13. El hijo de la hija de Oryx

PROGRAMACIÓN DE LA RED/INTERACTIVOS: IEN, 4h (Eu, NAm): «DETRACCIÓN».

(Imagen: Kennedy corriendo por el jardín de la propiedad perseguido por un tornado). Voz en off: Stabbak (Carolus Kennedy) y Shi Na (Wendy Yohira) tratan de escapar otra vez de la fortaleza propiedad del misterioso doctor Matusalén (Moisés Reiner). Jeffreys, vacantes otros seis personajes de relleno. Dirigirse a: IEN. BKSTB. CAST.

—Llaman abajo —dijo Long Joseph inquieto desde la puerta de la habitación de Renie, reacio a acercarse a cualquier enfermedad, aunque fuera tan imposiblemente contagiosa como lo que habían dado en llamar «depresión por estrés»—. Dice que se llama Gabba o algo así.

—Es !Xabbu, mi amigo de la Politécnica. Ábrele.

Se quedó mirándola un momento con el ceño fruncido, luego dio media vuelta y se alejó cansinamente. Estaba claro que no tenía ganas de abrir la puerta ni de recoger mensajes, pero hacía cuanto podía, a su manera. Renie suspiró. En cualquier caso, tampoco tenía energía suficiente para enfadarse… su padre era así, suspicaz y malhumorado. Había que admitir en su favor que, durante los días que llevaba en casa, el hombre no esperaba que se levantara y le preparara la comida. Claro que tampoco había aumentado gran cosa su contribución a las labores domésticas. Se alimentaban de cereales y platos preparados calentados al microondas.

Oyó abrirse la puerta del piso. Se sentó en la cama con esfuerzo, tomó un poco de agua y se atusó lo mejor que supo para dar una imagen de normalidad. Era vergonzoso dejarse ver con los pelos revueltos por la almohada aunque uno hubiera estado a punto de morirse.

Al contrario que su padre, el bosquimano entró en el dormitorio sin vacilar. Se detuvo a unos pasos de ella, más por respeto que otra cosa, le pareció. Renie le tendió la mano para que se acercara, tenía los dedos templados y transmitía confianza.

—Me alegro mucho de verte, Renie. Estaba muy preocupado por ti.

—La verdad es que estoy mejorando rápidamente. —Le apretó la mano un poco más y se la soltó; después miró alrededor en busca de un asiento que ofrecerle. La única silla que había estaba ocupada con ropa, pero !Xabbu no parecía incómodo de pie—. Tuve que defenderme como un demonio para que los de urgencias me mandaran a casa. Si llegan a ingresarme en el hospital, habría tenido que quedarme en cuarentena un montón de días.

También habría estado junto a Stephen pero, en el mejor de los casos, habría sido una proximidad agridulce.

—Estás mejor en casa, creo. —Sonrió—. Sé que en los hospitales modernos se hacen cosas asombrosas, pero sigo pensando como mi pueblo. Empeoraría mucho si tuviera que quedarme en un hospital.

Renie levantó la mirada. Su padre se había apostado otra vez a la puerta y miraba a !Xabbu fijamente con una expresión muy extraña; después volvió los ojos a Renie como cohibido.

—Me voy a ver a Walter. —Le enseñó el sombrero a modo de prueba. Se alejó un poco y se volvió—. ¿No te pasará nada?

—No voy a morirme mientras estés fuera, si te refieres a eso. —Su padre endureció el gesto de la cara y Renie hubo de arrepentirse de sus palabras—. No te preocupes, me encuentro bien, papá. No bebáis mucho.

Long Joseph estaba mirando a !Xabbu de nuevo pero puso mala cara al oír a Renie. No se trataba de un resentimiento concreto sino de un resquemor general.

—No te preocupes por lo que haga tu padre, niña.

!Xabbu seguía esperando pacientemente, de pie, cuando Long Joseph cerró la puerta; le brillaban los ojos y tenía una expresión solemne. Renie dio unos golpecitos en el borde de la cama.

—Siéntate, por favor. Me estás poniendo nerviosa. Perdona que no hayamos podido hablar antes, pero las medicinas que me han recetado me hacen dormir mucho.

—Pero ¿estás mejor? —Le escrutó la cara minuciosamente—. Creo que tu espíritu goza de buena salud. Cuando volvimos de… de ese sitio, me asustó mucho tu estado…

—Fue una simple arritmia… no un verdadero ataque cardiaco. En realidad, me encuentro tan bien que hasta empiezo a tener hambre de verdad. Los vi, !Xabbu, vi a esos malnacidos que controlan ese sitio. Vi lo que hacen en ese club. Todavía no tengo la menor idea de por qué lo hacen, pero los dos estuvimos así de cerca —levantó y casi juntó dos dedos— de que nos ocurriera lo mismo que a Stephen y Dios sabrá a cuántos más. Me apuesto el cuello a que es cierto. —!Xabbu la miró sin comprender y Renie soltó una carcajada—. Perdona; esa expresión significa que estoy completamente segura. ¿No la habías oído nunca?

—No —replicó el bosquimano negando también con la cabeza—. Pero no paro de aprender cosas nuevas, casi pienso en vuestra lengua. A veces me pregunto qué pierdo a cambio. —Se sentó por fin. Pesaba tan poco que el colchón apenas lo acusó—. ¿Ahora qué hacemos, Renie? Si es cierto lo que dices, esa gente es mala y hace el mal. ¿Se lo decimos a la policía o al gobierno?

—Por eso precisamente quería verte, entre otras cosas… quiero enseñarte algo. —Hurgó bajo la almohada buscando la multiagenda. Tardó unos momentos en sacarla del hueco que había entre el colchón y la pared, donde la tenía guardada. Se asombró al comprobar lo débil que se encontraba todavía; hasta el menor esfuerzo le cortaba la respiración—. ¿Has traído las gafas? Trabajar en pantalla plana es mucho más lento.

!Xabbu le enseñó unos estuches con el logo de la Politécnica y Renie sacó los dos pares, que no eran mucho mayores que unas gafas de sol; buscó el trifásico en el lío de cables que tenía al lado y enchufó las gafas y un par de mandos a la multiagenda.

Le pasó unas gafas a !Xabbu, pero éste no se las puso inmediatamente.

—¿Qué ocurre?

—Renie —le dijo, haciendo un gesto negativo con la cabeza—, me perdí. Te fallé cuando estábamos en aquel sitio.

—Ahora no vamos allí, ni nos acercaremos siquiera…, además, esto es sólo imagen y sonido, nada de realidad envolvente. Sólo vamos a entrar en los bancos de información de la Politécnica y en unas cuantas subredes más. No hay nada que temer.

—No es exactamente el miedo lo que me retiene, aunque mentiría si dijera que no me asusté. Pero hay algo más. Tengo que decirte algunas cosas, Renie… sobre lo que me pasó allí.

Renie guardó silencio porque no quería forzarle. Aunque había demostrado grandes aptitudes, todavía era bisoño en el tema… lo que ella daba por consabido era nuevo para él.

—Yo también tengo cosas que enseñarte. Te prometo que no será peor que trabajar en el laboratorio de la facultad. Después, me gustaría que me contaras lo que tengas que contarme.

Le ofreció las gafas otra vez y, entonces, !Xabbu las aceptó.

El vacío gris dio paso enseguida a los ordenados polígonos de su sistema personal… una disposición sencilla semejante a un despacho doméstico, mucho menos sofisticado de lo que podía permitirse con los medios de la Politécnica. Lo había adecentado con unas cuantas pinturas en la pared y una pecera con peces tropicales pero, por lo demás, era un entorno frío y funcional, un sistema para una persona siempre falta de tiempo, y no tenía la menor intención de cambiarlo.

—Estuvimos en aquel sitio… ¿unas tres horas? ¿Cuatro? —Al palpar los mandos, uno de los polígonos se convirtió en una ventana. Al cabo de un momento, aparecieron el logo de la Politécnica y el aviso de rigor. Renie introdujo su código de acceso e, inmediatamente, el entorno de la biblioteca apareció en detalle—. Ten paciencia conmigo —le dijo—; estoy acostumbrada a trabajar aquí casi manualmente, pero hoy tenemos que conformarnos con estos mandos, que son bastante rudimentarios.

Resultaba extraño encontrarse en un entorno tan familiar y realista sin poder actuar directamente sobre nada; cada vez que quería manipular un objeto simbólico, en vez de cogerlo con la mano, tenía que pensar en otras cosas muy distintas, las órdenes necesarias para indicar desde el teclado la ruta correcta.

—Esto es lo que quería que vieras —dijo, cuando llegó a las ventanas de información que buscaba—, los registros de la Politécnica de aquel día. —Los archivos de números pasaban rápidamente ante ellos—. Aquí está el prefijo de la sala de arneses, todas las conexiones. Ahí estamos tú y yo firmando la entrada. Y ése es mi código de acceso, ¿de acuerdo?

—Lo veo.

La voz de !Xabbu sonó normal pero lejana.

—Bien; ojo al dato, ahora. Ahí tienes el registro de nuestro viaje. No hay más conexión que la del sistema interno de la facultad.

—No lo entiendo.

—Quiere decir que, según esto, no entramos en el sistema de la red ni accedimos al nodo comercial llamado Mister J’s. Todo lo que experimentamos, el estanque, el monstruo marino, aquella inmensa sala principal… nada de todo aquello sucedió a juzgar por el registro de la Politécnica.

—No lo entiendo, Renie. No debo de ser tan sabio en estas cosas como pensaba. ¿Cómo es que no está registrado?

—No lo sé. —Renie manipulaba las palancas. En el universo de las gafas, el registro de la Politécnica desapareció y se abrió otra ventana—. Fíjate en esto… mis cuentas personales, hasta las que programé ex profeso para este asunto están a cero. No me han cargado en cuenta el tiempo de conexión, ni a mí ni a la facultad… ¡en ningún sitio! No hay ni rastro de lo que hicimos. Nada. —Se tomó un respiro y se recordó que tenía que mantener la calma. Todavía se mareaba un poco de vez en cuando y eso la fastidiaba porque se sentía más fuerte de día en día—. Si no encontramos los registros, difícilmente podremos poner una reclamación, ¿no? Imagínate la reacción de las autoridades: «Señora Sulaweyo, se trata de una acusación muy grave, sobre todo teniendo en cuenta que, al parecer, usted no ha hecho uso del nodo en cuestión». No nos serviría de nada.

—Me gustaría tener algo que decir, Renie, poder ayudar en algo, pero todo esto escapa a mi escaso conocimiento.

—Sí que puedes ayudarme. Ayúdame a averiguar qué pasó. Estoy débil todavía y me canso enseguida de mirar fijamente. Pero si me prestas tus ojos, intentaremos unas cuantas cosas que todavía no he podido hacer. No pienso darme por vencida tan pronto. Ésos desgraciados han hecho daño a mi hermano y a punto estuvieron de atraparnos a nosotros también.

Renie estaba recostada en las almohadas. Había tomado la medicación y, como de costumbre, le producía somnolencia. !Xabbu estaba sentado en el suelo con las piernas cruzadas, las gafas puestas y tecleando las instrucciones con una agilidad sorprendente.

—No encuentro nada de lo que me dices —le advirtió, y se quedó en silencio—. No hay bucles ni repeticiones. Todos los cabos sueltos están, como dirías tú, atados.

—Mierda.

Cerró los ojos de nuevo pensando en otra forma de abordar el problema. Aunque pareciera imposible, habían borrado todos los registros de sus movimientos y los habían sustituido por otros falsos. La totalidad del tiempo que habían pasado en el club era algo insustancial e improbable como un sueño.

—Lo que me preocupa no es sólo que puedan hacerlo, sino el hecho de que hayan descubierto todas mis identidades virtuales y también las hayan borrado. Tendría que ser imposible cargárselo todo, ¡maldita sea!

!Xabbu seguía inmerso en el universo de datos. Las gafas parecían ojos de insecto en su cara menuda.

—Pero si han encontrado las identidades falsas que construiste, ¿no podrán llegar a ti también?

—Ayer te habría dicho que no, ni en un millón de años, pero ahora ya no estoy tan segura. Si saben que era una persona desde la Politécnica, poco les costará deducirlo por eliminación sin entrar siquiera en los registros internos. —Se mordió los labios pensativa. No era una ocurrencia agradable; en cierto modo, dudaba que los directores del Mister J’s se dejaran impresionar por el tono intimidatorio de una carta de abogado—. Me mantuve al margen de la universidad tanto como pude para fabricar las identidades, entré en los nodos públicos y todo lo que se me ocurrió. No creí ni remotamente que pudieran seguirme la pista hasta la Politécnica.

De pronto, !Xabbu hizo un sonido de sorpresa, una especie de chasquido. Renie se incorporó.

—¿Qué hay?

—Una cosa… —Calló un momento sin dejar de mover los dedos velozmente—. Aquí hay una cosa. ¿Qué significa una luz naranja que se enciende y se apaga en tu despacho? ¡Parpadea como una luciérnaga! Ha empezado ahora mismo.

—Es el antivirus en acción. —Renie se incorporó más pasando por alto el instante de mareo y recogió del suelo el otro par de gafas. Ajustó el trifásico que había entre !Xabbu y ella—. A lo mejor quieren entrar en mi sistema.

Un estremecimiento de inquietud la hizo temblar. ¿La habrían localizado ya? ¿Quién era esa gente?

Estaba otra vez en la representación virtual básica del sistema, en el despacho tridimensional. Un pequeño punto rojo se encendía y se apagaba, un brillo de brasa como un carbón de un braai. Buscó a tientas la rodilla de !Xabbu y oprimió dos teclas. En el espacio virtual, el punto de luz estalló en un revoltijo de símbolos y texto que llenó gran parte del despacho.

—Sea lo que sea, ya está en el sistema, pero todavía no ha entrado en acción. Probablemente sea un virus.

Le enfurecía que un virus invadiera su sistema, y que tal vez lo hubiera infectado del todo; pero al mismo tiempo, parecía una extraña respuesta muda de los dueños del club. Puso en marcha el programa Phage para localizar el código intruso. La búsqueda no duró mucho.

—¿Qué demonios…?

—¿Qué ocurre, Renie? —preguntó !Xabbu al percibir su perplejidad.

—Eso no tenía que estar aquí.

En el espacio virtual que había entre ellos flotaba un objeto translúcido, de brillo amarillo y con múltiples caras, mucho más realista que el sencillo mobiliario del despacho.

—Parece un diamante amarillo.

Una imagen, tenue como un sueño, se acercaba flotando hacia ella (una forma blanca pura, una persona vacía hecha de luz) y desapareció otra vez.

—¿Puede ser una enfermedad del ordenador? ¿Algo que ha enviado esa gente?

—No lo sé. Creo recordar algo parecido que pasó justo antes de salir de la red, pero no lo entiendo bien. Apenas me acuerdo de lo que pasó después de volver a la gruta a buscarte.

La gema amarilla flotaba ante ella, mirándola como un ojo dorado e inmóvil.

—Tengo que hablar contigo, Renie, de verdad —dijo !Xabbu en tono desdichado—. Tengo que contarte lo que me pasó allí.

—Ahora no. —Lanzó rápidamente los analizadores a la gema, o lo que aquello representara. Un momento después, los resultados aparecieron rodeando al objeto extraño como un sistema de diminutos planetas de texto describiendo su órbita alrededor del sol diamantino; Renie silbó entre dientes sorprendida—. Es un código muy comprimido, está más tirante que un parche de tambor. Hay un montón de información aquí. Es una especie de virus destructivo con información suficiente como para reescribir un sistema mucho mayor que el mío.

—¿Qué vas a hacer?

Renie tardó un buen rato en contestar, mientras comprobaba apresuradamente las conexiones anteriores.

—Venga de donde venga, se ha incrustado en mi sistema. Pero no encuentro rastro de que se haya quedado en mi parte de la red de la Politécnica, de lo cual me alegro. ¡Dios! La multiagenda va a reventar, casi no queda memoria. —Cortó la conexión con la facultad—. No creo que pueda activar esta cosa en mi pequeño sistema doméstico, de modo que a lo mejor está efectivamente neutralizado, aunque no entiendo por qué habrían de configurar un virus que se baja solo a un sistema demasiado pequeño para poder ponerse en marcha. Por lo mismo, tampoco me imagino para qué querrá nadie un virus tan grande… Sería como poner a un elefante a vigilar en una cabina de teléfono.

Apagó el sistema, se quitó las gafas y se dejó caer en la cama. Unos puntos diminutos de luz amarilla que parecían los primos menores del diamante brincaban ante sus ojos. !Xabbu también se quitó las gafas y echó un vistazo receloso a la multiagenda, como si de dentro pudiera salir algo malo. Después miró a Renie con preocupación.

—Estás pálida; voy a traerte un vaso de agua.

—Tengo que buscar un sistema suficientemente grande para activar esa cosa —dijo Renie, pensando en voz alta—, y que no esté conectado a ningún otro…, tiene que ser grande y aislado, estéril. A lo mejor puedo instalarlo en un laboratorio de la Politécnica, aunque tendré que responder a muchas preguntas.

—¿No sería mejor destruirlo? —preguntó !Xabbu, pasándole un vaso de agua con cuidado—. Si lo ha fabricado esa gente, los de ese sitio tan terrible, seguro que será peligroso.

—Pero si viene del club, es la única prueba que tengo de que estuvimos allí. Y lo que es más importante, está en código, y los que escriben en código de alto nivel tienen su estilo propio, igual que los artistas o los directores de cine. Si averiguásemos quién escribe los programas de la cara negra del Mister J’s… sería un punto de partida. —Vació el vaso en dos largos tragos, asombrada de la sed que tenía. Se dejó caer otra vez en las almohadas—. No me rindo.

!Xabbu seguía sentado en el suelo con las piernas cruzadas.

—¿Y cómo lo harás si no vas a la facultad? —dijo, más triste de lo que correspondía a sus palabras, como si charlara con una persona a la que no esperaba volver a ver.

—Estoy pensando. Se me ocurren un par de cosas, pero tengo que dejarlas reposar.

El bosquimano miraba inmóvil al suelo. Por fin levantó la cabeza. En sus ojos se reflejaba la inquietud y tenía arrugas en la frente. Renie se dio cuenta de pronto de que !Xabbu estaba más apesadumbrado que de costumbre desde el momento en que llegó.

—Dijiste que querías hablar conmigo de lo que nos pasó.

—Estoy muy confuso, Renie, y necesito hablar. Eres mi amiga. Me has salvado la vida, me parece.

—Y tú me la has salvado a mí, estoy segura. Si hubieras tardado un poco en avisar…

—No fue difícil ver que tu espíritu estaba muy débil, que estabas muy enferma.

Se encogió de hombros como cohibido.

—Pues cuéntame lo que sea. Dime por qué tu espíritu está débil, si es eso lo que te intranquiliza.

!Xabbu asintió solemne.

—Desde que volvimos de aquel lugar, no oigo el sonido del sol. Así lo expresa mi pueblo. Cuando no oyes el sol, tu espíritu está en peligro. Hace días que me pasa.

»Primero he de contarte cosas que ignoras de mí… parte de la historia de mi vida. Ya te dije que mi padre murió y que mi madre y mis hermanas viven con mi pueblo. Sabes que he ido a escuelas de la ciudad. Formo parte de mi pueblo, pero también he adquirido el lenguaje y las ideas de la ciudad. A veces, esas cosas actúan como un veneno dentro de mí, como una cosa fría que puede paralizarme el corazón.

Se detuvo y tomó aire quebrada y profundamente. Se notaba que lo que iba a contar le dolía mucho. Sin darse cuenta, Renie apretó los puños como si viera a un ser amado a punto de hacer un ejercicio difícil en un sitio elevado.

—De mi pueblo quedan muy pocos —prosiguió—. La sangre antigua casi ha desaparecido. Nos hemos casado con pueblos de mayor estatura o, a veces, las mujeres han sido tomadas contra su voluntad, pero el caso es que cada vez abundan menos los que son como yo.

»Aún escasean más los que viven al estilo antiguo. Hasta los auténticos bosquimanos, los de sangre más pura, se dedican casi todos al pastoreo o trabajan en granjas de ganado en los límites del Kalahari o en el delta del Okavango. La familia de mi madre es del delta. Tenían ovejas, una cuantas cabras, pescaban en el delta y comerciaban en la ciudad más próxima cambiando sus productos por otros que creían necesitar… objetos que habrían causado risa a nuestros antepasados, como radios; uno hasta se compró un viejo televisor que funcionaba con pilas. ¿Qué son esas cosas, sino la voz del hombre blanco y la del negro que vive con él? Nuestros antepasados no lo habrían entendido. Las voces de la ciudad ahogaron el sonido de la vida que mi pueblo vivía en otro tiempo, y también impiden escuchar el sonido del sol.

»O sea, que la familia de mi madre vivía una vida semejante a la de muchos pueblos negros y pobres de África, ocupando las cercanías de lo que en otro tiempo fuera su tierra. Ahora, no son los blancos los que dirigen África o, al menos, no ocupan los puestos del gobierno, pero sí ejercen autoridad y gobierno las cosas que ellos trajeron. Eso lo sabes, aunque vivas en la ciudad.

—Lo sé —asintió Renie.

—De todos modos, algunos todavía viven al estilo antiguo, como las razas primitivas, al estilo de Mantis, Puercoespín y Kwammanga el Arco Iris. Mi padre y su pueblo vivían así. Eran cazadores y viajaban por el desierto, donde no se internaban ni el hombre blanco ni el negro, siguiendo al trueno, a las lluvias y a las manadas de antílopes. Aún vivían la vida propia de mi pueblo, desde los primeros días de la creación, pero sólo porque la gente de la ciudad no quiere nada del desierto. En la escuela aprendí que todavía quedan unos cuantos pueblos en las mismas condiciones, donde no suena la radio, donde las ruedas no dejan sus huellas, pero cada vez son menos, disminuyen, se secan como agua vertida sobre una roca plana al sol.

»La única forma en que el pueblo de mi padre podía mantener su modo de vida y conservar el estilo antiguo era permanecer alejado de todos, hasta de los consanguíneos que abandonaron el desierto y las montañas sagradas. Toda África fue nuestra en algún tiempo, y la dominábamos junto con otros pueblos del principio, con el oryx y el león, la gacela y el mandril (a los mandriles les llamamos el pueblo que se sienta en los talones) y con todos los demás. Pero los últimos vestigios de los nuestros sólo pueden vivir escondidos. Para ellos, el mundo de la ciudad es verdadero veneno. No pueden sobrevivir a su roce.

»Hace mucho tiempo, antes de que tú y yo naciéramos, hubo una sequía terrible. Hizo daño en toda la tierra, y sobre todo en los terrenos secos donde sólo vivía el pueblo de mi padre. Duró tres años seguidos. Las grandes manadas de gacelas huyeron, el kudú y el antílope azul también, murieron o huyeron a otra parte. Y la familia de mi padre sufrió. Hasta los ojos de agua, los pozos que sólo los bosquimanos son capaces de encontrar, se secaron. El pueblo antiguo se había entregado ya al desierto para que los jóvenes sobrevivieran, pero entonces los jóvenes y fuertes murieron también. Los niños nacían débiles y enfermizos, y luego dejaron de nacer porque, con la gran sequía, las mujeres quedaron estériles.

»Mi padre era cazador en su juventud; viajó mucho por el desierto, durante días y días, buscando sustento para su familia, sus hermanos y hermanas, sobrinos y sobrinas vivos.

»Pero cada vez que salía, tenía que alejarse más en busca de venados, y cada vez escaseaban más los víveres que podía llevarse para mantenerse durante la caza. Las cáscaras de huevo de avestruz que mi pueblo usaba para transportar el agua estaban siempre casi vacías. Los demás cazadores no tenían mejor suerte y las mujeres trabajaban todo el día cavando en busca de raíces que hubieran sobrevivido a la terrible sequía, y recogiendo los pocos insectos que quedaran para que, al menos los niños, tuvieran algo que comer. Por la noche, todos rezaban para que volvieran las lluvias. No conocían la felicidad. No cantaban y, al cabo de un tiempo, ni siquiera relataban historias. La miseria era tan grande que algunos miembros de la familia de mi padre pensaron que las lluvias habían abandonado la tierra definitivamente y se habían marchado a otro sitio, que la vida misma había llegado a su fin.

»Un día, cuando mi padre estaba de caza y llevaba ya siete jornadas lejos de los suyos, tuvo una visión imposible: un gran oryx, la más maravillosa de las criaturas, parado junto a una hondonada en el desierto, mordisqueando la corteza de un espino. Sabía que el oryx proporcionaría sustento a la familia durante muchos días y que el agua de la hierba que tuviera aún en el estómago ayudaría a los niños a sobrevivir un poco más. Pero también sabía que era raro ver a un oryx solitario. Ésa clase de antílopes no viaja en grandes manadas, como los otros, pero donde él va, va también toda su familia, igual que nuestro pueblo. Por otra parte, aquél no estaba enfermo, no se le notaban las costillas a pesar de la terrible sequía. Mi padre, sin poderlo evitar, pensó que tal vez fuera un regalo del abuelo Mantis, que creó el primer oryx con el cuero de la sandalia de Kwammanga.

»Mientras pensaba, el oryx lo vio y huyó. Mi padre se lanzó tras él.

»Siguió al oryx un día entero y, cuando por fin el animal se detuvo a descansar, mi padre se acercó sigilosamente cuanto pudo, untó una flecha con el veneno más potente que le quedaba y disparó. Vio clavarse la flecha antes de que el oryx echara a correr. Cuando llegó al sitio donde el animal había reposado, no encontró la flecha, de modo que su corazón se llenó de alegría. Había dado en el blanco. Empezó a seguir las huellas esperando que el veneno surtiera efecto.

»Pero el oryx no aminoró la marcha ni dio señales de debilidad. Mi padre le siguió el rastro durante todo el día siguiente, pero no logró acercarse tanto como para disparar otra flecha. El antílope corría mucho. Los huevos de avestruz ya estaban vacíos y no le quedaba carne salada en el zurrón, pero no tenía tiempo de buscar comida ni bebida.

»Siguió al animal durante dos días más por las arenas, bajo el sol caliente y la fría luna. El antílope siempre viajaba hacia el sureste, hacia el confín del desierto donde antes había un gran pantano alrededor del delta del río. Mi padre nunca había estado ni la mitad de cerca del Okavango… Su pueblo, que en otro tiempo viajara mil millas todas las estaciones, se mantenía entonces en los confines más remotos e inaccesibles del desierto por su propia seguridad. Pero mi padre ya estaba un poco trastornado por el hambre, el cansancio y el temor, o tal vez un espíritu hubiera entrado en él. Estaba decidido a cazar al antílope, convencido de que era un regalo de Mantis y de que, si volvía con él a su pueblo, las lluvias regresarían.

»Por fin, cuatro días después de clavarle la primera flecha, llegó al final del desierto, a las montañas, y salió a los alrededores del pantano del Okavango. Naturalmente, el pantano también se había secado durante la gran sequía y no encontró sino barro resquebrajado y árboles muertos. Pero el oryx seguía corriendo delante de él, borroso como un sueño; descubrió el rastro en el suelo y lo siguió.

»Durante toda la noche estuvo persiguiéndolo por aquellas tierras extrañas, llenas de huesos de cocodrilos y espinas de peces, blancos bajo la luz de la luna. El pueblo de mi padre vivía al estilo antiguo: conocían todas las rocas y todos los montículos de arena, todos los árboles y todos los espinos del desierto igual que los de la ciudad conocen las costumbres de sus hijos o los muebles de su casa. Pero en esos momentos se encontraba en tierras desconocidas, tras un gran oryx al que consideraba un espíritu. Estaba débil y asustado, pero era cazador y su pueblo sufría gran necesidad. Rogó a las abuelas estrellas que le dieran sabiduría. Cuando el lucero del alba, el más grande cazador de todos, apareció al fin en el cielo, le rezó también. “Haz mi corazón como el tuyo”, rogó al lucero. Le pedía valor para sobrevivir porque se había quedado muy débil.

»Cuando el sol se despertó y empezó a quemar la tierra, mi padre vio la silueta del oryx junto a un arroyo. A la vista de tanta agua y ante la cercanía de la bestia espíritu, le entró un gran dolor de cabeza y cayó a tierra. Se arrastró hacia el oryx, pero era tanta la debilidad de sus brazos y piernas que no pudo acercarse más. En el momento en que los sentidos lo abandonaban, vio que el oryx se había convertido en una bella muchacha… una muchacha de nuestro pueblo pero de rostro desconocido.

»Era mi madre, que se había levantado temprano para ir a buscar agua. La sequía había hecho que hasta el gran delta del río estuviera casi seco, y ella y su familia habían viajado mucho desde su pequeño poblado junto a la carretera para buscar agua. Mi madre vio salir al cazador del desierto y caer desfallecido a sus pies agonizando. Le dio agua. Mi padre vació el jarro y luego casi seca el arroyo también. Cuando pudo caminar, ella lo llevó con su familia.

»Los más viejos todavía hablaban la lengua de mi padre. Mientras los padres de mi madre le daban de comer, los abuelos le hicieron muchas preguntas y cloqueaban entre ellos asombrados de ver a un hombre que tenía los mismos recuerdos que ellos. Comió, pero habló poco. Aquélla gente se parecía mucho a él pero sus costumbres eran raras, aunque apenas se daba cuenta de lo que hacían. Sólo tenía ojos para mi madre. Ella, que nunca había visto a un hombre de los de antes, sólo tenía ojos para él.

»Mi padre no podía quedarse. Había perdido al oryx pero al menos llevaría agua a los suyos. Además, estaba incómodo entre los desconocidos, con su caja parlante, sus ropas extrañas y su extraño lenguaje. Mi madre, que no quería ni respetaba a su propio padre porque la maltrataba, se escapó con mi padre y prefirió unirse a su pueblo en vez de permanecer entre los suyos.

»Aunque mi padre no le pidió que abandonara a su familia, se alegró mucho de que se fuera con él, pues la había encontrado hermosa desde la primera vez que la viera. Mi padre la llamó “la hija de Oryx”, y los dos se rieron, aunque al principio cada uno no entendía la lengua del otro. Cuando por fin, tras un viaje de muchos días, encontraron de nuevo al pueblo de mi padre, la familia se quedó asombrada al conocer el relato y acogieron a mi madre y la tuvieron en gran consideración. Aquélla noche estallaron los truenos en el desierto y los relámpagos caminaron. Las lluvias habían vuelto. La sequía había terminado.

!Xabbu calló. Renie aguardó cuanto pudo antes de hablar.

—Y entonces, ¿qué pasó?

!Xabbu levantó la cabeza con una sonrisa pequeña y triste en los labios.

—¿No te canso con este relato tan largo, Renie? No es más que la historia de mi vida, cómo llegué al mundo y cómo llegué aquí.

—¿Cansarme? Es… es maravilloso. Como un cuento de hadas.

—Me he callado —dijo, y dejó de sonreír— porque creo que fueron los momentos más felices de su vida, cuando las lluvias volvieron. La familia de mi padre creyó que en verdad les había llevado a la hija de Oryx, que les había devuelto la suerte. Pero lo que sigue es muy triste.

—Si quieres contármelo, yo quiero escuchar, !Xabbu, por favor.

—De acuerdo. —Abrió las manos—. Durante un tiempo, las cosas mejoraron. Con el regreso de las lluvias, volvieron los animales y enseguida empezó a crecer todo otra vez: los árboles echaron hojas nuevas y todo florecía. Hasta las abejas volvieron y empezaron a hacer su miel maravillosa y a esconderla entre las rocas. Era una verdadera señal del empuje de la vida en aquel lugar… No hay nada que guste tanto a los bosquimanos como la miel, por eso apreciamos tanto al pajarillo llamado guía de la miel. Así pues, todo estaba bien. Poco después, mi madre y mi padre concibieron un hijo. Era yo, y me pusieron el nombre de !Xabbu, que significa «sueño». Los bosquimanos creen que la vida es un sueño que nos sueña a nosotros, y mis padres querían señalar la buena suerte que les había concedido el sueño. Nacieron más criaturas en la familia, de modo que pasé los primeros años de mi vida con otros niños de mi edad.

»Entonces sucedió algo terrible. Mi padre y su sobrino habían salido a cazar. La jornada había sido buena: habían cazado un gran antílope azul. Estaban muy contentos porque sabían que habría fiesta a su regreso y que la carne sustentaría a los suyos durante muchos días.

»En el camino de vuelta encontraron un jeep. Habían oído hablar de tales cosas pero no las habían visto nunca y, al principio, no querían acercarse. Pero los hombres que lo ocupaban (tres negros y uno blanco, todos altos y vestidos con ropa de ciudad) estaban en franco peligro. Parecía que fueran a morir enseguida si no conseguían agua, de modo que mi padre y su sobrino se acercaron y les ayudaron.

»Eran científicos de una universidad, supongo que geólogos en busca de petróleo o algo parecido, algo de valor para el pueblo de la ciudad. Un rayo había alcanzado al jeep y había dejado inservibles la radio y el motor. Sin ayuda, habrían muerto con toda seguridad. Mi padre y su sobrino los guiaron hasta el final del desierto, donde había un pueblecito dedicado al comercio. No se habrían atrevido a hacerlo, pero mi padre no olvidaba que él había salido del desierto en una ocasión y no le había sucedido nada malo. Mi padre tenía la intención de llevarlos hasta donde comenzaba el pueblo y dejarlos seguir su camino, pero mientras iban todos hacia allá (muy despacio, porque los hombres de la ciudad no podían ir más deprisa) llegó otro jeep. Pertenecía a unos guardabosques del gobierno; utilizaron la radio para pedir ayuda para los hombres, pero también arrestaron a mi padre y a su sobrino por haber cazado un antílope azul. Es que ese animal está protegido por el gobierno, ¿sabes? Pero los bosquimanos no.

La amargura insólita de su voz hizo estremecerse a Renie.

—¿Los arrestaron? ¿Después de salvar a esos hombres? ¡Qué atrocidad!

!Xabbu asintió.

—Los científicos protestaron, pero los guardabosques temían encontrarse con problemas si los sorprendían pasando por alto cosas pequeñas, así que detuvieron a mi padre y a su sobrino y se los llevaron, sin más. Hasta se llevaron el antílope azul como prueba. Cuando mi padre y su sobrino llegaron a la ciudad, no era más que un cadáver podrido que no se podía comer y lo tiraron.

»Los científicos estaban tan avergonzados que pidieron prestado otro vehículo y se fueron a buscar al pueblo de mi padre para contarles lo que había sucedido. No lo encontraron, pero dieron con otra tribu de bosquimanos y, enseguida, mi madre y el resto de la familia tuvieron noticia del suceso.

»Mi madre, que aunque no había vivido en la ciudad no la desconocía por completo, decidió ir a discutir con el gobierno, al que se imaginaba como un hombre sabio de barba blanca en un pueblo grande, para decirle que tenía que dejar libre a mi padre. Aunque el resto de la familia le aconsejó que no lo hiciera, me cogió a mí y nos fuimos los dos al pueblo.

»Pero claro, a mi padre ya lo habían enviado a la ciudad, muy lejos, y cuando mi madre llegó, ya lo habían juzgado y condenado por furtivo. Mi primo y él estaban encerrados en la cárcel, enjaulados con hombres que habían cometido crímenes terribles, que habían matado a tiros a su propia familia, que habían torturado y matado a niños y a viejos.

»Mi madre iba todos los días a rogar por la libertad de mi padre y me llevaba consigo, y todos los días la expulsaban del tribunal, y de la cárcel después, con malas palabras y a empellones. Encontró una choza a las afueras de la ciudad, dos paredes de conglomerado y un trozo de hojalata por techo, y allí nos instalamos; rebuscaba en la basura restos de comida y ropa, igual que otra gente pobre, decidida a no abandonar hasta que mi padre fuera puesto en libertad.

»No me imagino siquiera lo que debió de suponerle. Yo era tan pequeño que no entendía. Ahora tengo sólo un recuerdo borroso de aquel tiempo… una visión de las deslumbrantes luces de un camión brillando entre las rendijas de los tablones, el jaleo de peleas entre la gente y las voces que cantaban en otras chozas. Mi madre no se rendía. Estaba segura de que encontrando al hombre adecuado (“el verdadero gobierno”, como ella lo llamaba) conseguiría enderezar el entuerto y mi padre saldría en libertad.

»Mi padre, que aún conocía menos que ella las costumbres de la ciudad, enfermó. Tras unas pocas visitas, le prohibieron ver a mi madre, aunque ella continuó con sus visitas diarias a la cárcel. Mi padre no sabía siquiera que ella seguía en la ciudad, a pocos cientos de metros de él. Su sobrino y él perdieron la felicidad, perdieron sus relatos. Sus espíritus se debilitaron y dejaron de comer. Enseguida, al cabo de unos pocos meses de prisión, mi padre murió. Su sobrino duró más. Me han dicho que encontró la muerte en una pelea unos pocos meses más tarde.

—¡Oh, !Xabbu! ¡Es horrible!

!Xabbu levantó las manos como si la exclamación solidaria de Renie fuera un regalo inaceptable.

—Mi madre ni tan sólo pudo llevarse el cadáver de mi padre al desierto. Lo enterraron en un cementerio junto al poblado de chabolas. Mi madre colgó sus cuentas de cáscara de avestruz en un palo de madera como señal. Más tarde fui allí pero no encontré la tumba.

»Así pues, emprendimos el largo viaje de vuelta, pero mi madre no podía soportar volver al desierto; para ella, el desierto era mi padre, de modo que se quedó con su familia y allí crecí yo. Antes de que pasaran muchos años más, encontró a otro hombre, un hombre bueno. Era bosquimano, pero su pueblo había abandonado el desierto hacía mucho. No conocía las viejas costumbres ni hablaba apenas la vieja lengua. Mi madre y él tuvieron dos hijas, mis hermanas. Todos fuimos a la escuela. Mi madre quiso que aprendiéramos las cosas de la ciudad para que supiéramos protegernos, ya que mi padre no había sabido hacerlo.

»Mi madre mantuvo cierto contacto con el pueblo de mi padre. Cuando algún cazador bosquimano de las partes más alejadas llegaba al pueblo a comerciar, mi madre siempre mandaba mensajes. Un día, cuando yo tenía diez años, quizá, llegó mi tío del desierto. Con la bendición de mi madre, me llevó a conocer a mis familiares.

»No voy a contarte la historia de los años que pasé allí. Aprendí mucho, tanto sobre mi padre como sobre el mundo en el que había vivido. Llegué a amarlos y a temer por ellos también. A tan temprana edad, comprendí que su forma de vida iba desapareciendo. Ellos también lo sabían. Muchas veces pienso que, aunque no me lo dijeran nunca (porque no es su forma de ser), tenían la esperanza de salvar, a través de mí, alguna parte de la sabiduría del abuelo Mantis, la sabiduría antigua. Como un náufrago en una isla que manda un mensaje en una botella, creo que su intención era mandarme otra vez al mundo de la ciudad con parte de nuestro pueblo a salvo dentro de mí.

!Xabbu agachó la cabeza.

—Y la primera de mis grandes deshonras es que durante muchos años, viviendo en el pueblo de mi madre, no volví a pensar en ello. No, no es cierto del todo porque pensaba con frecuencia en el tiempo que pasé con el pueblo de mi padre, y siempre lo haré. Pero no tenía en cuenta el hecho de que un día desaparecerían, de que no quedaría casi nada de mundo antiguo. Era joven y la vida me parecía ilimitada. Ansiaba aprenderlo todo y no temía nada: la perspectiva de vivir en la ciudad con todas sus maravillas me intrigaba mucho más que la vida salvaje. Trabajé con tesón en la pequeña escuela, y un hombre importante del pueblo se interesó por mí. Habló de mí a un grupo llamado El Círculo. Son gente de todo el mundo interesada en lo que los de ciudad llaman «culturas aborígenes». Gracias a ellos gané una plaza en una escuela de la misma ciudad donde había muerto mi padre; era una buena escuela. Mi madre temía por mí, pero su sabiduría le aconsejó que me dejara ir. A mí, al menos, me pareció sabiduría.

»Y estudié y aprendí otras formas de vivir, además de la de mi pueblo. Conocí cosas que para ti son tan normales como el agua y el aire, pero para mí, al principio, eran extrañas y casi mágicas: la luz eléctrica, las pantallas murales, la fontanería… Aprendí las ciencias de las personas que habían inventado esas cosas y un poco de historia de los pueblos blancos y negros también, pero en todos los libros y en todas las películas de la red no había casi nada acerca de mi pueblo.

»Cuando terminaba el curso, siempre volvía con la familia de mi madre y ayudaba a los pastores de ovejas y a preparar las redes de pesca. Cada vez eran menos los antiguos que venían a comerciar al pueblo. A medida que pasaban los años, empecé a preguntarme qué habría sido del pueblo de mi padre. ¿Seguirían viviendo en el desierto? ¿Mi tío y sus hermanos seguirían bailando la danza del oryx cada vez que mataban a uno? ¿Mi tía y sus hermanas cantarían todavía la soledad de la tierra cuando no llueve? Así que decidí ir a verlos otra vez.

»Y ahí comienza la segunda de mis deshonras. A pesar de que el año había sido bueno, aunque había llovido generosamente y el desierto era acogedor y hervía de vida, a punto estuve de morir buscándolos. Había olvidado muchas cosas de las que me habían enseñado… era como un hombre que al envejecer pierde la vista y el oído. El desierto y las montañas secas me ocultaban sus secretos.

»Sobreviví a duras penas pasando mucha hambre y mucha sed. Tardé mucho tiempo en notar el ritmo de la vida de la forma en que me lo había enseñado la familia de mi padre, el latido en el pecho que indicaba la cercanía de los venados, el olor de los sitios donde el agua se hallaba cerca de la superficie de arena. Poco a poco, recuperé las enseñanzas antiguas, pero no encontré a la familia de mi padre ni a ningún otro bosquimano libre. Por fin, fui a los lugares sagrados, a los montes donde el pueblo pintaba en las rocas, pero no encontré rastro de que hubieran estado allí recientemente. Entonces, empecé a temer de verdad por mis familiares. Iban allí todos los años para demostrar su respeto por los espíritus del pueblo primitivo, pero hacía mucho que no acudían. El pueblo de mi padre había desaparecido. Tal vez hubieran muerto todos.

»Me marché del desierto, pero algo había cambiado en mí para siempre. Me hice la promesa de que el pueblo de mi padre no desaparecería tan fácilmente, de que la historia de la mangosta, el puerco espín y el lucero del alba no caerían en el olvido para siempre, de que la forma de vida antigua no sería barrida por la arena como el viento borra las huellas de un hombre tras su muerte. Me propuse hacer lo que fuera necesario para salvar cuanto pudiera. Para conseguirlo, tenía que aprender la ciencia del pueblo de la ciudad, que entonces me parecía omnipotente.

»Las personas de El Círculo se mostraron generosas una vez más y gracias a ellas vine a Durban a estudiar la forma en que la gente de la ciudad se construye mundos propios. Porque eso es lo que deseo hacer, Renie, ésa es mi misión… tengo que volver a hacer el pueblo de mi padre, el mundo de la raza primitiva. Ya no volverá a existir en nuestro tiempo, en nuestra tierra, ¡pero no puede perderse para siempre!

!Xabbu se quedó en silencio, balanceándose de delante a atrás. Tenía los ojos secos pero su dolor era evidente.

—Me parece maravilloso —dijo Renie por fin. Aunque su amigo no llorase, ella sí—. Creo que es el mejor argumento para realidad virtual que he oído en mi vida. ¿Por qué estás tan triste, ahora que has aprendido tanto y te has acercado más a tu meta?

—Porque cuando estuve en aquel lugar horrible contigo, mientras tú te esforzabas por salvarme la vida, mis pensamientos volaron a otro mundo. Es deshonroso, no conté contigo, pero no pude evitarlo y por eso estoy triste. —Se quedó mirándola fijamente y Renie volvió a percibir su temor—. Fui a la tierra del primer pueblo. No sé cómo ni por qué pero, mientras experimentabas todo lo que me contaste en la sala de emergencias, yo estaba en otro lugar. Vi al dulce abuelo Mantis cabalgando entre los cuernos de su antílope azul. También estaban su esposa Kauru y sus dos hijos Kwammanga y Mangosta. Pero quien habló conmigo fue Puercoespín, su amada hija. Me dijo que hasta ese lugar del más allá, el lugar del primer pueblo, estaba en peligro. Antes de que apareciera el guía de la miel para devolverme aquí, me dijo que el sitio en el que estábamos se convertiría pronto en un gran vacío, que, de la misma manera que este mundo que habitamos tú y yo había arrollado progresivamente a mi pueblo del desierto, así estaban arrollando también al primer pueblo.

»Si eso se cumple, nada importará que yo reconstruya el mundo de mi pueblo, Renie. Si el primer pueblo es expulsado de más allá de esta tierra, lo que yo haga no será más que una cáscara vacía, el caparazón vacío de un escarabajo cuando éste muere. No deseo utilizar tu ciencia sólo para construir un museo, una curiosidad para que los de la ciudad vean cómo eran antes las cosas. ¿Comprendes? Quiero hacer un sitio donde viva para siempre algo de mi pueblo. Si el hogar del primer pueblo desaparece, el sueño que nos sueña a nosotros dejará de soñarnos. La vida entera de mi pueblo, desde el alba de todas las cosas, no será sino huellas que el viento borra. Por eso ya no oigo el sonido del sol.

Permanecieron sentados en silencio un rato. Renie se sirvió otro vaso de agua y ofreció un trago a !Xabbu, pero éste lo rechazó. Renie no le entendía y se encontraba a disgusto en parte, igual que cuando sus colegas cristianos hablaban del cielo o los musulmanes de los milagros de su profeta. Pero la honda pesadumbre del bosquimano no podía pasarse por alto.

—No entiendo exactamente lo que dices, pero lo intento. —Le tomó la mano, que tenía como muerta, y le apretó los secos dedos—. Me has ayudado a luchar por Stephen y quiero hacer todo lo posible por ayudarte a ti… Dime qué puedo hacer. Eres amigo mío, !Xabbu.

Sonrió por primera vez desde que llegara.

—Y tú eres mi buena amiga, Renie. No sé qué tengo que hacer. No he dejado de pensar. —Retiró la mano suavemente y se restregó los ojos; estaba muy cansado—. Pero también tenemos que responder a tus preguntas: ¡cuántas preguntas tenemos entre los dos! ¿Qué vamos a hacer con el diamante amarillo, que tan peligroso parece?

Renie bostezó con toda su alma… y con toda su vergüenza.

—Creo que hay una persona que puede ayudarnos, pero ahora estoy muy cansada para enfrentarme a ella. La llamaré después de dormir un poco.

—Entonces, duerme. Me quedo hasta que vuelva tu padre.

Le dijo que no era necesario, pero fue como discutir con un gato.

—Te dejo sola. —!Xabbu se levantó limpiamente, con un solo movimiento—. Me voy a la otra habitación a pensar.

Volvió a sonreír, salió por la puerta y la cerró.

Renie permaneció tendida un buen rato, pensando en los extraños lugares que había visitado cada cual, lugares cuyo único vínculo era haber sido concebidos por la mente humana. O así lo creía ella, aunque no era fácil mantener firmemente tal creencia después de percibir en el serio e inteligente rostro de !Xabbu tan honda querencia y tan triste expresión de pérdida.

Despertó sobresaltada por una silueta alta y oscura que se inclinaba sobre ella. Su padre dio un paso atrás a toda prisa como si lo hubieran sorprendido haciendo algo malo.

—Soy yo, niña. Sólo he venido a ver qué tal estabas.

—Bien. Me tomé la medicina. ¿!Xabbu está aquí?

Su padre negó con la cabeza. El aliento le olía a cerveza pero parecía mantenerse en pie sin esfuerzo.

—Se ha ido a casa. ¿Ahora los pones a todos en fila o qué? —Renie lo miró extrañada—. Al volver, vi a otro sentado en un coche delante de casa. Era grandote y tenía barba. Se marchó cuando me vio subir.

—¿Era blanco? —preguntó Renie con temor.

—¿Un blanco por aquí? —rio su padre—. No, era negro como yo, de otro barrio, seguramente. O un ladrón. Pon la cadena en la puerta cuando no esté yo.

—Sí, papá —contestó con una sonrisa.

Resultaba extraño que se preocupara tanto.

—Voy a ver qué hay para comer. —Vaciló en el dintel de la puerta y se volvió—. Ése amigo tuyo es del pueblo pequeño.

—Sí. Es un bosquimano del delta del Okavango.

—Es el pueblo más antiguo, ¿sabías? —dijo su padre con una expresión rara en los ojos, como una chispa de recuerdo—. Estaban aquí antes de que llegaran los negros… antes que los xosa, los zulúes o cualquier otra tribu. —Renie asintió, intrigada por el eco remoto de la voz de su padre—. No creí que volvería a ver uno de ésos nunca más. El pueblo pequeño. Jamás pensé que volvería a verlos.

Salió con la extraña expresión todavía en la cara y cerró la puerta sin hacer ruido.