15. Amistades en la zona alta

PROGRAMACIÓN DE LA RED/NOTICIAS: Seis potencias firman el Pacto Antártico.

(Imagen: amasijo de metales esparcidos por las placas de hielo flotante). Voz en off: El amasijo de hierros, resto de los jets de combate, permanecerá como mudo recordatorio del breve pero desastroso conflicto antártico. Representantes de las seis potencias protagonistas del desacuerdo sobre los derechos de explotación de minerales que originó el enfrentamiento se han reunido en Zurich para firmar un tratado mediante el cual la Antártida recupera su status de territorio internacional…

Se encontró con !Xabbu en el autobús, en la estación de Pinetown. Al verla, !Xabbu se levantó de su sitio como movido por un resorte, como si Renie se hubiera desmayado en el pasillo en vez de, simplemente, pararse a cobrar aliento después de subir los escalones.

—¿Te encuentras bien?

!Xabbu le hizo seña de que no se moviera y después se sentó a su lado.

—Me encuentro bien, aunque me falta un poco de aire. Últimamente no he tenido ocasión de respirar muy bien.

—Podía haber ido yo a buscarte a tu casa —replicó !Xabbu con el ceño fruncido.

—Ya lo sé. Precisamente por eso no he querido. Ya te has desplazado hasta mi casa tres veces desde que tuve el… desde que me puse enferma. Sólo he tenido que tomar un autobús para llegar aquí. Diez minutos.

Seguramente, !Xabbu ya llevaba en el autobús casi una hora; la línea desde Chesterville no era muy rápida.

—Estoy preocupado por ti. Has estado muy enferma.

La miraba con un interés casi severo, como quien mira a un niño que está jugando en un lugar peligroso. Renie rompió a reír.

—Ya te lo dije, no ha sido un verdadero infarto, sólo una arritmia pasajera. Ahora estoy perfectamente.

A Renie no le gustaba que se preocuparan por ella, ni siquiera !Xabbu. La hacía sentirse débil y no confiaba en la debilidad. Además, empezaba a arrepentirse de haber cargado tanta responsabilidad sobre los hombros de su pequeño amigo. !Xabbu ya había terminado el trabajo del curso, de modo que no estaba perdiendo horas de estudio, pero seguro que estaba gastándose todo el dinero que tuviera, además de emplear un exceso de energías en ella. Sin embargo, el hecho de que también la seguridad de su amigo hubiera quedado comprometida la había convencido de arrastrarlo consigo en ese asunto.

«Pero para empezar, si ahora está expuesto al peligro es por culpa de mis problemas», pensó atribulada.

—¿Qué vas a hacer ahora que has terminado el curso? —le preguntó—. ¿Vas a seguir con un programa de graduación?

—No lo sé, Renie. —Una cierta melancolía ensombreció las delicadas facciones del bosquimano—. Estoy pensando… Hay todavía muchas cosas que no sé. Ya te he contado parte de mis planes, pero ahora veo que todavía me falta mucho para poder llevarlos a cabo. Además… —Bajó la voz a un tono de conspiración. Miró el pasillo del autobús de arriba abajo como buscando espías—. Además —prosiguió en un susurro—, no puedo dejar de pensar en la… en lo que nos pasó en aquel sitio.

Al tomar una curva, el autobús cambió la marcha con un estrépito ensordecedor. Renie reprimió una sonrisa. Si había alguien escuchando, tendría que saber leer los labios.

—Si puedo ayudarte en algo —le dijo—, no dudes en decírmelo, por favor. Es mucho lo que te debo. A lo mejor podemos buscarte una beca o algo así…

El bosquimano negó vigorosamente con la cabeza.

—No es cuestión de dinero. Es algo mucho más difícil. Ojalá fuera un problema de ciudad… porque podría preguntar a mis amigos y encontrar así una respuesta de ciudad. Pero en este lugar donde vivo ahora, tengo que descubrir yo solo la respuesta a este problema.

—Creo que no te entiendo —dijo Renie sacudiendo la cabeza.

—Yo tampoco.

!Xabbu sonrió e hizo desaparecer su expresión sombría, pero Renie captó el esfuerzo que hacía y se entristeció. ¿Era eso lo que había aprendido en Durban y en los demás sitios que él llamaba «donde vive el pueblo de la ciudad»? ¿A fingir, a ocultar sus sentimientos y a aparentar cosas falsas?

«Supongo que tengo que agradecer que no esté ducho en esas cosas. Todavía».

El autobús subía por un paso elevado. !Xabbu miraba por la ventanilla hacia la Carretera Nacional 3, que corría junto al río atestada de coches a pesar de ser media mañana; parecían termitas en un tronco partido.

Renie, incómoda de pronto con las particularidades de la vida moderna que normalmente ni se planteaba, desvió la mirada hacia los compañeros de viaje. La mayoría eran negras mayores que ella que se dirigían a Kloof y a los demás suburbios ricos a trabajar en las labores domésticas, como lo habían hecho sus antecesoras durante décadas, tanto antes como después de la liberación. La mujer rechoncha que iba a su lado, con la cabeza envuelta en el pañuelo tradicional, entonces ya un poco pasado de moda, tenía una expresión que cualquiera que no la conociera tan bien como Renie habría calificado de vacía. Generalmente, los sudafricanos blancos de los antiguos días del apartheid habrían proyectado cualquier emoción en una mirada inexpresiva como aquélla; la habrían interpretado a su capricho: rencorosa, estúpida o incluso potencialmente asesina. Pero Renie se había criado entre mujeres así y sabía que ese gesto era una máscara que se ponían como quien se pone el uniforme de trabajo. En casa, en el shebeen o en el salón de té, sonreían y reían fácilmente. Pero trabajando para los volubles blancos, siempre era más fácil no mostrar nada. Si no se mostraba nada, el jefe blanco no se lo tomaría a mal ni se apiadaría ni, lo que era aún peor, presumiría de cultivar una amistad imposible en condiciones de tan desproporcionada desigualdad.

Renie tenía colegas blancos en la Politécnica, y hasta se relacionaba con algunos fuera del trabajo. Pero cuando Pinetown se convirtió en una barriada mixta, los blancos que podían permitírselo se mudaron a otra parte… a lugares como Kloof y el montículo de Berea, barrios altos, como si sus vecinos y colegas negros no fueran personas sino que formaran parte de una enorme ola tenebrosa que anegara las tierras bajas.

Aunque el racismo institucionalizado hubiera desaparecido, la frontera entre ricos y pobres seguía siendo tan inexpugnable como siempre. Había negros en todas las industrias, en todos los niveles, y los negros detentaban la mayoría de los altos puestos del gobierno desde la liberación; pero Sudáfrica no había logrado salir de aquella especie de agujero tercermundista, y el siglo XXI no había sido más clemente que el XX con el continente africano. La mayoría de los negros seguía en la miseria, y los blancos, para quienes la transición al gobierno negro no había sido ni mucho menos tan mala como temían, no eran pobres.

Renie echó una ojeada alrededor y se fijó en un joven que había unos asientos más atrás. Llevaba gafas de sol, aunque el cielo estaba encapotado; estaba mirándola, pero cuando sus ojos —o sus lentillas— cruzaron la mirada con Renie, volvió la cabeza hacia la ventanilla. Renie, atemorizada, se quedó pensando un momento pero, al descubrir que tenía un implante neurocanular en la base del cráneo, que asomaba por debajo de la gorra, lo comprendió. Dejó de mirarlo y apretó el bolso con más fuerza sobre el regazo.

Al cabo de un rato volvió a mirarlo con disimulo. El makoki seguía mirando por la ventanilla y tamborileando con los dedos en el respaldo del asiento de delante. Tenía la ropa arrugada, con marcas de sudor debajo de los brazos. Le habían puesto la neurocánula en la ciudad, una inserción barata y sucia… la herida le supuraba alrededor del borde de plástico.

Una ligera presión en la pierna la sobresaltó. !Xabbu la miraba interrogativamente.

—No es nada —dijo—; ya te lo contaré después.

Sacudió la cabeza. Cuando Stephen, su padre y ella se habían trasladado al vecindario, había una guarida de makokis en uno de los pisos, y más de una vez se había cruzado con los vecinos zombis en la escalera. En general, eran inofensivos (el uso continuo de programas de sobrecarga sensorial, con infrasonido y luz estroboscópica de gran velocidad, solía producir embotamiento y pasividad en las personas) pero nunca se había sentido a gusto con ellos, por chiflados y retraídos que pareciesen. En sus tiempos de estudiante, un hombre que ni siquiera la veía la manoseó en el autobús; el desgraciado reaccionaba a alguna visión inimaginable inducida por un cerebro convertido en gelatina a fuerza de machacárselo y, desde entonces, nunca se había reído de los makokis como lo hacían sus amigos.

En realidad, los vecinos no resultaron tan inofensivos al final pero la policía, al parecer, no podía hacer gran cosa; de modo que, tras varios robos sufridos por residentes más antiguos y tras varios allanamientos de morada, un grupo de vigilancia en el que participó su padre se armó de bastones y palos de cricket y echaron la puerta abajo. Las delgadas criaturas que vivían allí no opusieron mucha resistencia, pero de todos modos se partieron algunas cabezas y se rompieron algunas costillas. Después, durante meses, Renie veía a los makokis en sueños bajando las escaleras a cámara lenta, agitando los brazos como náufragos y ululando con una voz más animal que humana. Prácticamente eran incapaces de defenderse, como si esa eclosión repentina de ira y dolor formara parte del implante, aunque fuera una parte insatisfactoria.

Además, más adelante, en plena etapa de estudiante idealista, Renie se escandalizó cuando se enteró de que su padre y los demás hombres se habían apoderado del equipo y los programas que encontraron allí —material nigeriano barato, en su mayoría—, lo vendieron y se bebieron las ganancias a lo largo de la semana siguiente mientras contaban una y otra vez su victoriosa hazaña. Que ella supiera, ninguna de las víctimas de los robos recibió jamás una parte de los beneficios. Long Joseph Sulaweyo y los demás se habían autoadjudicado la prerrogativa del conquistador, el derecho a quedarse con el botín.

En realidad, el efecto que sufrió en el Mister J’s no fue tan diferente de una especie de sobrecarga, aunque mucho más sofisticada. ¿Sería eso lo que habían hecho? ¿Habrían encontrado la forma de aumentar la potencia de las sobrecargas, de supersobrecargarlas, por así decirlo, y utilizarlas después a modo de grilletes hipnóticos para evitar que las víctimas rompieran el vínculo?

—Renie.

!Xabbu le dio otro golpecito en la pierna.

Ella sacudió la cabeza al darse cuenta de que estaba mirando fijamente al vacío, como el hombre con la cánula en la cabeza.

—Perdona, estaba pensando en otra cosa.

—Quisiera que me hablaras de la persona a la que vamos a ver.

Renie asintió.

—Iba a hablarte de ella ahora mismo pero me… despisté. Fue profesora mía en la Universidad de Natal.

—¿Y te enseñó… cómo se llama el título que tienes? ¿Ingeniería virtual?

—Sí, así lo llaman —respondió Renie con una carcajada—. Suena curioso, ¿verdad? Como ser doctor en electricidad o algo así. Pero era una profesora genial. No he conocido a nadie como ella, una auténtica sudafricana en el mejor sentido de la palabra. Cuando la gran depreciación del rand, todos los profesores blancos (y también muchos asiáticos y negros) empezaron a mandar currículos a Europa y Norteamérica, y ella se rio de ellos. «Los Van Bleeck llevan aquí desde el siglo XVI —solía decir—. Llevamos tanto tiempo en esta tierra que es imposible desarraigarnos. No somos malditos afrikáners… ¡somos africanos!». Por cierto, se llama Susan van Bleeck.

—Si es amiga tuya —dijo !Xabbu ceremoniosamente—, entonces será amiga mía también.

—Te gustará, estoy segura. ¡Dios! Hace muchísimo que no la veo en persona. Por lo menos, dos años. Cuando la llamé me dijo simplemente: «Ven. Te invito a comer», como si fuera a verla una semana sí y otra no.

El autobús subía con esfuerzo las empinadas cuestas que se adentraban en Kloof. Las casas, que abajo se apiñaban unas con otras, tenían un aspecto más esnob en la zona alta, a una distancia prudencial unas de otras y rodeadas de un discreto cortinaje de árboles.

—Es la persona más inteligente que conozco.

Había un coche esperando en la estación de autobuses, un Ihlosi eléctrico de aspecto caro. Junto al vehículo, informal pero impecablemente vestido, se encontraba un hombre negro alto, de mediana edad, que se presentó como Jeremiah Dako. Sin más preámbulos, invitó a Renie y a !Xabbu a subir al asiento de atrás del coche. Renie insinuó que uno de los dos podía ir delante con él, pero el hombre se limitó a sonreír con frialdad. Al ver que sus intentos de iniciar la conversación caían en tierra estéril, Renie claudicó y se dedicó a mirar el paisaje.

Jeremiah no parecía interesado en conversaciones intrascendentes pero sí en !Xabbu, o así lo dedujo Renie al observar que no perdía de vista al bosquimano por el espejo retrovisor. No daba la impresión de que le gustara su amigo, aunque, por lo poco que había visto al señor Dako, seguro que nada le hacía gracia. De todos modos, el disimulo con que lo miraba le recordó la reacción de su padre. Tal vez ese hombre también creyera que los bosquimanos no existían sino en el recuerdo.

Al pasar por la verja de seguridad (donde Dako marcó el código y aplicó el pulgar al sensor con una rapidez que indicaba la mecanización de una vieja costumbre), la casa apareció de repente, al final de una larga calzada bordeada de árboles, como una visión de ensueño: alta, limpia, acogedora y tan grande como la recordaba. Renie había ido a casa de la doctora Van Bleeck pocas veces, hacía mucho tiempo ya, y se alegró en extremo de que le resultara tan familiar. Dako entró por el sendero semicircular y se detuvo frente a los pilares del porche. El efecto de gran tamaño quedaba contrarrestado por la tumbona y las sillas de jardín esparcidas a ambos lados de la puerta principal. Susan van Bleeck estaba sentada en una silla leyendo un libro, con el cabello blanco brillante como una llama sobre la oscuridad del fondo. Levantó la mirada al detenerse el coche y saludó con la mano.

Renie abrió la portezuela del coche y se ganó una mirada recriminatoria del chófer, que estaba a punto de abrírsela.

—¡No te levantes! —gritó Renie; subió las escaleras corriendo y la abrazó; se asombró en silencio al notar lo menuda que era la anciana, como un pajarillo.

—¿Levantarme? —rio Susan—. No dispones de tanto tiempo, ¿verdad?

Señaló las ruedas de la silla, ocultas bajo la manta escocesa con que se tapaba las rodillas.

—¡Dios mío! ¿Qué te ha pasado? —exclamó impresionada.

Susan van Bleeck parecía… una anciana. Cuando estudiaba con ella, aquella mujer tenía ya más de sesenta y cinco años, de modo que no había por qué asombrarse tanto, pero de todas formas le turbó comprobar los cambios sufridos en dos años.

—No es para siempre… bueno, es peligroso decir cosas así a mi edad. Fractura de cadera, principalmente. Ni todos los suplementos de calcio del mundo le libran a uno si se cae de culo por las escaleras. —Miró más allá de donde estaba Renie—. Y ése es el amigo que dijiste que a lo mejor venía contigo, ¿no?

—¡Claro, claro! Te presento a !Xabbu. !Xabbu, te presento a la doctora Van Bleeck.

El hombrecillo inclinó levemente la cabeza y sonrió con solemnidad al darle la mano. Dako, que volvió a aparecer después de aparcar el coche a un lado del camino, murmuró algo como para sí mismo al pasar de largo.

—Me apetecía que nos quedáramos aquí fuera —comentó la anfitriona mirando el cielo con el ceño fruncido—. Pero claro, el tiempo está asqueroso. —Levantó la frágil mano y señaló hacia el cavernoso porche—. Ya sabéis cómo somos los afrikáners… siempre al fresco en el stoep. Pero hoy hace mucho frío. Por cierto, jovencito, espero que no te pases el día llamándome «doctora». Prefiero que me llames Susan.

Se quitó la manta y se la pasó a !Xabbu, el cual la recogió como si fuera una vestidura sagrada; después, sin usar ningún mando que Renie pudiera ver, giró la silla de ruedas hacia la puerta y subió por una rampa hasta el umbral.

Renie y !Xabbu la siguieron por el espacioso zaguán. Las ruedas chirriaban sobre el pulido suelo de madera. La doctora dobló una esquina y siguió adelante precediéndolos hasta la sala de estar.

—¿Cómo funciona la silla? —preguntó Renie.

—Tiene estilo, ¿verdad? En realidad, es un invento ingenioso. Las hay que se controlan directamente con un implante neurocanular, pero me pareció un poco exagerado… al fin y al cabo, pienso abandonar este maldito invento algún día. Ésta funciona con unos sensores de contacto dérmico que leen los músculos de las piernas. Si flexiono, avanza. Al principio tuve que usar una de las antiguas, de las manuales, mientras se soldaba el hueso, pero ahora uso ésta, que además me sirve de fisioterapia… o sea, que me ayuda a mantener en forma los músculos de las piernas. —Señaló el sofá—. Sentaos, por favor. Jeremiah nos servirá café dentro de un momento.

—Confieso que me asombró saber que seguías en la universidad —dijo Renie.

Susan arrugó toda la cara como un niño que prueba las espinacas por primera vez.

—¡Dios! ¿Qué otra cosa quieres que haga? No voy mucho… una vez al mes, en realidad, para cumplir lo que eufemísticamente se llama «horas de oficina». Hago la mayor parte del trabajo de consulta desde aquí, pero necesito salir de vez en cuando. Esto es muy solitario y no lo soporto y, como habréis comprobado, Jeremiah no es el conversador más incansable del mundo.

Como el diablo al conjuro de su nombre, Dako apareció en el dintel de la puerta con un servicio de café y una cafetera en una bandeja. Posó la bandeja, accionó la palanca —al parecer, el apego de la doctora a la tecnología moderna no se hacía extensivo a la forma de hacer el café— y volvió a salir, aunque no sin echar otra extraña mirada ligeramente disimulada a !Xabbu. El bosquimano, que admiraba las pinturas y esculturas de la habitación, no pareció darse cuenta.

—Lo mira sin parar —comentó Renie—. Durante todo el camino no ha dejado de mirar a !Xabbu por el retrovisor.

—Bueno, a lo mejor le gusta —dijo Susan con una sonrisa—, aunque sospecho que hay algo de sentimiento de culpa.

—¿A qué te refieres? —preguntó Renie.

—Jeremiah es un griqua… lo que se entendía por un «media casta» en los malos tiempos del pasado, aunque es tan negro como cualquiera. Hace doscientos años expulsaron a los bosquimanos de este territorio de Sudáfrica. Violenta, horriblemente. Fueron tiempos tremendos. Supongo que los blancos podían haber hecho algo por impedirlo, pero la cruda realidad es que vieron más potencial en los griqua que en los bosquimanos. Eran tiempos en que se valía más sólo por tener un poco de sangre blanca, aunque todavía se estuviera muy lejos de los blancos. —Volvió a sonreír, aunque con cierta tristeza—. ¿Tu pueblo recuerda a los griqua con odio, !Xabbu? ¿O eres de otra parte del país completamente distinta?

—Perdón —dijo el hombrecillo dándose la vuelta—, no estaba prestando atención a lo que se decía.

—¡Ah! Estabas observando mi pintura —replicó Susan con una mirada astuta.

!Xabbu asintió. Renie se volvió a mirar el objeto al que se referían. Lo que había tomado simplemente por la pantalla mural colocada sobre la chimenea era en realidad una impresión fotográfica de casi tres metros de anchura, mayor que cualquiera que hubiera visto fuera de los museos. Era una pintura sobre una pared de roca natural, una obra de sencillez primitiva y llena de encanto. Había una gacela definida en pocos trazos y, a cada lado, un grupo de figuras humanas bailando. La roca estaba iluminada por el sol del atardecer. Casi parecía un fresco, aunque Renie sabía que no lo era.

!Xabbu volvió a mirarlo. Tenía los hombros subidos en una extraña postura, como si algo le acechara, pero sus ojos estaban abiertos de admiración más que de temor.

—¿Sabes de dónde es? —le preguntó Susan.

—No, pero sé que es antiguo, de cuando los bosquimanos eran los únicos habitantes de estas tierras. —Alargó la mano como para tocarlo, aunque se encontraba a más de un metro del sofá en que estaba sentado—. Es una imagen muy poderosa. —Vaciló—. Pero no sé si me alegra verla en la casa de una persona.

Susan frunció el ceño y se tomó su tiempo para contestar.

—¿Te refieres a la casa de una persona blanca? No, de acuerdo. Lo entiendo… o eso creo. No lo hago por ofender, para mí no tiene un sentido religioso sino que me parece algo bello. Supongo que me transmite algo de tipo espiritual, sin intención de ser presuntuosa. —Se quedó mirando la foto como si fuera la primera vez—. La pintura, el original, sigue en la pared de un risco en el Castillo del Gigante, en las montañas Drakensberg. ¿Te molesta tenerla delante, !Xabbu? Puedo decir a Jeremiah que la quite de ahí. No tiene mucho que hacer hasta dentro de unas horas, pero cobra igual.

—No es necesario. Cuando dije que no me alegraba de verla me refería a mis propios pensamientos, a mis sentimientos. Renie sabe las preocupaciones que tengo respecto a mi pueblo y a su pasado. —Sonrió—. Y a su futuro también. Tal vez sea mejor que, al menos, alguien la vea aquí. A lo mejor así recuerdan… o tendrán ocasión de recordar.

Durante un rato, los tres tomaron café en silencio, contemplando el salto de la gacela y las actitudes de los danzarines.

—Bien —dijo la doctora al fin—. Si todavía quieres enseñarme algo, Irene, pongámonos a ello o se nos pasará la hora de comer. A Jeremiah no le gustan los cambios de horario.

Renie había contado muy poco a Susan por teléfono y en ese momento, al relatar el caso del archivo misterioso, tuvo la impresión de que decía más de lo que quería decir. La doctora, en su afán por ponerse en contexto, hacía preguntas a las que era difícil responder parcialmente, y Renie se dio cuenta de que había revelado a su antigua profesora casi todo, excepto el nombre del ciberclub y el motivo por el que habían ido allí.

«Las viejas costumbres tardan en morir», se dijo Renie. Susan la miraba con expectación, le brillaban los ojos; no sólo se transparentaba en ella la impresionante y enérgica mujer que era cuando Renie la conoció sino que además se adivinaba la niña inteligente y aguda que había sido hacía más de medio siglo. «Jamás conseguí engañarla ni un tanto así».

—Pero ¿para qué, en el nombre de Dios, querría nadie un sistema de seguridad de ese calibre? ¿Qué pretenden proteger, por todos los diablos? —La mirada penetrante de la doctora hizo sentirse a Renie una delincuente irremisible—. ¿Te has liado con criminales, Irene?

—No lo sé —respondió, reprimiendo un sobresalto al oír tan odiosa palabra—. En realidad no quiero hablar de eso todavía. Pero si de verdad se dedican a lo que pienso, habría que prender fuego a ese lugar como si fuera un nido de víboras venenosas.

Susan, intranquila, se reclinó en los cojines de la silla de ruedas.

—Respeto tu intimidad, Irene, pero no me gusta nada lo que me cuentas. ¿Cómo te has metido en semejante lío?

Echó una mirada a !Xabbu como si el motivo pudiera ser él. Renie se encogió de hombros.

—Digamos que creo que tienen algo que para mí es muy importante, y quiero que me lo devuelvan.

—Muy bien, me rindo. Nunca he tenido paciencia para jugar a las adivinanzas de la señorita Marple. A ver qué has traído. Seguidme.

Llevó a Renie y a !Xabbu por el pasillo haciendo rodar la silla silenciosamente. Las hojas de una puerta aparentemente normal resultaron ser el acceso a un pequeño montacargas.

—Gracias a Dios que se me ocurrió instalar esto aquí para subir y bajar equipos —comentó la doctora—. Ahora, apretujaos. Desde el asunto éste de la cadera, si sólo hubiera tenido las escaleras, habría tenido que quedarme arriba un montón de meses. Bueno, a lo mejor Jeremiah me habría llevado en brazos. ¡Atención, esto sí que está de foto!

El sótano parecía ocupar prácticamente toda la extensión de la casa. El laboratorio ocupaba una gran parte; había varias filas de mesas colocadas a la manera tradicional de los laboratorios.

—Desorden y confusión —resumió la doctora—. Tengo un sistema autónomo libre y ya he terminado la sesión de antivirus que estaba haciendo con él —dijo—. Creo que podemos utilizarlo. Seguramente querréis verlo en una pantalla de monitor, ¿no?

Renie afirmó enérgicamente. No tenía intenciones de situarse en un entorno envolvente para explorar el regalo de Mister J’s, ni siquiera contando con la ayuda de la doctora Van Bleeck. No iba a tropezar dos veces en la misma piedra.

—De acuerdo. Enciende la multiagenda y empecemos. Carga esto, vamos a pedir diagnósticos antes de intentar llevarlo a mi sistema.

Al cabo de varios minutos, la doctora dejó caer los mandos sobre el regazo e hizo un puchero infantil.

—¡Maldita sea! No me deja entrar. Pero tienes razón, es muy raro. No parece que sea un dispositivo contra intrusiones. ¿Qué castigo es enviar al sistema enemigo un caballo de Troya tan grande que no puede activarse? En fin, enchúfate.

Renie conectó la multiagenda a la máquina de la doctora. Empezaron a pasar cosas rápidamente.

—Se está transfiriendo solo. Igual que se bajó solo a mi multiagenda.

—Pero no envía una copia, se está cargando entero.

Susan frunció el ceño sin dejar de mirar la diagnosis, que parpadeaba al efectuar los diversos cálculos. Renie casi sintió lástima por todos los programas especialistas de la doctora, como si fueran pequeños seres, científicos diminutos que agitaran las manos y discutieran unos con otros tratando de clasificar un objeto completamente desconocido.

—Ya lo sé —dijo Renie—, no tiene sentido…

Cortó la frase en seco y se quedó mirando.

La pantalla del monitor empezaba a brillar con más fuerza. El nivel de diagnosis desapareció por completo como si los números, los símbolos y las gráficas hubieran sucumbido al fuego. En la pantalla, algo tomaba forma.

—¿Qué demonios es eso?

Susan parecía irritada, aunque en su voz se detectaba un matiz de verdadera incertidumbre.

—Es… una ciudad. —Renie se inclinó hacia delante. Una risa ligeramente histérica empezaba a acumulársele en el pecho. Era como en las viejas películas de espías, cuando robaban un microfilm secreto y al final sólo tenía instantáneas de vacaciones—. Tomas visuales de una ciudad.

—Nunca he visto un sitio así. —Susan también se inclinaba hacia delante, como !Xabbu, que estaba de pie detrás de la silla de ruedas. La luz del monitor se reflejaba en sus caras—. ¡Fijaos! ¿Habéis visto alguna vez coches como ésos? Es una película de ciencia ficción… una producción de la red.

—No, es de verdad.

Renie no sabía precisar por qué lo sabía, pero estaba segura. Si hubiera sido una foto fija como la pintura del risco de Susan, habría sido difícil de asegurar. Pero el movimiento aumentaba el nivel de información visual, y cerebral, exponencialmente; el movimiento de objetos era lo más difícil de sintetizar hasta con los mejores efectos. Renie no llevaba tanto tiempo como Susan en el campo de la realidad virtual, pero tenía una vista tan buena como cualquiera, incluso mejor que la mayoría. Hasta en el Mister J’s, con los aparatos de primera línea que indudablemente tenían a su servicio, supo captar sutiles fallos de coordinación y movimiento naturalista. Pero esa ciudad de torres doradas, de banderas ondeantes y trenes elevados no tenía semejantes defectos.

—Creo que he visto esto en alguna parte —dijo !Xabbu—. Es como un sueño.

—Funciona automáticamente —dijo Susan, tras tomar los mandos y hacer algunos gestos en vano—. No encuentro ninguna clase de información asociada. —Frunció el ceño—. Creo que…

La imagen desapareció. El monitor quedó completamente en blanco unos momentos y, después, en la pantalla se encendió una tormenta de píxeles intermitentes.

—¿Qué has hecho? —preguntó Renie, obligada a apartar la vista del monitor… La trepidante lluvia luminosa le recordó a la última y desagradable hora pasada en el club.

—Nada. Ése maldito invento se ha apagado solo. —Susan reinició el sistema, que se volvió a poner en marcha como si nada hubiera sucedido—. Se ha ido.

—¿Se ha apagado solo?

—Se ha ido. ¡Se ha ido! No ha dejado ni rastro.

Diez minutos después, Susan dejó caer los mandos de nuevo y alejó la silla del monitor. Había buscado minuciosamente en su ordenador y en la multiagenda de Renie sin resultado alguno.

—Me duelen los ojos —dijo—. ¿Quieres intentarlo tú?

—No se me ocurre nada que no hayas hecho tú ya. ¿Cómo habrá desaparecido?

—Es como un proceso de autofagia. Se puso en marcha y después se autodestruyó. Ahora no queda nada.

—Bien; lo único que vimos fue una imagen de una ciudad —resumió Renie, deprimida—. No sabemos por qué. Y, además, ahora no tenemos ni eso.

—¡Ah, claro! Casi se me olvida. —Susan volvió a acercarse a la pantalla—. Estaba tomando una imagen de muestra cuando la cosa hizo kerploonk… a ver qué tenemos. —Dirigió la búsqueda de la máquina. Momentos después, la pantalla mostró una especie de abstracción dorada como una malla—. ¡Lo tenemos! —La doctora entrecerró los ojos—. Kak. Ya estaba perdiendo resolución cuando hice la foto. Irene, no veo bien de cerca. ¿Distingues tú algo o no son más que píxeles de colores mezclados al azar?

—Eso creo.

—Hay una torre —dijo !Xabbu despacio—. Allí.

—En efecto. Entonces, tendremos que trasladarlo al sistema principal. Como el sampleado lo he hecho yo, podemos suponer que sea inerte y, por tanto, inocuo… aunque todo esto es tan raro que no estoy completamente segura de nada. En fin…

Mantuvo un breve diálogo con el cableado de la casa y, minutos después, contemplaban de nuevo la estela dorada, pero ampliada varios metros sobre la pantalla del laboratorio.

—Tengo un equipo de ampliación para imágenes que a lo mejor nos sirve de algo —dijo—. Mientras comemos, irá completando algunos preliminares, limpiando el ruido y rebobinando la secuencia de la desresolución al máximo. Venid conmigo; seguro que a Jeremiah le va a dar un soponcio.

—!Xabbu —dijo Renie, poniéndole la mano en el hombro. El bosquimano se había quedado traspuesto mirando la imagen de la pantalla mural—. ¿Te encuentras bien?

—Éste camino, aunque esté tan distorsionado, me resulta conocido. —Miraba fijamente las curvas indefinidas de color ámbar y crema—. Lo he visto en alguna parte, pero es más una sensación que un recuerdo.

—No sé qué decir —replicó Renie encogiéndose de hombros—. Vamos a comer, a lo mejor se te aclaran las ideas.

!Xabbu la siguió casi a regañadientes; se detuvo una vez más frente a la puerta del ascensor y se volvió a mirar con el ceño fruncido de perplejidad.

Susan había acertado, Jeremiah estaba algo más que un poco ofendido cuando la doctora y sus invitados llegaron a comer con veinte minutos de retraso.

—No he puesto el pescado a escalfar hasta que les oí venir —dijo en tono acusador—, pero no me responsabilizo del estado de las verduras.

En realidad, las verduras pasaron la prueba con holgura, y la lubina estaba tierna y jugosa. Renie no recordaba haber degustado jamás una comida tan exquisita y se esforzó por hacérselo saber a Dako.

El hombre, ligeramente recuperado el buen humor, hizo un gesto de asentimiento mientras recogía los platos.

—La doctora Van Bleeck comería bocadillos cada día —dijo, cual marchante de arte a quien le piden pinturas sobre terciopelo negro.

Susan se echó a reír.

—Es que nunca quiero interrumpir el trabajo para subir al comedor a sentarme a la mesa. Cuando no me salto las horas de comer e incluso de cenar por el trabajo es cuando más noto la edad que tengo. Pero tú no quieres que me sienta vieja, ¿verdad, Jeremiah?

—La doctora no es vieja —dijo—, la doctora es cabezota y se centra en sí misma —añadió y se retiró a la cocina.

—Pobre hombre —se compadeció Susan—. Vino a trabajar con nosotros en vida de mi esposo. En aquellos tiempos, organizábamos fiestas con gente de la universidad y visitantes extranjeros. Su trabajo era más gratificante entonces, estoy segura. Pero tiene razón… pocos días me ve después del desayuno, a no ser que haya correspondencia que tenga que firmar yo. Me deja notas breves y amargas contándome las cosas que ha hecho y de las que no me he dado cuenta. Me dan risa, la verdad.

—Creo que es como el hermano de mi madre —terció !Xabbu, que había observado a Jeremiah con interés—: Un hombre orgulloso y capaz de hacer más de lo que se le pide, cosa que no es buena para el espíritu.

Susan frunció los labios. Renie pensó que tal vez el comentario de !Xabbu la había ofendido.

—Es posible que tengas razón —dijo al fin—. No le he propuesto grandes retos últimamente… más bien me he encerrado en mí misma. A lo mejor he pecado de egoísmo. —Se dirigió a Renie—. Vino con nosotros cuando la inestabilidad era grande todavía, claro. Había recibido muy poca educación… No sabes la suerte que has tenido, Irene. El sistema escolar ya había mejorado mucho cuando apareciste tú. Pero creo que Jeremiah habría sobresalido en varias cosas, de haber tenido la oportunidad. Aprende con una rapidez increíble y lo retiene todo. —La doctora se miró las manos, la cuchara de plata que sostenía entre los retorcidos dedos—. Tenía la esperanza de que su generación fuera la última que sufriera las consecuencias de lo que les hicimos.

Renie pensó en su padre sin querer, flotando a la deriva en un océano invisible para todos, incapaz de encontrar tierra firme donde apoyarse.

—Pensaré en lo que has dicho, !Xabbu. —Susan dejó el cubierto en la mesa y se limpió las manos briosamente—. A veces nos estancamos en las propias costumbres. En fin, vamos a ver qué hacemos con nuestra ciudad misteriosa.

Los programas de imágenes habían recompuesto la toma y el resultado era una foto bastante reconocible. La sustancia de la ciudad aparecía como una maraña de óvalos y triángulos verticales, con pinceladas impresionistas que representaban las calles y las vías elevadas. Renie y la doctora empezaron a corregir áreas pequeñas añadiendo detalles de memoria; aumentaron los esquemas generales impuestos por el programa de ampliación. La ayuda de !Xabbu fue inestimable en esa tarea gracias a su excelente retentiva visual: si Renie y Susan recordaban unas ventanas en el plano liso de una pared, !Xabbu les decía cuántas había y cuántas estaban iluminadas.

Más de una hora después, tomó cuerpo una imagen reconocible de la ciudad dorada que ardiera en la pantalla durante tan breves momentos. La definición no era tan buena como en el original y, en algunas partes, la reconstrucción era pura especulación, pero cualquiera que la hubiera visto la habría reconocido sin duda.

—Bien, empecemos la búsqueda. —Susan ladeó la cabeza—. Aunque todavía no es exacta del todo, en algún aspecto.

—Ahora no parece de verdad —opinó Renie—. Le falta viveza. Pero es lógico… es una versión totalmente reconstruida, hierática y plana. Pero parte del mérito del original es que parecía de verdad, como si hubiéramos visto una ciudad auténtica por un agujero del ordenador.

—Supongo que tienes razón. De todos modos, no deja de ser la ciudad más rara que he visto en mi vida, maldita sea. Si es de verdad, tiene que ser una de esas monstruosidades prefabricadas de fibrámica que levantan de la noche a la mañana en el archipiélago indonesio o en cualquier otra parte por el estilo. —Se frotó las rodillas—. Éstos malditos sensores empiezan a irritarme las piernas. ¡Vaya día, amiga mía! Pero empezaré a buscar en las redes de especialistas, a ver si encuentro algo parecido… Todavía no te has reincorporado al trabajo, ¿verdad? Entonces, déjamelo a mí. Tengo al menos tres contratos donde podría cargar el gasto, se trata de multinacionales con proyectos de rastreo de datos que precisan millones de horas de conexión, y jamás se percatarían de unas pocas sesiones extraordinarias. Además, tengo una amiga, bueno, una conocida, que se llama Martine Desroubins; es una investigadora destacadísima. A lo mejor sabe algo. Y hasta puede que arrime un poco el hombro y nos ayude gratis, ya que es por una buena causa. —Echó a Renie otra mirada penetrante e inquisitiva—. Porque es por una buena causa, ¿verdad? Muy importante para ti, ¿no?

Renie se limitó a asentir con un gesto.

—Bien. Ya nos veremos. Si descubro algo, te llamo.

Dako los aguardaba a las puertas del ascensor en el piso principal. Tenía el coche preparado en la entrada como por arte de magia.

Renie abrazó a la doctora Van Bleeck y le dio un beso en la empolvada mejilla.

—Gracias; me alegro mucho de haber vuelto a verte.

—No tenías que haber esperado a que te acosaran unos terroristas virtuales para venir a verme, ¿sabes? —le reprochó con una sonrisa.

—Ya. Muchas gracias.

!Xabbu dio a la doctora un apretón de manos. Ella lo retuvo unos momentos y lo miró con los ojos brillantes.

—Ha sido un placer conocerte. Espero que vuelvas.

—Me gustaría mucho.

—Bien. Quedamos así.

Giró la silla hacia el porche mientras ellos subían al coche y los despidió con la mano desde las sombras hasta que Dako dio la vuelta por el largo camino de entrada y enfiló por la calzada bordeada de árboles.

—Te veo muy triste —dijo !Xabbu, que no había dejado de incomodarla con la mirada en un buen rato.

—No, triste no. Sólo… decepcionada. Cada vez que creo que voy a llegar a alguna parte, me estrello contra una pared.

—No tendrías que decir «me» sino «nos».

Los tiernos ojos castaños expresaban recriminación, pero Renie no tenía fuerzas ni para sentirse culpable.

—Me has ayudado mucho, !Xabbu, por supuesto, mucho.

—No lo digo por mí sino por ti. No estás sola: fíjate, hoy hemos hablado con esa mujer tan sabia que es amiga tuya, y seguro que va a ayudarnos. El compañerismo, la familia, nos transmiten fuerza. —!Xabbu abrió las manos—. Todos somos pequeños en comparación con las grandes fuerzas, en comparación con la tormenta o con el vendaval.

—Esto es algo más que un vendaval. —Renie, pensativa, buscó un cigarrillo, pero de pronto se acordó de que en el autobús no se podía fumar—. Si no estoy completamente loca, esto es mucho mayor y más raro que todo lo que he visto en mi vida.

—Es el momento preciso para llamar a los que pueden ayudarte. En mi familia decimos: «Ojalá estuvieran los babuinos en esa peña». Sólo que los llamamos «el pueblo que se sienta en los talones».

—¿A quién?

—A los babuinos. Me enseñaron que todas las criaturas que viven bajo el sol son pueblos… como nosotros, aunque sean diferentes. Ya sé que los de ciudad no pensáis de esa forma, pero nosotros, sobre todo la gente de mi padre, considera pueblos a todos los seres vivos. Los babuinos son el pueblo que se sienta en los talones. Seguro que los has visto y sabes que es cierto.

Renie asintió, un tanto avergonzada porque sólo había visto babuinos enjaulados en el zoo de Durban.

—Pero ¿por qué has dicho que ojalá estuvieran los babuinos en las peñas?

—Significa que se está en un momento de gran necesidad y que es preciso recibir ayuda. Mi pueblo y el pueblo que se sienta en los talones no eran amigos en general. Hace mucho tiempo, los babuinos cometieron un gran crimen contra nuestro abuelo Mantis y se desencadenó una gran guerra entre ellos y nosotros.

Renie no pudo evitar una sonrisa. Su amigo hablaba de esos seres míticos, monos y mantis, con la misma normalidad que si fueran compañeros de la Politécnica.

—¿Una guerra?

—Sí. Se produjo a causa de una larga discusión. Mantis temía que las cosas se agriaran, de modo que, para prepararse, envió a un hijo suyo a recoger palos para hacer flechas. Los babuinos vieron al niño escogiendo y recogiendo palos con esmero y le preguntaron qué hacía. —!Xabbu sacudió la cabeza—. El pequeño Mantis era inocente y alocado. Les dijo que su padre se pertrechaba para la guerra contra el pueblo que se sienta en los talones. Los babuinos montaron en cólera y se atemorizaron. Empezaron a ponerse nerviosos y a discutir entre ellos hasta que, finalmente, cayeron sobre el joven Mantis y lo mataron. Después, envalentonados por la fácil victoria, le sacaron un ojo y jugaron con él lanzándoselo unos a otros como si fuera una pelota y gritando: «¡Pásamelo!». «¿A quién le toca?» una y otra vez, hasta que empezaron a pelearse por él.

»El anciano abuelo Mantis soñó que su hijo lo llamaba. Cogió el arco y echó a correr tan velozmente hacia el lugar que hasta las pocas flechas que llevaba se agitaban como los espinos en el viento. Luchó contra los babuinos y, a pesar de que le sobrepasaban en número, consiguió recuperar el ojo de su hijo, aunque le hirieron gravemente. Lo colocó en su zurrón de piel y huyó.

»Se llevó el ojo a un lugar donde el agua manaba de la tierra y crecían los juncos; lo puso en el agua y le dijo que volviera a crecer. Volvió allí muchos días pero nada cambiaba; sin embargo, él no cejaba. Un día oyó chapoteos y encontró a su hijo entero otra vez, nadando en el agua. —!Xabbu sonrió, alegre por el momento de felicidad del relato, pero enseguida recobró la sobriedad—. Así fue la primera batalla entre los babuinos y el pueblo de Mantis. Fue una lucha larga y terrible, ambas partes sufrieron pérdidas graves antes de que concluyera.

—Pero no lo entiendo. Si la historia fue así, ¿por qué dices que ojalá te ayudaran los babuinos? Me han parecido terribles.

—Ya, pero se comportaron así sólo porque les daba miedo pensar que el abuelo Mantis fuera a declararles la guerra. Pero en realidad, lo de pedir ayuda a los babuinos viene de una antigua historia de la familia de mi padre. Aunque me da la impresión de que estoy hablando de más.

La miró por entre las pestañas con una expresión que Renie tomó por un pícaro guiño humorístico.

—No, por favor —le dijo. Prefería cualquier cosa antes que sumirse en sus propios fracasos viendo pasar por la ventanilla el triste espectáculo de la gran ciudad—. Cuéntamelo.

—Sucedió hace mucho tiempo… tanto que seguro que te parecerá un mito. —La miró con severa sorna—. Me contaron que la mujer de la historia era la abuela de la abuela de mi abuela.

»Pero en fin, el caso es que una mujer de mi familia llamada N!uka se separó de su pueblo. La sequía había sido grande y cada uno hubo de partir en una dirección en busca de los más lejanos ojos de agua. Su esposo y ella fueron por un camino, él llevaba la última reserva de agua que les quedaba en una cáscara de huevo de avestruz y ella cargaba a su hijito en la cadera.

»Caminaron mucho pero no encontraron agua ni en el primer pozo ni en el segundo. Siguieron adelante hasta que hubieron de detenerse a causa de la oscuridad. Hambrientos y sedientos por igual (porque durante las sequías es muy difícil encontrar caza, claro), se acostaron a dormir. N!uka mecía a su hijo contra el pecho y le cantaba para que olvidase el dolor de estómago.

»Luego se despertó. La luna plateada, que inspiró a los hombres de la raza primitiva la idea del arco, estaba alta en el cielo pero iluminaba poco. Su esposo se despertó también y se sentó a su lado con los ojos muy abiertos de temor. Una voz hablaba desde las sombras que había más allá del último rescoldo de su fogata. No veían nada más que dos ojos brillando como estrellas frías y distantes.

»—Veo tres, dos grandes y uno pequeño —dijo la voz—. Dadme al pequeño para saciar el hambre y dejaré marchar a los otros dos.

»—¿Quién eres? —preguntó N!uka estrechando a su hijo.

»Pero la voz sólo repitió lo mismo de antes.

»—No te lo daremos —gritó el esposo—, y si te acercas a nuestra hoguera, te dispararé una flecha envenenada que te volverá la sangre amarga en las venas, y morirás.

«—Entonces, sería una locura acercarse a vuestra hoguera —replicó la voz—; pero soy paciente. Estáis lejos de los vuestros y en algún momento os dormiréis…

»Los ojos desaparecieron en un parpadeo. N!uka y su esposo estaban atemorizados.

»—Ya sé quién era —dijo ella—. Era la hiena, la peor de los antiguos. Nos seguirá hasta que caigamos por el sueño; entonces nos matará y devorará a nuestro hijo.

»—Pues entonces, lucharé ahora con la hiena, antes de que el cansancio y la sed me priven de las fuerzas por completo —contestó su esposo—. Es posible que hoy sea el día de mi muerte, porque la hiena es inteligente y sus mandíbulas, fuertes. Saldré y me enfrentaré a ella, pero tú tienes que huir con nuestro hijo.

»N!uka discutió con él pero no logró hacerle cambiar de opinión. El esposo cantó una canción al lucero del alba, el más grande cazador de todos, y salió a la oscuridad. Oyó entonces un ladrido ronco… chaf, chaf, chaf —!Xabbu sacó la barbilla para imitar el ladrido— y, entonces, el esposo gritó. Después, N!uka no oyó nada. Echó a correr; corrió y corrió pidiendo a su hijo que guardara silencio. Al cabo de un rato, oyó una voz que le hablaba desde atrás.

»—Veo dos, uno grande y uno pequeño. Dame al pequeño para saciar el hambre y dejaré marchar al otro.

»Ella sintió gran temor entonces, porque sabía que la vieja hiena había matado a su esposo y que pronto la atraparía a ella también y los mataría a todos; nadie de su pueblo podía socorrerla. Estaba sola aquella noche…

En la voz de !Xabbu vibraba una extraña cadencia, como si el relato original quisiera salir a la superficie en su lengua de origen a través de la lengua extranjera. Renie, que se preguntaba con cierta inquietud si su amigo creería que la leyenda era verdad, tuvo de pronto una especie de revelación. Era un cuento, ni más ni menos, y los cuentos es lo que se utiliza para dar forma al universo. Comprendió que, en eso, !Xabbu tenía razón: había poca diferencia entre los cuentos populares, las revelaciones religiosas y las teorías científicas. Un concepto inquietante y paradójicamente liberador que le hizo perder el hilo de la historia un momento.

—… Se levantó de la arena ante sus ojos, tres veces más alta que ella. Trepó a la peña con el niño estrechado contra el pecho. Oía la respiración de la hiena cada vez más fuerte y, cuando miraba atrás, veía los grandes ojos amarillos brillando en la oscuridad, cada vez más grandes. Volvió a cantar:

»—Abuelo Mantis, ayúdame en este momento. Abuela Estrella, ayúdame en este momento, dadme fuerzas para subir.

»Subió, hasta ponerse fuera del alcance de la hiena y se acurrucó en una hendidura mientras la hiena paseaba de un lado a otro al pie de la peña.

»—Pronto tendrás hambre, pronto tendrás sed —le decía la hiena—. Y tu hijo también tendrá hambre y sed pronto y llorará por la dulce leche y por el agua. Pronto se levantará el sol ardiente. La peña está desnuda, nada crece sobre ella. ¿Qué harás cuando empiece a dolerte el estómago? ¿Cuándo la lengua se te agriete como se agrieta la tierra?

»N!uka tenía mucho miedo, pues cuanto decía la hiena era verdad. Empezó a llorar y a lamentarse:

»—Aquí me ha llegado el fin, aquí donde no tengo amigos, lejos de mi familia.

»Oyó que la hiena cantaba al pie de la roca, aguardando tranquilamente. Entonces, una voz le dijo:

»—¿Qué haces aquí, en nuestra peña?

»Una persona bajó de la cima de la peña, uno del pueblo que se sienta en los talones. En tiempos pasados, el pueblo de mi familia había estado en guerra con los babuinos y, por eso, N!uka se asustó.

»—No me hagas daño —le dijo—. La vieja hiena me ha empujado hasta aquí. Ha matado a mi esposo y está esperando ahí abajo para matarnos a mi hijo y a mí.

«Aquélla persona la miró y luego habló ofendida:

»—¿Por qué nos dices eso? ¿Por qué nos pides que no te hagamos daño? ¿Acaso te lo hemos hecho alguna vez?

»N!uka bajó la cabeza:

«—Vuestro pueblo y el mío eran enemigos en el pasado. Luchasteis contra el abuelo Mantis y yo nunca os he ofrecido amistad.

»—Que no seas amiga no significa que seas enemiga —dijo el babuino—, y la hiena que está ahí abajo es enemiga de ambos. Ven, sube a la cima de la peña donde se encuentra el resto de mi pueblo.

»N!uka subió tras él. Cuando llegó a la cima, vio que todos los babuinos llevaban en la cabeza pieles de tejón y plumas de avestruz, porque estaban celebrando una fiesta. La invitaron a comer y también a su hijo y, cuando todo el mundo quedó satisfecho, uno de los más ancianos y más sabios del pueblo que se sienta sobre los talones le habló con estas palabras:

»—Ahora tenemos que conversar los dos y pensar qué hacer con la vieja hiena, pues si tú estás atrapada en esta peña, nosotros también, y se nos han terminado la comida y el agua.

«Hablaron largo y tendido; la hiena se impacientó esperando al pie de la peña y les gritó:

»—Huelo al pueblo que se sienta en los talones, y también a ellos me los comeré y machacaré sus huesos entre las mandíbulas. Bajad y entregadme al menor, al más tierno, y dejaré libre al resto de vosotros.

»El viejo babuino dijo a N!uka:

»—Existe una llama roja que tu pueblo sabe convocar. Convócala ahora, pues si lo haces, tal vez encontremos remedio.

»N!uka sacó su encendedor de fuego y se agachó para que el viento no apagara la chispa, y, cuando consiguió que las llamas rojas vinieran, ella y los babuinos cogieron una piedra de la gran peña y la colocaron en el fuego. N!uka la envolvió en un pellejo que le dio el viejo babuino, se acercó después al borde de la peña y llamó a la vieja hiena.

»—Voy a arrojar a mi hijo, porque tengo hambre y sed y la peña está desnuda.

»—Bien, arrójalo ya —contestó la hiena—. Yo también tengo hambre.

»N!uka se asomó y lanzó la piedra ardiente. La vieja hiena saltó a por ella y se la tragó con pellejo y todo. Cuando le llegó al estómago, empezó a quemarle; llamó entonces a las nubes y les rogó que le mandaran lluvia, pero no llovió. Se revolcó por el suelo para vomitar y, mientras esto hacía, N!uka y los babuinos bajaron de la peña, recogieron otras piedras y mataron a la hiena con ellas.

»N!uka dio las gracias al pueblo que se sienta en los talones y el más viejo de todos le dijo:

«—Recuerda que fuimos amigos cuando nos encontramos frente a un enemigo superior.

»Ella juró que no lo olvidaría y, a partir de ese día, cuando en mi familia hay peligro o confusión, decimos:

»—Ojalá estuvieran los babuinos en esa peña.

Renie se despidió de !Xabbu en la estación de autobuses de Pinetown casi sin tiempo de decirle adiós, porque el autobús que la llevaría a su barrio estaba a punto de salir. Mientras el vehículo rodaba rampa abajo hacia la calle, hacia el denso tráfico de la hora punta, se quedó mirando al hombrecillo que seguía bajo el cobijo de la parada comprobando el cuadro de horarios, y volvió a sentirse culpable.

«Cree que los babuinos van a venir a ayudarle. ¡Jesús! ¿Adónde lo he arrastrado?».

Y por cierto, ¿en qué lío se había metido ella también? Al parecer, se había ganado unos enemigos muy poderosos y, a pesar de haber estado en un tris de perder la vida, tenía muy poca noción de lo que sucedía en realidad, y pruebas, aún menos.

«No lo cuentes como prueba. Una foto borrosa de una ciudad, una copia en la multiagenda y otra en el sistema de Susan. Llévalo a la Comunidad de las Naciones Unidas. “Sí, creemos que esta gente está asesinando mentes infantiles. ¿Las pruebas? Ésta foto de edificios altos”».

Había bullicio en las calles de su barrio, en la zona baja. Le sorprendió porque era día laborable, pero la gente que ocupaba la acera tenía un aire carnavalesco, plantada allí en grupos en medio de la calle, llamando a los conocidos a gritos, pasándose latas de cerveza unos a otros. Cuando se apeó del autobús al principio de la cuesta, detectó incluso el olor del humo que llenaba el aire, como si hubieran lanzado fuegos artificiales. No comprendió lo que ocurría hasta alcanzar la mitad de la calle Ubusika y ver las luces de los vehículos de bomberos reflejadas en la fachada de la torre de pisos y la nube de camaracópteros que sobrevolaban las llamas como moscones.

Llegó al cordón de la policía sudando y sin respiración. Una densa humareda salía del tejado del edificio como un dedo oscuro apuntando al cielo de la tarde. Varias ventanas del edificio estaban hechas añicos y ennegrecidas, como si hubieran estallado hacia el exterior por efecto de un calor intenso; se le encogió el estómago de miedo al comprobar que una de ellas pertenecía a su casa. Volvió a contar ventanas, con la esperanza de haberse equivocado pero segura de haber acertado. Un joven policía negro con visera la retuvo cuando intentó pasar la barrera provisional, aunque le rogó que se lo permitiera. Le dijo que era residente y el joven le indicó que se dirigiera a la unidad móvil situada al fondo del aparcamiento. Más de cien personas del vecindario y el doble o el triple de gente de los alrededores deambulaban por la calle, pero Renie no vio a su padre entre ellos. Trató de recordar desesperadamente lo que le había dicho que haría ese día. Normalmente estaba en casa a última hora de la tarde.

Alrededor de la unidad móvil había una aglomeración insalvable de gente, parecía imposible hablar con algún oficial: docenas de voces reclamaban atención; la mayoría desesperadas por saber algo de sus seres queridos, otras sólo para saber qué había pasado y si las compañías de seguros se harían cargo de algo. La empujaron y la bambolearon hasta que creyó que iba a ponerse a gritar de frustración y miedo. Cuando comprendió que nadie oiría sus gritos, salió del gentío como pudo. Tenía los ojos llenos de lágrimas.

—¿Señora Sulaweyo? —El señor Prahkesh, el pequeño y rechoncho asiático que vivía al fondo del pasillo, retiró la mano del brazo de Renie como sorprendido de su propio gesto. Estaba en pijama y albornoz, pero llevaba unos takkies desatados en los pies—. Es terrible, ¿verdad?

—¿Ha visto usted a mi padre?

—No —dijo—, no lo he visto. Hay mucho jaleo aquí. Mi esposa y mi hija andan por ahí, porque salimos juntos, pero no he vuelto a verlas.

—¿Qué ha ocurrido?

—Ha habido una explosión, creo. Estábamos cenando y de pronto, ¡buuum! —Dio una sonora palmada—. Todavía no sabíamos lo que había pasado y ya corría la gente por la escalera gritando. No sé qué ha provocado la explosión. —Encogió los hombros nervioso, como si fuera responsable de algo—. ¿Ha visto los camaracópteros? Han venido muchos, echaron espuma en el tejado y por las paredes. Estoy seguro de que nos va a envenenar a todos.

Renie se separó de él, incapaz de compartir su estado de ánimo alarmado y dicharachero al mismo tiempo. Su familia estaba a salvo, charlando con otros vecinos, sin duda. ¿Habrían sobrevivido todos? Seguro que no, a la vista del desastre. ¿Dónde estaba su padre? Se quedó helada de pies a cabeza. Cuántas veces había deseado que desapareciera, que él y su mal humor se esfumaran de su vida, pero jamás había pensado que pudiera ser así: las siete y media de la tarde, la calle llena de mirones que cotilleaban y de víctimas conmocionadas por la explosión. Ésas cosas no pasaban así de repente, ¿o sí?

Se detuvo en seco mirando la ennegrecida hilera de ventanas. ¿Habría sido ella? ¿Habría hecho algo merecedor de una represalia por parte del Mister J’s?

Sacudió la cabeza, se sentía mareada. Seguro que no era más que paranoia. Un calefactor viejo, un cable defectuoso, un horno barato en cualquier piso… había un montón de cosas que podían dar lugar a un desastre así, y cualquiera más plausible que una venganza asesina de los dueños de un club de realidad virtual.

Un murmullo de horror se produjo entre el gentío. Los bomberos empezaban a sacar camillas por la puerta de la calle. Renie estaba aterrorizada pero no podía esperar a recibir noticias. Trató de abrirse paso otra vez entre el grupo de curiosos, pero en vano. Encogiéndose y dando codazos oportunamente logró salir hasta donde empezaba la aglomeración, con la intención de dar la vuelta y acercarse un poco a la puerta desde el otro lado del cordón.

Lo vio sentado en el bordillo, al lado de una furgoneta vacía de la policía, con la cabeza entre las manos.

—¡Papá! ¡Papá!

Cayó de rodillas y lo abrazó. Él levantó la cabeza despacio, como inseguro de lo que sucedía. Olía mucho a cerveza pero, en ese momento, a Renie no le importó.

—Renie, ¿eres tú, niña? —La miraba con los ojos enrojecidos, tan intensamente que creyó que iba a pegarle. Sin embargo, el hombre rompió a llorar, la abrazó por los hombros pegando la cara al cuello de Renie y estrechándola con tanta fuerza que casi la ahogaba—. ¡Ay, niña, qué arrepentido estoy! No debí haberlo hecho. Creía que estabas arriba. ¡Ay Dios, Renie! ¡Cuánto me arrepiento! ¡Qué avergonzado estoy!

—Papá, ¿qué estás diciendo? ¿Qué hiciste?

—Hoy ibas a pasar el día fuera, fuiste a ver a tu profesora. —Sacudió la cabeza negativamente pero no se atrevía a mirarla a los ojos—. Vino Walter. Me dijo: «Vamos a divertirnos un rato por la calle». Pero bebí más de la cuenta. Volví, todo esto estaba en llamas y creí que te habías quedado encerrada y que estarías abrasándote también. —Tragó aire con esfuerzo—. ¡Qué avergonzado estoy!

—Papá, me encuentro perfectamente. Acabo de llegar. Estaba preocupada por ti.

—Vi el fuego que abrasaba la casa —logró decir temblando todavía—. ¡Qué Dios se apiade de mí! Y pensé en tu pobre madre. Creí que te había perdido a ti también.

Renie empezó a llorar igual que su padre. Tardó un rato en deshacerse del abrazo, no podía soportar separarse de él. Se sentaron uno al lado del otro en el bordillo contemplando el final de las últimas llamas y los últimos esfuerzos de los bomberos.

—Todo —dijo Long Joseph—. Todos los juguetes de Stephen, la pantalla mural, todo. No sé qué vamos a hacer ahora, niña.

—En este momento creo que nos hace falta un buen café.

Se puso de pie y le tendió la mano. Su padre la aceptó y se levantó también, tembloroso e inestable.

—¿Café? —Se quedó mirando lo que había sido su casa. El bloque de pisos parecía un campo de batalla tras un combate feroz que nadie hubiera ganado—. Sí, claro —dijo—. ¿Por qué no?