PROGRAMACIÓN DE LA RED/NOTICIAS: Muerte de una niña o «Asesinato nanotecnológico».
(Imagen: dibujo escolar de Garza). Voz en off: Los representantes legales de la familia de Desdémona Garza, víctima de las llamas, calificaron la falta de control gubernamental sobre las compañías químicas de «licencia nanotecnológica para matar».
(Imagen: niños en una tienda de ropa). Garza, de siete años, murió al prenderse su chaqueta Activex®. Su familia sostiene que el fatal incendio fue provocado por defectos de la nanoingeniería de la tela…
Las farolas del barrio de Los Ladrones alumbraban poco y estaban muy separadas, parecían peces luminosos nadando en el estanque inmenso de la noche, que anegaba el distrito de delincuentes de la antigua Madrikhor. Los heraldos de la ciudad, que jamás bajaban al barrio, daban la hora desde el seguro telón del muro. Al oír su voz, Thargor el mercenario miró taciturno su copa de aguamiel.
No levantó la cabeza al oír unos pasos sigilosos pero tensó los músculos. Su espada Lifereaper, cubierta de runas y bien engrasada en toda su longitud, descansaba ligera en la vaina, lista para saltar a la menor señal y enfrentarse a muerte con cualquier insensato que intentara atacar a traición al azote del País Medio.
—¿Thargor? ¿Eres tú? —preguntó Pithlit, su compañero ocasional, embozado en una túnica de viaje gris que le preservaba del frío de la noche y, al propio tiempo, ocultaba su identidad… El ladronzuelo había tenido muchos escarceos en la complicada política del gremio de ladrones y en esos momentos no era bien recibido en el barrio.
—Sí, soy yo. ¡Maldición! ¿Por qué has tardado tanto?
—Por otros asuntos… un encargo peligroso. —Pithlit no hablaba con convicción—. Pero ya estoy aquí. Dime nuestro destino, te lo ruego.
—Diez minutos más y me largo sin ti. —Thargor soltó un gruñido y se puso de pie—. En marcha y, por el amor de Dios, deja de hablar así. Esto ya no es un juego.
—¿Y nos encaminamos a casa del mago Senbar-Flay?
Fredericks todavía no se había reajustado del todo al habla normal.
—Sí, maldita sea. Fue él quien me mandó a la tumba y quiero saber por qué.
Orlando procuraba contener la impaciencia. Habría preferido saltar directamente a la fortaleza de Flay, pero en el mundo simulado del País Medio la regla sobre los viajes y las distancias era rigurosa: había que moverse a la velocidad del mundo real a menos que se dispusiera de un sortilegio de teletransporte que quemar o de un corcel mágico. Aunque no tuviera ganas ya de avanzar trabajosamente entre los avatares normales del juego, no tenía derecho a cambiar el reglamento, pero al menos poseía el mejor caballo del país.
—Pero ¿cómo es posible que estés aquí? —preguntó Fredericks con cierta inquietud—. Te mataron. O sea, mataron a Thargor.
—Sí, pero al final cursé una solicitud de revisión. La Mesa del Juicio no encontrará lo que yo vi… el archivo de toda esa secuencia del juego se ha perdido… así que la ciudad seguirá siendo un secreto.
—Si no la encuentran, certificarán la muerte de Thargor. —Fredericks espoleó al caballo… había ido quedándose atrás, a la zaga de Blackwind, el corcel de Orlando, que era más veloz—. La Mesa no hará excepciones sólo con tu palabra.
—Ya lo sé, virus. Pero mientras revisan el caso, Thargor sigue vivo hasta que se demuestre lo contrario. Y, además, puedo viajar por el país mucho más deprisa y enterarme de más cosas siendo Thargor que si tengo que empezar desde el principio siendo Wee Willie Winkle el mercenario enano o algo por el estilo.
—¡Ah! —Fredericks se quedó un momento pensándolo—. ¡Ultraingenioso, Gardino! Es como salir bajo fianza para demostrar tu inocencia, igual que en la película ésa de Johnny Icepick.
—Algo así.
La ciudad estaba tranquila esa noche, o al menos las calles, cosa que no era de extrañar teniendo en cuenta que era época de exámenes semestrales en la mayoría de los centros. Madrikhor, había comentado un periodista en una ocasión, se parecía un poco a un pueblo de la costa de Florida: la población aumentaba y disminuía con las vacaciones escolares, alcanzando las cotas máximas en verano, vacaciones de primavera y Navidad. La fiesta de Nochevieja en la plaza del Rey Gilathiel de Madrikhor no era muy distinta de las orgías de borrachos de fin de temporada en Lauderdale, destacaba el periodista, sólo que en Florida había menos gente con alas de murciélago y hachas de guerra.
Salieron del barrio de Los Ladrones y bajaron por la empedrada calle de Los Dioses Menores. Orlando dio un amplio rodeo deliberadamente por la plaza de Las Sombras. Los habituales de la plaza no eran verdaderos jugadores, en su opinión… nunca hacían nada. Sólo deambulaban juntos y celebraban fiestas, fingían ser vampiros o demonios y se entregaban frecuentemente a blandas prácticas sexuales que consideraban decadentes. A Orlando le producían sobre todo vergüenza ajena. Pero si se entraba en su terreno, había que pasar por todo tipo de sandeces para salir de nuevo. Se habían establecido como propietarios del pequeño terreno de Madrikhor al principio de la historia del País Medio y, en el interior del palacio de Las Sombras, como también en algunas viviendas particulares de la ciudad, inventaban sus propias leyes y obligaban a cumplirlas.
Fredericks le había llevado una vez allí a una fiesta. Orlando pasó la mayor parte del tiempo procurando no fijarse en lo que hacían los demás, sobre todo porque sabía que lo que más deseaban era llamar la atención, y no estaba dispuesto a darles ese gustazo. Conoció a una chica bastante guapa que llevaba un simuloide de muerto viviente —sudario hecho jirones, piel pálida y putrefacta y ojos hundidos y profundos— y estuvieron hablando un rato. Tenía acento inglés pero vivía en Gibraltar, al sur de la costa española, y quería visitar Norteamérica. Decía que, en su opinión, el suicidio podía ser una expresión artística, lo cual Fredericks consideró una estupidez pero, por lo demás, se lo pasó bien charlando con ella aunque nunca hubiese oído hablar de Thargor y nunca hubiera salido del palacio de Las Sombras. El encuentro no derivó en nada, naturalmente, pero se quedó con la sensación de que a ella le habría gustado volver a verlo alguna vez. Al cabo de dos horas, Thargor se marchó al Garrote y Dirk del barrio a intercambiar mentiras con otros aventureros, y ahí quedó todo.
La torre más alta del palacio de Las Sombras estaba iluminada cuando Orlando y Fredericks giraron por el callejón Los Mendigos Ciegos en dirección al río. Pensó que estarían en plena ceremonia de iniciación, los muy estúpidos. Trató de recordar el nombre de la muerta viviente… ¿María? ¿Martina?…, pero no lo consiguió. Se preguntó si volvería a encontrársela alguna vez. Seguramente no, a menos que volviera al palacio, es decir, nunca.
La casa de Senbar-Flay estaba construida sobre un espigón que se adentraba hasta el centro del río Silverdark, agazapada sobre las turbias aguas como una gárgola silenciosa y vigilante. Fredericks detuvo el caballo y la miró atentamente. A Pithlit no se le veía la cara en el oscuro embarcadero pero su voz no sonó alegre.
—Ya has estado antes aquí, ¿verdad?
—Una vez, más o menos.
—¿Qué significa eso?
—Me metió dentro directamente por arte de magia. Me contrató para un trabajo, ¿recuerdas?
—¿O sea que no tienes idea de las defensas con que cuenta? Oye, Gardiner, aunque tú estés muerto, yo no. No quiero que Pithlit muera por nada.
Orlando puso mala cara. Era difícil resistirse a sacar Lifereaper e intimidarlo, como solía hacer normalmente cuando alguien flaqueaba en plena misión pero, al fin y al cabo, Fredericks lo acompañaba como un favor.
—Mira —le dijo con toda la calma posible—, he tirado abajo sitios que harían parecer a éste un armario. No te agobies, hombre.
—¡Tendrás algún plan, al menos! —insistió Fredericks, poniendo mala cara también—. ¿O piensas entrar a cabezazo limpio? Por el barrio se dice que tiene un grifo guardián, y a ésos no se les mata si no es con armas nucleares, Monsieur Le Virusmaster.
Orlando sonrió, pasado el mal humor gracias a la camaradería de siempre y al placer de estar haciendo lo que mejor se le daba.
—Sí, son duros de pelar pero imbéciles. Vamos, Fredericks… ¿qué clase de ladrón eres tú, eh?
Al principio, todo fue como la seda. A petición de Orlando, Fredericks se había provisto de un antídoto contra las flores venenosas del jardín del mago; los cuatro hombres armados que jugaban a los dados en la glorieta no fueron contrincantes dignos de la atlética técnica de esgrima del bárbaro Thargor. Los muros de piedra del mago eran lisos como el cristal pero Orlando, superviviente de la más rigurosa escuela de aventuras que el País Medio ofrecía, siempre llevaba grandes reservas de cuerda. Coló un garfio de sujeción por la barandilla del cuarto piso, llegó enseguida al balcón con suelo de mosaico y ayudó a Fredericks a izarse.
—¿No podrías preguntarle sencillamente por qué te mandó a aquella tumba?
El ladrón resollaba de forma convincente.
Orlando supuso que los padres de Fredericks debían de haber conseguido un implante de gran calidad, como el que él había pedido para su cumpleaños.
—¿Chocheas, Fredericks? ¡Dale un poco a la sesera, hombre! Si hubiera sido una especie de complot para acabar con Thargor, seguro que me lo habría dicho.
—¿Por qué iba a implicarse en un complot? Ni siquiera sabes quién es Senbar-Flay.
—Creo que no sé quién es, pero eso no significa nada. Thargor ha fastidiado a mucha gente.
—Thargor me está fastidiando a mí… —empezó Pithlit, recobrado ya el resuello.
De repente, se interrumpió al ver aparecer un grifo de gran tamaño.
El enorme pico brillaba a la luz de la luna y la cola barría el suelo del balcón de lado a lado al compás de los pasos del ser, que avanzaba con la tranquilidad y la seguridad de un gato al dirigirse a su cuenco de comida.
—¡Thargor! ¡Cuidado con la bestia! —gritó Fredericks, volviendo a su vieja costumbre. Después rectificó—: Es rojo, de los caros. No le afectan las armas mágicas.
—Tenía que ser rojo —comentó Orlando con amargura.
Desenvainó a Lifereaper y adoptó una postura de defensa.
El grifo se detuvo en una posición engañosamente natural —si podía llamarse natural a una mezcla de águila y león de casi dos metros y medio de altura, sin contar la cabeza—, miró a los dos intrusos con sus ojos negros, fríos como el cristal, y seleccionó al alto Thargor como primer contrincante. A Orlando no le gustó, esperaba que decidiera atacar antes a Fredericks, lo cual le daría la oportunidad de asestarle un primer golpe limpio en las costillas. La criatura torció el cuello y lo miró de lado, puesto que su cabeza aguileña le limitaba mucho la visión frontal. Orlando aprovechó el momento para situarse de nuevo ante su pico y saltó hacia delante apuntándole al pescuezo.
El grifo veía mejor de lo que Thargor pensaba, o tenía mejores reflejos. El asalto lo encabritó y lanzó una garra enorme y ganchuda. Orlando se tiró en picado, rodó bajo las terribles garras asiendo a Lifereaper con ambas manos y la dirigió a las tripas de la bestia con todas sus fuerzas. La espada rebotó en las escamas y salió disparada hacia un lado.
—¡Maldición! —Se arrastró otra vez bajo las garras justo a tiempo de que el gran corpachón no le cayera encima—. ¡Ésta condenada cosa debe de llevar cota de malla!
—¡La cuerda! —gritó Fredericks—. ¡Vete hacia la cuerda!
Orlando levantó la espada otra vez y empezó a moverse alrededor del grifo. La criatura lanzó un graznido profundo y resonante, casi juguetón, al girar sobre las patas para no perderlo de vista.
—¡No! Quiero entrar aquí.
—¡Maldita sea, Orlando! —exclamó Fredericks, que saltaba sin parar al lado de la barandilla—. Si vuelven a matarte mientras estás en libertad condicional, no podrás volver a jugar nunca.
—Entonces, más vale que no me mate. Cállate y haz algo útil.
Se tiró a un lado al tiempo que el grifo atacaba de nuevo. Las potentes garras se cerraron sobre su capa un momento y le tocaron el costado. Orlando sabía hablar mientras luchaba por su vida, como cualquiera en el mundo de la simulación, pero había adoptado el estilo de bárbaro lacónico por una buena razón. Las réplicas vivaces eran para los duelistas de la corte, no para los que mataban monstruos. A los monstruos no se les distraía con la plática.
El grifo rojo iba arrinconándolo poco a poco contra la barandilla del balcón, obligándolo a retroceder a fuerza de picotazos y golpes de garra. Unos pocos pasos más y lo dejaría sin espacio para moverse.
—¡Orlando! ¡La cuerda!
Orlando echó una rápida ojeada a su espalda. La huida estaba a la distancia de un brazo. Pero si se rendía, ¿qué? Podría vivir sin Thargor, volver a ocupar su puesto con otro personaje, a pesar de perder el tiempo que había invertido en él. Pero si admitía la derrota, tal vez no llegara a saber nada más de la ciudad dorada. Ningún álter ego, ni siquiera uno con el que llegara a identificarse tanto como con Thargor, podría poblar sus sueños como aquella visión desmesurada.
—¡Fredericks! —gritó—. ¡Envuelve la cuerda a la barandilla! ¡Ya!
—¡Aguantará como está!
Orlando soltó una maldición y dio un paso atrás. El monstruo rojo avanzó de nuevo, siempre fuera del alcance de Lifereaper.
—¡Haz lo que te digo!
Fredericks se afanó con la cuerda y la barandilla como un obseso. Orlando distrajo a la bestia atacándola a los ojos, pero la hoja rebotó estrepitosamente en el pico. El contraataque repentino y veloz de la cabeza casi le arranca el brazo.
—¡Ya está!
—Ahora, recoge el resto y lánzaselo al pescuezo. Tíramelo por encima, como si yo estuviera esperando al otro lado… en vez de mirándole las narices.
Esquivó otro zarpazo de las enormes garras rojas.
Fredericks empezó a protestar, pero lanzó la cuerda enrollada por encima de los hombros de la criatura. El grifo, sobresaltado, levantó la cabeza, pero la cuerda resbaló justo por encima de la melena y cayó al suelo a pocos metros de la mano izquierda de Thargor.
—¡Ahora, distráelo!
—¿Cómo?
—¡Cuéntale un chiste de Jaimito, maldita sea! ¡Haz cualquier cosa!
El ladrón se agachó y cogió una maceta de arcilla que había al lado de la barandilla, la alzó por encima de la cabeza y se la arrojó al grifo. Se estrelló contra el tremendo pecho de la criatura: el grifo silbó y volvió la cabeza bruscamente a un lado como para quitarse una pulga. En ese momento de distracción, Orlando dio un salto a la izquierda, cogió el cabo de la cuerda y se arrojó contra el pescuezo de la bestia en el preciso momento en que ésta se volvía hacia él. El pico cayó como una guadaña. Orlando se tiró al suelo aferrando la cuerda y se arrastró hasta situarse bajo el pescuezo del grifo. Al salir por el otro lado, la bestia graznó furiosa, irritada por la rapidez del enemigo.
Sin tiempo para alejarse lo suficiente y atacar de nuevo, Orlando dejó a Lifereaper en el suelo, saltó al hombro del grifo y, agarrándose a la melena de pelo rojo sangre, se colocó en posición de jinete sin silla. Le hundió los talones en el ancho pescuezo y tiró de la cuerda hacia atrás con todas sus fuerzas, ciñéndola al gaznate de la criatura.
«Espero que no se le ocurra aplastarme revolcándose de espaldas por el suelo…».
Fue el último pensamiento coherente que tuvo durante unos momentos.
El gran gusano de la fortaleza de Morsin era largo, fuerte y resbaladizo, y su combate postrero contra Thargor había gozado del atractivo añadido de tener lugar a tres brazas bajo sucias aguas. El propio Orlando, experto en el mundo del juego, había quedado impresionado por el realismo de la experiencia. Si hubiera tenido tiempo de reflexionar, también le habría impresionado la exactitud con que los diseñadores del grifo habían previsto su estrategia, difícil de imaginar por otra parte, para programar una simulación tan inspirada de lo que se sentiría montado a horcajadas en una bestia sobrenatural de dos toneladas puesta de pie al tiempo que se la estrangulaba.
Fredericks no era sino un borrón que gritaba. Todo el balcón se convirtió en una mancha vibrante. El ser sobre el que montaba se movía frenéticamente, pero con la solidez de una roca: era como luchar contra una hormigonera enfurecida.
Orlando se apretó cuanto pudo al pescuezo del grifo sin dejar de tirar de la cuerda. Estaba en el único punto donde no llegaban las garras ni el pico, pero la bestia hacía lo imposible porque dejara de ser así. Cada tirón, cada sacudida convulsiva lograban casi expulsarlo de su asidero. El graznido atronador del grifo ya no sonaba a risa, pero tampoco parecía que estuviera ahogándose. Orlando empezó a preguntarse si los grifos rojos, además de ser inmunes a las armas mágicas, no respirarían también de alguna forma especial.
«Maldita suerte…».
La bestia corcoveó otra vez. Orlando comprendió que aquellas ciegas sacudidas terminarían por arrojarlo al suelo en cualquier momento. Por pura coherencia, rezó la plegaria que Thargor habría rezado y soltó una mano de la cuerda para palparse la bota en busca de la daga. Apretó las piernas alrededor del cuello de la criatura, agarró la cuerda con más fuerza y, calculando el momento, hundió el cuchillo en el ojo del grifo.
El aullido retumbante subió de tono hasta convertirse en un graznido de dolor. Orlando salió volando por el aire de manera muy convincente. Al caer y rodar por el suelo, la gran masa roja del grifo se precipitó sobre él chorreando sangre negra.
—¡Dzang, amigo! ¡Ho dzang! ¡Ultraguay! Ha sido uno de los mejores de toda tu vida.
Orlando se sentó. Fredericks estaba a su lado, con los ojos de Pithlit abiertos de emoción.
—Gracias a Dios que no uso tactores normales —dijo, y gruñó cuando Fredericks se acercó para ayudarlo a levantarse—. De todos modos, tenía que haber apagado el retroalimentador. Me ha dolido.
—Pero entonces no te reconocerían la victoria.
Orlando suspiró mirando al grifo. Muerto, parecía ocupar más sitio aún que antes, patas arriba como un autobús volcado.
—¡Mierda en bote, Frederico! ¡Cómo si no tuviera más en que pensar! Lo único que quiero es entrar en esa torre. Si Thargor va a ser declarado muerto, ¿qué importa una muesca más o menos?
—Estadísticas de la carrera. Ya sabes, como los atletas y tal.
—¡Dios! Eres un auténtico virus. Vamos.
Orlando sacó a Lifereaper del charco de sangre, que iba extendiéndose, limpió la hoja en el pellejo del cadáver y se dirigió a paso seguro hacia la puerta del balcón. Si hubiera habido más guardianes al acecho, seguro que ya habrían llegado atraídos por la conmoción.
El balcón se abría al pie de una ancha escalera de cuerpos humanos retorcidos. A la luz de las antorchas de la pared, vio una hilera de bocas que se abrían y se cerraban cubriendo la balaustrada. El murmullo de sus voces quejumbrosas llenaba la estancia. Le habrían impresionado más si pocas semanas antes no hubiera visto un anuncio de Almas Torturadas en la portada de una revista de juegos. Torció el gesto.
—Típico de magos.
Fredericks asintió.
La escalera subía varios pisos, todos llenos de artilugios de magia de abracadabra, muy conocidos en su mayoría y baratos. Orlando decidió que Senbar-Flay, fuera quien fuese, había gastado la mayor parte de su asignación en el grifo.
«Una lástima —pensó—. A lo mejor lo tenía asegurado».
No se molestó en registrar las habitaciones inferiores. Los magos, como los gatos, siempre preferían los sitios altos, para mirar a todo el mundo por encima del hombro. Aparte de un escuadrón de arañas guardianas, grandes pero un tanto torpes, a las que Orlando dispersó con unos golpes de Lifereaper, no encontraron obstáculo alguno.
En la parte más elevada de la torre, en una gran sala circular con ventanas que dominaban toda la extensión de Madrikhor, encontraron a Senbar-Flay dormido.
—No está en casa —dijo Fredericks bastante aliviado. El cuerpo yacía en un féretro negro como el azabache, rodeado de algo semejante a una caja de cristal, de haber sido un poco más consistente—. Y también hay guardianes alrededor del cuerpo.
Orlando examinó el simuloide inerte del mago: llevaba un atavío tan pesado como la primera vez que se vieran, todo él envuelto en tela metálica negra excepto los párpados. El yelmo era un cráneo de trasgo, aunque Orlando dudaba seriamente que lo hubiera matado el propio mago: los mercados de la carrera de Mercaderes de Madrikhor siempre tenían esa clase de cosas, cosechadas por aventureros lugareños que las vendían para invertir en armamento o en atributos o para sufragarse un poco más de tiempo de conexión. Para imprimir mayor exotismo al conjunto, el mago llevaba en las manos unos guantes de carne humana… aunque las abultadas puntadas delataban que no eran suyas.
—Manos gloriosas —comentó Fredericks—. Las he visto en esa tienda de Lambda. Dan poder sobre los muertos, creo. ¿Qué vas a hacer, Orlando? No está aquí.
—Supe que no estaría desde el momento en que el grifo no le hizo salir. Pero este tipo me mandó a un agujero y allí me pasó algo raro. Quiero respuestas. —Metió la mano en el bolsillo y sacó un disco negro del tamaño de una ficha de póquer—. Y pienso encontrarlas.
—¿Qué es eso?
—Los magos no son los únicos que hacen magia.
Orlando dejó el disco en el suelo, se acuclilló y lo estiró por los bordes hasta convertirlo en una especie de tapa de alcantarilla del tamaño de una fuente de servir.
—¡Beezle! ¡Ven aquí!
La especie de ovillo con patas trepó al exterior por el agujero negro.
—No te sulfures, jefe —gruñó—. Ya estoy aquí.
—¿Qué haces? —Fredericks se quedó tan atónito que a Orlando casi se le escapó una carcajada… su amigo reaccionó como una señora mayor—. ¡No puedes piratear aquí con eso! ¡No se permiten agentes sin registrar en el País Medio!
—Puedo hacer lo que me dé la gana si logro poner el programa en marcha.
—Pero te van a desterrar para siempre. ¡No sólo a Thargor sino a ti!
—Sólo si alguien se va de la lengua. ¿Y quién podría dar el chivatazo? —Le clavó la mirada—. ¿Ves por qué no voy a dar cuenta de esa muerte?
—Pero ¿y si alguien comprueba el registro?
Orlando suspiró por segunda vez en quince minutos. Ésas discusiones con Fredericks podían durar días.
—Beezle, desmonta este nodo. Dame toda la información que puedas pero concéntrate en las entradas y salidas de comunicación.
—Allá voy.
Aquélla especie de dibujo animado volvió a bajar por el agujero e, inmediatamente, empezó a sonar un barullo de motosierras y martillos.
—Nadie se molestará en comprobar los registros —comentó Orlando a su amigo—, a menos que Senbar-Flay lo solicite, y no lo hará si tiene algo que ocultar.
—¿Y si no tiene nada que ocultar?
—Entonces tendré que disculparme, ¿no crees? O al menos, comprarle un grifo nuevo.
Orlando abrió la ventana de datos y la amplió hasta tapar la cara ceñuda de Fredericks. Puso el fondo opaco para no ver gestos de recriminación y empezó a estudiar los caracteres luminosos que Beezle le bombeaba.
—Nombre, Sasha Diller. No lo había oído en mi vida, ¿y tú?
—No —dijo Fredericks, claramente resentido, pensando tal vez en el daño que podría sufrir su licencia del País Medio si el asunto llegaba a la Mesa del Juicio.
—Residencia en Palm Beach centro. Hum. Habría jurado que un niño rico tendría una posición más lucida… Menos el grifo, todo lo demás es de la distribuidora Casa de Equipos exclusivamente. —Siguió ojeando hasta el final de la pantalla—. Nivel decimosegundo… como suponía. ¿Llamadas hechas y recibidas? Apenas. Un par de códigos que no conozco. Hum. No ha andado mucho por aquí, últimamente.
Orlando señaló una sección de la ventana, la cual se reconfiguró, y soltó un gruñido de sorpresa.
—¿Qué?
—Ha venido aquí exactamente dos veces en los últimos seis meses. Dos días seguidos. El segundo fue cuando me hizo el encargo.
—¡Qué raro! —Fredericks miró atentamente el cuerpo inhabitado de Senbar-Flay—. ¿Por qué no bombeas de una vez la información que buscas? Tendríamos que marcharnos cuanto antes.
Orlando sonrió. Sabía que su simuloide no lo exteriorizaba mucho… Thargor sonreía con poca gracia.
—Vaya ladrón estás hecho. ¿Así te lo montas cuando haces tus trabajitos? ¿Cómo un crío que agita los regalos de Navidad a escondidas, a ver si adivina lo que son?
—Pithlit no se salta las reglas del País Medio —replicó Fredericks herido en su amor propio—. Nada le asusta mucho… pero sí me preocupa que me sancionen para siempre.
—De acuerdo. De todas formas, este tipo tardará tiempo en volver por lo que veo.
Orlando empezó a cerrar la ventana pero algo le llamó la atención y volvió a ampliarla. Se quedó mirando un largo rato, tan largo que su amigo se inquietó de nuevo; por fin la cerró y envió la información a su sistema personal doméstico.
—¿Qué? ¿Qué has encontrado?
—Nada. —Orlando bajó la mirada al agujero—. Beezle, ¿ya estás?
Como para llevar la contraria, el agente apareció en la zona del techo, colgado de un hilo de dibujos animados; Orlando sabía que no formaba parte del decorado de la torre del mago.
—Depende de a qué te refieras, jefe. ¿Hasta dónde quieres afinar la información? Lo gordo ya lo tienes.
Los muchos años de interacción habían enseñado a Orlando a traducir la aparente falta de formalidad de Beezle. Seguramente, en ese momento estaba rastreando el origen de todos y cada uno de los artilugios que le salían al paso.
—Basta con lo gordo. Pero investiga al grifo a fondo. Muy a fondo.
—Hecho —replicó Beezle girando al final del hilo.
—Vámonos de aquí. Coge esa cuerda y empieza a bajar, Frederico.
—¿A bajar? ¿Por qué no nos vamos directamente?
—Porque no voy a marcharme de la misma forma que tú. Tú te vas por el camino largo. Mantén los ojos abiertos y borra todas las huellas…, ya sabes, llaves del club del salón del barrio de Los Ladrones y cosas así.
—Muy gracioso. ¿Y tú qué vas a hacer?
—Confía en mí… Es mejor que no lo sepas.
Orlando dio a Fredericks una ventaja decente. Después, cuando calculó que su amigo estaría deslizándose por la cuerda —Fredericks había gastado muchos puntos en la especialidad de deslizamiento por cuerda, así que Orlando se figuró que no se retrasaría—, llamó otra vez a Beezle.
—¿Qué pasa ahora, jefe? ¿Vamos a algún sitio interesante?
—A casa, nada más. Pero antes quiero que hagas una cosa. ¿Podemos colocar una pequeña bomba en los datos?
—Hoy vamos a divertirnos —contestó Beezle sonriendo entre la maraña de patas—. ¿Qué vas a hacer, exactamente?
—El registro central es intocable y, desde luego, tampoco puedo retocar la edición sin dejar costuras, como me hicieron a mí, ni siquiera en el archivo personal de este tipo… Pero sí puedo asegurarme de que quien entre aquí después no sepa quién estuvo antes ni qué ocurrió, a menos que cuente con la autorización de la Mesa del Juicio.
—Tú lo has dicho jefe. Pero puedo arrasarlo sin problemas, sí. Hacerlo añicos.
Orlando dudó. Era un gran riesgo el que corría… mucho mayor de lo que Fredericks sabía. El asunto había cobrado de pronto mucha importancia para él, y basándose sólo en un vistazo a los datos de Beezle. Pero no se había convertido en Thargor, el azote del País Medio, temiendo jugarse el todo por el todo.
—Arrasa.
—¿Qué fue lo que hiciste?
—Lo he tirado abajo. No desde fuera… nadie se dará cuenta a no ser que entre allí.
Fredericks, envuelto otra vez en uno de sus simuloides de musculación, saltó de la silla a tal velocidad que salió volando por el aire y rebotó en una pared de la cabaña. Orlando ajustó la gravedad, su amigo bajó, dio un salto y se posó por fin junto a la pirámide de urnas de adorno.
—¿Estás completamente infectado o qué? —le gritó Fredericks—. No es sólo sentencia de muerte en el País Medio, e incluso expulsión de la red… ¡es un delito castigado por la ley! ¡Has destruido una propiedad ajena!
—Venga, hombre, no chochees. Por eso te dije que te marcharas antes que yo. Tú no tienes nada que ver.
Fredericks levantó los fornidos puños y su simuloide (ligeramente menos realista que el de Pithlit, detalle indicativo de algo más profundo aunque Orlando no sabía qué con exactitud) frunció el ceño lleno de cólera.
—¡No me preocupo por mí! Bueno, tampoco es eso pero… ¿qué demonios te pasa últimamente, Gardiner? Sólo porque Thargor ha muerto quieres que te expulsen de la red. ¿Te crees que eres un mártir o algo así?
—Hablas como mi madre —replicó Orlando, arrellanado en su asiento virtual.
—No me digas eso. Ni se te ocurra, vamos —contestó su amigo con una feroz y sorprendente rabia fría.
—Lo siento. Sólo… quería darte unos azotes. Mira, voy a contarte una cosa. ¡Beezle! Ponme esa información otra vez, por favor.
La ventana apareció colgada en el aire, brillante como un ángel de la Visitación.
—Bien, cubica esto. —Orlando marcó y expandió una pequeña sección—. Adelante, léelo.
—Es una… —titubeó Fredericks entrecerrando los ojos—, una orden de cierre. —Se incorporó un poco, bastante aliviado—. ¿Van a desmantelar la torre de Senbar-Flay? Pero… de todos modos, Gardiner, lo que hiciste no tiene sentido. Si van a cargársela de todos modos…
—No has terminado de leer. Mira quién solicitó el cierre en la dirección de juegos del País Medio.
—¿Una juez de… del condado de Palm Beach, Florida?
—Y la fecha… hace seis meses. Desde entonces sólo ha sido utilizada dos veces.
—No lo entiendo —comentó Fredericks sacudiendo la cabeza.
—¡Ése tal Diller está muerto! O en la cárcel o lo que sea. En fin, que dejó de operar seguramente hace seis meses. Pero la torre no se la han cargado por algún motivo. Y lo que es más importante, alguien la ha usado… y hasta se puso el simuloide de Diller… ¡para contratarme a mí!
—¡Fuá! ¡Qué locura! ¿Estás seguro?
—No estoy seguro de nada, pero Beezle está haciendo comprobaciones. ¿Has encontrado algo ya, Beezle?
—Tengo lo de Diller —respondió el agente asomándose por una rendija de la pared junto a la ventana—. Sigo trabajando en el grifo guardián.
—Dame lo que tengas. Bueno, dímelo.
—Diller, Seth Emmanuel… ¿Quieres fechas y demás?
—Resume, anda. Ya te interrumpiré si quiero más datos.
—Caso de coma… La fecha de cierre coincide con la fecha del nombramiento de un fideicomisario de sus bienes. En el último cumpleaños cumplió trece. Padres muertos, abuela solicitante de ayuda legal… ha empezado un juicio contra el País Medio y contra los fabricantes de maquinaria, principalmente Krittapong Electronic y empresas subsidiarias.
—O sea que —dijo Orlando tras reflexionar— ¿el chico tenía dinero para permitirse un buen equipo pero la abuela no tiene bastante para cubrir la demanda?
Beezle agitó las patas un momento.
—Toda la maquinaria y demás artilugios inventariados en el pleito tienen al menos cuatro años de antigüedad, y algunas cosas mucho más. ¿Quieres que saque el estado financiero de la abuela? Diller, Judith Ruskin.
—No. —Se dirigió a Fredericks, que estaba al borde del asiento, empezando a creer—. Éste chico está en coma, o sea, como muerto. Ahora quieren cerrarle la conexión… seguramente para ahorrar dinero. Y, además, su abuela ha denunciado al País Medio. Pero no se la han cerrado y alguien la ha utilizado por lo menos dos veces. El equipo estaba bien hace un tiempo, pero ahora es viejo y su abuela no tiene dinero. Sin embargo, hay un grifo rojo absolutamente infernal, un superúltimo modelo, cuidando la torre para que nadie entre. ¿Qué te apuestas a que lo compraron después de que ese Diller desapareciera?
—Estoy trabajando en el grifo, jefe —terció Beezle—, pero no es fácil.
—Sigue intentándolo. —Levantó los pies y los apoyó en el vacío—. ¿Qué opinas ahora, Frederico?
Su amigo, que parecía tan emocionado unos momentos antes, se quedó de pronto extrañamente quieto, como si hubiera abandonado el simuloide por completo.
—No sé —dijo por fin—. Esto se está poniendo muy feo, Orlando. Tiene peor pinta que el virus más infecto. ¿Cómo es posible mantener un nodo abierto en el País Medio si sus propietarios quieren cerrarlo?
—Apostaría a que han manipulado los registros centrales. Nosotros lo sabemos sólo porque la orden de cierre quedó registrada en el nodo mismo cuando la juez tomó la decisión. Pero si alguien fue y manipuló los registros centrales, el cierre no se producirá automáticamente jamás. Ya sabes, el sistema es tan grande que nadie se da cuenta, al menos hasta que el caso llega a los tribunales y el asunto se desentierra otra vez.
—¡Pues a eso me refiero! ¡Estás hablando de piratas en los registros centrales del País Medio!
—¡Fredericks! —exclamó Orlando fastidiado—. Ya sabíamos que eso se podía hacer. ¿No te acuerdas de lo que me pasó allá abajo en la tumba? Quitaron la secuencia entera y volvieron a unir la cinta otra vez. Como si fueran cirujanos.
—Pero ¿por qué?
—No sé. —Orlando se volvió a la ventana del CBM. Le calmaba ver a los robots obreros cavando pacientemente la roja superficie de Marte, era como contemplar vacas en un prado. Necesitaba frenar un poco su excitado pensamiento—. Pero sé que tengo razón.
Fredericks se levantó con un poco más de cuidado que antes y llegó al centro de la habitación.
—Pero, Orlando, esto no es… no es Morpher ni Dieter. Esto no es simplemente que nos quieran cazar. Se trata de… criminales. ¿Por qué se lían de esta forma, arriesgándose tanto… sólo para enseñarnos una ciudad? No lo entiendo.
—No me extraña.
Tamizar, cavar y volver a tamizar…, los robots obreros continuaban con su tarea. Estaban justo al otro lado de una ventana imaginaria y, al mismo tiempo, a millones de kilómetros de distancia. Orlando trató de recordar el retraso con que llegaba la transmisión pero no pudo. Aunque, seguramente, en ese preciso momento no estarían haciendo nada muy distinto de lo que él veía en las imágenes retardadas. Aquéllas cosas sin mente seguirían trabajando y trabajando, muriendo y siendo sustituidas por otras de su propia fábrica. El proyecto terminaría dentro de pocos años; una diminuta burbuja de plástico envolvería la superficie de Marte, un lugar donde unos pocos centenares de seres humanos podrían refugiarse de las inclemencias de un mundo ajeno.
—Orlando. —La voz de su amigo le hizo volver al mundo de su casa virtual, no menos ajeno que Marte. El simuloide de anchos hombros de Fredericks tenía los brazos cruzados como si sujetara algo en el interior de su pecho de barril—. Gardino, amigo, esto me da miedo.
Orlando se sentó y apoyó la espalda en las almohadas con las delgadas piernas arropadas en una manta, como los mendigos, y se quedó escuchando la nada.
Sabía, por los libros, que las casas no habían sido siempre así. Tenía la sospecha de que la mayoría de viviendas de otras partes del mundo, e incluso ahí en Norteamérica, no eran como la suya en esos momentos. Sabía que en muchos hogares, las maderas del suelo crujían, los vecinos de arriba daban patadas y se oía hablar a la gente del otro lado de la pared. En una ocasión, había ido a visitar a un amigo del centro de asistencia médica, un chico llamado Tim que vivía con sus padres en una casa de una calle sin ninguna clase de aislamiento respecto a la ciudad. Hasta por el día se oía el ruido de los coches de la autopista que pasaba a ochocientos metros de distancia.
En noches como ésa, cuando su padre dejaba de roncar un rato, Orlando no oía nada de nada. Su madre dormía siempre como un muerto. Los Gardiner no tenían perros ni gatos, sólo unos cuantos peces exóticos, pero los peces eran silenciosos y los sistemas de mantenimiento de vida de la pecera eran químicos y no hacían ruido. Los humanos residentes en el edificio vivían en las mismas condiciones de discreción. La maquinaria de las paredes de la casa ajustaba las temperaturas, controlaba la calidad del aire, comprobaba aleatoriamente la instalación eléctrica y la de los sistemas de alarma, pero todo en silencio. Fuera, aunque desfilara un ejército entero al otro lado de los gruesos muros de su casa y de las ventanas con aislamiento, Orlando jamás lo sabría, a menos que alguien se colocara delante de una célula fotoeléctrica.
Las medidas de seguridad que se adquirían con dinero tenían sus ventajas. El padre y la madre de Orlando podían ir de compras, asistir al teatro, pasear al perro —en caso de tenerlo—, y todo sin salir de la gran propiedad de alta seguridad que era Crown Heights. Su madre decía que vivían allí por el bien de Orlando. Sus padres habían decidido que un niño como él no debía exponerse a los peligros de la ciudad y que tampoco una localidad rural era lo más apropiado, a gran distancia en coche o helicóptero de los servicios modernos. Sin embargo, la mayoría de los amigos de sus padres también vivía en Crown Heights o en islas de alta seguridad en medio de la ciudad parecidas a la suya (denominadas «comunidades exclusivas» en los anuncios), aunque no tenían la misma excusa que sus padres, cosa que le hacía dudar de si su madre le diría la verdad. A veces le parecía que ni ella misma sabía la verdad.
La casa estaba en silencio. Orlando se sintió solo y un poco inquieto. Encontró el cable de conexión al lado de la cama y pensó en entrar en la red, pero sabía lo que sucedería si su madre se levantaba a orinar o algo cuando él no podía oírla y lo sorprendía conectado. Su madre estaba en plena campaña antirred, aunque nunca le había dicho claramente qué hacer en vez de conectarse. Si lo descubría, a lo mejor le quitaba el «privilegio», como decía ella, durante semanas. No quería arriesgarse justo en esos momentos, cuando estaban pasando tantas cosas.
—Beezle. —No hubo respuesta. Debía de haberlo llamado muy bajo. Se arrastró hasta el pie de la cama y se inclinó por el borde—. Beezle.
Activar con la voz era una mierda cuando uno no quería despertar a sus padres.
Un ronroneo mínimo salió de las sombras. Una luz pequeña y tenue se iluminó y, después, siete lucecillas más parpadearon formando un círculo hasta que se encendió un pequeño redondel rojo en las sombras, al lado del armario.
—¿Sí, jefe?
—Habla más bajo, como yo.
—¿Sí, jefe? —repitió Beezle tras ajustar el volumen.
—¿No tienes nada que decirme?
—Unas pocas cosas, algunas muy raras. Pensaba esperar a mañana por la mañana.
La conversación ponía nervioso a Orlando. Su madre estaba de un humor de perros últimamente porque no podía dormir y, a veces, tenía un oído más agudo que los murciélagos hasta cuando dormía. Estaba seguro de que debía de ser algo relacionado con la maternidad, una anomalía latente que sólo salía a la superficie después de dar a luz y que duraba hasta echar a los hijos de casa.
Pensó por un momento en hacerlo todo silenciosamente en la pantalla pero, por contra, si su madre se despertaba y le oía hablar, podría fingir que estaba soñando en voz alta, aunque si lo pillaba con la pantalla encendida sería más difícil darle una explicación. Además, se sentía solo y la mejor cura era tener alguien con quien hablar.
—Microbio. Acércate, así no tendremos que hablar tan alto.
Un par de clics casi silenciosos indicaron que Beezle sacaba su cuerpo de robot de la toma de corriente donde había estado chupando carga como una pulga en el lomo de un perro. El círculo de luces rojas bajó por la pared y cruzó la moqueta flotando a la altura de un zapato. Orlando volvió a zambullirse entre las almohadas y se metió debajo de las mantas para disfrutar de las divertidas cosquillas que le hacía Beezle cuando se subía a su cama. Le gustaba sobre todo porque no era tan mayor como para haber olvidado la sensación un poco espeluznante que le producía de pequeño.
Beezle se acercó a la almohada ronroneando y haciendo unos chasquidos suaves como un grillo envuelto en una bala de algodón. Llegó al hombro de Orlando y ajustó la estabilidad garrapateando con los pies, terminados en goma, para no caerse. Orlando se preguntó si, algún día, los bichos u otras cosas parecidas llegarían a moverse con tanta facilidad en el mundo real como en la realidad virtual. Ya había visto series de noticias sobre agentes con cuerpo de robot que se volvían salvajes a causa de una configuración defectuosa o de un programa viejo, y que huían de sus dueños para vivir como cochinillas en los cimientos de los edificios. ¿Qué querrían de la vida? ¿Huirían a propósito o, sencillamente, perderían la facultad de seguir sus programas originales y saldrían en libertad? ¿Les quedarían vestigios de su anterior personalidad?
Beezle se había colocado con su altavoz junto al oído de Orlando y hablaba tan bajo que apenas se le oía.
—¿Mejor?
—Bien, sí. Bueno, dime lo que has encontrado.
—¿Por dónde empiezo?
—Por el grifo.
—Pues, en primer lugar, no sabemos con seguridad cuándo fue adquirido, pero todo lo demás coincide con tus suposiciones. Apareció en el nodo por primera vez después de la orden de cierre.
—O sea, que no lo compró Diller.
—Bien, una llamada al banco de datos del hospital indica que sigue allí en estado comatoso, de modo que, aunque lo comprara, no fue él quien lo instaló.
—¿De dónde procede?
Beezle respondió al leve cambio de postura de Orlando reajustando su posición y siguió susurrando al oído de su dueño con su acento de taxista de Brooklyn.
—Ése es uno de los datos más raros, porque no se corresponde exactamente con nada. Es una creación personalizada hecha con varios fragmentos de códigos diversos… creo que hacía otras cosas, además de cumplir sus obligaciones en el País Medio, pero ahora es muy tarde para volver a comprobar esas posibilidades. Podría hacerse si volvieras a entrar allí, jefe.
—Lo dudo. Es decir que no has averiguado quién lo compró ni quién lo fabricó.
—La cadena de fabricación es un lío de mil diablos. No sigue una línea continua hasta el origen, hay compañías que han salido del negocio y marcas registradas en algunas partes que parecen ser nombres inventados porque no las encuentro en ningún índice. —Si los agentes con cuerpo de robot hubieran sido capaces de suspirar, Beezle habría suspirado—. Ha sido un infierno, te lo aseguro. Pero hay un nombre que no para de salir.
—¿Cuál?
—TreeHouse.
Al principio, Orlando creyó que no había oído bien el susurro de Beezle.
—¿Te refieres… al sitio?
—La mayor parte de nombres inventados son etiquetas de pirata, y salen muchos en el material relacionado con TreeHouse.
—¡Fuá! ¡Déjame pensar!
Beezle se sentó pacientemente. A Beezle se le decía que hiciera una cosa y la hacía, no como sus padres o Fredericks. Sabía que «déjame pensar» significaba no hablar y, si Orlando no le pedía que hablara otra vez, el robot se quedaba callado en su sitio hasta que tuviera que volver a su enchufe a recargarse.
Orlando necesitaba unos momentos de tranquilidad. No sabía qué decir. Era emocionante y sobrecogedor a la vez que el rastro apuntara, al parecer, hacia TreeHouse. Emocionante porque TreeHouse, conocida también como «el último reducto libre de la red», era según decían el paraíso anarquista de los piratas informáticos, un nodo fuera de la ley que flotaba por el sistema como un juego prohibido de trileros callejeros. Corrían por la red rumores de que no se mantenía gracias a inmensas estructuras de corporaciones, como el resto de los grandes nodos, sino por medio de una red siempre cambiante de los pequeños sistemas de sus residentes. Decían que era como un campamento gitano… se podía desmontar todo en cuestión de minutos y almacenarlo en partes muy pequeñas y totalmente repartidas individualmente, que luego volvían a montarse con idéntica rapidez.
La parte sobrecogedora era que nadie entraba así como así en TreeHouse; sólo se podía acceder por invitación y, como no tenía fines comerciales —y por definición, según sus propios principios de gobierno, se oponía a todo servicio útil en cualquier aspecto—, los que lo encontraban sólo pretendían divertirse y conservar su exclusividad.
Es decir, no se accedía a TreeHouse como a cualquier otro nodo. Descubrir que las respuestas a sus preguntas se encontraban en semejante paradero era como decir a un campesino medieval que encontraría algo en Catay o en Samarcanda. Para un adolescente sin contactos, y en caso de no tratarse de un puro mito, era tan inalcanzable como una fantasía.
TreeHouse. La emoción iba en aumento, y algo más, algo que él conocía muy bien, aunque hasta entonces nunca lo había sentido con respecto a cosas relacionadas con la red. Estaba asustado, igual que Fredericks.
—Beezle —dijo por fin—. ¿Estás seguro?
—Por favor, jefe.
Beezle era una máquina vieja pero impresionante. No había nada artificial en su tono de burla.
—Entonces, dame todo lo que puedas respecto a TreeHouse. Bueno, todo no. Al menos, al principio dame sólo lo que resulte creíble… información de fuentes múltiples. Más tarde ya decidiremos si nos metemos o no con el material más virulento.
—Jefe, aunque sólo sea eso, voy a tardar un rato.
—Me conformaré con lo que tengas por la mañana. —Se acordó de que tenía una cita al día siguiente—. No, después de comer. Echaré un vistazo y después decidiremos.
—Si necesitas una búsqueda a fondo, más vale que salga de este cuerpo y me ponga a ello. Pierdo muchísima anchura de banda arrastrándome, ya lo sabes.
Orlando hizo un mohín. «Qué latosos estos agentes de la infancia, siempre aleccionándolo a uno».
—No me digas lo que ya sé. Anda, lárgate.
Beezle se retiró de junto al oído de Orlando moviendo sus pólipos metálicos forrados de goma.
—Buenas noches, jefe.
—Buenas noches, Beezle.
El agente se arrastró sobre las mantas laboriosamente hasta el suelo. Para los bichos, igual que para los gatos, subir era más fácil que bajar. Orlando se quedó mirando el tenue brillo rojo hasta que volvió a la toma de la pared, se enchufó y se apagó.
TreeHouse. ¡Qué extraño, relacionar ese nombre con algo que él, Orlando Gardiner, iba a hacer! Era como proponerse en serio volar a la tierra de irás y no volverás o bajar por la madriguera de un conejo a conocer a los amigos de Alicia.
Pero tenía sentido, en cierto modo. Si existían personas capaces de piratear un sistema tan sofisticado como el del País Medio, suprimir cinco minutos completos o lo que fuera y desaparecer sin dejar rastro —no sólo de sí mismas sino de que tal cosa hubiera sucedido siquiera—, no podían ser más que usuarios de TreeHouse.
Se hundió en las almohadas aunque sabía que tardaría en dormirse. Tenía muchas cosas en que pensar. ¿Habría dado con algo anormal de verdad, algo por lo que valiera la pena tomarse tantas molestias y arriesgarse tanto? ¿O sería simplemente que la visión de la extraña ciudad le hacía pensar en cosas que había dejado de considerar? Fredericks le diría que se estaba pasando. Y, en verdad, poner una bomba en los datos de un nodo ajeno no era normal. A sus padres los mataría del disgusto.
Un pensamiento repentino le puso los pelos de punta. Orlando se sentó, la idea era tan inquietante que no se podía pensar en ella acostado.
Se había hecho a la idea de que sólo personas con acceso al País Medio podrían llegar a descubrir su paso por la torre de Senbar-Flay… y así se lo había dicho a Fredericks. Pero evidentemente, quien hubiera dado el tijeretazo a la secuencia de la tumba y se las hubiera arreglado para anular una orden de cierre durante medio año sería capaz de entrar y salir a voluntad de los archivos maestros de la Mesa del Juicio, y de manipularlos mucho más que sus propios dueños.
Si ése fuera el caso, la persona que hubiera amañado todo el montaje averiguaría la intervención de Thargor en cuanto quisiera. Y el pirata misterioso, o la pirata, daría con el creador de Thargor con mayor facilidad aún.
Se le llenó la boca de amarga bilis. Gracias a una estúpida confianza en sí mismo, orgullo de todo bárbaro imaginario, había dicho a esa persona, de poderes casi ilimitados y con una patente afición al secreto, que un chaval de catorce años andaba buscándolo. Seguro que todo era producto de un bromista ligeramente infantil y con un talento insólito. Pero ¿y si la ciudad y la intervención en los registros indicaban algo de mayor envergadura, alguna actividad ilegal? Sólo le quedaba la esperanza de que tal adversario tuviera un gran sentido del humor.
«¡Yuju! ¡Señor delincuente informático de la gran liga! Soy yo, Orlando Gardiner. Venga cuando quiera, soy un contrincante fácil».
Mierda, lo único que tendrían que hacer era manipular sus registros sanitarios. Una mancha inoportuna en la piel y… ¡Sayonara, Irene!
TreeHouse. Una imagen infantil, un sitio a donde huir del mundo real de los adultos y sus leyes. Pero ¿quién más acechaba en los alrededores del patio de juego, fuera del alcance de la autoridad? Los intimidadores, los agitadores de verdad. Los malos.
Orlando se quedó sentado en la cama con los ojos completamente abiertos escuchando la nada.