impacientado de verdad, pero había encontrado algo con que distraerse. Estaba molestando a una mujer bien vestida, sólo un poco mayor que Renie, que había tenido que correrse hasta el otro extremo del sofá para evitar las atenciones de Long Joseph. Mientras ella se acercaba, su padre seguía ganando terreno.

—… Un jaleo tremendo, ¿sabe? Camiones de bomberos, helicópteros, ambulancias…

Le contaba el incendio del bloque de pisos.

Renie sonrió y se preguntó si no acabaría de estropearle la historia de cómo había rescatado él solito a todos los niños y mujeres.

—Vamos, papá —dijo, y entonces reconoció a la mujer; era Patricia Mwete, la madre de Soki. No habían hablado desde la desastrosa conversación que terminó con el ataque del amigo de Stephen—. ¡Ah! Hola, Patricia —saludó correctamente—. Papá, esta señora es la madre de Soki. Perdona, no te he reconocido al principio.

La mujer la miró —seguro que todavía tenía señales de las lágrimas, a pesar de sus grandes esfuerzos— con una curiosa expresión de temor e incómoda solidaridad.

—Hola Irene. Ha sido un placer conocerle, señor…

Hizo un gesto precavido a Long Joseph; no estaba completamente segura de que no seguiría avanzando hacia ella por el sofá.

Renie titubeó un momento sin saber qué decir. Quería preguntar a Patricia por qué estaba allí, pero la amabilidad curiosa y casi supersticiosa de las salas de espera de los hospitales no se lo permitía.

—Hemos venido a ver a Stephen —dijo.

—¿Cómo se encuentra?

—Igual —contestó Renie.

—Hay que ponerse un traje absurdo —comentó Long Joseph—, como si mi chico tuviera la peste o algo así.

—No es por eso… —empezó a decir Renie, pero Patricia la interrumpió.

—Soki ha venido a hacerse unas pruebas. Tres días y dos noches. Simple rutina —dijo con aire de desafío, como advirtiendo a Renie que no se atreviera a contradecirla—. Pero se siente solo y vengo a verlo después del trabajo. —Levantó una bolsa—. Le he traído fruta. Unas uvas.

Parecía estar a punto de echarse a llorar también.

Renie sabía que los problemas de Soki no habían sido tan sencillos ni tan pasajeros como Patricia le aseguró la última vez que se vieron. Le habría gustado hacer más preguntas pero no le pareció el momento oportuno.

—Bien, pues dale recuerdos. Ahora tenemos que irnos, mañana me espera una jornada larga.

Cuando su padre empezó el complicado proceso de ponerse de pie, Patricia tomó a Renie por el brazo de repente.

—Vuestro Stephen —dijo, y calló.

La expresión de ansiedad contenida había desaparecido y el terror le asomó a los ojos.

—¿Sí?

Patricia tragó saliva y agitó la mano un poco, como si estuviera a punto de desmayarse. Sólo su atuendo formal de ejecutiva parecía mantenerla en pie.

—Espero que se mejore —dijo por fin con poca convicción—. Espero que todos se mejoren.

Long Joseph ya se había puesto en camino hacia la salida. Renie lo miró inquisitivamente, como si también él fuera un niño con problemas.

—Lo mismo digo, Patricia. No te olvides de saludar a Soki de mi parte, ¿de acuerdo?

Patricia asintió con un gesto, volvió a sentarse en el sofá y palpó la mesa buscando una revista sin mirar siquiera.

—Quería decirme algo —comentó Renie mientras esperaban el autobús—. O bien quería preguntarme algo sobre Stephen.

—¿A qué te refieres?

Su padre empujó con el pie una bolsa de plástico tirada en el suelo.

—Su hijo Soki… a él también le ha pasado algo. Cuando estaba en la red, como a Stephen. Después lo vi en pleno ataque.

—¿Su hijo también está en coma? —preguntó Long Joseph mirando a la puerta del hospital.

—No. No sé qué le pasó pero fue distinto, aunque le ha afectado al cerebro, estoy segura.

Se quedaron en silencio, sentados uno al lado del otro, hasta que llegó el autobús. Su padre, una vez en su asiento, se volvió hacia ella.

—Tendrían que encontrar a esos bribones de la red y obligarlos a responder. Alguien tendría que hacer algo.

«Yo estoy haciendo algo al respecto, papá», le habría gustado decir, pero sabía que su padre no se refería a esa clase de «alguien».

Era de noche. Hasta el brillo de las estrellas era débil, como partículas de mica en arena negra. Al parecer, la única luz en todo el universo era la de la pequeña fogata que ardía dentro del círculo de piedras.

Oyó voces y supo que eran las de sus propios hijos aunque, al mismo tiempo, eran como una tribu de desconocidos, una banda que viajaba por tierras inimaginables. !Xabbu estaba entre ellos, sentado a su lado aunque no lo viera, formando parte del débil murmullo de espíritus invisibles.

Una oscuridad más profunda asomaba a lo lejos, en el único trozo de cielo donde no brillaban estrellas. Tenía forma de un gran triángulo, como una pirámide, pero se elevaba a alturas imposibles, como si estuvieran sentados al pie. Mientras contemplaba la gran sombra, las voces que la rodeaban murmuraban y cantaban. Sabía que todos conocían la presencia de esa gran masa oscura. La temían, pero también temían dejarla atrás pues era lo único que conocían en la inmensidad de la noche.

—¿Qué es? —musitó.

Una voz que creyó era la de !Xabbu le respondió:

—Es el lugar donde vive el que ardió. Ésta noche acude aquí.

—¡Tenemos que escapar!

De pronto, se dio cuenta de que algo se movía en las sombras, más allá de la hoguera, algo que vivía en la oscuridad como los peces viven en el agua. Algo grande y tenebroso los acechaba y, en aquel universo en penumbra, la única claridad incorrupta provenía de las llamas de la pequeña fogata.

—Pero sólo se llevará a unos pocos —dijo la voz—. Los demás quedan a salvo. Sólo unos pocos.

—¡No! ¡No podemos permitir que se lleve a ninguno! —Alargó la mano, pero el brazo que tocó se volvió incorpóreo como el humo. El murmullo aumentó. Una presencia enorme se acercaba agitando los árboles y las piedras, respirando ásperamente. Quiso apartar a su amigo pero se le desmembró entre las manos—. ¡No! ¡No te vayas!

La personificación de la antigua noche se cernía sobre ellos, con las tenebrosas fauces abiertas de par en par…

Renie se sentó jadeando. El murmullo todavía le resonaba en los oídos, más fuerte, y las voces se ahogaban y gruñían. Algo pisoteaba en la oscuridad, cerca. No sabía dónde estaba.

—¡Cállate de una vez! —le gritaron, y se acordó de que estaban en el refugio.

Pero los ruidos no sonaban lejos. Había unos cuerpos por el suelo, peleando a menos de un metro de ella.

—¡Papá! —Buscó la linterna a tientas y la encendió. Vio entonces brazos y piernas que se movían a ciegas, que se arrastraban, rodaban y golpeaban los tabiques de cartón madera. Vio el pijama de rayas de su padre y, al lado, otra linterna caída en el suelo allí cerca derramando luz como una copa. Salió de la cama y agarró por el cuello al agresor de Long Joseph gritando—: ¡Socorro! ¡Auxilio!

Se oyeron protestas en los compartimentos vecinos, pero le pareció que algunas personas se levantaban. Siguió sujetando al desconocido; lo agarró por los pelos y tiró hacia atrás con fuerza. El desconocido lanzó un grito agudo de dolor y le agarró la mano.

Su padre aprovechó el momento para librarse. El desconocido logró desasirse de Renie pero, en vez de huir, se arrastró hasta un rincón y se acurrucó allí tapándose la cabeza con las manos para prevenir posibles ataques. Renie lo alumbró y luego vio volver a su padre con un cuchillo de cocina largo y romo en la mano.

—¡No, papá!

—Voy a matar a este desgraciado. —Respiraba con gran dificultad. Renie notó el fétido olor a sudor alcohólico que emanaba—. ¡Andar por ahí siguiendo a mi hija!

—¡No lo sabemos! A lo mejor se ha equivocado de habitación. ¡Espera un momento, maldita sea! —Se acercó un poco al desconocido acorralado—. ¿Quién eres?

—Sabía lo que hacía. Oí que te llamaba por tu nombre.

Renie se horrorizó… ¿Sería !Xabbu, que había ido a buscarla? Pero hasta en la penumbra, el desconocido parecía mucho más corpulento. Alargó un brazo y le tocó el hombro.

—¿Quién eres? —repitió.

El hombre levantó la cara parpadeando a la luz de la linterna. Tenía un corte en la parte superior de la frente y sangraba. Renie tardó unos momentos en reconocerlo.

—¡Jeremiah! —dijo—. ¡El de la casa de la doctora Van Bleeck!

El hombre la miró fijamente un momento pero no la veía porque la linterna lo deslumbraba.

—¿Irene Sulaweyo?

—Sí, soy yo. ¡Por el amor de Dios! ¿Qué pasa aquí?

Se puso de pie. Varias personas de las habitaciones cercanas se habían congregado ya junto a las cortinas de la entrada; algunos iban armados. Renie salió a darles las gracias y les dijo que sólo había sido una equivocación. Poco a poco, se dispersaron aliviados y se oyeron algunas imprecaciones a propósito del borracho de su padre.

Volvió a entrar y encontró a Jeremiah Dako sentado con la espalda contra la pared, mirando a su padre con desconfianza. Renie encontró la pequeña linterna eléctrica, la encendió y ofreció a Dako una servilleta de papel para que se limpiara la sangre de la cara. Su padre, que todavía vigilaba al intruso como si fueran a salirle pelos y colmillos en cualquier momento, se dejó llevar hasta una silla plegable.

—Sé quién es este hombre, papá. Trabaja en casa de la doctora Van Bleeck.

—¿Y qué hace, viniendo aquí a estas horas? ¿Es novio tuyo?

Dako soltó un bufido de indignación.

—No, no es mi novio. —Renie se volvió hacia él—. ¿Qué hace usted aquí a… —consultó el reloj— la una de la madrugada?

—Me ha mandado la doctora. No he podido llamarla porque no encontré su número.

—Ella lo tiene, lo sé seguro —comentó Renie sin entender.

Jeremiah se quedó un momento mirando el papel empapado de sangre y luego volvió a mirar a Renie pestañeando rápidamente.

«Hoy llora todo el mundo —pensó—. ¿Qué es lo que pasa aquí?».

—La doctora Susan ha sido hospitalizada —dijo abruptamente, enfadado y apesadumbrado—. Se encuentra muy mal… muy mal.

—¡Oh, Dios mío! —Renie cortó varias servilletas más pensativamente y se las fue pasando—. ¿Qué ha ocurrido?

—La apalearon unos hombres. Entraron en la casa. —Dako sostenía la servilleta en la mano. Un hilo de sangre le bajaba por la ceja—. Dijo que quería verla a usted. —Cerró los ojos—. Creo que… que puede morir.

Long Joseph, instalado con petulancia en su papel de defensor de la casa, insistió en acompañarlos al principio. Sólo se convenció de quedarse en el refugio como baluarte defensor contra posibles merodeadores menos perdonables cuando Renie le dijo que a lo mejor tenían que pasar varias horas en la sala de espera del hospital.

Jeremiah conducía rápidamente por las calles medio vacías.

—No me explico cómo entraron esos malnacidos. Me fui a ver a mi madre… era la noche en que siempre voy a verla. Es muy mayor y le gusta que vaya y le arregle algunas cosas. —Un trozo de servilleta le brillaba en la frente, impregnado de sangre seca como una mancha de Rorschach—. No me explico cómo pudieron entrar, los malditos —repitió.

Evidentemente, se lo tomaba como un fallo personal, a pesar de haber estado ausente. Renie sabía que, en tales circunstancias, el portero o cualquier otro empleado solía ser el primer sospechoso, pero resultaba difícil poner en duda la pesadumbre de Dako.

—¿Fue un robo?

—No se llevaron gran cosa… algunas joyas. Pero encontraron a la doctora Susan abajo, en el laboratorio, así que debían de saber que había un ascensor. Supongo que la obligarían a decirles dónde tenía el dinero. Lo destrozaron todo… ¡todo!

Dejó escapar un gemido y después apretó los labios y siguió conduciendo en silencio.

—¿Destrozaron algo del laboratorio?

—Lo machacaron por completo —dijo con el ceño fruncido—. Son como bestias. ¡En la casa no se guarda dinero! Si querían robar, ¿por qué no se llevaron los aparatos? Valen mucho más que los pocos rands que solemos tener a mano para dar la propina a los recaderos.

—¿Y cómo sabe que la doctora quiere verme?

—Me lo dijo mientras esperábamos a que llegara la ambulancia. La doctora casi no podía hablar. —Otro sollozo lo conmovió—. ¡Una anciana indefensa! ¿Quién habrá sido capaz de semejante atropello?

—Gente muy mala —dijo Renie. No podía llorar. Las luces de la calle pasaban por las ventanillas y la sumieron en una especie de sueño, como si fuera un fantasma en su propio cuerpo. ¿Qué sucedía? ¿Por qué no paraban de ocurrir cosas horribles a las personas más cercanas?—. Gente muy mala, muy mala —repitió.

Dormida, Susan van Bleeck parecía una alienígena. Estaba completamente entubada y con sensores por todas partes, sólo los vendajes que la envolvían parecían mantener la forma humana de su cuerpo descolorido y roto: respiraba con la boca abierta y le pitaban los bronquios. Jeremiah rompió a llorar de nuevo y se dejó caer en el suelo junto a la cama, con las manos en el cuello como para impedir que la cabeza le saliera volando por la fuerza del dolor.

Ver a su amiga y profesora en semejante estado era horrible, pero Renie seguía como presa de un trastorno que la congelaba. Era la segunda vez que acudía al hospital, ese día, a la vera de un ser querido sepultado en el silencio. Al menos, el centro de asistencia médica de la Universidad de Westville no estaba en cuarentena a causa del bukavu.

Se asomó un joven doctor negro con el traje manchado y las gafas pegadas con celo en la parte de la nariz.

—Necesita descansar —dijo con mala cara—. Contusiones, muchos huesos rotos. —Señaló hacia la sala llena de pacientes que dormían—. Y no son horas de visita.

—Dijo que quería verme —se justificó Renie—, para algo importante.

El doctor frunció el ceño pensando ya en otra cosa y salió de allí.

Renie cogió una silla que estaba junto a otra cama. El paciente que la ocupaba, un joven delgado y cadavérico, abrió un ojo y la miró como una bestia enjaulada, pero no habló ni se movió. Renie volvió al lecho de su amiga, se situó en una posición cómoda para vigilarla y le tomó la mano menos cubierta de vendajes.

Había caído en un sueño ligero cuando notó una presión en los dedos. Se incorporó en la silla. La doctora Van Bleeck tenía los ojos abiertos y miraba a todas partes, como si estuviera rodeada de formas en rápido movimiento.

—Soy yo, Renie —le dijo, apretándole la mano ligeramente—, Irene. Jeremiah también está aquí.

Susan se quedó mirándola fijamente un momento y se tranquilizó. Tenía la boca abierta, pero por el tubo no salía nada más que un sonido seco como el ruido de una bolsa de papel arrastrada calle abajo por el aire. Renie se levantó para ir a buscar agua, pero Dako, que estaba arrodillado a su lado, señaló hacia el cartel colgado de la cama que decía: «No ingerir nada».

—Le han puesto hierros en la mandíbula.

—No hace falta que hables —le dijo Renie a la doctora—, nosotros estamos aquí contigo.

—¡Ay, abuelita! —Jeremiah apoyó la frente en el brazo repleto de tubos—. Tenía que haber estado allí. ¿Cómo he podido permitir que sucediera esto?

Susan se soltó de Renie y levantó la mano poco a poco hasta alcanzar la cara de Dako. Las lágrimas del hombre le mojaron los vendajes. Después, despacio y pesadamente, volvió a dar la mano a Renie.

—¿Puedes contestar preguntas?

Un apretón.

—Para decir no, dos apretones, ¿de acuerdo?

Otro apretón.

—Jeremiah me dijo que querías verme.

Sí.

—¿Por el asunto del que hablamos? ¿La ciudad?

Sí.

Renie se preguntó de pronto si no estaría malinterpretando algo porque no había recibido nada más que síes. Susan tenía la cara tan hinchada que apenas se notaba su expresión; sólo movía los ojos.

—¿Quieres que vaya a casa ahora y te deje dormir?

Dos apretones bastante fuertes. No.

—De acuerdo, déjame pensar un momento. ¿Has dado con el origen de la imagen?

No.

—Pero averiguaste algo.

El apretón fue suave y sostenido.

—¿Tal vez?

Sí.

—Los hombres que te atacaron… —vaciló Renie— ¿tenían algo que ver con esto? ¿Con el asunto del que hablamos?

Otro apretón largo y lento. Tal vez.

—Estoy pensando en preguntas de sí o no. Es difícil. ¿Crees que podrías escribir o teclear?

Una pausa larga y luego, dos apretones.

—¿Tendría que hablar con alguien? ¿Alguien que te haya dado alguna información y que puede dármela a mí también?

No. Al cabo de un momento, otro apretón. Sí.

Renie nombró rápidamente a todos los colegas de Susan que recordaba, pero a todos recibió respuestas negativas. Continuó con varias agencias policiales y de la red con el mismo resultado. Mientras pensaba con desesperación en lo largo que podía ser el proceso de eliminación basado enteramente en combinaciones binarias manuales, Susan movió la mano sin soltar la de Renie y la giró, de modo que sus dedos quedaron en contacto con la palma de Renie. Los movía convulsivamente, como una polilla moribunda movería las patas. Renie se la apretó para consolarla, pero Susan soltó un siseo.

—¿Qué?

La doctora movía los dedos sin parar contra la palma de Renie. Los apretones habían sido fáciles de interpretar, pero esos movimientos tan ligeros y nerviosos no parecían más que un cosquilleo. Renie se sintió derrotada.

—Es terrible. Tiene que haber otra forma mejor… escribir notas, a mano o a máquina.

—No puede escribir a máquina —se lamentó Jeremiah—. Ni siquiera cuando todavía hablaba. Ya lo intenté. Le di su multiagenda cuando me pidió que la llamara, pero no tenía fuerza para apretar las teclas.

Susan volvió a golpear débilmente la palma de Renie, fulminándola desde la máscara roja y morada que era su cara. Renie la miró a su vez.

—¡Ya está! ¡Está tecleando! ¡Eso es!

Susan abrió la mano de nuevo y apretó los dedos a Renie.

—Pero ¿sólo la derecha?

Dos apretones. No. Susan dio con la parte inferior de la mano en la de Renie, luego, con mucho esfuerzo, levantó el brazo y lo movió por encima de su cuerpo. Renie se lo tomó con suavidad y volvió a ponérselo en su sitio.

—Lo entiendo. Haces así cuando tecleas con la otra mano. Es eso ¿verdad?

Sí.

No obstante, el proceso fue laborioso. A Susan le costó dar a entender a Renie las teclas que correspondían a cada dedo de la derecha cuando la utilizaba como mano izquierda. Tardaron casi una hora en cifrar el mensaje, con frecuentes paradas para corregir y hacer comprobaciones mediante apretones de sí o no. La doctora se cansaba cada vez más y, durante los últimos quince minutos, apenas tenía fuerza para mover los dedos siquiera.

Renie se quedó mirando las letras que había ido anotando al margen de la hoja de dieta hospitalaria.

—A-N-C-R-E-T-B-L-U-D-G-T-C-D-D. Pero así no tiene sentido. Supongo que son abreviaturas, en parte.

Un exhausto apretón definitivo.

Renie se puso en pie, se inclinó sobre la cama y rozó con los labios la maltrecha mejilla de Susan.

—Encontraré la forma de descifrarlo. Bien, te hemos tenido despierta mucho más de lo debido. Tienes que descansar.

—La llevo en coche —se ofreció Jeremiah, poniéndose de pie. Se inclinó sobre la doctora—. Enseguida vuelvo, abuelita, no tenga miedo.

Susan emitió un sonido silbante, un gemido casi. Jeremiah se detuvo. La doctora lo miró, fastidiada por no poder decir una palabra, y luego miró a Renie. Cerró los párpados despacio dos veces.

—Sí, está cansada. Duerma un rato.

Dako también la besó y Renie se preguntó si no sería la primera vez que le daba un beso en su vida.

De camino al coche, tuvo la repentina sensación de que sabía el significado de los parpadeos. Adiós.

Cuando Dako la dejó, eran más de las cuatro de la madrugada. Estaba tan furiosa y decepcionada que no podía dormir, de modo que dedicó las horas anteriores al amanecer a trabajar en la multiagenda, probando todas las maneras posibles de interpretar la secuencia de letras que la doctora Van Bleeck le había dictado. Los bancos de datos de la red volcaron cientos de nombres de todas las partes del mundo —sólo de Brasil había doce, y casi otros tantos de Tailandia— que contenían casi todas las letras de la secuencia, pero ninguno le pareció acertado. Si no lograba afinar más, tendría que ponerse en contacto con todos y cada uno de ellos.

Bajó un algoritmo descodificador de la biblioteca de la Politécnica que compuso miles de combinaciones más cortas con las letras, y se quedó mirando el vertiginoso surtido con ojos doloridos y un zumbido en la cabeza.

Renie observaba la pantalla fumando e introduciendo búsquedas adicionales a medida que se le ocurrían. La primera luz del día empezó a colarse por las rendijas del techo. Su padre roncaba feliz en la cama, con las zapatillas puestas. En alguna parte del refugio, algún otro inquilino madrugador había puesto la radio, que emitía noticias en una lengua asiática desconocida para ella.

Estaba a punto de llamar a !Xabbu, sabía que se levantaba al alba, para contarle las noticias de Susan, cuando de pronto vio clarísimamente algo que se le había escapado. Las últimas letras del mensaje de la doctora: T-C-D-D. Ten-cui-da-do.

La rabia que le dio su propia ceguera se convirtió rápidamente en temor. La doctora, hospitalizada con heridas graves, causadas seguramente por las personas a las que ella había molestado, había realizado unos esfuerzos tremendos para comunicar a su antigua alumna una cosa que se daba por sobreentendida. Susan van Bleeck no perdía el tiempo ni cuando le sobraba, menos aún cuando cada movimiento le costaba sudores.

Renie puso el algoritmo a trabajar otra vez sin las cuatro últimas letras y luego llamó a !Xabbu. Al cabo de unos momentos, contestó su patrona sin dar paso a la imagen y le dijo muy enfadada que el muchacho no estaba en su habitación.

—Me ha dicho que a veces duerme al raso —replicó Renie—. ¿No estará fuera?

—Ya le he dicho que no está aquí, en ninguna parte… ni dentro ni fuera. Si quiere que le diga la verdad, anoche no volvió.

La comunicación quedó cortada.

Sus temores se multiplicaban rápidamente: abrió el buzón de correos para ver si !Xabbu le había enviado algún mensaje. No fue así pero, para su asombro, encontró un mensaje de voz de Susan.

Hola, Irene; siento haber tardado tanto en volverá ponerme en contacto contigo. La voz de Susan era fuerte y alegre y, por un momento, Renie se quedó completamente perpleja. Procuraré hablar contigo esta noche directamente, pero ahora estoy en medio de un asunto y no tengo tiempo que perder, por eso te dejo este mensaje rápido.

La grabación era de antes del ataque, un mensaje de otro mundo, de otra vida.

Todavía no he encontrado nada definitivo pero tengo algunos contactos que tal vez nos sean útiles. Quiero decirte, amiga mía, que todo este asunto es muy raro. No encuentro en la realidad absolutamente nada que pueda corresponderse con la imagen que trajiste, y he escrutado todas y cada una de las áreas urbanas del globo. Conozco cosas de Reykiavik cuya existencia ignoran hasta los propios reykiavikenses, o como se diga. Y, aunque sé que no estabas de acuerdo, he hecho búsquedas en los bancos de imágenes también, por si era una imitación del mundo simulado o del cine. Pero nada.

Donde sí he obtenido algunos resultados ha sido buscando por estadísticas de similitudes… nada determinante, sólo algunos grupos de datos perdidos. Martine volverá a llamarme enseguida con algunas ideas, espero. De todos modos, no voy a decir más hasta que reciba contestación a unas cuantas llamadas —ya soy muy mayor para divertirme haciendo locuras— pero te aseguro que voy a tener que renovar algunas amistades antiguas. Muy antiguas.

En fin, amiga mía, eso es todo. Sólo quería que supieras que sigo trabajando en el asunto, que no lo he olvidado. Espero que no estés tan liada con esto como para saltarte comidas o perder horas de sueño. Tenías la mala costumbre de compensar la vagancia de los primeros momentos con la diligencia en los últimos. No es buen proceder, Irene.

Cuídate. Hablaré contigo personalmente más tarde.

El mensaje terminó. Renie se quedó mirando la multiagenda y pensando que ojalá le dijera más cosas o pudiera apretar la tecla precisa para que su profesora volviera y le contara todo lo que no le había dicho. Susan había hablado con ella personalmente más tarde, ciertamente, pero eso sólo hacía la broma más cruel todavía.

Antiguas amistades. ¿Qué querría decir? Ya había probado los nombres de todos los colegas de la doctora que recordaba.

Puso el ordenador a buscar nombres en diversos registros de corporaciones educativas relacionadas con las instituciones donde la doctora había trabajado y que encajaran con las letras del mensaje. Se le nublaba la vista de tanto mirar a la pantalla, pero no tenía otra cosa que hacer hasta la hora del trabajo. No había la menor posibilidad de dormir, en el estado mental en que se encontraba. Además, trabajando no se preocuparía tanto por !Xabbu.

Iba por el séptimo u octavo cigarrillo desde el amanecer y estaba mirando cómo se disolvía una pastilla de café en la taza cuando oyó una discreta llamada en el tabique de la entrada de la habitación, cerca de las cortinas que cumplían la función de fachada. Sobresaltada, contuvo el aliento un momento. Buscó con la mirada algo que le sirviera de arma, pero la linterna no estaba a la vista. Pensó que tendría que arreglárselas con la taza de café hirviendo que llevaba en la mano. Cuando se dirigía sigilosamente hacia la cortina, su padre tosió dormido y dio una vuelta en la cama.

Apartó el pesado paño y vio a !Xabbu que la miraba un tanto asombrado.

—¿Te he despertado…? —empezó, pero no terminó la frase.

Renie se acercó a él y lo abrazó tan impulsivamente que se tiró el café en la mano. Lanzó un juramento y dejó caer la taza, que se hizo añicos contra el suelo de cemento.

—¡Mierda! ¡Ay! ¡Perdona!

Agitó en el aire la mano abrasada.

—¿Te encuentras bien? —preguntó !Xabbu dando un paso adelante.

—Acabo de quemarme.

Se chupó los dedos.

—No, quiero decir… —Entró y cerró la cortina—. Tuve… tuve un sueño horrible. Temía por ti y por eso he venido.

Renie se quedó mirándolo. Parecía un poco fuera de sí, tenía la ropa arrugada y, evidentemente, se había vestido a toda prisa.

—Pero… pero ¿por qué no me has llamado?

—Me avergüenza decir que no se me ocurrió —contestó mirando al suelo—. Desperté, me entró miedo y me puse en camino hacia aquí. —Se acuclilló junto a la pared con un movimiento sencillo y ágil. La forma en que lo hizo recordó a Renie que su amigo no pertenecía a su mundo, tenía algo de arcaico, a pesar de la ropa moderna—. Como no había autobuses, he venido andando.

—¿Desde Chesterville? ¡Ah, !Xabbu! Debes de estar agotado. Yo estoy bien… sana y salva, vaya… pero hay malas noticias.

Le contó rápidamente lo sucedido a la doctora Van Bleeck, el ataque y las consecuencias posteriores. !Xabbu no escuchó las novedades con los ojos abiertos de asombro sino que los entrecerró como si le obligaran a mirar algo penoso.

—Es lamentable —dijo, sacudiendo la cabeza—. ¡Ay! Soñé que la doctora te disparaba una flecha y te acertaba en el corazón. Fue un sueño muy fuerte. —Unió las manos suavemente, en silencio, y las apretó—. Pensé que habías recibido un gran mal por algo que habíais hecho juntas.

—Me disparó una cosa, sí, pero espero que sirva para salvar gente, no para matarla. —Frunció los labios—. O, al menos, para descubrir si me estoy volviendo loca o no.

Cuando terminó de contarle los mensajes de la doctora y el trabajo que había hecho durante la noche, hablando rápidamente pero en voz baja para no tener que dar explicaciones a su padre antes de tiempo, el hombrecillo se quedó agachado en el suelo con la cabeza baja.

—Hay cocodrilos en este río —dijo por fin. Como Renie estaba tan cansada, tardó unos momentos en entender sus palabras—. Los hemos tomado por leños flotantes o por rocas que asoman a la superficie todo el tiempo que hemos querido. Pero ya no podemos seguir así.

Renie suspiró. El alivio de ver a !Xabbu a salvo la había reanimado un poco, pero de pronto se dio cuenta de que sería capaz de dormir… un mes entero, si pudiera.

—Han pasado muchas cosas —dijo, dándole la razón—. Stephen se ha perdido, su amigo ha sufrido un lesión cerebral, nuestra aventura en el club. Después, el incendio en casa y el ataque a Susan. Seríamos idiotas si no viéramos que aquí pasa algo malo. Pero —añadió, con una rabia amarga y desesperada— no tenemos pruebas de nada. ¡De nada! Tendríamos que untar a la policía sólo para que no se rieran a carcajadas cuando les contáramos todo esto.

—A no ser que encontremos la ciudad y el hallazgo nos procure una enseñanza. O a no ser que volvamos a aquel sitio —añadió con cara inexpresiva.

—No creo que fuera capaz de volver por nada del mundo —replicó Renie. Se le caían los ojos de sueño—. No; por Stephen sí que volvería, aunque no sé de qué nos serviría. Ahora nos estarán esperando. Claro que, a lo mejor, encontrábamos una forma mejor, más secreta, de colarnos…

Se detuvo a pensar.

—¿Se te ha ocurrido algo? —preguntó !Xabbu—. Un lugar así debe de tener un… ¿cómo se dice? Un sistema de seguridad muy bueno.

—Sí, claro, pero no es eso lo que estaba pensando. Es que me he acordado de una cosa que me dijo Susan en una ocasión. Una vez, hice un montón de tonterías… enredar los registros de la facultad y cosas así sólo por diversión. Se enfadó muchísimo, no por lo que había hecho en sí sino por poner en peligro las posibilidades de hacer algo bueno en la vida. —Renie tecleó en la multiagenda y pidió opciones—. Me dijo que lo que había hecho no tenía mucha importancia… lo hacían todos los estudiantes, hasta ella misma, y cosas aún peores, que ella había sido un auténtico demonio en los primeros tiempos de la red.

Long Joseph Sulaweyo se sentó en la cama con un gruñido, miró fijamente a Renie y a !Xabbu un momento sin dar señales de reconocerlos, se dejó caer en el delgado colchón otra vez y, al cabo de unos segundos, siguió roncando.

—O sea que estás pensando…

—Dijo «antiguas amistades», muy antiguas. ¿Qué te juegas a que se ha puesto en contacto con alguno de sus antiguos amiguetes piratas? ¿Qué te apuestas, eh? —Echó un vistazo a la pantalla—. Bien, ahora sólo nos falta pensar en unos criterios de búsqueda para folloneros retirados de la conexión, compararlos con las letras que tenemos y… ¡a ver si descubrimos al misterioso informador de la doctora Susan!

Tardaron quince minutos, pero el hallazgo, cuando se produjo, les pareció concluyente.

—Murat Sagar Singh… ¡y mira el historial! Universidad de Natal, en la misma época que Susan; después, ampliación en Telemorphix, S. A. y en un puñado de compañías menores durante los veinte años siguientes, más o menos. Con un agujero de seis años al poco tiempo de terminar los estudios… ¿Qué te apuestas a que trabajó en los servicios de inteligencia del gobierno o del ejército?

—Pero este Sagar Singh… las letras no encajan…

—¡Ah, pero fíjate en esto! —exclamó con una sonrisa—. Tenía un pseudónimo, o sea, un nombre cifrado que solían usar los piratas para firmar los trabajos sin tener que dar el de verdad, cosa que puede ser ilegal. —Ladeó la multiagenda para que !Xabbu lo viera mejor—. Anacoreta Blue Dog. Habrá muchos Singh en el mundo, pero Susan sabía que, como éste, no habría tantos.

—Diría —concluyó !Xabbu— que has resuelto el acertijo. ¿Dónde está esa persona? ¿Vive todavía en este país?

—Buena pregunta. —Renie frunció el ceño—. Parece que la última dirección es de hace veinte años. A lo mejor se metió en problemas graves y tuvo que desaparecer. Es lógico, un pirata hábil puede desaparecer delante de tus narices.

Introdujo algunos criterios y se quedó a la espera.

—Niña. —Long Joseph se había sentado de nuevo, pero ahora miraba a !Xabbu con recelo evidente—. ¿Qué demonios hacéis aquí?

—Nada, papá. Ahora te preparo un café.

Mientras servía agua en una taza, acordándose con sensación de culpabilidad de la taza rota a la entrada de la habitación, donde cualquiera podría pisarla, !Xabbu observaba la multiagenda.

—Renie —dijo, sin dejar de mirar la lista—, aquí hay una palabra que sale muchas veces. ¿Será una persona o un lugar? Nunca lo había oído.

—¿Qué es?

—Aquí dice TreeHouse.

Antes de que empezara a responder, la luz telefónica de la multiagenda empezó a emitir la señal de llamada. Renie posó la taza y el paquete de tabletas de café y fue a contestar rápidamente.

Era Jeremiah Dako, y lloraba. Renie supo lo que había pasado antes de que Dako fuera capaz de articular algo inteligible.