PROGRAMACIÓN DE LA RED/NOTICIAS: Merowe se enfrenta a un juicio por crímenes de guerra.
(Imagen: Merowe se rinde al general Ram Shagra de las Naciones Unidas). Voz en off: Hassan Merowe, el presidente depuesto de la República de Nubia, tendrá que enfrentarse a un tribunal de las Naciones Unidas acusado de crímenes de guerra.
(Imagen: soldados de las Naciones Unidas excavan fosas comunes en las afueras de Jartum). Se sospecha la muerte de un millón de personas durante los diez años del gobierno de Merowe, una de las épocas más sangrientas de la historia de África del norte.
(Imagen: Mohammad al-Rashad, abogado de Merowe). RASHAD: El presidente Merowe no teme enfrentarse a otros líderes mundiales. Mi cliente levantó nuestra nación de las ruinas de Sudán con su solo esfuerzo. Todas estas personas saben que, a veces, los líderes tienen que emplear mano dura en tiempos de caos, y quien diga lo contrario es un hipócrita…
Detectó un línea de neón rojo con el rabillo del ojo como si un capilar se hubiera hecho visible de pronto. La línea se retorcía y daba vueltas sobre sí misma ramificándose una y otra vez mientras el sistema experto que simbolizaba realizaba su trabajo. Miedo sonrió. Beinha y Beinha no se fiaban de sus promesas de seguridad… querían conocer su despacho virtual tan bien como conocían el suyo propio. Tampoco esperaba otra cosa de ellas. En realidad, a pesar de otras afortunadas colaboraciones anteriores, habría abrigado serias dudas para volver a contratarlas si hubieran confiado en su palabra.
«Seguro, chulo, vago, muerto». Era el mantra del viejo, y no estaba mal aunque, a veces, Miedo estableciera unas fronteras diferentes a las de él. De todas formas seguía vivo, única medida del éxito en la clase de negocios que manejaba… los simples fracasos no tenían cabida. Claro que el viejo podía presumir por su mayor precaución: había sobrevivido más tiempo que su mercenario. Mucho más.
Miedo aumentó el campo de color abstracto al otro lado de la única ventana del despacho y volvió a concentrarse en la pared virtual blanca, mientras el programa de las Beinha terminaba de comprobar la seguridad de su nodo. Una vez se hubo asegurado satisfactoriamente, se desconectó; la línea roja desapareció del programa monitor de Miedo y las gemelas Beinha se materializaron inmediatamente.
Se presentaron en forma de dos objetos idénticos y casi sin rasgos, juntas al otro lado de la mesa como un par de lápidas mortuorias. Las hermanas Beinha desdeñaban los simuloides de gran calidad para reuniones personales y, sin duda, consideraban la réplica de Miedo un ejemplo de exhibicionista excesivo y vacuo. Miedo disfrutaba pensando en irritarlas: advertir los tics de otros profesionales e incluso de sus víctimas era lo más parecido que sentía al cariño por las costumbres de los amigos que animaba la existencia de gentes más frívolas.
—Bienvenidas, señoras. —Señaló hacia el simulacro de mesa de mármol negro y el servicio de té de porcelana Yiching, tan importante incluso para los negocios virtuales con los clientes de la costa del Pacífico que Miedo lo había convertido en pieza permanente del entorno de su despacho—. ¿Desean tomar algo?
Casi palpaba el fastidio que emanaban las dos formas gemelas.
—No malgastamos nuestro tiempo en la red en funciones de aficionados —replicó una de ellas.
La satisfacción de Miedo aumentó: estaban tan molestas que no lo ocultaban. Primer punto a su favor.
—Hemos venido a concretar un trato —dijo la otra forma sin rostro.
Nunca se acordaba de sus nombres. Chicha y Nucha o algo parecido, nombres de duendes indios que tenían poco que ver con sus verdaderas identidades: se los habían puesto en sus tiempos de estrellas infantiles en un burdel de Sao Paulo. De todos modos, poco importaba que se acordara o no: las dos operaban como una sola entidad y la una podía contestar las preguntas dirigidas a la otra. Las hermanas Beinha consideraban los nombres una debilidad sentimental tan despreciable como los simuloides realistas.
—En tal caso, concretemos el trato —replicó risueño—. Huelga preguntar si han revisado las condiciones del precontrato, ¿no es así?
El breve silencio que precedió a la respuesta fue indicativo de un enojo mayor.
—En efecto. Puede llevarse a cabo.
—No será fácil.
Creyó que había contestado la segunda, pero como las dos usaban la misma voz digitalizada, era difícil de distinguir. El número de las hermanas resultaba efectivo: parecían una sola mente que habitara dos cuerpos.
«¿Y si en verdad fueran una sola persona? —se preguntó de pronto—. En la vida real nunca las he visto a las dos juntas. ¿Y si todo el montaje de las “mellizas mortales” no fuera más que un truco publicitario?». Miedo dejó tan interesante pensamiento para más tarde.
—Estamos dispuestos a pagar trescientos cincuenta mil créditos suizos más gastos aprobados —terció Miedo.
—Es inaceptable.
Miedo levantó una ceja consciente de que su simuloide reflejaría el gesto a la perfección.
—Entonces, tendremos que buscar otra agencia de contratación —afirmó, impasible, esperando una reacción.
Las Beinha lo miraron un momento inexpresivas como piedras.
—El trabajo que hay que llevar a cabo entra en el sector civil sólo desde el punto de vista técnico. El… el objeto que desea desplazar es de tal importancia que tendría repercusiones en el gobierno nacional. La pérdida del objeto supondría un impacto de orden mundial, en realidad. Es decir, quien firme el contrato debe prever un grado de protección muy superior al normal —dijo una de las Beinha.
Se preguntó hasta qué punto esa voz sin acento propio estaría filtrada. No era difícil imaginar que un par de mujeres de veintidós años —si la información que tenía sobre ellas era de fiar— mudaran su acento y todas las demás características que hubieran despreciado hasta convertirse en lo que eran.
—Ustedes insinúan que no se trata de un trabajo civil sino de un asesinato político —replicó, decidido a aguijonearlas un poco más.
Se produjo un largo silencio. Socarronamente, Miedo conectó el hilo musical para llenarlo. Cuando la primera hermana habló, su voz era tan átona y monótona como antes.
—Correcto, y usted lo sabe.
—Por eso creen que vale más de trescientos cincuenta mil créditos suizos.
—No queremos hacerle perder el tiempo ni queremos más dinero. En realidad, si nos endulza el trabajo con alguna otra cosa, sólo pediremos cien mil créditos suizos, que es prácticamente el montante de lo que necesitaremos para las acciones de protección posteriores y para el período de enfriado del tema.
—¿A qué se refiere con «alguna otra cosa»? —preguntó levantando la ceja de nuevo.
La segunda figura indefinida posó las manos de espátula en el tablero de la mesa.
—Tenemos entendido que su superior tiene acceso a ciertos productos biológicos… una fuente rica en dichos recursos en nuestro propio hemisferio.
Miedo adelantó el cuerpo en el asiento. Algo se le tensaba en las sienes.
—¿Mi superior? Ustedes sólo tratan conmigo en este asunto. Están pisando terreno muy peligroso.
—No obstante, sabemos que realiza usted muchos trabajos para cierto grupo. Tanto si ese grupo es el destinatario final de nuestro contrato como si no, posee lo que deseamos.
—Es nuestra intención establecernos en una actividad marginal —intervino la otra hermana—. Una actividad menos intensa para nuestra avanzada edad que la que desarrollamos actualmente. Creemos que la venta al por mayor de esos productos biológicos sería lo idóneo y queremos abrirnos camino en ese campo. Su superior está en condiciones de facilitárnoslo. Queremos privilegios, no rivalidad.
Miedo se detuvo a considerar. El viejo y sus amigos, a pesar de su inmensa influencia, eran objeto de muchos rumores. Las Beinha se movían en círculos que podían saber gran parte de la verdad que se ocultaba tras las especulaciones más horribles e inaceptables, de modo que su propuesta no implicaba necesariamente un fallo del sistema de seguridad. A pesar de todo, no le convencía plenamente la idea de presentarse al viejo con una oferta tan fuera de lugar, y además implicaría para él cierta pérdida de control sobre los subcontratados, detalle que no convenía a sus planes para el futuro.
—Creo que sería preferible confiar este trabajo a Klekker y Asociados —dijo con la mayor displicencia posible… enfadado consigo mismo por haberse dejado sorprender.
Un punto para las hermanas Beinha.
La primera de ellas soltó una carcajada, un sonido seco y metálico como un cuchillo de pan al sajar una garganta.
—¿Y perder meses y créditos mientras completan los preliminares?
—Por no hablar de las consecuencias de confiar un encargo de tales características a ese grupo de bravucones —añadió la segunda—, que cargarán como toros y dejarán huellas y cornadas por todas partes.
Nosotras nos movemos en nuestro territorio. Tenemos contratos en toda la ciudad, sobre todo en algunos sectores muy útiles.
—Sí, pero Klekker no tratará de extorsionarme.
La primera colocó las manos encima de la mesa al lado de las de su hermana, como si estuvieran en una sesión de espiritismo.
—Ya ha trabajado con nosotros en otras ocasiones. Sabe que le proporcionaremos lo que necesita, y, a menos que haya cambiado usted sustancialmente, señor, sus intenciones son hacer el papel de supervisor. ¿A quién confiaría su propia seguridad, a Klekker, que trabajaría en terreno desconocido, o a nosotras, que actuaríamos en nuestro jardín de atrás?
—Envíenme una propuesta —dijo Miedo levantando una mano—. La estudiaré.
—Acabamos de transferírsela.
Miedo dobló los dedos. El despacho y las hermanas sin rostro desaparecieron.
Dejó caer al suelo el vaso de cerveza y se quedó mirando los últimos restos de espuma que la moqueta blanca iba absorbiendo. Le ardían las entrañas como brasas, de pura furia. Las Beinha eran las personas indicadas para llevar a cabo el trabajo y tenían razón en lo referente a Klekker y sus mercenarios; es decir, no había más remedio que hablar con el viejo y exponerle la propuesta de las hermanas.
Tendría que volver de rodillas ante el desgraciado loco, al menos simbólicamente. Una vez más. Como en aquel antiguo sello comercial en el que un perro escuchaba atentamente la radio o lo que fuera. La voz de su amo. Humillado a cuatro patas, como tantas otras veces en la infancia, cuando hubo de aprender a responder al dolor con dolor. Todas aquellas noches oscuras llorando bajo el peso de otros niños. La voz de su amo.
Se levantó y comenzó a caminar por la pequeña habitación, con los puños tan apretados que se clavó las uñas en la carne. Reventaba de rabia, apenas podía respirar. Aún tenía tres entrevistas pendientes esa noche, de importancia menor, pero no estaba seguro de poderlas manejar bien en esos momentos. Las Beinha lo tenían atado de pies y manos y lo sabían. Las que habían sido prostitutas siempre sabían cuándo tenían a uno agarrado por las pelotas.
Responder al dolor con dolor.
Se fue al lavabo, cogió agua en el cuenco de las manos y se la echó en la cara. Se salpicó el pelo, las gotas le cayeron sobre el pecho desde la barbilla y le mojaron la camisa. Le ardía la piel; la rabia que le quemaba por dentro le caldeaba igual que un horno de hierro; se miró en el espejo casi esperando verse despidiendo vapor de agua. Tenía los ojos tan abiertos que le había salido un círculo blanco alrededor.
Alivio, necesitaba alivio. Cualquier cosa para aplacar los pensamientos, para enfriar la tensión. Una respuesta. Una respuesta a la voz de su amo.
Miró por la pequeña ventana la chepa de saurio del puente y la vasta extensión de luces titilantes que formaban Sydney Mayor. No era difícil contemplar aquella pulsación y aquel brillo e imaginarse un alma tras cada luz, y él, como Dios desde las alturas, podía alargar una mano y apagar cualquiera. O todas.
Decidió hacer un poco de ejercicio antes de proseguir con el trabajo. Después se sentiría más fuerte, como le gustaba.
Subió el volumen de su música interior y fue en busca de los instrumentos cortantes.
—No dudo que sea cierto —dijo el dios—. Pregunto si es aceptable.
Los demás componentes de la Enéada lo miraban con ojos animales. La luz crepuscular eterna entraba por las amplias ventanas del Palacio de Occidente e inundaba toda la estancia de una incandescencia azulada que las lámparas de aceite no lograban disipar del todo. Osiris levantó el flagelo.
—¿Es aceptable? —repitió.
Ptah el Artífice hizo una leve inclinación, aunque Osiris puso en duda que la parte correspondiente de Ptah en la vida real hubiera hecho el amago siquiera. Ésa era una de las ventajas de llevar a cabo las reuniones de la Hermandad en su propio terreno virtual… donde los sistemas de gobierno permitían insertar al menos un poco de cortesía. Como para demostrar que la inclinación no había sido cosa suya, Ptah respondió:
—No, maldita sea, claro que no es aceptable. Pero este asunto es muy nuevo… es de prever que suceda lo inesperado.
Osiris calló un momento antes de responder, mientras se le enfriaba la cólera. La mayoría de los miembros del consejo supremo de la Hermandad eran tan testarudos como él, por lo menos; de nada serviría ponerlos a la defensiva.
—Sencillamente, quiero saber cómo hemos podido perder a alguien colocado en el sistema por nosotros mismos —dijo al fin—. ¿Cómo ha podido «desaparecer»? ¡Tenemos su cuerpo, por Dios!
Frunció el ceño por la fortuita alusión a sí mismo y cruzó los brazos sobre el pecho vendado.
La cara amarilla de Ptah se arrugó al sonreír: hacía gala del típico desprecio norteamericano por la autoridad y sin duda pensaba que el hábitat virtual de Osiris era grandioso.
—Sí, es cierto que tenemos su cuerpo, y si eso es lo único que nos preocupaba, podemos eliminarlo en cualquier momento. Pero tú fuiste el que quiso ese añadido en particular, aunque nunca comprendí por qué. Nos encontramos en territorio desconocido, sobre todo por las variables que nuestros propios experimentos han añadido a la mezcla. Es como esperar que los objetos se comporten de la misma manera en las profundidades del espacio que en la Tierra. Me parece un tanto injusto culpar a mi gente cuando las cosas se salen ligeramente de su órbita.
—Si ese hombre continúa con vida no es por simple capricho. Me asisten buenas razones, aunque son privadas. —Osiris habló con toda la firmeza y la calma posibles. No quería dar la impresión de caprichoso, sobre todo discutiendo con Ptah. Si había alguien capaz de poner su autoridad en entredicho en el futuro próximo, desde luego era el norteamericano—. Sea como fuere, es una desgracia. Nos acercamos al punto crítico y no podemos hacer esperar a Ra mucho más.
—Jesús lloró. —Horus, el de la cabeza de halcón, dio un puñetazo en la mesa—. ¿Ra? ¿De qué diablos hablas ahora?
Osiris se quedó mirándolo. Los negros y fríos ojos de ave le sostuvieron la mirada. Otro norteamericano, naturalmente. Eran como niños… aunque niños muy poderosos.
—Estás en mi casa —dijo con toda la serenidad posible—. No estaría de más que mostraras cierto respeto o, al menos, buenos modales. —Dejó la frase colgando en el aire un momento para dar tiempo al resto de la confraternidad a cavilar cómo podía hacerse daño a Horus… qué sería capaz de hacer Osiris enfadado—. Si te valieras de ti mismo y utilizaras la información pertinente, sabrías que «Ra» es mi nombre para la última fase del Proyecto Grial. Si estás muy ocupado, pongo mi sistema de traducción a tu servicio para que no interrumpas el curso de la conversación durante las reuniones.
—No he venido a jugar. —La fanfarronería del cabeza de pájaro disminuyó en cierto grado. Horus se rascó el pecho con fuerza y Osiris, asqueado, torció el gesto—. Tú eres el presidente, así que jugamos con tus juguetes, nos ponemos tus simuloides y lo que haga falta, de acuerdo. Pero yo tengo muchas ocupaciones y no dispongo de tiempo para andar bajando todas tus reglas nuevas cada vez que conecto.
—Basta de disputas. —Al contrario que los demás, Sekhmet parecía satisfecha de su disfraz de diosa. Osiris pensaba que le habría gustado llevar la cabeza de león en la vida real. Era una deidad por naturaleza: ninguna noción de democracia había mancillado jamás su imagen—. ¿Debemos eliminar el cabo suelto, el «hombre perdido» del que habláis? ¿Cuál es la voluntad de nuestro presidente?
—Gracias por preguntar. —Osiris se arrellanó en su sitial—. Deseo que sea encontrado por motivos personales. Si no se halla solución en un tiempo razonable, permitiré que se acabe con él, aunque se trate de un torpe remedio.
—En realidad, no es sólo torpe —terció Ptah alegremente—, es posible que no sea ni un remedio siquiera. A lo mejor no podemos matarlo ya, tal como están las cosas… Al menos, no la parte residente en el sistema.
Una mano elegante se levantó. Los demás se volvieron hacia ella, atraídos por la inusitada circunstancia de que Thoth tuviera algo que decir.
—Estoy seguro de que las cosas no han llegado tan lejos todavía —dijo. Su estrecha cabeza de ibis asentía con pesadumbre hundiendo el pico en el pecho—. ¿Hemos perdido el control de nuestro propio entorno virtual? Sería una novedad muy molesta. Tendría que plantearme seriamente mi permanencia en la misión. Debemos tener mayor control que hasta ahora sobre el proceso.
Osiris se dispuso a contestar pero Ptah se interpuso rápidamente.
—Siempre ocurren perturbaciones en la periferia de todo cambio de paradigma —dijo—. Como las tormentas en la periferia de un frente nuboso… las esperamos en general, aunque no podamos predecir con exactitud cuándo se producirán. No es eso lo que me inquieta ni creo que deba inquietarte a ti tampoco.
Un nuevo torrente de discusiones se desató alrededor de la mesa, pero en esta ocasión no molestó a Osiris. Thoth tenía el carácter cuidadoso de los asiáticos y no gustaba de los cambios repentinos ni de las sentencias atrevidas, y casi seguro que no aprobaba la brusquedad norteamericana: Ptah no se había hecho ningún favor. Thoth y su consorcio chino formaban un bloque de poder con peso e importancia en la Hermandad; Osiris llevaba años cultivando su amistad. Tomó nota de ponerse en contacto personal con Thoth más tarde para hablar oportunamente de sus tribulaciones. Mientras tanto, una parte de la irritación de los magnates chinos se centraría sin duda en torno a Ptah y a su contingente occidental.
—Por favor, por favor —dijo al fin—. Con mucho gusto hablaré en particular con cualquiera a quien le preocupe esta cuestión. El problema, por nimio que sea, proviene de mi iniciativa personal y asumo toda la responsabilidad.
Con esas palabras, la mesa quedó en silencio. Él sabía que tras los fríos simuloides, tras las mandíbulas de escarabajo, las máscaras de hipopótamo, de carnero y de cocodrilo, se hacían cálculos, se replanteaban los cabos sueltos… Y también sabía que su prestigio era tan grande que ni siquiera el orgulloso Ptah discutiría más con él, so riesgo de ser tildado de agitador.
«Si no fuera por el Grial que aguarda al final de este camino largo y agotador —pensó—, con gusto vería a todos estos ambiciosos enterrados en la fosa común. ¡Qué lástima, necesitar tanto la Hermandad! Ésta ingrata presidencia es como enseñar a una piraña a tener buenos modales en la mesa». Sonrió brevemente tras la máscara de momia, aunque la colección de dientes y colmillos que brillaba a lo largo de la mesa daba a la escena cierto desagradable aire de verosimilitud.
—Bien, terminados los demás asuntos y habiéndose planteado ya el incidente de nuestro escapista, resta tan sólo una cuestión: nuestro anterior colega, Shu. —Se dirigió a Horus con un interés burlón—. ¿Te das cuenta de que Shu no es más que un código, otro fragmento de egiptología? Una especie de broma, en realidad, porque Shu era el dios del cielo que abdicó del trono celestial en favor de Ra. ¿Lo entiendes, general? Contamos con tan pocos ex colegas vivos que estaba seguro de que no precisarías traducción.
—Sé de quién hablas —contestó el halcón con ojos que echaban chispas.
—Bien, en cualquier caso, he interpretado nuestra última reunión plenaria en el sentido de que… Shu… ha pasado a ser, desde el retiro, una carga para la antigua compañía. —Se permitió una risita polvorienta—. He iniciado un proceso para aliviar dicha carga en lo posible.
—¿A qué te refieres? —Sekhmet sacó la lengua de su hocico moreno—. ¿Ése al que llamas Shu debe morir?
—Tu comprensión de nuestras necesidades es admirable, señora —replicó Osiris inclinándose hacia delante—, pero peca de simplista. Deben hacerse otras cosas, además.
—En doce horas puedo echarle encima una brigada de bolsas negras, quemar el complejo en su totalidad, hasta los cimientos, y traer aquí el equipo para someterlo a estudio.
Horus se llevó la mano al encorvado pico, gesto extraño que Osiris tardó varios segundos en descodificar. En la vida real, el general había encendido un puro.
—Gracias, pero se trata de una mala hierba de hondas raíces. Shu era miembro fundador de nuestra Enéada… perdón, general, de nuestra Hermandad. Dichas raíces deben ser arrancadas con cuidado, y la planta, eliminada en su totalidad de un solo golpe. He dado comienzo al proceso y os expondré los planes en la próxima reunión.
«Con suficientes errores elementales para que los imbéciles como tú, general, tengan con qué despacharse a gusto. —Osiris estaba impaciente ya por terminar la reunión—. Después, os daré las gracias por las oportunas sugerencias y me dejaréis seguir adelante con el verdadero meollo de la defensa de nuestros intereses».
—¿Alguna otra pregunta? En tal caso, gracias por haberos unido a mí. Os deseo mucha suerte a todos en vuestros diversos proyectos.
Los dioses desaparecieron uno a uno hasta que Osiris se quedó solo otra vez.
Las líneas austeras del Palacio de Occidente se convirtieron en la acogedora Antigua Abydos, iluminada por lámparas. El olor de la mirra y los cánticos de los sacerdotes de la resurrección lo envolvieron como las aguas balsámicas de un baño caliente. No se atrevía a acudir a las reuniones con toda la parafernalia de divinidad —ya lo consideraban un tanto excéntrico, aunque inofensivo— pero se encontraba mucho más a gusto siendo Osiris en ese momento que el hombre mortal que había debajo, y echaba de menos la comodidad de su templo cuando se veía obligado a abandonarlo.
Cruzó los brazos sobre el pecho y llamó a un sumo sacerdote.
—Que comparezca el señor de las vendas de momia. Ahora puedo concederle audiencia.
El sacerdote, fuera simuloide o programa, no lo sabía ni le importaba, se dirigió presuroso a las sombras del fondo del templo. Un momento más tarde, la llegada de Anubis fue anunciada con fanfarrias gaiteras. Los sacerdotes se postraron, aplastados contra las paredes del fondo del templo. El chacal levantó su oscura cabeza en actitud de alerta, como si olisqueara el aire. El dios no supo con certeza si le agradaba el cambio de actitud del mensajero, que normalmente se mostraba resentido.
—Aquí estoy.
El dios le clavó la mirada brevemente. El disfraz que había escogido para su herramienta preferida era apropiado. Había detectado el potencial del joven desde el principio y había dedicado muchos años a su educación, no como si fuera un hijo —¡el cielo nos libre!— sino como a un perro de caza, y lo había formado en las tareas para las que más aptitudes tenía. Pero como todo animal de coraje, a veces se mostraba altanero o incluso soberbio; de vez en cuando se imponía el uso del látigo. Desgraciadamente, en los últimos tiempos había sido algo más que de vez en cuando. El exceso de castigo anula los efectos buscados. Quizá fuera el momento de probar otra táctica.
—No me satisfacen las sudamericanas que has contratado —comenzó. El chacal bajó la cabeza ligeramente como anticipándose al rechazo—. Son inoportunas, por no decir algo peor.
—Lo son, abuelo.
Anubis recordó, tarde ya, que a su amo le disgustaba ese título honorífico en particular. Volvió a arrugar el estrecho hocico con la mayor levedad.
El dios pasó el detalle por alto.
—Sin embargo, me hago cargo de lo que son esas cosas. Los mejores suelen ser ambiciosos por derecho. Creen saber más que aquéllos que les dan empleo… incluso cuando los que los contratan invierten tiempo y dinero en su educación.
El chacal ladeó la cabeza de aguzadas orejas como los perros cuando no entienden algo. Anubis se preguntaba qué otro mensaje pretendía hacerle llegar.
—De todos modos, si son las mejores para el trabajo, se las contrata. He visto su propuesta y ahora te envío las condiciones con las que puedes jugar para cerrar el trato.
—¿Vas a hacer el trato con ellas?
—Las contratamos. Si no nos satisfacen sus servicios, no recibirán, naturalmente, la recompensa que desean. Pero en caso contrario… Bien, será el momento de considerar si hacemos honor al acuerdo o no.
Hubo una pausa y el dios percibió el descontento del mensajero. Le hizo gracia… hasta los asesinos tenían cierto sentido de la decencia.
—Si las estafas, se correrá la voz rápidamente.
—Si las estafo, lo haré de un modo tal que nadie lo sabrá jamás. Si por casualidad sufren un accidente, pongamos por caso, estará tan claramente desvinculado de nosotros que no tendrás necesidad de preocuparte, no suscitaré temores en tus otros contactos. —El dios rio—. ¿Comprendes, mi fiel servidor? Aún no has aprendido todo lo que puedo enseñarte. Tal vez te convenga esperar un poco más antes de pensar en instalarte por tu cuenta.
—¿Y cómo sé… —replicó Anubis hablando despacio— que no harás lo mismo conmigo algún día?
El dios se inclinó hacia delante y posó el flagelo casi amorosamente sobre la frente inclinada del chacal.
—No dudes, mensajero mío, que si lo considerase necesario, lo haría. Si te crees a salvo sólo porque confías en mi honor, no eres el siervo en quien deseo depositar mi confianza. —Tras la máscara y los complejos instrumentos, Osiris sonrió al ver que Anubis sopesaba sin disimulo las protecciones con que contaba para defenderse de su amo—. Pero la traición es un arma que debe usarse discretamente —prosiguió el dios—. Gracias a mi fama de respetar los acuerdos podría, si así lo deseara, disponer a mi gusto de esas hermanas excesivamente atrevidas. No lo olvides, el honor es el único disfraz válido para cometer algún que otro acto deshonroso. Nadie se fía de un mentiroso reconocido.
—Observo y aprendo, ¡oh, señor!
—Bien. Me alegro de encontrarte tan receptivo. ¿Te importaría dedicar tu penetrante atención a esto, también…?
El dios movió el cayado y una caja pequeña apareció en el aire flotando ante su trono. Dentro, había un holograma granuloso que representaba a dos hombres con trajes desarreglados, de pie, uno a cada lado de una mesa de despacho. Podrían haber sido vendedores, pero la desordenada mesa que había entre ellos estaba llena de fotografías.
—¿Ves estas fotos? —preguntó Osiris—. Tenemos la suerte de que los recortados recursos financieros de la policía uniformada pública sólo les den para representaciones en dos dimensiones. De lo contrario, esto produciría un efecto bastante mareante… parecido al de los espejos de barbería.
Expandió el cubo hasta que las imágenes adquirieron dimensión real; las fotos se veían perfectamente.
—¿Por qué me enseñas esto?
—¡Oh, vamos!
El dios asintió y los dos personajes del cubo cobraron vida.
—… Número cuatro. Sin diferencias —dijo el primer hombre—. Sólo que en esta ocasión, el mensaje fue escrito en la propia víctima y no en uno de los objetos que llevaba. —Señaló una foto.
En el estómago se veía la palabra «SANG» en letras mayúsculas; la sangre se escurría hasta el charco que había debajo.
—¿No hay ninguna pista todavía? ¿Un nombre? ¿Un lugar? Supongo que hemos renunciado a la posibilidad de que esté relacionado con casos de confidentes.
—Ninguna de estas personas era confidente. Eran gente normal. —El primer policía sacudió la cabeza decepcionado—. Y una vez más, las cámaras de vigilancia sólo han recogido interferencias. Como si les hubieran puesto un electroimán, pero los del laboratorio dicen que no se han usado electroimanes.
—Mierda. —El segundo policía miraba las fotografías—. Mierda, mierda, mierda.
—Algo saldrá de todo esto. —El primer agente hablaba casi con convicción—. Éstos tipos siempre la cagan en algún momento. Se ponen chulos, ¿entiendes? O se vuelven locos…
El dios hizo un gesto y el cubo se convirtió en un chispazo de luz. Sólo el susurro de los sacerdotes arrodillados palió su prolongado silencio.
—Ya hemos hablado antes de esto —dijo por fin.
Anubis no respondió.
—No es sólo el desorden de tu compulsión lo que me ofende —prosiguió el dios, dejando que la ira impregnara su voz por primera vez—. Todos los artistas tienen sus manías, y yo te considero un artista. Sin embargo, tus métodos me desagradan. Has hecho públicas tus habilidades particulares de forma tan consecuente que tal vez te lleven a la perdición. En esas instituciones te hacen pruebas repetidamente, ¿sabes? Algún día no muy lejano, es posible que hasta la afanosa policía australiana encuentre conexiones. Y lo que es más lamentable de todo: con tu estúpida firma anuncias, aunque sea muy tangencialmente, algo que para mí es mucho más importante que tú. No sé lo que crees saber de mi trabajo, pero el Grial no es una broma de la que puedas burlarte. —El dios se puso en pie y se revistió breve y concisamente de algo mucho mayor, una especie de atisbo de sombra cargada de rayos. Su voz resonó como una tormenta de verano—. No me malinterpretes. Si pones mi proyecto en un compromiso, terminaré contigo de forma rápida y definitiva. Si tal circunstancia llegara a ocurrir, todas tus protecciones, sean cuales sean, volarían por los aires como paja al paso de un huracán. —Volvió a sentarse en el trono y prosiguió—: De todos modos, estoy satisfecho contigo y me duele reconvenirte. Que no vuelva a suceder. Busca una forma menos idiosincrática de resolver tus deseos compulsivos. Si me complaces, recibirás recompensas que ni siquiera imaginas. No exagero. ¿He hablado claramente?
El chacal humilló la cabeza como si su dueño estuviera exhausto. El dios buscó algún rastro de soberbia pero sólo vio temor y resignación.
—Bien —dijo—, en tal caso, la audiencia ha terminado. Quedo a la espera de tu próximo informe de progreso sobre el Proyecto Dios del Cielo. ¿La semana que viene?
Anubis asintió sin levantar la mirada. El dios cruzó los brazos y el mensajero de la muerte desapareció.
Osiris suspiró. El hombre muy anciano que se ocultaba dentro del dios estaba cansado. La entrevista con su subalterno no había salido mal del todo, pero había llegado el momento de hablar con el oscuro, el otro… la única criatura de la tierra a la que temía.
Trabajo, trabajo, trabajo, y ninguno le satisfacía ya. Sólo el Grial era digno de semejante dolor de cabeza, de semejante padecimiento.
Muerte blasfemó amargamente y siguió adelante.